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viernes, 23 de mayo de 2014

Doña berta - Cap. VII

Una mañana se levantó Sabelona de su casto lecho, se asomó a una ventana de la cocina, miró al cielo, con una mano puesta delante delos ojos a guisa de pantalla, y con gesto avinagrado y voz más agria todavía, exclamó, hablando a solas, contra su costumbre:
«¡Bonito día de viaje!» Y en seguida pensó, pero sin decirlo: «¡El último día!» Encendió el fuego, barrió un poco, fue a buscar agua fresca, se hizo su café, después el chocolate del ama; y como si allí no fuera a suceder nada extraordinario, dio los golpes de ordenanza a la puerta de la alcoba de doña Berta, modo usual de indicarle que el desayuno la esperaba; y ella, Sabel, como si no se acabara todo aquella misma mañana, como si lo que iba a pasar dentro de una hora no fuese para ella una especie de fin del mundo, se entregó a la rutinaria marcha de sus faenas domésticas, inútiles en gran parte esta vez, puesto que aquella noche ya no dormiría nadie en Posadorio.
Mientras ella fregaba un cangilón,* por el postigo de la huerta, que estaba al nivel de la cocina, entró el gato, cubierto de rocío, con la cierza* de aquella mañana plomiza y húmeda pegada al cuerpo blanco y reluciente. Sabel le miró con cariño, envidia y lástima.
Y se dijo: «¡Pobre animal! no sabe lo que le espera.» El gato positivamente no había hecho ningún preparativo de viaje; aquella vida que llevaba, para él desde tiempo inmemorial, seguramente le parecía eterna. La posibilidad de una mudanza no entraba en su metafísica. Se puso a lamer platos de la cena de la víspera, como hubiera hecho en su caso un buen epicurista.*
Doña Berta entró silenciosa; vio el chocolate sobre la masera,* y allí, como siempre, se puso a tomarlo. Los preparativos de la marcha estaban hechos, hasta el último pormenor, desde muchos días atrás. No había más que marchar, y, antes, despedirse. Ama y criada apenas hablaron en aquella última escena de su vida común. Pasó una hora, y llegó don Casto Pumariega, que se había encargado de todo con una amabilidad que nadie tenía valor para agradecerle. Él llevaría a doña Berta hasta la misma estación, la más próxima de Zaornín, facturaría el equipaje, la metería a ella en un coche de segunda (no había querido doña Berta primera, por ahorrar) y vamos andando. En Madrid la esperaba el dueño de una casa de pupilos barata. Le había escrito don Casto, para que le agradeciese el favor de enviarle un huésped. Allí paraba él cuando iba a Madrid, y eso que era tan rico.
Con don Casto se presentó en la cocina el mozo a quien había alquilado Pumariega un borrico en que había de montar doña Berta para llegar a la estación, a dos leguas de Posadorio. Ama y criada, que habían callado tanto, que hasta parecían hostiles una a otra aquella mañana, como si mutuamente se acusaran en silencio de aquella separación, en presencia de los que venían a buscarla sintieron una infinita ternura y gran desfallecimiento;* rompieron a llorar, y lloraron largo rato abrazadas.
El gato dejó de lamer platos y las miraba pasmado.
Aquello era nuevo en aquella casa donde el cariño no tenía expresión. Todos se querían, pero no se acariciaban. A él mismo se le daba muy buena vida, pero nada de besos ni halagos. Por si acaso se acercó a las faldas de sus viejas y puso mala cara al señor Pumariega.
Doña Berta pidió un momento a don Casto, y salió por el postigo de la huerta. Subió el repecho,* llegó a lo más alto, y desde allí contempló sus dominios. La espesura se movía blandamente, reluciendo con la humedad, y parecía quejarse en voz baja. Chillaban algunos gorriones. Doña Berta no tuvo ni el consuelo de poetizar la solemne escena de despedida. La Naturaleza ante su imaginación apagada y preocupada no tuvo esa piedad de personalizarse que tanto alivio suele dar a los soñadores melancólicos. Ni el Aren, ni la llosa, ni el bosque, ni el palacio le dijeron nada. Ellos se quedaban allí, indolentes, sin recuerdos de la ausencia; su egoísmo era el mismo de Sabel, aunque más franco: el que el gato hubiera mostrado si hubiesen consultado su voluntad respecto del viaje. No importaba. Doña Berta no se sentía amada por sus tierras, pero en cambio ella las amaba infinito. Sí, sí. En el mundo no se quiere sólo a los hombres, se quiere a las cosas. El Aren, la llosa, la huerta, Posadorio, eran algo de su alma, por sí mismos, sin necesidad de reunirlos a recuerdos de amores humanos. A la Naturaleza hay que saber amarla como los amantes verdaderos aman, a pesar del desdén. Adorar el ídolo, adorar la piedra, lo que no siente ni puede corresponder, es la adoración suprema. El mejor creyente es el que sigue postrado ante el ara* sin dios. Chillaban los gorriones. Parecían decir: «A nosotros, ¿qué nos cuenta usted? Usted se va, nosotros nos quedamos; usted es loca, nosotros no; usted va a buscar el retrato de su hijo... que no está usted segura de que sea su hijo. Vaya con Dios.» Pero doña Berta perdonaba a los pájaros, al fin chiquillos, y hasta al mismo Aren verde, que, más cruel aún, callaba. El bosque se quejaba, ése sí; pero poco, como un niño que, cansado de llorar, convierte en ritmo su queja y se divierte con su pena; y doña Berta llegó a notar, con la clarividencia* de los instantes supremos ante la Naturaleza, llegó a notar que el bosque no se quejaba porque ella se iba; siempre se quejaba así; aquel frío de la mañana plomiza y húmeda era una de las mil formas del hastío* que tantas veces se puede leer en la Naturaleza. El bosque se quejaba, como siempre, de ese aburrimiento de cuanto vive pegado a la tierra y de cuanto rueda por el espacio en el mundo, sujeto a la gravedad como a una cadena. Todas las cosas que veía se la aparecieron entonces a ella como presidiarios que se lamentan de sus prisiones y, sin embargo, aman su presidio. Ella, como era libre, podía romper la cadena, y la había roto... pero agarrada a la cadena se le quedaba la mitad del alma.
«¡Adiós, adiós!», se decía doña Berta, queriendo bajar aprisa; y no se movía. En su corazón había el dolor de muchas generaciones de Rondaliegos que se despedían de su tierra. El padre, los hermanos, los abuelos..., todos allí, en su pecho y en su garganta, ahogándose de pena con ella...
-Pero, doña Berta, ¡que vamos a perder el tren! -gritó allá abajo Pumariega; y a ella le sonó como si dijese: «Que va usted a perder la horca.»
En el patio estaban ya don Casto y el espolique;* el verdugo y su ayudante, y también el burro en que doña Berta había de montar para ir al palo.*
El gato iba en una cesta.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. VIII

Amanecía, y la nieve que caía a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del andar del gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas de armiño, que ya habían borrado desde horas atrás las huellas de los transeúntes trasnochadores. Todas las puertas estaban cerradas. Sólo había una entreabierta, la del Principal; una mesa con buñuelos, que alguien había intentado sacar al aire libre, la habían retirado al portal de Gobernación. Doña Berta, que contemplaba el espectáculo desde una esquina de la calle del Carmen, no comprendía por qué dejaban freír buñuelos, o, por lo menos, venderlos en el portal del Ministerio; pero ello era que por allí había desaparecido la mesa, y tras ella dos guardias y uno que parecía de telégrafos. Y quedó la plaza sola; solas doña Berta y la nieve. Estaba inmóvil la vieja; los pies, calzados con chanclos,* hundidos en la blandura; el paraguas abierto, cual forrado de tela blanca. «Como allá, pensaba, así estará el Aren.» Iba a misa de alba. La iglesia era su refugio; sólo allí encontraba algo que se pareciese a lo de allá. Sólo se sentía unida a sus semejantes de la corte por el vínculo religioso. «Al fin, se decía, todos católicos, todos hermanos.» Y esta reflexión le quitaba algo del miedo que le inspiraban todos los desconocidos, más que uno a uno, considerados en conjunto, como multitud, como gente. La misa era como la que ella oía en Zaornín, en la hijuela* de Pie de loro. El cura decía lo mismo y hacia lo mismo. Siempre era un consuelo. El oír todos los días misa era por esto; pero el madrugar tanto era por otra cosa. Contemplar a Madrid desierto la reconciliaba un poco con él. Las calles le parecían menos enemigas, más semejantes a las callejas; los árboles más semejantes a los árboles de verdad. Había querido pasear por las afueras... ¡pero estaban tan lejos! ¡Las piernas suyas eran tan flacas, y los coches tan caros y tan peligrosos!... Por fin, una, dos veces llegó a los límites de aquel caserío que se le antojaba inacabable... ; pero renunció a tales descubrimientos, porque el campo no era campo, era un desierto; ¡todo pardo! ¡todo seco! Se le apretaba el corazón, y se tenía una lástima infinita. «¡Yo debía haberme muerto sin ver esto, sin saber que había esta desolación en el mundo; para una pobre vieja de Susacasa, aquel rincón de la verde alegría, es demasiada pena estar tan lejos del verdadero mundo, de la verdadera tierra, y estar separada de la frescura, de la hierba, de las ramas, por estas leguas y leguas de piedra y polvo.» Mirando las tristes lontananzas, sentía la impresión de mascar polvo y manosear tierra seca, y se le crispaban* las manos. Se sentía tan extraña a todo lo que la rodeaba, que a veces, en mitad del arroyo, tenía que contenerse para no pedir socorro, para no pedir que por caridad la llevasen a su Posadorio. A pesar de tales tristezas, andaba por la calle sonriendo, sonriendo de miedo a la multitud, de quien era cortesana, a la que quería halagar, adular, para que no le hiciesen daño. Dejaba la acera a todos. Como era sorda, quería adivinar con la mirada si los transeúntes* con quienes tropezaba le decían algo; y por eso sonreía, y saludaba con cabezadas expresivas, y murmuraba excusas. La multitud debía de simpatizar con la pobre anciana, pulcra,* vivaracha,* vestida de seda de color de tabaco; muchos le sonreían también, le dejaban el paso franco; nadie la había robado ni pretendido estafar. Con todo, ella no perdía el miedo, y no se sospecharía, al verla detenerse y santiguarse antes de salir del portal de su casa, que en aquella anciana era un heroísmo cada día el echarse a la calle.
Temía a la multitud..., pero sobre todo temía el ser atropellada, pisada, triturada* por caballos, por ruedas. Cada coche, cada carro, era una fiera suelta que se le echaba encima. Se arrojaba a atravesar la Puerta del Sol como una mártir cristiana podía entrar en la arena del circo. El tranvía le parecía un monstruo cauteloso, una serpiente insidiosa. La guillotina se la figuraba como una cosa semejante a las ruedas escondidas resbalando como una cuchilla sobre las dos líneas de hierro. El rumor de ruedas, pasos, campanas, silbatos y trompetas llegaba a su cerebro confuso, formidable, en su misteriosa penumbra del sonido. Cuando el tranvía llegaba por detrás y ella advertía su proximidad por señales que eran casi adivinaciones, por una especie de reflejo del peligro próximo en los demás transeúntes, por un temblor suyo, por el indeciso rumor, se apartaba doña Berta con ligereza nerviosa, que parecía imposible en una anciana; dejaba paso a la fiera, volviéndole la cara, y también sonreía al tranvía, y hasta le hacía una involuntaria reverencia; pura adulación, porque en el fondo del alma los aborrecía, sobre todo por traidor y alevoso.* ¡Cómo se echaba encima!
¡Qué bárbara y refinada crueldad!... Muchos transeúntes la habían salvado de graves peligros, sacándola de entre los pies de los caballos o las ruedas de los coches; la cogían en brazos, le daban empujones por librarla de un atropello... ¡Qué agradecimiento el suyo! ¡Cómo se volvía hacia su salvador deshaciéndose en gestos y palabras de elogio y reconocimiento! «Le debo a usted la vida. Caballero, si yo pudiera algo... Soy sorda, muy sorda, perdone usted... pero todo lo que yo pudiera...» Y la dejaban con la palabra en la boca aquellas providencias de paso. « ¡Por qué tendré yo tanto miedo a la gente, si hay tantas personas buenas que la sacan a una de las garras de la muerte?» No la extrañaría que la muchedumbre indiferente la dejase pisotear* por un caballo, partir en dos por una rueda, sin tenderle una mano, sin darle una voz de aviso. ¿Qué tenía ella que ver con todos aquellos desconocidos? ¿Qué importaba ella en el mundo, fuera de Zaornín, mejor, de Susacasa? Por eso agradecía tanto que se le ayudase a huir de un coche, del tranvía... También ella quería servir al prójimo. La vida de la calle era, en su sentir, como una batalla de todos los días, en que entraban descuidados, valerosos,* todos los habitantes de Madrid: la batalla de los choques, de los atropellos; pues en esa jornada de peligros sin fin, quería ella también ayudar a sus semejantes, que al fin lo eran, aunque tan extraños, tan desconocidos. Y siempre caminaba ojo avizor,* supliendo el oído con la vista, con la atención preocupada con sus pasos y los de los demás. En cada bocacalle,* en cada paso de adoquines, en cada plaza había un tiroteo, así se lo figuraba, de coches y caballos, los mayores peligros; y al llegar a estos tremendos trances* de cruzar la vía pública, redoblaba su atención, y, con miedo y todo, pensaba en los demás como en sí misma; y grande era su satisfacción cuando podía salvar de un percance de aquellos a un niño, a un anciano, a una pobre vieja, como ella; a quienquiera que fuese. Un día, a la hora de mayor circulación, vio desde la acera del Imperial* a un borracho que atravesaba la Puerta del Sol, haciendo grandes eses, con mil circunloquios y perífrasis de los pies; y en tanto, tranvías, ripperts* y simones*, ómnibus y carros, y caballos y mozos de cordel cargados iban y venían, como saetas que se cruzan en el aire... Y el borracho sereno, a fuerza de no estarlo, tranquilo, caminaba agotando el tratado más completo de curvas, imitando toda clase de órbitas y eclípticas,* sin soñar siquiera con el peligro, con aquel fuego graneado de muertes seguras que iba atravesando con sus traspiés. Doña Berta le veía avanzar, retroceder, librar por milagro de cada tropiezo, perseguido en vano por los gritos desdeñosos de los cocheros y jinetes...; y ella, con las manos unidas por las palmas, rezaba a Dios por aquel hombre desde la acera, como hubiera podido desde la costa orar por la vida de un náufrago que se ahogara a su vista.
Y no respiró hasta que vio al de la mona en el puerto seguro de los brazos de un polizonte,* que se lo llevaba no sabía ella adónde. ¡La Providencia, el Ángel de la Guarda velaba, sin duda alguna, por la suerte y los malos pasos de los borrachos de la corte!
Aquella preocupación constante del ruido, del tránsito, de los choques y los atropellos,* había llegado a ser una obsesión, una manía, la inmediata impresión material constante, repetida sin cesar, que la apartaba, a pesar suyo, de sus grandes pensamientos, de su vida atormentada de pretendiente. Sí, tenía que confesarlo; pensaba mucho más en los peligros de las masas de gente, de los coches y tranvías, que en su pleito, en su descomunal combate con aquellos ricachones* que se oponían a que ella lograse el anhelo que la había arrastrado hasta Madrid. Sin saber cómo ni por qué, desde que se había visto fuera de Posadorio, sus ideas y su corazón habían padecido un trastorno; pensaba y sentía con más egoísmo; se tenía mucha lástima a sí misma, y se acordaba con horror de la muerte. ¡Qué horrible debía de ser irse nada menos que a otro mundo, cuando ya era tan gran tormento, dar unos pasos fuera de Susacasa, por esta misma tierra, que, lo que es parecer, ya parecía otra! Desde que se había metido en el tren, le había acometido un ansia loca de volverse atrás, de apearse, de echar a correr en busca de los suyos, que eran Sabelona y los árboles, y el prado y el palacio..., todo aquello que dejaba tan lejos. Perdió la noción de las distancias, y se le antojó que había recorrido espacios infinitos; no creía posible que se pudiera desandar lo andado en menos de siglos... ¡Y qué dolor de cabeza! ¡Y que fugitiva le parecía la existencia de todos los demás, de todos aquellos desconocidos sin historia, tan indiferentes, que entraban y salían en el coche de segunda en que iba ella, que le pedían billetes, que le ofrecían servicios, que la llevaban en un cochecillo a una posada! ¡Estaba perdida, perdida en el gran mundo, en el infinito universo, en un universo poblado de fantasmas! Se le figuraba que habiendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; la vida de este, del otro, no importaba nada; y así debían de pensar las demás gentes, a juzgar por la indiferencia con que se veían, se hablaban y se separaban para siempre. Aquel teje maneje* de la vida; aquella confusión de las gentes, se le antojaba* como los enjambres de mosquitos de que ella huía en el bosque y junto al río en verano. 
-Pasó algunos días en Madrid sin pensar en moverse, sin imaginar que fuera posible empezar de algún modo sus diligencias para averiguar lo que necesitaba saber, lo que la llevaba a la corte. Positivamente había sido una locura. Por lo pronto, pensaba en sí misma, en no morirse de aseo en la mesa, de tristeza en su cuarto interior con vistas a un callejón sucio que llamaban patio, de frío en la cama estrecha, sórdida, dura, miserable. Cayó enferma. Ocho días de cama le dieron cierto valor; se levantó algo más dispuesta a orientarse en aquel infierno que no había sospechado que existiera en este mundo. El ama de la posada llegó a ser una amiga; tenía ciertos visos* de caritativa; la miseria no la dejaba serlo por completo. Doña Berta empezó a preguntar, a inquirir .. ; salió de casa. Y entonces fue cuando empezó la fiebre del peligro de la calle. Esta fiebre no había de pasar como la otra. Pero en fin, entre sus terrores, entre sus batallas, llegó a averiguar algo; que el cuadro que buscaba yacía depositado en un caserón cerrado al público, donde le tenía el Gobierno hasta que se decidiera si se quedaba con él un ministro o se lo llevaba un señorón americano para su palacio de Madrid primero, y después tal vez para su palacio de La Habana. Todo esto sabía, pero no el precio del cuadro, que no había podido ver todavía. Y en esto andaba; en los pasos de sus pretensiones para verlo.

Aquella mañana fría, de nieve, era la de un día que iba a ser solemne para doña Berta; le habían ofrecido, por influencia de un compañero de pupilaje, que se le dejaría ver, por favor, el cuadro famoso, que ya no estaba expuesto al público, sino tendido en el suelo, para empaquetarlo, en una sala fría y desierta, allá en las afueras. ¡Pícara casualidad! O aquel día, o tal vez nunca. Había que atravesar mucha nieve... No importaba. Tomaría un simón,* por extraordinario, si era que los dejaban circular aquel día. ¡Iba a ver a su hijo! Para estar bien preparada, para ganar la voluntad divina a fin de que todo le saliera bien en sus atrevidas pretensiones, primero iba a la iglesia, a misa de alba. La Puerta del Sol, nevada, solitaria, silenciosa, era de buen agüero.* «Así estará allá. ¡Qué limpia sábana! ¡qué blancura sin mancha! Nada de caminitos, nada de sendas de barro y escarcha, nada de huellas... Se parece a la nieve del Aren, que nadie pisa»

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. IX

En la iglesia, oscura, fría, solitaria, ocupó un rincón que ya tenía por suyo. Las luces del altar y de las lámparas le llevaban un calorcillo familiar, de hogar querido, al fondo del alma. Los murmullos del latín del cura, mezclados con toses del asma, le sonaban a gloria, a cosa de allá. Las imágenes de los altares, que se perdían vagamente en la penumbra, hablaban con su silencio de la solidaridad del cielo y la tierra, de la constancia de la fe, de la unidad del mundo, que era la idea que perdía doña Berta (sin darse cuenta de ello, es claro) en sus horas de miedo, decaimiento, desesperación. Salió de la iglesia animada, valiente, dispuesta a luchar por su causa. A buscar al hijo... y a los acreedores del hijo.
Llegó la hora, después de almorzar mal, de prisa y sin apetito; salió sola con su tarjeta de recomendación, tomó un coche de punto, dio las señas del barracón* lejano, y al oír al cochero blasfemar y ver que vacilaba, como buscando un pretexto para no ir tan lejos, sonriente y persuasiva dijo doña Berta: «¡Por horas!» y a poco, paso tras paso, un triste animal amarillento y escuálido la arrastraba calle arriba. Doña Berta, con su tarjeta en la mano, venció dificultades de portería, y después de andar de sala en sala, muerta de frío, oyendo apagados los golpes secos de muchos martillos que clavaban cajones, llegó a la presencia de un señor gordo, mal vestido, que parecía dirigir aquel estrépito y confusión de la mudanza del arte. Los cuadros se iban, los más ya se habían ido; en las paredes no quedaba casi ninguno. Había que andar con cuidado para no pisar los lienzos que tapizaban el pavimento: ¡los miles de duros que valdría aquella alfombra! Eran los cuadros grandes, algunos ya famosos, los que yacían tendidos sobre la tarima.* El señor gordo leyó la tarjeta de doña Berta, miró a la vieja de hito en hito, y cuando ella le dio a entender sonriendo y señalando a un oído que estaba sorda, puso mala cara; sin duda le parecía un esfuerzo demasiado grande levantar un poco la voz en obsequio de aquel ser tan insignificante, recomendado por un cualquiera de los que se creen amigos y son conocidos, indiferentes.
-¿Conque quiere usted ver el cuadro de Valencia? Pues por poco se queda usted in albis,* abuela. Dentro de media hora ya estará camino de su casa.
-¿Dónde está, dónde está? ¿cuál es? -preguntó ella temblando.
-Ese.
Y el hombre gordo señaló con un dedo una gran sábana de tela gris, como sucia, que tenía a sus pies tendida.
-¡Ese, ese! Pero... ¡Dios mío! ¡No se ve nada!
El otro se encogió de hombros.
-¡No se ve nada!... -repitió doña Berta con terror, implorando compasión con la mirada y el gesto y la voz temblorosa.
-¡Claro! Los lienzos no se han hecho para verlos en el suelo. Pero ¡qué quiere usted que yo le haga! Haber venido antes.
-No tenía recomendación. El público no podía entrar aquí. Estaba cerrado esto...
El hombre gordo y soez volvió a levantar los hombros, y se dirigió a un grupo de obreros para dar órdenes y olvidar la presencia de aquella dama vieja.
Doña Berta se vio sola, completamente sola ante la masa informe de manchas confusas, tristes, que yacía a sus pies.
-¡Y mi hijo está ahí! ¡Es eso..., algo de eso gris, negro, blanco, rojo, azul, todo mezclado, que parece una costra!...
Miró a todos lados como pidiendo socorro.
-¡Ah, es claro! Por mi cara bonita no han de clavarlo de nuevo en la pared... Ni marco tiene...
Cuatro hombres de blusa, sin reparar en la anciana, se acercaron a la tela, y con palabras que doña Berta no podía entender, comenzaron a tratar de la manera mejor de levantar el cuadro y llevarlo a lugar más cómodo para empaquetarlo...
La pobre setentona* los miraba pasmada, queriendo adivinar su propósito... Cuando dos de los mozos se inclinaron para echar mano a la tela, doña Berta dio un grito.
-¡Por Dios, señores! ¡Un momento!... -exclamó agarrándose con dedos que parecían tenazas a la blusa de un joven rubio y de cara alegre. ¡Un momento!... ¡Quiero verle!... ¡Un instante!... ¡Quién sabe si volveré a tenerle delante de mí!
Los cuatro mozos miraron con asombro a la vieja, y soltaron sendas carcajadas.
-Debe de estar loca -dijo uno.
Entonces doña Berta, que no lloraba a menudo, a pesar de tantos motivos, sintió, como un consuelo, dos lágrimas que asomaban a sus ojos. Resbalaron claras, solitarias, solemnes, por sus enjutas* mejillas.
Los obreros las vieron correr, y cesaron de reír.
No debía de estar loca. Otra cosa sería. El rubio risueño la dio a entender que ellos no mandaban allí, que el cuadro aquel no podía verse ya más tiempo, porque mudaba de casa: lo llevaban a la de su dueño, un señor americano muy rico que lo había comprado.
-Sí, ya sé..., por eso..., yo tengo que ver esa figura que hay en el medio...
-¿El capitán?
-Sí, eso es, el capitán. ¡Dios mío!.... Yo he venido de mi pueblo, de mi casa, nada más que por esto, por ver al capitán.... y si se lo llevan, ¿quién me dice a mí que podré entrar en el palacio de ese señorón? Y mientras yo intrigo para que me dejen entrar, ¿quién sabe si se llevarán el cuadro a América?
Los obreros acabaron por encogerse de hombros, como el señor gordo, que había desaparecido de la sala.
-Oigan ustedes -dijo doña Berta; un momento... ¡por caridad! Esta escalera de mano que hay aquí puede servirme... Sí; si ustedes me la acercan un poco... ¡yo no tengo fuerzas!...; si me la acercan aquí, delante de la pintura.... por este lado..., yo... podré subir.... tres, cuatro, cinco travesaños... agarrándome bien... ¡Vaya si podré!.., y desde arriba se verá algo...
-Va usted a matarse, abuela.
-No, señor; allá en la huerta, yo me subía así para coger fruta y tender la ropa blanca... No me caeré, no, ¡Por caridad! Ayúdenme. Desde ahí arriba, volviendo bien la cabeza, debe de verse algo... ¡Por caridad! Ayúdenme.
El mozo rubio tuvo lástima; los otros no. Impacientes, echaron mano a la tela, en tanto que su compañero, con mucha prisa, acercaba la escalera; y mientras la sujetaba por un lado para que no se moviera, daba la mano a doña Berta, que, apresurada y temblorosa, subía con gran trabajo uno a uno aquellos travesaños gastados y resbaladizos. Subió cinco, se agarró con toda la fuerza que tenía a la madera, y, doblando el cuello, contempló el lienzo famoso... que se movía, pues los obreros habían comenzado a levantarlo. Como un fantasma ondulante, como un sueño, vio entre humo, sangre, piedras, tierra, colorines de uniformes, una figura que la miró a ella un instante con ojos de sublime espanto, de heroico terror.. la figura de su capitán, del que ella había encontrado, manchado de sangre también, a la puerta de Posadorio. Sí, era su capitán, mezclado con ella misma, con su hermano mayor; era un Rondaliego injerto en el esposo de su alma: ¡era su hijo! Pero pasó como un relámpago, moviéndose en zigzag, supino* como si le llevaran a enterrar. Iba con los brazos abiertos, una espada en la mano, entre piedras que se desmoronan* y arena, entre cadáveres y bayonetas. No podía fijar la imagen; apenas había visto más que aquella figura que le llenó el alma de repente, tan pálida, ondulante, desvanecida entre otras manchas y figuras... Pero la expresión de aquel rostro, la virtud mágica de aquella mirada, eran fijas, permanecían en el cerebro... Y al mismo tiempo que el cuadro desaparecía, llevado por los operarios, la vista se le nublaba a doña Berta, que perdía el sentido, se desplomaba y venía a caer, deslizándose por la escalera, en los brazos del mozo compasivo que la había ayudado en su ascensión penosa.

Aquello también era un cuadro; parecía, a su manera, un Descendimiento.*

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. X

En el mismo coche que ella había tomado por horas, y la esperaba a la puerta, fue trasladada a su casa doña Berta, que volvió en sí muy pronto, aunque sin fuerzas para andar apenas. Otros dos días de cama. Después la actividad nerviosa, febril, resucitada; nuevas pesquisas, más olfatear recomendaciones para saber dónde vivía el dueño de su capitán y ser admitida en su casa, poder contemplar el cuadro... y abordar la cuestión magna.... la de la compra.
Doña Berta no hablaba a nadie, ni aun a los que la ayudaban a buscar tarjetas de recomendación, de sus pretensiones enormes de adquirir aquella obra maestra. Tenía miedo de que supieran en la posada que era bastante rica para dar miles de duros por una tela, y temía que la robasen su dinero, que llevaba siempre consigo. Jamás había cedido al consejo de ponerlo en un Banco, de depositarlo... No entendía de eso. Podían estafarla;* lo más seguro eran sus propias uñas. Cosidos los billetes a la ropa, al corsé: era lo mejor.
Aislada del mundo (a pesar de corretear* por las calles más céntricas de Madrid) por la sordera y por sus costumbres, en que no entraba la de saber noticias por los periódicos -no los leía, ni creía en ellos, ignoraba todavía un triste suceso, que había de influir de modo decisivo en sus propios asuntos. No lo supo hasta que logró, por fin, penetrar en el palacio de su rival, el dueño del cuadro. Era un señor de su edad, aproximadamente, sano, fuerte, afable, que procuraba hacerse perdonar sus riquezas repartiendo beneficios; socorría a la desgracia, pero sin entenderla; no sentía el dolor ajeno, lo aliviaba; por la lógica llegaba a curar estragos* de la miseria, no por revelaciones de su corazón, completamente ocupado con la propia dicha. Doña Berta le hizo gracia. Opinó, como los mozos aquellos del barracón de los cuadros, que estaba loca. Pero su locura era divertida, inofensiva, interesante. «¡Figúrense ustedes, decía en su tertulia de notabilidades de la banca y de la política, figúrense ustedes que quiere comprarme el último cuadro de Valencia!».* Carcajadas unánimes respondían siempre a estas palabras.
El último cuadro de Valencia se lo había arrancado aquel prócer americano al mismísimo Gobierno a fuerza de dinero y de intrigas diplomáticas. Habían venido hasta recomendaciones del extranjero para que el pobre diablo del ministro de Fomento tuviera que ceder, reconociendo la prioridad del dinero. Además la justicia, la caridad, estaban de parte del fúcar.* Los herederos de Valencia, que eran los hospitales, según su testamento, salían ganando mucho más con que el americano se quedara con la joya artística; pues el Gobierno no había podido pasar de la cantidad fijada como precio al cuadro en vida del pintor, y el ricachón ultramarino pagaba su justo precio en consideración a ser venta póstuma. La cantidad a entregar había triplicado por el accidente de haber muerto el autor del cuadro aquel otoño, allá en Asturias, en un poblachón oscuro de los puertos, a consecuencia de un enfriamiento, de una gran mojadura. En la preferencia dada al más rico había habido algo de irregularidad legal; pero lo justo, en rigor, era que se llevase el cuadro el que había dado más por él.
Doña Berta no supo esto los primeros días que visitó el museo particular del americano. Tardó en conocer y hablar al millonario, que la había dejado entrar en su palacio por una recomendación, sin saber aun quien era, ni sus pretensiones. Los lacayos* dejaban pasar a la vieja, que se limpiaba muy bien los zapatos antes de pisar aquellas alfombras, repartía sonrisas y propinas y se quedaba como en misa, recogida, absorta, contemplando siempre el mismo lienzo, el del pleito, como lo llamaban en la casa.
El cuadro, metido en su marco dorado, fijo en la pared, en aquella estancia lujosa, entre otras muchas maravillas del arte, le parecía otro a doña Berta. Ahora le contemplaba a su placer; leía en las facciones y en la actitud del héroe que moría sobre aquel montón sangriento y glorioso de tierra y cadáveres, en una aureola de fuego y humo; leía todo lo que el pintor había querido expresar; pero... no siempre reconocía a su hijo. Según las luces, según el estado de su propio ánimo, según había comido y bebido, así adivinaba o no en aquel capitán del cuadro famoso al hijo suyo y de su capitán. La primera vez que sintió vacilar su fe, que sintió la duda, tuvo escalofríos,* y le corrió por el espinazo un sudor helado como de muerte.
Si perdía aquella íntima convicción de que el capitán del cuadro era su hijo, ¿qué iba a ser de ella? ¡Cómo entregar toda su fortuna, cómo abismarse en la miseria por adquirir un pedazo de lienzo que no sabía si era o no el sudario de la imagen de su hijo! ¡Cómo consagrarse después a buscar al acreedor o a su familia para pagarles la deuda de aquel héroe, si no era su hijo!
¡Y para dudar, para temer engañarse había entregado a la avaricia y la usura su Posadorio, su verde Aren! ¡Para dudar y temer había ella consentido en venir a Madrid, en arrojarse al infierno de las calles, a la batalla diaria de los coches, caballos y transeúntes!
Repitió sus visitas al palacio del americano, con toda la frecuencia que le consentían. Hubo día de acudir a su puesto, frente al cuadro, por mañana y tarde. Las propinas alentaban* la tolerancia de los criados. En cuanto salía de allí, el anhelo de volver se convertía en fiebre. Cuando dudaba, era cuando más deseaba tomar a su contemplación, para fortalecer su creencia, abismándose como una extática* en aquel rostro, en aquellos ojos a quien quería arrancar la revelación de su secreto. ¿Era o no era su hijo? «Sí, sí», decía unas veces el alma. «Pero, madre ingrata, ¿ni aun ahora me reconoces?», parecían gritar aquellos labios entreabiertos. Y otras veces los labios callaban y el alma de doña Berta decía: «¡Quién sabe, quién sabe! Puede ser casualidad el parecido, casualidad y aprensión. ¿Y si estoy loca? Por lo menos, ¿no puedo estar chocha? Pero ¿y el tener algo de mi capitán y algo mío, de todos los Rondaliegos? ¡Es él... no es él!...»
Se acordó de los santos; de los santos místicos, a quienes también solía tentar el demonio; a quienes olvidaba el Señor de cuando en cuando, para probarlos, dejándolos en la aridez de un desierto espiritual.
Y los santos vencían; y aun oscurecido, nublado el sol de su espíritu... creían y amaban... oraban en la ausencia del Señor, para que volviera.
Doña Berta acabó por sentir la sublime y austera alegría de la fe en la duda. Sacrificarse por lo evidente. ¡Vaya una gloria! ¡vaya un triunfo! La valentía estaba en darlo todo, no por su fe... sino por su duda. En la duda amaba lo que tenía de fe, como las madres aman más y más al hijo cuando está enfermo o cuando se lo roba el pecado. «La fe débil, enferma», llegó a ser a sus ojos más grande que la fe ciega, robusta.
Desde que sintió así, su resolución de mover cielo y tierra para hacer suyo el cuadro fue más firme que nunca.
Y en esta disposición de ánimo estaba, cuando por primera vez encontró al rico americano en el salón de su museo. El primer día no se atrevió a comunicarle su pretensión inaudita.* Ni siquiera a preguntarle el precio de la pintura famosa. A la segunda entrevista, solicitada por ella, le habló solemnemente de su idea, de su ansia infinita de poseer aquel lienzo.
Ella sabía cuánto iba a dar por él, tiempo atrás, el Estado. Su caudal alcanzaba a tal suma, y aún le sobraban miles de pesetas para pagar la deuda de su hijo, si los acreedores aparecían. Doña Berta aguardó anhelante* la respuesta del millonario, sin parar mientes* en el asombro que él mostraba, y que ya tenía ella previsto. Entonces fue cuando supo por qué el pintor amigo no había contestado a la carta que le había enviado por un propio: supo que el compañero de su hijo, el artista insigne y simpático que había cambiado la vida de la última Rondaliego al final de su carrera, aquel aparecido del bosque... había muerto allá en la tierra, en una de aquellas excursiones suyas en busca de lecciones de la Naturaleza.
¡Y el cuadro de su capitán, por causa de aquella muerte, valía ahora tantos miles de duros, que todo Susacasa, aunque fuese tres veces más grande, no bastaría para pagar aquellas pocas varas de tela!
La pobre anciana lloró, apoyada en el hombro del fúcar ultramarino, que era muy llano, y sabía tener todas las apariencias de los hombres caritativos... La buena señora estaba loca, sin duda; pero no por eso su dolor era menos cierto, y menos interesante la aventura. Estuvo amabilísimo con la abuelita; procuró engañarla como a los niños; todo menos, es claro, soltar el cuadro, no ya por lo que ella podía ofrecerle, sino por lo mismo que valía. ¡Estaría bien! ¿Qué diría el Gobierno? Además, aun suponiendo que la buena mujer dispusiera del capital que ofrecía, acceder a sus ruegos era perderla, arruinarla; caso de prodigalidad, de locura. ¡Imposible!
Doña Berta lloró mucho, suplicó mucho, y llegó a comprender que el dueño de su bien único tenía bastante paciencia aguantándola, aunque no tuviera bastante corazón para ablandarse. Sin embargo, ella esperaba que Dios la ayudase con un milagro; se prometió sacar agua de aquella peña, ternura de aquel canto rodado que el millonario llevaba en el pecho. Así, se conformó por lo pronto con que la dejara, mientras el cuadro no fuera trasladado a América, ir a contemplarlo todos los días; y de cuando en cuando también habría de tolerar que le viese a él, al ricachón, y le hablase y le suplicase de rodillas... A todo accedió el hombre, seguro de no dejarse vencer ¡es claro!, porque era absurdo.
Y doña Berta iba y venía, atravesando los peligros de las ruedas de los coches y de los cascos de los caballos; cada vez más aturdida, más débil... y más empeñada en su imposible. Ya era famosa, y por loca reputada en el círculo de las amistades del americano, y muy conocida de los habituales transeúntes de ciertas calles.
Medio Madrid tenía en la cabeza la imagen de aquella viejecilla sonriente, vivaracha, amarillenta, vestida de color de tabaco, con traje de moda atrasadísima, que huía de los ómnibus, que se refugiaba en los portales, y hablaba cariñosa y con mil gestos a la multitud que no se paraba a oírla.

Una tarde, al saber la de Rondaliego que el de La Habana se iba y se llevaba su museo, pálida como nunca, sin llorar, esto a duras penas, con la voz firme al principio, pidió la última conferencia a su verdugo; y a solas, frente a su hijo, testigo mudo, muerto.... le declaró su secreto, aquel secreto que andaba por el mundo en la carta perdida al pintor difunto. Ni por esas. El dueño del cuadro ni se ablandó ni creyó aquella nueva locura. Admitiendo que no fuera todo pura fábula, pura invención de la loca; suponiendo que, en efecto, aquella señora hubiera tenido un hijo natural, ¿cómo podía ella asegurar que tal hijo era el original del supuesto retrato del cuadro? Todo lo que doña Berta pudo conseguir fue que la permitieran asistir al acto solemne y triste de descolgar el cuadro y empaquetarlo para el largo viaje; se la dejaba ir a despedirse para siempre de su capitán, de su presunto hijo. Algo más ofreció el millonario; guardar el secreto, por descontado; pero sin perjuicio de iniciar pesquisas para la identificación del original de aquella figura, en el supuesto de que no fuera pura fábula lo que la anciana refería. Y doña Berta se despidió hasta el día siguiente, el último, relativamente tranquila, no porque se resignase, sino porque todavía esperaba vencer. Sin duda quería Dios probarla mucho, y reservaba para el último instante el milagro. «¡Oh, pero habría milagro!»

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. XI

Y aquella noche soñó doña Berta que de un pueblo remoto, allá en los puertos de su tierra, donde había muerto el pintor amigo, llegaba como por encanto, con las alas del viento, un señor notario, pequeño, pequeñísimo, casi enano, que tenía voz de cigarra y gritaba agitando en la mano un papel amarillento: «¡Eh, señores! deténganse; aquí está el último testamento, el verdadero, el otro no vale; el cuadro de doña Berta no lo deja el autor a los hospitales; se lo regala, como es natural, a la madre de su capitán, de su amigo... Con que recoja usted los cuartos, señor americano el de los millones, y venga el cuadro...; pase a su dueño legítimo doña Berta Rondaliego.»
Despertó temprano, recordó el sueño y se puso de mal humor, porque aquella solución, que hubiera sido muy a propósito para realizar el milagro que esperaba la víspera, ya había que descartarla. ¡Ay! ¡Demasiado sabía ella, por toda la triste experiencia de su vida, que las cosas soñadas no se cumplen!
Salió al comedor a pedir el chocolate, y se encontró allí con un incidente molesto, que era importuno sobre todo, porque haciéndola irritarse, le quitaba aquella unción que necesitaba para ir a dar el último ataque al empedernido Creso* y a ver si había milagro.
Ello era que la pupilera, doña Petronila, le ponía sobre el tapete (el tapete de la mesa del comedor) la cuestión eterna, única que dividía a aquellas dos pacíficas mujeres, la cuestión del gato. No se le podía sufrir, ya se lo tenía dicho; parecía montés; con sus mimos de gato único de dos viejas de edad, con sus costumbres de animal campesino, independiente, terco,* revoltoso y huraño,* salvaje, en suma, no se le podía aguantar. Como no había huerta adonde poder salir, ensuciaba toda la casa, el salón inclusive; rompía vasos y platos, rasgaba sillas, cortinas, alfombras, vestidos; se comía las golosinas y la carne. Había que tomar una medida. O salían de casa el gato y su ama, o esta accedía a una reclusión perpetua del animalucho en lugar seguro, donde no pudiera escaparse. Doña Berta discutió, defendió la libertad de su mejor amigo, pero al fin cedió, porque no quería complicaciones domésticas en día tan solemne para ella. El gato de Sabelona fue encerrado en la guardilla,* en una trastera, prisión segura, porque los hierros del tragaluz tenían red de alambre. Como nadie habitaba por allí cerca, los gritos del prisionero no podían interrumpir el sueño de los vecinos; nadie lo oiría, aunque se volviera tigre para vociferar su derecho al aire libre.
Salió doña Berta de su posada, triste, alicaída, disgustada y contrariada con el incidente del gato y el recuerdo del sueño, que tan bueno hubiera sido para realidad. Era día de fiesta; la circulación a tales horas producía espanto en el ánimo de la Rondaliego. El piso estaba resbaladizo, seco y pulimentado* por la helada... Era temprano; había que hacer tiempo. Entró en la iglesia, oyó dos misas; después fue a una tienda a comprar un collar para el gato, con ánimo de bordarle en él unas iniciales, por si se perdía, para que pudiera ser reconocido... Por fin, llegó la hora. Estaba en la Carrera de San Jerónimo; atravesó la calle; a fuerza de cortesías y codazos discretos, temerosos, se hizo paso entre la multitud que ocupaba la entrada del Imperial. Llegó el trance serio, el de cruzar la calle de Alcalá. Tardó un cuarto de hora en decidirse. Aprovechó una clara, como ella decía, y, levantado un poco el vestido, echó a correr... y sin novedad, entre la multitud que se la tragaba como una ola, arribó a la calle de la Montera, y la subió despacio, porque se fatigaba. Se sentía más cansada que nunca. Era la debilidad acaso; el chocolate se le había atragantado con la riña del gato. Atravesó la red de San Luis, pensando: «Debía haber cruzado por abajo, por donde la calle es más estrecha.» Entró en la calle de Fuencarral, que era de las que más temía; allí los raíles del tranvía le parecían navajas de afeitar al ras de sus carnes: ¡iban tan pegados a la acera! Al pasar frente a un caserón antiguo que hay al comenzar la calle, se olvidó por un momento, contra su costumbre, del peligro y de sus cuidados para no ser atropellada; y pensó: «Ahí creo que vive el señor Cánovas....* Ese podía hacerme el milagro. Darme... una Real orden... yo no sé... en fin, un vale para que el señor americano tuviera que venderme el cuadro a la fuerza... Dicen que este don Antonio manda tanto... ¡Dios mío! el mandar mucho debía servir para esto, para mandar las cosas justas que no están en las leyes.» Mientras meditaba así, había dado algunos pasos sin sentir por dónde iba. En aquel momento oyó un ruido confuso como de voces, vio manos tendidas hacia ella, sintió un golpe en la espalda... que la pisaban el vestido... «El tranvía», pensó. Ya era tarde. Sí, era el tranvía. Un caballo la derribó, la pisó; una rueda le pasó por medio del cuerpo. El vehículo se detuvo antes de dejar atrás a su víctima. Hubo que sacarla con gran cuidado de entre las ruedas. Ya parecía muerta. No tardó diez minutos en estarlo de veras. No habló, ni suspiró, ni nada. Estuvo algunos minutos depositada sobre la acera, hasta que llegara la autoridad. La multitud, en corro, contemplaba el cadáver. Algunos reconocieron a la abuelita que tanto iba y venía y que sonreía a todo el mundo. Un periodista, joven y risueño, vivaracho, se quedó triste de repente, recordando, y lo dijo al concurso, que aquella pobre anciana le había librado a él de una cogida por el estilo en la calle Mayor, junto a los Consejos. No repugnaba ni horrorizaba el cadáver. Doña Berta parecía dormida, porque cuando dormía parecía muerta. De color de marfil amarillento el rostro; el pelo, de ceniza, en ondas; lo demás, botinas inclusive, todo tabaco. No había más que una mancha roja, un reguerillo de sangre que salía por la comisura de los labios blanquecinos y estrechos. En el público había más simpatía que lástima. De una manera o de otra, aquella mujercilla endeble no podía durar mucho; tenía que descomponerse pronto. En pocos minutos se borró la huella de aquel dolor; se restableció el tránsito, desapareció el cadáver, desapareció el tranvía, y el siniestro pasó de la calle al Juzgado y a los periódicos. Así acabó la última Rondaliego, doña Berta la de Posadorio.
En la calle de Tetuán, en un rincón de una trastera, en un desván, quedaba un gato, que no tenía otro nombre, que había sido feliz en Susacasa, cazador de ratones campesinos, gran botánico, amigo de las mariposas y de las siestas dormidas a la sombra de árboles seculares. Olvidado por el mundo entero, muerta su ama, el gato vivió muchos días tirándose a las paredes, y al cabo pereció como un Ugolino*, pero sin un mal hueso que roer siquiera; sintiendo los ratones en las soledades de los desvanes próximos, pero sin poder aliviar el hambre con una sola presa. Primero, furioso, rabiando, bufaba, saltaba, arañaba y mordía puertas y paredes y el hierro de la reja. Después, con la resignación última de la debilidad suprema, se dejó caer en un rincón, y murió tal vez soñando con las mariposas que no podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por abril de fresca hierba y deleitable sombra en sus lindes, a la margen del arroyo que llamaban el río los señores de Susacasa


1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. XII vocabulario util

-A fuer de (expr.): como.
-A solapo (expr.): solapadamente, en secreto.
-Ademán (sus. m.): movimiento del cuerpo, particularmente de la cabeza o las manos, que revela una actitud..
-Agareno (sus. m.): musulmán, mahometano.
-Agripa: Marco Vipsanio Agripa (63-12 a.C.), militar romano que sometió al pueblo cántabro en el norte de la península ibérica.
-Agüero (sus. m.): presagio.
-Al rape (expr. adv.): De manera que lo que se deja no sobresalga nada.
-Alentar (v.): animar.
-Alevoso (adj.): traicionero.
-Alfilerazo (sus. m.): pinchazo dado con un alfiler; en este caso, censura, queja, ataque.
-Anhelante (adj.): con deseo vehemente.
-Antojársele (v.): imaginar (en este caso).
-Apelmazado (par. p.): aplastado.
-Ara (sus. f.): altar
-Arrojar (se): echar(se), tirar(se).
-Ascetismo (sus. m.): vida y práctica de un asceta, persona que se dedica en la soledad y haciendo vida de sacrificio y privaciones a la meditación.
-Asidero (sus. m.): del verbo asir; agarradero, apéndice, sitio o dispositivo que tiene una cosa para que se pueda coger fácilmente; (fig.) pretexto, excusa, justificación.
-Atropello (sus. m.): accidente en que un coche atropella (arrolla, coge, pilla) a alguien.
-Augusto: Cayo Julio César Octavio Augusto (63 a.C. - 14 d.C.), emperador romano que combatió colaboró en la represión de los cántabros y astures, dos pueblos que vivían en el norte de la península.
-Aureola (sus. f.): corona circular; círculo luminoso que se imagina circundando la cabeza de figuras sagradas.
-Azotea (sus. f.): solar; terraza.
-Bargueño humano: el bargueño es un mueble de madera usado como escritorio en los siglos XVI y XVII. Aquí tiene el sentido de algo añejo, humano.
-Barracón (sus. m.): aumentativo de «barraca», aplicado particularmente a las casetas de feria o a las de un campamento.
-Bártulo (sus. m.): cacharro, chirimbolo, chisme, trasto; nombre aplicado despectiva o humorísticamente a cosas heterogéneas que se manejan para algo, que están en un sitio, que constituyen la propiedad de alguien, etc.
-Blasón (sus. m.): escudo de armas de una familia de cierto linaje.
-Bocacalle (sus. m.): donde una calle afluye a otra.
-Buril (sus. m.): punzón (instrumento puntiagudo) con que trabajan los grabadores.
-Calcaño (sus. m.): la parte inferior del talón; talón: la parte posterior del pie.
-Cangilón: cántaro, recipiente para líquidos.
-Cánovas: Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897); político e historiador español. Jefe del partido conservador que se turnó en el poder con el partido liberal de Sagasta durante el reinado de Alfonso XII.
-Cantar al bronce: sonar los cañones, iniciando la batalla.
-Carbayeda o carvayeda: robledo (en Asturias), de carvallo (carvayo), roble.
-Carlistas: partidarios de Carlos María Isidro, hermano del rey Fernando VII, como pretendiente al trono, frente a la hija del monarca, Isabel II. Los carlistas defendían una política absolutista. Los liberales, en un principio, se abanderaron de la causa de Isabel II.
-Casero (sus. m.): en este caso, persona que cuida una casa, generalmente de campo.
-Caudal (sus. m.): conjunto de su dinero.
-Cerciorar (v.): convencer.
-Chanclo (sus. m.): zueco, zapato de madera.
-Cierza (sus. f.): cierzo, viento frío que sopla del norte.
-Clarividencia (sus. f.): capacidad del clarividente, de una persona prevé o percibe algo que para otros pasa inadvertido.
-Colada (sus. f.): lavado de ropa.
-Colunguesa: de Colunga, municipio de Asturias, en Oviedo.
-Concupiscencia (sus. f.): afición a los placeres materiales, particularmente los sexuales.
-Consentir (v.): permitir.
-Corretear (v.): ir corriendo de un lado para otro.
-Corte (sus. f.): capital, ciudad donde reside el rey.
-Crepúsculo (sus. m.): atenuación de la luz que antecede la puesta del sol.
-Creso: rey de Lidia en el siglo XV a.C. Fue considerado el hombre más rico de su tiempo.
-Crispar (v.): contraer, poner tensos o rígidos los músculos, nervios o miembros.
-Cristinos: partidarios, por lo general liberales, de la regente María Cristina de Borbón y de su hija Isabel durante la primera guerra carlista; la referencia nos permite situar la época de este episodio en la primera guerra carlista (1833-1839), durante la Regencia de María Cristina.
-De reojo (expr. adv.): mirar hacia un lado sin volver la cabeza, o mirar por encima del hombro.
-De soslayo (expr. adv.): de manera oblicua.
-Deliquio (sus. m.): éxtasis.
-Desabrido (adj.): soso, insípido; poco amable, afectuoso; desagradable.
-Descendimiento (sus. m.): alusión al Descendimiento de la cruz, cuya iconografía suele mostrar a Jesús cayendo de la cruz en los brazos de José de Arimatea.
-Desfallecimiento (sus. m.): del verbo desfallecer, quedar completamente sin fuerzas y estar a punto de desmayarse, por el cansancio o por una emoción.
-Desmoronar (se): deshacer (se), destruir (se)
-Despojo (sus. m.): botín, presa; conjunto de cosas pertenecientes al vencido de que se apodera el vencedor o el conquistador.
-Destripaterrones (sus. m.): jornalero del campo.
-Día de bueyes: medida agraria de superficie que se utiliza en Asturias, equivalente a 1.257m2.
-Eclíptica: círculo descrito aparentemente por el Sol; usado aquí irónica e hiperbólicamente.
-El hombre propone y el héroe dispone: transformación del dicho popular el hombre propone y Dios dispone.
-El último cuadro de Valencia: posible referencia a un cuadro parecido, titulado El dos de Mayo (fechado ¿1884?), del pintor valenciano, Josquín Sorolla y Bastida. Sorolla y Clarín colaboraban los dos en una publicación del período, titulado Madrid Cómico.
-Empecatado (adj.): muy malo, travieso o díscolo.
-Empeñar (se) (v.): proponerse una cosa con obstinación.
-En diferentes obras Clarín hace mención de la costumbre que tenían algunos hombres ricos de engendrar hijos naturales en las aldeas y en el campo, fuera de la capital.
-Enjuto (adj.): muy delgado.
-Ensueño (sus. m.): sueño, en el sentido de lo que se imagina mientras se duerme; ilusión.
-Entrañable: íntimo y querido.
-Epicurista (sus. m.): epicúreo, relativo al filósofo griego Epicuro (siglo III a.C.), cuya doctrina propone el disfrute de la vida evitando el dolor y saboreando el placer.
-Escalofrío (sus. m.): sacudida brusca de calor o (en este caso) frío.
-Espolique (sus. m.): mozo que marchaba a pie delante de la caballería de su señor.
-Estafar (v.): despojarle a alguien con engaño de dinero.
-Estrago (sus. m.): destrozos o daños muy grandes causados por una guerra o una catástrofe natural.
-Expansivo (adj.): abierto o franco: inclinado a exteriorizar o comunicar a los demás sin reserva sus estados de ánimo, pensamientos o sentimientos.
-Extática: en éxtasis.
-Facción (sus. f.): aquí hace referencia al grupo de carlistas.
-Fincas de pan llevar: tierras dedicadas al cultivo de cereales.
-Finibusterre (sus. m.): término, fin; del latín, finibus terre, el fin del mundo.
-Fúcar (sus. m.): hombre muy rico; procede de Fugger, familia de banqueros alemanes de los siglos XV y XVI, célebres por sus riquezas.
-Gañán (sus. m.): mozo de labranza.
-Gayarre: Julián Gayarre (1844-1890); famosísimo tenor español.
-Guardilla (sus. f.): buhardilla; desván.
-Gules (sus. m.): color rojo en los escudos de armas.
-Hastío (sus. m.): aburrimiento, cansancio.
-Herodes: el rey de Judea, Herodes el Grande, mandó la degollación de los Inocentes.
-Hijuela (sus. f.): camino que se desvía de otro principal, vereda.
-Hipoteca (sus. f.): deuda o gravamen que pesa sobre una finca.
-Hondonada (sus. f.): parte del terreno que está más honda que lo que la rodea.
-Hórreo (sus. m.): construcción que se hace en Asturias y Galicia sobre cuatro pilotes para guardar los granos.
-Humero (sus. m.): árbol de la familia del abedul, de tronco grueso y que crece en las orillas de los ríos.
-Huraño (adj.): se aplica a personas que rehuyen el trato con otras.
-Ignominia (sus. f.): deshonra, vergüenza.
-Imperial: café madrileño de la Puerta del Sol.
-In albis (expr.): en blanco, sin entender nada.
-Inaudito (adj.): insólito, único (lit., "no oído").
-Indomable (adj.): incontrolable (que no se puede domar).
-Infame (adj.): vil, muy malo.
-Insigne (adj.): distinguido, eminente.
-Interinidad (sus. f.): situación interina, provisional.
-Invasión francesa: en 1808.
-Jactancia (sus. f.): del verbo jactar, o sea presumir de cierta cosa con mucho orgullo.
-La absoluta: licencia absoluta, que se concede a los militares, eximiéndoles completamente del servicio.
-La nueva política: alusión a las leyes liberales de la Constitución de 1837.
-Lacayo (sus. m.): servidor.
-Linfáticos (adj.): apáticos.
-Llosa (sus. f.): en Asturias, campo de cultivo cercado.
-Lozano (adj.): verde y con aspecto vigoroso.
-Mancillar (v.): deshonrar, manchar.
-Masera (sus. f.): artesa o tabla para amasar.
-Mayorazgo (sus. m.): hijo mayor, heredero del patrimonio familiar.
-Menudencias (sus. f.): cosas menudas, pequeñas.
-Mermar (v.): disminuir.
-Muni (sánscrito): ermitaño
-Muza…Tarick: Musa ibn Nusayr (ca. 640-718), general árabe que participó en la conquista de la península contra el reino visigodo en el año 711 d.C. Tarick (Tariz ibn Ziyad) fue su lugarteniente.
-Negro: nombre que los carlistas daban a los liberales durante las guerras civiles. Las denominaciones de negros y blancos parten de la abolición de la Constitución de 1812; a consecuencia de ello, surgieron los doceañistas, liberales o negros, partidarios de esta Constitución y enfrentados a los realistas, absolutistas o blancos, partidarios del rey, y que recibían dicho nombre por ser éste el color del escudo de los Borbones.
-Obsequioso (adj.): dispuesto (a veces excesivamente) a hacer regalos.
-Ojival (adj.): la forma del arco gótico.
-Ojo avizor (expr.): ojo alerta.
-Orlado (part. p. del v. orlar): decorado en las orlas, en las márgenes o, en este caso, en las riberas del río.
-Otorgar (v.): conceder.
-País: tela, papel u otro material, que cubre las varillas de un abanico.
-Palo (sus. m.): pena de muerte ejecutada en la horca o en otro instrumento de madera.
-Parar mientes en (expr.): fijarse en.
-Pátina (sus. f.): Capa delgada de óxido que se forma sobre los metales; debilitamiento del colorido de las cosas con el tiempo (se aplica específicam. a las pinturas al óleo); el mismo efecto, conseguido artificialmente; (fig.) cierto carácter indefinible que adquieren las cosas con el tiempo, que las avalora.
-Patraña (sus. f.): enredo, embuste, mentira.
-Pedáneo (sus. m.): autoridad administrativa con jurisdicción en aldeas o pueblos pequeños.
-Pegollo (sus. m.): los pies del hórreo.
-Pergamino (sus. m.): piel de res limpia de pelo, estirada y preparada de modo que ofrece una superficie lisa donde se puede *escribir, que fue utilizada antiguamente en vez de papel y que hoy se utiliza, por ejemplo, para hacer tambores y panderetas.
-Pesquisa (sus. f.): investigación.
-Picaporte (sus. m.): dispositivo que sirve para mantener cerrada una puerta.
-Pisotear (v.): pisar algo violenta y repetidamente, destruyéndolo.
-Podre (sus. f.): podredumbre, la parte podrida de algo.
-Polizonte (sus. m.): policía o guardia.
-Postigo (sus. m.): puerta pequeña que hay en un edificio, en una muralla, etc., además de la principal.
-Predio (sus. m.): propiedad que consiste en terrenos, edificios o, en general, bienes inmuebles.
-Prescripción: hecho de prescribir, acabar, extinguirse. La caída de Doña Berta se fue olvidando con el tiempo.
-Propio (sus. m.): mensajero.
-Prurito (sus. m.): afán con que se persigue hacer una cosa de la manera más completa o más perfecta posible, generalmente sólo por virtuosismo o para satisfacer el amor propio.
-Pulcro (adj.): muy limpio.
-Pulimentar (v.): abrillantar, pulir.
-Pundonor (sus. m.): sentimiento que impulsa a cuidar el prestigio o buena fama propios, a no ser inferior a otros.
-Quintana (sus. f.): casa de campo, finca.
-Quiritario (sus. m.): relativo al antiguo derecho romano; los quirites eran los antiguos ciudadanos romanos. El significado de la frase es el siguiente: Don Casto utilizaba todos los medios que la ley le permitía para adquirir nuevas fincas.
-Recatado (adj.): se dice de quien se porta con recato o modestia.
-Redivivo (adj.): resucitado.
-Refrigerio (sus. m.): tentempié, aperitivo; comida ligera tomada entre las importantes.
-Regatu (sus. m.): en Asturias, arroyo, regato.
-Remachar (v.): golpear con insistencia.
-Repecho (sus. m.): pendiente bastante empinada y corta.
-Rescoldo (sus. m.): fuego de brasa que se conserva bajo la ceniza.
-Retozón (adj.): con espíritu de retozar, jugar, divertirse y estar feliz.
-Reventar (v.): estallar, romper.
-Ricachón (adj.): muy rico (tono despectivo).
-Ripperts: carruajes variedad del ómnibus, transición entre éste y el tranvía.
-Salimbeno: Salimbene de Parma (1221-1287), franciscano italiano, autor de una Crónica de importante contenido histórico y teológico.
-Santa Dulcelina: beata francesa (1214-1274), fundadora de una congregación de religiosas que llevan vida monacal sin haber hecho votos.
-Sarnoso (adj.): aplicado a animales o personas que tienen sarna, enfermedad de la piel.
-Saudades (sus. f.): añoranzas o nostalgias, en Asturias y Galicia.
-Sayón (sus. m.): verdugo.
-Señorío: territorio perteneciente a un señor
-Servidumbres (sus. f. pl.): obligaciones que pesan sobre una finca, en relación a otra que está cerca. La indignación que siente doña Berta estriba en que estas obligaciones a que está sujeta Susacasa, engañosas y malintencionadas (capciosas) para ella, permiten a los vecinos atravesar la finca, y se mantienen intactas (incólumnes) a lo largo del tiempo.
-Setentona (adj.): mujer de entre 70 y 80 años.
-Seves (sebes): en Asturias, seto vivo, hecho con arbustos.
-Sextaferias: en Asturias, prestación vecinal para reparar caminos y realizar otras obras de utilidad pública a la que estaban obligados los lugareños los viernes (sexta feria) de algunas épocas del año.
-Sibila (sus. f.): mujer a la que los griegos y romanos atribuían la facultad de predecir el futuro, inspirada por un dios.
-Siglo: la vida en sociedad, en contraposición a la vida monástica o religiosa y, en este caso, al aislamiento de los Rondaliego.
-Simón (sus. m.): se aplicaba en Madrid a los coches de caballo de alquiler.
-Simones: coches de caballos de alquiler; el término procede de Simón, nombre de un famoso alquilador de coches de Madrid.
-Solariego (adj.): de solar o linaje noble.
-Supino (adj.): tendido sobre la espalda.
-Tacha (sus. f.): defecto, falta, imperfección.
-Tarima (sus. f.): plataforma construida de madera a muy poca altura sobre el suelo.
-Teje maneje (o tejemaneje): chanchullo o intriga; actividad y tratos entre varias personas, cuya finalidad no se ve clara y se sospecha poco honesta.
-Terco (adj.): obstinado, testarudo.
-Tetuán: ciudad en el norte de Marruecos; la toma de esta ciudad por el ejército español en 1860 señala el final de la guerra de África y el comienzo de una influencia colonialista española en el norte de África que durará un siglo.
-Trance (sus. m.): ocasión crítica o difícil por la que alguien pasa.
-Transcurridos (part. p.): pasados.
-Transeúnte (sus. m.): viandante, persona que camina por la calle.
-Tremolar (v.): ondear.
-Triturar (v.): picar, reducir a trozitos pequeños (como la carne picada, triturada)..
-Ugolino: el conde Ugolino fue un personaje histórico utilizado por Dante en la Divina Comedia. Según el autor, el arzobispo Rugiero degli Ubaldini, para vengar la muerte de su sobrino, encerró al conde junto con sus hijos en una torre, donde murieron de hambre.
-Usufructo (sus. m.): disfrute de una cosa, por ejemplo de una finca, cuya propiedad directa pertenece a otro.
-Usurero (sus. m.): alguien que presta dinero con usura (interés abusivo, excesivo).
-Vado (sus. m.): lugar de un río o curso de agua por donde se puede atravesar sin barco o puente.
-Valeroso (adj.): valiente, cuando el valor constituye una virtud.
-Viciuco (sus. m.): pequeño vicio.
-Viso (sus. m.): reflejo; toque apenas perceptible.
-Vitela (sus. f.): piel fina de vaca o ternera empleada para escribir o pintar en ella.
-Vivaracho (adj.): vivo y alegre en la manera de contestar, moverse, etc.
-Zafio (adj.): grosero o tosco en sus modales o falto de tacto en su comportamiento.


1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)