Llego
muy tarde, con muy poco tiempo a mi disposición, al último punto
que me había propuesto estudiar en este discurso. Y apenas oso
desflorar la materia, que es lo único que ya puedo hacer, porque es
predilecta para mí, la que considero más grave, más digna de
atención y más compleja.
Más
bien que detenido examen, que serie de ordenados raciocinios, será
lo que diga de la relación religiosa de la enseñanza, manifestación
casi dogmática de mi opinión, protesta de mis ideas, de mi sentir,
que me obligue en conciencia a desenvolver en otra ocasión más
holgada lo que ahora no haré más que anunciar y dejar demostrado.
El
utilitarismo, que mata el idealismo en su faz histórica rompiendo
los lazos de la civilización actual con el mundo clásico, quiere
también matar el idealismo en su respecto primordial, cortando los
lazos espirituales que nos unen con la idea y con el amor de lo
absoluto.
De
tantas y tantas horrorosas operaciones
quirúrgicas
como lleva a cabo la especulación abstracta, falsa, propiamente
idolátrica, ninguna tan nociva como esta que divide la realidad y
deja de un lado lo que mira a lo temporal y de otro lo que
corresponde a las perspectivas de lo absoluto, de lo infinito, de lo
eterno. Esta malhadada tendencia abstracta, queriendo ser prudente,
queriendo acabar con luchas seculares de los fanatismos, ha inventado
el laicismo como un terreno neutral; y aunque en muchos casos, en la
vida política particularmente, ha evitado graves males esta
neutralidad del Estado; aunque ha sido garantía contra las
pretensiones injustas de las sectas, ello es que, mal entendido por
los más lo que esta posición imparcial de la vida civil
significaba, hemos llegado, sin abandonar en idea la religión, a
vivir sin religión, a lo menos la mayor parte del tiempo; hemos
llegado en la especulación a la incertidumbre respecto de nuestras
relaciones con la Divinidad y respecto de la esencia y aun existencia
de esta Divinidad; pero en la práctica viven los pueblos más
civilizados como si hubiéramos llegado a la certidumbre negativa.
Bien se puede decir, aunque sea triste, que gran parte de los hombres
más instruidos, más cultos, piensan como escépticos y viven como
ateos. El agnosticismo reconoce que puede haber Dios; por boca de uno
de sus más ilustres representantes, Spencer, ha llegado a confesar
la realidad innegable del Ser Uno, fundamento de todo; y a pesar de
esto, a pesar de que el ateísmo declarado, dogmático, es cosa de
pocos, no es cosa de ningún gran filósofo moderno, en la duda de
unos y en la afirmación de los más, vivimos como si la negación
fuera la verdad adquirida. No nace de perversión semejante estado,
de perversión moral; nace de esas abstracciones que quitan a la vida
ordinaria el jugo místico; y como nosotros, los tristes mortales,
vivimos sumidos en lo relativo, en este suelo
De
noche rodeado
en
sueño y en olvido sepultado,
como
dice Fray Luis de León a don Oloarte; como toda nuestra actividad
parece laica,
por
que es relativa, resulta ¡funesto resultado! que no entendemos por
vida no laica,
más
que las formas de los cultos, las funciones externas de lo
eclesiástico, que para los más son resinteralios
acta; y
casi casi viene a suceder que no viven como racionales religiosos más
que los buenos sacerdotes y la gente devota de este o el otro culto:
y, sin embargo, lo repito, nuestra filosofía actualmente no se
inclina al ateísmo como se inclinaba, en general en tiempos no
remotos; y lo que predomina es la reserva, la prudencia, el criterio
abierto
a todas las posibilidades, y añádase, porque es verdad, una
tendencia estética
y hereditaria a
desear que la verdad sea afirmativa en el gran problema de lo
trascendental. Y a pesar de esto, apenas se vive religiosamente.
Empiezan las Constituciones de los Estados, allí donde no siguen
cometiendo la injusticia de establecer la ley de las castas para las
creencias, empiezan por acorralar -esta es la palabra- a la religión,
en sus cultos, en su hermosa vida plástica, simbólica; y a las
antiguas teorías, hecatombes, sacrificios en lo alto de las
montañas, misterios en los bosques y procesiones y predicaciones en
las calles, en los campos, al aire libre, cara a cara con el cielo,
suceden las precauciones reglamentarias, policíacas, las medidas de
buen gobierno para aislar los cultos como si fueran focos epidémicos,
para encerrarlos entre cuatro paredes, para arrinconarlos, como se
arrinconan ciertas flaquezas humanas. Por ir de prisa, refiramos esto
a la enseñanza, y se verá que la abstracción de que hablo ha
inventado, con apariencias de equidad y liberalismo, el mayor daño
posible para la educación armónica, propiamente humana; la
separación, así, separación de la enseñanza religiosa y de las
demás enseñanzas que no sé cómo llamarlas, así separadas, como
no las llame irreligiosas. Porque téngase en cuenta que en este
punto el abstenerse es negar; quien no está con Dios, está sin
Dios; la enseñanza que no es deista, es atea. Un ilustre profesor y
filósofo español, dignísimo profesor mío, en un discurso célebre,
que oían señoras, creía ser muy imparcial diciendo que como él,
en conciencia, no sabía si en el mundo de lo trascendental existía
un principio, la unidad divina, en suma, se abstenía de aconsejar a
los suyos ni la creencia ni el descreimiento; y en consecuencia, los
educaba sin prejuzgar esta cuestión. Pues yo digo, señores, con el
grandísimo respeto que me merece la persona a quien aludo, que la
cuestión queda prejuzgada, porque los hijos que se educan en la duda
de Dios, se educan como si no le hubiera; y más diré, que si no lo
hubiera, no está muy claro que fuera muy perjudicial para la buena
educación portarse como si le hubiese; mientras que si hay Dios, el
prescindir de la Divinidad no puede menos de ser funesto.
Yo
doy a las circunstancias históricas en este asunto, como en todos,
lo que es suyo. En tal país podrá ser necesario conservar -la
enseñanza religiosa de un culto determinado, en las escuelas
públicas, por ser exigencia racional del pueblo; en otros países
son oportunos los expedientes que se usan de la previa declaración
confesional de los padres de familia; en alguna parte habrá que
temer la competencia de un sacerdocio exclusivista y que lleva miras
extrañas a la pura fe; mas nada de esto quita que, en general, la
tendencia racional en ese punto tenga que ser la armónica de la
educación inspirada, en cierto respecto, en el sentimiento
religioso. Dejar para el domicilio la enseñanza religiosa y en la
escuela no encontrar más que doctrinas en que se mutile la realidad
de la vida humana, haciendo abstracción de toda idealidad piadosa,
es desconocer el principio fundamental de la educación intelectual y
de sus relaciones con la educación ética y estética.
Como
por lo mucho que importa terminar pronto este discurso, no me queda
espacio para referirme a los autores que hablan de estos asuntos, ni
para digresiones históricas, ni para cuestiones particulares dentro
de esta cuestión general, me contentaré con citar una autoridad
nada sospechosa de fanatismo religioso, la del malogrado Guyau, que
en el libro de que hablé antes trata con gran profundidad y criterio
muy elevado este difícil problema del modo del elemento religioso en
la enseñanza pública. Recuérdese que Guyau es autor de la obra
titulada: Irreligión
del porvenir. Pues
con todo, él es quien dice: «Creemos que el hombre, cualquiera que
sea su clase o su raza, filosofará siempre acerca del mundo y de la
gran sociedad cósmica. Lo hará, ya con profundidad, ya con inocente
sencillez, según su instrucción y las tendencias individuales de su
espíritu. Siendo así, no podemos admitir que se deba declarar la
guerra a las religiones en la enseñanza, porque tienen su utilidad
moral en el estado actual del espíritu humano. Constituyen uno de
los elementos que impiden la disgregación del edificio social, y no
hay que descuidar nada que sea una fuerza de unión, sobre todo dada
la tendencia individualista y anárquica de nuestros demócratas. Las
escuelas públicas, en Francia, no pueden ser confesionales;
pero
una doctrina filosófica, tal como el amplioteísmo enseñado en
nuestras escuelas, no es una confesión ni es un dogma: es la
exposición de la opinión filosófica conforme a las tradiciones de
la mayoría. El
ateísmo, por
otra parte, no es un dogma, ni una confesión que pueda tener el
derecho de excluir toda opinión contraria como un atentado a la
libertad de conciencia... El fanatismo antireligioso ofrece graves
peligros.»
He
copiado tan larga cita, más que por nada, para que se vea cómo se
puede ser completamente independiente en la propia razón, y, sin
embargo, reconocer que la separación de la enseñanza religiosa... y
las demás, no es, en definitiva, la solución del problema, sino un
paliativo cuya justicia a veces será evidente, pero que pido ser
reemplazado por una armónica forma que respete la santa unidad del
alma humana y la imagen, también sagrada, que el alma lleva en sí,
para vivir sin enloquecer o desesperarse, o hundirse en el marasmo,
de la unidad y del orden del mundo. Dejad que el hombre adulto vea
después lo que hay de este orden, de esta unidad; pero no planteéis
el problema en la enseñanza mientras ésta conserve propósito
educativo.
Y
concluyo, señores. Dejo sin tratar, sobre todo en este último
capítulo, multitud de aspectos de las respectivas cuestiones; sé
cuán incompleto es mi trabajo, no ya sólo por mi corto saber, sino
por las muchas lagunas que, aun pudiendo llenarlas, he tenido que
dejar en mi discurso por motivos extraños al plan del mismo. A lo
que me obligan tales deficiencias es a insistir en el examen de tan
importantes problemas, buscando para ello ocasiones de más holgura
que la presenta, y prometiéndome que este ensayo me sirva de prólogo
para otros sucesivos.
Y,
así como yo me propongo consagrar parte de mis estudios y de mi
tiempo a estas materias pedagógicas, os invito a vosotros, mis
queridos compañeros, a que sigáis haciendo o comencéis a hacer lo
mismo.
Volver
los ojos a la juventud, cuidar de su educación, es un consuelo y una
esperanza, sobre todo en esta España que tuvo días de gloria y de
fuerza universalmente reconocidas, y que hoy, angustiada por la idea
de su propia decadencia, se entrega al marasmo y acaso al pesimismo.
No, no desesperemos; los pueblos no deben creerse viejos; no deben
contar sus años, aunque deben amar su historia; no está probado que
no sea posible una resurrección: mas, para que la triste realidad no
haga absurda toda ilusión halagüeña, miremos al porvenir,
trabajemos, mediante una educación racional, sistemática, que sea
en nosotros un constante sacrificio, una virtud; trabajemos en la
dirección de las generaciones nuevas, ya que no sea posible
encontrar manera de hacer mejores a los hombres que hoy tienen la
responsabilidad de la suerte de la patria. Cuando un incendio devora
nuestra hacienda, un campo, una casa, si advertimos que es imposible
librar de las llamas cierta parte de nuestros bienes, acudimos,
abandonándola, a salvar lo más lejano, aislando el fuego, cortando
el paso a la hoguera. Espíritus nobles y fuertes, desesperados por
lo que toca al destino de su generación, en vez de entregarse a
vanas declamaciones, trabajan por acortar el paso a la corrupción y
decadencia presentes, y atiende a la juventud para salvarla del
contagio, para crearle nuevas y más sanas condiciones de vida.
Imitemos a estos dignos maestros.
Recordando
las grandezas de la España que fue, trabajemos por las posibles
grandezas de la España del porvenir. Observa un publicista ruso que
desde los tiempos de Pedro el Grande y de Catalina, el imperio
moscovita se preparó, como en profecía, para dar digno albergue a
las grandezas futuras, construyendo soberbios monumentos,
proporcionados a los esplendores de la gran prosperidad que, según
su fe patriótica, aguardaba a Rusia. Pues nosotros, que no
necesitamos soñar, sino recordar, para que surjan grandezas y
esplendores de España, construyamos, no Escoriales, alcázares y
basílicas, que ya tenemos, sino el edificio espiritual de la futura
España regenerada, resucitada, mediante una educación y una
enseñanza inspiradas en el ideal más alto, pero llenas de la vida
moderna. Tamaño trabajo, arduo sin duda, es para nosotros de pura
abnegación; los que a él se consagren no esperen recompensas
exteriores, halagos del mundo y de la vanagloria; no esperen tampoco
vivir para el tiempo en que den fruto sus esfuerzos de ahora.
Tengamos caridad; vivamos y trabajemos para el porvenir que no hemos
de ver, y seamos como aquellos ancianos de que nos habla Cicerón en
su tratado De
Senectute:... Sed
iidem in eis elaborant, quae sciunt nihil ad se omnino pertinere.
HE
DICHO.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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