El día terrible en que se realizó
la mayor injusticia del mundo, en que se crucificó en el Gólgota, entre dos
bandidos, a Cristo, ese mismo día, el comerciante de Jerusalén Ben-Tovit tenía,
desde por la mañana, un dolor horrible de muelas.
Le había comenzado la víspera, al
anochecer. Ben-Tovit experimentó en el lado derecho de la mandíbula, en la
muela contigua a la del juicio, una sensación singular, como si se le hubiera
elevado un poco sobre las otras; cuando la rozaba con la lengua, sentía un
ligero dolor. Pero después de comer, la molestia pasó, Ben-Tovit la olvidó y
acabó de tranquilizarse con el cambio de su viejo asno por otro joven y
vigoroso, negocio que le puso de buen humor.
Durmió con un sueño profundo; pero,
al amanecer, algo vino a turbar su sueño. Se diría que alguien llamaba a
Ben-Tovit para algún grave asunto. No pudiendo ya resistir aquella inquietud,
se despertó y se dio cuenta al punto de que tenía dolor de muelas. Entonces era
un dolor franco y claro, muy violento, un dolor agudo e insoportable. Y no se
podía ya comprender si lo que le dolía era la muela de la tarde anterior o las
demás contiguas a ella. Toda la boca y toda la cabeza le dolían, como si
estuviese mascando millares de clavos ardiendo. Se enjuagó la boca con un poco
de agua del cántaro; durante unos momentos el dolor se aplacó, y Ben-Tovit
experimentó una ligera tirantez en las muelas. Dicha sensación, comparada con
el dolor de hacía un instante, era incluso agradable. Ben-Tovit se acostó otra
vez, se acordó de su nuevo asno y pensó que sería del todo feliz a no ser por
el dolor de muelas. Trató de volver a dormirse, pero cinco minutos después el
dolor comenzó de nuevo, más cruel que antes. Ben-Tovit se sentó en la cama y
empezó a balancear el cuerpo acompasadamente. Su rostro adquirió una expresión
de sufrimiento, y en su gran nariz, que había palidecido, apareció una gota de
sudor frío.
Así, balanceándose y gimiendo
lastimeramente, permaneció hasta la salida del sol; de aquel sol que estaba
predestinado a ver el Gólgota con sus tres cruces y a eclipsarse de horror y de
tristeza.
Ben-Tovit era un buen hombre, a
quien repugnaba la injusticia; pero cuando su mujer se levantó, le dijo mil
cosas desatentas, lamentándose de que le hubiera dejado solo y no hubiera hecho
ningún caso de sus terribles sufrimientos.
La mujer no se incomodó por estos
reproches injustos; no ignoraba que era el dolor, y en modo alguno la maldad,
lo que hacía hablar así a su marido. Le auxilió, solícita, con no pocos remedios:
una cataplasma, en la mejilla, de estiércol seco y pulverizado; una infusión
muy fuerte de aguardiente y huesos de escorpión; un pedazo de la piedra en que
estaban escritos los diez mandamientos, y que Moisés rompió en su cólera.
El estiércol aplacó un poco el
dolor de Ben-Tovit, pero por breve tiempo. Los otros remedios produjeron el
mismo efecto y, siempre tras un corto alivio, el dolor volvía a empezar con
redoblada fuerza. Durante los escasos momentos de tregua, Ben-Tovit procuraba
olvidarlo completamente, poniendo el pensamiento en su nuevo asno; pero cuando
se hacía sentir otra vez, empezaba a gemir, a insultar a su mujer y a decir que
se iba a romper la cabeza contra la pared.
Sin cesar iba y venía por el
terrado de su casa, sin acercarse demasiado a la barandilla, para que los
transeúntes no le vieran con la cabeza envuelta en un pañuelo, como una mujer.
Con frecuencia, sus hijos acudían junto a él y referían, interrumpiéndose, algo
relativo a Jesús Nazareno. Ben-Tovit se detenía entonces un instante para
escucharlos; pero ponía luego cara de pocos amigos, hería iracundo el suelo con
el pie y echaba a los niños; aunque era un hombre de buen corazón y aunque
amaba a sus hijos, se enojaba con ellos, lleno de fastidio, al oír aquellas
naderías. Le enfadaba también que la calle y los terrados de las casas vecinas
estuvieran llenos de gente que no hacía nada y le miraba con curiosidad
pasearse con la cabeza envuelta en un pañuelo, como una mujer. Quería ya bajar,
cuando su mujer le dijo:
-Mira, conducen a los bandidos;
quizá eso te distraiga.
-¡Déjame en paz! -respondió
colérico Ben-Tovit. ¿No ves lo que sufro?
Pero había en la proposición de su
mujer algo como una promesa vaga de que el dolor de muelas se le aplacaría si
miraba a los bandidos, y se acercó a la barandilla. La
cabeza inclinada a un lado, un ojo cerrado, la mano en la mejilla, miró hacia
abajo.
A lo largo de la estrecha calle
empinada marchaba, en completo desorden, una multitud enorme, levantando gran
polvareda. Se oían gritos, centenares de voces mezcladas. En medio de la
multitud, encorvados bajo el peso de las cruces, avanzaban los condenados. Por
encima de sus cabezas, semejantes a serpientes negras, chasqueaban los látigos
de los soldados romanos. Uno de los condenados -el que tenía largos cabellos
rubios y llevaba las vestiduras rotas y ensangrentadas- tropezó en una piedra
que le habían tirado y cayó.
Redobló sus gritos la multitud, que
parecía un mar agitado cubriendo con sus olas la superficie de un islote.
Ben-Tovit, de repente, sintió tal
dolor, que se estremeció, como si alguien le hubiera horadado la muela con una
aguja. Lanzó un gemido lastimero y se apartó de la barandilla,
encolerizadísimo, importándole un bledo cuanto sucedía en la calle.
-¡Dios mío, cómo gritan! -gruñó,
imaginándose las bocas muy abiertas, con las muelas no atormentadas por el
dolor.
A no ser por el que le hacía ver
las estrellas, hubiera podido gritar como los demás, quizá más fuerte aún. Al
pensar en esto, se hizo más cruel su sufrimiento, y Ben-Tovit empezó a
balancear furiosamente la cabeza y a lanzar gritos.
-Cuentan que curaba a los ciegos
-dijo su mujer, que no se apartaba de la barandilla ni dejaba de mirar abajo.
Y tiró una piedrecita al sitio por
donde pasaba Jesús, que avanzaba lentamente, medio muerto ya a latigazos.
-¡Tonterías! -respondió Ben-Tovit
con acento burlón. ¡Si posee, en efecto, el don de curar, que me cure a mí el
dolor de muelas!
Y tras un corto silencio añadió:
-¡Dios mío, qué polvareda han
levantado! ¡Ni que fueran un rebaño! Debían de echarlos a palos. ¡Llévame
abajo, Sara!
Su mujer tenía razón. El
espectáculo le había distraído un poco, o quizá el estiércol pulverizado le
había aliviado. El caso es que no tardó en dormirse. Cuando se despertó, el
dolor había desaparecido casi por completo; sólo el lado derecho de la
mandíbula parecía ligeramente hinchado; tan ligeramente, que apenas se notaba.
Al menos, así lo aseguraba su mujer. Ben-Tovit, escuchándola, sonreía
maliciosamente; bien sabía que a su mujer, por su bondad de corazón, le gustaba
decir cosas agradables.
Un rato después llegó su vecino, el
peletero Samuel. Ben-Tovit le enseñó su nuevo asno, y, lleno de orgullo,
escuchó los plácemes de Samuel a propósito del cuadrúpedo.
Después, a ruegos de Sara, que era
muy curiosa, se dirigieron los tres al Gólgota, a ver a los crucificados. Por
el camino, Ben-Tovit refirió a Samuel, sin omitir detalles, cómo había tenido
dolor de muelas, cómo sintió al principio la molestia en el lado derecho de la
mandíbula, cómo se había despertado al amanecer, atacado, súbitamente, de un
dolor insoportable. Para dar una idea más exacta de sus sufrimientos, hacía
muecas, cerraba los ojos, balanceaba la cabeza y gemía. Su vecino asentía
compasivamente, acariciando su larga barba blanca, y decía:
-¡Dios mío! ¡Es terrible!
A Ben-Tovit le complacía observar
que Samuel apreciaba toda la intensidad de sus sufrimientos recientes. Refirió
por segunda vez cuanto le había sucedido. Después recordó que hacía ya mucho
tiempo había tenido un dolor de muelas, pero en el lado izquierdo de la
mandíbula inferior.
Así, en conversación animada,
subieron al Gólgota. El sol, condenado a alumbrar el mundo durante aquel día
terrible, se había ya ocultado tras las colinas lejanas. En el firmamento,
hacia el Oeste, llameaba, semejante a un rastro de sangre, una ancha banda
roja. Sobre el fondo del cielo se destacaban vagamente las cruces. Al pie de la
de en medio podían distin-guirse siluetas humanas prosternadas.
La multitud se había ido hacía
tiempo. Comenzaba a sentirse frío.
Después de dirigir una mirada
distraída a los crucificados, Ben-Tovit cogió a Samuel del brazo, y los tres se
encaminaron a la casa.
Ben-Tovit experimentaba un deseo violento de seguir hablando,
y comenzó de nuevo a hablar del dolor que había tenido. Así, charlando,
caminaban Gólgota abajo. Ben-Tovit, animado por las exclamaciones de compasión
que profería de vez en cuando su vecino, daba a su rostro una expresión de
sufrimiento, cerraba los ojos, balanceaba la cabeza, gemía, mientras de las
profundas simas de la montaña y de las llanuras lejanas ascendía la obscura
noche, que parecía deseosa de ocultar al cielo el gran crimen que se acababa de
cometer sobre la tierra.
Los espectros, Madrid, 1919
Traducción de Nicolás Tasín
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