Erase un pobre campesino que, por
mucho que se afanaba y trabajaba, nunca salía de su miseria.
«Triste suerte la mía -decía para
sus adentros. Me mato diariamente a trabajar y estoy medio muerto de hambre.
En cambio mi vecino, que se pasa la vida tumbado, tiene una gran hacienda y el
dinero se le viene a las manos. Quizá haya disgustado a Dios involuntariamente.
Voy a pasarme día y noche rogándole para que tenga misericordia de mí.»
Tal como lo pensó, así lo hizo. Se
pasaba los días ayunando. entregado a la oración. Llegó el día de la fiesta
mayor, tocaron a misa, y el pobre hombre se dijo:
-Toda la gente celebrará la fiesta
con una buena mesa, y yo no tengo ni un bocado que llevarme a la boca. Iré a
buscar agua y la tomaré haciéndome a la idea de que es sopa.
Agarró un cubo, fue al pozo y, nada
más arrojar el cubo al agua. cayó en él un lucio grandísimo.
-¡Ya tengo con qué celebrar la
fiesta! -exclamó el hombre muy contento.
Pero en esto le habló el lucio con
palabra humana:
-Devuélveme la libertad, buen
hombre, y yo haré tu suerte: verás realizados todos tus deseos. Te bastará
decir: «Por mandato del lucio, por bendición divina, quiero tal y tal cosa», y
aparecerá lo que hayas deseado.
El pobre campesino soltó al lucio
en el pozo, volvió a su isba y dijo sentándose a la mesa:
-Por mandato del lucio, por
bendición divina, que la mesa esté servida y la comida lista.
Al instante se cubrió la mesa de
bebidas y manjares tan exquisitos como para brindárselos sin reparo a un zar.
El campesino se santiguó.
-¡Alabado sea Dios! También puedo
yo celebrar el final de la vigilia.
Fue a la iglesia a maitines,
asistió al oficio de las doce, volvió a su casa, comió y bebió de cuanto había
sobre la mesa, salió a la calle y tomó asiento en el banco que había junto al
portón.
La zarevna andaba entonces por las
calles, acompañada de sus ayas y sus doncellas, dando limosna a los pobres para
santificar la fiesta del señor. Socorrió a todos, pero se olvidó de aquel campesino.
Entonces él dijo para sus adentros:
-Por mandato del lucio, por
bendición divina, que la zarevna quede preñada y tenga un hijo.
Por la fuerza de esas palabras, la
zarevna quedó instantáneamente preñada y, a los nueve meses, dio a luz un
hijo. El padre la interrogó con gran indignación.
-¡Confiésame con quién has pecado!
-exigía.
Pero la zarevna sólo podía llorar y
jurar por todos los santos que ella no había pecado con nadie:
-¡No alcanzo a comprender por qué
me ha castigado Dios así?
Por más que insistió, el zar no
pudo arrancarle otra palabra.
Entre tanto, el niño crecía a ojos
vistas. A la semana, empezó a hablar. Entonces el zar convocó a todos los
boyarlos y los personajes del reino para ir presentándoselos al niño por si
reconocía a su padre. Pero no; el niño callaba, sin llamar padre a nadie.
El zar ordenó a las ayass y las
doncellas que llevaran al niño de casa en casa, por todas las calles, para que
vieraa a todos los hombres, casados o no, de cualquier condición que fueran.
Las ayas y las doncellas llevaron a
la criatura por todas las casas, por todas las calles, anda que te anda, sin
que el niño dijera una palabra. Se acercaron por fin a la casucha del campesino
pobre. Apenas le vio el niño, adelantó sus bracitos gritando:
-¡Padre!, ¡padre!
Informado el zar, ordenó que
condujeran a aquel campesino pobre a palacio, y allí exigió:
-Confiesa la verdad: ¿es tuyo este
niño?
-No, que es de Dios.
Indignado, el zar casó al campesino
con la zarevna. Nada más terminar la ceremonia, ordenó que los metieran a los
dos y al niño en un gran barril embreado, y que arrojaran el barril al mar.
Empujado por vientos tormentosos,
el barril bogó sobre el mar hasta quedar varado en una costa lejana. Al notar
el campesino que el agua no mecía ya el barril, murmuró:
-Por mandato del lucio, por
bendición divina, que se desbarate el barril en tierra firme.
Se desbarató el barril, ellos
salieron a tierra firme y echaron a andar a la buena de Dios. Con tanto andar,
sin comer ni beber, la zarevna estaba extenuada y apenas podía arrastrar los
pies.
-¿Qué? -preguntó el campesino
pobre. ¿Sabes ahora ya lo que es el hambre y lo que es la sed?
-Sí, sí; ya lo sé.
-Pues ya sabes lo que padece la
gente pobre. ¡Y tú no quisiste darme una limosna el día de la fiesta del
Señor!
Luego murmuró:
-Por mandato del lucio, por
bendición divina, que aparezca un rico palacio sin igual en el mundo, con
jardines, estanques y todas las dependencias necesarias...
No había terminado de formular el
deseo, cuando apareció un rico palacio. Acudieron muchos servidores que los
condujeron a las salas de mármol donde esperaban las mesas servidas. Las salas
estaban maravillosa-mente amuebladas y adornadas, y las mesas cubiertas de
manjares, bebidas y dulces. El pobre y la zarevna comieron, bebieron,
descansaron un poco y salieron al jardín.
-Todo estaría perfecto -dijo la
zarevna, si no fuera porque no hay ni una sola ave sobre nuestro estanque.
-Las habrá, no te preocupes -dijo
el pobre, y murmuró: Por mandado del lucio, por bendición divina, que
aparezcan sobre este estanque doce ocas y un ganso con todo el plumaje hecho
mitad de plumas de oro y mitad de plumas de plata y que el ganso tenga una moña
de brillantes.
Al instante aparecieron sobre el
agua doce ocas y un ganso con la mitad de las plumas de oro y la otra mitad de
plata. Además, el ganso tenía una moña de brillantes coronándole la cabeza.
De este modo fue viviendo la
zarevna sin penas ni sufrimientos al lado de su marido, mientras su hijo
crecía. Se hizo mayor, notó que rebosaba fuerza y les pidió a sus padres
permiso para recorrer mundo y buscarse una prometida.
-Que Dios te acompañe, hijo
-dijeron los padres.
El joven ensilló su recio caballo y
se puso en camino. Al cabo de algún tiempo se encontró con una viejecilla.
-Hola, zarévich ruso. ¿Hacia dónde
vas?
-Pues voy a buscar una novia,
abuela, aunque no sé hacia dónde tirar.
-Yo te lo diré, hijito. Cruza el
mar hasta el más remoto de los reinos, y allá encontrarás a una princesita tan
linda, que no hallarías otra mejor ni aun recorriendo el mundo entero.
El joven le dio las gracias a la
anciana, fue al muelle, fletó un barco y puso proa hacia el más remoto de los
reinos.
Navegó por el mar -no sé si poco o
mucho, porque las cosas se cuentan de prisa, pero se hacen despacio-, hasta que
llegó al reino que buscaba, compareció ante el rey y le pidió la mano de su
hija.
-No eres el único que aspira a su
mano -le dijo el rey-: también la solicita un bogatir muy poderoso. Si le rechazamos, asolará todo el estado.
-Y si me rechazáis a mí, yo lo
asolaré.
-¿Qué estás diciendo? Mejor será
que midáis vuestras fuerzas. Al que venza, yo le concederé la mano de mi hija.
-De acuerdo. Ya puedes invitar a
todos los zares y los zaréviches, a todos los reyes y todos los príncipes para
que vengan a presenciar una lid honrada y a celebrar la boda.
Emisarios y corredores partieron
inmediatamente en todas direcciones y, antes de que transcurriera un año, se
habían reunido allí los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes de
todas las tierras vecinas. También acudió el zar que mandó encerrar a su hija
en un barril y arrojarlo al mar. El día convenido, los bogatires se alinearon
para una lucha que sólo podía terminar con la muerte del adversario. Lucharon
con denuedo. Sus golpes hacían gemir la tierra, doblarse los bosques y agitarse
los ríos. El hijo de la zarevna venció a su adversario, cercenándole la altiva
cabeza.
Acudieron los nobles cortesanos,
agarraron al valeroso joven por los brazos y le llevaron a palacio. Al día
siguiente se desposó con la princesa y, cuando terminaron los festejos, invitó
a todos los zares y los zaréviches, a todos los reyes y los príncipes allí presentes
a que fueran a casa de sus padres. Todos aceptaron, aprestaron un barco y se
hicieron a la mar.
Cuando llegaron, la zarevna y su
esposo acogieron dignamente a los visitantes, organizando banquetes y festejos
en honor suyo. Los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes
contemplaban admirados el palacio y los jardines porque en ninguna parte habían
visto nada igual. Pero lo que más les maravilló fueron las ocas y el ganso: por
una oca de aquéllas se podía dar medio reino.
Después de haberlo pasado muy bien,
los visitantes se dispusieron a partir. Pero, antes de que llegasen al muelle,
les dieron alcance unos veloces mensajeros.
-Nuestro señor les ruega que
vuelvan -dijeron. Quiere mantener con ustedes un consejo secreto.
Los zares y los zaréviches, los
reyes y los príncipes volvieron sobre sus pasos. Su anfitrión los recibió
diciendo:
-Lo que ha sucedido no debía
ocurrir entre personas dignas: ha desaparecido una oca, y eso no ha podido
hacerlo sino uno de vosotros.
-¿Qué estás diciendo? -replicaron
los zares y los zaréviches. los reyes y los príncipes-. Esa es una afirmación
muy arriesgada. Regístranos uno por uno. Si alguien tiene la oca, haces con él
lo que te parezca. Si no la encuentras, te costará la cabeza.
-De acuerdo -aceptó el señor del
palacio.
Y se puso a registrarlos uno por
uno. Cuando le llegó la vez al padre de la zarevna, murmuró:
-Por mandato del lucio, por
bendición divina, que este zar lleve la oca atada debajo del kaftán.
Le entreabrió entonces el kaftán, y
allí estaba atada una de las ocas que tenía la mitad de las plumas de plata y
la otra mitad de oro.
Todos los demás se echaron a reír:
-¡Ja-ja-ja! ¡Qué tiempos estos!
Incluso los zares empiezan a robar...
El padre de la zarevna juraba por
todos los santos que ni siquiera le había pasado por la imaginación la idea de
robar la oca y que no se imaginaba cómo podía estar allí.
-¡Eso son cuentos! Si la tenías tú,
tú eres el culpable.
Pero entonces salió la zarevna, se
arrojó a los pies del padre y confesó que era su hija, la que casó con un pobre
campesino y luego arrojó al mar metida en un barril.
-Bátiushka: tú no quisiste entonces dar crédito a mis palabras, pero
ahora has comprobado por ti mismo que una persona puede parecer culpable aunque
no lo sea.
Le refirió todo lo que había
sucedido, y desde entonces vivieron todos juntos, contentos y felices, en la
opulencia y sin padecimientos.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)