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lunes, 15 de septiembre de 2014

Zurita - Cap. V

Aquiles Zurita frisaba con los cuarenta años cuando, según el estilo de un periódico de provincia que se dignó dar la noticia, vio, al fin, coronados sus esfuerzos con el merecido galardón de una cátedra de Psicología, Lógica y Ética, en el Instituto de Lugarucos, pueblo de pesca, donde un americano pródigo había fundado aquel centro de enseñanza para los hijos de los marineros que quisieran ser pilotos.
Cinco oposiciones había hecho Aquiles antes de obtener, al fin, el merecido galardón. Dos veces había aspirado a regentar una clase de Retórica, y tres a una de Psicología. En el primer combate le derrotó un orador florido; en el segundo, un intrigante; en el tercero, el Ministro, que no quiso darle la cátedra a pesar de ir Aquiles en el lugar principal de la terna, por considerarle peligroso para la enseñanza. El ministro se fundaba en que Zurita había llamado a Dios Ser Supremo en el programa, y así, con letra mayúscula.
Cuando, lleno de canas y arrugas, casi ciego, llegó a firmar la nómina, Aquiles aborrecía ya el oficio mecánico de sabio de Real orden. Aquella ciencia que él había amado tanto sin pensar en el interés, les servía a otros para ganar un mendrugo falsificándola, recortándola y dislocándola, a gusto del que repartía la sopa universitaria.
«Unos cuantos lugares comunes, que se repetían cien y cien veces en los ejercicios, algunas perogrulladas profesadas con pedantería, unos pocos principios impuestos por la ley, predicados con falso entusiasmo, para acreditar buenas ideas... esto, y nada más, era la ciencia de las oposiciones».
-¡Dios mío, qué asco da todo esto! -pensaba Zurita, el eterno estudiante, que había nacido para amarlo y admirarlo todo, y que se veía catedrático de cosas que ya no amaba, ni admiraba, ni creía.
«¡Todo extremo, todo insensatez! En los Ateneos, mozalbetes que reniegan de lo que no han estudiado, audaces lampiños que se burlan de la conciencia, de la libertad humana; que manifiestan un rencor personalísimo a Su Divina Majestad, como si fuesen quisquillas de familia... y ante el Gobierno, esos mismos jóvenes, ya creciditos, u otros parecidos, quemando incienso ante la ciencia trasnochada del programa oficial... ¡qué asco, señor, qué asco!
»Ni aquello es ciencia todavía, ni esto es ciencia ya, y aquí y allá ¡con qué valentía se predica todo! Es que los opositores y los ateneístas no son completamente honrados; no lo son... porque aseguran lo que no saben, sostienen lo que no sienten».
Estos monólogos, y otros muchos por el estilo, los recitaba el catedrático de Lugarucos en frente de las olas, en la playa solitaria, melancólica, de arena cenicienta.
Zurita era una de las personas más insignificantes del pueblo; nadie hablaba de él para bien ni para mal. Su cátedra en el Instituto era de las que se consideraban como secundarias. El fundador se había empeñado en que se enseñase Psicología, Lógica y Ética, y se enseñaba, pero, ¿para qué? Allí lo principal eran las matemáticas y la Náutica, la Geografía y la Física después, la Economía mercantil acaso; pero la Psicología, ¿para qué les servía a los muchachos? El director le había advertido a Zurita desde el primer día que en su cátedra no había que apurar mucho a los alumnos que necesitaban el tiempo para estudios técnicos, de más importancia que la filosofía.
Aquiles había bajado la cabeza mientras despedazaba con los dientes un palillo. Estaba conforme, de toda conformidad; los pilotos de Lugarucos no necesitaban para nada absolutamente saber que el alma se dividía en tres facultades, sobre todo considerando que después resultaba que no había tal cosa, ni menos saber que la inteligencia tiene once funciones, cuando no las tiene tal.
-¡Ya me guardaré yo -le decía Aquiles al mar- de enervar el espíritu de esos chicos robustos, morenos, tostados por el sol, ágiles, alegres, valientes, crédulos, ansiosos de aventuras y tierra nueva! Que aprendan a manejar los barcos, y a desafiar las tormentas, y a seguir las corrientes del agua, a conocer las lenguas y las costumbres de los países lejanos; que aprendan a vivir al aire libre, por el ancho mundo... y en cuanto a Psicología, Lógica y Ética basta una salve. ¡Mal haya el afán de saber Psicología y otras invenciones diabólicas que así me tiene a mí de medrado física y socialmente!  
Zurita, por cumplir con la ley, explicaba en cátedra el libro de texto, que ni pinchaba ni cortaba; lo explicaba de prisa, y si los chicos no entendían, mejor; si él se embrollaba y hacía oscuro, mejor; de aquello más valía no entender nada. En cuanto hacía buen tiempo y los alumnos querían salir a dar un paseo por mar, ¡ancha Castilla!, se quedaba Zurita solo, recordando sus aventuras filosóficas como si fueran otros tantos remordimientos, y comiéndose las uñas, vicio feo que había adquirido en sus horas de meditación solitaria. Era lo que le quedaba del krausismo de don Cipriano, el morderse las uñas.
En una ocasión exponía Zurita en clase la teoría de las armonías preestablecidas, cuando estalló un cohete en el puerto.
-¡Las Gemelas! -gritó en coro la clase...
-¿Qué es eso?
-Que entran las Gemelas, el bergantín de los Zaldúas...
Y todos estaban ya en pie, echando mano al sombrero.
-¡Un bergantín en Lugarucos!
La cosa era mucho más importante que la filosofía de Leibniz. Además era un hecho...
-¡Vayan ustedes con Dios! -dijo Zurita sonriéndose y encogiendo los hombros. Y quedó solo en el aula.
Y cosas así, muchos días.
La Psicología, la Lógica y la Ética en Lugarucos no tenían importancia de ningún género, y a los futuros héroes del cabotaje les tenía sin cuidado que la volición fuese esto y la razón lo otro y el sentimiento lo de más allá.
Además, ¿qué filosofía había de enseñar a estos robustos hijos de marineros, destinados también a la vida del mar?
-No lo sé -decía a las olas Zurita-. ¿La filosofía moderna, la que pasa por menos fantástica? De ningún modo. Una filosofía que prescinde de lo Absoluto... mala para marinos. ¡Que no se sabe nada de lo Absoluto...!, pues ¿y el mar? ¿Dónde habrá cosa más parecida a ese Infinito de que no quieren que se hable?
Quitarles la fe a los que habían de luchar con la tormenta le parecía una crueldad odiosa.
Muchas veces, cuando desde lo alto del muelle veía entrar las lanchas pescadoras que habían sufrido el abordaje de las olas allá fuera, Zurita observaba la cara tostada, seria, tranquila, dulce y triste de los marinos viejos. Veíalos serenos, callados, tardos para la ira, y se le antojaban sacerdotes de un culto; se le figuraba que allá arriba, tras aquel horizonte en que les había visto horas antes desaparecer, habían sido visitados por la Divinidad; que sabían algo, que no querían o no podían decir, de la presencia de lo Absoluto. En el cansancio de aquellos rostros, producido por el afán del remo y la red, la imaginación de Aquiles leía la fatiga de la visión extática...
Por lo demás, él no creía ya ni dejaba de creer.
No sabía a qué carta quedarse. Sólo sabía que, por más que quería ser malo, libertino, hipócrita, vengativo, egoísta, no podía conseguirlo.
¿Quién se lo impedía?
Ya no era el imperativo categórico, en quien no creía tampoco mucho tiempo hacía; era... eran diablos coronados; el caso estaba en que no podía menos de ser bueno.  
Sin embargo... ¡tantas veces iba el cántaro a la fuente...!
El cántaro venía a ser su castidad, y la fuente doña Tula, su patrona (¡otra patrona!), hipócrita como Engracia, amiga de su buena fama, pero más amiga del amor. Otra vez se le quería seducir, otra vez su timidez, su horror al libertinaje y al escándalo eran incentivo para una pasión vergonzante. Doña Tula tenía treinta años, había leído novelas de Belot y profesaba la teoría de que la mujer debe conocer el bien y el mal para elegir libremente el bien; si no, ¿qué mérito tiene el ser buena?
Ella elegía libremente el mal, pero no quería que se supiera. Su afán de ocultar el pecado era vanidad escolástica. No quería dar la razón a los reaccionarios, que no se fían de la mujer instruida y literata. Ella no podía dominar sus fogosas pasiones, pero esto no era más que un caso excepcional, que convenía tener oculto; la regla quedaba en pie: la mujer debe saber de todo para escoger libremente lo bueno.
Doña Tula escogió a Zurita, porque le enamoró su conocimiento de los clásicos y el miedo que tenía a que sus debilidades se supieran.
Gertrudis tenía unos dedos primorosos para la cocina; era, sobre todo, inteligente en pescado frito, y aun la caldereta la comprendía con un instinto que sólo se revela en una verdadera vocación.
Con los mariscos hacía primores. Si se trataba de dejarlos como Dios les crió, con todos sus encantos naturales, sabiendo a los misterios del Océano, doña Tula conservaba el aroma de la frescura, el encanto salobre con gracia y coquetería, sin menoscabo de los fueros de la limpieza; pero si le era lícito entregarse a los bordados culinarios del idealismo gastronómico, hacía de unas almejas, de unas ostras, de unos percebes o de unos calamares platos exquisitos, que parecían orgías enteras en un bocado, incentivos y voluptuosos de la pasión más lírica y ardiente... ¿Qué más? El mismo Zurita, entusiasmado cierto día con unos cangrejos que le sirvió doña Gertrudis sonriente, llegó a decir que aquel plato era más tentador que toda la literatura erótica de Ovidio, Tibulo 14 y Marcial...  
¡Cómo había comido, y cómo comía ahora el buen Aquiles!
En esta parte, diga él lo que quiera, le había venido Dios a ver. Sin conocerlo el mismo catedrático de Ética, que a pesar de los desengaños filosóficos se cuidaba poco de la materia grosera, había ido engordando paulatinamente, y aunque seguía siendo pálido y su musculatura la de un adolescente, las pantorrillas se le habían rellenado, y tenía carne en las mejillas y debajo de la barba. Todo se lo debía a Tula, a la patrona sentimental y despreocupada que ideaba planes satánicos respecto de Aquiles.
Era este el primer huésped a quien había engordado exprofeso la patrona trascendental de Lugarucos.
Tula (Gertrudis Campoarana en el siglo) era toda una señora. Viuda de un americanete rico, se había aburrido mucho bajo las tocas de la viudez; su afición a Jorge Sand primero, a Belot después, y siempre al hombre, le había hecho insoportable la soledad de su estado. La compañía de las mujeres la enojaba, y no habiendo modo de procurarse honestamente en Lugarucos el trato continuo del sexo antagónico, como ella decía, discurrió (y discurrió con el diablo) fingir que su fortuna había tenido grandes pérdidas y poner casa de pupilos decentes para ayuda de sus rentas.
De este modo consiguió Tula rodearse de hombres, cuidar ropa masculina, oler a tabaco, sentir el macho en su casa, suprema necesidad de su existencia.
En cuanto a dejarse enamorar por los pupilos, Tula comprendió que era muy peligroso, porque todos eran demasiado atrevidos, todos querían gozar el dulce privilegio; había celos, rivalidades, y la casa se volvía un infierno. Fue, pues, una Penélope cuyo Ulises no había de volver. Le gritaba la tentación, pero huía de la caída. Coqueteaba con todos los huéspedes, pero no daba su corazón a torcer a ninguno.
Además, el oficio de patrona le fue agradando por sí mismo; a pesar de que era rica, el negocio la sedujo y amó el arte por el arte, es decir, aguó el vino, echó sebo al caldo, galvanizó chuletas y apuró la letra a la carne mechada, como todas las patronas epitelúricas. Era una gran cocinera, pero esotéricamente, es decir, para sus amigos particulares; al vulgo de los pupilos los trataba como las demás patronas que en el mundo han sido.
Mas llegó a Lugarucos Aquiles Zurita, y aquello fue otra cosa. Tula se enamoró del pupilo nuevo por los motivos que van apuntados, y concibió el plan satánico de seducción a que antes se aludía. Poco a poco fue despidiendo a los demás huéspedes, y llegó un día en que Zurita se encontró solo a la mesa. Entonces doña Tula, tímida como una gacela, vestida como una duquesa, le propuso que comieran juntos, porque observaba que estando solo despachaba los platos muy de prisa, y esto era muy malo para el estómago. Aquiles aceptó distraído.
Comieron juntos. Cada comida era un festín. Pocos platos, para que Zurita no se alarmase, pero suculentos y sazonados con pólvora de amor. Tula se convirtió en una Lucrecia Borgia de aperitivos eróticos.
Pero el triste filósofo comía manjares excelentes sin notarlo.
Por las noches daba muchas vueltas en la cama, y también notaba después de cenar un vigor espiritual extraordinario, que le impelía a proyectar grandes hazañas, tal como restaurar él solo, por sí y ante sí el decaído krausismo, o fundar una religión. Lo más peligroso era un sentimentalismo voluptuoso que se apoderaba de él a la hora de la siesta, y al oscurecer, al recorrer los bosques de castaños, las alamedas sembradas de ruiseñores o las playas quejumbrosas.
Doña Tula dejaba hacer, dejaba pasar. Creía en la Química.
No se insinuaba demasiado, porque temía la fuga del psicólogo. Se esmeraba en la cocina y se esmeraba en el tocador. Mucha amabilidad, muchas miradas fijas, pero pacíficas, suaves; muchos perfumes en la ropa, mucha mostaza y muchos y muy buenos mariscos... Esta era su política, su ars amandi.
Lo cual demuestra que Gertrudis tenía mucho más talento que doña Concha y doña Engracia.
Doña Concha quería seducir a un huésped a quien daba chuletas de caballo fósil... ¡Imposible!
Doña Engracia quemaba con los ojos al macilento humanista, pero no le convidaba a comer.
Así él pudo resistir con tanto valor las tentaciones de aquellas dos incautas mujeres.
Ahora la batalla era formidable. Cuando Aquiles comprendió que Tula quería lo que habían querido las otras, ya estaba él bastante rollizo y sentía una virilidad de que antes ni aún noticia tenía. La filosofía materialista comenzó a parecerle menos antipática, y en la duda de si había o no algo más que hechos, se consagró al epicureísmo, en latín por supuesto, no en la práctica.
Leyó mucho al amigo de Mecenas, y se enterneció con aquel melancólico consuelo del placer efímero, que es la unción de la poesía horaciana.
Ovidio también se le apareció otra vez con sus triunfos de amor, con sus noches en vela ante la puerta cruel de su amada, con sus celos de los maridos, con aquellos cantos rápidos, ardientes, en que los favores de una noche se pagaron con la inmortalidad de la poesía... Y pensando en Ovidio fue cuando se le ocurrió advertir el gran  peligro en que su virtud estaba cerca de doña Gertrudis Campoarana.
Aquella Circe le quería seducir sobre seguro, esclavizándole por la gula. Sí, Tula era muy literata y debía de saber aquello de Nasón

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».
 
Aquellos cangrejos, aquellas ostras, aquellas langostas, aquellos calamares, aquellos langostinos en aquellas salsas, aquel sauterne, no eran más que la traducción libre del verso de Ovidio

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».
 
«¡Huyamos, huyamos también ahora! -pensó Aquiles suspirando-. No se diga -le dijo al mar, su confidente- que mi virtud venció cuando tuvo hambre y metafísica, y que sucumbe cuando tiene hartazgo y positivismo. Yo no sé si hay o no hay metafísica, yo no sé cuál es el criterio de la moralidad...; pero sería un cobarde sucumbiendo ahora».
Y aunque algún neófito naturalista pueda acusar al pobre Aquiles de idealismo e inverosimilitud, lo histórico es que Zurita huyó, huyó otra vez: huyó de Tula como había huido de Concha y de Engracia.
Y eso que ahora negaba en redondo el imperativo categórico.
La carne, aquel marisco hecho carne, le gritaba dentro: ¡amor, mi derecho!
Pero la Psicología, la Lógica y la Ética, que ya no estimaba siquiera, le gritaban: ¡abstención, virtud, pureza...!
Y el eterno José mudó de posada.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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