Translate

lunes, 15 de septiembre de 2014

Santi boniti

Domicia Corvalán, invariablemente, hacía lo mismo todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches. Se levantaba a igual hora, con iguales movimientos y ademanes, automáticos ya, a fuerza de repetidos, al calzarse las babuchas, atarse el cíngulo de la bata, alisarse el pelo con el cepillo y pasarse la toalla húmeda por el rostro. No se daba cuenta de esos actos, porque el hábito embotaba sus impresiones. La envolvía una modorra moral invencible.
En el propio estado de indiferencia sopeteaba su chocolate sin encontrarle sabor; despachaba su yantar atenuada la sensación de apetito por la monotonía de los manjares y, alzados los manteles, con paso lánguido, se acercaba Domicia a la ventana, desviaba un poco el abarquillado visillo con lacios y flojos dedos, y sin pensar en abrir las vidrieras miraba lo que sucedía en la plazuela y en el atrio de la iglesia de Santiago, cuyo frontispicio tenía enfrente.
Llevaba quince años de viudez y se había casado muy joven. Contaba ya treinta y seis. No tenía ni padres ni otra familia; habitaba sola la casa que fue de su marido, y en la ciudad, sordamente, pasaba por rica; en realidad, poseía lo suficiente, una holgura modesta, y no necesitaba dedicarse a ningún trabajo. Retraída, tímida de carácter, no conocía amigos, ni pretendientes, ni menos enemigos. La olvidaban como se olvida a la parietaria que vegeta en el muro. Su fortunita, en fondos del Estado, era fácil de cobrar. Ningún cuidado, ninguna lucha agitaba su límbica existencia.
Por los vidrios de la ventana se veían siempre iguales escenas. Con andar sesgo iban las devotas, arrebujadas en sus mantos color de ala de mosca, asegurado en las manos, que cubrían viejos mitones, el sobado libro de rezo. Un cura subía las escaleras a paso rápido, recogido el manteo, echada atrás la teja. Los chiquillos jugaban a la pelota contra la pared. Un caballejo, montado por un labriego que llevaba en las alforjas carga de hortaliza, vencía despacio la cuesta. Cruzaba una mozallona, con una cesta plana, pregonando sardinas: «Vivitas, como el agua.» Algún escribiente de la notaría apretaba entre codo y costado un fajo de papeles. Se oía llorar desesperadamente a un niño de pecho. Una doméstica de la casa fronteriza se asomaba y sacudía un tapete. Un ciego entonaba, plañendo, canciones verdes y jocosas...
Domicia se aburría del desfile, de la familiaridad de la calle; no gozaba otra distracción, y, sin embargo, ésta le producía la cansera de lo muy conocido. Sus ojos, de mirada atónita, se sentían atraídos únicamente por la portada de la iglesia, cuyas elegantes archivoltas apuntadas, ya de transición al ojival, parecían coronar en triunfo a los dos bellos adorantes que, en actitud mística, alzaban sus testas rizosas, de piedra patinada por los años. Domicia recordaba, como un sueño lejano, las figuras de barro y yeso con que jugaba de niña en el taller de su padre, escultor de oficio. Sus muñecas fueron angelillos de sepulcro, amorcillos de fuente, ninfas envueltas en amplios paños, ánforas y vasos ornamentales para jardines, alguna mano primorosa apretando una tela, algún pie suelto, de bien formados dedos, entre los cuales pasan las cintas de la sandalia. Todo ello no lo entendía Domicia; pero le había quedado de los primeros años en aquel ambiente no sé qué misteriosa religión estética en el fondo del alma.
En su casa, sin embargo, no existía un solo objeto de arte. Ocurrió la muerte de su padre siendo ella de edad muy corta, y su marido, oscuro negociante, ni nombraba tales cosas. Aquellas figuras, con las cuales se solazó en la infancia, vendidas quizá en almoneda, se le aparecían entre la vaga esfumadura del tiempo, sin que tuviese de ellas conciencia alguna. Sólo al contemplar la portada, donde el imaginero había labrado cabezas de ángeles y bultos de santos, creía recordar un país desconocido, visitado antaño, en el cual la vida tenía interés. ¿Por qué? No hubiese podido decirlo. Por algo extraño, distinto de lo que vino después, de la gris sucesión de los años, sin sentido ni fisonomía. A su ventana estaba Domicia, siguiendo con mirar distraído el giro de una rueda de pequeñuelas del barrio que cantaban a coro «la viudita, la viudita...», cuando oyó un pregón nuevo y vio a un mercader ambulante que llevaba una banasta llena de figuras de yeso. El hombre se había parado en la plazuela y clavaba la vista en balcones y ventanas con aire suplicante e interrogador. En voz atenorada, vibrante, simpática, volvía a gritar:
-¡Santos, santos baratos, bonitos!
Domicia abría los ojos, y en su corazón aletargado algo rebullía, una palpitación se iniciaba. ¡Muñecos, como los de la casa paterna, como los que modelaba su padre! Y sin transición, como en sueños, abrió la ventana de golpe, hizo apresurada seña al mercader. Él contestó con una sonrisa, golosa y dulce, humilde y prometedora. Minutos después entraba Márgara, la criada de Domicia.
-Ahí está uno... Dice que le ha llamao usté... Usté sabrá...
-Sí, sí; que pase...
El italiano entró y, ante todo, fatigado, descansó su banasta. Domicia estaba más encarnada que una amapola. ¿Desde cuándo no se había ruborizado Domicia? El vendedor iba presentando el género. Hablaba un español bastante corriente, entreverado con vocablos italianos.
-Veda, signorina, es la Santa Vergine de Lourdes... Aquí tengo el San Giuseppe..., el Angelo de la Guarda... Un Cristo, modelo de Benvenuto el grande Benvenuto...
Suponía en Domicia, por la traza sencilla de su vestir, por la lisura de su peinado, a una beatita de pueblo pequeño, y escondía con disimulo, en el hondón de su banasta, un busto de la República Francesa y un grupo de Psiquis y el Amor, el eterno grupo, reservado para los clientes solteros y pillines, que no apreciaban la espiritualidad de la obra maestra, sino lo sugestivo del asunto. Pero Domicia escrutó también el rincón donde se cobijaban los santos sospechosos, y una luz de interés y de emoción se encendió en el líquido remanso de sus pupilas, habitualmente dormilonas. Miraba tan pronto a los santos bonitos como al vendedor, encontrando un encanto especial en su figura ágil, en su traje descuidado, de obrero casi mendicante: blusa de dril manchada de yeso, zapatos de lona, que señalaban la forma del pie y marcaban los dedos como en relieve; corbata roja, de seda deslucida, mal anudada, con flotantes cabos. Así estaría en su taller el padre de Domicia; así o cosa muy análoga. La infancia renacía, el arte reaparecía con sus sorpresas inspiradoras de un vivir diferente de aquella existencia de rana en el charco, o de insecto en la grieta de la madera. La impresión abría un abismo entre la vida pasada de Domicia y la que le quedaba por consumir. No era la misma mujer que media hora antes hacía, desde la ventana, señal para que subiese un mercader ambulante que pregonaba monigotes de escayola...
Miraba al hombre que tenía delante y le parecía distinto de los demás de la pacata ciudad, burgueses consagrados a prosaicas tareas. Éste llevaba una luz especial en los ojos meridionales, una expresión vehemente en las morenas facciones, un sonreír de sol en la boca roja, orlada por negro bigotillo. Domicia sentía la atracción profunda, el abandono del ser, como un vértigo, que caracteriza estos casos fulminantes...
Entre tanto, él ensalzaba su mercancía. En el entusiasmo de la propaganda se dejaba ir hacia su natal idioma, prodigando los vedete, vedete, che bellezza! Domicia, en voz trémula, le preguntó:
-¿Es usted mismo quien hace estos santos?
-Io stesso, sí, signorina... Yo mesmo, yo; y si pudiese hacía el natural... Ma... bisogna vivere, si ha da vivere...
«¡Si yo le pusiese un taller! -pensaba ella-. ¡Un taller como el de mi padre! ¡Entonces sería un artista verdadero! ¡Haría cosas hermosísimas, bustos, estatuas! ¡El pobre tiene que llevar esta vida errante, miserable, ganar al día tal vez un par de pesetas!»
Mientras Domicia erigía su castillo interior, el errante comenzaba a encontrar que se retardaba el negocio. Si la signorina le compraba algo, que se decidiese de una vez.
-¿Qué prendeva? ¿La Vergine, el San Giuseppe?
-¡Todo! -exclamó Domicia, violentamente-. Desocupe usted la banasta y vaya colocando por ahí las figuras.
Aturdido y encantado, el italiano fue sacando sus títeres. No se atrevía, no obstante, a alinear el grupo ni ciertos desnudos y picarescos Cupidillos; pero Domicia los señaló, imperiosa:
-¡Todo he dicho!
Llegado el momento del pago, el italiano, receloso, pronunció una cifra loca: ciento veintisiete pesetas... Corrió Domicia a la gaveta de su dormitorio y trajo ciento cincuenta justas. Dos billetes... El mercader, atónito, se confundía en expresiones de agradecimiento. Casi andando hacia atrás, de puro respeto a la cliente generosa, fue acercándose a la puerta. Quería escapar, no se arrepintiese la signorina. Domicia sentía una pena honda, como la que causa la desaparición de un ser muy querido; imaginaba que todo quedaba a su alrededor oscuro, frío, desierto -a pesar de la formación de santi boniti que se extendía no sólo por las consolas y veladores, sino por el piso, con blancura de yeso, rojeces de terracota y verdor oscuro de falso bronce... Aquel hombre, que había evocado su pasado infantil, que infundía en sus venas mágico temblor, se iba, se iba para siempre sin remedio. Y Domicia no lo podía evitar; no sabía cómo evitarlo. Ya el mercader transponía la plazuela, y aún ella quería intentar cualquier cosa para detenerle, para volver a verle, aunque sólo fuese un instante. Le pesaba haberle comprado los santos todos. Si quedase alguno, era abonado pretexto para volver a llamarle...
La esperanza la fijó en la ventana; no se movía de ella. Sin duda, el mercader pasaría de nuevo con más santos ¡Nadie! Desierta la plazuela y muda, excepto cuando las niñas salmodiaban la «viudita» o las mocetonas ofrecían la sardina «viva», o de la iglesia salía un apagado cántico, grave y triste.

«El Imparcial», 24 de junio 1918.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario