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martes, 20 de agosto de 2013

Por mandato del lucio...

Erase un pobre campesino que, por mucho que se afanaba y trabajaba, nunca salía de su miseria.
«Triste suerte la mía -decía para sus adentros. Me mato dia­riamente a trabajar y estoy medio muerto de hambre. En cambio mi vecino, que se pasa la vida tumbado, tiene una gran hacienda y el dinero se le viene a las manos. Quizá haya disgustado a Dios involuntariamente. Voy a pasarme día y noche rogándole para que tenga misericordia de mí.»
Tal como lo pensó, así lo hizo. Se pasaba los días ayunando. entregado a la oración. Llegó el día de la fiesta mayor, tocaron a misa, y el pobre hombre se dijo:
-Toda la gente celebrará la fiesta con una buena mesa, y yo no tengo ni un bocado que llevarme a la boca. Iré a buscar agua y la tomaré haciéndome a la idea de que es sopa.
Agarró un cubo, fue al pozo y, nada más arrojar el cubo al agua. cayó en él un lucio grandísimo.
-¡Ya tengo con qué celebrar la fiesta! -exclamó el hombre muy contento.
Pero en esto le habló el lucio con palabra humana:
-Devuélveme la libertad, buen hombre, y yo haré tu suerte: verás realizados todos tus deseos. Te bastará decir: «Por mandato del lucio, por bendición divina, quiero tal y tal cosa», y aparecerá lo que hayas deseado.
El pobre campesino soltó al lucio en el pozo, volvió a su isba y dijo sentándose a la mesa:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que la mesa esté servida y la comida lista.
Al instante se cubrió la mesa de bebidas y manjares tan exqui­sitos como para brindárselos sin reparo a un zar. El campesino se santiguó.
-¡Alabado sea Dios! También puedo yo celebrar el final de la vigilia.
Fue a la iglesia a maitines, asistió al oficio de las doce, volvió a su casa, comió y bebió de cuanto había sobre la mesa, salió a la calle y tomó asiento en el banco que había junto al portón.
La zarevna andaba entonces por las calles, acompañada de sus ayas y sus doncellas, dando limosna a los pobres para santificar la fiesta del señor. Socorrió a todos, pero se olvidó de aquel cam­pesino.
Entonces él dijo para sus adentros:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que la zarevna quede preñada y tenga un hijo.
Por la fuerza de esas palabras, la zarevna quedó instantánea­mente preñada y, a los nueve meses, dio a luz un hijo. El padre la interrogó con gran indignación.
-¡Confiésame con quién has pecado! -exigía.
Pero la zarevna sólo podía llorar y jurar por todos los santos que ella no había pecado con nadie:
-¡No alcanzo a comprender por qué me ha castigado Dios así?
Por más que insistió, el zar no pudo arrancarle otra palabra.
Entre tanto, el niño crecía a ojos vistas. A la semana, empezó a hablar. Entonces el zar convocó a todos los boyarlos y los perso­najes del reino para ir presentándoselos al niño por si reconocía a su padre. Pero no; el niño callaba, sin llamar padre a nadie.
El zar ordenó a las ayass y las doncellas que llevaran al niño de casa en casa, por todas las calles, para que vieraa a todos los hom­bres, casados o no, de cualquier condición que fueran.
Las ayas y las doncellas llevaron a la criatura por todas las ca­sas, por todas las calles, anda que te anda, sin que el niño dijera una palabra. Se acercaron por fin a la casucha del campesino po­bre. Apenas le vio el niño, adelantó sus bracitos gritando:
-¡Padre!, ¡padre!
Informado el zar, ordenó que condujeran a aquel campesino pobre a palacio, y allí exigió:
-Confiesa la verdad: ¿es tuyo este niño?
-No, que es de Dios.
Indignado, el zar casó al campesino con la zarevna. Nada más terminar la ceremonia, ordenó que los metieran a los dos y al niño en un gran barril embreado, y que arrojaran el barril al mar.
Empujado por vientos tormentosos, el barril bogó sobre el mar hasta quedar varado en una costa lejana. Al notar el campesino que el agua no mecía ya el barril, murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que se desba­rate el barril en tierra firme.
Se desbarató el barril, ellos salieron a tierra firme y echaron a andar a la buena de Dios. Con tanto andar, sin comer ni beber, la zarevna estaba extenuada y apenas podía arrastrar los pies.
-¿Qué? -preguntó el campesino pobre. ¿Sabes ahora ya lo que es el hambre y lo que es la sed?
-Sí, sí; ya lo sé.
-Pues ya sabes lo que padece la gente pobre. ¡Y tú no quisis­te darme una limosna el día de la fiesta del Señor!
Luego murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que aparezca un rico palacio sin igual en el mundo, con jardines, estanques y todas las dependencias necesarias...
No había terminado de formular el deseo, cuando apareció un rico palacio. Acudieron muchos servidores que los condujeron a las salas de mármol donde esperaban las mesas servidas. Las salas estaban maravillosa-mente amuebladas y adornadas, y las mesas cubiertas de manjares, bebidas y dulces. El pobre y la zarevna co­mieron, bebieron, descansaron un poco y salieron al jardín.
-Todo estaría perfecto -dijo la zarevna, si no fuera por­que no hay ni una sola ave sobre nuestro estanque.
-Las habrá, no te preocupes -dijo el pobre, y murmuró: Por mandado del lucio, por bendición divina, que aparezcan sobre este estanque doce ocas y un ganso con todo el plumaje hecho mitad de plumas de oro y mitad de plumas de plata y que el ganso tenga una moña de brillantes.
Al instante aparecieron sobre el agua doce ocas y un ganso con la mitad de las plumas de oro y la otra mitad de plata. Además, el ganso tenía una moña de brillantes coronándole la cabeza.
De este modo fue viviendo la zarevna sin penas ni sufrimientos al lado de su marido, mientras su hijo crecía. Se hizo mayor, notó que rebosaba fuerza y les pidió a sus padres permiso para recorrer mundo y buscarse una prometida.
-Que Dios te acompañe, hijo -dijeron los padres.
El joven ensilló su recio caballo y se puso en camino. Al cabo de algún tiempo se encontró con una viejecilla.
-Hola, zarévich ruso. ¿Hacia dónde vas?
-Pues voy a buscar una novia, abuela, aunque no sé hacia dónde tirar.
-Yo te lo diré, hijito. Cruza el mar hasta el más remoto de los reinos, y allá encontrarás a una princesita tan linda, que no ha­llarías otra mejor ni aun recorriendo el mundo entero.
El joven le dio las gracias a la anciana, fue al muelle, fletó un barco y puso proa hacia el más remoto de los reinos.
Navegó por el mar -no sé si poco o mucho, porque las cosas se cuentan de prisa, pero se hacen despacio-, hasta que llegó al reino que buscaba, compareció ante el rey y le pidió la mano de su hija.
-No eres el único que aspira a su mano -le dijo el rey-: tam­bién la solicita un bogatir muy poderoso. Si le rechazamos, asolará todo el estado.
-Y si me rechazáis a mí, yo lo asolaré.
-¿Qué estás diciendo? Mejor será que midáis vuestras fuer­zas. Al que venza, yo le concederé la mano de mi hija.
-De acuerdo. Ya puedes invitar a todos los zares y los zarévi­ches, a todos los reyes y todos los príncipes para que vengan a pre­senciar una lid honrada y a celebrar la boda.
Emisarios y corredores partieron inmediatamente en todas di­recciones y, antes de que transcurriera un año, se habían reunido allí los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes de todas las tierras vecinas. También acudió el zar que mandó encerrar a su hi­ja en un barril y arrojarlo al mar. El día convenido, los bogatires se alinearon para una lucha que sólo podía terminar con la muerte del adversario. Lucharon con denuedo. Sus golpes hacían gemir la tierra, doblarse los bosques y agitarse los ríos. El hijo de la zarevna venció a su adversario, cercenándole la altiva cabeza.
Acudieron los nobles cortesanos, agarraron al valeroso joven por los brazos y le llevaron a palacio. Al día siguiente se desposó con la princesa y, cuando terminaron los festejos, invitó a todos los zares y los zaréviches, a todos los reyes y los príncipes allí pre­sentes a que fueran a casa de sus padres. Todos aceptaron, apres­taron un barco y se hicieron a la mar.
Cuando llegaron, la zarevna y su esposo acogieron dignamente a los visitantes, organizando banquetes y festejos en honor suyo. Los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes contemplaban admirados el palacio y los jardines porque en ninguna parte habían visto nada igual. Pero lo que más les maravilló fueron las ocas y el ganso: por una oca de aquéllas se podía dar medio reino.
Después de haberlo pasado muy bien, los visitantes se dispu­sieron a partir. Pero, antes de que llegasen al muelle, les dieron alcance unos veloces mensajeros.
-Nuestro señor les ruega que vuelvan -dijeron. Quiere mantener con ustedes un consejo secreto.
Los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes volvieron sobre sus pasos. Su anfitrión los recibió diciendo:
-Lo que ha sucedido no debía ocurrir entre personas dignas: ha desaparecido una oca, y eso no ha podido hacerlo sino uno de vosotros.
-¿Qué estás diciendo? -replicaron los zares y los zaréviches. los reyes y los príncipes-. Esa es una afirmación muy arriesgada. Regístranos uno por uno. Si alguien tiene la oca, haces con él lo que te parezca. Si no la encuentras, te costará la cabeza.
-De acuerdo -aceptó el señor del palacio.
Y se puso a registrarlos uno por uno. Cuando le llegó la vez al padre de la zarevna, murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que este zar lleve la oca atada debajo del kaftán.
Le entreabrió entonces el kaftán, y allí estaba atada una de las ocas que tenía la mitad de las plumas de plata y la otra mitad de oro.
Todos los demás se echaron a reír:
-¡Ja-ja-ja! ¡Qué tiempos estos! Incluso los zares empiezan a ro­bar...
El padre de la zarevna juraba por todos los santos que ni si­quiera le había pasado por la imaginación la idea de robar la oca y que no se imaginaba cómo podía estar allí.
-¡Eso son cuentos! Si la tenías tú, tú eres el culpable.
Pero entonces salió la zarevna, se arrojó a los pies del padre y confesó que era su hija, la que casó con un pobre campesino y luego arrojó al mar metida en un barril.
-Bátiushka: tú no quisiste entonces dar crédito a mis palabras, pero ahora has comprobado por ti mismo que una persona puede parecer culpable aunque no lo sea.
Le refirió todo lo que había sucedido, y desde entonces vivie­ron todos juntos, contentos y felices, en la opulencia y sin padeci­mientos.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Palabras imprudentes

En cierta aldea vivían muy pobremente un viejo, su mujer y un hijo. Al llegar el hijo a la edad de razón, dijo la vieja a su marido:
-Es hora de que le casemos.
-Bueno, pues encuéntrale novia.
Fue la vieja a casa de un vecino a pedirle la mano de su hija, pero el vecino no accedió. Fue a casa de otro campesino y también se la negó. Fue a casa de un tercero y le dio con la puerta en las narices. Recorrió la aldea entera sin que nadie quisiera aceptar a su hijo como yerno.
-Nuestro hijo es cosa perdida -suspiró de vuelta a su casa.
-¿Por qué lo dices?
-Pues porque he recorrido todas las casas y nadie quiere darle a una hija suya por esposa.
-¡Mala cosa! -rezongó el viejo. El verano está encima y no hay en casa brazos suficientes para las faenas. Prueba en otra aldea, a ver si le encuentras allí novia.
Marchó la vieja a otra aldea, la recorrió de punta a punta llamando en todas las casas, pero tampoco consiguió nada: en todas partes rechazaban su petición. Volvió a su hogar como se había marchado. Dijo:
-Nada, que nadie quiere emparentar con nosotros, infelices.
-Bueno, pues no te canses más: sube a echarte en el rellano de la estufa -contestó su marido.
-Padre querido, madre querida -pidió el hijo muy apenado: dadme vuestra bendición e iré yo mismo a buscar mi suerte.
-¿Y adónde vas a ir?
-A la buena de Dios.
Los padres le bendijeron y él se marchó sin saber adónde.
Llegó el muchacho a un gran camino, rompió a llorar amarga-mente y murmuró:
-¿Tan poco valdré, yo que ni una sola muchacha quiere casarse conmigo? Me parece que si el diablo en persona me ofreciera una novia, yo la aceptaría.
De pronto vio venir hacia él, como si hubiera salido de debajo de la tierra, a un viejo muy viejo.
-¡Hola, muchacho!
-¡Hola, buen viejo!
-¿Qué acabas de decir?
Asustado, el muchacho no sabía qué contestar.
-No temas, que no te haré nada malo. Al contrario: quizá pueda remediar tus apuros. Habla sin miedo.
El muchacho le contó toda la verdad.
-¡Pobre de mí! Nadie quiere casarse conmigo. Por eso estoy tan apenado que, conforme iba andando, dije: «Me parece que si el diablo en persona me ofreciera una novia, yo la aceptaría.»
-Ven conmigo -dijo el viejo riendo- y podrás elegir la novia que mejor te parezca.
Llegaron junto a un lago.
-Vuélvete de espaldas al lago -ordenó el viejo- y camina hacia atrás.
Apenas se volvió de espaldas y dio un par de pasos cuando se encontró bajo el agua, en unos aposentos de mármol ricamente amueblados y con bellos adornos. El viejo le sirvió bebidas y manjares y luego hizo salir a doce doncellas a cuál más linda.
-Elige la que te guste, y te la daré por esposa.
-Eso no es tan fácil. Permíteme reflexionar hasta mañana.
-Bueno -dijo el viejo, y le condujo a un aposento especial.
El muchacho se acostó y se puso a pensar en cuál de las jóvenes debía elegir. En esto se abrió la puerta y entró una de ellas.
-¿Estás dormido, bravo muchacho? -preguntó.
-No, hermosa doncella. No puedo conciliar el sueño pensando en cuál de vosotras debo elegir como esposa.
-Por eso he venido yo: quiero darte un consejo. Porque has de saber que eres huésped del diablo. Conque, si quieres vivir todavía en el mundo, haz lo que voy a aconsejarte. De lo contrario, no saldrás vivo de aquí.
-Te escucho, linda doncella, y nunca olvidaré tu bondad.
-Mañana te presentará el diablo a doce jovencitas, todas iguales. Tú fíjate y elígeme a mí. Me reconocerás de seguro porque se me posará un mosquito sobre el párpado derecho.
Luego le habló de ella y le dijo quién era.
-¿Conoces al pope de tal aldea? Pues yo soy su hija, la que desapareció a los nueve años. Una vez se enfadó mi padre conmigo y dijo iracundo: «Así te lleve el diablo.» Yo salí al porche llorando, cuando, de pronto, los demonios me levantaron en vilo y me trajeron aquí. Desde entonces vivo con ellos.
A la mañana siguiente apareció el viejo con doce doncellas, todas igualitas, y le dijo al muchacho que eligiera novia entre ellas. El se puso a mirarlas y eligió a la que tenía un mosquito posado en el ojo derecho. Al viejo le dio pena entregársela. Las cambió a todas de sitio y le hizo elegir otra vez. El muchacho indicó a la misma. Todavía le obligó el diablo a elegir una vez más, pero el muchacho acertó de nuevo.
-Has tenido suerte. Llévatela.
El muchacho y la doncella se vieron al instante al borde del lago y, hasta llegar al gran camino, fueron andando de espaldas.
Entre tanto, los diablos se lanzaron tras ellos gritando: «Hay que quitár-sela. ¡Esa muchacha es nuestra!» Pero no encontraron sus huellas junto al lago porque todas las huellas conducían hacia el agua. Por mucho que corrieron y husmearon, tuvieron que volverse como habían llegado.
El muchacho condujo a la doncella hasta su pueblo y se detuvo frente a la casa del pope. Este, que los vio, mandó a un criado suyo a preguntarles quiénes eran.
-Somos gente de paso y quisiéramos pernoctar aquí.
-Tengo ya hospedados a unos mercaderes -contestó el pope, y no hay más sitio en la isba.
-Pero, padre, a los caminantes siempre hay que acogerlos -objetó uno de los mercaderes. No nos harán extorsión.
-Bueno, pues que entren.
Entraron, efectivamente, saludaron y fueron a sentarse en un banco al fondo de la isba. Luego preguntó la linda muchacha:
-¿No me reconoces, padre? Soy tu hija.
Y refirió cuanto le había sucedido. Padre e hija se abrazaron, se besaron y lloraron de alegría.
-¿Y quién es este joven?
-Es mi prometido. El me ha vuelto a traer a este mundo. De no ser por él, me habría quedado allí para siempre.
Luego abrió la linda muchacha un hatillo que traía y aparecieron vasijas de oro y plata que había quitado a los demonios.
-¡Pero si esto es mío! -exclamó uno de los mercaderes. Una vez que tenía invitados me enfadé con mi mujer no sé por qué. Como estaba bebido, grité: «¡Así se lo lleve todo el demonio!», y empecé a tirar a la calle todo lo que había encima de la mesa. Desde entonces desaparecieron estas vasijas.
El mercader decía la verdad. No hizo más que mentar entonces al demonio cuando éste se presentó y se llevó todas las vasijas de oro y de plata, dejando en su lugar cascotes de barro.
Así fue como el muchacho consiguió una preciosa novia. Se casó con ella y la llevó a casa de sus padres. Estos le daban por perdido para siempre. Y es que hacía ya más de tres años que faltaba de casa, aunque a él le parecía que sólo estuvo un día con los demonios.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Padre e hija

En cierto reino, que no era nuestro país, vivía un rico mercader. Su esposa era muy bella, pero la hija que tenían sobrepasaba incluso a su madre en hermosura.
Llegado su día, la esposa del mercader cayó enferma y murió. El mercader lo sintió mucho, pero no pudo evitarlo. Conque la enterró, la lloró y padeció, pero luego empezó a fijarse en su hija. Y, presa de un amor impuro, le dijo:
-Quiero que peques conmigo.
Hecha un mar de lágrimas, la hija le rogó y le imploró mucho tiempo para que desechara semejante idea, pero el mercader no quiso ni oírla.
-Si no aceptas, te mataré ahora mismo -le dijo.
Finalmente la hizo pecar por la fuerza y desde ese mismo instante concibió con ella una criatura.
El mercader aquel tenía doce dependientes. Apenas advirtió que la hija estaba preñada, empezó a preguntarle:
-Escucha, hija querida: cuando des a luz, ¿a quién nombrarás como padre?
-¿A quién puedo nombrar? A ti y a nadie más.
-No, hijita, no me nombrarás a mí. Nombra mejor a uno de los depen-dientes.
-Pero, padre, ¿cómo voy a echar la culpa a un inocente?
Por mucho que insistió el mercader, ella seguía en sus trece. Y el tiempo iba pasando.
De repente llegó un emisario del soberano.
-Te llama el zar.
Llegó el mercader a palacio.
-¿Qué ordena vuestra majestad?
-Quiero que fletes unos barcos y traigas mercaderías del más lejano de los países.
Al zar, como se sabe, hay que obedecerle. Aunque uno no lo desee, ha de ir adonde él mande. Conque el mercader ordenó que se hicieran todos los preparativos para la marcha. Mientras, fue a ver a su hija.
-Te lo pregunto por última vez: ¿a quién nombrarás cuando des a luz?
-¿A quién puedo nombrar? A ti y a nadie más.
El mercader empuñó un afilado sable que había en la pared y le cortó la cabeza. La sangre brotó como un surtidor. Luego agarró el cadáver, lo llevó al jardín y lo escondió en la cueva. En cuanto a él, montó en un barco y partió para el más lejano de los países.
En casa del mercader todo había quedado a cargo del dependiente principal. Conque la primera noche soñó que alguien le decía:
-¿Cómo puedes dormir? ¿No sabes nada de lo que ha ocurrido en la casa?
El dependiente se despertó, tomó las llaves y fue a inspeccionar los almacenes. Los había inspeccionado ya todos al parecer, pero aún quedaba una llave que no había encajado en ninguna cerradura. «Saldré a dar una vuelta por el jardín», se dijo.
Nada más asomar el dependiente al jardín, un ruiseñor que estaba posado en un arbusto rompió a cantar, y sus trinos eran igual que la palabra humana.
-Apuesto mancebo -decía: acuérdate de mí que estoy aquí de cuerpo presente.
El dependiente empezó a rebuscar, hasta que a duras penas dio con la entrada de la cueva, oculta por la maleza y los árboles. Probó la llave sobrante, y encajó justamente en aquella cerradura. El dependiente abrió la puerta, entró en la cueva y encontró allí un ataúd con la muchacha acostada dentro. En torno ardían cirios de cera virgen y en las paredes resplandecían imágenes enmarcadas en oro. Y le dijo la hija del mercader desde su ataúd.
-Haz el favor de aliviarme, apuesto mancebo. Toma un sable y saca a la criatura que llevo en las entrañas.
El dependiente corrió en busca de un sable. Entró en la misma estancia donde el padre había matado a su hija y vio que crecían flores en el suelo, allí donde había corrido la sangre. Agarró el sable, regresó al jardín, abrió las entrañas de la hija del mercader, sacó a la criatura y la llevó a casa de su madre para que la criara.
Transcurrió el tiempo, y al cabo regresó el mercader del más lejano de los países. Fue a informar al soberano de la marcha de sus asuntos, y en esto acudió a palacio un chiquillo que se puso a juguetear por allí.
-¿De quién es este niño tan guapo? -preguntó el zar.
-Es hijo de un dependiente mío.
Quiso conocer el zar a aquel dependiente. Le llamaron a palacio, y el dependiente lo refirió todo tal y como había ocurrido.
El zar ordenó fusilar al mercader, y al niño lo dejó en palacio, donde sigue viviendo cerca de la persona del soberano.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Norka-el-monstruo

Eranse un zar y una zarina que tenían tres hijos: dos inteligen­tes y el otro bobo. En el palacio había un parque con multitud de animales diferentes. Pero otro animal muy peligroso, al que llama­ban Norka-el-monstruo, había tomado la costumbre de ir por allí, causando muchos daños, pues cada noche devoraba un animal. El zar lo había intentado todo para exterminarlo, pero no lo consi­guió. Entonces recurrió a sus hijos.
-Al que extermine a Norka-el-monstruo -dijo, le cederé la mitad de mi reino.
El hijo mayor dijo que iría él. En cuanto llegó la noche, tomó sus armas y salió. Pero, antes de llegar al parque de las fieras, se metió en una taberna y allí se pasó la noche de juerga. Cuando quiso darse cuenta, había amanecido. Era ya tarde para cumplir su misión. Y aunque le daba vergénza contarle a su padre lo ocu­rrido, no le quedó más remedio.
A la noche siguiente, el hermano mediano hizo lo mismo.
El padre les regañó mucho, hasta que se cansó.
Llegó la tercera noche, y se preparó el menor de los herma­nos. Todos se rieron de él porque era bobo y pensaban que no conseguiría nada. Pero él tomó sus armas y fue derecho al par­que. Allí se acurrucó cerca de unas zarzas para que le pincharan si le vencía el sueño. Pasada la medianoche, retembló la tierra: era Norka-el-monstruo que llegaba. Se metió en el parque saltando la verja. El zarévich se santiguó y marchó sobre él. El monstruo retrocedió. El zarévich le persiguió. Pero, viendo que no podría dar­le alcance a pie, corrió a la cuadra, agarró el mejor corcel y se lan­zó al galope. Cuando le dio alcance, se pusieron a luchar.
Lucharon mucho tiempo. El zarévich hirió tres veces al-mons­truo. Pero los dos estaban extenuados, y se tumbaron a descan­sar. Apenas vio al zarévich dormido, el monstruo escapó de allí. El caballo despertó al zarévich que, al darse cuenta de que no es­taba allí el monstruo, partió tras él. Cuando le dio alcance, empe­zaron de nuevo a luchar. El zarévich hirió tres veces al monstruo. Se acostaron también a descansar, y el monstruo huyó. El zaré­vich le dio alcance y le hizo tres heridas más. Pero, a la cuarta vez, antes de que el zarévich le alcanzara, llegó el monstruo a un sitio donde había una gran piedra blanca. La levantó y por el boquete que había dejado descendió a otro mundo diciendo:
-Me vencerás cuando bajes por aquí.
El zarévich volvió a palacio, le refirió a su padre todo lo ocurri­do y le pidió que mandara hacer una cuerda tan larga que llegase hasta el mundo subterráneo. El padre así lo ordenó. Cuando estu­vo hecha la cuerda, el zarévich llamó a sus hermanos y, con mu­chos servidores y todas las provisiones necesarias para un año, se encaminó hacia el sitio donde el monstruo había desaparecido de­bajo de la piedra. Llegaron, construyeron allí un palacio para vivir y empezaron los preparativos. El hermano menor les dijo a los otros:
-Veamos quién levanta esta piedra.
Ninguno de los mayores pudo moverla siquiera; pero él la le­vantó y, con todo lo grande que era, la arrojó muy lejos, a lo alto de una montaña. Luego dijo:
-Hermanos míos, adiós. Bajadme con la cuerda al mundo sub­terráneo y no os mováis de aquí, para sacarme en cuanto notéis que yo pego una sacudida.
Los hermanos le bajaron. Al encontrarse en aquel otro mundo subterráneo, el zarévich echó a andar hasta que vio a un caballo ricamente enjaezado.
-Bienvenido, zarévich Iván -le dijo el caballo. Hace tiem­po que te espero.
El zarévich se montó en aquel caballo y, después de mucho cabalgar, se encontró frente a un palacio de cobre. Entró en el pa­tio, ató su caballo y penetró en los aposentos. En uno había una mesa servida. Se sentó a comer, pasó a otro aposento donde ha­bía una cama y se acostó a descansar. Entonces apareció una don­cella, tan linda, que nadie podría imaginársela más que en un cuento de hadas, y dijo:
-Quien se encuentre en mi casa, que venga a verme. Si es mayor, le acataré como padre; si no lo es tanto, lo aceptaré como hermano, y si es joven, le tomaré como esposo amado. Si es una mujer mayor, la acataré como abuela, o como madre si no lo es tanto, y será mi hermana si se trata de una joven.
El zarévich salió y la doncella se llevó una grata sorpresa al verle.
-¿A qué has venido hasta aquí, zarévich Iván, gentil prometi­do mío?
El zarévich le refirió todo lo ocurrido y ella replicó:
-Ese monstruo al que quieres vencer es hermano mío. Ahora está en casa de mi segunda hermana, que vive cerca de aquí, en un palacio de plata. Yo le he curado las heridas que le hiciste.
Después de esto comieron, bebieron, pasearon y charlaron hasta que el zarévich se despidió para visitar a la hermana segunda, que vivía en el palacio de plata. También ella le agasajó y le dijo que Norka-el-monstruo estaba entonces en casa de la hermana menor.
El zarévich partió en busca de la menor de las hermanas, que vivía en un palacio de oro. Esta le dijo que su hermano estaba dur­miendo sobre el mar azul, le hizo beber del agua de la fuerza y le entregó un sable maravilloso, advirtiéndole que le cortara la cabe­za al monstruo de un solo tajo.
El zarévich se puso otra vez en camino, llegó hasta el mar azul y descubrió al monstruo, dormido sobre una roca. A cada ronqui­do suyo, las olas se agitaban a siete uerstas a la redonda. El zaré­vich se santiguó, llegó hasta el monstruo y le descargó su sable so­bre la cabeza, que salió disparada, y luego cayó al mar diciendo:
-Ahora sí que estoy perdido.
Muerto Norka-el-monstruo, el zarévich volvió para recoger a las tres hermanas y sacarlas a la luz del día, ya que todas le habían tomado cariño y no querían separarse de él. Cada una de ellas trans­formó su palacio en un huevo (porque eran magas) y se los dieron a guardar a él, explicándole cómo se conseguía aquello y cómo se volvía a transformar los huevos en reinos. Luego fueron juntos hasta el sitio por donde tenían que subir a la luz del día. El zarévich tiró de la cuerda y sus hermanos subieron a las tres doncellas. Al ver a aquellas muchachas tan lindas, se pusieron a cambiar impre­siones, un poco apartados.
-Nuestro hermano puede impedir que nos casemos con estas hermosas jóvenes -dijeron-. Vamos a echar la cuerda para su­birle, pero la cortaremos antes de que llegue arriba, y así se estre­llará contra el fondo.
Ya de acuerdo, lanzaron la cuerda. Pero el zarévich, que no era tonto, sospechó lo que tramaban sus hermanos, ató a la cuer­da una piedra muy grande y dio la señal convenida. Los herma­nos tiraron de la cuerda hasta muy arriba y entonces la cortaron. La piedra se precipitó al vacío, haciéndose añicos.
El zarévich se alejó de allí llorando. Había caminado ya mu­cho, cuando estalló una tormenta cora relámpagos y truenos. Se cobijó debajo de un árbol para protegerse de la lluvia y vio que en aquel mismo árbol había unos pajarillos totalmente empapados. Se quitó la casaca, los tapó con ella y él se acurrucó al pie del árbol. Llegó volando un ave tan grande que con sus alas ocultó la escasa luz que dejaban pasar las nubes. Era la madre de los pajarillos a quienes había tapado el zarévich.
-¿Quién ha tapado a mis polluelos? -preguntó el ave al ver­los protegidos del agua. ¿Has sido tú? Muchas gracias. A cam­bio de esto, pide lo que quieras y yo lo cumpliré.
-Entonces, sácame de aquí.
-Haz un recipiente muy grande, llénalo a medias con anima­les que caces. La otra mitad llénala de agua. Así podrás alimentar­me durante el camino -le dijo.
El zarévich hizo todo lo que le había pedido. Entonces el ave cargó aquel recipiente sobre sus espaldas, hizo subir también al za­révich y emprendió el vuelo. Así fue volando, no sé si poco o mu­cho tiempo, hasta que le sacó de allí, se despidió de él y volvió a su tierra.
En cuanto al zarévich, buscó trabajo en el taller de un sastre: estaba tan harapiento y había cambiado tanto, que a nadie se le habría ocurrido pensar que se trataba del hijo del zar. Una vez que le admitió aquel sastre, empezó a hacerle preguntas sobre las no­vedades ocurridas en el reino.
-Pues dos de nuestros zaréviches (porque el tercero ha desa­parecido) han traído unas doncellas del reino subterráneo y quie­ren casarse con ellas; pero las novias se niegan mientras no les ha­gan para el día de la boda, sin tomarles medidas, trajes como los que tenían allá en su reino. El zar ha convocado a todos los sas­tres, pero ninguno se atreve con ese trabajo.
-Ve tú, mi amo -le dijo el zarévich después de escucharle, y prométele al zar que lo harás todo en tu taller.
-¿Cómo voy a atreverme con ese trabajo, si yo sólo coso pa­ra gente del pueblo? -protestó el sastre.
-Anda, mi amo -insistió el zarévich. Yo respondo de todo. Encantado de que alguien aceptara el encargo, el zar le dio al sastre todo el dinero que quiso. Cuando el hombre volvió a su ca­sa, le dijo al zarévich:
-Haz tus oraciones y acuéstate, que mañana estará todo listo.
El sastre hizo lo que le recomendaba su operario y se acostó.
Pasada la medianoche, el zarévich se levantó, salió de la ciu­dad y, una vez en el campo, transformó los huevos en palacios con­forme le habían explicado las doncellas. Entró, cogió un vestido en cada uno, volvió a transformar los palacios en huevos, regresó a casa del sastre, colgó los vestidos y se acostó. Cuando el sastre se despertó por la mañana, descubrió aquellos vestidos. ¡Nunca ha­bía visto nada igual! Estaban resplandecientes de oro, de plata y de piedras preciosas. Loco de contento, se los llevó al zar. Las don­cellas reconocieron en seguida los vestidos que tenían en el reino subterráneo y comprendieron que el zarévich había vuelto de allí. Se miraron, pero no dijeron ni palabra.
El sastre volvió a su casa después de entregar los vestidos, pe­ro no encontró ya a su valioso operario. Este se había puesto a tra­bajar para un zapatero a quien también envió a palacio y que tam­bién ganó mucho dinero. Así recorrió todos los talleres, y en todas partes le dieron las gracias por haberles permitido obtener unas bue­nas ganancias cumpliendo los encargos del zar.
Habiendo recorrido el zarévich todos los talleres de esta mane­ra, las tres doncellas vieron cumplido su deseo: habían recuperado todos los vestidos que tenían en el reino subterráneo. Sin embar­go, lloraban amargamente porque el zarévich no aparecía y ellas no tenían más remedio que casarse. Estaban ya hechos todos los preparativos, cuando la menor de las novias le pidió al zar:
-Permitidme, bátiushka, que vaya yo misma a repartir limos­nas a los pobres.
El zar se lo permitió y ella fue repartiendo las limosnas y fiján­dose en cada uno de los pobres. Así descubrió, al depositar su li­mosna en una mano, el anillo que ella le dio al zarévich en el reino subterráneo y los anillos de sus hermanas. ¡Era el zarévich Iván!
-Este fue quien nos sacó del reino subterráneo -dijo condu­ciéndole a presencia del zar. Sus hermanos nos prohibieron de­cir que estaba vivo y nos amenazaron con matarnos si no callá­bamos.
El zar se enfadó mucho con sus hijos mayores y los castigó co­mo merecían.
Más tarde se celebraron las tres bodas. Yo estuve allí, comí y bébí y aunque en la boca nada me entró, por las barbas sí me corrió.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Niño-meñique

Eranse un viejo y una vieja. Un día que estaba la vieja picando coles se le escapó el cuchillo y se cortó el dedo meñique. Agarró el dedo y lo echó a la estufa. De pronto le pareció que, detrás de la estufa, alguien decía con palabra humana:
-iMátushka! Sácame de aquí.
Asombrada, preguntó después de santiguarse; ¿Quién habla?
-Yo, tu hijo. He nacido de tu dedo meñique.
Lo sacó la vieja y vio que era un niño pequeñito, pequeñito, que apenas levantaba del suelo. Y le puso de nombre Niñomeñique.
-¿Dónde está mi padre? -preguntó el niño.
-Trabajando en el campo.
-Iré a ayudarle.
-Bueno, hijito.
Conque se fue al campo.
-Que Dios te acompañe, bátiushka -saludó.
-¡Qué cosa tan rara! -exclamó el viejo mirando a su alrededor-. Oigo una voz humana, pero no veo a nadie. ¿Quién me habla?
-Soy yo, tu hijo.
-Pero si yo no he tenido hijos en mi vida...
-Es que acabo de venir a este mundo. Estaba mi mátushka picando coles para hacer un pastel y se cortó el dedo meñique. Ella lo echó a la estufa y aparecí yo. Por eso soy Niño-meñique. He venido a ayudarte a arar la tierra. Siéntate, bátiushka, toma un bocado y descansa un poco.
Muy contento, el viejo se sentó a almorzar mientras Niñomeñique araba la tierra metido en una oreja del caballo para guiarlo. Pero antes le había dicho a su padre:
-Si alguien dice que quiere comprarme, tú véndeme y no te preocupes, que no me pasará nada y volveré a casa.
En esto pasó por allí un barin y se quedó pasmado al ver que el caballo tiraba del arado y el arado abría un surco, pero no había nadie por allí.
-¡Eso sí que no lo había visto ni lo había oído nunca! ¡Un caballo que ara él solo...!
-¿Pero estás ciego? -replicó el viejo. Está arando mi hijo. 
-Véndemelo.
-No, de ninguna manera. Es la única alegría, el único consuelo que tenemos mi vieja y yo.
-Véndemelo, hombre -insistió el barin.
-Bueno, pues dame mil rublos y tuyo es.
-¿Tan caro?
-Ya estás viendo que es pequeño, pero sabe mucho, tiene el pie ligero, es listo para los recados...
El barin pagó los mil rublos, cogió al niño, se lo metió en un bolsillo y se dirigió a su casa. Pero Niño-meñique le hizo una faena en el bolsillo, luego abrió un agujero y se escapó.
Anda que te anda, le sorprendió la noche oscura. Se guareció debajo de una brizna de hierba, justo al lado del camino, y se dispuso a pasar la noche allí. En esto pasaron tres ladrones.
-Hola, buenos mozos -saludó Niño-meñique.
-Hola.
-¿Adónde vais?
-A casa del pope.
-¿A qué?
-A robarle bueyes.
-Llevadme a mí también.
-¿Para qué nos sirves? Lo que necesitamos nosotros es un mocetón que, de un golpe, le deje tieso a cualquiera.
-Yo también os puedo servir: me meteré por debajo del portón y os abriré.
-No está mal pensado. Ven con nosotros.
Los cuatro llegaron hasta la casa de un rico pope. Niño-meñique se metió por debajo del portón, abrió a los demás y dijo:
-Vosotros, hermanos, no os mováis de aquí. Yo me colaré en el establo, elegiré al mejor de los bueyes y os lo traeré.
-Bueno.
Se metió el chico en el establo y desde allí preguntó a voces:
-¿De qué color queréis el buey: negro o canelo?
-No alborotes -contestaron los ladrones. Saca al que encuentres más a mano.
Niño-meñique les sacó el mejor de todos. Los ladrones lo condujeron al bosque, lo degollaron, lo desollaron y se pusieron a repartirse la carne.
-Yo me quedo con el estómago, hermanos -dijo Niño-meñique. Con eso me basta.
Cuando le dieron el estómago se metió dentro para pasar allí la noche durmiendo. Los ladrones se repartieron la carne y se fueron a sus casas.
Pasó un lobo hambriento y se tragó el estómago del buey con el chico dentro. El estaba vivo y tan campante en la panza del lobo.
En cambio, el lobo empezó a pasarlo muy mal. Veía un rebaño paciendo mientras dormía el pastor, pero en cuanto iba acercándose para llevarse una oveja, Niño-meñique se ponía a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Pastor, pastor dormilón! ¡Aquí está el lobo ladrón!
Se despertaba el pastor, arremetía contra el lobo a estacazos, azuzaba a los perros, que se liaban con él a dentelladas, y el infeliz escapaba todo maltrecho.
Escuálido, el lobo estaba ya a punto de morirse de hambre.
-Sal de mi panza -le rogó.
-Llévame hasta la casa de mis padres y entonces saldré -contestó Niño-meñique.
El lobo corrió a la aldea y se metió en casa de los viejos. Niño-meñique salió entonces de la panza del lobo por detrás, lo agarró del rabo y gritó:
-¡Al lobo! ¡A él!
El viejo empuñó una estaca, la vieja otra y estuvieron apaleándole hasta que lo dejaron seco. Le quitaron la piel y con ella le hicieron una pelliza al hijo.
Desde entonces vivieron juntos, tan campantes.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Nikita curtidor

Cerca de Kíev apareció un culebrón que gravó a los habitantes con una tasa terrible: de cada casa debían entregarle una joven don­cella que él devoraba. Le llegó la vez de ser entregada a la hija del zar. El culebrón agarró a la zarevna y se la llevó a su guarida, pero no la devoró: como era muy linda, la tomó por esposa. Cuando salía de caza, el culebrón cegaba la entrada de la guarida con tron­cos para que la zarevna no pudiera escapar. Pero la zarevna tenía una perrita que la había seguido desde palacio. De vez en cuando, la zarevna escribía una notita para sus padres y se la ataba al cuello de la perrita, que iba corriendo a llevarla y, además, traía la res­puesta. Conque, un día, el zar y su esposa le escribieron a la za­revna que se enterase de si había alguien más fuerte que el cule­brón. La zarevna se mostró más amena con el culebrón y le pre­guntó si existía alguien más fuerte que él. Aunque se resistió mu­cho, por fin se le escapó que en la ciudad de Kíev vivía un tal Niki­ta Curtidor y que ése era más fuerte que él.
Inmediatamente, la zarevna le escribió a su padre que buscara a Nikita Curtidor, en la ciudad de Kiev, y que le mandara a salvarla.
Nada más recibir aquella noticia, el zar dio con Nikita Curtidor y fue personalmente a rogarle que librara su tierra del feroz cule­brón y salvara a la zarevna. Nikita estaba sobando unas pieles en aquel momento y tenía doce pieles entre las manos. Al compren­der lo que había venido a pedirle el zar en persona, se puso a tem­blar y desgarró las doce pieles de un golpe. Y por mucho que el zar y su esposa rogaron a Nikita, él no consintió enfrentarse con el culebrón. Entonces se les ocurrió juntar a cinco mil niños peque­ños para que fueran a suplicar a Nikita, con la esperanza de que sus lágrimas le ablandarían. Llegaron los niños a casa de Nikita y se pusieron a rogarle que fuera contra el culebrón. Viéndolos llo­rar, también a Nikita se le saltaron las lágrimas. Agarró trescientos puds de cáñamo, los embreó, se los enrolló alrededor del cuerpo para que el culebrón no pudiera devorarle, y marchó contra él.
Llegó Nikita hasta la guarida del culebrón, pero éste se había encerrado en ella y no quería salir a enfrentarse con Nikita.
-Mejor será que salgas a campo abierto si no quieres que te aplaste en tu guarida -dijo Nikita, y empezó a echar abajo la puerta.
Viendo que no le quedaba otro remedio, salió el culebrón a enfrentarse con él en campo abierto. Nikita Curtidor estuvo peleando con el culebrón, no sé si mucho tiempo o poco tiempo, hasta que por fin lo derribó. Entonces suplicó el culebrón:
-No me remates, Nikita Curtidor. Más fuerte que tú y yo, no hay nadie en el mundo. Vamos a dividir la tierra en dos partes igua­les: tú mandarás en una mitad, y yo en la otra.
-Está bien -dijo Nikita. Pero hay que trazar una linde.
Nikita hizo un arado de trescientos puds, enganchó a él al cule­brón, y empezó a trazar una linde desde Kiev. Así llegaron al mar Caspio.
-Bueno -dijo el culebrón, ya hemos dividido toda la tie­rra.
-Cierto -replicó Nikita. Hemos dividido la tierra. Conque vamos a dividir ahora el mar, no vayas a decir luego que toda el agua es tuya.
El culebrón se metió hasta la mitad del mar, y entonces Nikita Curtidor lo mató y lo tiró al fondo.
Esa linde puede verse todavía hoy. Tiene dos sazhenas de al­tura. La gente ara alrededor, pero sin tocar la linde. Y quienes ig­noran de qué proviene esa linde, la llaman promontorio.
Nikita Curtidor no cobró nada por hacer esta buena obra y vol­vió a sus pieles.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Nadzei, el nieto del pope

En cierto reino, en cierto país, vivía un pope que estaba viudo y tenía una hija. No puedes imaginárte, hermanito, cómo la mi­maba. A cualquier sitio de su parroquia que fuera, siempre le traía alguna chuchería: porque los feligreses sabían que el pope tenía una hija y había que ofrecerle algo para ella.
Un día fue a la parroquia de una aldea distante unas doce vers­tas a darle la comunión a un hombre que quería comulgar. Allí le acogieron y le agasajaron muy bien. Pero esta vez se le olvidó que le dieran alguna chuchería para su hija cuando se levantó de la mesa, y se marchó.
Cabalgaba por el camino cuando vio una cabeza humana que había ardido toda y sólo quedaban las cenizas. Iba a pasar de lar­go, pero luego pensó: «¿Cómo voy a pasar así? Es una cabeza hu­mana la que ha ardido. Lo mejor será que recoja las cenizas en el pañuelo, las lleve a casa y las entierre.» Así lo hizo. Se echó las cenizas al bolsillo, volvió a montar a caballo y marchó, a su casa. Llegó, pues a su casa, y la hija le salió al encuentro ayudándole a bajar del caballo. Al pope se le había levantado dolor de cabeza, quizá del viento, y la hija hizo que se acostara. Luego pensó: «¡Se­guro que mi padre me ha traído algo!» Miró en su bolsillo: las ceni­zas se habían convertido en una arqueta. «¡Ay, una arqueta! Sí, pero no sé cómo se abre.» La cogió, la lamió con la lengua y se quedó embarazada. Lo que son semanas de embarazo para otras mujeres fueron para ella horas. Llegó el momento del parto y dio a luz un niño, que en seguida fue bautizado con el nombre de Nad­zei, nieto del pope.
Empezó a crecer el niño, y lo que otros crecían en años, él lo crecía en horas. Había cumplido seis semanas cuando salió a la ca­lle a jugar a la pelota con los otros chicos. El le pegaba a la pelota, y la pelota volaba desgarrando los aires y llevándose por delante lo que encontraba en su camino: una pierna si encontraba una pier­na, un brazo si pegaba en un brazo o una cabeza si daba en una cabeza. Conque los padres de estos niños fueron a ver al sacerdo­te y le dijeron:
-¡Padre! No deje salir a su nieto a jugar con los chicos en la calle porque está causando muchos percances.
Uno dice que a su hijo le ha arrancado la cabeza, otro que al suyo le ha arrancado un brazo. En una palabra, que no le dejaran salir.
El pope logró retenerle en casa hasta el verano; pero entre tan­to había crecido bastante y dijo:
-Querido abuelo, ¿qué trabajo podría yo hacer? Su abuelo se alegró mucho y dijo:
-Querida hija mía: demos gracias al cielo. ¡Mira qué heredero nos ha mandado Dios! ¡Alabado sea! ¡Y qué laborioso! ¿Qué po­dría hacer de él? Bueno, vamos a trabajar. Vamos a cortar leña, muchacho -le dijo al nieto.
-Vamos, abuelito.
Fueron al pantano, eligieron un buen sitio, y el abuelo se puso a talar un abeto. El nieto dijo:
-Antes de empezar, abuelo, dame tu bendi-ción.
-Bueno, pues que Dios te bendiga, nietecito.
El nieto puso en seguida manos a la obra con tanto empeño, que el bosque se estremecía. Al primer hachazo que pegaba por un lado, el árbol se abatía por el otro. Antes del mediodía había abatido una desiatina y media de bosque.
-Hay que cortar las ramas menudas y quemarlas -dijo el pope.
-Los podemos amontonar así, abuelo -contestó el nieto.
En tres días, aquel terreno quedó listo para sembrarlo. Lo sem­braron entre el abuelo y el nieto y, al poco tiempo, había crecido la avena que daba gusto verla. Pero un oso tomó la costumbre de meterse en aquel campo. Un día que fue el pope a verlo, se en­contró con que habían comido mucha avena. Cuando volvió a su casa le preguntó el nieto:
-¿Cómo has encontrado nuestro campo, abuelo?
-Muy bien. Pero algún caballo salvaje ha cogido la costumbre de meterse por allí y ha comido mucho grano; pero lo malo es que ha estropeado más.
-Con todo lo que yo he trabajado, ¿lo va a echar a perder ese mal bicho? Iré a montar la guadia. Tú traéme todo el cáñamo que encuentres.
Se puso a hacer una brida de cáñamo, comió y se marchó al bosque. Llegó al campo, y el muchacho se quedó todo sorprendido.
-¡Dios mío! ¡Cuánto estrago ha hecho! Da pena verlo.
Se sentó en un tocón en medio del campo hasta que el oso salió del bosque, se fue derechito a la avena y empezó a aplastarla toda. El muchacho estaba asombrado:
-¡Qué cosa tan rara! Yo nunca he visto caballos así. ¿Por qué se le ocurrirá pisotear así la avena?
Entre tanto, el oso iba aproximándose a él hasta llegar muy cerca del tocón, porque no se imaginaba que allí hubiera un hombre. Pero, cuando estuvo ya al lado, Nadzei saltó sobre él, le agarró de las orejas y lo aplastó contra la tierra. Cuando el oso quiso resistirse, era ya tarde. Nadzei no se lo permitió, sino que le puso la brida y se lo llevó a casa. Por el camino, árbol al que se agarraba el oso, árbol que arrancaba de cuajo. Conque llegó a casa, lo ató a un poste en medio del corral y entró en la isba.
-¡Señores! -dijo-. ¡Lo que habrá comido este caballo! Es­toy rendido de haberle traído a casa.
El abuelo salió al patio y se espantó:
-Mira, hija mía querida, lo que tu hijo y nieto mío ha hecho.
Los dos se quedaron mudos de sorpresa hasta que dijo Nad­zei:
-En vez de asombraros tanto, mejor será que me digáis lo que vamos a hacer con este caballo y en qué trabajo vamos a emplear la fuerza que tiene.
-Empléalo para acarrear leña -dijo el abuelo.
Nadzei agarró al oso, lo enganchó al carro y empezó a acarrear leña en él. Y en tres días acarreó tanta, que llenó toda la aldea, y la gente no tenía por dónde pasar. Entonces los feligreses fue­ron a ver al sacerdote y le dijeron:
-Mandadlo adonde queráis, pero que no siga aquí. ¿Dónde se ha visto que en tres días haya llenado la aldea de leña hasta el punto de que no se pueda entrar ni salir?
-¿Qué hacer, hija? -preguntó el abuelo. Es muy duro se­pararnos tú de tu hijo y yo de mi nieto, pero no queda otro reme­dio: dejemos que se marche adonde quiera -luego llamó al nieto y le dijo: Querido nieto mío, los feligreses han venido a pedirme que te marches. Mucho lo siento por ti, pero hay que hacerlo: vete adonde quieras, a la buena de Dios.
-Abuelo querido: podías habérmelo dicho hace mucho tiem­po, y me habría marchado inmediatamente. Madre mía querida, cuéceme una hogaza.
La madre le coció una hogaza y la metió en un zurrón.
Por la mañana se levantó temprano, se lavó, y con el zurrón al hombro fue a despedirse:
-Madre mía amada, querido abuelo, dadme vuestra bendición para el camino.
Hizo sus oraciones y echó a andar hasta que llegó al campo abierto. No buscó caminos ni senderos, sino que se metió por bos­ques frondosos y pantanos fangosos y anduvo siete días menos me­dia jornada, con la boca abierta y la lengua colgando, hasta llegar a los confines de la tierra, al último de los reinos, donde había un vasto campo al pie de unas montañas muy altas. Allí estaba el bo­gatir Gorinia, gigante de las montañas, removiéndolas con el pie. Nadzei el nieto del pope, se le acercó y le dijo:
-¡Dios te ayude, bogatir Gorinia! ¿De dónde te viene esa fuer­za tan grande para jugar con las montañas como quien juega con una pelota?
-No te maravilles de mi fuerza, apuesto muchacho -contestó Gorinia-. En los confines de la tierra, en el último de los reinos, hay un cierto Nadzei, nieto de un pope, que ése si tiene fuerza. Trajo un oso del bosque, y con ese oso acarreó leña para todo el pueblo. No hay cuervo que traiga sus huesos ni caballo que sopor­te su peso.
-Hermano Gorinia -dijo entonces Nadzei: ningún cuervo ha traído mis huesos, sino que he venido yo en persona.
-¡Conque eres tú, hermano! ¡Nadzei, el nieto del pope! Acép­tame como hermano tuyo menor.
Nadzei le aceptó como hermano menor, y juntos recorrieron muchas tierras, vencieron a muchos bogatires y conquistaron mu­chas ciudades. Luego se casaron y vivieron en la abundancia.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)