Aquiles
Zurita frisaba con los cuarenta años cuando, según el estilo de un
periódico de provincia que se dignó dar la noticia, vio,
al fin, coronados sus esfuerzos con el merecido galardón
de una cátedra de Psicología, Lógica y Ética, en el Instituto de
Lugarucos, pueblo de pesca, donde un americano pródigo había
fundado aquel centro de enseñanza para los hijos de los marineros
que quisieran ser pilotos.
Cinco
oposiciones había hecho Aquiles antes de obtener,
al fin, el merecido galardón.
Dos veces había aspirado a regentar una clase de Retórica, y tres a
una de Psicología. En el primer combate le derrotó un orador
florido; en el segundo, un intrigante; en el tercero, el Ministro,
que no quiso darle la cátedra a pesar de ir Aquiles en el lugar
principal de la terna, por
considerarle peligroso para la enseñanza.
El ministro se fundaba en que Zurita había llamado a Dios Ser
Supremo en el programa, y así, con letra mayúscula.
Cuando,
lleno de canas y arrugas, casi ciego, llegó a firmar la nómina,
Aquiles aborrecía ya el oficio mecánico de sabio de Real orden.
Aquella ciencia que él había amado tanto sin pensar en el interés,
les servía a otros para ganar un mendrugo falsificándola,
recortándola y dislocándola, a gusto del que repartía la sopa
universitaria.
«Unos
cuantos lugares comunes, que se repetían cien y cien veces en los
ejercicios, algunas perogrulladas profesadas con pedantería, unos
pocos principios impuestos por la ley, predicados con falso
entusiasmo, para acreditar buenas
ideas...
esto, y nada más, era la ciencia de las oposiciones».
-¡Dios
mío, qué asco da todo esto! -pensaba Zurita, el eterno estudiante,
que había nacido para amarlo y admirarlo todo, y que se veía
catedrático de cosas que ya no amaba, ni admiraba, ni creía.
«¡Todo
extremo, todo insensatez! En los Ateneos, mozalbetes que reniegan de
lo que no han estudiado, audaces lampiños que se burlan de la
conciencia, de la libertad humana; que manifiestan un rencor
personalísimo a Su Divina Majestad, como si fuesen quisquillas de
familia... y ante el Gobierno, esos mismos jóvenes, ya creciditos, u
otros parecidos, quemando incienso ante la ciencia trasnochada del
programa oficial... ¡qué asco, señor, qué asco!
»Ni
aquello es ciencia todavía, ni esto es ciencia ya, y aquí y allá
¡con qué valentía se predica todo! Es que los opositores y los
ateneístas no son completamente honrados; no lo son... porque
aseguran lo que no saben, sostienen lo que no sienten».
Estos
monólogos, y otros muchos por el estilo, los recitaba el catedrático
de Lugarucos en frente de las olas, en la playa solitaria,
melancólica, de arena cenicienta.
Zurita
era una de las personas más insignificantes del pueblo; nadie
hablaba de él para bien ni para mal. Su cátedra en el Instituto era
de las que se consideraban como secundarias. El fundador se había
empeñado en que se enseñase Psicología, Lógica y Ética, y se
enseñaba, pero, ¿para qué? Allí lo principal eran las matemáticas
y la Náutica, la Geografía y la Física después, la Economía
mercantil acaso; pero la Psicología, ¿para qué les servía a los
muchachos? El director le había advertido a Zurita desde el primer
día que en su cátedra no había que apurar mucho a los alumnos que
necesitaban el tiempo para estudios técnicos, de más importancia
que la filosofía.
Aquiles
había bajado la cabeza mientras despedazaba con los dientes un
palillo. Estaba conforme, de toda conformidad; los pilotos de
Lugarucos no necesitaban para nada absolutamente saber que el alma se
dividía en tres facultades, sobre todo considerando que después
resultaba que no había tal cosa, ni menos saber que la inteligencia
tiene once funciones, cuando no las tiene tal.
-¡Ya
me guardaré yo -le decía Aquiles al mar- de enervar el espíritu de
esos chicos robustos, morenos, tostados por el sol, ágiles, alegres,
valientes, crédulos, ansiosos de aventuras y tierra nueva! Que
aprendan a manejar los barcos, y a desafiar las tormentas, y a seguir
las corrientes del agua, a conocer las lenguas y las costumbres de
los países lejanos; que aprendan a vivir al aire libre, por el ancho
mundo... y en cuanto a Psicología, Lógica y Ética basta una salve.
¡Mal haya el afán de saber Psicología y otras invenciones
diabólicas que así me tiene a mí de medrado física y socialmente!
Zurita,
por cumplir con la ley, explicaba en cátedra el libro de texto, que
ni pinchaba ni cortaba; lo explicaba de prisa, y si los chicos no
entendían, mejor; si él se embrollaba y hacía oscuro, mejor; de
aquello más valía no entender nada. En cuanto hacía buen tiempo y
los alumnos querían salir a dar un paseo por mar, ¡ancha Castilla!,
se quedaba Zurita solo, recordando sus aventuras filosóficas como si
fueran otros tantos remordimientos, y comiéndose las uñas, vicio
feo que había adquirido en sus horas de meditación solitaria. Era
lo que le quedaba del krausismo de don Cipriano, el morderse las
uñas.
En
una ocasión exponía Zurita en clase la teoría de las armonías
preestablecidas, cuando estalló un cohete en el puerto.
-¡Las
Gemelas!
-gritó en coro la clase...
-¿Qué
es eso?
-Que
entran las Gemelas,
el bergantín de los Zaldúas...
Y
todos estaban ya en pie, echando mano al sombrero.
-¡Un
bergantín en Lugarucos!
-¡Vayan
ustedes con Dios! -dijo Zurita sonriéndose y encogiendo los hombros.
Y quedó solo en el aula.
Y
cosas así, muchos días.
La
Psicología, la Lógica y la Ética en Lugarucos no tenían
importancia de ningún género, y a los futuros héroes del cabotaje
les tenía sin cuidado que la volición fuese esto y la razón lo
otro y el sentimiento lo de más allá.
Además,
¿qué filosofía había de enseñar a estos robustos hijos de
marineros, destinados también a la vida del mar?
-No
lo sé -decía a las olas Zurita-. ¿La filosofía moderna, la que
pasa por menos fantástica? De ningún modo. Una filosofía que
prescinde de lo Absoluto... mala para marinos. ¡Que no se sabe nada
de lo Absoluto...!, pues ¿y el mar? ¿Dónde habrá cosa más
parecida a ese Infinito de que no quieren que se hable?
Quitarles
la fe a los que habían de luchar con la tormenta le parecía una
crueldad odiosa.
Muchas
veces, cuando desde lo alto del muelle veía entrar las lanchas
pescadoras que habían sufrido el abordaje de las olas allá fuera,
Zurita observaba la cara tostada, seria, tranquila, dulce y triste de
los marinos viejos. Veíalos serenos, callados, tardos para la ira, y
se le antojaban sacerdotes de un culto; se le figuraba que allá
arriba, tras aquel horizonte en que les había visto horas antes
desaparecer, habían sido visitados por la Divinidad; que sabían
algo, que no querían o no podían decir, de la presencia de lo
Absoluto. En el cansancio de aquellos rostros, producido por el afán
del remo y la red, la imaginación de Aquiles leía la fatiga de la
visión extática...
Por
lo demás, él no creía ya ni dejaba de creer.
No
sabía a qué carta quedarse. Sólo sabía que, por más que quería
ser malo, libertino, hipócrita, vengativo, egoísta, no podía
conseguirlo.
¿Quién
se lo impedía?
Ya
no era el imperativo categórico, en quien no creía tampoco mucho
tiempo hacía; era... eran diablos coronados; el caso estaba en que
no podía menos de ser bueno.
Sin
embargo... ¡tantas veces iba el cántaro a la fuente...!
El
cántaro venía a ser su castidad, y la fuente doña Tula, su patrona
(¡otra patrona!), hipócrita como Engracia, amiga de su buena fama,
pero más amiga del amor. Otra vez se le quería seducir, otra vez su
timidez, su horror al libertinaje y al escándalo eran incentivo para
una pasión vergonzante. Doña Tula tenía treinta años, había
leído novelas de Belot y profesaba la teoría de que la mujer debe
conocer el bien y el mal para elegir libremente el bien; si no, ¿qué
mérito tiene el ser buena?
Ella
elegía libremente el mal, pero no quería que se supiera. Su afán
de ocultar el pecado era vanidad escolástica. No quería dar la
razón a los reaccionarios,
que no se fían de la mujer instruida y literata. Ella no podía
dominar sus fogosas pasiones, pero esto no era más que un caso
excepcional, que convenía tener oculto; la regla quedaba en pie: la
mujer debe saber de todo para escoger libremente lo bueno.
Doña
Tula escogió a Zurita, porque le enamoró su conocimiento de los
clásicos y el miedo que tenía a que sus debilidades se supieran.
Gertrudis
tenía unos dedos primorosos para la cocina; era, sobre todo,
inteligente en pescado frito, y aun la caldereta la comprendía con
un instinto que sólo se revela en una verdadera vocación.
Con
los mariscos hacía primores. Si se trataba de dejarlos como Dios les
crió, con todos sus encantos naturales, sabiendo a los misterios del
Océano, doña Tula conservaba el aroma de la frescura, el encanto
salobre con gracia y coquetería, sin menoscabo de los fueros de la
limpieza; pero si le era lícito entregarse a los bordados culinarios
del idealismo gastronómico, hacía de unas almejas, de unas ostras,
de unos percebes o de unos calamares platos exquisitos, que parecían
orgías enteras en un bocado, incentivos y voluptuosos de la pasión
más lírica y ardiente... ¿Qué más? El mismo Zurita, entusiasmado
cierto día con unos cangrejos que le sirvió doña Gertrudis
sonriente, llegó a decir que aquel plato era más tentador que toda
la literatura erótica de Ovidio, Tibulo 14
y Marcial...
¡Cómo
había comido, y cómo comía ahora el buen Aquiles!
En
esta parte, diga él lo que quiera, le había venido Dios a ver. Sin
conocerlo el mismo catedrático de Ética, que a pesar de los
desengaños filosóficos se cuidaba poco de la materia grosera, había
ido engordando paulatinamente, y aunque seguía siendo pálido y su
musculatura la de un adolescente, las pantorrillas se le habían
rellenado, y tenía carne en las mejillas y debajo de la barba. Todo
se lo debía a Tula, a la patrona sentimental y despreocupada que
ideaba planes satánicos respecto de Aquiles.
Era
este el primer huésped a quien había engordado exprofeso la patrona
trascendental de Lugarucos.
Tula
(Gertrudis Campoarana en el siglo) era toda una señora. Viuda de un
americanete rico, se había aburrido mucho bajo las tocas de la
viudez; su afición a Jorge Sand primero, a Belot después, y siempre
al hombre, le había hecho insoportable la soledad de su estado. La
compañía de las mujeres la enojaba, y no habiendo modo de
procurarse honestamente en Lugarucos el trato continuo del sexo
antagónico,
como ella decía, discurrió (y discurrió con el diablo) fingir que
su fortuna había tenido grandes pérdidas y poner casa de pupilos
decentes para ayuda de sus rentas.
De
este modo consiguió Tula rodearse de hombres, cuidar ropa
masculina,
oler a tabaco, sentir el macho en su casa, suprema necesidad de su
existencia.
En
cuanto a dejarse enamorar por los pupilos, Tula comprendió que era
muy peligroso, porque todos eran demasiado atrevidos, todos querían
gozar el dulce privilegio; había celos, rivalidades, y la casa se
volvía un infierno. Fue, pues, una Penélope cuyo Ulises no había
de volver. Le gritaba la tentación, pero huía de la caída.
Coqueteaba con todos los huéspedes, pero no daba su corazón a
torcer a ninguno.
Además,
el oficio de patrona le fue agradando por sí mismo; a pesar de que
era rica, el negocio la sedujo y amó el arte por el arte, es decir,
aguó el vino, echó sebo al caldo, galvanizó chuletas y apuró la
letra a la carne mechada, como todas las patronas epitelúricas. Era
una gran cocinera, pero esotéricamente, es decir, para sus amigos
particulares; al vulgo de los pupilos los trataba como las demás
patronas que en el mundo han sido.
Mas
llegó a Lugarucos Aquiles Zurita, y aquello fue otra cosa. Tula se
enamoró del pupilo nuevo por los motivos que van apuntados, y
concibió el plan satánico de seducción a que antes se aludía.
Poco a poco fue despidiendo a los demás huéspedes, y llegó un día
en que Zurita se encontró solo a la mesa. Entonces doña Tula,
tímida como una gacela, vestida como una duquesa, le propuso que
comieran juntos, porque observaba que estando solo despachaba los
platos muy de prisa, y esto era muy malo para el estómago. Aquiles
aceptó distraído.
Comieron
juntos. Cada comida era un festín. Pocos platos, para que Zurita no
se alarmase, pero suculentos y sazonados con pólvora de amor. Tula
se convirtió en una Lucrecia Borgia de aperitivos eróticos.
Pero
el triste filósofo comía manjares excelentes sin notarlo.
Por
las noches daba muchas vueltas en la cama, y también notaba después
de cenar un vigor espiritual extraordinario, que le impelía a
proyectar grandes hazañas, tal como restaurar él solo, por sí y
ante sí el decaído krausismo, o fundar una religión. Lo más
peligroso era un sentimentalismo voluptuoso que se apoderaba de él a
la hora de la siesta, y al oscurecer, al recorrer los bosques de
castaños, las alamedas sembradas de ruiseñores o las playas
quejumbrosas.
Doña
Tula dejaba hacer, dejaba pasar. Creía en la Química.
No
se insinuaba demasiado, porque temía la fuga del psicólogo. Se
esmeraba en la cocina y se esmeraba en el tocador. Mucha amabilidad,
muchas miradas fijas, pero pacíficas, suaves; muchos perfumes en la
ropa, mucha mostaza y muchos y muy buenos mariscos... Esta era su
política, su ars
amandi.
Lo
cual demuestra que Gertrudis tenía mucho más talento que doña
Concha y doña Engracia.
Doña
Concha quería seducir a un huésped a quien daba chuletas de caballo
fósil... ¡Imposible!
Doña
Engracia quemaba con los ojos al macilento humanista, pero no le
convidaba a comer.
Así
él pudo resistir con tanto valor las tentaciones de aquellas dos
incautas mujeres.
Ahora
la batalla era formidable. Cuando Aquiles comprendió que Tula quería
lo que habían querido las otras, ya estaba él bastante rollizo y
sentía una virilidad de que antes ni aún noticia tenía. La
filosofía materialista comenzó a parecerle menos antipática, y en
la duda de si había o no algo más que hechos, se consagró al
epicureísmo, en latín por supuesto, no en la práctica.
Leyó
mucho al amigo de Mecenas, y se enterneció con aquel melancólico
consuelo del placer efímero, que es la unción de la poesía
horaciana.
Ovidio
también se le apareció otra vez con sus triunfos de amor, con sus
noches en vela ante la puerta cruel de su amada, con sus celos de los
maridos, con aquellos cantos rápidos, ardientes, en que los favores
de una noche se pagaron con la inmortalidad de la poesía... Y
pensando en Ovidio fue cuando se le ocurrió advertir el gran
peligro en que su virtud estaba cerca de doña Gertrudis
Campoarana.
Aquella
Circe le quería seducir sobre seguro, esclavizándole por la gula.
Sí, Tula era muy literata y debía de saber aquello de Nasón
«Et
Venus in vinis ignis in igne fuit».
Aquellos
cangrejos, aquellas ostras, aquellas langostas, aquellos calamares,
aquellos langostinos en aquellas salsas, aquel sauterne, no eran más
que la traducción libre del verso de Ovidio
«Et
Venus in vinis ignis in igne fuit».
«¡Huyamos,
huyamos también ahora! -pensó Aquiles suspirando-. No se diga -le
dijo al mar, su confidente- que mi virtud venció cuando tuvo hambre
y metafísica, y que sucumbe cuando tiene hartazgo y positivismo. Yo
no sé si hay o no hay metafísica, yo no sé cuál es el criterio de
la moralidad...; pero sería un cobarde sucumbiendo ahora».
Y
aunque algún neófito naturalista pueda acusar al pobre Aquiles de
idealismo e inverosimilitud, lo histórico es que Zurita huyó, huyó
otra vez: huyó de Tula como había huido de Concha y de Engracia.
Y
eso que ahora negaba en redondo el imperativo
categórico.
La
carne, aquel marisco hecho carne, le gritaba dentro: ¡amor, mi
derecho!
Pero
la Psicología, la Lógica y la Ética, que ya no estimaba siquiera,
le gritaban: ¡abstención, virtud, pureza...!
Y
el eterno José mudó de posada.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario