Nicolás
el filósofo pasó el verano de aquel año sin moverse de Madrid. El
calor le mataba; el mal humor, complicado en él con tantos
pensamientos de hastío y desconsuelo, aumentaba con aquella
temperatura bochornosa. Podía irse adonde quisiera; tenía libertad
y dinero..., y no se movía. Los viajes no le habían curado, y había
tomado horror a los ferrocarriles, a las estaciones, a los baúles, a
todo lo que le recordaba su infructuosa odisea por el mundo
civilizado. Padecía quedándose en Madrid..., y se quedaba. Vivía
como en un desierto en medio de todo el mundo. De las pocas
relaciones, ninguna íntima, que había conservado, no quería
acordarse. Los más de sus amigos estaban veraneando; pero de los
contados que quedaban achicharrándose con él no quería ver ni la
sombra.
No
se levantaba hasta el mediodía; no salía de casa hasta caer el sol;
se iba al Prado, se sentaba en una silla, se quedaba medio dormido,
como borracho de calor; sudaba, y respiraba fuego, y no gozaba más
placer que el de conseguir no pensar en nada más que en lo que tenía
delante: un barquillero, un farol, un polizonte, una niñera con un
chiquillo arrastrado por la arena, una manga de riego, sarcasmo de
frescura, y el aire vestido de polvo... De noche, al Retiro, a dar
una vuelta, una sola, porque el aburrimiento era tan fuerte y tan
inmediato, que no podía pasar allí más tiempo del necesario para
volver a encontrar la salida.
Se
le había puesto en la cabeza que él era un hombre sedentario que
había hecho una serie de tonterías metiéndose en tantos coches de
tantos trenes. «Querer ver mundo, tal como el mundo está ahora, el
que se puede visitar sin grandes molestias, no era más que una
ridícula manía de burgués, de snob, etc., etc.»
Hasta
fines de octubre no salió del casco de Madrid ni un solo día. Y su
viaje de octubre duró poco más de una hora. Fue a Guadalajara.
Tenía un sobrino en la Academia de Ingenieros; una hermana de la
madre de Serrano suplicaba a éste, en una carta llena de cariño,
que por Dios fuera a visitar a su Antoñito, que estaba arrestado por
meses, y escribía hablando de suicidio y de emigración, de las
Peñas de San Pedro, de la tremenda disciplina y otros tópicos
trágicos. «Ve a consolarle, a consultar con los profesores, a
reducir hasta donde se pueda el horrible castigo..., y, si no se
ablandan aquellos Nerones, sácamelo de allí, que pida la absoluta.
En ti confío; tú me dirás si es tan insoportable como él jura su
vida en aquellos calabozos...»
Serrano
tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera
propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a
Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce a
trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos
de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le
ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su
cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.
Llegó
a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los
pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el
agua, que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra
pegajosa. Un ómnibus, con los cristales de las ventanillas rotos, le
llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón
que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la
Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón
no permitían distinguir bien el hermoso palacio del Infantado, que
estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en
seguida de su fachada suntuosa, que adornan, en simétricas filas,
pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En
el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió mas
personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes
gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y se fue a llevar otros
viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol, colgado del
techo, dibujaba en la pared desnuda la sombra del perro.
Serrano
se acordó de repente de aquel portal y de aquel farol que había
visto veinte años antes. Cosas de tan poca importancia para él, las
tenía grabadas en el fondo del cerebro, y sin manchas, no desteñidas
ni desdibujadas; la imagen de la memoria vino a sobreponerse
realmente a la realidad que tenía delante. Sintió, con una fuerza
que no suele acompañar a la contemplación ordinaria y frecuente de
la vanidad de la vida, el soplo frío y el rumor misterioso de las
alas del tiempo, la sensación penosa de los fenómenos que huyen a
nuestra vista como en un vértigo y nos hacen muecas, alejándose y
confundiéndose, como si enseñaran, abriendo miembros y vestiduras,
el vacío de sus entrañas.
Allí,
a diez o doce leguas de Madrid, estaba aquella Guadalajara donde él
había tenido doce años, y apenas había vuelto a pensar en ella, y
ella le aguardaba, como guarda el fósil el molde de tantas cosas
muertas, sus recuerdos petrificados. Se puso a pensar en el alma que
él había tenido a los doce años. Recordó de pronto unos versos
sáficos, imitación de los famosos de Villegas al «huésped eterno
del abril florido», que había escrito a orillas del Henares, que
estaba helado. Él hacía sáficos, y sus amigos resbalaban sobre el
río. ¡Qué universo el de sus ensueños de entonces! Y recordaba
que sus poesías eran tristes y hablaban de desengaños y de
ilusiones perdidas. Guadalajara no era su patria; en Guadalajara sólo
había vivido seis meses. No le había pasado allí nada de
particular. Él, que había amado desde los ocho años en todos los
parajes que había recorrido, no había alimentado en Guadalajara
ninguna pasión; no había hecho allí sus primeros versos, ni los
que después le parecieron inmortales; allí había estudiado
aritmética y álgebra y griego, y se había visto en el cuadro de
honor, y... nada más. Pero allí había tenido los doce o trece años
de un espíritu precoz; allí había vivido siglos en pocos días,
mundos en breve espacio, con un alma nueva, un cuerpo puro, una
curiosidad carnal, todavía no peligrosa. ¡Cómo era la vida y cómo
se la figuraba cuando él habitaba aquel pueblo triste! Caracoe: así
fechaba las composiciones latinas que había que llevar a la cátedra.
¡Cuánta poesía inefable en el recuerdo de aquel Caracoe, tantas
veces escrito con sublime pedantería! ¡Lo que eran la literatura,
la ciencia, y lo que él había pensado de ellas! Parecíale mentira
que un lugar en que no había recuerdos amorosos, ya de amor de niño,
que en él había sido vehemente e idealísimo, ya de adolescente o
de joven, pudiera haber reminiscencias melancólicas con tal
perspectiva poética. La emoción dominante era amarga, un dolor
positivo; pero no importaba; aquello valía la pena de sentirlo. Se
acordaba de sí mismo, de aquel niño que había sido él, como de un
hijo muerto; se tenía una lástima infinita. El verse en aquel
tiempo le hacía pensar en el efecto de mirarse de espaldas en los
espejos paralelos.
Acostumbrado
a despreciar todo enternecimiento que se fundara en el
sentimentalismo egoísta de lamentar una decepción personal, tenía
para él una novedad encantadora, y era un descanso del corazón,
siempre cohibido, el abandonarse a aquella tristeza de pensar en el
niño despierto, todo alma, con vida de pájaro espiritual, que iba a
ser un sabio, un santo, un héroe, un poeta, todo junto, y que se
había desvanecido, rozándose con las cosas, diluyéndose en la
vida, como desaparecía la nube que estaba deshaciéndose en hilos de
agua helada. ¿Qué le quedaba a él de aquel niño? Hasta él mismo
había sido ingrato con él olvidándole. ¡Quién le dijera, cuando
pocos días antes se aburría en el Prado, meciéndose en una silla
de paja, con la cabeza vacía, con el corazón ausente, que allí tan
cerca, a la hora y media de tren, tenía aquel antiquísimo yo, aquel
pobre huérfano de sus recuerdos (así pensaba) tan superior a él
ahora! ¡Cuántas veces, huyendo del mundo actual, se había ido a
refrescar el alma en la lectura de antiguos poemas, en las locuras
panteísticas del Mahabharata, en las divinas niñerías de Aquiles,
en las filosofías blancas de Platón o de San Agustín! ¡Y tenía
tan cerca su epopeya primitiva, el despertar de aquel espíritu que
había sido suyo!
Aunque
por sistema huía Serrano, mucho tiempo hacía, de toda clase de
exaltaciones ideales, por miedo a sus efectos fisiológicos y por el
rencor que guardaba a la inutilidad final de todas estas orgías
místicas, por esta vez se alegró de verse preocupado seria y
profundamente, y bendijo, en medio de su tristeza, su viaje a
Guadalajara. Esta bendición le hizo acordarse, por agradecimiento,
de su señora tía, y a seguida de Antoñito, su primo, preso allí
enfrente; y, por último, vino a fijarse en que estaba en el portal
de la fonda, frente a un perro, que ya no gruñía, sino que meneaba
la cola en silencio, dejándose acariciar por un niño rubio de cinco
o seis años, palidillo, delgado, de una hermosura irreprochable, que
daba tristeza. Aquella cabecita de guedejas lánguidas, alrededor de
una garganta de seda, muy delicada, tenía como un símbolo algo de
las flores y tules del ataúd de un inocente. Él también parecía
vestido para la muerte: su trajecillo blanco, de tela demasiado
fresca para la estación, con muchas cintas, en bandas de colores,
algo ajadas, tenía tanto de teatral como de fúnebre; parecía lucir
el luto blanco de los niños que llevan al cementerio; color de
alegría mística para el transeúnte distraído e indiferente: color
de helada tristeza para los padres.
El
niño, dulce, hermoso y enfermizo de seguro, hablaba al perro en
italiano y le invitaba a pasar al comedor, donde una campana chillona
estaba ofreciendo la sopa a los huéspedes.
Serrano,
que había dejado arrimado a la pared su saco de noche, único
equipaje que traía, acarició la barba del niño y le preguntó con
la voz más suave que pudo:
-¿No
hay criados en esta fonda?
-Sí,
señor, ¡oh, sí! -contestó el chiquillo en español de una
pronunciación dulcísimamente incorrecta. Hay tres criados y una
doncella. A mi mamá y a mí nos sirve la doncella, que se llama
Lucía -mientras hablaba movía suavemente la cabeza para acariciar,
a su vez, con la barba, la mano de Nicolás, que había sujetado con
las dos suyas. Se conocía que se agarraba a los halagos como a una
golosina-. Mi mamá se llama Caterina Porena, y papá es el doctor
Vincenzo Foligno. Yo soy Tomasuccio Foligno. Il babbo e morto!
Lo
que dijo en italiano lo dijo después, al separar su cabeza de la
mano del nuevo amigo, más inteligente, sin duda, que el perro. Se
apartaba para ver los ojos de Nicolás, a los que imploraba con los
suyos una gran compasión por la muerte del abuelito, que éste era
el babbo.
-¡Ah!
-dijo Serrano-. ¡Un muerto en la fonda! Tal vez por eso no veo aquí
a nadie.
-Ma
non... Il babbo e morto... en Sevilla... Ci sonno... hace... due...
años..., dos años. Yo tengo siete.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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