Bajaba
yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun
podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la
cual me encaminaba.
-¿Sabe
usted -le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera, sabe usted,
indudablemente, dónde vive el señor De Peyrehorade?
-¡Si
lo sabré! -exclamó. Conozco o su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan
oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero,
sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más
rico aún que él.
-¿Se
llevará a cabo pronto ese casamiento? -le pregunté.
-¿Pronto?
Puede que ya estén encargados los violines para la boda. ¡Tal vez se celebre
esta noche, mañana, pasado mañana, qué sé yo! Es en Puygarrig donde se
realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo.
¡Será algo espléndido, sí!
Yo
iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P... Me había
dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a
toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había
en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para
visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos
antiguos, principalmente de la
Edad Media ; pero este casamiento, del que oía hablar por vez
primera, estropeaba todos mis planes.
«Voy
a ser un aguafiestas» me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario,
a quien ya me había anunciado el señor De P..., era necesario que me
presentase.
-Apostemos,
señor -me dijo el guía, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a
que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.
-Pero
-contesté entregándole un cigarro -eso no es muy difícil de adivinar. Dada la
hora que es, y después de haber hecho seis leguas en el Canigó, lo más
importante es cenar.
-Sí,
pero ¿mañana?... Escúcheme, jugaría a que viene usted a Ille para ver el ídolo.
Lo adiviné cuando le vi copiar el retrato de los santos de Serrabona.
-¡El
ídolo! ¿Qué ídolo?
Esa
palabra había despertado mi curiosidad.
-¡Cómo!
¿No le han contado a usted, en Perpiñán, la forma en que el señor De
Peyrehorade encontró un ídolo en la tierra?
-¿Quiere
decir usted una estatua de tierra cocida, de arcilla?
-Nada
de eso. Es de bronce, y con ella hay para hacer gran cantidad de gruesos
sueldos. Pesa tanto como una campana de iglesia. La encontramos enterrada al
pie de un olivo.
-Entonces
¿estaba usted presente en el momento del hallazgo?
-Sí,
caballero. El señor De Peyrehorade nos dijo, hace quince días, a Juan Coll y a
mí, que arrancásemos de raíz un viejo olivo que se heló el año pasado, año que,
como usted sabe, fue muy malo; estábamos trabajando en eso, pues, cuando Juan
Coll, que lo hacía de firme, da un azadonazo y se oyó un sonoro «bimmm»...,
como si hubiese golpeado en una campana. «¿Qué es esto?» me pregunté. Seguimos
cavando, y he aquí que descubrimos una mano negra, que parecía la mano de un
muerto saliendo de la tierra. El miedo se apoderó de mí. Corrí a ver al señor y
le dije: «¡Hay muertos, amos, al pie del olivo! Hay que llamar al cura». «¿De
qué muertos hablas?» me dijo; vino conmigo hasta el árbol, y no había concluido
de examinar la mano, cuando gritó: «¡Una antigüedad! ¡Una antigüedad!» Uno
habría creído que acababa de encontrar un tesoro. Y en seguida, se puso a cavar
con la azada, con las manos mismas, a veces, y tan entusiasmado estaba que casi
hacía él solo tanto trabajo como Juan y yo.
-¿Qué
encontraron por fin?
-Una
mujer negra, de gran tamaño, vaciada en bronce, y algo más que vestida a
medias, hablando con respeto, caballero. El señor De Peyrehorade nos ha dicho
que se trataba de un ídolo del tiempo de los paganos... ¡Qué! Del tiempo de
Carlomagno.
-Comprendo...
debe ser alguna buena Virgen, un bronce de un templo destruido.
-¡Una
buena Virgen! ¡Pues vaya!... Si fuera una buena Virgen yo lo hubiese adivinado
en seguida. Le digo a usted que es un ídolo. Bien se ve por su aspecto. Clava
en uno de tal modo sus grandes ojos blancos... Se diría que lo mira de hito en
hito. Hay que bajar los ojos, sí, al mirarla.
-Los
ojos son blancos? Sin duda están incrustados en el bronce. Quizás se trate de
alguna estatua romana.
-¡Eso
es, romana! El señor De Peyrehorade dijo que es romana. ¡Ah! Ya veo que es
usted un sabio como él.
-¿Está
intacta la estatua, bien conservada?
-¡Oh,
señor, no le falta nada! Y es más hermosa y de mejor factura que el busto de
Luis Felipe, de yeso pintado, que se encuentra en la alcaldía. Ella trasunta
maldad... y es realmente maligna.
-¡Mala!
¿Qué mal le ha hecho?
-No
a mí precisamente, pero ya verá usted. Nos habíamos tomado a pechos el poner la
estatua de pie, y hasta el señor De Peyrehorade nos ayudaba a tirar de la
cuerda con que pretendíamos levantarla, a pesar de que esa digna persona no
tiene más fuerza que un mosquito. Con muchísimo trabajo, por fin, lo
conseguimos y mientras yo la calzaba con un poco de tierra ¡zas! el ídolo se
desplomó de golpe y aunque atiné a gritar «¡cuidado!» el aviso no fue lo
bastante rápido, pues Juan Coll no tuvo tiempo de apartar una pierna...
-¿Y
lo lastimó?
-¡Su
pobre pierna quedó rota como una estaca! ¡Diantre! Al ver aquello me enfurecí.
Quise destrozar el ídolo con mi azada, pero el señor de Peyrehorade se opuso.
Después entregó a Juan Coll algún dinero, y éste ya hace quince días que guarda
cama, que no más han pasado desde que aquello sucedió. El médico dice que jamás
marchará con esa pierna tan bien como con la sana. Es una lástima, ya que era
nuestro mejor corredor y, después del hijo de mi amo, el más diestro jugador de
pelota. El señor Alfonso de Peyrehorade está apesadumbrado, pues Coll era su
compañero de juego. ¡Ah! qué hermoso espectáculo ver cómo ambos se devolvían
las pelotas. ¡Paf! ¡Paf! Nunca las hacían tocar el suelo.
Platicando
de tal suerte con el guía, entramos en Ille, y pronto me hallé en presencia del
señor De Peyrehorade. Era éste un viejo pequeño, vigoroso aún y afable, de
nariz colorada y espíritu jovial y chocarrero. Antes de haber abierto la carta
del señor De P..., me hizo sentar ante una mesa bien servida, y me presentó a
su esposa y a su hijo, a éste como un arqueólogo ilustre que debía sacar al
Rosellón del olvido en que lo dejaban la indiferencia de los sabios.
Mientras
comía con buen apetito, ya que nada dispone mejor a ello que el tonificante
aire de las montañas, examiné a mis huéspedes. Ya he dicho algunas palabras
sobre el señor De Peyrehorade; debo añadir ahora que era la actividad en
persona. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca, traía libros, me
mostraba estampas, me servía de beber, y nunca estaba más de dos minutos en
reposo. Su mujer, un poco gruesa, más bien corno la mayoría de las catalanas
que han pasado los cuarenta años, me pareció una provinciana sencilla, que
vivía entregada a los quehaceres de su casa. Aunque la cena era suficiente para
seis personas por lo menos, la buena mujer corrió a la cocina, ordenó matar
varios pollos, hacer unas fritadas y abrir no sé cuántos frascos de dulces. En
un instante, la mesa estuvo sembrada de platos y de botellas, y seguramente
hubiera muerto de indigestión con sólo haber probado de todo lo que se me
ofrecía. No obstante, a cada plato que rehusaba, debía escuchar nuevas
disculpas. Se temía que no me encontrase del todo bien en Ille, pues ¡hay tan
pocos recursos en provincias y son tan exigentes los parisienses!
En
medio de las ideas y venidas de sus padres, el señor Alfonso de Peyrehorade no
movió un solo dedo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía guapa y
regular, pero carente de expresión. Su altura y sus formas atléticas
justificaban mucho la reputación de infatigable jugador de pelota de que gozaba
en la comarca. Esa noche estaba vestido con elegancia, exactamente corno los
figurines del último número del Journal
des Modes. Pero me pareció que se
encontraba incórnodo dentro de sus ropas; estaba tieso como un palo con su
cuello de terciopelo, y para mirar a un costado volvía todo el cuerpo. Sus manos,
grandes y tostadas por el sol, lo mismo que sus uñas cortas, ofrecían un raro
contraste con su ropa. Eran las manos de un trabajador que salían de las mangas
de un elegante traje. Por otra parte, aunque me estudiaba de pies a cabeza con
suma curiosidad, quizás por mi condición de parisiense, no me dirigió la
palabra más que una sola vez en toda la velada, y fue para preguntarme dónde
había comprado la cadena de mi reloj.
-Ahora,
mi querido huésped -me dijo el señor De Peyrehorade a punto de terminar la
comida- me pertenece usted, ya que se encuentra en mi casa. No lo dejaré en
libertad hasta que haya visto todo lo que tenernos de curioso en nuestras
montañas. Es necesario que aprenda a conocer el Rosellón y que le haga
justicia. No dude en absoluto de todo lo que vamos a mostrarle. Monumentos
fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos; lo verá usted todo, de cabo a
rabo. Lo llevaré a usted por todas partes y no le haré merced ni de un
ladrillo.
Un
acceso de tos le obligó a callar. Aproveché entonces para decirle que lamentaba
muchísimo molestarlo en una circunstancia tan trascendental para su familia, y
que, si quería anticiparme sus excelentes consejos sobre las excursiones que
proyectaba, yo las realizaría sin que él se tomase el trabajo de acompañarme...
-¡Ah!
Usted quiere referirse al casamiento de este muchacho -exclamó interrumpiéndome.
¡Vaya! Eso será pasado mañana. Asistirá usted a la boda con nosotros, en
familia, pues la futura está de luto por una tía, de la cual hereda. De manera
que nada de fiestas, nada de bailes... Y es una lástima... Hubiera visto usted
danzar a nuestras catalanas... Son bonitas y tal vez la envidia le hubiese
hecho imitar a mi Alfonso. Un casamiento, se dice, conduce a otros... El
sábado, casados los jóvenes, quedo libre y nos pondremos en camino. Le pido
perdón por fastidiarlo con el espectáculo de una boda provinciana. ¡Para un
parisiense hastiado de fiestas... una boda sin baile siquiera! Sin embargo,
verá usted a una casada... una casada... ya me dará su opinión... Pero usted es
un hombre serio y no se fija en las mujeres. ¡Le haré ver otra cosa!... Le
reservo una gran sorpresa para mañana.
-Por
Dios -dije, que es difícil guardar un tesoro en una casa sin que la gente se
entere. Creo adivinar la sorpresa que me prepara usted. Pero si se trata de su
estatua, le anticipo que la descripción que me hizo de ella el guía ha servido
para excitar mi curiosidad y disponerme a la admiración.
-¡Ah!
Le ha hablado del ídolo, pues es así como llaman a mi bella Venus Tur...; pero
hoy no quiero decirle más. Mañana será el gran día. La verá usted y me dirá si
tengo razón al considerarla una obra maestra. ¡Pardiez! ¡No pudo llegar usted
más a propósito! Hay en ella inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a
mi manera... pero ¡un sabio de París!... Quizás se burle usted de mi
interpretación... pues he redactado una memoria... yo, el que le está
hablando... viejo anticuario de provincia, me he lanzado... Quiero hacer
temblar la prensa... Si usted quisiera molestarse en leerla y corregirla, yo
podría esperar... Por ejemplo, estoy interesado por saber cómo traduciría usted
esta inscripción del pedestal: CAVE... ¡Pero no quiero preguntarle nada
todavía! ¡Mañana, mañana! ¡Ni una palabra sobre la Venus hoy!
-Haces
bien, Peyrehorade -dijo su mujer- en dejar aparte a tu ídolo. Deberías darte
cuenta de que no dejas comer al señor. De todos modos, él ha visto en París
estatuas más hermosas que la tuya. En las Tullerías las hay por docenas y
también de bronce.
-¡He
aquí la ignorancia, la santa ignorancia de provincia! -dijo interrumpiéndola el
señor De Peyrehorade. ¡Comparar una admirable antigüedad con las chabacanas
figuras de Coustou!
¡Cómo con irreverencia
Habla de los dioses mi ama de
casa!
«Sepa
usted que mi esposa quería que fundiese mi estatua para hacer una campana
destinada a nuestra iglesia, de la que ella naturalmente, hubiese sido la
madrina. ¡Una obra maestra de Myron, caballero!
-¡Obra
maestra! ¡Obra maestra! ¡Hermosa obra maestra que ha roto la pierna de un
hombre!
-¿Ves,
mujer? -dijo el señor De Peyrehorade con
tono resuelto y extendiendo hacia ella su pierna derecha, envuelta en media
de seda adamascada. Si mi Venus me hubiera roto esta pierna, yo no lo sentiría.
-¡Dios
mío! ¡Cómo puedes decir eso, Peyrehorade! Afortunada-mente, el hombre va
mejor... Pero yo todavía no he podido decidirme a contemplar una estatua que
causa desgracias como ésa. ¡Pobre Juan Coll!
-Herido
por Venus, caballero -me dijo el señor De Peyrehorade, con una risotada. Herido
por Venus, y el tunante se quejaba:
Veneris nec praemia noris.
¿Quién
no ha sido herido por Venus?
El señor Alfonso, que comprendía mejor el
francés que el latín, me guiñó un
ojo con aire de inteligencia, y me
miró después como preguntándome: «¿Y usted, parisiense, lo comprende también?»
La
cena concluyó. Hacía una hora, mejor dicho, que yo había terminado de comer. Me
encontraba fatigado y me era
imposible reprimir los frecuentes bostezos que se me escapaban. La señora de
Peyrehorade fue la primera en notarlos y
observó que ya era hora de irse a dormir. Comenzaron entonces a darme mis
huéspedes nuevas disculpas por la mala noche que iba a pasar. Que no estaría
como en París. ¡Se está tan mal en provincias! Debía ser indulgente con los
roselloneses... Juzgué oportuno dejar oír mis protestas, asegurando que después
de un viaje por las montañas, un montón de paja hubiera sido para mí un
delicioso lecho. No obstante, insistieron en que debía perdonarlos, como pobres
campesinos que eran, si no me trataban todo lo bien que querían. Por fin pude
dirigirme a la habitación que me había sido destinada, acompañado por el señor
De Peyrehorade. Juntos subimos una escalera, y observé que los peldaños
superiores de la misma eran de madera, y
que desem-bocaba en medio de un corredor, al cual daban varias
habitaciones.
-A
la derecha -dijo mi huésped- está el departamento que destino a la futura
señora de Alfonso. La habitación de usted se encuentra en el extremo opuesto
del corredor. Comprende usted -agregó, haciendo un ademán que quería demostrar
finura- que es necesario aislar a los recién casados. Usted se alojará en un
extremo de la casa y ellos en el otro.
Entramos
en una habitación bien amueblada, donde lo primero que atrajo mi mirada fue un
gran lecho, de siete pies de largo, por seis de ancho, y tan alto que era
necesario un banco para subir a él. Habiéndome indicado mi huésped la posición
de la campanilla, y tras de comprobar por sí mismo que la dulcera estaba llena,
los frascos de agua de Colonia debidamente colocados sobre el tocador, después
de preguntar aun reiteradas veces si necesitaba algo, me deseó que pasara una
buena noche y me dejó solo.
Las
ventanas estaban cerradas. Antes de acostarme, abrí una para respirar el aire
fresco de la noche, por cierto delicioso después de una copiosa cena. Enfrente
se veía el Canigó, de admirable aspecto en todo momento, pero que aquella noche
me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminada como lo estaba por una
esplendorosa luna. Permanecí algunos minutos contemplando su imponente aspecto,
y ya iba a cerrar mi ventana, cuando, bajando los ojos, vi la estatua sobre un
pedestal, a unas veinte toesas de la casa. Estaba colocada en el ángulo formado
por un seto vivo, el cual separaba un pequeño jardín de un vasto cuadrado liso;
éste, como lo supe más tarde, era el juego de pelota de la ciudad. Aquel
terreno, propiedad del señor De Peyrehorade, lo había cedido a la comuna, ante
el pedido insistente de su hijo.
A
la distancia en que me encontraba, no me era fácil distinguir la actitud de la
estatua, por lo que no pude apreciar más que su altura, que me pareció de unos
seis pies. En ese momento, dos pillastres de la ciudad cruzaron por el juego de
pelota, bastante cerca del seto, silbando la bonita melodía del Rosellón: Montañas regaladas. Se detuvieron para
mirar la estatua y uno de ellos llegó a apostrofarla en voz alta. Habló en
catalán, pero como yo hacía bastante tiempo que estaba en el Rosellón pude
comprender casi todo lo que dijo.
-¡Ahí
estás, pues, bribona! (La palabra catalana era más enérgica). ¡Ahí estás! -dijo.
¡De modo que has sido tú quien le ha roto la pierna a Juan Coll! Si fueras mía,
ya te habría retorcido el pescuezo.
-¡Bah!
¿Con qué lo harías? -dijo el otro. Es de cobre, y tan dura que Esteban ha roto
en ella su lima al tratar de estropearla. Está hecha con el bronce de la época
de los paganos; es más duro que no sé qué.
-Si
tuviera mi cortafrío (debía ser aprendiz de cerrajero el que hablaba), muy
pronto le haría saltar sus grandes ojos blancos, de igual manera que sacaría una
almendra de su cáscara. Hay en ellos más de cien sueldos de plata.
Se
alejaron algunos pasos.
-Es
necesario que le dé las buenas noches al ídolo dijo el más alto de los
aprendices, deteniéndose de pronto.
Se
agachó y probablemente tomó una piedra. Le vi estirar el brazo, arrojar algo, y
en seguida un golpe sonoro resonó en el bronce. En ese mismo instante, el
aprendiz se llevó la mano a la cabeza, dando un grito de dolor.
-¡Me
la ha devuelto! -exclamó.
Y
mis dos pillastres emprendieron la fuga a todo correr. Era evidente que la
piedra había dado en el metal, y al rebotar había castigado al pícaro por el
ultraje hecho a la diosa.
Cerré
la ventana, riéndome con ganas.
«Un
vándalo más castigado por Venus -me dije. ¡Ojalá que todos los destructores de
nuestros antiguos monumentos, fueran golpeados de la misma manera.»
Con
este caritativo deseo me acosté y pronto me quedé dormido.
Ya
era día claro cuando me desperté. Junto a mi lecho estaban, a un lado, el señor
De Peyrehorade, de bata; al otro, un criado enviado por su esposa, con una taza
de chocolate en la mano.
-¡Vamos,
arriba, parisiense! ¡Aquí están mis perezosos de la capital! -dijo mi huésped,
mientras yo me vestía a la disparada. ¡Son las ocho y todavía en la cama! Yo
estoy levantado desde las seis. Ya he subido aquí tres veces; me he acercado a
su puerta en puntas de pie y nada, no oí la menor señal de vida. Le hará mal
dormir tanto tiempo a su edad. Y a mi Venus todavía no la ha visto... Vamos,
tómese de una vez esa taza de chocolate de Barcelona... producto legítimo, de
contrabando... que no lo hay mejor ni en París. Fortalézcase, pues cuando esté
delante de mi Venus, nadie podrá arrancarlo de su lado.
En
cinco minutos estuve listo, es decir, afeitado a medias, mal arreglado el
traje, y quemado por el chocolate que apuré hirviendo. Bajé entonces al jardín
y me detuve ante una estatua admirable.
Era
realmente una Venus de maravillosa belleza. Tenía desnudo la mitad superior del
cuerpo, tal como los antiguos representaban generalmente a sus grandes
divinidades; la mano derecha, levantada a la altura del pecho, estaba vuelta,
con la palma para adentro, el pulgar y los dos primeros dedos extendidos, y los
otros dos levemente doblados. La otra mano, cerca de la cadera, sostenía el
manto que envolvía la parte inferior del cuerpo. La actitud de la estatua
recordaba la del jugador de morra que se designa, no sé muy bien por qué, con
el nombre de germánico. Quizás se hubiera querido representar a la diosa
jugando a la morra.
Sea
lo que fuere, era imposible imaginar algo más perfecto que el cuerpo de aquella
Venus; nada más suave y voluptuoso que sus contornos; nada más elegante y noble
que su manto. Esperaba encontrarme con alguna obra del Bajo Imperio y veía, en
cambio, una obra maestra de los mejores tiempos de la estatuaria. Lo que me
impresionó sobremanera fue el exquisito realismo de sus formas, que se las
hubiera podido creer moldeadas por la naturaleza, si la naturaleza produjera
formas tan perfectas.
Los
cabellos, levantados sobre la frente, parecían haber sido dorados en otro
tiempo. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba
ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, nunca podré llegar a
definir su extraña expresión; su tipo no se parecía al de ninguna de las
estatuas antiguas que yo recordaba. No tenía esa belleza serena y severa que
creaban los escultores griegos, los cuales, por sistema, daban a todos los
rasgos del semblante una majestuosa inmovilidad. En éste, por el contrario,
observé con sorpresa la manifiesta intención del artista de mostrar la malicia
llegando casi a la maldad. Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los
ojos eran algo oblicuos, la boca parecía un tanto levantada en los extremos y
las narices un poco henchidas. Desdén, ironía, crueldad, todo esto sugería
aquella cara, que, no obstante, era de increíble belleza. La verdad es que,
cuanto más se contemplaba aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba
el penoso sentimiento de que una hermosura tan maravillosa pudiera aliarse con
la ausencia de toda sensibilidad.
-¡Si
la modelo existió alguna vez -dije al señor De Peyrehorade, y dudo que el cielo
haya producido alguna vez mujer parecida, compadezco a sus amantes! Ha debido
complacerse en hacerlos morir de desesperación. Aunque su expresión es algo
feroz, no he visto nada tan bello.
-¡Es Venus por entero a su presa aferrada!
-exclamó el señor De Peyrehorade, satisfecho de mi entusiasmo.
Aquella
expresión de infernal ironía se aumentaba quizás por el contraste de los ojos
de la estatua, incrustados, de plata y muy brillantes, con la pátina de verde
negruzco que el tiempo había dado al bronce. Ese brillo, daba a los ojos cierta
ilusión de realidad, de vida. Me acordé entonces de las palabras de mi guía,
cuando sostuvo que la estatua hacía bajar los ojos a todos los que la miraban.
Esto casi era verdad, y no pude reprimir un movimiento de cólera contra mí
mismo al sentirme algo inquieto delante de aquella figura de bronce.
-Puesto
que ya ha admirado usted todos los detalles, querido colega en arqueología -dijo
mi huésped -, demos por abierta, si no tiene inconveniente, una conferencia
científica. ¿Qué me dice usted de esta inscripción, en la que no se ha fijado
todavía? -agregó, señalándome el pedestal de la estatua, donde leí estas
palabras:
CAVE AMANTEM
-Quid dicis, doctissime? -me preguntó el anticuario
frotándose las manos. ¡Veamos si estamos de acuerdo en cuanto al sentido de cave amantem!
-Por
lo pronto -le contesté, tiene dos sentidos. Se puede traducir: «Ten cuidado con
quien te ama, desconfía de tus amantes»; pero en este sentido, no sé si cave amantem sería una buena expresión
latina. Viendo el aspecto diabólico de la dama, creería más bien que el artista
ha querido poner en guardia al espectador contra esta terrible belleza. Yo la
traduciría así, pues: «Ten cuidado si ella te ama».
-¡Hum!
-dijo el señor De Peyrehorade. Sí, ése sentido es admisible; pero, no se
moleste usted si prefiero la primera traducción, que es la que desarrollaré.
¿Sabe quién fue el amante de Venus?
-Tuvo
varios.
-Sí,
pero el primero fue Vulcano. ¿No se habrá querido decir: «A pesar de toda tu
belleza, y de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, villano y
cojo»? ¡Lección, profunda, caballero, para las coquetas!
No
pude menos de sonreír ante aquella explicación que me pareció tan traída por
los cabellos.
-Es
un idioma terrible el latín por su concisión -repuse con el fin de evitar
contradecir seriamente a mi arqueólogo, y retrocedí algunos pasos para
contemplar mejor la estatua.
-¡Un
momento, colega! -dijo el señor De Peyrehorade, tomán-dome del brazo. No ha
terminado usted de verlo todo. Hay otra inscripción más. Suba al pedestal y
mire en el brazo derecho.
Y
hablando de tal suerte, me ayudó a subir.
Ya
en el pedestal, aseguré una mano sin cumplimientos en el cuello de la Venus , con la cual comenzaba
a familiarizarme. Hasta la miré un instante en sus mismas barbas, y la encontré
aún más malévola y también más hermosa. Después examiné el brazo y vi grabados
en él algunos caracteres de escritura cursiva antigua, según me pareció. Con el
auxilio de unas gafas pude deletrear lo que sigue, mientras el señor De
Peyrehorade repetía cada una de mis palabras, a medida que yo la pronunciaba,
aprobando con el gesto y con la voz.
Leí pues:
VENERI TVRBVL...
EVTYCHES MYRO
IMPERIO FECIT.
Después
de esa palabra Tvrbvl de la primera
línea, me pareció que había algunas letras borradas; pero Tvrbvl era perfectamente legible.
-¿Eso
quiere decir?... -me preguntó mi huésped radiante y sonriendo con malicia, pues
pensaba que yo no sacaría fácilmente mucho de aquel Tvrbvl.
-Hay
una palabra que todavía no me la explico -le dije. Todo lo demás es fácil.
Eutiquio Myron ha hecho esta ofrenda a Venus por orden de ella.
-Perfectamente.
¿Pero qué me dice usted de Tvrbvl?
¿Qué significa Tvrbvl?
-Tvrbvl me preocupa bastante. En vano
trato de buscar algún epíteto de Venus que pueda ayudarme. Veamos. ¿Qué diría
usted de Tvrbvlenta? Venus que
inquieta, que agita... Verá usted que sigo preocupado por su maligna expresión.
Tvrbulenta, no es de ninguna manera
un epíteto demasiado malo para Venus -añadí con tono modesto, pues yo mismo no
estaba muy convencido de mi explicación.
-¡Venus
turbulenta! ¡Venus la pendenciera! ¡Ah! ¿Cree usted, entonces, que mi Venus es
una Venus de taberna? Nada de eso, caballero; es una Venus de buenas compañías.
Pero voy a explicarle este Tvrbvl...
Por lo menos, me prometerá usted no divulgar mi descubrimiento antes de la
impresión de mi memoria. Es que, ya lo ve usted, me vanagloria de este
hallazgo... Es conveniente que ustedes también dejen espigar algo a nosotros,
los pobres diablos de provincias. ¡Son tan ricos los señores sabios de París!
Desde
lo alto del pedestal, donde estaba colgado, le prometí solemnemente que yo no cometería
nunca la indignidad de robarle su descubrimiento.
-Tvrbvl... caballero -dijo acercándose a
mí y bajando el tono de su voz como si temiese que otro pudiera escucharle, es tvrbvlnerae.
-No
comprendo mucho más.
-Escuche
bien. A una legua de aquí, al pie de la montaña, hay una aldea que se llama
Boulternère. Es una corrupción de la palabra latina tvrbvlnera. No hay nada más común que estas inversiones.
Boulternère, caballero, ha sido una ciudad romana. Siempre lo había dudado,
pero nunca tuve una prueba cierta de ello; ahora tengo esa prueba. Esta Venus
era la divinidad típica de Boulternère, y esta palabra Boulternère, de la que
acabo de demostrar su origen antiguo, prueba una cosa mucho más curiosa, y es
que Boulternère, antes de ser ciudad romana, ¡fue una ciudad fenicia!
Se
detuvo un momento para tomar aliento y disfrutar de mi sorpresa. Yo me esforcé
por reprimir un fuerte impulso de echarme a reír.
-En
efecto -prosiguió, tvrbvlnera es
fenicio puro. Tvr, pronúnciase tur... Tour y Sour, valen lo
mismo ¿no es verdad? Sour es el nombre fenicio de Tyr, y no tengo necesidad de
recordarle el sentido. Bvl es Baal,
Bal, Bel, Bul, ligeras diferencias de pronunciación. Nera, en cambio, me da un poco de trabajo. Me inclino a creer, por
no encontrar una palabra fenicia análoga, que viene del griego nerós, que significa húmedo, pantanoso.
Sería, pues, un término híbrido. Para justificar lo de nerós, le enseñaré en Boulternère varios arroyos que nacen en las
montañas y forman pantanos infectos. Por otra parte, la terminación Nera pudo
haber sido agregada mucho más tarde, en honor de Nera Pivesuvia, mujer de
Tétrico, quizás por haber hecho algo en favor de Turbul. Pero, a causa de los
pantanos, prefiero la etimología de nerós.
Dicho
esto, tomó un poco de tabaco con aire satisfecho, y prosiguió su disertación.
-Pero
dejemos a los fenicios, y volvamos a la inscripción. Traduzco en consecuencia:
«A Venus de Boulternère, Myron dedica por su orden esta estatua, obra suya».
Me
guardé muy bien de criticar su etimología, pero quise a mi vez dar pruebas de
penetración, y le dije:
-Alto
ahí, caballero. Myron ha consagrado alguna cosa, pero no veo en ninguna forma
que sea esta estatua.
-¡Cómo!
-exclamó. ¿No era Myron un famoso escultor griego? El talento se habría perpetuado
en su familia. Es uno de sus descendientes quien habrá hecho esta estatua. No
hay nada más seguro.
-Pero
-repliqué- veo en ese brazo un pequeño agujero. Creo que ha servido para fijar
en él alguna cosa, un brazalete, por ejemplo, que este Myron habrá dado a Venus
como ofrenda expiatorio. Mvron fue un amante infortunado. Venus estaba irritada
contra él, y él la apaciguó consagrándole un brazalete de oro. Observe que fecit se toma con mucha frecuencia por consecravit. Estos términos son
sinónimos. Le daría a usted más de un ejemplo si tuviera a mano a Gruter o a
Orellio. Es natural que un enamorado vea en sueños a Venus y se imagine que le
imponga la obligación de dar un brazalete de oro a su estatua. Myron le
consagró un brazalete... Después los bárbaros o algún ladrón sacrílego...
-¡Ah!
¡Cómo se conoce que usted ha escrito novelas! -exclamó mi huésped dándome la
mano para ayudarme a descender. No, caballero, esta obra es de la escuela de
Myron. Observe sólo el trabajo y se convencerá.
Habiéndome
impuesto la norma de no contradecir de ningún modo a los arqueólogos
obstinados, bajé la cabeza con aire convencido y me limité a decir:
-Es
una pieza admirable.
-¡Oh,
Dios mío! -exclamó el señor De Peyrehorade. ¡Otra muestra de vandalismo! ¡Han
arrojado una piedra a mi estatua!
Acababa
de observar el anticuario una marca blanca, poco más abajo del pecho de la Venus. Yo noté un trazo
parecido sobre los dedos de la mano derecha; supuse entonces que habían sido
rozados por la piedra, o que un fragmento desprendido de ella al rebotar en el
metal había dado en la mano. Conté a mi huésped la ofensa de que había sido
testigo y el pronto castigo que le siguió. Se rió bastante, y, comparando al
aprendiz con Diomedes, le deseó que viera, como el héroe griego, convertidos a
sus compañeros en pájaros blancos.
La
campana del almuerzo interrumpió esta plática clásica, y, lo mismo que la
víspera, fui obligado a comer por cuatro. Después vinieron varios colonos del
señor De Peyrehorade, y, mientras éste los atendía, su hijo me llevó a ver una
calesa que había comprado en Tolosa para su prometida, y que yo admiré, no es
necesario repetirlo. Luego entré con él en la caballeriza, donde me tuvo una
media hora elogiándome sus caballos, haciéndome conocer sus genealogías, y enumerándome
los premios que habían ganado en las carreras del departamento. Por último,
acabó hablándome de su futura, con motivo de haberme enseñado una yegua gris
que le tenía destinada.
-La
veremos hoy -dijo. No sé si la encontrará bonita. No es fácil contentar a
ustedes, los de París; pero todo el mundo, aquí y en Perpiñán, la encuentra
encantadora. Lo mejor de todo es que es muy rica. Su tía de Prades le ha dejado
todos sus bienes. ¡Oh, voy a ser muy feliz!
Me
contrarió profundamente ver a un joven más impresionado por la dote que por los
ojos hermosos de su futura.
-Usted
que entiende de alhajas -prosiguió el señor Alfonso, ¿qué le parece ésta? Es el
anillo que le entregaré mañana.
Mientras
hablaba de esta suerte, sacó de la primera falange de su dedo meñique una
gruesa sortija enriquecida con diamantes, y formada por dos manos entrelazadas;
la alusión me pareció infinita-mente poética. El trabajo era antiguo, pero
juzgué que había sido retocada para engarzar los diamantes. En el interior de
la sortija se leían estas palabras, en letras góticas: Sempr' ab ti, es decir, siempre contigo.
-Es
una sortija bonita -dije. Pero el agregado de estos diamantes le ha hecho
perder un poco de su valor intrínseco.
-¡Oh!
Así queda mucho más hermosa -contestó sonriendo. Hay en ella mil doscientos
francos en diamantes. Mi madre me la dio; es una sortija de familia muy
antigua..., de los tiempos de la caballería andante. La había usado mi abuela,
quien la recibió de la suya. Dios sabe cuándo habrá sido hecha.
-Es
costumbre en París -le dije- dar en estos casos un anillo muy sencillo,
compuesto generalmente por dos metales, como el oro y el platino. Mire, esa
otra sortija que usted lleva en ese dedo, sería más apropiada. Esta, con los
diamantes y las manos en relieve, es tan gruesa que no se podría llevar usando
guantes.
-¡Oh!
Mi esposa se las arreglará como quiera. Creo que siempre se sentirá satisfecha
de tenerla. Es muy agradable llevar en el dedo mil doscientos francos en
diamantes. Esta pequeña sortija -agregó contemplando con aire satisfecho el
otro anillo liso que llevaba en la mano- es de una mujer de París, que me la
dio un día de carnaval. ¡Ah, cómo lo pasé en París, hace dos años! ¡Allí sí se divierte uno!... -Y suspiró de pena.
Teníamos
que cenar aquel día en Puygarrig, en casa de los padres de la futura. Llegada
la hora, nos ubicamos en la calesa y partimos para su castillo, distante de
Ille no más de una legua y media. Fui presentado y acogido en él como amigo de
la familia. No hablaré de la cena ni de la conversación que siguió a ella, y en
la que tomé poca parte. El señor Alfonso, sentado junto a su novia, le
deslizaba una palabra al oído cada cuarto de hora. Ella, por su parte, apenas
si levantaba los ojos, y, cada vez que su pretendiente le hablaba, se ruborizaba
con modestia, pero respondía sin turbarse.
La
señorita de Puygarrig tenía dieciocho años, y su talle flexible y delicado
contrastaba con las formas huesosas de su robusto prometido. Era no sólo bella,
sino también seductora. Admiré la perfecta naturalidad de sus respuestas; y su
expresión bondadosa, no exenta empero de un ligero tono de malicia, me recordó,
a pesar mío, a la Venus
de mi huésped. En esta comparación que hice mentalmente, me pregunté si la
superioridad de belleza que había que concederle a la estatua no se debía, en
gran parte, a su expresión de tigre; pues la energía, aun en las malas
pasiones, despierta siempre en nosotros cierta sorpresa y una especie de
involuntario admiración.
«¡Qué
lástima -me dije al abandonar a Puygarrig que una persona tan amable sea rica,
y que su dote la exponga a ser galanteada por un hombre indigno de ella!»
Mientras
regresábamos a Ille, no sabiendo muy bien de qué hablar a la señora de
Peyrehorade, a quien creía conveniente dirigirle algunas veces la palabra, le
dije:
-¡Son
muy incrédulos en el Rosellón! ¡Cómo, señora, arreglan ustedes un casamiento
para un día viernes! En París veríamos esto con cierta superstición. Nadie se
atrevería a tomar esposa en tal día.
-¡Dios
mío! No me hable de eso -respondió. De haber dependido de mí hubiera elegido,
naturalmente, otro día. Pero Peyrehorade lo ha querido así y hubo que ceder.
Sin embargo, esto me apena. ¿Si sucediera alguna desgracia? Es de suponer que
haya en ello alguna razón, pues, en fin, ¿por qué todo el mundo teme al día
viernes?
-¡Viernes!
-exclamó su marido. ¡Es el día de Venus! ¡Excelente día para un casamiento! Ya
lo ve usted, mi querido colega, no pienso más que en Venus. ¡Por mi honor! Por
ella he elegido el viernes. Mañana, si usted quiere, antes de la boda, haremos
un pequeño sacrificio, mataremos dos palomas, y, si supiese dónde conseguir
incienso...
-¡Concluye
de una vez, Peyrehorade! -le interrumpió su esposa, escandalizada al extremo.
¡Inciensar a un ídolo! ¿Qué dirían de nosotros en la comarca?
-Por
lo menos -dijo el señor de Peyrehorade- me permitirás colocarle en la cabeza
una corona de rosas y de lirios:
Manibus date lilia plenis.
Ya
lo ve usted, caballero, la constitución es una palabra inútil. ¡No tenemos
libertad de cultos!
Los
arreglos del día siguiente fueron ordenados de esta manera. Todo el mundo tenía
que estar listo, correctamente vestido, a las diez en punto. Tomado el
chocolate, se iría en carruaje a Puygarrig. El casamiento civil debía
celebrarse en la alcaldía de la aldea, y la ceremonia religiosa en la capilla
del castillo. A continuación se serviría el almuerzo, y después de almorzar se
pasaría el tiempo como mejor se pudiera, hasta las siete de la tarde. A esta
hora, se regresaría a Ille, a casa del señor De Peyrehorade, en donde cenarían
las dos familias. El resto se supone, naturalmente. No habiendo baile, se había
querido que todos comiesen a más y mejor.
Desde
las ocho de la mañana estuve sentado ante la Venus , lápiz en mano, y por vigésima vez debí
recomenzar un apunte de la cabeza de la estatua, sin que consiguiese
interpretar la expresión de su rostro. El señor De Peyrehorade iba y venía en
torno de mí, me daba consejos y me repetía sus etimologías fenicias; después
colocó unas rosas de Bengala en el pedestal de la estatua, y con tono
tragicómico hizo votos por la pareja que iba a vivir bajo su techo. A eso de
las nueve entró en la casa para ocuparse de su tocado personal. A la sazón
apareció el señor Alfonso, con una levita bien ceñida, guantes blancos, zapatos
charolados, botones cincelados y una rosa en el ojal.
-¿Me
hará usted el retrato de mi mujer? -dijo inclinándose sobre mi dibujo. También
ella es bonita.
En
ese momento empezó en la cancha de pelota que he mencionado ya, un partido que
al instante llamó la atención del señor Alfonso. Y yo fatigado, y perdiendo las
esperanzas de conseguir reproducir aquella diabólica figura, abandoné muy
pronto mi dibujo para mirar a los jugadores. Había entre ellos algunos
muleteros españoles llegados el día anterior. Eran aragoneses y navarros, casi
todos de una destreza maravillosa en el juego. En consecuencia, los illenses,
aunque alentados por la presencia y los consejos del señor Alfonso, fueron
derrotados bastante pronto por esos nuevos campeones. Los espectadores locales
estaban consternados. El señor Alfonso miró su reloj. No eran todavía las nueve
y media. Su madre no estaba peinada. Y no vaciló más: se sacó la levita, pidió
una chaqueta, y desafió a los españoles. Yo lo miraba hacer, sonriendo y un
poco sorprendido.
-Es
preciso sostener el honor de la región -me dijo.
Entonces
lo encontré verdaderamente gallardo. La pasión del juego le poseyó a tal punto,
que su tocado, que tanto le había preocupado hacía un instante, ya no
significaba nada para él. Unos minutos antes hubiese temido volver la cabeza
para no desarreglarse la corbata. Ahora no pensaba en sus cabellos rizados ni
en su pechera tan bien plegada. ¿Y su prometida?... A fe mía, creo que, de
haber sido necesario, habría postergado el casamiento. Lo vi calzarse con prisa
un par de sandalias, subirse las mangas, y, muy seguro de sí mismo, ponerse a
la cabeza del conjunto vencido, dando órdenes como César a sus soldados en
Dirraquium. Salté el seto, y me coloqué cómodamente a la sombra de un almez, de
manera que pudiera ver bien los dos campos.
Contra
lo esperado por todos, el señor Alfonso falló en la primera pelota, que, a la
verdad, no era fácil, pues vino rozando el suelo, enviada con sorprendente
fuerza por un aragonés que parecía ser el jefe de los españoles.
Era
éste un hombre de unos cuarenta años, seco y nervioso, de seis pies de altura,
y su piel olivácea tenía un tinte casi tan oscuro como el del bronce de la Venus.
El
señor Alfonso tiró con furor su paleta en el suelo.
-¡Esta
maldita sortija -dijo- me aprieta el dedo y me ha hecho perder una pelota
segura!
Y
se sacó, no sin trabajo, la sortija de diamantes. Me acerqué para guardársela;
pero me hizo a un lado, corrió hacia la Venus , le puso la sortija en el dedo anular y
retornó a su puesto, a la cabeza de los illenses.
Lo
vi pálido, pero tranquilo y decidido. Desde ese momento, no cometió una sola
falta, y los españoles fueron derrotados completa-mente. Un hermoso espectáculo
brindó el entusiasmo de los espectadores: unos lanzaban gritos de alegría,
tirando al aire sus gorros; otros estrechaban las manos al señor Alfonso,
llamándolo la gloria del país. Si hubiera rechazado una invasión, dudo que
hubiese recibido felicitaciones más vivaces y sinceras. La amargura de los
vencidos se añadía a la gloria de su victoria.
-Haremos
otros partidos, amigo -dijo el señor Alfonso al aragonés con tono de
superioridad, pero tendré que darle ventaja.
Yo
hubiera deseado que el señor Alfonso fuese más modesto, y casi me apené por la
humillación de su rival.
El
gigante español sintió en lo hondo esa ofensa; palideció su tostado rostro;
miró con tristeza su paleta, apretando los dientes, y le oí murmurar con voz
sofocada:
-Me lo pagarás.
La
voz del señor De Peyrehorade turbó el triunfo de su hijo. Mi huésped se sorprendió
al no encontrarlo dirigiendo el arreglo de la calesa nueva, y mucho más todavía
al verlo bañado en sudor, con la paleta en la mano. El señor Alfonso corrió a
la casa, se lavó la cara y las manos, volvió a ponerse la levita nueva y los
zapatos charolados, y cinco minutos después, todos nos dirigíamos rápidamente
hacia Puygarrig. Los jugadores de pelota y gran número de espectadores nos
siguieron dando gritos de alegría, y, durante un buen trecho, apenas si los
vigorosos caballos que tiraban de nuestro coche podían mantener su ventaja
sobre la marcha de estos intrépidos catalanes.
Por
fin llegamos a Puygarrig. Cuando el cortejo iba a ponerse en marcha para ir a
la alcaldía, el señor Alfonso, dándose una palmada en la frente me dijo en voz
baja:
-¡Qué
torpeza! ¡Me he olvidado la sortija! ¡La dejé en el dedo de la Venus , que el diablo podría
llevarse! No se lo diga a nadie, y menos aún a mi madre. Tal vez ella no se dé
cuenta.
-Podría
enviar usted a alguien a buscarla -dije.
-¡Bah!
Mi criado se ha quedado en Ille, y de los que hay aquí no me fío mucho. ¡Mil
doscientos francos en diamantes! Eso podría tentar a más de uno. Por otra
parte, ¿qué pensarían de mi distracción? Se burlarían de mí, y me llamarían el
marido de la estatua... ¡Con tal que no me roben el anillo! Por suerte, el
ídolo les mete miedo a los pillastres y no se atreven a aproximarse mucho a
ella. ¡Bah! No es nada, tengo otra sortija.
Las
dos ceremonias, la civil y la religiosa, se realizaron con la pompa adecuada; y
la señiorita de Puygarrig recibió el anillo de una modista de París, sin
sospechar que su prometido le hacía el sacrificio de una prenda de amor.
Después hubo que sentarse a la mesa, en donde se bebió, se comió y hasta se
cantó, todo lo cual se hizo con cierto exceso. La recién casada me inspiró
bastante pena, a causa de la tosca alegría que se exteriorizaba en torno de
ella; sin embargo, se comportó mejor de lo que yo hubiera esperado, y la
turbación que mostraba en ese momento no provenía de torpeza ni de afectación.
Y es que el valor, quizás se hace presente en las situaciones difíciles.
El
almuerzo concluyó cuando Dios quiso. Eran ya las cuatro, y los hombres salieron
a pasear un poco, unos por el parque, que era magnífico, y otros a contemplar
cómo bailaban en el prado del castillo las campesinas de Puygarrig, que lucían
sus vestidos de fiesta. En esta forma pasamos algunas horas. Mientras tanto,
las mujeres del castillo rodeaban a la recién casada, que hacía admirar a unas
y otras su canastilla de boda. Cuando volví a verla, noté que había cambiado de
vestido, y que cubría sus hermosos cabellos con una redecilla y un sombrero de
plumas, pues las jóvenes tienen prisa por ponerse, en cuanto pueden, los
adornos que el uso les impide llevar cuando aun son doncellas.
Eran
cerca de las ocho cuando se dispuso el regreso a Ille. En ese instante se
produjo una escena patética. La tía de la señorita de Puygarrig, que hacía las
veces de madre, mujer de mucha edad y muy devota, no debía ir con nosotros a la
ciudad, y, llegada la hora de la salida, dio a su sobrina un sermón
concerniente a sus deberes de esposa, del cual sermón resultó un torrente de
lágrimas y de abrazos interminables. El sefíor De Peyrehorade comparó esta
separación con el rapto de las sabinas. Partimos, no obstante, y, durante el
viaje, todos se esforzaron por distraer a la recién casada y hacerla reír, pero
fue en vano.
En
Ille, nos esperaba la cena... y ¡qué cena! Si la tosca alegría del almuerzo me
había chocado, más me chocaron aún los equívocos y las bromas de que fueron
objeto el marido y sobre todo su esposa. El recién casado, que había salido un
instante antes de sentarse a la mesa, estaba pálido y su seriedad era glacial.
Bebía mucho, y del viejo vino de Collioure, que es casi tan fuerte como el
aguardiente. Yo estaba sentado a su lado y me creí obligado a advertirle:
-¡Tenga
cuidado! Se dice que el vino...
No
sé qué tontería dije para ponerme a la altura de los convidados.
Me
tocó con la rodilla, y me dijo en voz baja:
-Cuando
se levanten de la mesa... trate de que pueda decirle dos palabras.
Me
sorprendió su tono solemne. Lo miré con más atención, y entonces noté una
extraña alteración en su semblante.
-¿Se
encuentra usted indispuesto? -pregunté.
-No.
Y
siguió bebiendo.
Mientras
tanto, en medio de los gritos y de las palmadas, un niño de once años que se
había deslizado bajo la mesa, mostraba a los asistentes una bonita cinta blanca
y rosa que acababa de desprender del tobillo de la desposada. Se llamó a aquello su liga. En seguida fué
cortada en pedazos y distribuida entre los jóvenes, que adornaron con ellos su
ojal, siguiendo una antigua costumbre que se conserva todavía en algunas
familias patriarcales. Para la recién casada aquélla fue una ocasión indicada
para ruborizarse hasta la raíz de los cabellos... Pero su turbación llegó al
máximo cuando el señor De Peyrehorade, después de haber reclamado silencio,
declamó algunos versos catalanes, improvisados, según dijo. He aquí el sentido
de los mismos, si es que los interpreté bien:
«¿Qué
es esto, amigos míos? ¿Acaso el vino que he bebido me hace ver doble? Hay aquí
dos Venus ... »
El
recién casado levantó bruscamente la cabeza con tal expresión de susto que hizo
reír a todos.
«Sí»
-prosiguió el señor De Peyrehorade- «hay dos Venus bajo mi techo. Una, la he
encontrado en la tierra, como una trufa; la otra, ha bajado de los cielos y
acaba de repartirnos su cinturón».
Quería
decir su liga.
«Hijo
mío, elige la Venus
romana o la catalana, la que prefieras. El pillastre toma a la catalana, y su
elección es la mejor. La romana es negra, la catalana es blanca. La romana es
fría, la catalana inflama todo lo que se le acerca».
Este
final arrancó tal alarido, aplausos tan ruidosos y risas tan sonoras, que creí
que el techo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. Alrededor de la mesa no
había más que tres caras serias; las de los recién casados y la mía. Yo tenía
un fuerte dolor de cabeza, y, además, no sé por qué, un casamiento siempre me
entristece. Por otra parte, aquél me disgustaba un poco.
Las
últimas coplas fueron cantadas por el teniente alcalde, y eran bastante
liberales, debo decirlo. Después pasamos a la sala para presenciar la partida
de la desposada, que debía ser conducida muy pronto a su habitación, pues ya
era cerca de medianoche.
El
señor Alfonso me arrastró junto al alféizar de una ventana, y sin atreverse a
mirarme, me dijo:
-Usted
se burlará de mí... Pero no sé que tengo... ¡Estoy hechizado! ¡El diablo me
lleva!
El
primer pensamiento que se me ocurrió fue el de que se creía amenazado de algún
mal de aquellos de que hablan Montaigne y Madame de Sevigné: «Todo el imperio
amoroso está lleno de historias trágicas, etc.»
«Creo
que tal género de accidentes no suceden más que a personas inteligentes» me
dije.
Pero
volviendo al recién casado, le contesté:
-Ha
bebido usted demasiado vino de Collioure, mi querido señor Alfonso. Ya se lo
había advertido.
-Sí,
quizás. Pero se trata de algo más terrible.
Hablaba
con voz entrecortado. Lo creí completamente ebrio.
-¿Se
acuerda usted de mi anillo? -prosiguió después de un silencio.
-Sí.
¿Se lo han llevado?
-No.
-¿Lo
tiene usted, entonces?
-No...,
yo... yo no puedo sacarlo del dedo de esa maldita Venus.
-¡Bah!
No habrá tirado de él lo bastante fuerte.
-Lo
hice... pero la Venus...
ha cerrado el dedo. Y me miró fijamente, con extraña expresión, apoyándose en
la falleba de la ventana para no caerse.
-¡Qué
cuento es éste! -dije. Sin duda, usted ha metido muy adentro el anillo. Mañana
lo sacará con las tenazas; pero tenga cuidado entonces de no estropear la
estatua.
-Le
digo a usted que no he hecho eso. El dedo de la Venus está encogido,
replegado; la Venus
ha cerrado la mano. ¿Me entiende ahora?... Es mi esposa, en apariencia, puesto
que le he entregado mi anillo... y no quiere devolvérmelo.
Sentí
correr de pronto por mi cuerpo un raro estremecimiento, y esta sensación me
duró un instante. El joven lanzó un profundo suspiro, y al percibir su aliento
vinoso, toda emoción desapareció en mí.
«Este
miserable -pensé- está completamente borracho.
-Usted
es anticuario, caballero -agregó con voz triste -y conoce esas estatuas... Tal
vez haya en ella algún resorte, algún mecanismo oculto, que yo no conozco... Si
usted fuera a ver...
-Con
mucho gusto -dije. Venga conmigo.
-No,
prefiero que vaya usted solo.
Salí
de la sala. El tiempo había cambiado durante el transcurso de la cena, y la
lluvia comenzaba a caer con fuerza. Iba a pedir un paraguas, cuando una
reflexión me detuvo.
«¡Sería
un loco de remate -me dije- si fuera a cerciorarme de lo que me ha dicho un
hombre ebrio! Quizás, por otra parte, me ha querido hacer objeto de alguna
broma desagradable para hacer reír a estos buenos provincianos; y lo menos que
puede ocurrirme es que me cale hasta los huesos y atrape un buen catarro.»
Desde
la puerta eché una ojeada a la estatua por la que chorreaba el agua, y subí
después a mi habitación, y no volví a entrar en la sala. Me acosté, pero el
sueño tardó en llegar. Todas las escenas de la jornada se hacían presente en mi
espíritu. Y pensé en aquella joven tan bella y tan pura abandonada a un
borracho brutal.
«¡Qué
odioso asunto -me dije- es un matrimonio de conveniencia! ¡Un alcalde revestido
con su faja tricolor, un cura con la estola, y no hace falta más para que una
hija honesta sea entregada al Minotauro! Dos seres que no se aman ¿qué pueden
decirse en esos instantes que dos enamorados comprarían al precio de su
existencia? ¿Podrá amar siempre una mujer a un joven que ha sido un bruto con
ella en determinada ocasión? Las primeras impresiones no se borran jamás, y
esto y seguro de que el señor Alfonso merece ser odiado...»
Durante
mi monólogo interior, que por cierto he abreviado, llegaba hasta mí el rumor de
las idas y venidas de la gente por la casa, el ruido de abrir y cerrar de
puertas, y el de los carruajes que partían. Además, también me pareció haber
oído en la escalera los pasos ligeros de muchas mujeres que se dirigían por el
corredor hacia el extremo opuesto al de mi habitación. Se trataba,
probablemente, del cortejo de la desposada, que la conducía al lecho. Poco
después, volvieron a bajar la escalera. La puerta de la señora de Peyrehorade
se cerró.
«¡Qué
incómoda y preocupada -me dije- debe estar esa pobre muchacha!»
Me
di vuelta en mi cama con malhumor. Un soltero desempeña un papel tonto en una casa
donde se celebra un matrimonio de esta suerte.
El
silencio reinó durante un buen rato; súbitamente oí unos pasos pesados en la
escalera; alguien subía. Los peldaños de madera crujieron con fuerza.
«¡Qué
zopenco! -exclamé para mis adentros. Apuesto a que va a caerse por la
escalera.»
Pero
todo volvió a quedar tranquilo. Tomé un libro y me dispuse a leer para cambiar
el curso de mis ideas. Era una estadística del departamento, enriquecida con
una memoria del señor De Peyrehorade sobre los monumentos druidas del distrito
de Prades. Me adormecí en la tercera página.
Dormí
mal y me desperté varias veces. A eso de las cinco de la mañana, cuando ya
hacía unos veinte minutos que estaba despierto oí cantar un gallo. Comenzaba a
clarear el día. Escuché entonces, con toda claridad, los mismos pasos pesados y
el mismo crujido de la escalera que había escuchado antes de dormirme. Aquello
me pareció raro. Entre bostezo y bostezo traté de adivinar el motivo por el
cual el señor Alfonso se levantaba tan temprano. No podía imaginarme la causa.
Iba a volver a cerrar los ojos, cuando atrajo mi atención unos pataleos
extraños, a los que se mezclaron en seguida el sonido de varias campanillas y
un ruido como de puertas que se abrían con violencia; por últimos oí confusos gritos.
«¡Mi
borracho habrá prendido fuego en alguna parte!» pensé, saltando de la cama.
Me
vestí rápidamente y salí al pasillo. Del extremo opuesto llegaban gritos y
lamentos; alguien, con voz que dominaba a todas las otras, clamaba con acento
desgarrardor:
-¡Hijo
mío? ¡Hijo mío!
Era
evidente que le había sucedido una desgracia al señor Alfonso. Corrí a la
cámara nupcial: estaba llena de gente. Lo primero que llamó mi atención fue el
espectáculo del joven a medio vestir, echado de través en el lecho, cuya
armadura estaba rota. Estaba lívido e inmóvil. Su madre lloraba y gritaba a su
lado. El señor De Peyrehorade, muy agitado, frotaba las sienes del joven con
agua de Colonia, y a veces arrimaba el frasco de sales a su nariz. ¡Pobre!
Hacía tiempo que su hijo se hallaba sin vida. Sobre un sofá, en el otro rincón
del dormitorio, se encontraba la desposada, que, a su vez, era víctima de
horribles convulsiones. Lanzaba gritos inarticulados, y dos robustas criadas la
contenían a duras penas.
-¡Dios
mío! -dije. ¿Qué ha sucedido?
Me
acerqué a la cama y traté de levantar el cuerpo del infortunado joven: estaba
rígido y frío. Sus dientes apretados y su rostro morado expresaban las más
horrorosas angustias. Echábase de ver que su muerte había sido violenta y
terrible su agonía. Sin embargo, no había en sus ropas ningún rastro de sangre.
Aparté la camisa y vi sobre su pecho una marca lívida que se extendía por los
costados hasta la espalda. Se hubiera dicho que había sido apretado en un
círculo de hierro. Mi pie tocó de pronto un objeto duro que se encontraba sobre
la alfombra, me agaché para reconocerlo y vi la sortija de diamantes.
Conduje
entonces al señor De Peyrehorade y a su esposa hasta su habitación, y después
hice que llevasen junto a ellos a la desposada.
-Les
queda todavía una hija -dije a mis huéspedes- y ustedes deben cuidarla.
Y
los dejé solos.
No
me parecía dudoso que el señor Alfonso hubiese sido víctima de un asesinato
cuyos autores habían encontrado la forma de introducirse durante la noche en la
habitación de la desposada. Aquellas contusiones en el pecho y la dirección
circular que seguían me intrigaban bastante, pues un bastón o una barra de
hierro no podría haberlas causado. De pronto me acordé haber oído decir en
Valencia, que algunos facinerosos utilizan largos talegos de cuero rellenos de
arena para moler a golpes a las personas por cuya muerte se les paga. En
seguida recordé al muletero aragonés y su amenaza. No obstante, apenas me
atrevía a pensar que éste hubiese realizado tan terrible venganza a causa de
una ligera broma.
Recorrí
toda la casa buscando rastros de violencia, pero no los encontré en ninguna
parte. Bajé al jardín para ver si los asesinos podrían haber entrado por allí;
pero no descubrí ningún indicio seguro. La lluvia de la Víspera había ablandado
tanto el suelo, que no era posible encontrar ninguna huella clara. Sin embargo,
noté al fin algunas pisadas profundas en la tierra; estaban impresas en dos
direcciones contrarias, pero en una misma línea, pues partían del ángulo del seto
contiguo al juego de pelota y terminaban en la puerta de la casa . Serían
quizás las de los pasos dados por el señor Alfonso cuando fue a retirar su
anillo del dedo de la estatua. Por otra parte, el seto, en ese rincón, era
menos tupido, y probablemente por ese punto lo habían saltado los asesinos.
Pasando y repasando por delante de la estatua, me detuve un instante para
mirarla. Confieso que en esa ocasión no sin estremecerme contemplé su expresión
de irónica maldad; y, con la mente excitada por las horribles escenas de que
acababa de ser testigo me pareció ver en ella una divinidad infernal
aplaudiendo la desgracia que había caído sobre aquella casa.
Volví
a mi habitación y permanecí en ella hasta mediodía. Salí entonces y pedí
noticias a mis huéspedes, que se encontraban un poco más tranquilos. La
señorita de Puygarrig, debería decir la viuda del señor Alfonso, había
recobrado el conocimiento y pudo hablar con el procurador del rey, delegado en
Perpiñán, que se encontraba por aquel entonces en jira por Ille; el magistrado
recibió su declaración, y después me pidió la mía. Le dije lo que sabía,y no le
oculté mis sospechas con respecto al muletero aragonés.Ordenó en seguida que
fuera detenido.
-¿Ha
sabido usted algo importante por medio de la señora de Alfonso? -pregunté al
procurador del rey, después de escrita y firmada mi declaración.
-Esa
desgraciada joven se ha vuelto loca -dijo con triste sonrisa. ¡Loca!
Completamente loca! He aquí lo que cuenta: estaba acostada, según dice, hacía
unos minutos, cuando se abrió la puerta de su habitación y alguien entró. En
aquel momento, la señora de Alfonso se encontraba casi en el borde del lecho,
que tenía las cortinas corridas, vuelta la cara hacia la pared. No hizo el
menor movimiento, persuadida de que era su marido. Al cabo de un momento, el
lecho crujió como si se hubiera desplomado sobre él un peso enorme. Sintió
mucho miedo, pero no se atrevió a volver la cabeza. Cinco minutos, diez minutos
quizás..., no pudo darse cuenta del tiempo que transcurrió, pasaron de tal
manera. Hizo entonces un movimiento involuntario, o bien lo hizo la otra
persona que estaba en el lecho, y sintió el contacto de alguna cosa fría como
el hielo, según sus propias expresiones. Volvió a colocarse junto a la pared,
temblando de pies a cabeza. Poco después, la puerta se abrió por segunda vez y
alguien que entró, dijo: «Buenas noches, mujercita mía». Entonces se sucedieron
con rapidez las cosas. La joven oyó un grito ahogado. La persona que estaba en
la cama, a su lado, se enderezó y pareció extender sus brazos hacia delante.
Ella entonces dio vuelta la cabeza... y vio, según dice, a su marido
arrodillado junto al lecho, con la cabeza a la altura de la almohada, entre los
brazos de una especie de gigante verdoso que lo estrechaba con fuerza. Me dijo,
y lo repitió veinte veces... ¡pobre mujer! ... me dijo que reconoció... ¿lo
adivinaría usted?, a la Venus
de bronce, a la estatua del señor De Peyrehorade. Desde que está en la comarca,
todo el mundo sueña con ella. Pero vuelvo al relato de la infortunada loca.
Ante tal espectáculo perdió el conocimiento, y, probablemente, poco después,
también la razón. No puede establecer de ninguna manera cuánto tiempo estuvo
desvanecida. Vuelta en sí, vio otra vez al fantasma, o a la estatua, según ella
lo dice continuamente, inmóvil, con la parte inferior del cuerpo dentro de la
cama, el busto inclinado hacia delante, y estrechando entre sus brazos a su
marido, que no hacía el menor movimiento. Cantó un gallo. Entonces la estatua
abandonó el lecho, dejó caer el cadáver y salió. La señora de Alfonso se
prendió del cordón de la campanilla, y usted ya sabe lo que sucedió después.
Se
trajo al español. Se mostró tranquilo durante el interrogatorio y se defendió
con mucha sangre fría y presencia de ánimo. Por lo demás, no negó el propósito
que yo le oí expresar, pero lo explicó, insistiendo en que sólo quiso decir que
al día siguiente más descansado, le hubiera ganado un partido de pelota a su
vencedor. Recuerdo que agregó:
-Un
aragonés, cuando es ofendido, no espera el día siguiente para vengarse. De
haber creído que el señor Alfonso se propuso insultarme, en el acto le hubiese
hundido mi cuchillo en el vientre.
Se
compararon sus zapatos con las huellas del jardín, pero resultaron mucho más
grandes que éstas.
A
su vez, el hotelero en cuya casa se había alojado, aseguró que aquel hombre
había pasado la noche dando frotaciones y curando a uno de sus mulos que estaba
enfermo.
Por
otra parte, el aragonés era un hombre de buena fama, muy conocido en la
comarca, a la que venía todos los años en razón de su comercio. Fue puesto en
seguida en libertad y se le dieron las debidas excusas.
Me
olvidaba consignar la declaración hecha por un criado, que fue el último en ver
con vida al señor Alfonso. En el momento en que su amo iba a subir en busca de
su mujer, éste lo llamó y le preguntó con cierta inquietud si sabía dónde me
encontraba yo. El criado le contestó que no me había visto. El señor Alfonso
lanzó un suspiro, permaneció en silencio más de un minuto, y dijo después:
«¡Vamos! ¡También se lo habrá llevado el diablo!»
Pregunté
a aquel hombre si el señor Alfonso llevaba la sortija de diamantes cuando le
habló. El criado vaciló al contestar; pero dijo, por último, que no lo creía,
aunque no había prestado en verdad mayor atención a ese detalle.
-Si
hubiese tenido en el dedo esa sortija -agregó con más seguridad-, sin duda yo
lo habría notado, pues creí que mi amo ya se la había entregado a su señora.
Mientras
lo interrogaba, sentí que también prendía en mí algo del terror supersticioso
que la declaración de la señora de Alfonso había difundido por toda la casa. El
procurador del rey me miró sonriendo, y me guardé muy bien de insistir.
Varias
horas después de los funerales del señor Alfonso, me dispuse a dejar a Ille, y
se alistó el carruaje del señor De Peyre-horade para llevarme a Perpiñán. A
pesar de su estado de debilidad, el pobre anciano quiso acompañarme hasta la
puerta del jardín. Lo atravesamos en silencio y lentamente, pues él caminaba
con dificultad, apoyado en mi brazo. En el momento de separarnos, miré por
última vez a la Venus.
Preveía yo que mi huésped, aunque no compartiera los terrores
y los odios que inspiraba la estatua a una parte de su familia, querría
deshacerse de un objeto que le recordaría siempre una horrible desgracia. Mi
intención era rogarle por tanto, que la enviara a un museo, y vacilaba sobre la
manera de encarar el asunto, cuando el señor De Peyrehorade volvió maquinalmente
la cabeza hacia el lado en que fijaba yo mi mirada. Vio la estatua y se echó a
llorar. Lo abracé, y, sin atreverme a decirle una sola palabra, subí al
carruaje.
Desde
mi partida de Ille, no he tenido noticias de que algún hecho nuevo hubiera
contribuido a aclarar aquella misteriosa catástrofe.
El
señor De Peyrehorade falleció pocos meses después que su hijo. Por su
testamento me ha legado sus manuscritos, que tal vez publicaré algún día. No
pude encontrar la memoria relacionada con las inscripciones de la Venus.
P.S.
-Mi amigo el señor De P..., acaba de
escribirme desde Perpiñán comunicándome que la estatua ya no existe. Después de
la muerte de su marido, el primer cuidado de la señora de Peyrehorade fue
fundirla, para hacer una campana, y en esta nueva forma ha resultado útil el
bronce para la iglesia de Ille. Pero, agrega el señor De P..., parece que la
mala suerte persigue a quienes poseen dicho bronce. Desde que esa campana
resuena en Ille, las viñas se han helado ya dos veces.
1837.
(Traducción del francés por
Eduardo Torrendel)
1.078. Merimee (Prospero),