Caterina
Porena abrió, por fin, los ojos, que eran pardos; y Serrano, con el
ansia de un enamorado entre una multitud, llamaba así, con la
intensidad de la propia, la mirada de la Porena. Caterina no acababa
de verle. Si andaba por allí el magnetismo, ciertamente no salía de
los ojos del filósofo, que, sin embargo, estaba sintiendo cosas
nuevas y fuertes que debían valer mucho más que el fluido
formidable del señor alcalde, y aun más que el fluido sutil y
tramposo de Foligno.
No
era aquel momento para presentaciones, y Antoñito no se cuidó de
poner a su primo cara a cara con el alcalde. Serrano se lo agradeció,
y, como Pedro por su casa, se fue acercando, entre codazos discretos,
al grupo de hombres más próximo a la sonámbula. Cuando creyó
poder verla a su sabor y de frente, con la esperanza no confesada y
confusa de que le mirase aquella mujer extraña, aquella cómica de
lo maravilloso, histrionisa de las nuevas ciencias ocultas, sólo
consiguió contemplar de cerca y frente a frente al doctor Vincenzo
Foligno, que sintió su presencia, se volvió un poco, le miró a las
niñas de los ojos, le midió de alto abajo, y apartó en seguida de
él la vista con esa rapidez discreta y experimentada que se
observaba en los reyes ante la multitud hostil o indiferente, y en
general en los cómicos, los oradores y cuantos tienen costumbre de
ostentar en público su persona. Foligno hablaba, apoyaba una mano en
la silla en que aún descansaba, jadeante, su mujer; y su discurso en
incorrecto español, lleno de italianismos y galicismos, padeció
casi un tropiezo con la rapidísima mirada dirigida al filósofo.
Estuvo a punto el orador de perder el hilo; pero un esfuerzo de
atención le bastó para proseguir su relato científico de los
progresos maravillosos del hipnotismo.
Era
el doctor un hombre muy blanco, de cutis de dama, de mediana
estatura, muy airoso y bien formado. Su frac, de corte perfecto, era
mucho más nuevo que el vestido de su mujer. El atavío de ella era
modesto y cursi en sus blancuras ajadas. Foligno parecía todo un
caballero. Su pelo negro, corto, atusado; su bigote fino y estrecho y
su mirada melosa y no sin fuego, recordaron, con todo lo demás de su
aspecto, al filósofo Nicolás la presencia elegante y simpática el
del galán joven de cierta compañía italiana que el invierno
anterior había él visto en Roma. En efecto; Foligno parecía un
galán de comedia fina, el amante de El Demi-monde, El hijo de
Coralia, o cosa por el estilo.
Interesaba
como un actor discreto y que finge ocultar su frialdad y
circunspección mundanas un alma de fuego, etc., etc. Por todo lo
cual, a Serrano, a quien apestaban los galanes de Delpit y los
pensadores de por medio de Dumas, le fue desde luego antipático el
doctor; pero con una de esas antipatías que atraen, como una
sensación amarga que provoca la insistencia. El atractivo de aquella
antipatía estaba en las relaciones de aquel histrión con aquella
mujer. «Era su marido..., o su querido..., o su amo; de todos modos,
era ella cosa de él.» El filósofo atendió al discurso del doctor.
Lo que decía Foligno estaba muy por encima de la inteligencia del
público y muy por debajo de la inteligencia y de la ciencia de
Serrano. «Razón por la cual -pensaba el filósofo- si yo discutiera
con éste, si me pusiera a convencerle aquí de falsario, de
charlatán ilustrado, saldría yo perdiendo. A estas gentes tiene que
sonarles todo esto a sabiduría.»
La
voz de Foligno era de timbre suave, algo opaco. El tono, sencillo,
afectaba naturalidad y modestia, como lo que iba diciendo con
facilidad agradable. Si hablaba de memoria, lo disimulaba bien,
porque parecía que se le veía discurrir. Hablaba sin aspavientos,
sin calor, de las falsificaciones de su industria. Ya sabía él que
había muchísimos charlatanes que convertían en granjería el fruto
de la ciencia, etc., etc. Pero fácil era distinguir de gente y
gente... Su mujer no hacía milagros: era una enferma, y él un
estudiante humilde de la nueva ciencia. Si se presentaba en público,
hasta en teatros, como en espectáculo, era por una triste necesidad
cuyos pormenores no interesaban al auditorio. Además, la misma
propaganda científica aconsejaba estas exhibiciones, por dolorosas
que fuesen algunas circunstancias, no en las presentes, en que él se
consideraba en un círculo aristocrático, de personas ilustradas,
discretísimas y de la más esmerada educación. Allí no se le
pedirían imposibles, etc., etc. «Las experiencias que acababan de
hacer eran de las más sencillas (Caterina había adivinado el olor
de un pañuelo a diez metros de distancia, había visto la hora que
era en un reloj parado que estaba en el bolsillo de un médico,
enemigo no disimulado del alcalde y que no creía en brujas, etc.,
etc.). En cuanto descansara algunos minutos Caterina, se entraría en
una serie de experimentos algo más complicados.» Con este motivo,
otra digresión histórica en que Foligno probaba conocer, más o
menos superficialmente, los últimos tratados de este orden de
maravillas, llegando a la reciente obra de Gibier, donde se habla de
lapiceros que escriben solos, etc., etc. Aquella semi-erudición del
charlatán le picó un tantico el amor propio a Nicolás, sin que
éste se diera cuenta de ello; y con esto y lo otro de ser aquel
guapo mozo, marido, amante o dueño de Caterina, bastó para hacerle
sentir un prurito de contradicción tan extemporáneo como ridículo,
si bien se miraba. Esto mismo de comprender y sentir que era ridícula
allí toda oposición a la farsa discreta del italiano, le incitaba,
a su pesar, a una protesta, y conoció que si se le presentaba
ocasión, haría cualquier tontería para dejar corrido al sacamuelas
elegante y sabihondo.
Terminado
el discurso, acogido por la ignorancia ambiente con murmullos de
aprobación, Foligno se sentó al lado de la Porena, las rodillas
tocando en las rodillas. Cogió las manos de su mujer, y
permanecieron, clavados los ojos en los ojos, algunos minutos, como
olvidados del concurso, absortos en aquella contemplación muda.
A
Nicolás le parecieron, en aquellos momentos, dos amantes que se lo
han dicho todo, pero que se quieren todavía. En la mirada de él,
más fuerte, con cierto imperio de fascinación, no todo le pareció
al filósofo fingido. Pensaba él: «Ahora, esto acaso no sea más
que farsa. El marido y la mujer deben de saber a qué atenerse
respecto al magnetismo animal y... respecto al magnetismo del amor;
pero hay en esa actitud sumisa y como de vencida de la Porena, y en
la arrogante y cómicamente misteriosa de Foligno, como huellas de
antigua pasión verdadera; la postura, conservada como en una
fotografía gastada y borrosa, de horas muy lejanas de verdadera
fascinación. Esta mujer debe de haber amado mucho a ese hombre; sus
deliquios hipnóticos tal vez fueron algún día una broma pesada
para el público estúpido, que fue como eunuco de esta delectación
amorosa; acaso hoy mismo se burlan de todos nosotros, gozando todavía
en lo que se dicen con los ojos; acaso ganan el pan con los restos de
una pasión silenciosa y soñolienta...»
Pensando
así crecía en Serrano el odio a las supercherías seudocientíficas,
y subía hasta Swendenborg en sus maldiciones, y acaso no perdonaba a
Goethe y a Pascal, sus ídolos, sus debilidades del orden milagroso o
portentoso. Lo que más le inquietaba era la indudable superioridad
de Foligno, el dominio de energía, y que en algún tiempo debía
haber sido de seducción, que mostraba tener sobre su esposa. Cuando,
al fin, se quedó o fingió quedarse dormida, o lo que fuese, Nicolás
creyó sentir que salía de aquellos labios delgados y algo pálidos
la brisa de un suspiro que llevaba discretamente en sus alas
invisibles un beso del deleite agradecido hasta los labios del otro.
Había
un profundo silencio en la sala. Algunos jóvenes, de la Academia de
Ingenieros unos, y otros paisanos, miraban con envidia al
magnetizador. Pensando, a su modo, algo análogo a lo que cavilaba
Serrano, vieron, en lo que acababan de presenciar, algo que les
humillaba a ellos y debía de ser sabroso para el señor doctor
italiano. El alcalde, que esperaba su vez, se relamía, saboreando ya
su próximo contacto magnético con la hermosa rubia dormida.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario