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martes, 27 de agosto de 2013

La corista

En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
-¿Qué desea? -preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos. ¿Qué marido? -repitió, empezando a temblar.
-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No... No, señora... Yo... no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
-Yo... no sé por quién pregunta.
-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que, por fin, se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación.
¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega!
-Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. 
-Me veo impotente... sépalo, miserable...
Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre...
Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja.
Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...
-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero, si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación.
Se lo suplico, devuélvame las joyas.
-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
-¿Qué es lo que me da? -preguntó. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle y que lloraban de hambre.
Ella misma rompió en sollozos.
-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Déme las joyas! Lloro... me humillo...
¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -Siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abrióse la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosa-mente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio.
En sus ojos brillaban unas lágrimas.
-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza.
¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

1.014. Chejov (Anton)

La coleccion

Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov[1]. Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.
-Yo sin pan no tomo -dije. ¡Vamos por el pan!
-¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.
-Es extraño... ¿Por qué, pues?
-Y mira por qué... ¡Ven acá!
Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:
-¡Mira!
Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.
-No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...
-¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.
Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.
-¿Ves este cerillo quemado? -dijo, mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado cerillo. Este es un cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la panadería de Sevastianov. Casi me atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada en un bizcocho, comprado en la panadería de Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de una estación ferroviaria, y este clavo en una albóndiga, en la misma estación. Esta colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan de Filippov. El boquerón, del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán... Y ahí, ese pedacito de guano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una taberna... Y por el estilo, querido.
-¡Admirable colección!
-Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras...
Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por el pan.

1.014. Chejov (Anton)




[1] "M. Kovrov", pseudónimo con que Chejov firma sus artículos en El espectador, a principios de 1883.

La boticaria

La pequeña ciudad de B., que componen dos o tres torcidas calles, duerme con sueño profundo. En el aire, inmóvil, reina el silencio.
Sólo se oye a lo lejos, ya en las afueras, el débil y ronco ladrido de un perro. Pronto amanecerá.
Hace mucho que todo está sumido en el sueño.
La única que no duerme es la joven esposa de Chernomórdik, el boticario. Se ha acostado tres veces, pero, sin saber la causa, no consigue dormirse.
Está sentada ante la ventana abierta, en camisón, y mira la calle. Siente calor y tedio, la domina una irritación tal, que está a punto de romper en sollozos, aunque tampoco podría decir la causa. En el pecho se le ha hecho un nudo que le sube hasta la garganta… Detrás, a unos pasos de la boticaria, vuelto de cara a la pared, Chernomórdik ronca apaciblemente. Una pulga, ávida de sangre, le ha picado en el entrecejo, pero él no lo siente e incluso sonríe, puesto que está soñando que en la ciudad todos tosen y no cesan de acudir a comprarle gotas del rey de Dinamarca. Ahora no lo despertarían ni alfilerazos, ni cañonazos, ni caricias.
La farmacia se encuentra casi en un extremo de la ciudad, así que la boticaria tiene ante ella el campo… Ve cómo, poco a poco, blanquea por el este el borde del cielo, cómo luego se va poniendo rojo, cual si hubiera un gran incendio. Inesperadamente, de detrás de unos lejanos arbustos, se asoma una luna grande, carirredonda. Está roja (por lo general, cuando la luna sale de detrás de unos matorrales, no sabemos por qué, parece terriblemente turbada).
De pronto, entre el silencio de la noche, resuena un ruido de pasos y espuelas. Se oyen unas voces.
«Son oficiales que estaban en casa del comisario de policía y vuelven al campamento», piensa la boticaria.
Poco después aparecen dos figuras con blancas guerreras de oficial: una es alta y gruesa, la otra algo más baja y delgada…
Perezosamente, un paso tras otro, caminan a lo largo de la valla y conversan en voz alta. Al llegar a la altura de la farmacia, su marcha se hace aún más lenta y miran a las ventanas.
Huele a farmacia… -dice el delgado-
¡Efectivamente, ahí está! Ahora lo recuerdo…
La semana pasada estuve aquí para comprar aceite de ricino. El boticario es un hombre bilioso y con una mandíbula de asno. ¡Qué quijada, amigo! Como la que Sansón empleó contra los filisteos.
Ya… -sigue el gordo con una voz de sochantre. ¡Duerme la farmacopea! También duerme la boticaria. Es muy bonita, ¿sabe, Obtésov?
La vi entonces. Me agradó mucho… Diga, doctor: ¿será capaz de amar a ese hombre de quijada de burro?
No lo creo -suspira el doctor, como si sintiera lástima del boticario. Ella estará durmiendo. ¿Se la imagina, Obtésov?
Extenuada por el calor… con la boquita entreabierta… y con una pierna colgando fuera de la cama. El estúpido del boticario seguramente no sabe lo que tiene en casa.
Para él, será lo mismo esta mujer que la bombona del ácido fénico. 
-¿Sabe, doctor?
Entremos a comprar cualquier cosa. 
-¡Bonita ocurrencia! ¡En plena noche! ¿Qué tiene de particular? Están obligados a despachar a toda hora. Vamos, querido.
Si se empeña…
La boticaria, oculta tras los visillos, escucha el afónico campanilleo. Mira a su marido, que sigue roncando con la placidez de antes, y sonríe. Se echa encima una bata, se pone las zapatillas y sale a la farmacia.
Tras el cristal de la puerta se divisan dos sombras… La boticaria sube la mecha del quinqué para dar más luz y se acerca a abrir.
Ya no siente tedio ni irritación; no tiene ganas de llorar, aunque, eso sí, el corazón le late con violencia. Entran el gordo doctor y el delgado Obtésov. Ahora es posible contemplarlos. El doctor, de abultado vientre, es moreno, usa barba y sus movimientos son torpes. A cada paso su guerrera parece que va a reventar, y el sudor brilla en su rostro.
El otro es sonrosado, imberbe, de facciones femeninas y flexible como una fusta inglesa. ¿Qué desean? -pregunta la boticaria, con la mano en el pecho para sujetarse la bata.
Déme… quince kópeks de pastillas de menta.
La boticaria, sin prisa, toma de la estantería un bote y se dispone a pesar. Los militares, sin parpadear, miran su espalda. El doctor arruga los párpados como un gato con la tripa llena y el teniente está muy serio.
Es la primera vez que veo a una señora despachando en una farmacia -dice el doctor. No tiene nada de particular… -replica la boticaria, mirando con el rabillo del ojo el sonrosado rostro de Obtésov-. Mi marido no tiene mancebo y yo le ayudo.
Ya… ¡Es muy agradable su farmacia!
¡Cuántos botes y tarros! ¡Y no tiene miedo de andar entre venenos! ¡Brrr!
La boticaria hace el paquetito y lo entrega al doctor. Obtésov y le da los quince kópeks.
Transcurren unos instantes de silencio… Los hombres se miran, dan un paso hacia la puerta, vuelven a mirarse.
Déme diez kópeks de bicarbonato -dice el doctor.
Con pereza y desgana, como antes, la boticaria se vuelve hacia los estantes. -¿Tiene usted algo… -balbucea Obtésov, moviendo los dedos, algo alegórico, un líquido tonificante, agua de Seltz? ¿Tiene agua de Seltz? Sí.
¡Bravo! ¡Usted no es una mujer, sino un hada!
Pónganos tres botellas.
La boticaria envuelve de prisa el bicarbonato y desaparece en la oscuridad de la rebotica. - ¡Es un encanto! -dice el doctor, guiñando el ojo- Una fruta tan apetitosa, Obtésov, no la encontraría ni en la isla de Madera. ¿No le parece? Pero ¿oye esos ronquidos? El señor boticario descansa.
Al cabo de un minuto la boticaria vuelve y coloca sobre el mostrador cinco botellas. Ha estado en el sótano y por eso se la ve con las mejillas encen-didas y un tanto agitadas.
Sss… no haga ruido -dice Obtésov cuando ella, después de abrir las botellas, deja caer el sacacorchos. Va a despertar a su marido. 
-¿Y qué importa?
Tiene un sueño tan dulce… Está soñando con usted… ¡A su salud!
Además -añade el doctor, eructando después del agua de Seltz, los maridos son algo tan aburridos, que deberían dormir a todas horas. Si pudiera darnos un poco de vino tinto… 
-¡Qué cosas tiene! -se ríe la boticaria. 
-¡Resultaría magnífico! Lástima que en las farmacias no vendan bebidas espirituosas. Por lo de más… ustedes deben despachar vino como medicina. ¿Tienen vinum gallicum rubrum?
Sí.
Perfecto. ¡Venga! ¡Tráigalo, diablos!
-¿Cuánto quiere? ¡Quantum satis!… Primero dénos una onza en agua a cada uno; después veremos… ¿No le parece, Obtésov? Primero con agua y después per se…
El doctor y Obtésov se acomodan junto al mostrador, se quitan las gorras y toman unos sorbos de vino.
Hay que reconocer que es detestable.
Vinum plochissimum. Aunque en su presencia… parece néctar. Es usted encantadora, señora. Mentalmente, le beso la mano.
Pues yo daría mucho por hacerlo no mentalmente -añade Obtésov. Palabra de honor. ¡Daría la vida!
Dejemos eso… -dice la señora de Chernomór-dik, toda encendida y poniéndose seria. -¡Qué coqueta es usted! -ríe el doctor suavemente, mirándola de reojo con cara de pillo. Sus ojos disparan como un fusil.
¡Pif, paf! La felicito: ¡ha vencido!, ¡hemos sido derrotados!
La boticaria mira sus caras coloreadas, escucha su charla y no tarda en animarse ella misma. ¡Es esto tan divertido! Interviene en la conversación, se ríe y, después de instarle mucho, se toma un par de onzas de vino.
Ustedes, los oficiales, deberían frecuentar más la ciudad -dice-, porque nos mata el aburrimiento.
Yo, es que me muero. 
-¡Claro que sí! -Se horroriza el doctor. Un portento de mujer como usted y en un lugar tan perdido… Pero debemos retirarnos. Celebro mucho haberla conocido. ¿Cuánto le debemos?
La boticaria se queda mirando el techo y durante largo rato mueve los labios.
-Doce rublos y cuarenta kópeks -dice.
Obtésov saca del bolsillo un grueso billetero, busca en él y paga.
Su marido duerme tranquilamente… tiene sueños agradables… -balbucea, estrechando la mano de la boticaria.
No me agrada escuchar tonterías… 
-¿Acaso esto es una tontería? Todo lo contrario…
Hasta Shakespeare dijo: «Bienaventurado el que en su juventud fue joven.» -¡Suélteme la mano!
Finalmente, los militares, después de larga despedida, besan la mano de la boticaria e indecisos, como pensando si habían olvidado algo, salen de la farmacia.
Ella corre al dormitorio y se sienta junto a la ventana de antes. Ve al doctor y al teniente que, al salir de la farmacia, se alejan sin gana una veintena de pasos, se detienen y empiezan a hablar en voz baja. ¿De qué? El corazón de la boticaria late con violencia; también siente los latidos en las sienes, aunque no sabría decir la causa… Le late el corazón como si aquellos dos hombres que se han parado susurrando fueran a decidir su suerte.
Pasados cinco minutos el doctor se aleja definitivamente y Obtésov da la vuelta. Pasa a lo largo de la farmacia una vez, otra… Se detiene junto a la puerta, camina de nuevo…
Por fin hace sonar suavemente la campanilla.
-¿Qué pasa? ¿Quién va? -oye la boticaria en la voz de su marido. ¡Están llamando y no oyes nada! -añade enfadado el boticario. ¡Es un escándalo!
Se levanta, se pone el batín y, tambaleándose, medio dormido, arrastrando las zapatillas, va a la farmacia. 
-¿Qué desea? -pregunta a Obtésov.
Déme… déme quince kópeks de pastillas de menta.
Resoplando sin cesar, bostezando, durmiendose a cada paso y dando con las rodillas contra el mostrador, el boticario busca el bote…
Dos minutos después la boticaria ve que Obtésov, unos pasos más allá de la farmacia, tira las pastillas de menta al polvo del camino. De la esquina sale el doctor y va a su encuentro… Se juntan y, gesticulando mucho, desaparecen en la neblina de la mañana. 
-¡Qué desdichada soy! -dice la boticaria, mirando rabiosa a su marido, que se despoja rápidamente del batín para volver a la cama ¡Qué desdichada! -repite, y de pronto rompe en amargo llanto. Y nadie, nadie sabe…
He olvidado los quince kopeks en el mostrador -gruñe el boticario, tapándose con la sábana. Haz el favor de guardarlos en la caja.
Y al instante se queda dormido.

1.014. Chejov (Anton)

Ivan matveich

Son las cinco. Un renombrado sabio ruso (le diremos sencillamente sabio) está frente a su escritorio y se muerde las uñas.
-¡Esto es indignante! -dice a cada momento, consultando su reloj. ¡Es una falta de respeto para con el tiempo y el trabajo ajenos!... ¡En Inglaterra, un sujeto semejante no ganaría ni un centavo y moriría de hambre!... ¡Ya verás la que te espera cuando vengas!
En su necesidad de descargar sobre alguien su enojo e impaciencia, el sabio se acerca a la habitación de su mujer y golpea en la puerta con los nudillos.
-¡Escucha, Katia! -dice indignado. Cuando veas a Piotr Dnilich, comunícale que las personas decentes no actúan de esa manera.
¡Es un asco!... ¡Me recomienda a un escribiente, y no sabe lo que me recomienda!...
¡Ese jovenzuelo, con toda puntualidad, se retrasa todos los días dos o tres horas!... ¿Qué manera de portarse un escribiente es esa?... ¡Para mí, esas dos o tres horas son más preciosas que para cualquier otro dos o tres años!... ¡Cuando llegue pienso tratarlo como a un perro!... ¡No le pagaré y lo echaré de aquí! ¡Con semejantes personas no pueden gastarse ceremonias!
-Eso lo dices todos los días, pero él sigue viniendo y viniendo...
-¡Pues hoy lo he decidido! ¡Ya he perdido bastante por su culpa!... ¡Tendrás que perdonar-me, pero pienso reñirle como se riñe a un cochero!...
He aquí que suena un timbre. El sabio pone cara seria, yergue su figura y, alzando la cabeza, se encamina al vestíbulo. En este, junto al perchero, se encuentra ya su escribiente. Iván Matveich, joven de unos dieciocho años, rostro ovalado, imberbe, cubierto con un abrigo raído y sin chanclos. Tiene el aliento entrecortado y, mientras se limpia con gran esmero los grandes y torpes zapatos en el felpudo, se esfuerza en ocultar a la doncella el agujero en uno de ellos, por el que asoma una media blanca. Al ver al sabio sonríe con esa larga, prolongada y un tanto bobalicona sonrisa con que solamente sonríen los niños o las personas muy ingenuas.
-¡Ah... buenas tardes! -dice, ofreciendo una mano grande y mojada. Qué... ¿se le pasó lo de la garganta?
-¡Iván Matveich! -dice el sabio con voz temblorosa, retrocediendo, y enlazando los dedos-. ¡Iván Matveich! -luego, dando un salto hacia el escribiente le agarra por un hombro y comienza a sacudirle débilmente.
¿Qué es lo que está usted haciendo conmigo... -prosigue con desesperación, terrible y mala persona?... ¿Qué está usted haciendo? ¿Reírse?... ¿Se mofa usted, acaso de mí?... ¿Sí?...
El semblante ovalado de Iván Matveich (que, a juzgar por la sonrisa que todavía no ha acabado de deslizarse de su rostro, esperaba un recibimiento completamente distinto) se alarga aún más al ver al sabio respirando indignación y, lleno de asombro, abre la boca.
-¿Qué?... ¿Qué dice?... -pregunta.
-¡Con que además pregunta usted que qué digo! -exclama alzando las manos-.
¡Sabiendo como sabe usted lo precioso que me es el tiempo me viene con dos horas de retraso! ¡No tiene usted temor de Dios!
-Es que no vengo ahora de casa -balbucea Iván Matveich, desanudándose indeciso la bufanda. Era el santo de mi tía, y fui a verla... Vive a unas seis verstas de aquí... ¡Si hubiera ido directamente desde mi casa... sería distinto!
-¡Reflexione usted, Iván Matveich!...
¿Existe lógica en su proceder?... ¡Aquí hay trabajo, asuntos urgentes..., y usted se va a felicitar a sus tías por sus santos!... ¡Oh!...
¡Desátese más de prisa esa absurda bufanda!... ¡En fin, que todo esto es intolerable!
Y el sabio se acerca de otro salto al escribiente y le ayuda a destrabar la bufanda.
-¡Es usted peor que una baba!... ¡Bueno! ¡Venga ya! ¡Más rápido, por favor!
Sonándose con un arrugado y sucio pañuelo y estirándose el saco gris, Iván Matveich, tras atravesar la sala y el salón, penetra en el despacho. En este hace tiempo que le ha sido preparado sitio, papel y hasta cigarrillos.
-¡Siéntese! ¡Siéntese! -le mete prisa el sabio, frotándose las manos impacien-temente.
¡Hombre insoportable! ¡Sabe usted lo apremiante que es el trabajo y se retrasa de esta manera! ¡Sin querer, tiene uno que regañar! Bueno, ¡escriba!... ¿Dónde quedamos?
Iván Matveich se atusa los cabellos, duros como crines, desigualmente cortados, y toma la lapicera. El sabio, paseándose de un lado a otro y reconcentrándose, comienza a dictar:
"Es el hecho (coma) que algunas de las que podríamos llamar formas fundamentales...
(¿Ha escrito usted formas?...) sólo se condicionan según el sentido de aquellos principios (coma) que en sí mismos encuentran su expresión y sólo en ellos pueden encarnarse.
(Aparte. Ahí punto, como es natural).
Las más independientes son..., son aquellas formas que presentan un carácter no tanto político (coma) como social."
-Ahora los colegiales llevan otro uniforme.
El de ahora es gris -dice Iván Matveich.
Cuando yo estudiaba era diferente.
-¡Ah!... ¡Escriba, por favor! -se enoja el sabio. ¿Ha escrito usted social?... "En cuanto no se refiere a regularización, sino a perfeccionamiento de las funciones de estado (coma), no puede decirse que estas se distinguen sólo por las características de sus formas... ¡Eso!... Sí..." Las tres últimas palabras van entrecomilladas... ¿Qué me decía usted antes del colegio?
-Que en mis tiempos llevábamos otro uniforme.
-¡Ah... sí! Y usted... ¿hace mucho que ha dejado el colegio?
-Sí, se lo decía ayer. Hace tres años que no estudio... Lo dejé en cuarto año.
-¿Y por qué dejó usted el colegio? -pregunta el sabio, echando una mirada sobre lo escrito por Iván Matveich.
-Pues porque sí... Por cuestiones absolutamente particulares.
-¡Otra vez tengo que volvérselo a decir!:
Iván Matveich!... ¿Cuándo dejará usted de alargar tanto los renglones?... ¡No debe haber más de cuarenta letras en cada renglón!
-¿Cree usted, acaso, que lo hago a propósito? -se ofende Iván Matveich-. ¡Otros, en cambio, llevan menos de cuarenta!
¡Cuéntelas! ¡Si le parece que lo hago adrede, puede quitármelo de la paga!
-¡Ah!... ¡No se trata de eso!... ¡Qué poca delicadeza tiene usted! ¡Enseguida se pone a hablar de dinero!... ¡El esmero es lo que importa, Iván Matveich!... ¡Lo que importa es el esmero!... ¡Tiene usted que acostumbrarse al esmero!
La doncella entra en el despacho, trayendo una bandeja que contiene dos vasos de té y una cestita con tostadas secas... Iván Matveich toma torpemente su vaso con ambas manos y empieza de inmediato a bebérselo. El té está demasiado caliente y, para no quemarse los labios, Iván Matveich lo bebe a sorbitos. Se come primero una tostada; luego otra; después una tercera, y, turbado y mirando de reojo al sabio, tiende la mano hacia la cuarta. Sus ruidosos sorbos, su glotona manera de mascar y la expresión de codicia hambrienta de sus cejas alzadas irritan al sabio.
-¡Dese prisa! ¡El tiempo es precioso!
-Siga dictándome. Puedo beber y escribir al mismo tiempo... Le confieso que tenía hambre.
-¿Vendrá usted a pie seguramente?
-Sí... ¡Y qué mal tiempo hace!... Por este tiempo, en mi tierra, huele ya a primavera...
En todas partes hay charcos de la nieve que se derrite...
-¿Es usted del Sur?
-Soy de la región del Don... En el mes de marzo ya es enteramente primavera. Aquí, en cambio, no hay más que hielo y nieve; todo el mundo va con un abrigo... Allí, hierbita fresca... Como por todas partes está seco, hasta se pueden agarrar tarántulas.
-¿Y por qué agarrar tarántulas?
-¡Porque sí!... ¡Por hacer algo! -dice suspirando Iván Matveich. Es divertido agarrarlas. Se pone en una hebra de hilo un pedacito de resina, se mete en el nido y se la golpea en el caparazón. La muy maldita, entonces, se enoja y toma la resina con las patitas; pero se queda pegada... ¡Qué no habremos hecho con ellas! A veces llenábamos una palangana hasta arriba y soltába-mos dentro una bijorka.
-¿Qué es una bijorka?
-¡Una araña que se llama así!... Pertenece a una especie parecida a la de las tarántulas. ¡Ella sola, peleando, puede con muchas tarántulas!
-¿Sí?... Pero, bueno... tenemos que escribir... ¿Dónde nos detuvimos?
El sabio dicta otros cuarenta renglones, luego se sienta y se sumerge en la meditación.
Desde su asiento, Iván espera lo que van a decirle, estira el cuello y se esfuerza en poner orden en el cuello de su camisa. La corbata no cae mal, pero como se le ha soltado el pasador, el cuello se le abre a cada momento.
-¡Sí!... -dice el sabio. ¡Así es!... qué ¿todavía no ha encontrado usted un trabajo, Iván Matveich?
-No... ¿Dónde va uno a encontrarlo?...
¿Sabe... yo?... Pienso sentar plaza en un regimiento... Mi padre me aconseja que me haga dependiente de botica.
-Sí... Pero ¿no sería mejor que ingresara usted en la Universidad?... El examen es difícil, pero con paciencia y un trabajo perseverante se puede llegar a aprobar.
¡Estudie usted!... ¡Lea usted más! ¡Lea mucho!
-La verdad es que... tengo que confesar que leo poco -dice Iván Matveich, encendiendo un cigarrillo.
-¿Ha leído a Turgueniev?
-No.
-¿Y a Gogol?
-¿A Gogol?... ¡Hum!... ¿A Gogol?... No; no lo he leído.
-¡Iván Matveich! ¿No le da vergüenza?...
¡Ay, ay, ay, ay!... ¡Cómo un muchacho tan bueno!... ¡Con tanta originalidad como hay en usted, y que resulte que ni siquiera ha leído a Gogol!... ¡Tiene que leerlo! ¡Yo se lo daré! ¡Léalo sin falta! ¡Si no lo lee, pelearemos!
De nuevo se produce un silencio. Medio tumbado en un cómodo diván, medita el sabio, mientras Iván Matveich, dejando al fin tranquilo su cuello, pone toda su atención en sus zapatos. No se había dado cuenta de que bajo sus pies, a causa de la nieve derretida, se habían formado dos grandes charcos. Se siente avergonzado.
-¡Me parece Iván Matveich, que también es usted aficionado a cazar jilgueros!
-¡Eso en otoño!... ¡Aquí no cazo, pero allí, en mi casa, solía cazar!
-¿Sí?... Bien... Pero, bueno, de todos modos, tenemos que escribir.
El sabio se levanta decidido y empieza a dictar, pero después de escritos los diez primeros renglones, se vuelve a sentar en el diván.
-No... Tendremos que dejarlo ya hasta mañana por la mañana -dice-. Venga usted mañana por la mañana. Pero ¡eso sí..., temprano! Sobre las nueve... ¡Dios lo libre de retrasarse!
Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa y va a sentarse en otra silla. Cuando han pasado unos cinco minutos en silencio, empieza a sentir que ya le ha llegado la hora de marcharse, que ya está allí de más...; pero, ¡el despacho del sabio es tan agradable..., tan luminoso y templado!... ¡El efecto de las tostadas secas y del té dulce está todavía tan reciente..., que su corazón se estremece sólo al pensar en su casa!... En su casa hay pobreza, hambre, frío, un padre gruñón... ¡Echan en cara lo que dan..., mientras que aquí hay tanta tranquilidad!...
¡Y hasta quien se interesa por las tarántulas y los jilgueros!...
El sabio consulta la hora y toma el libro.
-¿Me dará usted a Gogol, entonces? -pregunta, levantándose, Iván Matveich.
-Sí, sí...; se lo daré. Pero ¿por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¡Quédese!
¡Cuénteme algo!
Iván Matveich se sienta y sonríe con franque-za. Casi todas las tardes se la pasa sentado en este despacho, percibiendo cada vez en la voz y en la mirada del sabio algo verdaderamente afable, conmovido..., algo que le parece suyo. Hasta hay veces, segundos, en los que le parece que el sabio está ligado a él; se ha habituado tanto a su persona, que si le riñe por sus retrasos es sólo porque se aburre sin su charla, sin sus tarántulas y sin todo aquello relacionado con el modo de cazar jilgueros en la región del Don.

1.014. Chejov (Anton)