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lunes, 15 de septiembre de 2014

Supercheria - Cap. VI

Caterina Porena abrió, por fin, los ojos, que eran pardos; y Serrano, con el ansia de un enamorado entre una multitud, llamaba así, con la intensidad de la propia, la mirada de la Porena. Caterina no acababa de verle. Si andaba por allí el magnetismo, ciertamente no salía de los ojos del filósofo, que, sin embargo, estaba sintiendo cosas nuevas y fuertes que debían valer mucho más que el fluido formidable del señor alcalde, y aun más que el fluido sutil y tramposo de Foligno.
No era aquel momento para presentaciones, y Antoñito no se cuidó de poner a su primo cara a cara con el alcalde. Serrano se lo agradeció, y, como Pedro por su casa, se fue acercando, entre codazos discretos, al grupo de hombres más próximo a la sonámbula. Cuando creyó poder verla a su sabor y de frente, con la esperanza no confesada y confusa de que le mirase aquella mujer extraña, aquella cómica de lo maravilloso, histrionisa de las nuevas ciencias ocultas, sólo consiguió contemplar de cerca y frente a frente al doctor Vincenzo Foligno, que sintió su presencia, se volvió un poco, le miró a las niñas de los ojos, le midió de alto abajo, y apartó en seguida de él la vista con esa rapidez discreta y experimentada que se observaba en los reyes ante la multitud hostil o indiferente, y en general en los cómicos, los oradores y cuantos tienen costumbre de ostentar en público su persona. Foligno hablaba, apoyaba una mano en la silla en que aún descansaba, jadeante, su mujer; y su discurso en incorrecto español, lleno de italianismos y galicismos, padeció casi un tropiezo con la rapidísima mirada dirigida al filósofo. Estuvo a punto el orador de perder el hilo; pero un esfuerzo de atención le bastó para proseguir su relato científico de los progresos maravillosos del hipnotismo.
Era el doctor un hombre muy blanco, de cutis de dama, de mediana estatura, muy airoso y bien formado. Su frac, de corte perfecto, era mucho más nuevo que el vestido de su mujer. El atavío de ella era modesto y cursi en sus blancuras ajadas. Foligno parecía todo un caballero. Su pelo negro, corto, atusado; su bigote fino y estrecho y su mirada melosa y no sin fuego, recordaron, con todo lo demás de su aspecto, al filósofo Nicolás la presencia elegante y simpática el del galán joven de cierta compañía italiana que el invierno anterior había él visto en Roma. En efecto; Foligno parecía un galán de comedia fina, el amante de El Demi-monde, El hijo de Coralia, o cosa por el estilo.
Interesaba como un actor discreto y que finge ocultar su frialdad y circunspección mundanas un alma de fuego, etc., etc. Por todo lo cual, a Serrano, a quien apestaban los galanes de Delpit y los pensadores de por medio de Dumas, le fue desde luego antipático el doctor; pero con una de esas antipatías que atraen, como una sensación amarga que provoca la insistencia. El atractivo de aquella antipatía estaba en las relaciones de aquel histrión con aquella mujer. «Era su marido..., o su querido..., o su amo; de todos modos, era ella cosa de él.» El filósofo atendió al discurso del doctor. Lo que decía Foligno estaba muy por encima de la inteligencia del público y muy por debajo de la inteligencia y de la ciencia de Serrano. «Razón por la cual -pensaba el filósofo- si yo discutiera con éste, si me pusiera a convencerle aquí de falsario, de charlatán ilustrado, saldría yo perdiendo. A estas gentes tiene que sonarles todo esto a sabiduría.»
La voz de Foligno era de timbre suave, algo opaco. El tono, sencillo, afectaba naturalidad y modestia, como lo que iba diciendo con facilidad agradable. Si hablaba de memoria, lo disimulaba bien, porque parecía que se le veía discurrir. Hablaba sin aspavientos, sin calor, de las falsificaciones de su industria. Ya sabía él que había muchísimos charlatanes que convertían en granjería el fruto de la ciencia, etc., etc. Pero fácil era distinguir de gente y gente... Su mujer no hacía milagros: era una enferma, y él un estudiante humilde de la nueva ciencia. Si se presentaba en público, hasta en teatros, como en espectáculo, era por una triste necesidad cuyos pormenores no interesaban al auditorio. Además, la misma propaganda científica aconsejaba estas exhibiciones, por dolorosas que fuesen algunas circunstancias, no en las presentes, en que él se consideraba en un círculo aristocrático, de personas ilustradas, discretísimas y de la más esmerada educación. Allí no se le pedirían imposibles, etc., etc. «Las experiencias que acababan de hacer eran de las más sencillas (Caterina había adivinado el olor de un pañuelo a diez metros de distancia, había visto la hora que era en un reloj parado que estaba en el bolsillo de un médico, enemigo no disimulado del alcalde y que no creía en brujas, etc., etc.). En cuanto descansara algunos minutos Caterina, se entraría en una serie de experimentos algo más complicados.» Con este motivo, otra digresión histórica en que Foligno probaba conocer, más o menos superficialmente, los últimos tratados de este orden de maravillas, llegando a la reciente obra de Gibier, donde se habla de lapiceros que escriben solos, etc., etc. Aquella semi-erudición del charlatán le picó un tantico el amor propio a Nicolás, sin que éste se diera cuenta de ello; y con esto y lo otro de ser aquel guapo mozo, marido, amante o dueño de Caterina, bastó para hacerle sentir un prurito de contradicción tan extemporáneo como ridículo, si bien se miraba. Esto mismo de comprender y sentir que era ridícula allí toda oposición a la farsa discreta del italiano, le incitaba, a su pesar, a una protesta, y conoció que si se le presentaba ocasión, haría cualquier tontería para dejar corrido al sacamuelas elegante y sabihondo.
Terminado el discurso, acogido por la ignorancia ambiente con murmullos de aprobación, Foligno se sentó al lado de la Porena, las rodillas tocando en las rodillas. Cogió las manos de su mujer, y permanecieron, clavados los ojos en los ojos, algunos minutos, como olvidados del concurso, absortos en aquella contemplación muda.
A Nicolás le parecieron, en aquellos momentos, dos amantes que se lo han dicho todo, pero que se quieren todavía. En la mirada de él, más fuerte, con cierto imperio de fascinación, no todo le pareció al filósofo fingido. Pensaba él: «Ahora, esto acaso no sea más que farsa. El marido y la mujer deben de saber a qué atenerse respecto al magnetismo animal y... respecto al magnetismo del amor; pero hay en esa actitud sumisa y como de vencida de la Porena, y en la arrogante y cómicamente misteriosa de Foligno, como huellas de antigua pasión verdadera; la postura, conservada como en una fotografía gastada y borrosa, de horas muy lejanas de verdadera fascinación. Esta mujer debe de haber amado mucho a ese hombre; sus deliquios hipnóticos tal vez fueron algún día una broma pesada para el público estúpido, que fue como eunuco de esta delectación amorosa; acaso hoy mismo se burlan de todos nosotros, gozando todavía en lo que se dicen con los ojos; acaso ganan el pan con los restos de una pasión silenciosa y soñolienta...»
Pensando así crecía en Serrano el odio a las supercherías seudocientíficas, y subía hasta Swendenborg en sus maldiciones, y acaso no perdonaba a Goethe y a Pascal, sus ídolos, sus debilidades del orden milagroso o portentoso. Lo que más le inquietaba era la indudable superioridad de Foligno, el dominio de energía, y que en algún tiempo debía haber sido de seducción, que mostraba tener sobre su esposa. Cuando, al fin, se quedó o fingió quedarse dormida, o lo que fuese, Nicolás creyó sentir que salía de aquellos labios delgados y algo pálidos la brisa de un suspiro que llevaba discretamente en sus alas invisibles un beso del deleite agradecido hasta los labios del otro.
Había un profundo silencio en la sala. Algunos jóvenes, de la Academia de Ingenieros unos, y otros paisanos, miraban con envidia al magnetizador. Pensando, a su modo, algo análogo a lo que cavilaba Serrano, vieron, en lo que acababan de presenciar, algo que les humillaba a ellos y debía de ser sabroso para el señor doctor italiano. El alcalde, que esperaba su vez, se relamía, saboreando ya su próximo contacto magnético con la hermosa rubia dormida.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 


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