Menéndez
Pelayo. -Historia de las ideas estéticas en España. -Tomo III
(siglo XVIII)
No
todos se dedican en Madrid a salvar el país sin hacer nada. Si hay
tantos ciudadanos que no leen ningún libro, aquí tenemos un joven
que los lee todos.
Son
las doce del día. El comedor está en el piso bajo, casi en la
calle; coches y carros ruedan a pocos pasos con estrépito horrísono,
haciendo temblar los cristales; los revendedores ambulantes gritan
sin freno; los chiquillos alborotan, pregonando periódicos; el ruido
es como si se estuviera en medio de la calle del Arenal. Junto a una
columna de hierro, con la puerta de la calle a un metro de la
espalda, sin sentir el frío que entra por aquella boca abierta
constantemente, Marcelino Menéndez Pelayo almuerza de prisa y
corriendo, y al mismo tiempo lee un libro nuevo, intenso, que él va
cortando con su cuchillo. Entran y salen comisionistas franceses,
italianos y alemanes, principal elemento de esta fonda; algunos
candidatos (no podía menos) a la diputación a Cortes; y en medio de
la confusión y el estrépito, él estudia y medita como pudiera
hacerlo un asceta en la Tebaida. De vez en cuando levanta los ojos,
suspende la lectura y la comida para deglutir un bocado y digerir una
idea; sonríe, pero no es al comisionista inglés que tiene enfrente,
sino a los pensamientos que le bullen a él mismo en el cerebro. Y
así vive Menéndez Pelayo hace diez años; en una fonda de las más
bulliciosas, de tráfico incesante, donde comen bien los que tienen
estómago de comisionista, pero mal los de estómago delicado.
Hace
años el sabio menor de edad parecía enfermizo, por lo menos endeble
y nerviosillo; en efecto, tenía que cuidarse, pasaba malos ratos, no
se sentía bien; pero el estar enfermucho le robaba algún tiempo, y
esto no podía continuar; decidió tener salud completa, y ya la
tiene; está ya más grueso, de mejor color, digiere piedras y
libros, y no le hace daño leer mientras come. Esta salud, necesaria
para sus estudios, la debe Marcelino, más que a los médicos, a su
propia voluntad, que es de hierro.
¿Cómo
este benedictino de levita fue a parar a una fonda en la que tiene
por celda un cuartucho en que penetran todos los ruidos del tráfico
madrileño? ¿Por qué vive años y años como un viajante? No se
sabe. Galdós opina que toda la filosofía de esto es la siguiente:
Llegó Menéndez Pelayo de Santander a la puerta de la Estación del
Norte; oyó que gritaban muchos caballeros con galones en la gorra:
«¡hotel de Rusia! ¡hotel de la Paix! ¡Cuatro Naciones!»... y
Menéndez Pelayo, que venía pensando en la casa romana de Pansa o en
la de Championet, se dejó llevar donde quiso el primero que topó
con él; y desde entonces vive como vive, sin darse cuenta de ello.
Al verse en el portal de la fonda, creyó ver el patio de la casa de
Salustio, y reconoció el lienzo que contiene la pintura mural de
Acteón, y vio las columnas del plateus,
y luego el tablinum
y las fauces
que dejaba atrás... ¡Oh! el lujo, la grandeza y la paz silenciosa
los lleva Marcelino en el alma; y no hay carros de mudanzas,
comisionistas mudables, platos inmutables, ni trajín ni trajineros
que valgan para perturbar su pensamiento tranquilo.
Si
el ruido material y grosero no le altera, tampoco le da jaqueca, ni
menos le atolondra el ir y venir de las ideas modernas, el flujo y
reflujo de la ciencia moderna; y en medio de sus batallas
estrepitosas, vive y medita, aunque algunos que le conocen mal
supongan que es un oscurantista que no sabe nada de los estudios
contemporáneos y que desprecia los descubrimientos del día... No,
por cierto; M. Pelayo lee así lo nuevo como lo antiguo; tiene al
dedillo la estética flamante; sabe lo que piensa la psicología
fisiológica; habla de Spencer y de Haeckel, porque los ha leído...
pero como tiene pensamiento propio, como es un talento original y
fuerte, tampoco turban el orden de sus ideas estos otros ruidos de la
calle, estas entradas y salidas de franceses, ingleses y alemanes.
Fácil
es conquistar a uno de esos muchachos aplicados, espíritus
incoloros, ánimos de cera que han nacido para ser sectarios, para
repetir ideas o frases; pero Menéndez Pelayo lleva en el alma todas
las raíces del espíritu español... Las hojas y las flores en el
aire, en el ambiente, recibiendo el impulso de todos los vientos, la
luz de todo el cielo; pero las raíces alimentándose del jugo de su
tierra...
Yo
lo confieso; cuando volvía de la calle días atrás y encontraba a
Marcelino en el comedor de la fonda, desafiando las pulmonías que se
colaban por aquellas fauces
de
la puerta abierta, cogía su mano amiga como un náufrago una tabla.
Fuera dejaba yo la marejada de ideas fugaces, de convicciones
efímeras, confusas, contradictorias, insípidas o deletéreas,
vaivén inconsciente que la moda y otras influencias irracionales
traen y llevan por los espíritus débiles de tantos y tantos que se
creen libre-pensadores, cuando no son más que fonógrafos que
repiten palabras de que no tienen verdadera conciencia.
Dejaba
fuera también ese empirismo antipático que cree nacer de una
filosofía y nace de la viciosa vida corriente, sensual y
superficial, en la que no hay una emoción grande en muchos meses, ni
un rasgo de abnegación en muchos años, ni una lágrima de amor en
toda la vida; dejaba fuera la envidia jactanciosa, la ignorancia
dogmática... Y aquel espíritu noble y bien educado, clásicamente
cristiano, cristianamente artístico, era como un asilo para quien,
como yo, flaco de memoria, de voluntad y entendimiento, tiene, por
tener algo bueno, un entusiasmo histórico, tembloroso, por la virtud
y la belleza, por la verdad y la energía, entusiasmo que unas veces
se manifiesta con alabanzas del ingenio y de la fuerza, y otras con
reírme a carcajadas, que algunos toman por insultos, de la necedad
vanidosa, de la impotencia gárrula y desfachatada, de la envidia
mañosa y dañina...
En
Menéndez Pelayo lo primero no es la erudición, con ser ésta
asombrosa; vale en él más todavía el buen gusto, el criterio
fuerte y seguro y más amplio cada día, y siempre más de lo que
piensan muchos. Marcelino no se parece a ningún joven de su
generación; no se parece a los que brillan en las filas liberales,
porque respeta y ama cosas distintas; no se parece a los que siguen
el lábaro católico, porque es superior a todos ellos con mucho, y
es católico de otra manera y por otras causas. Hay en sus facultades
un equilibrio de tal belleza que encanta el trato de este sabio, cuyo
corazón nada ha perdido de la frescura entre el polvo de las
bibliotecas: Menéndez va a los manuscritos no a descubrir motivos
para la vanidad del bibliógrafo, sino a resucitar hombres y edades;
en todo códice hay para él un palimpsesto, cuyos caracteres
borrados renueva él con los reactivos de una imaginación poderosa y
de un juicio perspicaz y seguro. Tiene, como decía Valera,
extraordinaria facilidad y felicidad para descubrir monumentos: es
sagaz y es afortunado en esta tarea, que no es de ratones cuando los
eruditos no son topos.
Antes
de comenzar su obra magna, la Historia
de la literatura española,
que tomará en el reinado de los Reyes Católicos, donde la dejó
Amador de los Ríos, sin perjuicio de volver a los siglos anteriores,
si la vida le dura bastante; antes digo, de emprender semejante
empeño formidable, por vía de Introducción, escribe Menéndez su
Historia
de las ideas estéticas en España.
El
último tomo publicado es el III -volumen primero- que comprende
parte del siglo XVIII y comienza por una Introducción que es
maravilloso resumen de la Filosofía Estética, según fue en Europa
en el pasado siglo. No creo que se haya escrito en castellano acerca
de esta materia con la originalidad y fuerza de Menéndez, trabajo
alguno. Con relación al mismo tiempo, y refiriéndose a veces a
algunos de los escritores de que habla Marcelino, ha publicado ha
poco el señor Castelar excelentes, luminosísimos estudios, pero
tratando no de estética sino de ideas religiosas, y también con
criterio propio, juzgando a los extranjeros por su cuenta. Como estas
dos obras no aparecen aquí generalmente: hasta para juzgar a los
extraños solemos copiar a los extraños. Aquí se ha insultado mucho
a Voltaire, por ejemplo, traduciendo los odios de sus enemigos
personales; aún hoy, hombres tan serios como el señor Cánovas han
insultado a Zola sin leerlo, vertiendo
al
español la bilis de los críticos a quien Zola hubiera despreciado.
Por esos estudios de primera mano, independientes de verdad, como el
que ha hecho Marcelino de hombres como el P. André, Diderot,
Voltaire, Baumgartem, Winkelmann, Lessing y Kant en cuanto estéticos,
merecen doble aplauso, por esta condición rara de la originalidad y
por su valor intrínseco.
Sí,
dígase alto, para que lo oigan todos; Menéndez Pelayo comprende y
siente lo moderno con la misma perspicacia y grandeza que la
antigüedad y la Edad Media; su espíritu es digno hermano de los
grandes críticos y de los grandes historiadores modernos, él sabe
hacer lo que hacen los Sainte-Beuve y los Planche, y resucita tiempos
como los resucitan los Mommsen y los Duncker, los Taine y los
Thierry, los Macaulay y los Thaylor.
Es
posible que le quede a Marcelino algo del Tostado y del Brocense,
pero es seguro que en la visión del arte arqueológico, de la
historia plástica, llega cerca de Flaubert, el que vio en suelos a
Cartago y la catástrofe heroica de las Termópilas. A pesar de todo,
los periódicos no han hablado de este trabajo asombroso de nuestro
gran crítico... Otra cosa será que el día de mañana muchos
escritores al minuto se den aires de sabios, copiando
atropellada-mente el caudal de datos perfectamente escogidos, que
reunió el profesor de la Central con tan copiosos sudores.
Porque
Menéndez lee todo, absolutamente todo lo que dice haber leído. ¡Es
esto más pasmoso que toda su erudición y todo su talento! A
Marcelino no se atrevería Quintana a decirle, como al P. Sarmiento,
si mal no recuerdo, que no había leído todo el Bernardo.
Actualmente el huésped del hotel de las Cuatro Naciones está
leyendo una por una todas, absolutamente todas las comedias de Lope
de Vega.
Y
a este hombre le queda tiempo para comer todos los días fuera de
casa.
¿Cómo
puede ser esto? ¿Cuándo lee tanto Marcelino? Que estudia mientras
come, ya lo sabemos; pero esto no basta. El problema no tiene
solución si no admitimos también que lee mientras duerme.
Sí,
lee mientras duerme, así como tantos y tantos lectores, y algunos
críticos, duermen mientras leen.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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