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sábado, 14 de diciembre de 2013

El sino

Durante las largas travesías -y lo era realmente aquella de Lisboa a Río de Janeiro, en un barco de muy medianas condiciones- se forman, involuntariamente, roto el hielo de las primeras horas y vencidas las congojas primeras del mareo, lazos de unión que, creando amistades pasajeras, con apariencia de profundas, ayudan a entretener el tedio de las horas en que no se sabe materialmente qué hacer.
A bordo, sin muchos libros, sin pasajeras guapas para el «flirteo» reducidos a contemplar un mar de aceite cuajado y un cielo de un azul violento, que iba siendo de metal empavonado según nos acercábamos al trópico, se anhela la más leve sensación; todo interesa. Cuando en una gran ciudad pasamos por entre la muchedumbre, ningún caso hacemos de los que nos rodean; pero entre cielo y agua, sobre cuatro tablas, los seres humanos que corren la misma aventura que nosotros nos parecen no solo hermanos en humanidad, sino amigos y enemigos declarados, a poco que el roce constante despierte la simpatía o determine la antipatía. Y aquel muchacho de tez mate, de aspecto enfermizo, no tardó una semana en hacer conmigo las mejores migas del mundo, estableciéndose entre nosotros esa confianza que impide tener secretos. Por otra parte, la confianza se estimula poderosamente con la certidumbre de que la persona a quien nos confiamos no volverá, pasadas las circunstancias actuales, a estar en contacto con nosotros; que no influiremos en su vida ni ella en la nuestra; que, verosímilmente, ni a vernos volveremos nunca. Esto nos sucedía a Sebastián Porto -tal era el nombre de mi joven amigo- y a mí. Llegados al término de nuestro viaje, no creíamos fácil encontrarnos otra vez. Él era mulato, hijo de un plantador, y se dirigía a la fazenda de su padre, situada más allá de Marañón; yo no necesitaba pasar de Río de Janeiro para los asuntos comerciales que tenía que despachar; una vez ultimados, me volvería a Europa. Nos hablábamos, pues, a pecho descubierto el muchacho y yo.
Mis confidencias fueron más optimistas que las suyas. Todo lo que Sebastián contaba de sí mismo presentaba un sello de desaliento y tristeza, a veces teñido de color supersticioso. Se creía, sinceramente, destinado a sufrir y a morir joven, y la idea de la muerte había llegado a serle no diré grata, pero sí familiar. Tenía además la pretensión de que llevaba consigo la desgracia, y me previno para que evitase su compañía, de lo cual me reía y burlaba yo. Parte por compasión, parte por temperamento, me dediqué a desanublar aquella alma envuelta en la más honda de las melancolías, que es la de las razas inferiores. Si Sebastián tuviese toda la sangre blanca, de seguro no padecería esta depresión del ánimo.
Preguntándole un día, en tono de broma, de dónde sacaba que iba a sucederle tantas cosas malas y funestas, supe que tales ideas se las había infundido su nodriza, una negra de la Costa de Oro, que había sido cimarrona y capturada por uno de esos capitanes do mato que se dedican a recoger los esclavos fugitivos. Según Sebastián, su nodriza pertenecía a una raza de negros más inteligentes, que saben de encantos, filtros, hierbas medicinales y canciones tristes, acompa-ñadas con el banjo. En la fazenda todos la tenían por profetisa, y pocos días antes de morir la madre de Sebastián, que gozaba de la mejor salud, la negra vaticinó la desgracia.
-A mí me ha repetido mil veces que nada me saldría bien y que mi suerte será funesta -repetía el mozo, agachando su cabeza bonita, de pelo rizado, mientras sus grandes ojos negros, del más brillante terciopelo, se ensombrecían con la niebla del terror a lo desconocido...
Mis chanzas, mis escepticismos, hicieron, no obstante, favorable impresión en el espíritu del joven. Según avanzábamos en feliz navegación, habiendo transpuesto las islas de Cabo Verde, y pasando el Ecuador, entre los ritos y humoradas que los marineros, en tal circunstancia, no omiten, se reanimaba Sebastián, y hasta en el famoso bautismo de la Línea puedo decir que se mostró más alegre y exaltado que nadie, La raza primitiva, de la cual había gotas de sangre en sus venas, se revelaba también en esta violencia del gozar y de la expansión.
Poco distábamos ya del término de nuestro viaje, cuando una tarde noté en Sebastián extraño ensimismamiento. Comprendí que sus habituales preocupaciones habían vuelto a apoderarse de él.
-¿Qué te pasa? -le pregunté, pues en nuestra intimidad ya imperaba el tuteo.
-Siento -contestó- la opresión, el ahogo en el pecho que me anuncia las desventuras. En toda mi vida lo he percibido tan fuerte como hoy.
-No -exclamé, para tranquilizarle, y además porque así lo creía-. Lo que tú notas, y yo también, es el anuncio de tormenta. Los marinos conocen bien esta especie de densidad del aire, esta calma asfixiadora que nos abruma. Parece que nos rodea una capa de plomo. Ya podía esto haber ocurrido dos o tres días más tarde, en cuyo caso estaríamos entrando en la bahía de Río de Janeiro.
No tardó en verificarse mi presagio. Anochecía a la hora en que sentimos los primeros amagos de tempestad.
Ráfagas furiosas de viento sacudieron la embarcación, como sacude la pasión un alma trémula. Se oyó el siniestro silbido de las jarcias y el castañetazo seco de la vela, estallando de puro tensa, próxima a romperse. La tablazón del buque crujía como si fuese a desencuadernarse; la madera rechinaba y se quejaba hondamente. El barco cabeceaba, lidiando embravecido él también con las altas olas enemigas, enormes, que tan pronto ascendían a los penoles como se precipitaban por debajo de la quilla, levantando a la embarcación para dejarla caer en breve al abismo. Reventando en inmensa masa líquida, aterradora, contra la frágil caja de leño en que unos cuantos hombres luchaban con el monstruo, las olas emitían su ronco y feroz canto de guerra y nos amenazaban con segura muerte...
En casos tales, los pasajeros siguen su inclinación: si son medrosos, se refugian en la cámara, apiñados, rezando o mudos de puro miedo; si son animosos, salen a cubierta y tratan de hacerse útiles, aunque comprendan que sólo los marinos de profesión pueden lidiar con la fiera.
Sebastián y yo subimos a cubierta desde el primer instante. El muchacho parecía haber olvidado sus negros presentimientos ante la acción y el inminente peligro, que tiene la virtud, por su misma fuerza, de curar a las enfermas imaginaciones. Empeñábase en auxiliar a la escasa tripulación, que, a la luz de los relámpagos, veíamos subida a las vergas, agarrándose desesperadamente, en su ardua faena de coger rizos. Cuando el relámpago nos iluminaba, reflejándose en la húmeda cubierta y en la palpitante superficie del mar, nos sentíamos más resueltos que cuando la oscuridad profunda nos envolvía. La luz, aunque sea esa luz terrible que precede al trueno, tiene la virtud de consolar.
Hubo un momento en que no nos veíamos ni el bulto, y sólo oíamos la voz rota y enronquecida del capitán gritando órdenes, que el fragor de la tempestad impedía comprender. Y de súbito, entre los clamores del combate, he aquí que se destaca un grito angustioso, una lamentación de agonía. Conocí el acento de mi amigo... Acababa de arrastrarle el agua.
Un relámpago me quitó la duda que pudiese quedarme... Le vi perfectamente en la cresta de una ola, luchando para aproximarse, y empujado en distinta dirección, a pesar suyo. Grité: no sé de dónde saqué tal chorro de voz... «¡Sebastián! ¡Sebastián! Espera, sostente...» Un cabo apareció, no sé cómo, y un marinero me ayudó a lanzarlo. Era un cabo recio, sólidamente amarrado y que atirantaríamos con todo nuestro vigor. Y repetíamos, enloquecidos de compasión y de ansia de salvar aquella vida: «¡Hombre al agua! ¡Hombre al agua!»
El capitán nos oyó... Corrió hacia nosotros; algunos hombres se nos unieron; Sebastián había cogido el cabo y se esforzaba en acercarse al costado del buque; pero se lo impedían las olas, ladrantes y espumantes como alanos que se arrojan sobre la pieza de caza. «¡Valor! -le gritábamos-. ¡Aprieta! ¡Hala!» Veíamos que se agotaba su resistencia, que se crispaban sus nervios, que se descomponía su semblante. La rápida marcha del buque nos obligaba a derrochar inútilmente fuerzas en el trágico salvamento... Ni el náufrago ni nosotros podíamos más... Y rabiosas como nunca, trepaban las olas a querer hundirnos... Hicimos un esfuerzo supremo; tiramos con loca rabia; el cuerpo del náufrago se alzó un instante; ya le creíamos nuestro. Y, en el punto mismo, un relámpago me permitió ver su gesto de desesperanza suprema, su fatalista renunciación. Sebastián desapareció entre el agua espumeante, que se abrió para tragarle, boca ansiosa, nunca saciada...
Y al punto mismo -como si el mar aceptase la ofrenda expiatoria de no sabemos qué antiguo crimen- el viento amainó, el oleaje se apaciguó y pudimos continuar tranquilamente nuestra travesía hasta llegar a la bahía más bella del mundo.

«Blanco y Negro», núm. 982, 1910.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El señor doctoral

A la verdad, aunque todas las misas sean idénticas y su valor igualmente infinito como sacrificio en que hace de víctima el mismo Dios, yo preferí siempre oír la del señor doctoral de Marineda, figurándome que si los ángeles tuviesen la humorada de bajarse del cielo, donde lo pasan tan ricamente, para servir de monaguillos a los hijos de los hombres, cualquier día veo a un hermoso mancebo rubio, igual que lo pintan en las Anunciaciones, tocando la campanilla y alzándole respetuosamente al señor doctoral la casulla.
Vivía el señor doctoral con su ama, mujer que había cumplido ya la edad prescrita por los cánones, y con un gato y un tordo, de los que en Galicia se conocen por «malvises», y silban y gorjean a maravilla, remedando a todas las aves cantoras. La casa era, más que modesta, pobre, y sin rastro de ese aseo minucioso que es el lujo de la gente de sotana. Porque conviene saber que el ama del doctoral, doña Romana Villardos Cabaleiros, había sido, in illo tempore, toda una señora, en memoria de lo cual tenía resuelto trabajar lo menos posible, y señora muy padecida, llena de corrimientos y acedumbres, en memoria de la cual seis días cada semana se guillaba enteramente, entregándose a tristes recorda-ciones y olvidando que existen en el mundo escobas y pucheros. En el hogar del canónigo ocurrían a menudo escenas como la siguiente:
Volvía de decir la misa, y mientras arriaba los manteos y colgaba de un clavo gordo la canaleja, su débil estómago repetía con insinuante voz. «Es la horita del chocolate». Alentado por tan reparadora esperanza, el doctoral se sentaba a aguardar el advenimiento del guayaquil. Pasaba un cuarto de hora, pasaba media... Ningún síntoma de desayuno. Al fin, el doctoral gritaba con voz tímida y cariñosa:
-¡Doña Romana..., doña Romana!
Al cabo de diez minutos respondía un lastimero acento:
-¿Qué se ofrece?
-¿Y... mi chocolate?
-¡Ay! -exclamaba la dolorida dueña. Hoy no estoy yo para nada... ¿Sabe usted qué día es?
-Jueves, 6 de febrero; Santas Dorotea y Revocata...
-Justo... El día que, hallándome yo más satisfecha, voy y recibo la carta con la noticia de que mi cuñado el comandante se había muerto del vómito en Cuba... ¡Ay Dios mío! ¡El Señor de la vida me dé paciencia y resignación!
Nunca la buena pasta del doctoral le consintió preguntar a la matrona si, por haberse muerto del vómito su cuñado, era razón que su amo se muriese de hambre. Lo que solía hacer era abrir la alacena de la cocina, sacar de su envoltura mantecosa la onza de chocolate y roerla, con ayuda de un vaso de agua. Después solía dedicar un ratito a consolar a doña Romana, que hipaba en el rincón de un sofá, con la cara embozada en un pañuelo.
-Doña Romana... Dios... La conformidad... No tentar a Dios, por decirlo así... ¡Si llora usted más perdemos las amistades...!
-Mañana tendrá usted el chocolate a punto -respingaba con aspereza la vieja.
-¡Si no es por el chocolate, mujer!... Es que nuestra santa religión..., ¿lo oye usted? nos manda que tengamos correa..., que no nos desesperemos..., y que cada uno se someta a la voluntad divina..., aceptando la situación que...
Doña Romana se volvía toda venenosa, exhalando un bufido comparable al «¡fu!» de los gatos.
-¡Ya entiendo, ya!... Ahora mismo me voy a poner la comida, para que no tenga usted que echarme en cara ni que avergonzarme por cosa ninguna.
-¡Jesús, doña Romana!... ¡Vaya por Dios! Todo lo toma usted por donde quema... -murmuraba el doctoral apiadado y contrito.
El caso es que, cuando al ama le daba muy fuerte la ventolera, tampoco arrimaba al fuego la olla, y algún día el canónigo, con sus manos que consagraban la Hostia sacrosanta, se dedicó a la humillante operación de mondar patatas o picar las berzas para el caldo. Nada de esto molestaba al buen señor como los fracasos de su oratoria, que no lograba serenar el atribulado espíritu de la dueña. Porque si en algún escondrijo del alma del doctoral crecía la mala hierba de una pretensión, era en el terreno de la elocuencia. Por componer un sermón que dejase memoria, diera el dedo meñique, ya que no la mano. Cada vez que subía al púlpito algún jesuita, de estos que tienen pico de oro y lengua de fuego para echar pestes contra las impiedades de Draper y Straus (en Marineda perfectamente desconocidas), o algún curita joven vaciado en moldes castelarinos, de estos que hablan del «judaico endurecimiento», y de la «epopeya de la Reconquista», y de la «civilizadora luz que el sacro Gólgota irradia», el señor doctoral no se reconcomía de envidia, por imposibilidad psicológica, pero se abismaba dolorosamente en la convicción profunda de su propia inutilidad, y sus reflexiones -suponiéndolas una ilación que no tenían y peinándolas mucho- podrían transcribirse así:
-¡Jesús mío, ya está visto que yo no te sirvo para maldita la cosa! Soy un trapo viejo, un perro mudo. Necedad grande la mía en desear, como he deseado, que me enviasen a predicar el Evangelio en tierras salvajes, donde abunda la cosecha de almas. ¡Bonito soy yo para apóstol, con esta lengua torpe, estos dichos sosos, esta voz de carraca y esta fachilla insignificante! Señor, ¿por qué no me habréis concedido el don de la palabra? ¡Sería tan hermoso cantar vuestras alabanzas, llenar de una conmovida multitud vuestro templo, siempre vacío; derretir los corazones, derramando en ellos, viva y caliente, la infusión de la gracia! Y el caso es, Jesús mío, que si con vuestro infinito poder me desatarais el habla, si me cortaseis el frenillo y me otorgaseis el palabreo bonito y los períodos sonoros que gastan los predicadores de rumbo..., ¡se me figura que diría yo cosas muy buenas! Porque en mi interior siento unos fervorines... y así como unas ideas raras, nuevas y eficaces... Cuando el padre Incienso está a vueltas con aquello del «helado indiferentismo» y lo otro del «determinismo positivista, nefanda resurrección del fatalismo pagano», me entran a mí arrechuchos de gritarle: «¡Padre Incienso, por ahí, no!... ¡Si aquí no existen semejantes positivistas ni deterministas, ni hay tales carneros!... Aquí lo que importa es apretar en esto, en esto y en lo otro». ¡Ah, si me ayudasen las explicaderas! Jesús mío, ¿por qué consientes que sea tan zote?... ¡Vaya un señor doctoral! Señor animal es lo que debían llamarme.
En el confesonario luchaba el señor doctoral con la misma deficiencia de facultades. Jamás se le ocurrían esas parrafadas agridulces que entretienen los escrúpulos de las devotas, ni esos apóstrofes tremendos que funden el hielo de las empedernidas conciencias. Nada; vulgaridades y más vulgaridades. «Paciencia, que también la tuvo Cristo...» «Bueno; otro día procure usted no promiscuar...» «¡Ánimo! ¡Arránquese usted del alma esa afición tan peligrosa!...» «Está usted obligado a restituir, y si no restituye no puedo absolverle...» «A ese enemigo perdónele usted de todo corazón antes de comulgar... Sería un sacrilegio horrible recibir a Dios deseando la muerte a nadie». Y patochadas por el estilo; de modo que Arcangelita Ramos, presidenta de las Hijas de María; la marquesa de Veniales, fundadora del Roperito; la brigadiera Celis; en fin, la flor y nata de las devotas marinedinas, estaban acordes en que el señor doctoral era un clérigo de misa y olla, y el padre Incienso un encanto, según enredaba por la reja del confesonario flores de retórica y filigranas de místico discreteo.
En cambio, la gente baja decía primores del señor doctoral. Marineros, artesanos y cigarreras, al verle pasar arrastrando los pies y sonriendo con la vaga sonrisa de las almas bondadosas, murmuraban con misterio: «Es un santo». En la Fábrica de Tabacos (donde no hay noticia que se ignore ni suceso que no se comente) se referían mil anécdotas de la vida privada del doctoral. Que si había vendido las hebillas de plata de los zapatos para que no echasen a unas pobres del piso cuyo alquiler estaban debiendo; que si no teniendo moneda cuando en la calle le pedían limosna, daba el tapabocas, el pañuelo, el rosario; que si pasaba necesidades en su casa por socorrer las ajenas; que si a veces no se echaba carne en su olla; que si unos manteos le duraban diez años... Cuentos semejan-tes sofocarían muchísimo al doctoral si los oyese. Por aquel romanticismo de la limosna callejera se regañaba diariamente a sí propio, tratándose de hombre ñoño y sin sustancia y pensando que, en lugar del ochavo, le estaría mejor establecer alguna sociedad o congregación, escuela dominical o cocina económica, «a fin de recabar de la filantrópica abnegación de las colectividades lo que no logran los más gigantescos esfuerzos de la iniciativa individual», como decía un periódico local, El Nautiliense, tratando de una empresa para salvamento de náufragos. Solo que tales funciones requieren labia, expediente, agilibus..., y el doctoral no poseía semejantes dones, esencialísimos en los tiempos que corremos.
Una noche, el doctoral, bastante resfriado, hubo de acostarse con las gallinas. El tiempo era de perros; diluviaba, y el viento redondo de Marineda sacudía los edificios y rugía furioso al través de las bocacalles. Por lo mismo, la cama estaba calentita y simpática en extremo, y el doctoral, arropado, quieto y a oscuras, sentía ese bienestar delicioso que precede a la soñarrera. Sus huesos, torturados por el reuma, iban calentándose, y su pecho, obstruido por el recio catarro, funcionaba mejor. Era un instante de goce sibarítico, de esos que prolongan la débil existencia de los viejos. El murmullo del último padrenuestro moría en los labios del doctoral, cuando el aldabón y la campanilla resonaron casi a un tiempo estrepitosamente, y el vocerío de una discusión alborotó la antesala. La discusión seguía, convirtiéndose en disputa, hasta que doña Romana, palmatoria en ristre, se lanzó en la alcoba a noticiar que una mujer muy mal vestida, con trazas de pedir limosna, se empeñaba en que había de ver al señor inmediatamente, a la fuerza. Como el soldado que oye el toque del clarín, el doctoral saltó de la cama, y, apenas cubiertos los paños menores con otros mayores, salió a la antesala, enfrentándose con la mujer, la cual chorreaba agua, pues tenía pegado a los hombros el mantoncillo negro y a la cabeza el pañolito de algodón.
-Santo querido -exclamó intentando besar la mano del viejo, mi hermano está en los últimos, dando las boqueadas, y se quiere confesar... Se muere, señor, y lo mismo que un can, con perdón de usted... A ver, santiño, si le convence a aquel alma negra para que no se vaya así al otro mundo.
-¿Quién es su hermano de usted, mujer?
-El escribano Roca...
El doctoral miró con extrañeza el pobre pelaje de la mujer, y ella, comprendiendo el sentido de la mirada, balbució:
-Yo soy cigarrera, y gano muy poco, que tengo mala vista, el Señor me consuele... Mi hermano, podrido de onzas, y nunca un cuarto me da... Allí tiene en casa una pingarrona, dispensando la cara de ustedes, sinvergüenza, que todo se lo come... y yo, con cuatro hijos que mantener de mi sudor infeliz. Pero no crea que es por el aquel de la herencia por lo que vengo. Pobre nací y pobre moriré, y no me interesa si no fuera por los hijos. Lo que no quiero es que el hermano se me condene, ni que se ría esa lambonaza que tiene allí, más pegada que la lapa a la peña... Santo, buena faltita me hace el dinero; pero Dios vale más. Dígnese sacar del infierno a mi hermano.
-Mire, mujer -arguyó el doctoral, subyugado ya por aquella voz enérgica- yo no sirvo para eso de convencer a nadie. Vaya al padre Incienso, que sabe persuadir y lo hará muy bien.
-¡Ay señor! Ese padre será bonísimo; yo no le quito su bondad; pero en Marineda no hay otro santo como usted. Las cigarreras dejamos por usted al Papa en su silla. Si no quiere venir, deme un no; pero no me diga de buscar otra persona, que si usted no hace el milagro, ni Dios lo hace.
¡Oh, eterna flaqueza humana! Sintió el doctoral un dulce cosquilleo en el amor propio.
-¡Doña Romana, mi paraguas!
-¡Su paraguas! -bufó la dueña. ¿No sabe que parecía el banderín de los Literarios, y no hubo más remedio que enviarlo a forrar?
El doctoral vaciló un segundo; al fin indicó tímidamente:
-¡Vaya por Dios!... Bien; el manteo y el sombrero viejo..., y la bufanda.
Salieron. La lluvia se precipitaba de lo alto del cielo en ráfagas furiosas, batidas por el viento loco, que obligaba al doctoral a pararse rendido. El agua que, penetrando al través del raído manteo, llegaba ya a las carnes del venerable apóstol era helada, y su cruel frialdad creía él sentirla, mejor aun que la epidermis, en los tuétanos. Y no era floja la tirada hasta casa del escribano. La plaza, anchísima y salpicada de charcos; las lúgubres callejuelas del barrio viejo; el largo descampado del Páramo de Solares; la solitaria calle Mayor, por el día tan concurrida y animada; luego, el paseo de las Filas, donde el aguacero, en vez de aplacarse, se convirtió en diluvio...
El doctoral, caladito, advertía una sensación extraña. Parecíale que su alma se había liquidado, convirtiéndose después en un témpano de nieve. «¡Jesús mío -pensaba el varón apostólico-, conservadme siquiera un poquito de calor, una chispita de fuego no más! Con este frío del polo, ¿cómo queréis que yo logre inflamar un alma? ¡Jesús mío, no permitáis que me hiele del todo!...» La centellita de fuego disminuía, disminuía: era sólo un punto rojizo allá en el fondo de un abismo muy negro... Al llegar al portal del escribano la chispa titiló, y se quedó tan pálida, que podría jurarse que estaba apagada enteramente. Y el pensamiento del apóstol, al subir las escaleras, no giraba en derredor de conversaciones ni de actos de fe, sino de esta preocupación mezquina y terrenal: «¡Si me diesen un poco de aguardiente de anís o de vino añejo! ¡Si hubiese al menos un braserito donde secarse!»
La cigarrera llamó briosamente, y como tardasen en abrir segundó el toque con mayor furia. Apareció en la puerta una imponente mujeraza, gruesa y bigotuda, de ojos saltones y pronunciadas formas, que se desató en invectivas, queriendo cerrar otra vez; pero la cigarrera se incrustó a guisa de cuña para impedirlo, y hecha una sierpe voceó:
-¡Aparta, aparta, que aquí traigo a Dios para que mi hermano no se muera como un can! ¡Aparta, condenada raposa, saco de pecados!
Y, haciéndose a un lado, descubrió al doctoral, que chorreaba y tiritaba, hecho una sopa, trémulo, tan encogido, que había menguado media cuarta de estatura. ¡Cosa rara! La mujerona, sin embargo, le conoció; le conoció tan de pronto, que su actitud cambió enteramente; apagáronse las chispas de sus ojos; murió la injuria en su airada boca, y con sumiso acento pronunció:
-Pase, señor doctoral; pase... Perdone, que no le veía... A usted, que sacó de la necesidad a mi madre...; ¿no se acuerda? ¡En el cielo se encuentre los cinco duros que le dio para poner el puesto de hortalizas!... A usted no le pego yo con la puerta en los hocicos... Pase y haga lo que quiera, señor...; pero considérese de que estoy sirviendo hace tres años en esta casa, y es justo que, al morir el señor de Roca, no quede yo pereciendo... Entre ya.
El doctoral se enderezó... La centella renacía al soplo de aquel entusiasmo, de aquella gratitud inesperada, frutos de una buena acción ya vieja y puesta en olvido... Luz misteriosa alumbró su espíritu y una idea, al par terrible y consoladora, le estremeció hasta lo más profundo de su corazón. La tal idea convirtió el mortal frío de la mojadura en un ardor, una especie de fiebre apostólica. Con resuelto paso entró en la alcoba del enfermo.
Hallábase este muy fatigado, en una de esas angustiosas crisis que preparan la agonía. Su pecho subía y bajaba al compás de estertorosa disnea. El afanoso resuello podía oírse desde el pasillo. A pesar de tan violenta situación, de lo mucho que debía sufrir la entrada del doctoral no le pasó inadvertida, y, agitando los brazos y exhalando rugido vehemente, indicó que le desagradaba su visita y que el clérigo estaba de más. Sin embargo, la mujerona, después de arreglarle las almohadas, salió discretamente, dejándole a solas con el médico del espíritu.
Éste permanecía a la boca de la alcoba, como hombre indeciso que aguarda la inspiración para proceder. Sus miembros los paralizaba el frío mortal; pero allá en el foco donde antes titilara, próxima a extinguirse la sobrenatural chispita, había ahora estallado llama intensa, que empezara a arder lentamente, y después adquiriera tal incremento, que el apóstol se sentía abrasar... Ya no pensaba el señor doctoral ni en refocilarse con unas gotitas de anís, ni en arrimarse a un buen fuego de leña, ni en volverse a sus tibias sábanas. De repente se llegó a la cama del enfermo, y delante de ella se hincó de rodillas. El escribano clavó en él sus ojos apagados, amarillentos y turbios.
-¿Qué... hace usted... ahí? -articuló trabajosamente.
-Rezo -contestó el apóstol- para que usted se confiese, se arrepienta y se salve.
-Y a usted ¿qué... ajo... le importa... que yo...? ¡Por vida...! ¡Pepa!
-No llame usted, que Pepa sabe que ningún mal vengo a hacerle. El que usted se salve me importa mucho -contestó el doctoral irguiéndose, creciendo en voz, carácter y estatura, y encontrando en sí una fuerza de voluntad y hasta una afluencia de frases que no tenían nada que envidiar a las del padre Incienso-. Me importa mucho, porque usted podrá morirse hoy; pero yo estoy seguro, ¿lo oye usted?, de que no viviré ocho días. Me encontraba en la cama resfriadísimo; me he levantado para venir a confesar a usted; me he calado hasta los huesos, y sé que he ganado la muerte. Y como no he de presentarme delante de Dios con las manos vacías del todo, ¡caramba!, me he empeñado en salvar su alma de usted para no perder la mía. En mi vida le serví de nada a Dios..., ¿lo oye usted?; de nada absolutamente. Ahora me llama a sí, ¿y quiere usted que yo le diga: «Soy tan tonto que no supe ablandar al escribano Roca»? Ahora me ha entrado un don de persuadir que no tuve nunca; ¿quiere usted impedirme que lo aproveche? No, señor...; usted me oirá. Antes me hacen pedazos que irme de aquí sin absolverle... Máteme usted si gusta, pero atienda mis palabras.
..............................
El último episodio de la historia del doctoral ocurre en el pórtico del cielo. A él llegaron juntas las almas del apóstol y del escribano, convertido por su tardía elocuencia. El escribano, a la vez avergonzado y loco de gozo (porque con la ganga de ir al cielo, dígase la verdad, no había soñado él nunca), se apartó, a fin de dejar paso al alma del doctoral. Y el doctoral, sonriendo al pecador, se hizo atrás y dijo humildemente:
-No: usted primero...

«La Época», 26 febrero 1891.

Cuento de marineda

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El santo grial

Aquella madrugada, al recostarse, más cerca de las cuatro que de las tres, en el diván del Casino, Raimundo, sin saber a qué atribuirlo, sintió hondamente el tedio de la existencia. Echada la cabeza atrás, aspirando un cigarrillo turco de ésos que contienen ligera dosis de opio, entró de lleno en los limbos del fastidio desesperanzado. Al advertir los pródromos del ataque de tan siniestra enfermedad, revivió mentalmente la jornada, analizó sus existencia y adquirió la certeza de que, en su lugar, otro hombre se consideraría dichoso.
¿Qué había hecho? Levantándose a las once, después de un sueño algo agitado, las pesas, las fricciones, el masaje, el baño, el aseo, los cuidados de una higiene egoísta y minuciosa duraron hasta la hora del almuerzo. Éste fue delicado, selecto, compuesto de manjares sólidos sin pesadez, que ahorran trabajos digestivos y reponen las fuerzas vitales.
En pos del almuerzo, ejercicio y sport; paseo en coche de guiar, la tónica acción del aire puro que azota el rostro, la alegría de la claridad, la animación de las calles, el fresco verdor de los parques públicos, ya embalsamados por la florescencia blanca y rosa de la acacia... Luego, apearse a la puerta del Congreso, y hora y media de intencionada esgrima en la sección, donde Raimundo, con su cultura y sus ideas personales, estaba formándose un núcleo de amigos, la base de una posición política, una aureola para los años de madurez. Y a casa a escape, a vestirse, habiendo de sentarse a la mesa de la señora de Armería... Comida encantadora, organizada con la habilidad y tino social que a la de Armería distingue; doce personas que todas simpatizan y tienen gusto en reunirse, pero no tan íntimas que se cansen de verse juntas; dos políticos de talla, un sabio académico, un artista famoso muy huraño y por lo mismo apetecido; un diplomático extranjero, ya españolizado y del género ameno, y algunas señoras de alto copete o de singular hermosura y elegancia...
La casualidad, siempre complaciente y buena, quiso que entre estas últimas se contase una muy especial amiga de Raimundo; por casualidad también salieron a la vez casi, y como Raimundo no tenía coche allí y la calle no era céntrica, ofreció la dama a su acompañante un asiento. Al llegar aquí, los recuerdos de Raimundo, con ser tan recientes, se confundieron y embrumaron, como si los velase de niebla el humo azul del cigarrillo turco que contenía opio... Sólo distinguía bien un conocido perfume de white rose adherido a su ropa, y sólo podía precisar con exactitud que a cosa de las dos entró en el casino y jugó su partida de poker, y ahora, después de rápida ojeada a los diarios, estaba allí, invadido por un hastío mortal, detestando la realidad, el momento, el punto del espacio en que se determinaba su existir; criticando implacablemente, con dolorosa exasperación, el vacío de los goces materiales de la civilización, enervante, que no basta, que irrita la concupiscencia del espíritu al satisfacer la del cuerpo. «Yo he comido, he bebido y me he recreado, pero hay algo en mí que tiene hambre, y sed, y se queja, y llora...»
Sobre todo lo sucedido durante el día; sobre las impresiones, en su mayor parte físicas, destacábase una del orden intelectual referente a cierta conversación oída a la hora del café, en el gabinete Luis XVI de la señora de Armería. El artista -un gran músico- hablaba con el académico del simbolismo de Wagner. Trataban del palacio o basílica del Santo Grial, y el académico afirmaba que era una idea de los Templarios, empeñados en construir el misterioso templo de Salomón y encerrar en él la clave y el significado de la creación entera. «Allí -decía el sabio- supusieron que había de custodiarse el vaso de la redención, nada menos que el Santo Grial, que contiene líquida, fresca y ardiente la sangre de Cristo, recogida por José de Arimatea. ¿No nota usted qué simbolismo tan precioso? ¿Y no le encanta el sentido profundo de la condición impuesta a los que han de ver con sus ojos el invisible Grial? Para ver el Grial es estrictamente necesario...» Raimundo recordó que, al llegar aquí, la señora a quien después acompañó, la que olía a white rose, le había llamado, golpeándole suavemente en la manga del frac con el abanico. «Dígame usted qué hay del lance de la Jaruco con la Lobatilla, anoche en el teatro... Parece que fue delicioso...» Y Raimundo, mientras el cigarrillo turco se consumía, experimentaba una indefinible desazón, angustia, pena; un anhelo vehemente por enterarse de lo que es necesario si se ha de ver, con los ojos de la cara y después con los ojos del alma, el invisible Grial...
Entornando los párpados, Raimundo perdió de vista el salón del Casino, su lujo vulgar, sus dorados insolentes, sus cortinajes de tapicería industrial y moderna, su alumbrado eléctrico excesivo; y, poco a poco, con la lentitud de los fenómenos naturales, cambió la decoración y, sobre el fondo del éter, surgió un edificio singular y espléndido. Era redondo como el planeta que habitamos, y tan alto que su cúpula majestuosa se confundía con las nubes. Por su bóveda de un azul de zafiro, tachonada de brillantes, giraban un disco grande de oro y otro más pequeño, de plata, representación del sol y la luna; y al girar, producían los discos una música a maravilla armoniosa y dulce, que casi no se escuchaba sino con la mente. El suelo del edificio, revestido de traslúcido y refulgente cristal, mostraba en relieve peces, monstruos marinos, rocas, algas y corales, representando la extensión y variedad del Océano.
Correspondiendo a los cuatro puntos cardinales, las estatuas de oro de los cuatro evangelistas decoraban el pórtico del edificio, y por vidrieras esmaltadas, fijas en ventanas góticas del trabajo más exquisito, entraba la luz, refractándose y descomponiéndose en las franjas de pedrería que se engastaban en las paredes. Trepaba por éstas, caprichosamente entrelazada a las columnas, colgando sus festones por las arcadas hasta la altura de la bóveda, una asombrosa vid; sus hojas eran de esmeralda y los racimos de granate, pero tan redondos y bien tallados, que parecían uvas verdaderas llenas y maduras. Raimundo sintió impulsos de extender la mano, coger un racimo y refrigerarse... «Es el templo del Santo Grial, no hay duda -discurría Raimundo, y ahí, en el centro, donde se condensa una nube blanca, aljofarada, como formada de gotitas de rocío; sobre ese pedestal de ónice debe de encontrarse el vaso divino de que oí hablar y que contiene la Sangre..., el Grial mismo». Impulsado por esta idea, acercóse, alargó los brazos para disipar la nubecilla, y el rocío, en perlitas menudas, le mojó las manos y el rostro; pero nada vio; cegábale la humedad, y el rocío corría por sus mejillas a manera de un arroyo de llanto.
Mientras se desesperaba y maldecía, he aquí que vienen lentamente, de los cuatro puntos cardinales señalados por estatuas de oro, largas teorías de figuras vestidas de blanco, de rojo, de ricos tisúes, de andrajos míseros. Cantando himnos de gozo, dirígense al santuario en que Raimundo sólo encontraba lágrimas, y llegados al pie de la nube, se postran, adoran, alzan las manos con extático terror, o cruzan los brazos sobre el pecho, dando, en fin, muestras de contemplar algo celeste que los sumía en transportes de beatitud.
Acercóse Raimundo a uno de los devotos, muchacho como de quince años, pálido, demacrado, ascético, capullo marchito por el hielo antes de abrirse, y le preguntó humildemente:
-¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este edificio tan admirable?
El adolescente, sin alzar los ojos, respondió:
-Se llama el palacio del Santo Grial, representación del universo. ¡Es un símbolo! Todo lo creado es palacio del Santo Grial para las almas puras y los corazones fervorosos. Dondequiera encontraremos este palacio: mejor dicho, lo llevamos en nuestra compañía.
-¿Y la nube? -insistió Raimundo. ¿Qué hay detrás de ella?
-¿Nube? -replicó el adolescente. ¡Pobre ciego! ¡Si ahí no existe nube! ¡Si ahí resplandece el Grial, el vaso sacrosanto! -y su voz, al decirlo, temblaba de amor y de alegría, de compasión y de fervor.
-¡El Grial! -exclamó Raimundo. ¡Debo de estar ciego, sí; ciego del todo! ¡Por caridad!, ¡oh bienaventurado!, ¡dime... dime qué se necesita para ver el Santo Grial!
El jovencillo clavó en Raimundo sus pupilas color de amatista, y con piedad inmensa, con una caridad que encendía su mirar, arrancándole destellos de piedra preciosa, pronunció:
-¡Se necesita no ser pagano!...
Y Raimundo, ya despierto, saltó en el diván y oyó el choque de los tacos y el sordo rodar de las bolas de marfil, y las risas, y las voces, y percibió los efluvios del conocido perfume de white rose, que le causaron náusea...

«El Imparcial», 3 de agosto de 1898.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El sabio

¡Honrad a Indra, el todopoderoso, y después recitad este poema, en el cual hay dulzores y amargores, la esencia de la vida humana!
Sabed que en la sagrada Benarés se celebraron con esplendor las bodas de la virgen Utara y el sabio Aryuna. Queriendo honrar a los novios dispuso el rey de los Matsias grandes festejos. Empezó por reunir toda su corte, y acudieron los dignatarios, reyezuelos y rajaes, cargados de pedrerías, tan refulgentes, que la sala donde se congregaron parecía un firmamento esmaltado de estrellas. Ante aquel concurso lucidísimo se celebró según los ritos el desposorio; las caracolas, los gumuces, los atambores, resonaron estrepitosa y alegremente en torno del palacio; en la pagoda fueron inmoladas en sacrificio gacelas y vacas, y desfilaron ante el pórtico, en vistosa muestra, las tropas, carros, caballos, elefantes con sus torres, arqueros, infantes, el ejército entero del rey. El cual, así que se hubo celebrado el banquete a la puesta del sol, tomó de la mano a la desposada, y le dijo solemnemente:
«Hermosa eres, doncella: tu presencia, como un vino generoso, derrama embriaguez. Tus formas son de diosa; grandes son tus ojos, tus cejas parecen pétalos de loto, tu voz es como el gorjeo del kokila. El primer don de la mujer es la hermosura, y por eso a ti, milagro de belleza, he querido uncirte a Aryuna, único varón de esta tierra que te merece. Aryuna es piadoso, generoso, sabio, frecuentador de los sacrificios y firme en sus votos. Es el deber encarnado; es todo energía; su inteligencia domina a la naturaleza, sus mortificaciones le aproximan a las esferas celestes. Sabe de memoria el astra de los tres mundos, de las cosas móviles e inmóviles; y ni entre los demonios ni entre los dioses hay quien esté más versado que él en todo conocimiento. Es fuerte y verídico; ha vencido sus órganos y sus sentidos, y su gloria es como la del sol al amanecer. Regocíjate, virgen, de ser el loto que embalsama el jardín del corazón de Aryuna. Sólo una vez es entregada la virgen al esposo; sólo al esposo pertenece ya tu vida, divina Utara.»
Juntando las manos en forma de copa, como se hace ante el altar, Utara reverenció la arenga del rey, y escoltada por otras doncellas se dirigió a la cámara donde ya esperaba Aryuna, sentado en el lecho de marfil que revestían densas pieles.
Se retiró la comitiva, y Utara, lentamente, avanzó hacia su esposo. Se la podía comparar a la luna, que en aquel mismo instante ascendía por el cielo, sombríamente azul, y cuyos rayos argentaban el mármol del pavimento y el ligero chorro del surtidor perfumado que caía en un piloncillo, en medio de la estancia. Su andar era rítmico; sus brazaletes resonaban con suave choque musical, y sus collares de perlas, escalonados sobre el seno desnudo, subían y bajaban como la blanda ola que la playa, alternativamente, rechaza y acoge. Bajo las perlas y el seno delicado, el corazón de Utara saltaba como gacela que escuchó al chacal rugir a corta distancia. Aryuna se levantó, y empujando sin violencia a su esposa, la hizo sentarse cerca de él, en un taburete.
-¿Tienes miedo? -interrogó con benignidad. No temas; yo te protegeré. ¿El calor, la fatiga, acaso te rindieron? Sal a respirar el aire; descansa, agota el refresco que te prepararon tus compañeras. Estás en poder de un hombre justo, de un dueño que no te hará ningún mal. Ya sabes que he vencido mis sentimientos y mis pasiones. Que la tranquilidad y el sosiego se difundan por tu ser. Te ofrezco la paz que en mí llevo; mírame, y aprende a no agitarte.
Utara, entonces, se atrevió a alzar tímidamente sus dorados ojos ovales y a fijarlos en Aryuna. El sabio tenía las pupilas marchitas y apagadas: el estudio y la contemplación las habían despojado de humedad y fuego. La voluntad había cavado surcos en su cara, y la austeridad consumido su carne. A pesar del aceite oloroso que los impregnaba, sus cabellos eran ásperos; a pesar de la engalanada vestidura de boda, su aspecto era ascético. Y Utara, temblorosa, osó decir:
-Héroe, señor, semejante a Indra... no extrañes mi turbación. Soy joven, ignoro lo que es nuestra vida. El misterio de las nupcias me rodea y me estremece. Si eres santo, espero de ti el remedio, espero la verdad.
Aryuna asintió con la cabeza, y respondió:
-La verdad no se aparta de mi boca. Pregunta, Utara lo que gustes. ¡Sé de memoria el astra de los tres mundos!
-¡Entonces, imagen de Indra -murmuró la virgen, acercándose a Aryuna confiadamente, enviándole al rostro su aliento de mimosa en flor- entonces... contéstame a seis preguntas, y después manda a tu esclava, que ante ti, oh sabio, no debe ni alzar la frente del polvo!
-Espero el interrogatorio, dijo Aryuna, desviándose un poco de su esposa para meditar con serenidad, pues a pesar suyo aquel soplo puro de brisa de primavera y aquella candorosa mirada, le acusaban el vértigo del que bebe licor de soma.
Utara, poniendo el índice sobre el labio, preguntó afanosamente:
-Dime ante todo: ¿somos árbitros de nuestros deseos?
-No -contestó el sabio. El deseo no es como la flecha, que la dirigimos a nuestro gusto recta al blanco.
-¿Y del amor, somos árbitros?
-No. El amor crece en nosotros como nuestro cuerpo: sin que lo determine la voluntad.
-¿Deben unirse el hombre y la mujer sin amor, oh imagen de Idra?
-No. Son los seres inferiores, en otro grado de encarnación, los que sin amor se unen.
-¿Es lo mismo venerar que querer?
-No -articuló gravemente Aryuna. Tú me veneras y no me quieres, virgen Utara.
-¿Soy culpable por eso?
-No. Tú estás en el grado inferior humano en que el sentimiento no reconoce el freno de la energía y de la sabiduría. Cuando hayas leído los cuatro Upanisad y los Vedas todos; cuando hayas hecho penitencia cien años en lo más intrincado del bosque, comiendo aire y bebiendo tus lágrimas; cuando hayas secado tu sangre y atrofiado tus nervios; cuando hayas pronunciado cien millones de veces la misteriosa sílaba ¡Aum! que contiene las tres letras símbolo de Brama, Visnú y Siva... quizás los astros te revelarán su sentido profundo, y sólo amarás lo que quieras amar. Hoy, pobre Utara, tu corazón semeja un tigre cautivo que muerde los tablones de su jaula. ¿Acaso es culpable el tigre?
-La última pregunta: Y tú, Aryuna, ¿amas sólo lo que debes amar?, balbuceó la doncella sonriendo, con involuntario amor propio juvenil.
-No -repitió Aryuna-. Veo que no, a pesar de los astros. No me he purificado sin duda lo bastante, cuando al sentir tu aliento tembló mi espíritu. El sabio puede tomar mujer; lo que no puede es amarla con insensato frenesí. Utara, necesito hacer penitencia otros cien años más, porque sin duda hice la que bastaba para dominar a los hombres y me faltó la que se requiere para no ser dominado por la mujer. Soy un luchador que tiene un lado del cuerpo vulnerable. Me falta todavía llegar a la unión con el Dios sumo por el desasimiento y la indiferencia; a lo que los sabios llamamos yoga. Adiós, Utara, eres libre.
-¡Espera, imagen de Indra!, gritó la doncella al ver que su esposo se dirigía hacia las arcadas del pórtico. ¡Espera, no me abandones así! Llévame contigo para que yo también aprenda esa ciencia de no amar sino lo que debo, de no sentir sino lo que conviene, de no pensar sino cosas altas, hondas y celestiales. Quiero olvidar que tengo sentidos y que mi joven corazón ruge como las fieras. Quiero mortificarme, desecarme, evaporarme, perderme en el seno de lo infinito. Quiero evitar las tres puertas tenebrosas del amor, la cólera y la codicia, por las cuales el alma ingresa en el impuro Naraka, mansión de los que reencarnan luego en alimañas viles. Llévame bajo la sagrada higuera, que tiene las ramas en el suelo, las raíces en el cielo, y cuyas hojas son himnos. ¡Sálvame de la ilusión, de la mentira, de las apariencias, de los lazos del vivir terrenal!
Hablando así, la virgen se cogía a las ropas de Aryuna, y el sabio recibía entre las palabras el soplo dulce de aquella boca y sentía sobre la seca piel de su esternón el contacto de los collares de perlas de Utara, parecidos a hileras de senos microscópicos, turgentes. Se desprendió con esfuerzo sobrehumano, y corrió, corrió, hasta perderse en los límites de la selva, en que terminan los parques de la residencia real. Allí se detuvo, y viendo correr a sus pies el río, en cuyas ondas espejeaba la luna, se despojó de sus ropas y entró en el agua para purificarse de sus emociones de un minuto. Y cuando dentro de la corriente quiso recitar una plegaria expiatoria, notó con terror que se le habían olvidado por completo los astros de los tres mundos, el Upanisad, los demás Vedas, la sílaba misteriosa... y que sólo sabía decir un nombre: Utara.

«Blanco y negro», núm. 785, 1906

1.005. Pardo Bazan (Emilia)