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lunes, 15 de septiembre de 2014

Supercheria - Cap. III

Nicolás el filósofo pasó el verano de aquel año sin moverse de Madrid. El calor le mataba; el mal humor, complicado en él con tantos pensamientos de hastío y desconsuelo, aumentaba con aquella temperatura bochornosa. Podía irse adonde quisiera; tenía libertad y dinero..., y no se movía. Los viajes no le habían curado, y había tomado horror a los ferrocarriles, a las estaciones, a los baúles, a todo lo que le recordaba su infructuosa odisea por el mundo civilizado. Padecía quedándose en Madrid..., y se quedaba. Vivía como en un desierto en medio de todo el mundo. De las pocas relaciones, ninguna íntima, que había conservado, no quería acordarse. Los más de sus amigos estaban veraneando; pero de los contados que quedaban achicharrándose con él no quería ver ni la sombra.
No se levantaba hasta el mediodía; no salía de casa hasta caer el sol; se iba al Prado, se sentaba en una silla, se quedaba medio dormido, como borracho de calor; sudaba, y respiraba fuego, y no gozaba más placer que el de conseguir no pensar en nada más que en lo que tenía delante: un barquillero, un farol, un polizonte, una niñera con un chiquillo arrastrado por la arena, una manga de riego, sarcasmo de frescura, y el aire vestido de polvo... De noche, al Retiro, a dar una vuelta, una sola, porque el aburrimiento era tan fuerte y tan inmediato, que no podía pasar allí más tiempo del necesario para volver a encontrar la salida.
Se le había puesto en la cabeza que él era un hombre sedentario que había hecho una serie de tonterías metiéndose en tantos coches de tantos trenes. «Querer ver mundo, tal como el mundo está ahora, el que se puede visitar sin grandes molestias, no era más que una ridícula manía de burgués, de snob, etc., etc.»
Hasta fines de octubre no salió del casco de Madrid ni un solo día. Y su viaje de octubre duró poco más de una hora. Fue a Guadalajara. Tenía un sobrino en la Academia de Ingenieros; una hermana de la madre de Serrano suplicaba a éste, en una carta llena de cariño, que por Dios fuera a visitar a su Antoñito, que estaba arrestado por meses, y escribía hablando de suicidio y de emigración, de las Peñas de San Pedro, de la tremenda disciplina y otros tópicos trágicos. «Ve a consolarle, a consultar con los profesores, a reducir hasta donde se pueda el horrible castigo..., y, si no se ablandan aquellos Nerones, sácamelo de allí, que pida la absoluta. En ti confío; tú me dirás si es tan insoportable como él jura su vida en aquellos calabozos...»
Serrano tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce a trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.
Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua, que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus, con los cristales de las ventanillas rotos, le llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el hermoso palacio del Infantado, que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa, que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió mas personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y se fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol, colgado del techo, dibujaba en la pared desnuda la sombra del perro.
Serrano se acordó de repente de aquel portal y de aquel farol que había visto veinte años antes. Cosas de tan poca importancia para él, las tenía grabadas en el fondo del cerebro, y sin manchas, no desteñidas ni desdibujadas; la imagen de la memoria vino a sobreponerse realmente a la realidad que tenía delante. Sintió, con una fuerza que no suele acompañar a la contemplación ordinaria y frecuente de la vanidad de la vida, el soplo frío y el rumor misterioso de las alas del tiempo, la sensación penosa de los fenómenos que huyen a nuestra vista como en un vértigo y nos hacen muecas, alejándose y confundiéndose, como si enseñaran, abriendo miembros y vestiduras, el vacío de sus entrañas.
Allí, a diez o doce leguas de Madrid, estaba aquella Guadalajara donde él había tenido doce años, y apenas había vuelto a pensar en ella, y ella le aguardaba, como guarda el fósil el molde de tantas cosas muertas, sus recuerdos petrificados. Se puso a pensar en el alma que él había tenido a los doce años. Recordó de pronto unos versos sáficos, imitación de los famosos de Villegas al «huésped eterno del abril florido», que había escrito a orillas del Henares, que estaba helado. Él hacía sáficos, y sus amigos resbalaban sobre el río. ¡Qué universo el de sus ensueños de entonces! Y recordaba que sus poesías eran tristes y hablaban de desengaños y de ilusiones perdidas. Guadalajara no era su patria; en Guadalajara sólo había vivido seis meses. No le había pasado allí nada de particular. Él, que había amado desde los ocho años en todos los parajes que había recorrido, no había alimentado en Guadalajara ninguna pasión; no había hecho allí sus primeros versos, ni los que después le parecieron inmortales; allí había estudiado aritmética y álgebra y griego, y se había visto en el cuadro de honor, y... nada más. Pero allí había tenido los doce o trece años de un espíritu precoz; allí había vivido siglos en pocos días, mundos en breve espacio, con un alma nueva, un cuerpo puro, una curiosidad carnal, todavía no peligrosa. ¡Cómo era la vida y cómo se la figuraba cuando él habitaba aquel pueblo triste! Caracoe: así fechaba las composiciones latinas que había que llevar a la cátedra. ¡Cuánta poesía inefable en el recuerdo de aquel Caracoe, tantas veces escrito con sublime pedantería! ¡Lo que eran la literatura, la ciencia, y lo que él había pensado de ellas! Parecíale mentira que un lugar en que no había recuerdos amorosos, ya de amor de niño, que en él había sido vehemente e idealísimo, ya de adolescente o de joven, pudiera haber reminiscencias melancólicas con tal perspectiva poética. La emoción dominante era amarga, un dolor positivo; pero no importaba; aquello valía la pena de sentirlo. Se acordaba de sí mismo, de aquel niño que había sido él, como de un hijo muerto; se tenía una lástima infinita. El verse en aquel tiempo le hacía pensar en el efecto de mirarse de espaldas en los espejos paralelos.
Acostumbrado a despreciar todo enternecimiento que se fundara en el sentimentalismo egoísta de lamentar una decepción personal, tenía para él una novedad encantadora, y era un descanso del corazón, siempre cohibido, el abandonarse a aquella tristeza de pensar en el niño despierto, todo alma, con vida de pájaro espiritual, que iba a ser un sabio, un santo, un héroe, un poeta, todo junto, y que se había desvanecido, rozándose con las cosas, diluyéndose en la vida, como desaparecía la nube que estaba deshaciéndose en hilos de agua helada. ¿Qué le quedaba a él de aquel niño? Hasta él mismo había sido ingrato con él olvidándole. ¡Quién le dijera, cuando pocos días antes se aburría en el Prado, meciéndose en una silla de paja, con la cabeza vacía, con el corazón ausente, que allí tan cerca, a la hora y media de tren, tenía aquel antiquísimo yo, aquel pobre huérfano de sus recuerdos (así pensaba) tan superior a él ahora! ¡Cuántas veces, huyendo del mundo actual, se había ido a refrescar el alma en la lectura de antiguos poemas, en las locuras panteísticas del Mahabharata, en las divinas niñerías de Aquiles, en las filosofías blancas de Platón o de San Agustín! ¡Y tenía tan cerca su epopeya primitiva, el despertar de aquel espíritu que había sido suyo!
Aunque por sistema huía Serrano, mucho tiempo hacía, de toda clase de exaltaciones ideales, por miedo a sus efectos fisiológicos y por el rencor que guardaba a la inutilidad final de todas estas orgías místicas, por esta vez se alegró de verse preocupado seria y profundamente, y bendijo, en medio de su tristeza, su viaje a Guadalajara. Esta bendición le hizo acordarse, por agradecimiento, de su señora tía, y a seguida de Antoñito, su primo, preso allí enfrente; y, por último, vino a fijarse en que estaba en el portal de la fonda, frente a un perro, que ya no gruñía, sino que meneaba la cola en silencio, dejándose acariciar por un niño rubio de cinco o seis años, palidillo, delgado, de una hermosura irreprochable, que daba tristeza. Aquella cabecita de guedejas lánguidas, alrededor de una garganta de seda, muy delicada, tenía como un símbolo algo de las flores y tules del ataúd de un inocente. Él también parecía vestido para la muerte: su trajecillo blanco, de tela demasiado fresca para la estación, con muchas cintas, en bandas de colores, algo ajadas, tenía tanto de teatral como de fúnebre; parecía lucir el luto blanco de los niños que llevan al cementerio; color de alegría mística para el transeúnte distraído e indiferente: color de helada tristeza para los padres.
El niño, dulce, hermoso y enfermizo de seguro, hablaba al perro en italiano y le invitaba a pasar al comedor, donde una campana chillona estaba ofreciendo la sopa a los huéspedes.
Serrano, que había dejado arrimado a la pared su saco de noche, único equipaje que traía, acarició la barba del niño y le preguntó con la voz más suave que pudo:
-¿No hay criados en esta fonda?
-Sí, señor, ¡oh, sí! -contestó el chiquillo en español de una pronunciación dulcísimamente incorrecta. Hay tres criados y una doncella. A mi mamá y a mí nos sirve la doncella, que se llama Lucía -mientras hablaba movía suavemente la cabeza para acariciar, a su vez, con la barba, la mano de Nicolás, que había sujetado con las dos suyas. Se conocía que se agarraba a los halagos como a una golosina-. Mi mamá se llama Caterina Porena, y papá es el doctor Vincenzo Foligno. Yo soy Tomasuccio Foligno. Il babbo e morto!
Lo que dijo en italiano lo dijo después, al separar su cabeza de la mano del nuevo amigo, más inteligente, sin duda, que el perro. Se apartaba para ver los ojos de Nicolás, a los que imploraba con los suyos una gran compasión por la muerte del abuelito, que éste era el babbo.
-¡Ah! -dijo Serrano-. ¡Un muerto en la fonda! Tal vez por eso no veo aquí a nadie.
-Ma non... Il babbo e morto... en Sevilla... Ci sonno... hace... due... años..., dos años. Yo tengo siete.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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