Translate

lunes, 23 de diciembre de 2013

Los tres ermitaños

Cuando oren no usen vanas repeticiones,
como los paganos, porque éstos creen
que serán atendidos hablando mucho.
No los imiten, porque antes de que ustedes
 lo pidan ya el Padre de ustedes
conoce sus necesidades.

San Mateo, Cap. VI, Ver. 7 y 8

El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la menor oscilación.
Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el centro a un mujik1 que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.
Se detuvo el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Se acercó el arzobispo al grupo y aplicó el oído. Al verlo, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.
-No se violenten, hermanos míos -dijo este último. He venido para oír también lo que contaba el mujik.
-Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños -dijo un comerciante menos intimidado que los otros del grupo.
-¡Ah!... ¿Qué es lo que cuenta? -preguntó el arzobispo.
Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.
-Habla -añadió dirigiéndose al mujik-, también quiero escucharte... ¿Qué señalabas, hijo mío?
-El islote de allá abajo -repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el horizonte. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la salvación de sus almas.
-¿Pero dónde está ese islote? -preguntó el arzobispo.
-Dígnese mirar en la dirección de mi mano... ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un poco más abajo, a la izquierda..., esa especie de faja gris.
El arzobispo miraba atentamente y, como el sol hacía brillar el agua, no veía nada por la falta de costumbre.
-No distingo nada -dijo. Pero ¿quiénes son esos ermitaños y cómo viven?
-Son hombres de Dios -respondió el campesino. Hace mucho tiempo que oí hablar de ellos, pero nunca tuve ocasión de verlos hasta el verano último.
El pescador volvió a comenzar su relato. Un día que iba de pesca fue arrastrado por el temporal hacia aquel islote desconocido. Por la mañana caminaba cuando distinguió una pequeñísima cabaña y cerca de ella un ermitaño, al que siguieron a poco otros dos. Al ver al mujik le dieron de comer, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.
-¿Y cómo son? -preguntó el arzobispo.
-Uno de ellos es pequeño, encorvado y viejísimo. Viste una sotana raída y parece tener más de cien años. Los blancos pelos de su barba empiezan a hacerse verdosos. Es sonriente y sereno como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un capote desgarrado, y su larga barba gris tiene reflejos amarillos. Es un hombre tan vigoroso, que volvió mi barca boca abajo como si fuera una cáscara de nuez, sin darme tiempo ni a que lo ayudase. También está siempre contento. El tercero es muy alto: su barba, de la blancura del cisne, le llega hasta las rodillas; es hombre melancólico, tiene las cejas erizadas y sólo lleva para cubrir su desnudez un pedazo de tela hecho de corteza trenzada y sujeto a la cintura.
-¿Y qué te dijeron? -interrogó el prelado.
-¡Oh! Hablaban muy poco, aun entre ellos. Con una sola mirada se entendían inmediatamente. Yo pregunté al más alto si vivían allí desde hace mucho tiempo y él frunció las cejas y murmuró no sé qué en tono de enfado; pero el pequeño le cogió la mano sonriendo y el alto enmudeció. El viejecito dijo solamente:
"-Haznos el favor...
"Y sonrió."
Mientras el pescador hablaba, el buque se había aproximado a un grupo de islas.
-Ahora se ve perfectamente el islote -dijo el comerciante. Dígnese mirar Vuestra Grandeza -añadió extendiendo la mano.
El arzobispo miró una faja gris: era el islote. Quedó fijo durante largo tiempo, y luego, pasando de proa a popa, dijo al piloto:
-¿Qué islote es ese que se ve allá abajo?
-No tiene nombre, hay muchos como ese por aquí.
-¿Es cierto que en él, según se dice, están los ermitaños dedicados a trabajar por su salvación eterna?
-Así se dice, pero ignoro si es verdad. Los pescadores aseguran haberlos visto, pero también ocurre que se habla sin saber lo que se dice.
-Yo querría desembarcar en ese islote para ver a los ermitaños -dijo el prelado-. ¿Puede hacerse?
-No podemos acercarnos con el buque -repuso el piloto. Hace falta para eso la canoa, y sólo el capitán puede autorizar que la botemos al agua.
Se avisó al capitán.
-Desearía ver a los ermitaños -le dijo el arzobispo. ¿Podría llevarme allá?
El capitán trató de disuadirlo de su propósito.
-Es muy fácil -dijo- pero vamos a perder mucho tiempo. Casi me atrevería a decir a Vuestra Grandeza que no valen la pena de ser vistos. He oído decir que esos viejos son unos estúpidos, no comprenden lo que se les dice y en punto a hablar saben menos que los peces.
-Pues a pesar de todo deseo verlos; pagaré lo que sea, pero disponga que me lleven a donde se encuentran.
Ya no había nada que decir. Se hicieron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y se singló hacia la isla. Se colocó a proa una silla para el arzobispo que, sentado en ella, miraba el horizonte, y todos los pasajeros se reunieron a proa para ver también el islote de los ermitaños. Los que tenían buena vista distinguían ya las piedras de la isla y mostraban a los demás la pequeña cabaña. Bien pronto uno de ellos vio a los tres ermitaños.
El capitán trajo el anteojo y miró, entregándoselo en seguida al arzobispo.
-Es verdad -dijo, a la derecha, junto a una gran piedra, se ven tres hombres.
A su vez el arzobispo enfocó el anteojo en la dirección indicada y vio, en efecto, a tres hombres, uno muy alto, otro más bajo y el último pequeñito. De pie, junto a la orilla, estaban cogidos de la mano.
El capitán dijo al prelado:
-Aquí tiene que detenerse el buque. Ahora, si quiere Vuestra Grandeza, debe bajar a la canoa y anclaremos para esperarlo.
Se echó el ancla, se cargaron las velas y el buque comenzó a oscilar. Fue botada al agua la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo bajó por la escala.
Una vez abajo, se sentó sobre un banco a popa, y los marineros, a golpes de remo, se dirigieron al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se veía perfectamente a los tres ermitaños: una muy alto, casi desnudo, salvo un pedazo de tela atado a la cintura y formado de cortezas entretejidas; otro más bajo, con su caftán desgarrado, y luego el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Los tres estaban cogidos de la mano.
Llegó la canoa a la ribera, saltó a tierra el arzobispo, bendijo a los ermitaños, que se deshacían en saludos, y les habló de este modo:
-He sabido que aquí trabajan por la eterna salvación, ermitaños de Dios, que ruegan a Cristo por el prójimo; y como, por la gracia del Altísimo, yo, su servidor indigno, he sido llamado a apacentar sus ovejas, he querido visitarlos, puesto que al Señor sirven, para traerles la palabra divina.
Los ermitaños permanecieron silenciosos, se miraron y sonrieron.
-Díganme cómo sirven a Dios -continuó el arzobispo.
El ermitaño que estaba en medio suspiró y lanzó una mirada al viejecito.
El gran ermitaño hizo un gesto de desagrado y también miró al viejecillo.
Éste sonrió y dijo:
-Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
-Entonces ¿cómo rezan? -preguntó el prelado.
-He aquí nuestra plegaria: "Tú eres tres, nosotros somos tres..., concédenos tu gracia".
En cuanto el viejecito hubo pronunciado estas palabras, los tres ermitaños elevaron su mirada al cielo y repitieron:
-Tú eres tres, nosotros somos tres..., concédenos tu gracia.
Sonrió el arzobispo y dijo:
-Sin duda han oído hablar de la Santísima Trinidad, pero no es así como hay que rezar. Les he tomado afecto, venerables ermitaños, porque veo que quieren ser gratos a Dios, pero ignoran cómo se le debe servir. No es así como se debe rezar: escúchenme, porque voy a enseñarles. Lo que van a oír está en la Sagrada Escritura de Dios, donde el Señor ha indicado a todos cómo hay que dirigirse a Él.
Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a hombres, y les explicó el Dios Padre, el Dios Hijo y el Dios Espíritu Santo. Luego añadió:
-El Hijo de Dios bajó a la tierra para salvar al género humano, y he aquí cómo nos enseñó a todos a rezar: escuchen y repitan conmigo.
Y el arzobispo comenzó:
-Padre Nuestro...
Y uno de los ermitaños repitió:
-Padre Nuestro...
Y el segundo ermitaño repitió también:
-Padre Nuestro...
Y el tercer ermitaño dijo asimismo:
-Padre Nuestro...
-Que estás en los Cielos...
Y los ermitaños repitieron:
-Que estás en los Cielos...
Pero el ermitaño que se hallaba entre sus hermanos se equivocaba y decía una palabra por otra; el gran ermitaño no pudo continuar porque los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito, como no tenía dientes, pronunciaba muy mal.
Volvió a empezar el arzobispo la plegaria y los ermitaños a repetirla. Se sentó el prelado sobre una piedra y los ermitaños formaron círculo a su alrededor, mirándolo a la boca y repitiendo todo cuanto decía.
Durante todo el día, hasta la noche, el prelado batalló con ellos diez, veinte, cien veces, repitiendo la misma palabra y con él los ermitaños. Se embrollaban, él los corregía y volvían a empezar.
El arzobispo no dejó a los ermitaños hasta que les hubo enseñado la plegaria divina. La repitieron con él, y luego solos. Como el ermitaño de en medio la aprendiera antes que los otros, la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces y los otros dos lo imitaron.
Ya comenzaba a oscurecer y la luna surgía del mar cuando el arzobispo se levantó para volverse al buque. Se despidió de los ermitaños, que lo saludaron hasta el suelo, los hizo incorporarse, los besó a los tres, les recomendó que rogasen como les había dicho, se sentó sobre el banco de la canoa y se dirigió hacia el barco.
Mientras bogaban, seguía oyendo a los ermitaños que recitaban en voz alta la plegaria de Dios.
Pronto llegó el esquife junto al buque; ya no se oía la voz de los ermitaños, pero aún se les veía a los tres, a la luz de la luna, en la orilla, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a su izquierda.
El arzobispo llegó al barco y subió al puente. Levaron anclas, largaron las velas, que el viento hinchó, y el buque se puso en movimiento, continuando el interrumpido viaje.
Se instaló a popa el prelado y allí se sentó, siempre con la vista fija en el islote. Aún se veía a los tres ermitaños. Luego desaparecieron y no se vio más que la isla. Pronto esta misma se perdió en lontananza y sólo se veía el mar brillando a la luz de la luna.
Se acostaron los peregrinos y todo enmudeció en el puente; pero el arzobispo no quiso dormir aún. Solo en la popa, miraba al mar en la dirección del islote y pensaba en los buenos ermitaños. Recordaba la alegría que experimentaron al aprender la oración y daba gracias a Dios por haberlo llamado en ayuda de aquellos hombres venerables, para enseñarles la palabra divina.
Así pensaba el arzobispo, con los ojos fijos en el mar, cuando de pronto vio blanquear algo y lucir en la estela luminosa de la luna. ¿Sería una gaviota o una vela blanca? Mira más atentamente y se dice: de fijo es una barca con una vela, que nos sigue. ¡Pero qué rápidamente marcha! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y hela aquí ya muy cerca. Además, es una barca como no se ve ninguna y una vela que no parece tal...
Sin embargo, aquello los persigue y el arzobispo no puede distinguir qué cosa es. ¿Será un barco, un pájaro, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre, y además, un ser humano no podría andar sobre el agua.
Se levantó el arzobispo, fue a donde estaba el piloto y le dijo:
-¡Mira! ¿Qué es eso?
Pero en aquel momento ve que son los ermitaños que corren sobre el mar y se acercan al buque. Sus blancas barbas despiden brillante fulgor.
Al volverse el piloto deja la barra espantado y grita:
-¡Señor!, los ermitaños nos persiguen sobre el mar y corren sobre las olas como sobre el suelo.
Al oír estos gritos se levantaron los pasajeros y se precipitaron hacia la borda, viendo todos correr a los ermitaños, teniéndose unos a otros de la mano, y a los de los extremos hacer señas de que se detuviera el barco.
Aún no se había tenido tiempo de parar cuando alcanzaron el buque, llegaron junto a él y levantando los ojos dijeron:
-Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos has hecho aprender. Mientras lo hemos repetido nos acordábamos, pero una hora después de haber cesado de repetirlo se nos ha olvidado y ya no podemos decir la oración. Enséñanos de nuevo.
El arzobispo hizo la señal de la cruz, se inclinó hacia los ermitaños y dijo:
-¡La plegaria de ustedes llegará de todos modos hasta el Señor, santos ermitaños! No soy yo quien debe enseñarles. ¡Rueguen por nosotros, pobres pecadores!
Y el arzobispo los saludó con veneración. Los ermitaños permanecieron un momento inmóviles, luego se volvieron y se alejaron rápidamente sobre el mar.
Y hasta el alba se vio una gran luz del lado por donde habían desaparecido.

1.013. Tolstoi (Leon)

Los faisanes

En el Cáucaso llaman faisanes a las gallinas silvestres. Abundan tanto, que son más baratos que las gallinas de co­rral. Se cazan de tres maneras. Se pone un trozo de lona sobre un bastidor. En el centro de éste se coloca un travesaño y se hace una abertura en la lona. Al amanecer, sale uno al bosque armado de ese bastidor delante, a modo de escudo, y se acechan los faisanes a través de la rendija. Al amanecer, los faisanes buscan alimento en las praderas. A veces se ven familias enteras; otras, la hembra con los polluelos, el macho con la hembra, o un grupo de machos.
Los faisanes no ven al hombre y, como el bastidor no los asusta, permiten que uno se les acerque mucho. Entonces el cazador apoya el bastidor en el suelo, saca el cañón de la escopeta por la ren­dija y dispara a su antojo.
La segunda manera de matar faisanes es la siguiente : se suelta a un mastín y se le sigue. Cuando éste se encuentra con un faisán, se abalanza sobre él. El faisán levanta el vuelo y se posa en un árbol. Entonces, el perro empieza a la­drarlo. El cazador se acerca y dispara. Este modo de cazar sería fácil si el fai­sán se posara en el árbol, en un lugar despejado, y permaneciera allí, de forma que el cazador lo viese. Pero lo que sue­lee hacer es posarse en árboles muy fron­dosos y esconderse entre las ramas, en cuanto ve al cazador. Es difícil abrirse paso entre la espesura para llegar al ár­bol donde está el faisán. Mientras el perro está solo, el faisán no le tiene miedo; permanece posado en una rama y hasta gallea y bate las alas. Pero en el momento en que descubre al hombre, se acurruca, de modo que sólo un cazador muy experto puede distinguirlo; quien no tiene experiencia no lo ve ni aun es­tando a su lado.
Cuando los cosacos se acercan a un faisán, suelen cubrirse la cara con la go­rra y no miran hacia arriba porque el faisán teme al hombre armado y, sobre todo, sus ojos.
El tercer modo de cazar faisanes es éste; se suelta un perro de muestra y se le sigue. El perro olfatea el lugar en que los faisanes han estado, buscan­do alimento, al amanecer; y sigue sus huellas. Por más vueltas que hayan dado los faisanes, un buen perro ha de encon­trar siempre la última huella, es decir, el lugar donde encontraron el alimento.
Cuanto más avanza el perro por la pis­ta, tanto más percibe el olor de los fai­sanes; y así llega al paraje donde se en­cuentran, ocultos en la hierba, o donde pasean. Según se acerca el faisan, el perro avanza con más cautela, para no asustarlo. De cuando en cuando, se de­tiene para abalanzarse sobre él y apre­sarlo súbitamente. Cuando llega junto al faisán, éste levanta el vuelo, y el cazador dispara.

Cuento para niños

1.013. Tolstoi (Leon)

Los dos viejos

Dijole la mujer: «Señor, veo que Tú eres un profeta.
Nuestros padres adoraron a Dios en este monte y vos-
­otros, los judíos, decís que en Jerusalén está el lugar
donde debe adorársele. Respóndele Jesús: «Mujer, créeme
a Mí: ya llega el tiempo en que al precisamente en este
monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros ado­ráis
lo que no conocéis: nosotros adoramos lo que cono­cemos,
porque la salud procede de los judíos. Pero ya llega el tiempo,
ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en espíritu y en verdad. Porque tales son los
adoradores que el Padre busca.»
(Evangelio de San Juan, cap. IV, vers. 19 a 23.)

   Capitulo I

Dos viejos habían hecho la promesa de ir a Jerusalén en peregrinación. Uno de ellos era un mujik muy rico, llamado Efim Tavasich Schevelev. El otro, Eli­sey Bodrov, no poseía bienes.
El primero era un hombre muy or­denado y metódico. No bebía vodka, no fumaba ni tomaba rapé. Jamás decía pa­labrotas; era grave y rígido, lo que le había valido ser starosta dos veces.
Tenía dos hijos y un nieto, casados; y todos vivían juntos. Era un mujik ro­busto, se mantenía erguido y, a los se­tenta años, apenas si su larga barba em­pezaba a encanecer.
Elisey Bodrov era un anciano ni rico ni pobre. En tiempos había sido car­pintero; pero, con la edad, empezó a llevar una vida casera y se dedicó a la cría de abejas. Tenía dos hijos: uno trabajaba con él y el otro en la aldea.
Elisey era muy alegre: bebía vodka, tomaba rapé y le gustaba cantar can­ciones. Pero no molestaba a nadie y se llevaba bien con todos los vecinos. Era un hombre bajo, de color cetrino, barba corta y rizada, y tenía, además, como su patrón, el profeta Elíseo, la cabeza completamente calva.
Hacía mucho tiempo que los dos vie­jos se habían puesto de acuerdo para marchar juntos a Jerusalén. Pero Efim demoraba siempre el viaje, a causa de sus asuntos; y, como al terminar uno empezaba otro, nunca llegaba el mo­mento de ponerse en camino. Tan pron­to era la boda del nieto, como iba a volver del ejército su hijo menor, o em­prendía la construcción de una nueva isba...
Un día de fiesta se encontraron los dos viejos; y sentáronse sobre unos tron­cos a cambiar impresiones.
-Bueno, amigo, ¿cuándo cumplimos nuestra promesa? -preguntó Elisey.
Efim quedó confuso durante un ratito. Y, al fin, dijo:
-Es preciso esperar un poco. Este año es para mí de muchísimo trabajo. He empezado a construir esta isba, calculando al principio no gastar en ella más de cien rublos; pero ya he gastado trescientos y aún no he terminado. De­jemos nuestra peregrinación para el ve­rano. Si Dios quiere, partiremos sin falta.
-Opino que no conviene esperar más. Debemos ir ahora; es la mejor ocasión, puesto que estamos en primavera -repli­có Elisey.
-Sí, es verdad. Pero ¿cómo abando­nar una empresa empezada?
-¿No puedes encargar de ello a al­guien? Tu hijo podría sustituirte.
-No tengo gran confianza en mi hijo mayor. Temo que me lo estropee todo.
-Amigo mío, hemos de morir y nuestros hijos tendrán que vivir sin nos­otros. Conviene que los tuyos se acos­tumbren.
-Tienes razón; pero la verdad es que a mí me gustaría que se hiciese todo en mi presencia.
-Pues te aseguro, amigo, que no po­drás hacerlo todo por ti mismo. Ayer, por ejemplo, las mujeres estaban lim­piando las habitaciones para la fiesta; y siempre quedaba algo por arreglar. De ninguna manera hubiera podido ha­cerlo todo yo solo. La mayor de mis nueras, que es muy inteligente, decía: "Está bien que las fiestas vengan en un día fijo, sin esperar a que nosotros que­ramos que lleguen, porque de otro modo, a pesar de nuestros esfuerzos, no aca­baríamos nunca de prepararnos para ce­lebrarlas."
Efim se quedó pensativo durante un rato.
-He gastado mucho dinero en la cons­trucción de esta isba y no puedo salir de aquí con las manos vacías. Como po­co, hacen falta cien rublos.
Elisey se echó a reír.
-No peques: tu fortuna es lo menos diez veces superior a la mía; y eres tú quien se para a pensar por cuestión de dinero... En cuanto digas que nos vamos, yo, que no tengo dinero, lo encontraré en el acto.
-¡Vaya con el ricachón! -exclamó Efim, sonriendo irónicamente. ¿Y de dónde vas a sacarlo?
-Es muy sencillo. Cogeré lo que ha­ya en casa, que ya será algo; y, para completar la cantidad, venderé una do­cena de colmenas a un vecino, que me las quiere comprar desde hace mucho.
-La reproducción de los enjambres se presenta bien, así es que luego te arrepentirás.
-¿Arrepentirme? No, no. Sólo me arrepiento de mis pecados. Nada hay que valga lo que vale la salvación del alma.
-Tienes razón. Pero tampoco está bien introducir el desorden en la casa.
-Peor es que el desarreglo penetre en el corazón. Puesto que está conveni­do, debemos partir.

Capitulo II

Elisey acabó por convencer a su ami­go. Efim reflexionó, dió vueltas y más vueltas al asunto; y, al día siguiente, fué a ver al viejo.
-Bueno, podemos ponernos en cami­no cuando quieras. Dios es el dueño de nuestra vida y de nuestra muerte. Pues­to que aún estamos vivos y tenemos fuer­zas, es preciso ir -dijo.
En la semana siguiente, los dos vie­jos hicieron sus preparativos para la pe­regrinación. Efim tenía dinero en casa. Tomó ciento noventa rublos y dejó dos­cientos a su anciana esposa.
Elisey vendió a un vecino diez col­menas con la propiedad: de los futuros enjambres, y obtuvo de ello setenta ru­blos. Los treinta, que le faltaban se los procuró pidiendo pequeñas cantidades prestadas a todos sus parientes. Su mu­jer le hizo entrega del dinero que guar­daba para su entierro, y su, nuera de todos los ahorros que tenía.
Efim dió instrucciones detalladas a su hijo mayor acerca de todo lo que había de hacer en ausencia de su padre: cuán­do había de sem-brar, dónde era con­veniente abonar las tierras, cómo debía terminar la isba, etc.
Pensó en todo y lo dispuso por anti­cipado.
Elisey se contentó con decir a su mu­jer que pusiera aparte las abejas nuevas que salieran de las colmenas vendidas, para dárselas lealmente al vecino. Pero ni siquiera habló de las cosas de la casa.
-Cada cosa trae consigo la solución. Sois mayores y arreglaréis todo del me­jor modo.
Finalmente, los dos viejos estuvieron dispuestos a partir. Llevaban una provi­sión de galletas, unos sacos con vitua­llas, calcetines nuevos y un par de lapti, además de los que tenían puestos.
Sus familias, los acompañaron hasta la salida de la aldea; allí se despidie­ron. Ya de camino, Elisey conservó su buen humor, hasta el punto de olvidar por completo sus propios intereses. Sólo tenía un pensamiento: el de ser agra­dable a su compañero de peregrinación, no decir palabra alguna que pudiera re­sultarle molesta, llegar en buena armo­nía hasta el término y volver del mismo modo a sus respectivas casas. Según ca­minaba, recitaba alguna plegaria o algún pasaje de la vida de los santos. Si en­contraba a algún transeúnte en el camino, o al llegar a una casa por la noche, su único deseo era agradar a todos y decir palabras amables. Lo único que no con­siguió fué una cosa. Quería vencer su vicio de tomar rapé, y con esa inten-ción había dejado la tabaquera en su casa. Pero eso le molestaba y, como se en­contró con un hombre que le ofreció rapé, se detuvo, dejó pasar delante a su compañero, para no darle ejemplo de pecado, y aceptó una toma.
Efim caminaba con paso firme. No hacía mal a nadie, no decía palabras va­nas; pero no tenía el ánimo tranquilo. Los asuntos de su casa no se apartaban de su imaginación ni por un momento. Sin cesar pensaba en lo que podía su­ceder y temía haber olvidado decir algo importante a su hijo. ¿Haría éste con exactitud lo que le había ordenado?
De camino, veía que sembraban pa­tatas o llevaban estiércol a las tierras, y se decía: "¿Cumplirá mi hijo lo que le he encargado?" De buena gana hu­biera vuelto para indicar él en persona lo que era preciso hacer.

Capitulo III

Los dos viejos caminaron por espacio de cinco semanas; y, como se les ha­bían gastado ya los lapti que llevaban de repuesto, tuvieren que comprar otros. Llegaron a Ucrania, donde los habitan­tes del lugar se disputaban el placer de invitarlos a su mesa. Les daban de co­mer y los alojaban, sin querer aceptar dinero a cambio de estos servicios. Ade­más, les llenaron los sacos de pan y de galletas. Recorrieron de este modo se­tecientas verstas.
Después de haber atravesado otra pro­vincia, llegaron a una región muy poco fértil. Allí aún les ofrecían lecho gratui­tamente, pero no les daban de comer. A veces, no podían conseguir un pedazo de pan, ni siquiera por dinero.
-El año pasado se perdió la cosecha -les explicaban. Los ricos se han arruinado, vendiendo todo; los que te­nían una posición desahogada, están em­pobrecidos; y los pobres han emigrado, para mendigar, o perecen de hambre en sus casas. Durante el invierno, hemos comido salvados y granos de trigo po­drido.
En una aldea en que los dos viejos pa­saron la noche, compraron quince libras de pan y, al amanecer, se fueron con objeto de andar todo lo que pudieran antes de las horas del calor. Tras de re­correr unas diez verstas, llegaron a un riachuelo. Sentáronse en la orilla, llena­ron de agua sus tazas, mojaron en ellas el pan que llevaban y, después de co­merlo, se mudaron de calzado.
Cuando hubieron descansado un rato, Elisey sacó una tabaquera de asta. Efim movió la cabeza con aire de desapro­bación.
-¿Cómo no te quitas ese vicio tan feo? -le dijo.
-¡Qué quieres que le haga! El pe­cado es más fuerte que mi voluntad -replicó Elisey con un gesto de dis­gusto.
Se levantaron y prosiguieron su ca­mino. Anduvieron otras diez verstas y atravesaron otro gran pueblo. Hacía ca­lor. Elisey se sentía cansadísimo; quiso descansar y beber un trago de agua, pero Efim no se detuvo. Era mejor an­darín que su compañero, el cual le se­guía a duras penas.
-Tengo sed, quisiera beber un poco de agua -dijo Elisey.
-Pues bien, bebe si quieres; pero yo no tengo sed.
-No me esperes- dijo Elisey parán­dose. Voy en un vuelo a esta isba, to­maré un sorbo de agua y te alcanzo en seguida.
-De acuerdo -contestó Efim, y si­guió solo su camino.
Elisey se acercó a la pequeña isba. Era de adobe; tenía la parte baja pinta­da de negro y el resto de blanco. La arcilla estaba resquebrajada en varios puntos, señal evidente de que no había sido pintada desde muchísimo tiempo. El tejado estaba hundido por un lado, y la entrada daba a un corral.
El viejo penetró en el corral y vió tumbado en el suelo a un hombre del­gado, sin barba, que vestía a la usanza de los habitantes de Ucrania. Sin duda se había echado a la sombra; pero en aquel momento, el sol le daba de plano. No dormía. Elisey lo llamó y le pidió de beber, pero el hombre no contestó.
"Debe de estar enfermo o es muy poco amable", pensó Elisey mientras se dirigía a la puerta. Entonces, oyó llo­rar a dos niños y llamó resueltamente:
-¡Eh! ¡Cristianos!
No obtuvo respuesta.
-¡Eh! ¿Quién hay aquí?
Como esta vez tampoco le contesta­ron, iba a retirarse cuando oyó un gemi­do detrás de la puerta.
"Quizá haya ocurrido alguna desgra­cia" -se dijo. Es preciso ir a ver lo que pasa.
Y de nuevo se dirigió hacia la puerta de la isba.

Capitulo IV

Abrió la puerta y pasó al vestíbulo. La habitación estaba desierta; a la izquier­da se hallaba la estufa; en frente, en el lugar de preferencia, donde se veían los iconos, había una mesa y detrás, un ban­co. En éste se hallaba sentada una vieja que, por toda ropa, llevaba una camisa. Tenía los cabellos sueltos y apoyaba la cabeza en la mesa. Junto a ella había un niño muy flaco, con el vientre hin­chado y la cara del color de la cera. Tiraba de una manga de la camisa de la vieja y daba gritos agudos.
Elisey entró en la habitación, que despedía un vaho maloliente. En la es­tufa vió a una mujer acostada boca aba­jo. Respiraba penosamente y, de cuando en cuando, la sacudían fuertes convul­siones. El hedor que despedía denota­ba claramente la falta de cuidados.
Al reparar en Elisey, la vieja levantó la cabeza y dijo en lengua ucraniana:
-¿Qué quieres? Aquí no hay nada.
-He entrado para pedir de beber -contestó el peregrino, que había en­tendido a la vieja.
-No hay nadie para traer agua; no tenemos nada que darte. ¡Vete!
-¿Cómo? ¿No tenéis a nadie que no esté enfermo en vuestra casa para cuidar de esta mujer? -inquirió Elisey.
-Nadie. Mi yerno está muriéndose en el corral, y nosotras, aquí.
El niño se había callado al ver en­trar al forastero; pero cuando la vieja empezó a hablar, le tiró de nuevo de la manga.
-¡Pan! ¡Abuela, dame pan!
Y de nuevo se echó a llorar, descon­soladamente.
Antes que Elisey tuviese tiempo de interrogar a la anciana, entró el mujik, arrastrándose penosamente a lo largo de las paredes. Quiso sentarse en el banco; pero no consiguió su propósito y cayó al suelo. No intentó siquiera ponerse en pie y empezó a hablar. Las palabras salían con dificultad de su boca, una por una, y, a cada instante, veíase obligado a tomar aliento.
-La miseria nos está matando. ¡Fí­jate! Se muere de hambre... -dijo, se­ñalando al pequeño con un movimiento de cabeza, y echándose a llorar.
Elisey se quitó el saco del hombro y lo dejó en el suelo... Después, lo puso en el banco y se apresuró a abrirlo. Sacó el pan y un cuchillo, cortó una rebanada y se la ofreció al mujik. Pero éste no lo tomó, indicando al niño y a la mujer, como si dijera: "Dásela a ellos." Elisey se la tendió entonces al chiquillo.
Al ver el pan, el pequeño lo cogió con ansia y empezó a comer. Una niña salió de detrás de la estufa y clavó los ojos en el pan. Elisey le cortó también un pedazo. Después dió otro a la an­ciana.
-Habría que traer agua -dijo- To­dos tenéis la boca reseca.
-Ayer u hoy -ya ni me acuerdo cuán­do era- quise traer agua. La saqué del pozo, pero me faltaron fuerzas para traer­la hasta aquí. La derramé toda y me caí yo misma. Apenas si pude arras­trarme hasta la casa. El cubo estará allá tirado, si no se lo ha llevado alguien -explicó la anciana.
Elisey preguntó dónde estaba el pozo y la mujer se lo indicó. Entonces salió a buscar el cubo y, una vez que lo hubo encontrado, acarreó agua y dió de beber a todos. Los niños comieron más pan con el agua y la vieja también. Pero el mujik se negó a probar bocado.
-No puedo -decía el desdichado.
La mujer que estaba en la estufa no había recobrado aún el conocimiento y seguía agitándose, presa de convulsiones.
Elisey fué a la aldea, compró legum­bres, sal, harina y manteca. Volvió a la casa y encendió la estufa, ayudado por la niña. Preparó sopa y gachas y dió de comer a todos.

Capitulo V

El mujik y la vieja sólo pudieron co­mer un poquito; en cambio, los niños hasta lamieron el plato, y luego se dur­mieron, abrazados.
El campesino y la vieja contaron su historia a Elisey.
-Nunca hemos sido ricos; y el año pasado fué tan malo, que la tierra no produjo nada. Al llegar el otoño, nos habíamos comido todo lo que teníamos. Cuando ya no nos quedaba absoluta­mente nada, pedimos a los vecinos y luego a las personas caritativas. Al prin­cipio nos auxiliaron; pero luego se ne­garon a ayudarnos. No faltaban buenas almas; pero nada podían hacer por nos­otros. Eso, sin decirte que nos daba ver­güenza estar siempre pidiendo. Debe­mos dinero, harina y pan a todo el mundo.
-He buscado trabajo, pero no lo hay -dijo el mujik. Es preciso trabajar sólo por la comida y para un día que se halle faena, se pierden dos en bus­carla. La abuela y la niña salieron a mendigar, y, aunque las limosnas eran escasas, porque nadie tenía pan, al me­nos se comía. Pensábamos ir tirando de esta forma hasta la próxima cosecha; pero, desde la primavera, la tierra no ha dado nada. Y por si esto fuera poco, hemos caído enfermos. Todo empezó a ponerse cada vez peor. Si comíamos un día, ayunábamos dos, hasta el punto de vernos obligados a alimentarnos con hier­bas. Quizá ésta sea la causa de que haya enfermado mi mujer. Ha tenido que guardar cama. Yo también estoy agotado; no sé cómo salir de esta situación.
-Por mi parte, hice cuanto pude -in­tervino la abuela. La falta de alimen­to me ha dejado sin fuerzas. La niña ha adelgazado mucho y se ha vuelto miedosa. La hemos mandado a casa de un vecino, pero se ha negado a ir. Se queda escondida en un rincón, sin mo­verse para nada. Anteayer entró una ve­cina y, al vernos hambrientos y enfer­mos, dió media vuelta y se marchó. Eso no me extraña porque su propio marido se fué de casa por no saber con qué alimentar a su familia Así, pues, nos hemos acostado a esperar la muerte.
Al oír esto, Elisey decidió que no se reuniría aquel día con su compañero, y pernoctó en la casa. Al día siguiente, se levantó temprano y se ocupó de todo, como si fuese el amo. Ayudó a la vieja a amasar el pan y encendió el horno. Luego, acompañado de la niña, fué a casa de un vecino a buscar lo que nece­sitaba. Pero le fué imposible obtener nada, ya fuese para vestir o para comer. Nada tenían. Entonces, Elisey compró unas cosas y fabricó otras, hasta reunir lo que le hacía falta. Y así vivió un día y otro. El pequeño se restableció y se acercaba a acariciar al anciano, con gran ternura. La niña era muy alegre. Ayudaba a Elisey en todo y corría de­trás de él, gritando: "Abuelito, abue­lito." También se repuso la vieja y pudo ir a casa de la vecina por su propio pie. El mujik empezaba ya a sostenerse sobre las piernas. Sólo la mujer guar­daba cama. Pero, al tercer día, recobró el conocimiento y pidió de comer.
-¡Bueno! -se dijo Elisey. No con­taba con haberme quedado aquí tanto tiempo; pero ya llegó el momento de partir.

Capitulo VI

Al cuarto día empezaba la festividad de Pascua Florida.
-Compraré algo para que se rega­len; celebraré con ellos la fiesta y me iré por la noche -se dijo Elisey.
Fué de nuevo al pueblo, donde com­pró leche, harina de flor y manteca. En unión de la anciana, preparó una serie de manjares exquisitos; y, después de asistir a misa, celebró alegremente la fiesta con toda la familia. Aquel día ya pudo levantarse la mujer; el mujik se afeitó y se puso una camisa limpia, que le había lavado la anciana, y se dirigió al pueblo, a casa de un rico propietario, al que había cedido en prenda de préstamo un prado y un campo de su propiedad. Quería rogarle que le devolviera sus tierras antes de empezar las labores. Pero, por la noche, al regresar estaba muy triste. El rico propietario se había negado a complacerlo. Le exigía que le devol-viera el dinero.
Tras de reflexionar un rato, Elisey se preguntó:
-¿Cómo van a vivir estos desgracia­dos? Los demás irán a segar; pero ellos, no, porque su prado está en ma­nos ajenas. Cuando el centeno esté ma­duro, los demás irán a recogerlo; pero ellos, no. Si me voy, volverán a la mis­ma situación en que los encontré.
Así, pues, decidió no irse aquella no­che. Aplazó su marcha para el día si­guiente. Fué a acostarse al corral y rezó, como de costumbre; pero no pudo con­ciliar el sueño.
-Tengo que marcharme, porque me queda muy poco tiempo y muy poco dinero. Pero, por otra parte, ¡me da tanta lástima esta gente! ¿Qué hacer? ¿Acaso puede uno socorrer a todo el mundo? Yo no quería nada más que traerles agua y darles a cada uno una rebanada de pan; y hay que ver adón­de han llegado las cosas... Ahora tengo que desempeñarles las tierras y, cuan­do lo consiga, tendré que comprar una vaca a los muchachos y un caballo al padre, para que pueda transportar los haces... Fuiste demasiado lejos, hermano Elisey. Has perdido la brújula y no te es posible orientarte.
Se incorporó, cogió el caftán que te­nía debajo de la cabeza, abrió la taba­quera, tomó un polvo de rapé y procuró esclarecer sus pensamientos. No lo con­siguió. Por más vueltas que daba al asunto, no hallaba una solución que le satisficiera. Tenía que marcharse, eso era indudable; pero, ¿cómo dejar abandona­das a aquellas gentes? Sin saber qué de­terminación tomar, puso de nuevo el caftán enrollado a guisa de almohada y se acostó.
Permaneció así largo rato y ya habían empezado a cantar los gallos cuando se quedó dormido.
Soñó que estaba vestido y preparado para partir, con el saco y el bastón. Sólo debía franquear la puerta de salida, que estaba entor-nada. Y al ir a pasar se le enganchó el saco y se le desató un lapti. Acababa de atárselo cuando sin­tió que la niña lo cietenía, gritando:
-¡Abuelito! ¡Abuelito! ¡Pan!
El niño lo sujetó por un pie, mien­tras el mujik y la vieja lo miraban por la ventana.
Elisey se despertó y dijo:
-Voy a rescatar el prado y el cam­po. Compraré un caballo para el mujik y una vaca para los niños, porque, si no obrase así, iría a buscar a Cristo al otro lado del mar, pero lo perdería dentro de mí mismo. Es preciso ser caritativo.
Se durmió nuevamente hasta la ma­ñana. Pero se levantó tem-prano y fué a casa del propietario rico, de quien rescató las tierras del mujik. Recuperó también la guadaña, que había sido ven­dida. Mandó al mujik a segar, mientras él se iba a casa del tabernero, en bus­ca de un carro y un caballo que es­tuviesen en venta. Después de regatear mucho, compró ambas cosas y fué a ad­quirir una vaca. Según caminaba por la calle, vió a dos mujeres que iban de­lante hablando muy animadamente. Oyó que se referían a él.
-Al principio, no se sabía quién era ese hombre -decía una de ellas-. To­das creían que era un simple peregri­no. Según parece, entró a pedir agua; y luego se ha quedado a vivir allí. Di­cen que les ha comprado muchas cosas. He visto con mis propios ojos que com­praba al tabernero un caballo y un ca­rro. ¡No se concibe que exista gente así! Es preciso verlo para creerlo.
Elisey comprendió que se le alababa por todo el pueblo; y no fué a comprar la vaca. Volvió a casa del tabernero, le pagó, y, tras de enganchar el carro, tomó el camino de la casa. Al llegar a la puerta, se apeó del vehículo. El mujik y su familia vieron el caballo y se asom­brarorn mucho. Aunque se figuraban que Elisey lo había comprado para ellos, no se atrevían a decirlo. El dueño de la casa salió a abrir la puerta.
-¿Dónde has adquirido este animal? -preguntó.
-Lo he comprado. Ha sido una gan­ga. Siega un poco de hierba para darle de comer esta noche -replicó Elisey
El mujik desenganchó al caballo, segó hierba y llenó el pesebre. Llegó la no­che, Elisey fué a acostarse al corral, adonde había llevado su saco. Y, cuando todos los de la casa dormían, se levan­tó, recogió sus cosas, se calzó, y se fué en busca de Efim.

Capitulo VII

Recorrió unas cinco verstas. Empeza­ba a amanecer cuando se detuvo al pie de un árbol. Deshizo su paquete y con­tó el dinero que le quedaba. Sólo tenía diecisiete rublos y veinte copecks.
-Con esto es imposible pagar el pa­saje. Y mendigar en nombre de Cristo para mi viaje sería, quizá, un pecado más. El amigo Efim sabrá ir solo y, probablemente, pondrá una vela por mí. Ya no podré cumplir mi promesa; pero el divino Maestro es misericordioso y me relevará de cumplirla -se dijo.
Poniéndose en pie, se echó el saco al hombro y volvió camino atrás. Sólo que esta vez dió un rodeo para no pasar por el pueblo, con objeto de evitar que lo vieran.
A la salida de la aldea le había pare­cido difícil seguir a Efim, pero al re­greso, Dios le permitió caminar sin can­sarse. Jugueteando con su bastón, reco­rría hasta setenta verstas por día.
Cuando llegó a su casa, se encontró con que las faenas del campo se ha­bían llevado a cabo perfectamente. Su familia se alegró muchísimo de volverlo a ver. Le preguntaron por qué se ha­bía separado de su compañero y el mo­tivo por el que volvía sin haber llegado al final de su peregrinación
-Dios no lo quiso -contestó. He gastado todo el dinero en el camino y he dejado a mi compañero que se ade­lantara. He aquí la razón de no haber ido a Jerusalén. Perdonadme, por la glo­ria de Cristo.
Tras de pronunciar estas palabras, en­tregó a su mujer el dinero que le que­daba. Luego se informó de los asuntos de la casa y comprobó que se habían arreglado admirablemente. Todo marcha­ba bien, su familia no carecía de nada y vivía en la mayor paz y sosiego. Al enterarse de que Elisey había vuelto, la familia de Efim fué a pedir noticias del viejo.
-Vuestro viejecito iba muy bien -les dijo Elisey. Nos hemos separado tres días antes de San Pedro. Quise alcan­zarle; pero me ocurrieron muchas co­sas y no tuve bastante dinero para pro­seguir el camino. Por eso he regresado.
Todos se asombraron de que un hom­bre tan prudente hubiese hecho esa ton­tería. "Antes de acabar el primer día del viaje, ha gastado neciamente el di­nero", decían riéndose de él.
Elisey acabó por olvidar todo aque­llo. Volvió a sus ocupaciones, ayudó a sus hijos a cortar leña para el invierno, trilló el trigo con las mujeres, arregló el cobertizo destinado al grano y a las herramientas, y se ocupó de sus colme­nas. Las puso en condiciones para en­tregar a su vecino los diez enjambres de abejas jóvenes que le vendiera antes de partir. Su anciana mujer hubiera que­rido ocultarle la cuenta de las nuevas abejas. Pero Elisey sabía perfectamente cuáles eran las colmenas que estaban po­bladas y cuáles, no; y dió a su vecino dieci-siete enjambres, en lugar de diez.
Elisey arregló todos los asuntos, man­dó a sus hijos a trabajar y se puso a confeccionar lapti y a hacer zuecos para la mala estación.

Capitulo VIII

El primer día que Elisey pasó en casa de los enfermos, Efim hizo un alto cerca de la aldea y aguardó. Durmió un poco, se despertó, permaneció un rato sen­tado; pero Elisey no aparecía. Se le cansaron los ojos de tanto mirar. El sol se ponía ya y, sin embargo, su com­pañero no venía por ninguna parte.
-Quizá se me haya adelantado -se dijo. Como me he quedado dormido, no lo he visto y él no habrá reparado en mí. Pero no. Es imposible que haya pasado de largo sin verme. En la estepa se ve desde muy lejos. Voy a volver atrás... Pero no sé... Si nos cruzamos, será peor. Seguiré adelante. Seguro que nos encontraremos en el primer alto.
Llegó a otro pueblo. Allí rogó al guar­da rural que si venía un viejecito, cu­yas señas le dió, lo llevase a la casa en que iba a parar. Pero su compañero no apareció.
Efim prosiguió su camino, preguntan­do a cuantos encontraba si habían visto a un viejecito completamente calvo. Na­die pudo darle razón; y Efim continuó caminando.
-Ya nos encontraremos en alguna parte -pensó. En Odesa o en el barco.
Y ya no se preocupó más de su com­pañero. De camino se encontró con un hombre que llevaba un hábito de gruesa lana y los cabellos largos. Había estado en el monte Athos y hacía ya por se­gunda vez el viaje a Jerusalén. Se co­nocieron en una posada, donde trabaron conversación; y continuaron el viaje juntos.
Llegaron a Odesa sin ningún contra­tiempo. Allí tuvieron que esperar tres días el barco que había de transportar­los, en compañía de una multitud de peregrinos que venían de todas partes Efim volvió a preguntar por Elisey; pero nadie lo había visto.
El peregrino enseñó a Efim el modo de hacer la travesía sin gastar un cén­timo, pero éste no le hizo caso.
-Prefiero pagar mi pasaje. Para eso he traído dinero -le contestó.
Dió cuarenta rublos por el billete de ida y vuelta y compró pan y arenques para el camino. Cuando el buque estu­vo cargado y se hubieron embarcado los fieles, Efim subió a bordo con el pere­grino. La embarcación levó anclas y par­tieron.
El día fué bueno; pero, a la noche, empezó a llover torrencial-mente y sopló un viento muy fuerte. Se levantaron gi­gantescas olas que barrían la cubierta e inundaban el barco. Las mujeres llo­raban y los hombres estaban enloqueci­dos de terror. Algunos pasajeros corrían de un lado para otro, buscando refugio. Efim sintió que el miedo se apoderaba también de él. Pero no quiso que lo no­taran y permaneció inmóvil en su sitio, junto a unos viejos, durante toda la noche y todo el día siguiente. Al tercer día, el mar se calmó; y al quinto, llegaron a Constantinopla. Algunos pasajeros des­embarcaron y fueron a visitar la iglesia de Santa Sofía, hoy en poder de los tur­cos. Efim se quedó en el barco.
Tras de una estadía de veinticuatro horas, el buque se hizo de nuevo a la mar, haciendo escala en Esmirna y en Alejandría, llegando, por último, sin con­tratiempo, a Jaffa. Allí debían desembar­car todos los peregrinos. Para llegar a Jerusalén no les quedaba ya más que recorrer setenta verstas a pie.
Durante el desembarco, los pasajeros tuvieron un momento de pánico. El bu­que era de alto bordo; y se lanzaba a los pasajeros a las barcas desde arriba. Como las barcas oscilaban, se corría el peligro de caer al mar. Dos peregrinos se mojaron; pero, en fin de cuentas, to­dos desembarcaron sanos y salvos.
Inmediatamente se pusieron en cami­no y al cabo de cuatro días llegaron a Jerusalén. Efim se detuvo en las afue­ras de la ciudad, en una posada rusa. Tras de presentar su pasaporte a las autoridades, comió y se fué, con otros peregrinos, a visitar los Santos Luga­res. Pero aún no dejaban entrar en el Santo Sepulcro. Entonces fué a la misa que se celebraba en el monasterio del Patriarca, puso unas velas y examinó el templo de la Resurrección, donde se encuentra la sepultura de Jesús. Tantos edificios la tapan por doquiera que ape­nas si se la puede ver. El primer día sólo pudo visitar la celda en que había vivido María Egipcíaca. Allí ofreció unos cirios y cantó durante la misa, según el rito de su país. Quiso ayudar a los oficios de la tarde en el Santo Sepul­cro, pero llegó tarde. Visitó el monas­terio de Abrahán y vió el jardín donde el santo Patriarca había querido sacrifi­car a su hijo en aras de Dios. Estuvo también en el lugar en que Cristo se apareció a María Magdalena, así como en la iglesia de Jacob.
Todo se lo iba explicando el pere­grino y le decía en cada lugar cuánto había de dar, y en donde se podía hacer ofrenda de cera. Una vez que termina­ron su visita, regresaron a la posada.
En el momento de acostarse, el pe­regrino empezó a lamentarse, mientras se registraba los bolsillos.
-Me han robado el portamonedas con el dinero que llevaba. Tenía veintitrés rublos: dos billetes de diez rublos y tres rublos en plata -dijo.
Se quejó durante un rato; pero al fin acabó acostándose.

Capitulo IX

Una vez en la cama, Efim fué asal­tado por un mal pensamiento.
-No le han robado nada. Me parece que no llevaba ni un copeck, porque no ha dado nada en ninguna parte. Aunque me decía que diera, no le he visto meter la mano en el bolsillo ni una sola vez. Hasta me ha pedido un rublo presta­do -se dijo, pero luego se reprochó el pensar así. ¿Por qué formar juicios te­merarios acerca de una persona? Es un pecado que no quiero cometer.
Sin embargo, en cuanto empezaba a adormilarse, recordaba que el peregrino miraba el dinero con una expresión es­pecial y, además, le pareció que había sido poco sincero su modo de lamen­tarse.
-Seguro que no llevaba dinero. Se habrá inventado lo del robo. Al día siguiente se levantaron muy temprano y asistieron a la misa de alba en el gran templo de la Resurrección, en que se halla la capilla del Santo Se­pulcro. El peregrino no dejaba a Efim ni a sol ni a sombra, acompañándole a todas partes.
En el pueblo había una multitud de peregrinos rusos, griegos, turcos y si­rios. Efim llegó con ellos hasta la Puer­ta Santa, y pasó ante la guardia turca, hasta el sitio en donde Cristo fué bajado de la cruz y en donde se le ungió de aceite. Allí resplandecían nueve grandes candelabros; y Efim depositó en ellos un cirio. Después, el peregrino lo llevó a la derecha, escaleras arriba, hasta el Gól­gota, en donde Cristo estuvo en la cruz. Allí, Efim rezó. Después le enseñaron la grieta por donde se había desgarrado la tierra hasta el infierno, y el sitio don­de fueron clavados los pies y las manos de Jesús, ásí como el sepulcro de Adán, cuyos huesos fueron regados por la san­gre de Cristo. También vió la piedra donde se sentó el Salvador cuando se le puso la corona de espinas, y el poste al que le ataron las manos para azo­tarle, y los dos hoyos que dejaron en la roca las rodillas del Crucificado.
Efim hubiera visto más cosas si el tro­pel de peregrinos no le hubiera lle­vado al Santo Sepulcro, donde después de una misa no ortodoxa se iba a cele­brar otra ortodoxa. Efim quería des­hacerse del peregrino, contra el cual pecaba constantemente con el, pensamien­to. Pero el peregrino se aferraba a él y lo siguió al Oficio de la Gruta del Santo Sepulcro. Efim hubiera querido ponerse cerca; pero llegaron tarde, y era tal la aglomeración de gente, que resultaba imposible avanzar o retroceder. Así, pues, permaneció en su sitio miran­do y rezando sus oraciones. A ratos, se palpaba, para ver si aún llevaba el porta­monedas; y sus pensamientos se suce­dían, vertiginosamente:
"Seguro que este peregrino me ha en­gañado... Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si, en efecto, le han quitado el dinero? Con tal que no me ocurra lo mismo..."
Mientras rezaba, dirigió la mirada ha­cia la capilla donde se encuentra el San­to Sepulcro, y sobre el cual penden treinta y seis lámparas. Miró por enci­ma de las cabezas de los que estaban delante de él; y, precisamente debajo de las lámparas, distinguió -¡oh mila­gro!- a un viejecito con caftán verde, cuya cabeza, totalmente calva, recordaba la de Elisey.
"Se parece a Elisey; pero no debe de ser él, porque no hubiera podido llegar aquí antes que yo. El otro barco había zarpado ocho días antes que el nuestro; y es imposible que haya logrado adelan­társeme tanto. Y no estaba en el nues­tro, estoy seguro de ello, porque he visto a todos los fieles.
Mientras se decía esto, vió que el vie­jecito oraba y hacía tres reverencias, una de frente a Dios, y las otras dos a los fieles que estaban a su derecha y a su izquierda. Cuando volvió la cabeza hacia la derecha, Efim lo conoció en el acto.
"Pues es Bodrov. Esa es su barba gri­sácea, rizada y blanca por las mejillas; y ésos son sus ojos, sus cejas y su nariz, toda su cara, en una palabra. Es él, no cabe duda alguna."
Efim se alegró infinito de haber en­contrado a su compañero y fué grande su asombro de que hubiera podido llegar antes que él.
"¡Vaya con Bodrov! ¿Cómo habrá hecho para deslizarse a primera fila? Probablemente se ha hecho amigo de alguno, que lo ha llevado hasta allí. Lo esperaré a la salida y me iré con él, dejando plantado a ese peregrino, Quizá pueda Elisey llevarme luego al sitio en que está el ahora."
Y Efim siguió mirando, para no per­der de vista al viejo. En cuanto terminó el oficio, la muchedumbre se puso en movimiento. Se empu-jaban unos a otros para ir a arrodillarse; y Efim, a pesar suyo, se encontró relegado en un rincón.
De nuevo le asaltó el temor de que le robasen el dinero. Puso la mano so­bre el portamonedas y procuró abrir­se paso, para salir a un sitio despejado. Cuando lo hubo conseguido, buscó a Elisey por todas partes. Pero salió del templo sin haberlo visto. Después del Oficio, corrió de posada en posada, bus­cando a su amigo, sin hallarlo en nin­guna parte. Aquella noche no apareció tampoco el peregrino, que se había mar­chado sin devolverle el rublo; y Efim se quedó solo.
Al día siguiente fué de nuevo al San­to Sepulcro en unión de uno de los viejos que había venido con él en el barco. Trató de colocarse en primera fila; pero fué rechazado por la gente, como el. día anterior; y quedó cerca de un pilar, donde se puso a rezar. Lo mis­mo que la víspera, miró hacia adelante; y otra vez vió a Elisey bajo las lám­paras, muy cerca del Santo Sepulcro. Estaba con las manos extendidas, como un sacerdote en el altar, y su cabeza calva des-pedía brillantes reflejos.
"Esta vez no se me va a escapar", se dijo Efim, deslizándose hasta la prime­ra fila. Pero cuando llegó allí, Elisey no estaba ya. Sin duda, había salido.
Al tercer día, Efim volvió a misa, como los dos días anteriores. Y vió otra vez en el mismo sitio a Elisey, con las manos extendidas y los ojos alzados hacia el cielo, como si contemplara algo que estuviera por encima de él.
"Hoy no se me escapará. Me pondré en la puerta y seguro que lo he de ver salir", se dijo.
Y así lo hizo, pero no tuvo éxito su propósito. Pasaron todos menos Elisey.
Efim estuvo seis semanas en Jerusa­lén, visitando las Lugares Santos, Belén, Bethania y el Jordán. Pidió que le pu­sieran el sello del Santo Sepulcro sobre una camisa nueva, que iba a servirle de sudario; llenó un frasquito con agua del Jordán y guardó tierra y velas de los Lugares Santos. Cuando ya no le que­daba más dinero que el preciso para vol­ver, se puso en camino hacia su aldea.
Llegó a Jaffa, donde embarcó; y, una vez en Odesa, se dirigió a pie hacia su casa.

Capitulo X

Efim regresó por el mismo camino. A medida que se acercaba a su casa, le asaltaban nuevas preocupaciones. ¿Cómo viviría, sin él, su familia?
"En un año que he faltado de casa, pueden haber ocurrido muchas cosas. Un hogar, que es la obra de un siglo, pue­de ser destruido en un instante... ¿Cómo habrá llevado los negocios mi hijo? ¿Cómo habrán pasado el invierno los animales? ¿Habrán terminado felizmente de construir la isba?
Efim llegó al sitio en que hacía un año se había separado de su compañero de peregrinación. Los habitantes de aque­lla misma región estaban desconocidos. Donde el año anterior hiciera estragos la más negra miseria, reinaba ahora el mayor bienestar. Las cosechas habían sido excelentes. Olvidando las desdichas pasadas, los mujiks se habían regene­rado.
Por la tarde, entró Efim en la aldea donde se quedara Elisey. Apenas hubo entrado en ella cuando una niña, de vestidito blanco, salió de una isba y co­rrió hacia él, gritando:
-¡Abuelito! ¡Abuelito! ¡Ven con nosotros!
Efim quiso seguir adelante, pero la niña lo volvió a llamar y, cogiendolo por la manga, lo condujo riendo a la isba.
Una mujer y un muchacho salieron a la puerta, y por medio de señas amis­tosas lo invitaron a que pasara.
-Ven, anciano. Ven a cenar y a pa­sar la noche -le dijeron.
Efim acabó por ceder ante aquella in­sistente y cariñosa invitación.
"Voy a preguntarles por Elisey -se dijo. Creo que fué precisa-mente en esta isba donde se detuvo el año pasa­do, para pedir agua."
Efim entró. La mujer le ayudó a qui­tarse el saco del hombro, lo llevó a que se lavara y lo invitó a sentarse a la mesa. Lo obsequieron con leche, empa­nadillas de requesón y gachas. Efim dió las gracias a aquella buena gente por su afectuosa hospitalidad con los peregrinos.
-¿Cómo no hemos de recibirlos bien, si es a un peregrino a quien debemos el vivir todavía? -exclamó la mujer mo­viendo la cabeza. Antes bebíamos, nos habíamos olvidado de Dios, y Dios nos castigó. Ya sólo esperábamos la muerte. En la primavera pasada estábamos todos enfermos y sin tener qué llevarnos a la boca... Hubiéramos perecido si Dios no nos hubiera enviado a un viejecito como tú. Entró a mediodía para pedir agua y, al ver en qué estado nos encon­trábamos, tuvo compasión y se quedó aquí, para cuidarnos. Nos dió de beber, nos alimentó, se desveló por atendernos y hasta nos compró un caballo y un carro..
En esto entró la vieja. Interrumpió a la mujer, diciendo:
-No sabemos si era un hombre ó un ángel de Dios. Quería a todo el mundo, de todos se apiadaba y se fué sin decir­nos nada. No sabemos siquiera su nom­bre, para pedir por él. Todavía me pa­rece verlo. Yo estaba acostada, esperan­do que llegase mi último momento, cuan­do vi entrar a un viejecito insignificante, calvo, que pidió de beber. No creerás lo que pensé, pecadora de mí. Me pre­gunté: "¿Qué querrá de nosotros?" Pero él, en cuanto reparó en nosotros, se qui­tó el saco que llevaba al hombro y lo dejó allí, en aquel sitio, para abrirlo.
La niña intervino en la conversación:
-No abuela. Primero dejó el saco en medio de la habitación, en el suelo; y luego lo puso en el banco.
Se acordaban de todas sus palabras, de todos sus actos, del lugar en que se sentaba, dónde dormía, lo que hacía y lo que había dicho a éste y a aquél.
Anochecido, llegó el mujik a caballo; y comenzó a hablar también de la es­tancia de Elisey en su casa.
-Si no hubiera venido, hubiéramos muerto con el peso de nuestros pecados, porque moríamos en la desesperación, maldiciendo a Dios y al género humano. Fué él quien nos sacó de nuestra pos­tración y de nuestra miseria. Gracias a él, hemos vuelto a Dios y hemos tenido fe en la bondad de los hombres. ¡Que Nuestro Señor lo salve! Antes vivíamos como unos animales; pero él ha hecho de nosotros unos seres humanos.
Después que Efim hubo comido y bebido, lo dejaron para que se acostara, retirándose todos a descansar. Efim no pudo conciliar el sueño. El recuerdo de Elisey, tal como lo había visto tres ve­ces en la primera fila de peregrinos, en Jerusalén, lo desvelaba.
"Así es como me ha adelantado. Ig­noro si habrán sido bien acogidos mis esfuerzos; pero los suyos han sido ben­decidos por Dios", pensó.
Al día siguiente, la gente de la casa despidió a Efim, tras de darle pasteles para el camino. Ellos se fueron a sus fae­nas y Efim prosiguió su ruta.

Capitulo XI

Hacía un año que Efim faltaba de su casa cuando regresó. Entró en su hogar; a la caída de ja tarde. Su hijo no se encontraba allí, sino en la taberna, de donde vino borracho. Efim le hizo una serie de preguntas; y, en breve, pudo cerciorarse de que su hijo no había cum­plido con su deber. Había despilfarradp el dinero y abandonado todos los ne­gocios. Efim lo colmó de reproches; pero el hijo replicó, en tono grosero:
-Hubieras hecho mejor ocupándote tú mismo de tu casa en lugar de irte y de llevarte todo el, dinero. En ese caso, no me vendrías con reproches ahora.
Efim se enfadó y castigó a su hijo. Luego fué a casa del starosta para pre­sentarle el pasaporte; y acertó a pasar por delante de la casa de su compañero Elisey. La anciana esposa de éste se hallaba en la puerta. Al ver a Efim, lo saludó:
-Buenos días, vecino: ¿Has tenido buen viaje?
-Gracias a Dios, he llegado bien has­ta el fin -replicó Efim, deteniéndose-. Perdí de vista a tu marido; pero sé que ha vuelto a su hogar.
A la vieja le gustaba mucho charlar. Contó a Efim por qué había regresado su marido.
-Hace mucho que ha vuelto a nues­tro amparo; fué por la Asunción. ¡Tu­vimos una alegría inmensa cuando Dios nos permitió volverlo a ver! ¡Le hemos echado tanto de menos! El trabajo que hace no es grande, porque ya no está en edad de cansarse; pero, sea como sea, es el cabeza de familia. Y sin él no tenemos alegría. ¡Qué contento se puso nuestro hijo al verlo llegar! Sin él, la casa está como unos ojos sin luz. ¡Cuán­to lo queremos y cómo lo agasajamos!
-¿Está en casa?
-Sí; se ocupa de las colmenas. La miel abunda. Dios ha dado tantas fuer­zas a las abejas, que mi viejecito no re­cuerda haber visto nunca tal cantidad de miel. La bondad divina es siempre mayor que nuestros pecados. Pasa; ten­drá mucho gusto en saludarle.
Efim atravesó el corral y fué a bus­car a Elisey a las colmenas. Se acercó al sitio en donde estaban, y vió a su amigo. Vestía un caftán gris. Estaba en pie, bajo un abedul joven, sin red ni guantes; tenía los brazos extendidos y la vista clavada en el cielo, con la ca­beza calva y reluciente, tal como se le había aparecido en Jerusalén, cerca del Santo Sepulcro. El abedul y el sol por encima de él hacían el mismo afecto que la luz de las lámparas en Jerusalén. Y alrededor de su cabeza, sin picarle, revoloteaban abejas doradas, que forma­ban una aureola. Efim se detuvo y la anciana llamó a su marido.
-Aquí está nuestro amigo -le dijo.
Al volverse, Elisey lanzó un grito de alegría y corrió hacia Efim, no sin an­tes quitarse con precaución las abejas que se le habían posado en la barba.
-¡Hola, querido amigo! ¿Has tenido buen viaje?
-¡Oh! He agotado todas las fuerzas de mis piernas. Te traigo agua del or­dán. Pero lo que ignoro es si Dios ha bendecido mis esfuerzos...
-¿Cómo no? ¡Qué cosas tienes! ¡Bendito sea el Señor y que Cristo te proteja!
-Sé que he estado en Jerusalén con mis piernas; pero no sé si estuve en cuerpo y alma -arguyó Efim. Quizá otro...
-Eso es Dios quien lo ha de juzgar amigo.
-A mi regreso, visité la isba donde estuviste.
-No hablemos de eso, amigo mío -le interrumpió Elisey, asustado. ¿Vienes a casa a tomar un poco de miel?
Para desviar la conversación de aquel tema, Elisey habló de sus propios asun­tos.
Efim suspiró y se abstuvo de recor­dar a su compañero lo sucedido en la isba y lo que había visto en Jerusalén. Comprendió que Dios nos ha dado tan sólo una misión en la tierra: amar y hacer buenas obras.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)