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sábado, 22 de junio de 2013

El anillo magico

En cierto reino, en cierto país, vivía un viejo con su mujer y un hijo llamado Martinka. Toda la vida se había dedicado el viejo a la caza de animales de pelo y de pluma, obteniendo así alimento para él y su familia.
Llegada su hora, el viejo cayó enfermo y falleció. Martinka y su madre le lloraron y padecieron mucho, aunque ya se sabe que a un muerto no se le puede resucitar. Así transcurrió alrededor de una semana, y entonces se dieron cuenta de que habían agotado todo el grano que les quedaba. Viendo la vieja que no tenían comida, se dijo que había llegado el momento de echar mano de los ahorros. Porque el viejo les había dejado doscientos rublos. Le daba pena descabalar aquella cantidad tan redonda, pero no tuvo más remedio. No iban a morirse de hambre, ¿verdad? De modo que sacó cien rublos y le dijo a Martinka:
-Aquí tienes cien rublos, hijo mío. Pídele prestado un caballo a algún vecino y ve a la ciudad a comprar grano. Pasaremos el invierno como podamos y, en cuanto llegue la primavera, buscaremos trabajo.
Martinka pidió prestados un carro y un caballo y se fue a la ciudad. Al pasar por delante de unos puestos de carniceros vio que se había juntado mucha gente chillando y alborotando. ¿Qué sería? Pues era que los carniceros habían agarrado a un perro de caza y lo estaban apaleando después de atarlo a un poste. El perro se debatía, aullaba, enseñaba los dientes...
-¿Qué ocurre, hermanos? -preguntó Martinka, corriendo hacia los carniceros aquellos-. ¿Por qué os ensañáis de tal manera con ese pobre perro?
-¿Y cómo no vamos a ensañarnos con el muy canalla, si ha echado a perder toda una pieza de vaca? -le contestaron.
-Bueno, hermanos, ya basta. ¿Por qué no me lo vendéis en vez de pegarle?
-Cómpralo si quieres -replicó uno de los hombres en broma-. ¡Vengan cien rublos!
Martinka sacó los cien rublos que llevaba entre la camisa y el cuerpo, los entregó a los carniceros, desató al perro y se lo llevó. El animalito se puso a hacerle fiestas y a mover el rabo: ¡demasiado comprendía que le había salvado de la muerte!
Conque llegó Martinka a su casa, y la madre le preguntó en seguida:
-¿Qué has comprado, hijo mío?
-Pues he comprado lo que por primera vez hace mi felicidad.
-¿Qué historias son ésas? ¿A qué felicidad te refieres?
-A éste: mírale. Se llama Zhurka -contestó señalando el perro.
-¿Y no has comprado nada más?
-De quedarme dinero, algo habría comprado. Pero el caso es que me he gastado los cien rublos en el perro.
-Y nosotros sin tener qué llevarnos a la boca -le reprendió la madre enfadada. Hoy he podido cocer una torta husmeando por todo el granero. Pero mañana no tendremos ni eso.
Al día siguiente le dio la madre otros cien rublos a Martinka y le dijo:
-Toma, hijito: anda a la ciudad y compra grano, pero no te gastes el dinero sin ton ni son.
Allá fue Martinka y, caminando por las calles de la ciudad, tropezó con un chico malvado que, después de cazar un gato, le había echado una cuerda al cuello y se lo llevaba a rastras hacia el río.
-¡Eh! Espera -gritó Martinka. ¿Adónde llevas a ese pobre gato?
-A ahogarlo, maldito sea...
-¿Pues qué ha hecho?
-Ha robado un pastelillo de encima de la mesa.
-En vez de ahogarlo, véndemelo.
-Si quieres comprarlo..., ¡vengan cien rublos!
Sin pensarlo poco ni mucho, Martinka sacó los cien rublos que llevaba entre la camisa y el cuerpo, se los dio al chico y se llevó el gato a su casa metido en un saco.
-¿Qué has comprado, hijito? -le preguntó la madre.
-A este gato que se llama Vaska.
-¿Y nada más?
-De quedarme dinero, algo más habría comprado.
-iHabráse visto estúpido! -gritó la madre. ¡Márchate ahora mismo de casa y búscate la pitanza donde puedas!
Martinka se marchó al pueblo de al lado a buscar trabajo.
Zhurka y Vaska le siguieron. En esto se cruzó con un pope.
-¿Adónde vas, muchacho? -le preguntó.
-A emplearme como bracero.
-Yo puedo emplearte. Sólo que yo, a mis braceros, no les pongo salario al contratarlos. Pero el que trabaja tres años para mí, luego no tiene queja.
Martinka aceptó y estuvo trabajando tres veranos y tres inviernos sin descanso para el pope. Llegada la hora de ajustar cuentas, le llamó el pope.
-¡Eh, Martinka! Ven a cobrar tu trabajo.
Luego le condujo hasta un cobertizo y, mostrándole dos sacos llenos, añadió:
-Llévate el que quieras.
Martinka se acercó a los sacos, vio que uno estaba lleno de monedas de plata y el otro de arena, y se quedó pensando: «Esto tiene que estar hecho con su cuenta y razón. Aunque luego resulte que he trabajado de balde, me llevaré el saco de arena para ver lo que pasa.» Y así se lo dijo a su amo:
-Me llevaré el saco de arena fina, bátiushka.
-A tu gusto, muchacho. Llévatelo, puesto que le haces ascos a la plata.
Martinka se cargó el saco a la espalda y se marchó en busca de otro empleo. Anda que te anda, se metió en un bosque oscuro y muy frondoso. En medio del bosque había un pequeño prado, en el prado una hoguera y en el centro de la hoguera una doncella tan linda como nadie podría imaginársela: algo de ensueño.
-Martín, hijo de una viuda -dijo la doncella: si quieres alcanzar la felicidad, sálvame a mí. Apaga las llamas con esa arena que te ha costado tres años de trabajo.
«Verdaderamente -pensó Martinka, en lugar de ir cargado con este peso, más vale salvar a una persona. La arena no es ningún tesoro. Hay de sobra en todas partes.»
Soltó el saco, lo desató y empezó a cubrir de arena las llamas, que al instante se extinguieron. La linda doncella pegó contra el suelo, se transformó en serpiente y, saltando sobre el pecho del apuesto mancebo, se enroscó en torno a su cuello lo mismo que un dogal. Martinka se sobresaltó.
-No temas -profirió la serpiente-. Ve ahora hasta los confines de la tierra, hasta el más lejano de los países, al reino subterráneo que gobierna mi padre. Cuando llegues a su corte, te ofrecerá mucho oro y plata y piedras preciosas, pero tú no aceptes nada: pídele tan sólo la sortija que lleva en el dedo meñique. No es una sortija cualquiera, pues basta pasarla de una mano a otra para que se presenten doce mocetones y hagan en una noche todo lo que se les pida.
Nuestro Martinka se puso en camino y, anda que te anda, no sé si poco o mucho, no sé si despacio o aprisa, llegó al más lejano de los reinos y se encontró frente a una roca muy grande. La serpiente se soltó de su cuello, pegó contra la tierra húmeda y se convirtió de nuevo en una linda doncella.
-Sígueme -le dijo a Martinka, y se deslizó por debajo de la roca señalándole el camino.
Anduvieron mucho rato por un túnel, cuando de pronto vieron a lo lejos una claridad que empezó a aumentar, aumentar, hasta que se encontraron en un vasto campo, bajo el cielo límpido. En aquel campo se alzaba un magnífico palacio y en el palacio habitaba el padre de la linda doncella, que era el zar de aquel lugar subterráneo.
Los caminantes penetraron en unos aposentos de mármol blanco y el zar los acogió cariñosamente.
-Amada hija mía, ¿dónde has estado oculta tantos años? -preguntó.
-¡Padre y señor mío! Jamás me habrías visto ya, de no ser por este hombre que me salvó de una muerte espantosa y luego me ha traído a mis lugares natales.
-Gracias, valeroso joven -dijo el zar-. Tu buena acción merece recompensa. Puedes coger toda la cantidad que quieras de oro, plata y piedras preciosas.
Pero Martín, el hijo de una viuda, contestó:
-No necesito oro, plata ni piedras preciosas, majestad. Si alguna recompensa quieres darme, sea un anillo de tu real mano: el del meñique. Yo estoy soltero y la soledad se me hará más llevadera contemplando tu anillo mientras pienso en una prometida.
El zar se quitó inmediatamente el anillo y se lo entregó a Martinka con estas palabras:
-Tómalo y disfrútalo en buena hora, pero a nadie le hables de él si no quieres padecer una gran desgracia.
Martín, hijo de una viuda, le dio las gracias al zar, tomó el anillo y una pequeña cantidad de dinero para el camino y regresó por donde había venido. Así volvió a su tierra, no sé si tardando poco o mucho, no sé si andando de prisa o despacio; buscó a su vieja madre y fueron viviendo sin penas ni necesidades. Pero le entró a Martinka el deseo de casarse y se empeñó en que su madre se ocupara de ese menester.
-Preséntate al rey -le dijo- y pídele para mí la mano de su hija, la linda princesa.
-¡Pero, hijo! -protestó la vieja. Mejor será que elijas a una joven de tu condición. ¡Valiente ocurrencia! ¿Para qué voy a presentarme yo al rey? Se enfadará, claro, y ordenará que nos maten a ti y a mí.
-No te preocupes, mátushka. Si te digo yo que vayas, por algo será. Tú ven a decirme lo que haya contestado el rey, pero no vuelvas a casa sin una respuesta.
La vieja se vistió, y allá fue al palacio real. Nada más llegar, se dispuso a subir por la escalera principal sin hacerse anunciar siquiera. En seguida le echaron mano los centinelas:
-¡Alto, vieja bruja! ¿Adónde demonios vas? Por aquí no entran ni siquiera los generales sin hacerse anunciar...
-iHabráse visto, los muy...! -replicó la vieja a gritos. Quiero pedir la mano de la princesa para mi hijo. ¿Vais a cortarme vosotros el paso?
Armó un alboroto terrible. Hasta el punto de que el rey, al escuchar sus gritos, se asomó a una ventana y ordenó que la dejaran pasar. Conque entró la vieja en los aposentos del soberano, rezó delante de los iconos y luego saludó al rey.
-He venido a decir, con la venia y sin ánimo de ofender, que tengo comprador para la prenda que vos tenéis. El comprador es mi hijo Martinka, un chico inteligentísimo, y la prenda es vuestra hija, la linda princesa. ¿No querríais casarla con mi Martinka? Harían una pareja perfecta.
-¿Pero qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca? -se indignó el rey.
-En absoluto, majestad. Sólo espero vuestra respuesta.
El rey convocó al instante a todos los señores ministros y se pusieron a cavilar, y venga a cavilar, sobre qué respuesta darle a aquella vieja. Hasta que se les ocurrió lo siguiente: que Martinka construyera, en el transcurso de veinticuatro horas, un espléndido palacio unido al palacio del rey por un puente de cristal, flanqueado a ambos lados por árboles cuajados de manzanas de oro y plata en cuyas ramas cantasen aves de toda clase, y, además, una catedral de cinco cúpulas, de manera que hubiese lugares adecuados donde celebrar la ceremonia y donde festejar la boda. Si Martinka lograba hacer todo aquello, se le concedería la mano de la princesa como recompensa a su mucho talento. Si no lo hacía, a la vieja y a él se les condenaría a ser decapitados.
Con estas palabras despidieron a la vieja, que se encaminó a su casa tambaleándose y anegada en amargo llanto. Cuando vio a Martinka exclamó:
-¡Hijo mío! Razón tenía yo al decirte que era una ocurrencia descabellada. Y tú sin hacerme caso. Pues caro lo vamos a pagar, porque mañana nos cortarán la cabeza a los dos.
-Tranquilízate, mátushka. Verás cómo no sucede nada. Haz tus oraciones y acuéstate a descansar, que la noche es buena consejera.
A medianoche se levantó Martinka de la cama, salió al patio, que era muy espacioso, y se cambió el anillo de una mano a la otra. Al instante se presentaron doce mocetones, todos igualitos: las mismas facciones, el mismo cabello, la misma voz...
-¿Qué se te ofrece, Martin, hijo de una viuda?
-Pues se me ofrece que, para cuando amanezca, hayáis construido en este patio un palacio espléndido, unido al palacio del rey por un puente de cristal, flanqueado a ambos lados por árboles cuajados de manzanas de oro y plata en cuyas ramas canten aves de toda clase, y, además, una catedral de cinco cúpulas para tener lugares adecua-dos donde celebrar la ceremonia y donde festejar la boda.
-Mañana estará todo listo -dijeron los doce mocetones.
Se dispersaron en distintas direcciones, trajeron de todas partes operarios y carpinteros, y empezaron las obras a una velocidad vertiginosa.
A la mañana siguiente, Martinka no se despertó en su isba, sino en unos bellos y lujosos aposentos. Salió y, desde lo alto del porche, vio que todo estaba listo: el palacio, la catedral, el puente de cristal, los árboles cargados de manzanas de oro y plata. También por entonces salió el rey a su balcón, miró con un catalejo y se quedó pasmado al ver que todo se había hecho según sus órdenes. Entonces llamó a la linda princesa y le dijo que se dispusiera a desposarse.
-No pensaba yo, ni por lo más remoto, casarte con un hijo de campesinos -lamentó-; pero no se puede evitar ya.
Conque, mientras la princesa se aseaba, se perfumaba y ataviaba lujosamente, Martinka, hijo de una viuda, salió al espacioso patio y se cambió el anillo de una mano a otra, haciendo aparecer al punto a los doce mocetones como si surgieran de bajo tierra.
-¿Qué se te ofrece? ¿Qué deseas? -preguntaron.
-Quiero que me traigáis una casaca de boyardo, muchachos, y me preparéis una carroza dorada con un tronco de seis caballos.
-Ahora mismo estará todo.
En un abrir y cerrar de ojos le trajeron la casaca. Martinka se la puso, y le quedaba como si se la hubieran hecho a la medida. Miró hacia afuera, y ya estaba al pie de la escalinata una carroza con un tronco de seis caballos maravillosos cuyas crines eran mitad de plata y mitad de oro.
Martinka subió a la carroza y se dirigió hacia la catedral, donde las campanas llevaban repicando ya mucho tiempo y se había juntado una multitud de gente. Poco después llegaron la novia con sus damas y sus doncellas y el rey con sus ministros.
Se celebró la ceremonia y Martinka, hijo de una viuda, tomó la mano de la linda princesa, convertida ya en su esposa. El rey entregó una fuerte dote a su hija, confirió un alto cargo a su yerno y dio un gran festín.
Así vivieron los recién casados un mes, y dos, y tres, durante los cuales Martinka hacía construir a diario nuevos palacios y nuevos jardines. Pero la princesa no estaba nada conforme con que la hubiesen casado con un simple campesino y no con un zarévich o un príncipe. Y se puso a pensar en el modo de deshacerse de él. Pero, eso sí, fingiendo todo lo contrario. Le colmaba de atenciones, procuraba agradarle en todo, aunque tratando de sonsacarle su secreto. Claro que Martinka callaba, sin dejarse embaucar.
Sin embargo, una vez que se acostó a descansar después de una visita al rey durante la cual había bebido bastante, la princesa se acercó a él con muchos mimos y caricias y, a fuerza de palabras dulces, logró sonsacar a Martinka la historia del anillo mágico.
«Bien, hombre -se dijo la princesa; pues ahora verás.» Y, en cuanto se quedó profundamente dormido, le quitó el anillo del dedo meñique, salió al patio y se lo cambió de una mano a la otra. Al instante se presentaron los doce mocetones preguntando:
-¿Qué deseas y qué se te ofrece, linda princesa?
-Oídme, muchachos: quiero que mañana por la mañana no haya aquí palacio ni catedral ni puente de cristal, sino la vieja y pequeña isba de antes. Quiero que mi marido vuelva a su miseria y que a mí me llevéis a los confines de la tierra, al más lejano de los reinos, al país de los ratones. La vergüenza me impide vivir aquí por más tiempo.
-Acatamos tus órdenes y todo se hará según tus deseos.
Un ramalazo de viento arrebató al instante a la princesa y se la llevó a los confines de la tierra, al país de los ratones.
Cuando el rey se despertó al día siguiente y miró con el catalejo desde el balcón, no vio ya el palacio, el puente de cristal ni la catedral de cinco cúpulas, sino tan sólo una vieja y pequeña isba.
«¿Qué habrá sucedido? -se preguntó. ¿Cómo habrá desaparecido todo?»
Sin pérdida de tiempo, envió a un ayudante a enterarse de lo que allí había pasado. El ayudante partió al galope, lo observó todo y regresó para informar a su soberano:
-Majestad: allí donde estaba el fastuoso palacio no hay más que la vieja isba destartalada de antes. En ella habitan vuestro yerno y su madre, pero no hay ni rastro de la linda princesa ni sabe nadie dónde se encuentra actualmente.
El rey convocó su gran consejo para juzgar a Martinka por haber seducido a la linda princesa con sus malas artes y por haberla hecho desaparecer. El consejo sentenció que Martinka sería emparedado en un pilar muy alto, sin pan ni agua, hasta que se muriese allí de hambre.
Llegaron unos albañiles y levantaron un pilar dentro del que emparedaron a Martinka sin dejarle más que un huequecito por donde entrara la luz. Allí quedó el pobre encerrado sin pan ni agua, anegado en llanto. Pasó un día, luego otro y otro más...
Pero Zhurka, el perro, se enteró de la desgracia y corrió a la isba de Martinka. Allí encontró a Vaska, ronroneando tan feliz.
-iVaska, eres un canalla! -le gritó indignado. Estás aquí tumbado, so gandul, sin enterarte de que a nuestro amo lo han emparedado en un pilar de ladrillos... Por lo visto no te acuerdas ya de su buena acción, de que dio cien rublos para salvarte de la muerte. ¡De no ser por él, te habrían comido ya los gusanos, maldito! ¡Levántate ahora mismo! Debemos ayudarle con todas nuestras fuerzas.
El gato Vaska se tiró de un salto desde el rellano de la estufa y corrió con Zhurka en busca de su amo. Cuando llegaron al pilar, trepó hasta arriba y se metió por el agujero.
-¡Hola, mi amo! ¿Aún estás con vida?
-Poca me queda ya -contestó Martinka. Sin pan ni agua, pronto moriré de inanición.
-Aguarda y no te apures, que nosotros te traeremos de comer y de beber -prometió Vaska, y volvió a salir por el agujero.
-Amigo Zhurka -le dijo entonces al perro, nuestro amo está a punto de morirse de hambre. ¿Qué podemos hacer por él?
-Si no se te ocurre una solución, tú eres tonto, Vaska. Vamos a andar por ahí y, en cuanto veamos a un panadero con su cesta de panecillos, yo me meteré entre sus piernas para que tropiece y se le caiga la cesta de la cabeza. Entonces espabílate tú, agarra todos los panecillos y los bollos que puedas y llévaselos a nuestro amo.
En efecto, llegaron a la calle principal y vieron venir hacia ellos a un panadero con su cesta. Zhurka se le metió entre las piernas, el panadero se tambaleó y dejó caer la cesta, de la que se desperdigaron todos los panecillos. Del susto, echó a correr hacia otro lado, porque ¿y si estaba rabioso el perro, verdad? Un accidente puede ocurrir en cualquier momento.
El gato Vaska le echó en seguida la garra a un panecillo y lo llevó corriendo a su amo. Volvió a buscar otro, y otro más... Del mismo modo asustaron a un hombre que llevaba tarteras con sopas de col y también consiguieron algunas botellas para su amo.
Vaska y Zhurka hicieron luego el propósito de llegar hasta los confines de la tierra, al país de los ratones, para recuperar el anillo mágico. Como el viaje era largo y exigiría mucho tiempo, le llevaron a Martinka galletas, rosquillas y toda clase de víveres, para un año entero, aunque advirtiéndole:
-Ojo, nuestro amo: come y bebe, pero con tiento, para que estas provisiones te alcancen hasta nuestro regreso. .
Luego se despidieron de Martinka y emprendieron su viaje.
Fueron caminando, no sé si mucho o poco tiempo, no sé si aprisa o despacio, hasta que llegaron a la orilla del mar.
-Espero llegar nadando hasta la otra orilla. ¿Tú qué crees? -preguntó Zhurka a Vaska.
-Pues... que yo no sé nadar y me ahogaré en seguida.
-Entonces súbete encima de mí.
Vaska montó a lomos del perro, se agarró con las uñas a sus lanas para no caerse y así cruzaron el mar hasta la otra orilla, llegando al más lejano de los reinos, al país de los ratones.
Allí no se veía ni una sola persona. La cantidad de ratones, en cambio, era incalculable: por todas partes andaban en bandadas. Zhurka le dijo entonces al gato Vaska:
-¡Manos a la obra, amigo! Tú, a cazar y a matar ratones, que yo iré juntándolos y amontonándolos.
Vaska, para quien ese género de caza era habitual, se lió a zarpazos y, ratón que agarraba, ratón que dejaba tieso. Zhurka, que apenas podía seguir su ritmo para juntarlos, había hecho con ellos una verdadera montaña al cabo de una semana. Era un azote para el país. Viendo el zar de los ratones que su población disminuía a ojos vistas y que muchos de sus súbditos habían sufrido una muerte cruel, salió de su ratonera y les dijo a Zhurka y a Vaska:
-Os saludo humildemente, poderosos bogatires, y vengo a pedir compasión para mi pobre pueblo. No lo exterminéis. Decidme lo que deseáis y haré lo que esté a mi alcance para serviros.
-En tu reino -contestó entonces Zhurka- hay un palacio donde habita una linda princesa, y esa princesa le ha robado a nuestro amo un anillo mágico. Si no rescatas ese anillo, morirás tú y desaparecerá tu reino, porque lo arrasaremos todo.
-Esperad un momento -rogó el zar de los ratones: convocaré a mis súbditos y les preguntaré lo que saben ellos.
Inmediatamente convocó a los ratones, grandes y pequeños, inquiriendo si no se atrevería alguno a entrar en palacio, llegar hasta la princesa y rescatar el anillo mágico. Se ofreció un ratoncito.
-Yo voy a menudo a palacio -dijo. He observado que la princesa lleva el anillo puesto en el meñique durante el día y que, cuando se acuesta a dormir por la noche, se lo mete en la boca.
-Bueno, pues procura quitárselo. Si lo consigues, sabré recompensarte como lo que soy.
El ratoncillo aguardó a que se hiciera de noche, se coló en palacio y llegó sigilosamente hasta los aposentos de la princesa, que estaba profunda-mente dormida. Trepó a la cama, le metió el extremo del rabo a la princesa en la nariz y se puso a hacerle cosquillas. La princesa estornudó, dejando escapar el anillo, que cayó a la alfombra. El ratoncillo saltó abajo de la cama, agarró el anillo entre los dientes y se lo llevó a su zar.
El zar, a su vez, entregó el anillo a los poderosos bogatires que eran el gato Vaska y el perro Zhurka. Ellos le dieron las gracias y luego se pusieron a pensar en poder de cuál de los dos estaría más seguro el anillo.
-Déjamelo a mí y te aseguro que no lo perderé -dijo Vaska.
-De acuerdo -accedió Zhurka-. Pero cuídalo más que a las niñas de tus ojos.
El gato se metió el anillo en la boca y los dos emprendieron el camino de vuelta.
Llegaron a la orilla del mar, Vaska se montó a lomos de Zhurka, agarrándose bien con las uñas a sus lanas; Zhurka se metió en el agua y empezó a nadar. Así nadó una hora, luego otra... Pero de repente apareció un cuervo negro y se lió a darle picotazos a Vaska en la cabeza. El pobre gato no sabía qué hacer ni cómo defenderse. Si le pegaba un zarpazo, podía perder el equilibrio, caerse al mar y ahogarse. Si le bufaba, quizá dejase escapar el anillo. ¡Nada, que no encontraba salida! Aguantó mucho rato, pero al fin estalló: el cuervo había convertido su pobre cabeza en una pura llaga. Furioso, Vaska se defendió a dentelladas, pero el anillo cayó al mar. El cuervo remontó el vuelo y escapó hacia unos bosques oscuros.
Nada más llegar a la orilla, Zhurka le preguntó a Vaska por el anillo.
-Perdóname, Zhurka -contestó el gato con la cabeza gacha-: se me ha caído al mar.
-¡Maldito estúpido! -arremetió contra él Zhurka. Ya puedes dar gracias a Dios de que no me enterase antes, porque te habría echado al mar para que te ahogaras. ¿Cómo nos presentamos ahora a nuestro amo? Tírate inmediata-mente al agua y saca el anillo o muérete tú.
-¿Y qué adelantamos con que me muera yo? Mejor será recurrir otra vez a la astucia: vamos a cazar a los cangrejos, como antes cazamos a los ratones, y quizá tengamos la suerte de que nos ayuden a encontrar el anillo.
Aceptó Zhurka la idea, y juntos se pusieron a recorrer la orilla, matando cangrejos y juntándolos hasta que hicieron un montón tremendo. En esto salió del mar un cangrejo muy grande a tomar un poco el aire. Zhurka y Vaska cayeron en seguida sobre él, acometiéndole desde todas partes.
-No me matéis, poderosos bogatires -rogó el cangrejo-. Yo soy el zar de todos los cangrejos. Decidme lo que queréis, y cumpliré vuestros deseos.
-Se nos ha caído un anillo al mar. Si deseas nuestra benevolencia, búscalo y tráelo. De lo contrario, devastaremos todo tu reino.
El zar de los cangrejos convocó inmediata-mente a sus súbditos y les preguntó si sabían algo del anillo.
-Yo sé dónde está -aseguró un cangrejo pequeñito: en cuanto el anillo cayó al mar azul, un pez beluga[1] lo agarró y se lo tragó delante de mí.
Todos los cangrejos se lanzaron al instante en busca del pez beluga por el mar. Cuando dieron con él, lo acorralaron y la emprendieron a pellizcos. Acosándole con sus pinzas, no le daban ni un momento de respiro. El pez trataba de escapar de un lado para otro, daba vueltas y más vueltas, hasta que terminó varado en la playa. El zar de los cangrejos salió del agua y les dijo al gato Vaska y al perro Zhurka:
-Aquí tenéis al pez beluga, poderosos bogatires. Tratadlo sin compasión, porque él se tragó vuestro anillo.
Zhurka corrió al pez y empezó a devorarlo por la cola. «¡Menudo atracón voy a darme!», pensaba.
Pero el pícaro del gato, que se imaginaba muy bien dónde podría estar el anillo, dio muy pronto con él abriéndole un agujero en el vientre al pez y sacándole los intestinos. Agarró el anillo entre los dientes y escapó a toda prisa, pensando: «Ahora llego donde el amo, le devuelvo el anillo y le digo que todo ha sido obra mía. Y entonces me querrá a mí más que a Zhurka.»
Entre tanto, Zhurka había terminado de comer y, cuando miró a su alrededor, no vio a Vaska. En seguida adivinó la treta de su compañero y que quería ganarse los favores del amo con malas artes.
-¡Te equivocas, bandido! -exclamó. En cuanto te alcance, te hago pedazos.
Corrió Zhurka detrás de Vaska hasta que lo alcanzó, profiriendo terribles amenazas. Pero Vaska descubrió un abedul en medio del campo, trepó por el tronco y se agazapó en lo más alto.
-¡Allá tú! -dijo Zhurka. No vas a pasarte la vida allá arriba. Algún día querrás bajar. Yo no pienso moverme de aquí.
Tres días se pasó Vaska en lo alto del abedul, y tres días estuvo Zhurka acechándole, sin quitarle el ojo de encima... Hasta que el hambre los obligó a hacer las paces.
Así que hicieron las paces, marcharon juntos a ver a su amo. Llegaron al pie del pilar, Vaska se metió por el agujero y preguntó:
-¿Estás vivo, mi amo?
-¡Hola, Vaska! Ya pensaba que no volveríais. Llevo tres días sin una miga de pan.
El gato le entregó el anillo mágico. Martinka esperó la medianoche, se pasó el anillo de una mano a otra, y al instante se le presentaron los doce mocetones preguntando:
-¿Qué deseas? ¿Qué se te ofrece?
-Muchachos: quiero que levantéis de nuevo mi palacio, el puente de cristal y la catedral de cinco cúpulas y que llevéis allí a mi malvada esposa. Y que todo esté listo por la mañana.
Dicho y hecho. Cuando el rey se despertó a la mañana siguiente, salió al balcón y miró con el catalejo: vio que en lugar de la pequeña isba se alzaba un fastuoso palacio unido con el suyo por un puente de cristal y flanqueado de árboles cubiertos de manzanas de oro y plata.
El rey pidió su carroza y fue a enterarse en persona de si todo volvía a estar como antes o eran figuraciones suyas.
Martinka salió a recibirle a la puerta y, tomando sus augustas manos, le condujo a los lujosos aposentos. Allí le puso al corriente de todo.
-Esto es lo que ha hecho la princesa conmigo -terminó.
El rey ordenó entonces que fuera ejecutada. En cumplimiento de su augusto mandato, la malvada esposa fue atada a la cola de un potro salvaje que soltaron luego en plena campo. El potro partió como una flecha por trochas y barrancos, despedazando así el blanco cuerpo de la princesa.
En cuanto a Martinka, sigue viviendo tan campante.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)


[1] Beluga: Uno de los mayores peces de río conocidos. Excepcional-mente han llegado a encontrarse ejemplares de hasta nueve metros de largo y dos toneladas de peso. Es un pez de gran longevidad, que puede llegar a vivir cien años.

El alfarero

Iba de camino un alfarero, cuando se encontró con un hombre.
-¿No podrías tomarme de operario? -preguntó el hombre.
-¿Sabes tú hacer pucheros?
-¡Pues claro que sí!
Concertaron el trato, se dieron la mano y continuaron el camino juntos. Llegaron a casa del alfarero y dijo el nuevo operario:
-Prepara cuarenta carretadas de arcilla, mi amo, y mañana pondré manos a la obra.
El amo preparó las cuarenta carretadas de arcilla. Pero el operario, que era el propio diablo, habló así:
-Yo trabajaré por las noches. Y tú no debes entrar en el cobertizo donde yo trabaje.
-¿Y eso por qué?
-Pues porque no. Y si entras peor para ti.
Se hizo de noche. A las doce en punto pegó una voz el demonio y al instante acudieron muchos diablejos, que se pusieron a hacer pucheros atronando la casa de tanto alboroto como armaron.
-Iré a ver lo que hace -dijo el amo muerto de curiosidad.
Se acercó al cobertizo, miró por una rendija y vio a todos los diablejos, en cuclillas, haciendo pucheros. Solamente uno de ellos, cojo, no trabajaba, sino que estaba vigilando. En esto descubrió al alfarero. Agarró un puñado de arcilla y se lo lanzó con tanta puntería que le acertó en un ojo. Conque el alfarero volvió a su casa tuerto, mientras en el cobertizo aumentaba el estrépito.
Por la mañana dijo el operario:
-Mi amo: ve a contar los pucheros que he hecho en una noche.
El alfarero contó cuarenta mil pucheros.
-Ahora prepara diez carretadas de leña porque esta noche coceré los pucheros.
A medianoche volvió a pegar una voz el demonio, acudieron diablejos de todas partes, rompieron hasta el último puchero, metieron los cascotes en el horno y se pusieron a cocerlos.
«¡Todo el trabajo perdido!», pensó el alfarero, que estaba mirando por una rendija después de trazar la señal de la santa cruz encima.
Pero al día siguiente le llamó el operario:
-Ven a ver qué te parece el trabajo.
El alfarero fue a ver, y allí estaban los cuarenta mil pucheros intactos, y a cuál mejor.
A la tercera noche llamó el demonio a los diablejos, que pintaron los pucheros de distintos colores y los cargaron todos en un carro.
Esperó el alfarero a que fuese día de mercado y llevó los pucheros a la ciudad para venderlos.
Entre tanto, el demonio había ordenado a sus diablejos que recorrieran todas las casas y todas las calles voceando los pucheros para que la gente los comprara.
Efectivamente, la gente acudió al mercado, rodeó al alfarero y en media hora se habían agotado los pucheros. El alfarero volvió a su casa con un saco de dinero.
-Ahora -le dijo el diablo- vamos a partir las ganancias.
Conque partieron las ganancias por la mitad. El demonio agarró su parte, se despidió del alfarero y desapareció.
Una semana después fue el hombre con otros pucheros a la ciudad, pero se pasó las horas muertas en el mercado sin que nadie le comprara nada. Al contrario: todos pasaban de largo y además le insultaban.
-¡Demasiado sabemos cómo son tus pucheros, viejo bribón! Muy bonitos de vista, pero se deshacen en cuanto les echan agua dentro. ¡Quia, hombre! No vas a engañarnos más.
Todos dejaron de comprarle pucheros y el hombre cayó en la miseria. De la pena se entregó a la bebida y acabó rodando de taberna en taberna.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

El aguila y la granja

Vivía en Rusia una graja con ayas y criadas, con sus hijitos pequeños, rodeada de vecinos. Llegaron por allí unos cisnes, anidaron y pusieron huevos; pero la graja empezó a robar los huevos y a maltratar a los cisnes.
Un mochuelo que volaba casualmente por allí vio que la graja maltrataba a los cisnes, y fue a contárselo al águila real. Llegó y le dijo:
-Aguila real, bátiushka: castiga a esa malvada graja como se merece.
El águila real mandó en busca de la graja a un gorrión, por ser el mensajero más despabilado. El gorrión partió inmediatamente para traer a la graja. Ella intentó resistirse, pero el gorrión la condujo por fin, a empellones, a presencia del águila real.
Empezó a acusarla el águila:
-¡Graja dañina, que tienes la cabeza vacía, un pico asqueroso y la cola mi...osa! Estás acusada de echarle el ojo a lo que no es tuyo y de haber robado huevos a los cisnes.
-¡Eso es un infundio, águila real! Un infundio, y nada más.
-También se te acusa de salir al campo con toda tu panda a escabar el grano cuando el campesino lo tiene sembrado.
-¡Eso es un infundio, águila real! Un infundio, y nada más.
-Otra fechoría es que tú y tu panda también escarbáis y echáis a perder los haces de espigas cuando las mujeres se marchan del campo después de segar.
-¡Eso es un infundio, águila real! Un infundio, y nada más.
La graja fue condenada a ir a la cárcel.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

El adivino

Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino.
Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó:
-¿Y qué me darás por mi trabajo?
-Un pud de harina y una libra de manteca.
-Está bien.
Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana.
Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol.
El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo:
-Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol.
Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país.
Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.
Entonces el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así:
«Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten.»
Lo llevaron ante el zar, y éste le dijo:
-¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza.
Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores:
-Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano.
Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo.
El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí.»
El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo:
-¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar.
Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó:
-¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.
Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles:
-¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.»
-Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta.
En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:
-¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero.
El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo:
-¡Oh amigos, también me ha reconocido!
Entonces el cocinero les propuso:
-Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición.
Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó:
-¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!
Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicán-dole:
-Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí tienes el anillo.
-Bueno; por esta vez los perdono -contestó el adivino.
Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo.
Por la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó:
-¿Has pensado bastante?
-Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha.
Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín.
Cuando el zar paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio.
-Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño.
El campesino se asustó y murmuró entre dientes:
-Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar.
-¡Es verdad! ¡Has acertado! -exclamó el zar.
Y dándole aún más dinero lo dejó irse a su casa colmado de honores.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

El abedul y los tres halcones

Un soldado había acabado el servicio y volvía a su tierra con la licencia absoluta. Iba caminando, cuando se topó con el demonio.
-¡Alto, soldado! ¿A dónde vas?
-A mi tierra.
-¿Y para qué, si no tienes allí a nadie? Mejor será que te quedes a trabajar para mí. Te pagaré muy bien.
-¿Y en qué consiste el trabajo?
-Muy sencillo. Necesito hacer un viaje más allá de los mares azules, a la boda de mi hija. Pero tengo tres halcones en casa, y tú te quedarás al cuidado de ellos hasta mi regreso.
El soldado aceptó. «Sin dinero -pensó, no se va a ninguna parte. Haciendo lo que el demonio me propone, algo ganaré...»
Entonces el demonio lo llevó a su casa y se marchó más allá de los mares azules. El soldado anduvo recorriendo los aposentos hasta que, aburrido, salió al jardín. En el jardín había un abedul, que le dijo de pronto con palabra humana:
-Soldado: acércate a tal aldea y dile al sacerdote que te dé lo que ha visto esta noche en sueños.
El soldado fue adonde le habían mandado y el sacerdote le dio en seguida un libro.
-Toma. Llévatelo.
El soldado regresó con el libro, y le dijo el abedul:
-Gracias, bravo soldado. Ahora, ponte aquí al lado y lee.
Empezó el soldado a leer, leyó toda la noche y, según leía, una hermosa doncella fue saliendo del abedul hasta la altura del pecho. A la segunda noche que leyó, la hermosa doncella salió del abedul hasta la cintura y, a la tercera noche, la hermosa doncella salió entera del abedul. Le dio un beso al soldado y dijo:
-Soy hija de un zar. Los demonios me robaron y me convirtieron en abedul. Y los tres halcones son mis hermanos, que intentaron salvarme, pero también los apresaron a ellos.
No había hecho más que pronunciar estas palabras la zarevna, cuando acudieron los tres halcones, pegaron contra la tierra húmeda y se convirtieron en apuestos mancebos.
Los tres hermanos y la hermana volvieron entonces a casa de sus padres y pidieron al soldado que los acompañara.
El zar y su esposa se llevaron una gran alegría al verlos, recompensaron generosamente al soldado, le dieron a la zarevna por esposa y les dijeron que se quedaran a vivir allí.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)


La mancha hiptalmica

-¿Qué tiene esa pared?
Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.
Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.
-¿P... pared? -formuló al rato.
Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.
-No es nada -contesté. Es la mancha hiptálmica.
-¿Mancha?
-… hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.
-¿Qué dices? -le pregunté inquieto.
-¡Qué sueño más raro! -me respondió, angustiada aún.
-¿Qué era?
-No sé, tampoco... Sé que era un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!
-¡Trata de acordarte, por Dios! -la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro…
Mi mujer hizo un esfuerzo.
-No puedo… No me acuerdo más que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.
-¿Qué?...
-Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica
-¡Raro! -murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.
Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.
-¡Si... sí! -se reía. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé...
-¿Un diente?..
—No sé; creo que sí...
Durante el día bromeamos aún con aquello, y de noche mientras mi mujer se desnudaba, le grité de pronto desde el comedor:
-A que no...
-¡Sí! ¡La mancha hiptálmica! -me contestó riendo. Me eché a reír a mi vez, y durante quince días vivimos en plena locura de amor.
Después de este lapso de aturdimiento sobrevino un período de amorosa inquietud, el sordo y mutuo acecho de un disgusto que no llegaba y que se ahogó por fin en explosiones de radiante y furioso amor.
Una tarde, tres o cuatro horas después de almorzar, mi mujer, no encontrándome, entró en su cuarto y quedó sorprendida al ver los postigos cerrados. Me vio en la cama, extendido como un muerto.
-¡Federico! -gritó corriendo a mí.
No contesté una palabra, ni me moví. ¡Y era ella, mi mujer! ¿Entienden ustedes?
-¡Déjame! -me desasí con rabia, volviéndome a la pared.
Durante un rato no oí nada. Después, sí: los sollozos de mi mujer, el pañuelo hundido hasta la mitad en la boca.
Esa noche cenamos en silencio. No nos dijimos una palabra, hasta que a las diez mi mujer me sorprendió en cuclillas delante del ropero, doblando con extremo cuidado, y pliegue por pliegue, un pañuelo blanco.
-¡Pero desgraciado! -Exclamó desesperada, alzándome la cabeza. ¡Qué haces!
¡Era ella, mi mujer! Le devolví el abrazo, en plena e íntima boca.
-¿Qué hacía? -le respondí. Buscaba una explicación justa a lo que nos está pasando.
-Federico... amor mío... -murmuró.
Y la ola de locura nos envolvió de nuevo.
Desde el comedor oí que ella -aquí mismo- se desvestía. Y aullé con amor:
-¿A que no?...
-¡Hiptálmica, hiptálmica! respondió riendo y desnudándose a toda prisa.
Cuando entré, me sorprendió el silencio considerable de este dormitorio. Me acerqué sin hacer ruido y miré. Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía atada la cara con un pañuelo.
Corrí suavemente la colcha sobre la sábana, me acosté en el borde de la cama, y crucé las manos bajo la nuca.
No había aquí ni un crujido de ropa ni, una trepidación lejana. Nada. La llama de la vela ascendía como aspirada por el inmenso silencio.
Pasaron horas y horas. Las paredes, blancas y frías, se oscurecían progresivamente hacia el techo... ¿Qué es eso? No sé...
Y alcé de nuevo los ojos. Los otros hicieron lo mismo y los mantuvieron en la pared por dos o tres siglos. Al fin los sentí pesadamente fijos en mí.
-¿Usted nunca ha estado en el manicomio? -me dijo uno.
-No que yo sepa... -respondí.
-¿Y en presidio?
-Tampoco, hasta ahora...
-Pues tenga cuidado, porque va a concluir en uno u otro.
-Es posible... perfectamente posible... -repuse procurando dominar mi confusión de ideas.
Salieron.
Estoy seguro de que han ido a denunciarme, y acabo de tenderme en el diván: como el dolor de cabeza continúa, me he atado la cara con un pañuelo blanco.

Cuento de la selva

1.044. Quiroga (Horacio)