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martes, 10 de diciembre de 2013

El panorama de la princesa

El palacio del rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba a la princesa Rosamor a no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes arcadas, y los salones revestidos de tapices, con altos techos de grandiosas pinturas, y el paso apresurado y solícito de los servidores, el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan desalentado e indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño eran sus amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La princesa se moría de languidez... Nadie acertaba a salvarla, y la ciencia declaraba agotados sus recursos!
Una mañana llegó a la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y raída hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo, cuyos lomos agobiaba enorme caja de madera enne-grecida. Intentaron los guardias desviar con aspereza al viejo y a su borriquillo pero titubearon al oír decir que en aquella caja tosca venían la salud y la vida de la princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos, dominados a pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el viejo, un gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya toca de plumas rizaba el viento, cuya melena oscura caía densa y sedosa sobre un cuello moreno y erguido, se acercó a los guardias, y con la superioridad que prestan el rico traje y la bizarra apostura, les ordenó que dejasen pasar al anciano, si no querían ser responsables ante el Rey de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados, se hicieron atrás, el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las sonoras losas de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas de los poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.
Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un cajón la salud de la princesa, mandó que subiese al punto; porque los desesperados de un clavo ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir a dos porteros abrumados bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje a quien nadie conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el primer ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que la famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle las vistas a la Princesa aquel singular curandero respondía de su alivio. En cuanto al mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás de una cortina sin ser visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de un mecanismo original. Inútil me parece añadir que al saber en qué consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el compás de la veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy donosas pullas.
Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto e invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron a aparecer, sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la cámara, y al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con una verdad y un relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la princesa las ciudades más magníficas, los monumentos más grandiosos y los paisajes más admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con suma elocuencia, explicaba el viejo los esplen-dores, verbigracia, de Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto mostraba a la Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos marinos y sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como la hacía descender a las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de un mártir, depuesto en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde los famosos pensiles de Semíramis y las colosales construcciones de Nabucodonosor, hasta los risueños valles de la Arcadia, donde en el fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en corro alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las bóvedas celestes de la gruta de azur, no hubo aspecto sublime de la historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad humana que no se presentase ante los ojos de la princesa Rosamor -aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de livor sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad. Pero los ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de transparente cera; los labios seguían contraídos, olvidados de las sonrisas; las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la dentadura, y las manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre o congeladas por el hielo mortal. Y el rey, furioso al ver defraudada una última esperanza, más viva cuanto más quimérica, juró enojadísimo que ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y ordenó que subiese el verdugo, provisto de ensebada soga, a la torre más eminente del palacio, para colgar de una almena. a vista de todos, al que le había engañado. Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al rey un plazo breve; faltábale por enseñar a la princesa una vista, una sola de su panorama, y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen enhorabuena, por torpe e ignorante. Condescendió el rey, no queriendo espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos, y su talle se enderezaba airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el rey, en su enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la ofreció al viejo, que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que le dejasen continuar la cura de la princesa, sin condiciones ni obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el rey se avino a todo, hasta a respetar el misterio de aquella vista prodigiosa que había empezado a devolver a su hija la salud.
No obstante -transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la enferma, mejoría tan acentuada que ya la princesa había dejado su sillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las galerías próximas, ansiosa de respirar el aire, animada y sonriente, anheló el rey saber qué octava maravilla del orbe, qué portentoso cuadro era aquel, cuya contemplación había resucitado a Rosamor moribunda. Y como la princesa, cubierta de rubor, se arrojase a sus pies suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la milagrosa última vista del panorama. ¡Oh, sorpresa inaudita! Lo que se apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al través del claro cristal, no fue ni más ni menos que el rostro de un hombre, joven y guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de portentoso. El rostro sostenía con dulzura y pasión a la princesa, y ella pagaba la sonrisa con otra no menos tierna y extática... El rey reconoció al supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba a sí propio, y sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de este punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa, temblorosa, y en voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y aquiescencia:
-Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no equivalen a la vista de un rostro amado...

Cuentos de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El palacio frio

¿Os acordáis de aquella princesa enferma, hija del rey de Magna, a quien curó como por ensalmo un viejo mostrándole cierto panorama muy lindo? Pues habéis de saber que a la vuelta de muchos años el cetro de Magna vino a recaer en un hijo de esta princesa, y este hijo, bajo el nombre de Basilio XXVII, reinó gloriosamente por espacio de más de un cuarto de siglo, persistiendo la huella de su paso por el trono en varios monumentos grandiosos y venerables, que estudian hoy los arqueólogos con particular interés, discutiendo si el estilo peculiar de tales construcciones es invención que exclusivamente pertenezca al vigésimo séptimo Basilio o procede ya de la influencia de su madre y quizá se remonta hasta la de su abuelo. Punto es éste acerca del cual se han escrito doce voluminosos libros y cosa de setenta monografías asaz doctas.
Lo que especialmente hizo darse de calabazas a los sabios fueron ciertas imponentes ruinas que la tradición popular llama del Palacio frío, sin que hasta hace poco tiempo se consiguiese averiguar el origen de tal nombre, que contrasta con el aspecto de lo que del edificio resta en pie.
En efecto; el palacio, del cual se conservan galerías, salones y estancias que decoran restos de ricas maderas y preciosos mármoles y jaspes, parece haber sido erigido por la madre de Basilio XXVII para asilo de un feliz amor conyugal; y su traza, su adorno, su carácter, en fin, son marcadamente amables y alegres, con la alegría de una dicha soberana, ostentosa y triunfante.
El emplazamiento, su orientación al Mediodía, su situación en el punto más despejado y dominando la perspectiva más risueña, sobre la bahía y entre bosquecillos de naranjos, limoneros y granados siempre en flor, tampoco permitían inducir por qué hubo de ser llamado «frío», nombre que parece delatar solemnidad y tristeza.
El enigma de semejante tradición llegó a preocupar al doctor Herr Julius Tiefenlehrer, sabihondo catedrático alemán, que se propuso descifrarlo a toda costa. Con la cachaza del que no regatea tiempo, se instaló en las mismas ruinas, y araña de aquí, escarba de allí, rebusca por allá y escudriña por acullá, consiguió desenterrar, al pie de una columna, en la cripta, bajo lo que fue salón del trono, un cofrecillo de hierro que contenía un rollo de manuscritos.
A pique estuvo el doctor Tiefenlehrer de volverse loco de júbilo con el inestimable descubrimiento; como que los manuscritos eran nada menos que unas instrucciones muy prolijas, de puño y letra del mismo Basilio XXVII, y destinadas a sus herederos y sucesores, para adoctrinarlos en la recta gobernación del Estado y en la conducta que debe seguir un monarca. Pero lo que sobre todo arrebató a Herr Julius al quinto cielo, fue que, por vía de ejemplo, Basilio refería allí con pormenores la historia del Palacio frío. Y nosotros, al traducirla del enorme volumen en lengua alemana en que el sabihondo la publicó, enriqueciéndola con toda especie de documentos, glosas, advertencias, referencias, notas, comentarios, planos y estudios comparativos con otras tradiciones de Magna y de los demás pueblos del mundo, la extractamos rápidamente y sólo damos en forma escueta el relato del extraño suceso por el cual se llamó «frío» el palacio de Basilio XXVII.
Es el caso que cuando el joven Basilio heredó la corona, hallóse en un estado de ánimo parecido al fervor de los que ingresan en una Orden religiosa, y se dio a pensar cómo debía conducirse a fin de cumplir sus deberes y desempeñar a perfección la alta y ardua tarea que le señalaba el Destino. Penetrado de la grandeza y hasta de la santidad de su cargo, pidió a Dios luz y fuerza para que su nombre pasase a la Historia con la aureola y el prestigio de los reyes que saben ejercer el poder sumo en provecho y honor de la patria. Sin embargo, tan excelentes intenciones se estrellaban contra una dificultad: el rey quería el bien, pero no sabía dónde estaba, ni en qué consistía, ni cómo era preciso arreglárselas para descubrirlo.
Así las cosas, y mientras Basilio cavilaba en el modo de acertar, empezó a darse cuenta de un sorprendente fenómeno; y es que dentro de su palacio -aquel deleitoso palacio construido por una reina enamorada para albergue de la dicha, y enclavado en un oasis, en lo mejor de un país de clima naturalmente benigno- hacía frío, mucho frío, un frío cruel. La sensación de este frío, al principio sutil y casi imperceptible, iba siendo a cada paso más fuerte y penetrante. Nadie dudará que el rey aplicó al punto los remedios que suelen emplearse contra el descenso de la temperatura; y el primero fue abrigarse, envolverse en ropas de invierno. Desde la hopalanda de enguatada seda hasta el manto de finas pieles de rata polar, colchón vivo que crea una atmósfera suave y tibia en torno del cuerpo; desde el casacón de terciopelo de media pulgada de alto hasta la funda de raso rehenchida de plumón de pato silvestre; desde la vedijosa zalea de cordero blanco hasta la gruesa manta lanuda, Basilio usó cuanto juzgó a propósito para entrar en calor, sin que se desvaneciese aquel frío singular, siempre más intenso. Desesperando ya del abrigo suyo, se dio prisa a calentar el palacio.
De entonces procede la construcción de las suntuosas y amplias chimeneas que por todas partes lo decoran, y en las cuales noche y día se quemaba un monte entero de leña seca, levantando mil lenguas y jirones de llama. No se conocía en aquel tiempo otro sistema de calefacción; pero sobraba para disipar cualquier frío natural y explicable en lo humano. No obstante, el frío continuó, arreció, redobló, invadiendo ya la médula del rey, que daba diente con diente a todas horas.
Cuando Basilio XXVII preguntaba a sus ministros y magnates y a los mil agradadores que bullen alrededor de los poderosos si sentían como él aquel extraño frío, le desesperaba oírles responder vagamente que sí, y al mismo tiempo verlos andar a cuerpo y abanicarse, mientras él se encogía castañeteando los dientes. Notaron los áulicos la contrariedad del soberano, quisieron llevarle la corriente y fue muy gracioso verlos fingir que también se helaban, vestidos de riguroso invierno y sudando como pollos. Y el joven rey, que tenía un espíritu sincero y leal, se indignó ante la comedia y miró a sus cortesanos con desprecio profundo al observar que en cosa tan evidente y palmaria le mentían y engañaban sin temor. Acometido de tristes recelos, pidiendo la verdad a la ciencia, Basilio llamó a un médico y le preguntó si el terrible frío que sólo él padecía sería debido a mortal enfermedad. Reflexionó el sabio, y después quiso saber si el rey notaba el mismo frío en todas partes. Abriendo una ventana, suplicó a Basilio que se asomase; y cuando este pensó tiritar y morir helado, observó que, por el contrario, el aire exterior le calentaba y reanimaba mucho.
-La solución de este problema no depende de la Medicina -declaró el doctor. Vuestra majestad no está enfermo. No me consulte a mí, sino a su conciencia y a Dios, y pues aquí tiene frío y ahí no, salga a todas horas; viva fuera de este palacio fatal.
Y Basilio salió, en efecto, huyendo de la espléndida morada en que se congelaba su sangre y los mármoles parecían témpanos, y los dorados, irisaciones del sol en las paredes de alguna nevera. Echóse a todas horas a la calle, gozando con delicia la suave temperatura, y poco a poco fue tomando interés en lo que le rodeaba, y estudiando y conociendo lo que preocupaba y convenía a sus vasallos.
Vio con extrañeza que el mundo no era como sus cortesanos lo pintaban, y le pareció que se le barrían de los ojos unas telarañitas y que el cerebro se le despejaba y se le despabilaba el sentido. Mil cuestiones que no comprendía se le aparecieron claras, transparentes; conoció las necesidades, oyó las quejas, se asimiló las aspiraciones, hizo suyos los deseos y afanes del pueblo, y de tal modo se identificó a la vida de sus súbditos, que su corazón llegó a latir enteramente al unísono del gran corazón de la patria, como si a los dos los regase la misma sangre y los dilatasen y contrajesen iguales alegrías y tristezas.
Basilio estaba transportado. Lo único que todavía le contrariaba era que, al retirarse a palacio, le acometía el frío otra vez. Y, en un momento de inspiración, se le ocurrió que, pues fuera hacía calor, quizá el palacio se templaría abriendo de par en par las puertas y las ventanas para que lo llenase el ambiente exterior, las ráfagas de la calle y hasta la gente de la calle, la gente humilde. Dio, pues, la orden y fueron franqueadas a los súbditos las puertas del regio alcázar. Y a medida que el pueblo, respetuoso y lleno de amor por su buen monarca, recorría las estancias magníficas, verificábase el portento: derretíase el hielo, el aire se hacía blando, templado; las avecillas de las pajareras cantaban, los tiestos florecían, reía el dulce hálito de la primavera.
Resuelto estaba el enigma. Basilio XXVII no volvió a tener frío en su palacio.

«Blanco y Negro», núm. 386, 1898.

Cuentos de la patria

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El palacio de artasar

Después de Salomón, el rey más poderoso y opulento de la tierra fue, sin duda, Artasar, descendiente directo de uno de aquellos tres Magos que vinieron a postrarse en el establo y gruta de Belén, guiados por la luz de una estrella misteriosa, nueva, diferente de las demás, estrella que abría en el azul del firmamento surco diamantino.
Artasar conservaba entre otras muy gloriosas de su estirpe la tradición de la jornada de su antecesor a adorar al Mesías, Redentor del mundo; pero ya el bendecido recuerdo iba perdiéndose, y en el cielo turquí cada día se borraba más el rastro de la estrellita, así como su claridad celeste palidecía en el corazón del descendiente de los Magos (que fueron doctos por su arte de adivinar, y santos porque les infundió gracia el haber apoyado los labios sobre los tiernos piececillos del recién nacido Jesús). ¿Qué mucho que Artasar olvidase las enseñanzas transmitidas por los Magos, si Salomón, hijo de David, autor de libros sagrados, favorecido por el Señor con el don de la sabiduría, prevaricó de tan lastimosa manera, llegando a incensar a los ídolos? Mientras el hombre vive en la tierra, sujeto está a la tentación.
Artasar se parecía al hijo de David en la magnificencia, en el ansia de rodearse de lo más precioso, delicado y raro venido de los confines del orbe. Cada día, galeras cargadas de riquezas abordaban a los puertos del reino de Artasar trayendo al monarca presas y joyas. Alfombras blandas como el vellón de la oveja; tapices de seda, cuyos bordados representaban batallas y lances de amor; imágenes de mármol, de egregia desnudez; pebeteros de oro que embalsa-maban el ambiente; jarrones y vasos de plata y ágata; pieles de tigre y plumas de avestruz se amontonaban en la regia mansión estrecha ya para contener tantos tesoros.
Mas ¿quién podrá llenar el abismo de un corazón? Artasar el magnífico vivía inquieto y triste. Ansiaba construir otro palacio, por ser ya el suyo mezquino y estrecho para la innumerable muchedumbre de guardias, cortesanos, esclavos, concubinas, tañedores, juglares, bufones, palafreneros y cocineros que en él se albergaban. Y empezó a soñar con un palacio nunca visto, que eclipsase al que Salomón edificó en trece años, sobre columnas de bronce y con el inmenso mar de bronce, cuyo borde imitaba pétalos de azucena.
El palacio debía ser tal, que inmortalizase el nombre y el recuerdo de Artasar por todos los venideros siglos, y que la fantasía no pudiese concebir nada tan espléndido ni tan deleitoso. A este fin, Artasar -acordándose de aquel Hiram que trazó el de Salomón -convocó a los más famosos arquitectos de su reino y de los vecinos, y, ofreciéndoles grandes recompensas, ordenó que dibujasen los planos de una residencia cual él la quería: amplia, suntuosa, cincelada como una diadema real. Los arquitectos fueron presen-tando sus planos, pero en los ojos de Artasar no encontraron gracia. Ninguno de ellos realizaba la quimera de su imaginación; ninguno correspondía al ideal que se había formado de un palacio nunca visto, sin igual en el mundo.
Cuando ya Artasar desesperaba de conseguir que le adivinasen el loco deseo y acomodasen a él la realidad, he aquí que le pide audiencia un hombre anciano demacrado, de luenga barba, de humilde aspecto, que traía bajo el brazo un bulto, afirmando que aquél era el proyecto de palacio que el rey aprobaría. No abonaban mucho las trazas al desconocido arquitecto, pero el desahuciado cualquier remedio ensaya, y Artasar permitió al anciano que entrase. Apenas el monarca hubo fijado los ojos en el plano en relieve y en los dibujos, batió palmas.
Aquello era su sueño, interpretado por un mágico que leía en su mente. Aquellas soberbias columnatas, aquellos balcones de majestuosos balaustres, aquellas galerías revestidas de mármoles y piedras preciosas, aquellos techos de cedro y oloroso pino, aquellas estancias cuyo bruñido pavimento tenía reflejos de agua, aquellos bosques, aquellas fuentes monumentales, aquellos miradores calados por mano de las hadas, aquellos pensiles colgados en el aire, aquellas torres que desafiaban las nubes... aquello era ideal, lo que ningún rey del mundo poseía; y Artasar, al verlo, tendió la regia mano cubierta de anillos, larga y fina y morena como el fruto de la palmera, y exclamó:
-Constrúyase el palacio como tú lo has proyectado, ¡oh varón sapientísimo! Yo te daré cuanto pidas, cuanto necesites. Para ti se abrirá mi tesoro secreto, y en los subterráneos de mi morada encontrarás oro, perlas, bezoares, diamantes y rubíes en cantidad suficiente para edificar no un palacio, una ciudad entera, con su casería, sus templos y su recinto fortificado. Y dime: ¿dónde te ocultabas y por qué es tan miserable tu aspecto, siendo tú un sabio tan grande?
-No soy sabio -respondió el viejo. He vivido en el retiro, orando y haciendo penitencia.
-Desde hoy te conocerá el universo por el monumento que vas a erigir -declaró Artasar, que, en efecto, mandó poner a disposición del viejo sus riquezas y una inmensa extensión de territorio fértil, donde había selvas profundas y caudalosos ríos, llanuras risueñas y lagos apacibles.
Al cabo de un año, plazo fijado por el arquitecto para terminar el palacio, Artasar quiso ver las obras, y se trasladó al lugar donde creía que ya se elevaba su nueva vivienda.
Grande fue su sorpresa, fuerte su cólera, al no advertir por ninguna parte señales de jardines ni de palacio. Notó, eso sí, que aquel territorio, antes desierto, estaba pobladísimo, pues salían a aclamarle tribus enteras, niños y mujeres que aguardaban el paso del rey y le bendecían; pero ni aun logró divisar piedras y materiales esparcidos por el suelo, que anunciasen trabajos de edificación. Entonces Artasar, indignado, mandó que trajesen al arquitecto a su presencia, con propósito de hacerle desollar y colgar su piel, sangrienta aún, a las puertas de la ciudad, para escarmiento de prevaricadores. El viejo se presentó, tan humilde, tan demacrado, tan modesto como el primer día; y cuando el rey le increpó, dio esta respuesta extraña:
-El palacio que deseabas está construido, ¡oh rey!, y si quieres venir conmigo, tú solo, voy a mostrártelo en seguida.
Siguió Artasar lleno de curiosidad al anciano, y juntos se internaron en lo más selvoso y retirado de la floresta. Pronto salieron de la espesura a las orillas de un inmenso lago natural, y allí el viejo se detuvo. El sol se ponía; el firmamento aparecía rojo, abrasado, esplendente. Y el arquitecto, tomando de la mano a Artasar, le dijo con grave voz:
-Los tesoros que me has confiado, ¡oh rey!, los he repartido entre los miserables, entre los que sufrían hambre y sed, entre los que oían llorar al niño recién nacido porque el seno de la angustiada madre no daba leche. Mas no por eso he dejado de alzarte el palacio que deseabas, y tan soberbio te lo alcé, tan admirable, que ningún monarca de la tierra podrá jactarse de poseer uno así. Mira... ¿no lo ves? Allí lo tienes. ¡En el cielo se levanta ahora tu palacio!
Y Artasar miró, y vio efectivamente de entre las nubes de grana surgir un maravilloso edificio. Sobre columnas de plata, bronce y alabastro se erguían las bóvedas de dorado cedro, esculpidas con artificio tan hábil, que parecían un piélago de olas de oro. Cúpulas de esmalte azul coronaban el alcázar, y largas galerías de diáfano cristal, con cornisas de pedrería y mosaico, se prolongaban hasta lo infinito, entre el misterio de una vegetación fantástica, de hojas de esmeralda y de flores de vivo rubí y de oriental zafiro, cuyos cálices exhalaban una fragancia que embriagaba y calmaba los sentidos a la vez.
Y Artasar, transportado, se arrodilló a los pies del arquitecto y los besó, con el alma inundada de gozo.
Cuando regresaban de la selva, Artasar notó con sorpresa que el rastro casi extinguido de la estrella de los Magos fulguraba aquella noche como un collar de brillantes.

«El Imparcial», 6 julio 1896.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El pajarraco

Así como es misteriosa la vena en el juego, lo es la vena en amor. Los seductores no reúnen infaliblemente dotes que expliquen su buena sombra. Siempre que dice la voz pública: «Ese tiene con las mujeres partido loco», nos preguntamos: ¿Por qué? Y a menudo no damos con la respuesta.
Todavía, en la villa y corte, la guapeza en lances y la destreza en sports; lo escogido de la indumentaria y lo vistoso de la posición social; ese conjunto de circunstancias que rodean a los llamados por excelencia «elegantes», dan la clave de ciertos triunfos. Mas no sucede así en los pueblos, donde los profesionales del galanteo suelen gastar corbatas de raso tramado y puños postizos. Allí, sin embargo -lo mismo que aquí- existen individuos que en opinión general ejercen la fascinación, y padres y maridos los miran de reojo.
Laurencio Deza, entre los veinticinco y los treinta y tres de su edad, fue fascinador reconocido en una ciudad donde faltarán grandes industrias y actividades modernas, pero donde abundan lindos ojos negros, verdes y azules, que desde las ventanas no cesan de mirar hacia la solitaria calle, por si resuena en sus baldosas desgastadas un paso ágil y firme, y por si una cabeza morena se alza como preguntando: ¿Soy costal de paja, niña?
Laurencio ni era feo ni guapo. Tenía, eso sí, gancho, una mirada peculiar, un repertorio de frases variado, y a su alrededor flotaban, prestigiándole, las sombras melancólicas de algunas abandonadas inconsolables y de otras desdeñadas caprichosamente. A la que rondaba, sabía alternarle azúcares con hieles, rabietas de despecho con satisfacciones orgullosas, y por este procedimiento la curtía, zurraba y ablandaba a su gusto, dejándola flexible como piel de fino guante.
Jamás discutía principios de moral. Procedía como si no existiesen. Al oírle hablar con tal soltura y sencillez de enormidades, dijérase que suprimía leyes, respetos humanos y toda valla a sus antojos. Era elocuente en su charla, como lo son tantos españoles, y no carecía de donaire para poner en solfa a quien le placía. No ejercitaba jamás este don contra las mujeres, sino contra los hombres que, momentáneamente, podían estorbarle. No rehuía una cachetina, puesto que en aquella ciudad los lances dramáticos de honor eran casos rarísimos. Los cachetes, cosa quizá más seria, los afrontaba Laurencio con ímpetu juvenil, y también los repartía, si se terciaba.
Al punto de esta verdadera historia, andaba Laurencio, según murmuraban sus amigos, enredado en tres devaneos principales, sin contar los accesorios. Aunque practicase Laurencio esa discreción que el honor más elemental impone a los varones, en los pueblos pequeños todo se sabe, y a falta de otros intereses y emociones, la curiosidad vela. Sin que Laurencio se clarease, los socios del Casino estaban en ello. Tratábase de Cecilita, la hija de Mardura, el del almacén al por mayor de paños, lienzos y cotonías. De Obdulia Encina, mujer del librero de la calle Vieja. Y para broche del ramillete, de la guapetona Rosa la Gallinera, casada con un tratante en averío, Ulpiano Paredes, que empezó por despachar huevos y pollos y ahora lanzábase con brío a establecer negocios más en grande.
Era lo notable del asunto que entre Mardura, Paredes y Encinas existía íntima amistad, y se veían diariamente en la trastienda del librero. Y la consabida vocecilla pública susurraba que la hija de Mardura ya había sido burlada, la mujer de Encina pertenecía quizá al pasado, y sólo Rosa no sufría aún la fascinación. Pero la sufriría, y pronto. No podía augurarse otra cosa de una casquivana como ella.
A la verdad, era irritante lo que sucedía con Rosa. Aquello de presentarse hecha un brazo de mar en el teatro, en el paseo y hasta en los bailes del Casino, a los cuales la directiva tenía la debilidad de invitarla, poniendo la moda y hasta luciendo a veces joyas que no podían ostentar las esposas de los contados aristócratas de la ciudad, daba base y razón suficiente a las críticas. Todos recordaban, o afirmaban recordar, que no es lo mismo, a Rosa con refajo corto y pañuelo de talle, y hasta, según algunos, «en pernetas». ¡Y ahora, con salida de «teatro» de flecos y trajes de seda azul celeste, guarnecido de encaje «crudo»!
Lo más acerbo de la censura iba con el marido. ¿En qué pensaba, al consentir a su mujer ese lujo escandaloso? Lo «que sucedía» era natural...
Y llegando a preguntar lo «que sucedía», es el caso que nadie pudiera decirlo. Lo único positivo, que la Gallinera se presentaba de un modo inadecuado a su categoría social. El runrún, sin embargo, iba en aumento.
A pesar de la amistad que unía a su padre y esposo con Paredes, Cecilia Mardura y Obdulia Encina mordían a Rosa, soltando insinuaciones en los círculos de la devoción y de la clase media comercial, con una inquina en que se mezclaban los rencores celosos y el despecho de la ropa anticuada y modesta que vestían ambas, mientras la Gallinera, ayer, ayer mismo, había estrenado un sombrero de plumas..., y no de gallina, sino de legítimo avestruz.
Tomó doble incremento el rumor con motivo de una ausencia del marido de Rosa. Era Paredes activísimo en negociar, y creíase que, molestada su mujer por lo humilde, y prosaico de la esfera en que se desarrollaba su industria, deseaba salir de ella, e impulsaba a Paredes nada menos que hacía especulaciones en gran escala, negocios bancarios. Hablábase de emisión de acciones, de capitales dedicados a una fabricación vasta, de papel y serrería. Era voz unánime de la envidia, que se despereza rugiendo cuando alguien mejora de suerte, que por mucho que ascendiera Ulpiano el Gallinero, jamás llegaría a señor, ni perdería su facha ordinaria y tosca, sus manazas peludas, sus orejas coloradas y su faz ruda, en que los dientes sin limpiar, verdosos, infundían repugnancia.
Reíanse los guasones de los esfuerzos que hacía su mujer en las solemnidades para embutirle el corpachón en una levita, y las garras en unos guantes que estallaban y se descosían precipitados, y el pescuezo en un cuello alto que le ahorcaba, hasta agolpar la sangre a su cabeza, cual si fuese a sufrir una apoplejía. No faltaba, sin embargo, quien defendiese a Paredes. Era mozo muy listo, ¡vaya si lo era! En pocos años habíase abierto un porvenir, y desde la esfera social más humilde, llegaría a la más alta. Al Gallinero le verían en coche, en casa de campo, con muchos miles de duros en juego, porque bajo la apariencia zopa, torpona, del tratante, se ocultaba una resolución, una energía y una astucia de primer orden.
Y estas apologías de Paredes las hacían, en especial, Mardura y Encina. Del primero se creía que fuese socio en lo de la fábrica.
-Pero ¡si es un bruto Paredes! -decíanle al librero con retintín.
-No sé por qué ha de ser un bruto... Brutos y tontos, los que nunca pasamos de pobres.
«Es bruto cuando no ve lo de su mujer...», iba a contestar el murmurador de Casino; pero, advertido por un guiño expresivo de alguien, se limitó a decir, con diplomática reserva:
-Porque puede que ande a oscuras en lo que más le importe...
-Nadie anda a oscuras... -murmuró Encina, fosco y bilioso, clavando la quijada en el pecho. La gente sufre a veces por prudencia..., hasta que un día u otro...
Sobre esta conversación hiciéronse infinitos comentarios. En el aire parecía flotar el drama. Algo ruidoso se preparaba, sí. La hermosa Gallinera, sola en aquel caserón viejo y enorme, en cuyo patio se recriaban las gallinas, y que tenía varias salidas y entradas: unas, al campo; otras, a callejas extraviadas y angostas, por donde no pasaba alma viviente... «Lo que es como a Rosa se le antojase..., sabe Dios, sabe Dios...», repetían los fantaseadores con sonrisa picaresca.
Ocurría esto en mitad del invierno, con una temperatura rigurosa, caso no muy frecuente en aquella ciudad, donde, si llueve a cántaros, rara vez desciende demasiado el termómetro. Y, por obra del frío, las capas treparon a envolver los rostros, igualando las figuras de los transeúntes. La capa, amplia y con embozos de felpa, subida hasta los ojos, que sepulta en sombra el ala del hongo blando, es como un disfraz protector de secretas aventuras. A Laurencio, que poseía otros abrigos, se le desarrolló en aquellos días desmedida afición a la capa; pero nadie hizo alto en ello, porque todos los moradores de la ciudad salían igualmente rebozados en los pliegues de sus pañosas.
Al par que sintió Laurencio decidida simpatía por la capa, se dedicó más que nunca a vagar por desviados y solitarios callejones. En sus correrías, le extrañó algo observar que varias noches, dos o tres bultos no menos embozados parecían coincidir en su itinerario, y que, si desaparecía a veces como por arte de magia, desvaneciéndose tras un soportal o en una rinconada sombría, otra cruzaban a lo lejos, sin que pudiese adivinar ni su edad, ni su condición social, pues la española capa, recatadora de rostros y talles, no es prenda exclusiva de gente acomodada, y el pobre artesano en ella se cobija. No obstante la impavidez del fascinador, los bultos habían llegado a inquietarle un poquillo, más por instinto que razonablemente. Laurencio era, como todos los fascinadores, un instintivo. Algo indefinible le escalofriaba.
Sin embargo, al llegar cada anochecer, después de mil revueltas, al pie de la ventana baja de Rosa la Gallinera, insistía en la súplica: «¿Cuándo se abriría, en vez de la ventana, la puerta, la que caía al campo? ¿Cuándo, en vez de palabritas insulsas, podrían entrelazar pláticas íntimas y dulces? El tiempo corría, volaba, y cuando menos se pensase, sería imposible, por lo que no ignoraba Rosa..., porque regresaría el ausente... Y ella reía, coqueteaba, se resistía... Estas resistencias, sin embargo, tienen término previsto; y una noche...
¡Oh noche, protectora de este y de tantos delitos, ya confitados en poesía, ya descarnados como la realidad! Te bendijo Laurencio, que empezaba a encontrar larga la espera, y, airosamente embozado, dio la vuelta al caserón y acercóse, como quien conoce perfectamente la topografía de los lugares, a una portezuela que salía al agro, y lindaba con un caminejo, de tierra generalmente fangosa, y ahora endurecida por la escarcha.
La luna, embozada ella también en aborregados nubarrones, alzó el velo, como fascinada a su vez, y dentro rechinó una llave y una voz de mujer, sofocada por alguna emoción intensa, profirió:
-Pase..., pase...
Hizo Laurencio lo propio que la luna, y se desembozó, para asir la ya ansiada presa... En el espacio de un segundo pudo ver que estaba en el patio de la gallinería, cerca de un alpendre o cobertizo, lleno de masas confusas de plumaje. Guardábase allí las plumas de las aves que Ulpiano, agenciador en todo, vendía desplumadas, sacando provecho del despojo, que le compraban para colchones. No supo jamás decir Laurencio por qué se fijó en aquel detalle, mientras echaba al cuello de Rosa ambos brazos. No llegaron a ceñirlo: dos hombres los asieron y los sujetaron, mientras otro descargaba el primer golpe en mitad del rostro. Y a éste, que hizo fluir de las narices copia de sangre, siguieron dos o tres más; de puños como mandarrias, en la boca, en la sien, que le tendieron desvanecido. Rosa inmóvil, presenciaba la escena, sin demostrar sorpresa; su actitud era de espectadora, aunque, a la claridad lunar, parecía de pálido mármol su cara. El esposo se restregó las manos con que acababa de infligir la feroz corrección, y ordenó:
-A casa, ahora mismo.
Retiróse Rosa, cabizbaja, volviendo, mal de su grado, la vista atrás, y los tres hombres, los tres vengadores -el librero, el almacenista, el gallinero, procedieron a desnudar al desmayado. Cuando le hubieron dejado en cueros vivos, sólo con las botas, la frialdad del aire lo reanimó. Miró a su alrededor, espantado, y quiso alzarse, defenderse. Una lluvia de puntapiés y mojicones, sobre las carnes sin ropa, sobre el torso que el frío mordía, le aturdió de nuevo. Sus enemigos, riendo, trajeron del alpendre una orza descacharrada, en cuyo fondo dormitaba espeso líquido. Con una brocha enorme, pintaron a grandes brochazos el cuerpo inerte, untándolo de miel mezclada con pez. Y hecho esto, tomaron al fascinador, uno por los pies y dos por los sobacos, y llevándole bajo el cobertizo, le revolcaron en la pluma, hasta que lo emplumaron todo, de alto abajo. Y como en los movimientos de tal operación, segunda vez pareciese revivir, le empujaron hacia la puerta y le lanzaron a la calle en su extraño atavío, hecho una, bola de plumaje, cerrando la puerta de la corraliza con llave y cerrojo.
-Ahora -ordenó Paredes, natural director de la empresa-, vamos a tomarnos un café caliente y unas copas... ¡Hace un frío de mil diablos!
Tambaleándose, Laurencio tardó en darse a la fuga breves momentos. Hasta pensó llamar, gritar... Al fin, corrió, sin más propósito que el de verse a cien leguas y refugiarse en una cama, donde se aliviasen sus magulladuras... Fluía sangre de sus labios rotos, con dos dientes perdidos... Como sabemos, lo único que no le habían quitado eran las botas, y volaba, loco de terror aún, hacia las calles céntricas, hacia su posada, próxima a la catedral. Y he aquí que oyó risas, exclamaciones; dos transeúntes se habían fijado en su facha; un guardia le detenía severamente, amenazándole. Un grupo se reunía; las carcajadas le abofetearon; acudía gente de las bocacalles; se abrió un balcón iluminado.
-¡Vaya un pajarraco! -repetían. ¡Buena gallina para el puchero! ¡Mira: tiene alas! ¡Hu, hu, el pajarraco!
Trémulo de frío, de vergüenza y de coraje, Laurencio imploraba:
-¡Señores...! ¡Una capa para cubrirme...! ¡Soy inocente; no me lleven a la cárcel!... ¡Que me desemplumen!
Salvado por el guardia de la rechifla y la agresión, al otro día del ridículo incidente, Laurencio estaba en la cama con fiebre; y en la cama permaneció un mes, dolorido, hecho un guiñapo. Antes de levantarse, solicitaba permuta de destino, y su primera salida la hizo furtivamente, para abandonar la ciudad testigo de su derrota.
Lo peor de su castigo fue que el mote de pajarraco le siguió ya a todas partes. La noticia iba con él, y el ridículo lo llevaba en su maleta, como llevaba Byron el esplín. Aumentaba su ignominia el que se dijese que Rosa, de acuerdo con su marido, había preparado la emboscada y sugerido la burla. Laurencio tenía impulsos de embarcarse para América o suicidarse. Al cabo, halló otro refugio, otro género de muerte. ¡Pecho al agua! Se casó...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El oficio de difuntos

-¿Creé usted -me preguntó el catedrático de Medicina- en algún presagio? ¿Cabe en su alma superstición?
Cuando me lo dijo, nos encontrábamos sentados, tomando el fresco, a la puerta de la bodega. La frondosa parra que entolda una de las fachadas del pazo rojeaba ya, encendida por el otoño. Parte de sus festoneadas hojas alfombraba el suelo, vistiendo de púrpura la tierra seca, resquebrajada por el calor asfixiante del mediodía. Los viñadores, llamados «carretones», entraban y salían, soltando al pie del lugar su carga de uvas, vaciando el hondo cestón del cual salía una cascada de racimos color violeta, de gordos y apretados granos.
¡Famosa cosecha! Yo veía ya el vino que de allí iba a salir, el mejor, el más estimado del Borde... Y medio distraída, respondí:
-¿Presagios? No... A no ser que... ¡Ah! Sí; un hecho le contaría...
-¿Algo que le haya «sucedido» a usted?
-¿A mí?... No. Se me figura (no me pregunte usted la causa de esta figuración) que a mí «no puede» sucederme nada. Y efectivamente, en toda mi vida...
-Entonces, permitame que no haga caso de los cuentos que traen personas impresionables..., o embusteras.
-No es cuento -afirmé, olvidándome ya de la interesante faena de la vendimia que presenciaba, y retrocediendo con el pensamiento a tiempos juveniles-. Es un caso que presencié. Así que usted lo oiga, comprenderá cómo no hubo farsa ni mentira. La explicación... no la alcanzo. En estas materias, ni soy crédula y medrosa, ni escéptica a puño cerrado. ¡Qué quiere usted! Vivimos envueltos en el misterio. Misterio es el nacer, misterio el vivir, misterio el morir, y el mundo, ¡un misterio muy grande! Caminamos entre sombras, y el guía que llevamos..., es un guía ciego: la fe. Porque la ciencia es admirable, pero limitada. Y acaso nunca penetrará en el fondo de las cosas.
Sacudió el catedrático su cabeza encanecida, sonrió y apoyando la barba en la cayada del bastón, se dispuso a escucharme -y a pulverizarme después porque suponía que iba a referirle algún sueño. Los artistas no somos de fiar: vivimos esclavizados por la imaginación y cumpliendo sus antojos.
-¿Ha conocido usted a Ramoniña, Novoa? -principié yo.
-¿Que si la he conocido? Me llamaron a consulta el año pasado, cuando la operaron en Compostela, de un sarcoma en el pecho izquierdo. Por señas que desaprobé la operación, que sirvió para adelantar la muerte algunos días. Allí solo cabía dejar marchar las cosas a su desenlace inevitable.
-Pues sepa usted que Ramoniña, en sus mocedades, fue la chica más alegre y bailadora de todo el Borde. Su padre, don Ramón Novoa de Vindome, tenía el prurito de divertirla; la vestía muy maja; no le negaba capricho alguno. Adoraba en ella, porque era vivo retrato de su difunta mujer, a quien había profesado una especie de devoción y culto.
No se concebía función ni feria sin que Ramoniña Novoa se presentase a lucir su mantón de flores -era la moda, su traje de seda con volantes, su mantilla de casco. Los señoritos del Borde la obsequiaban mucho, y ella coqueteaba con unos y con otros, sin decidirse ni acabar de escoger, según deseaba don Ramón, que, al estilo antiguo y patriarcal, rabiaba por un nieto.
Creían los antiguos que cuando quiere castigarnos Dios, realiza nuestros deseos insensatos. De improviso, Ramoniña, dejándose de coqueteos y bromas se enamoró hasta los tuétanos, ¿y de quién? De un pobrete estudiante, hijo de un cirujano romancista y sobrino del cura de Cebre, un perdido gracioso, que hacía versos y tocaba la pandereta con las rodillas y los codos. ¡Valiente boda para la mayorazga de Novoa de Vindome, del solar de Fajardo! El padre, inquieto al principio, furioso después, hizo la oposición a rajatabla y no perdonó medio de quitarle a Ramoniña de la cabeza semejante locura. La encerró en casa; la llevó a Auriabella; rogó; avisó; amenazó; puso en juego a los frailes, al confesor, a los parientes, a las amigas, al señor obispo... En vano. La cosa estaba adelantada ya; la libertad del campo y la falta de sospecha en los primeros tiempos habían estrechado el lazo y arraigado la pasión en el alma de la señorita..., y una noche se escapó con el estudiantillo, dejando a su padre en la mayor aflicción y vergüenza.
-Hemos concluido. Que se casen -decidió el señor Novoa. Le entregaré la dote de su madre a mi hija..., y que no vuelva yo jamás a oír nombrarla ni a verla delante de mí.
Ya sabe usted lo que suele suceder. El panal de miel robada, al principio es dulce, pero acaba en hieles. El estudiante no varió de condición al casarse; con la dote de la esposa creyó poder darse vida cómoda y alegre, y no miró lo que gastaba, creyendo que, al acabarse, el señor de Novoa remediaría. Más éste fue inflexible, y cerró la puerta y la bolsa.
Los esposos se habían ido a vivir a Auriabella, y Ramoniña, triste y preocupada por más de un motivo -se decía que el marido tocaba la pandereta en sus carnes y la zurraba de firme, escribió al padre carta sobre carta, sin obtener respuesta. Había nacido un chiquitín -aquel heredero tan deseado, y cuando la criatura tuvo tres años y Ramoniña tres mil desengaños, vino a verme, para rogarme que la acompañase en la expedición que pensaba emprender al pazo de Vindome, con propósito de echarse a los pies de don Ramón, presentarle la criatura y lograr el abrazo de reconciliación y paz. «Si no veo a papá -decía, creo que me muero».
-No vaya usted -aconsejé a Romoniña. No la recibirá don Ramón. Mire usted que le he hablado poco hace, y está firme en que no ha de cruzar con usted palabra en este mundo. «Sólo en la hora de la muerte la perdonaría...» son sus palabras. Y la hora de la muerte anda lejos. El señor de Novoa parece un mozo: está fuerte, come bien, sale a cazar, no le duele nada; hasta parece que piensa en volver a casarse. Dice que se ha propuesto tener un hijo varón. Sesenta años mejor llevados, no los hay en todo el Borde.
Ramoniña me miró con expresión de honda ansiedad, de infinita angustia, e insistió en que deseaba «probar la suerte». Como la vi tan afligida, tan consumida por las penas, no supe negarme, y dispusimos la marcha.
Salimos de Auriabella a la una de la tarde, en uno de los días más largos del año; el veinte de junio. Íbamos a caballo, porque no existe carretera entre Auriabella y el pazo de Vindome. Nuestras cabalgaduras, unos jacuchos del país, trotaban duro; delante, un criado llevaba al arzón al niño; detrás, nosotras dos y un espolique; Ramoniña encaramada en el albardón, no sin miedo, porque ya se encontraba algo adelantado su segundo embarazo. El camino... ¿Usted bien conoce el camino de Auriabella a Vindome? Hasta el alto de las Taboadas, regular; pero en llegando a la iglesia de Martiños, un puro derrumbadero. Se la va a uno la cabeza si mira hacia el valle, allá en el fondo; y se marea si contempla las revueltas de un sendero estrechísimo. Es hermoso pero imponente.
Por eso, sin duda, según llegábamos a donde se divisa ya el campanario de Martiños, gritó Ramoniña que quería bajarse y andar a pie el trecho que faltaba hasta el pazo. Accedí a sus deseos, natural en su estado y situación de ánimo, y dejando a las monturas adelantarse con el espolique, nos quedamos algo rezagadas, andando despacio. El sol se ponía, y allá, en el valle, empezaba a condensarse la niebla. A aquel paso, llegaríamos a Vindome al anochecer. Ramoniña me preguntaba afanosa:
-¿Cree usted que mi padre no me dejará dormir siquiera en casa esta noche?
Se me han fijado, como si los estuviese presenciando ahora, los detalles de aquel suceso. Llegábamos junto a un pinar que se llama de las Moiras, y como se había levantado brisa, me puse el abrigo que llevaba al brazo. En esto se alzó la voz de Ramoniña, exclamando con acento de profundo terror:
-¡Jesús! ¡Jesús! ¿Oye usted? ¿Oye usted? ¡Jesús, María!
-¿Qué he de oír?
-Ahí... A la parte de Martiños... En la iglesia...
-Pero ¿qué? -repetí alarmada; tal era el espanto que la voz de mi compañera revelaba.
-¡El Oficio de difuntos! ¡Lo están cantando! ¡Lo están cantando!
Atendí a pesar mío. No se escuchaba sino el largo y quejoso murmurio de la brisa de la tarde en las copas de los pinos, y el trote, ya distante de nuestras cabalgaduras. Así se lo dije a Ramoniña, riéndome. Pero ella, abrazándose a mí, ocultando la cara en mi pecho, temblando, deshecha en sollozos, repetía:
-¡Es el Oficio de difuntos! ¡Si se oye perfectamente!... Son muchas voces... ¡Lo cantan! ¡Lo cantan!... ¡Jesús!
Hice una pausa, y el catedrático me interrumpió:
-Bien, ¿y qué? Una alucinación del oído. En estado de embarazo es lo más frecuente...
-Sí -objeté yo; pero sepa usted que, cuando llegamos al pazo de Vindome, nos encontramos con que don Ramón acababa de morir súbitamente, de apoplejía; que su cuerpo estaba caliente aún; que ni aquel día ni los anteriores se había cantado el Oficio de difuntos en la iglesia de Martiños; y que Ramoniña lo oyó distintamente desde el pinar de las Moiras; ¿ve usted?, hacia allí...

«El Imparcial», 11 marzo 1901.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El niño de san antonio

Entre varias personas de entendimiento que no tenían ni el mal gusto y la mala ventura de ser impíos, ni la fanfarronería de ser intolerantes, suscitóse la atractiva e inagotable cuestión de lo sobrenatural, viniendo a discutirse el milagro, por qué era tan frecuente antaño y hoy escasea de tal modo. Hubo quien se limitó a decir «escasez»; pero no faltó quien resueltamente pronunciase la palabra «desaparición».
Los que defendían la persistencia del milagro protestaron en nombre de las maravillas que se realizan en Lourdes los días de procesión solemne: los paralíticos curados instantáneamente al sumergirse en aquellas aguas, estremecidas, como las de la piscina probática, por el aleteo del ángel que desciende a infundirles virtud; en nombre de las llagas de Luisa Lateau -adornada por la virtud del Cielo con cinco sangrientas señales-. A esto respondieron los escépticos que las llagas de Luisa Lateau eran un fenómeno patológico ya explicado por la ciencia, y que las curaciones de Lourdes se originaban de una impresión puramente subjetiva, un sacudimiento moral que repercute en el organismo, caso comparable a los felices resultados que obtienen algunos médicos empleando el hipnotismo para combatir males que no hallan remedio en la botica. Entonces, uno de los presentes, Tristán de Cárdenas, que había guardado silencio durante la discusión, tomó la palabra, y todo el mundo calló para oírle, pues su voz era armoniosa y vibrante, y su palabra, nunca vulgar, chispeaba a veces elocuencia fogosa.
-Si ustedes creen en Dios -dijo con su habitual energía-, no comprendo cómo le regatean la omnipotencia. No niego que hay ocasiones en que esta omnipotencia se manifiesta de un modo más evidente en el orden sensible, en lo físico; pero en el orden metafísico no concibo manifestación más clara de la que diariamente, con la razón, no cesamos de percibir. ¿Suponen ustedes que no hay «milagros»? Lo que no hay es «naturaleza». Si aquí cupiese una disertación filosófica, me comprometo a probar esta que parece paradoja, siendo una verdad de Perogrullo. El milagro es inmanente. El universo es un milagro espantoso de puro grande y de puro incomprensible. No lo vemos porque formamos parte de él. Jesús dijo a una santa que suspiraba por hallarle: «Difícil es que me encuentres si no me buscas en ti misma, en tu propio corazón.»
-Bien -arguyeron interrumpiéndole: todo eso será muy cierto, pero nos quedamos lo mismo que estábamos en cuanto a explicar por qué antes abundaban los milagros en el orden sensible y ahora no se ve uno para un remedio.
-Verán ustedes cómo lo explico -dijo Tristán. Estoy conforme: en otro tiempo, Dios se manifestaba en todo su esplendor a las multitudes. Cuando separaba las aguas del mar Rojo al paso del pueblo hebreo y las juntaba contra Faraón; cuando echaba un clavo a la rueda del carro solar y sacaba aguas vivas de la peña; cuando convertía en rosas los panes y en corderos a los leones del circo; entonces, ¡quién lo duda!, las naciones y las razas se convertían en tropel y el milagro dirigía la marcha de la Historia. Ha sucedido con esto de la manifestación divina lo que con la poesía, que al principio fue épica y colectiva, y ahora ya no puede ser más que lírica e individual. Créanme ustedes: ahora hay milagros lo mismo que en la Edad Antigua, sólo que son milagros líricos, para una sola persona, y el que los siente no los cuenta, porque, dada la incredulidad general, teme que se mofen y le tengan por mentecato. Para proclamar un milagro se necesita hoy ser más valiente que el Cid. ¿Bajan ustedes los ojos? Seguro estoy de que cada cual de ustedes tiene su milagro oculto; cada cual ha percibido el calor de la zarza que ardía en el monte Horeb... ¿A que ninguno me desmiente? Lo que pasa es que nos lo guardamos... Secretum meum mihi... Créanlo ustedes: si no fuese por el miedo, saldrían aquí cosas notables. Y si no fuese por la inconsecuencia propia del hombre, y por alguno de los tres enemigos del alma, en particular... nos meteríamos en la Trapa.
No sabiendo qué oponer a argumentos tan especiosos, apretamos a Tristán de Cárdenas para que nos contase su milagro, mas no pudimos conseguirlo, se negó resueltamente, declarando que era el mayor de los cobardes y temía nuestras burlas. Sin embargo, cuando se disolvió la tertulia y quedamos solos en el gabinete, a mi primera insinuación, Tristán entornó los ojos como el que quiere recordar, y habló así:
-Al empezar mi historia, temo que lo que a mí me pareció prodigio no le parezca a usted sino un suceso casual o insignificante... Es lo que antes decíamos: los milagros, hoy día, son internos o individuales. Yo experimenté ciertas impresiones que se me figuraron causadas por la intervención directa, en mi vida, de un poder superior a todos los poderes de la tierra; si usted no comparte mi fe, respétela al menos, ya que abro mi corazón tan lealmente.
Bien sabe usted que yo tuve un niño; pero no sabrá tal vez que soy... es decir, ¡que era!, un padre amantísimo, un padrazo de ésos que viven pendientes de la salud de la criatura, que se baban al oír sus gracias y se pasan el día con ella en brazos, prestándose a sus caprichos y dejándose arrancar el bigote. Además de este cariño instintivo y natural, yo creía firmemente que mi inocente hijo era símbolo de mi ángel custodio, y que su presencia santificaba mi casa y mi espíritu. Mis pasiones y mis flaquezas las ofrecía al pie de la cuna como al pie de un altar. Se me antojaba que si yo era bueno, Dios me conservaría mi hijo. ¿Ha leído usted los poemas indios? En ellos, a cada paso, salen a relucir unos ascetas que, por la virtud de sus mortificaciones, llegan a adquirir tan sobrehumano vigor, que se imponen a los dioses mismos. La idea me agrada, y es, en el fondo, la que expresa el Evangelio al decir que el «reino de los Cielos sufre violencia». La bondad es una poderosa energía; yo me revestí de bondad, a fin de evitar una prueba que creía no tener ánimo para resistir.
La prueba vino. La criatura cayó enferma, de una de esas fiebre-cillas que al pronto no alarman, pero que, día tras día, consumen. Figúrese usted mis vigilias, mis terrores, mi calvario. Es decir, creo que no habiendo pasado por tales amarguras, ni concebirse pueden. Desesperando de los remedios humanos, miré hacia arriba y no atreviéndome a presentarme a Dios sin intercesor, abrumé a ruegos y colmé de ofertas a San Antonio de Padua, al amigo de las mujeres y de los niños, al «santo» por antonomasia, de quien yo había sido devoto siempre.
El santo no me oyó... ¡Ah! ¿Usted creía que el milagro había consistido en sanar al enfermito? ¡Bah! Milagros de ésos los hace el santo diariamente... ¿No ve usted a cada paso que un chico se echa fuera de una ventana y no se cae; que otro empuja un quinqué de petróleo, lo vuelca y no se abrasa; que éste rueda cien escaleras y no se hace ni un chichón; que aquél se mete entre las ruedas de un coche y no saca ni un rasguño? ¿No oye usted decir a las madres que sus hijos «viven de milagro»?
El mío murió. Me puse como un insensato; sí, creo que estuve fuera de juicio bastante tiempo. Me entró no «misantropía», sino otra cosa más rara: «misoteísmo», mala voluntad contra Dios y sus santos. No dejé de creer, pero sí de amar. Casi diría que aborrecí. Mis delirios, mis rabiosos pecados de aquella época, fueron otras tantas blasfemias en acción. Cesé de practicar; olvidé las oraciones; no pisé en un año los templos.
El día del aniversario de mi pequeño, a la misma hora en que había volado su blanca almita, como yo vagase sin rumbo por las calles de Madrid, me detuve a la puerta de una iglesia donde no recordaba haber estado jamás. Encontrábame tan triste, tan solo, tan anegado en las aguas del dolor, que, sin reflexionar lo que hacía, entré. Era el punto de la caída de la tarde, y lo primero que divisé en un altar lateral fue la efigie de San Antonio de Padua. Sentí como un golpe, y me acerqué vivamente colérico a pedirle cuentas al santo, a preguntarle por qué me había quitado a mi hijo, mi gloria. De pronto me quedé mudo de sorpresa. Usted habrá reparado, sin duda, en que a San Antonio de Padua siempre lo representan los escultores con el Niño en brazos. Pues bien, por primera vez en mi vida, veía un San Antonio sin niño... y mientras los ojos de la efigie parecían fijarse en los míos severamente, noté que su mano, alzando el dedo índice señalaba al cielo.
-Pero eso ¿lo imaginó usted, o lo vio en realidad? -pregunté cuando a Tristán se le calmó algo la emoción.
-¡Imaginarlo! La efigie existe, y puede usted cerciorarse cuando quiera.
-Pues, en efecto, no conocía efigies de San Antonio sin el Niño -murmuré como si hablase conmigo mismo.

«El Imparcial» 19 de febrero 1894.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El niño de cera

-La señora aguarda ya -dijo en alemán la fräulein; y Nora, dócil como suelen ser las criaturas enfermizas, echó a andar, bajó las escaleras solita, agarrándose al pasamano, y solita se metió dentro de la berlina, al lado de su mamá, que viéndola tan seria y emperifollada al empezar a rodar el coche, le dio un beso en el poco trecho de mejilla que asomaba entre el sombrerón y el alto cuello de pieles.
-¿A que no sabes adónde vamos? -preguntó alegremente, pasándose por la fría nariz el sedoso manguito. Vamos al convento. -¿A ver a la tía Leonor?
-¿Pues a quién? Y a la madre abadesa, y a las monjas todas.
Nora reflexionó, y una chispa de contento iluminó sus anchas pupilas entristecidas, dilatadas, como si hubiese tomado belladona. Por aquel tiempo de Navidad, la idea del convento se asociaba a la de mil golosinas y chucherías, de esos juguetes del claustro que encantan a los pequeños, porque son producto de un espíritu infantil...
La señora, entre tanto, vuelta la cabeza hacia el vidrio, sonreía a otras ilusiones... Viuda desde hacía dos años y medio, la osadía elegante de su toca orlada de violetas y el corte juvenil de su traje de pana morada con ribetes de piel, decían a voces, más que el alivio, el olvido del dolor. Consolada, sí. ¿Qué mal había en ello? Y si no se casaba inmediatamente, era porque no la despellejasen los murmuradores... Al cumplirse los tres años... Mientras tanto, que nada supiese Nora. ¿A qué disgustar a los chicos con cosas superiores a su alcance? Aquí se borraba la sonrisa. Aquella Nora, desde la muerte del padre, dijérase que era la verdadera viuda: como que no había vuelto a jugar ni a reír, y todas las recetas del médico y todos los cuidados de la madre no devolvían al menudo rostro de la huérfana color de salud. «Parece de cera esta niña...», decían las amigas y repetían los criados; y la señora al oírlo, sentía siempre un estremecimiento nervioso: el amarillo color aquel le recordaba otro color céreo, el de una cabeza difunta iluminada por blandones.
No se le ocurría solución alguna para el momento en que fuese forzoso enterar a la niña de que iba a tener nuevamente «papá...»; pero aquella misma mañana, víspera de Navidad, en un paseo a pie por las calles más solitarias del Retiro, a la hora en que el sol enrubia la arena con toques de esplendor, había quedado convenido que Nora entraría en el convento, en el propio convento de la Ascensión, al amparo de su tía doña Leonor Arlanza, para quedarse allí hasta una edad «presentable». «Si le dará la vida... Lo que tiene es puro mimo.» Tal era la opinión del «papá» futuro, y la señora, entre preocupada y convencida, había acabado por acceder. Al menos, cuando Nora estuviese en la Ascensión, no vería su palidez, de cirio, sus dilatadas pupilas, la expresión precozmente grave de aquella cara que cada día, facción por facción y rasgo por rasgo, traía más a la memoria la faz del muerto.
Cosa resuelta. Mientras la niña se entretenía con las monjas, que sacaban regalillos al través de la reja y se deshacían en fiestas y arrumacos, la mamá cuchicheaba con la abadesa acerca del asunto. Sí, cuestión de hacer un viaje indispensable... El viaje duraría, ¿quién es capaz de saber?, quizás un año; más aún, probablemente... Norita no había de andar rodando por las fondas... En el convento estaría al primor. Y la abadesa aprobó con la cabeza; ¿dónde mejor? Allí, con su tía, con las madres, en aquel sosiego, lejos de peligros mundanos, preparándose a la primera comunión... Que la trajese cuando gustase, sin reparo; que la trajese y vería maravillas. ¡La madre Leonor iba a ponerse poco contenta! Tener allí a la sobrinita... Y la señora, al escuchar a la anciana monja, desdentada, babosa como una abuela, perdió los escrúpulos y se decidió a soltar de lleno el peso de la maternidad. ¡Se la cuidarían! Podía apartarla de sí, correr hacia la felicidad, como el barco que libre de lastre vuela al empuje de las olas...
Subiéronse otra vez al coche la niña y la madre. Rodó la berlina por las calles casi desiertas en aquella hora y con aquel glacial frío del diciembre madrileño. Niebla gris y densa empezaba a tender sus fluidos tules, y los mecheros del alumbrado, entre ella, amarilleaban y extendían su irradiación en fantásticos círculos de claridad, como ojos inmensos de mochuelo. Nora, de pronto, tocó en el codo a la dama.
-Mira lo que llevo aquí -dijo con cierta ufanía, entreabriendo el abrigo.
Se inclinó la madre, y en una intermitencia de luz que proyectaron los faroles de la berlina, vio el bulto de un muñeco, de un nene desnudo... Era el clásico Jesusín de las monjitas, ingenuo y castamente idealista en su modelado: pero tan mísero de formas, tan chiquitín y, sobre todo, tan mortecino de color, que la señora no pudo menos de exclamar riendo:
-¡Qué feo es el pobre muñequito! ¡Si no supiese que era el Niño Dios...!
Calló al pronto Nora, y después, con énfasis, murmuró, respon-diendo a la observación de su madre:
-Feo será, pero se me parece mucho.
Y como su madre se echase a reír otra vez de la inesperada ocurrencia, añadió la chiquilla:
-Pues es verdad. Verás si fräulein dice o no que nos parecemos. ¡Si es igualito a mí! Como yo; de cera. ¿No soy yo de cera, mamá?
-¡Qué tontería! -exclamó la señora, involuntariamente acongojada por las ideas que el dicho despertaba en su conciencia. ¡Qué has de ser de cera! Eres de carne. ¡Boba!
-Pues bien he oído -insistió la niña- que soy de cera; ¡vaya!, lo he oído. Y el otro día, el jueves, cuando vinieron a verte aquellas señoras, ¿no sabes?, las de Vivaldo..., también las oí que al salir decían que por eso..., porque soy de cera..., parezco un muerto. ¿Es verdad, mamá? ¿Son de cera los muertos? ¿Está muerto este Niño? ¿Era de cera papá..., después que se murió?
La congoja de la señora adquirió intensidad física tal, como si una mano de hierro la apretase el corazón, deshaciéndoselo violentamente. El lento rodar del coche entre la niebla; la voz de la niña, apremiante y suplicante; su rostro, en que la semiobscuridad llenaba de sombra la boca y los ojos, no dejando aparecer sino las vagas blancuras de la frente y las mejillas, todo contribuía a evocar los temidos recuerdos funerarios que de tiempo en tiempo asombraban su espíritu, deseoso de borrarlos para siempre.
-¡Pero qué ha de estar muerto ese niño, hija! -tartamudeó, evadiendo la otra pregunta. ¡Si es el Niñín Jesús! ¿No sabes que ha de nacer mañana a medianoche? Mira, no digas disparates...
-Y si nace mañana..., ¿puedo yo ser su mamá? -interrogó la niña.
-No hay inconveniente... -contestó la señora con la respiración algo más desahogada, y atrayendo a sí a Nora para hacerle una caricia.
Antes de que los labios de la madre llegasen al rostro de la criatura, ésta había pegado los suyos a la carita pálida del Niño de cera, murmurando:
-Éste es mi hijo... Dormirá en mi cuarto, y ya no me separo de él. ¿Eh, mamá? Los niños.... con sus madres.
La caricia de la señora se humedeció. Un rocío fresco, ascendiendo del corazón a las pupilas, dilató su alma, en la cual la maternidad dormía, pero alentaba aún poderosamente. Y apretando a Nora con una especie de furia, con la tierna brutalidad del instinto que despierta y rompe por todo, articuló como el que pronuncia un juramento:
-Los niños, con sus madres... Claro, cielo mío.

«Blanco y Negro», núm. 451, 1889

1.005. Pardo Bazan (Emilia)