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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un discurso - Cap. VI

Llego muy tarde, con muy poco tiempo a mi disposición, al último punto que me había propuesto estudiar en este discurso. Y apenas oso desflorar la materia, que es lo único que ya puedo hacer, porque es predilecta para mí, la que considero más grave, más digna de atención y más compleja.
Más bien que detenido examen, que serie de ordenados raciocinios, será lo que diga de la relación religiosa de la enseñanza, manifestación casi dogmática de mi opinión, protesta de mis ideas, de mi sentir, que me obligue en conciencia a desenvolver en otra ocasión más holgada lo que ahora no haré más que anunciar y dejar demostrado.
El utilitarismo, que mata el idealismo en su faz histórica rompiendo los lazos de la civilización actual con el mundo clásico, quiere también matar el idealismo en su respecto primordial, cortando los lazos espirituales que nos unen con la idea y con el amor de lo absoluto.
De tantas y tantas horrorosas operaciones quirúrgicas como lleva a cabo la especulación abstracta, falsa, propiamente idolátrica, ninguna tan nociva como esta que divide la realidad y deja de un lado lo que mira a lo temporal y de otro lo que corresponde a las perspectivas de lo absoluto, de lo infinito, de lo eterno. Esta malhadada tendencia abstracta, queriendo ser prudente, queriendo acabar con luchas seculares de los fanatismos, ha inventado el laicismo como un terreno neutral; y aunque en muchos casos, en la vida política particularmente, ha evitado graves males esta neutralidad del Estado; aunque ha sido garantía contra las pretensiones injustas de las sectas, ello es que, mal entendido por los más lo que esta posición imparcial de la vida civil significaba, hemos llegado, sin abandonar en idea la religión, a vivir sin religión, a lo menos la mayor parte del tiempo; hemos llegado en la especulación a la incertidumbre respecto de nuestras relaciones con la Divinidad y respecto de la esencia y aun existencia de esta Divinidad; pero en la práctica viven los pueblos más civilizados como si hubiéramos llegado a la certidumbre negativa. Bien se puede decir, aunque sea triste, que gran parte de los hombres más instruidos, más cultos, piensan como escépticos y viven como ateos. El agnosticismo reconoce que puede haber Dios; por boca de uno de sus más ilustres representantes, Spencer, ha llegado a confesar la realidad innegable del Ser Uno, fundamento de todo; y a pesar de esto, a pesar de que el ateísmo declarado, dogmático, es cosa de pocos, no es cosa de ningún gran filósofo moderno, en la duda de unos y en la afirmación de los más, vivimos como si la negación fuera la verdad adquirida. No nace de perversión semejante estado, de perversión moral; nace de esas abstracciones que quitan a la vida ordinaria el jugo místico; y como nosotros, los tristes mortales, vivimos sumidos en lo relativo, en este suelo

De noche rodeado
en sueño y en olvido sepultado,

como dice Fray Luis de León a don Oloarte; como toda nuestra actividad parece laica, por que es relativa, resulta ¡funesto resultado! que no entendemos por vida no laica, más que las formas de los cultos, las funciones externas de lo eclesiástico, que para los más son resinteralios acta; y casi casi viene a suceder que no viven como racionales religiosos más que los buenos sacerdotes y la gente devota de este o el otro culto: y, sin embargo, lo repito, nuestra filosofía actualmente no se inclina al ateísmo como se inclinaba, en general en tiempos no remotos; y lo que predomina es la reserva, la prudencia, el criterio abierto a todas las posibilidades, y añádase, porque es verdad, una tendencia estética y hereditaria a desear que la verdad sea afirmativa en el gran problema de lo trascendental. Y a pesar de esto, apenas se vive religiosamente. Empiezan las Constituciones de los Estados, allí donde no siguen cometiendo la injusticia de establecer la ley de las castas para las creencias, empiezan por acorralar -esta es la palabra- a la religión, en sus cultos, en su hermosa vida plástica, simbólica; y a las antiguas teorías, hecatombes, sacrificios en lo alto de las montañas, misterios en los bosques y procesiones y predicaciones en las calles, en los campos, al aire libre, cara a cara con el cielo, suceden las precauciones reglamentarias, policíacas, las medidas de buen gobierno para aislar los cultos como si fueran focos epidémicos, para encerrarlos entre cuatro paredes, para arrinconarlos, como se arrinconan ciertas flaquezas humanas. Por ir de prisa, refiramos esto a la enseñanza, y se verá que la abstracción de que hablo ha inventado, con apariencias de equidad y liberalismo, el mayor daño posible para la educación armónica, propiamente humana; la separación, así, separación de la enseñanza religiosa y de las demás enseñanzas que no sé cómo llamarlas, así separadas, como no las llame irreligiosas. Porque téngase en cuenta que en este punto el abstenerse es negar; quien no está con Dios, está sin Dios; la enseñanza que no es deista, es atea. Un ilustre profesor y filósofo español, dignísimo profesor mío, en un discurso célebre, que oían señoras, creía ser muy imparcial diciendo que como él, en conciencia, no sabía si en el mundo de lo trascendental existía un principio, la unidad divina, en suma, se abstenía de aconsejar a los suyos ni la creencia ni el descreimiento; y en consecuencia, los educaba sin prejuzgar esta cuestión. Pues yo digo, señores, con el grandísimo respeto que me merece la persona a quien aludo, que la cuestión queda prejuzgada, porque los hijos que se educan en la duda de Dios, se educan como si no le hubiera; y más diré, que si no lo hubiera, no está muy claro que fuera muy perjudicial para la buena educación portarse como si le hubiese; mientras que si hay Dios, el prescindir de la Divinidad no puede menos de ser funesto.
Yo doy a las circunstancias históricas en este asunto, como en todos, lo que es suyo. En tal país podrá ser necesario conservar -la enseñanza religiosa de un culto determinado, en las escuelas públicas, por ser exigencia racional del pueblo; en otros países son oportunos los expedientes que se usan de la previa declaración confesional de los padres de familia; en alguna parte habrá que temer la competencia de un sacerdocio exclusivista y que lleva miras extrañas a la pura fe; mas nada de esto quita que, en general, la tendencia racional en ese punto tenga que ser la armónica de la educación inspirada, en cierto respecto, en el sentimiento religioso. Dejar para el domicilio la enseñanza religiosa y en la escuela no encontrar más que doctrinas en que se mutile la realidad de la vida humana, haciendo abstracción de toda idealidad piadosa, es desconocer el principio fundamental de la educación intelectual y de sus relaciones con la educación ética y estética.
Como por lo mucho que importa terminar pronto este discurso, no me queda espacio para referirme a los autores que hablan de estos asuntos, ni para digresiones históricas, ni para cuestiones particulares dentro de esta cuestión general, me contentaré con citar una autoridad nada sospechosa de fanatismo religioso, la del malogrado Guyau, que en el libro de que hablé antes trata con gran profundidad y criterio muy elevado este difícil problema del modo del elemento religioso en la enseñanza pública. Recuérdese que Guyau es autor de la obra titulada: Irreligión del porvenir. Pues con todo, él es quien dice: «Creemos que el hombre, cualquiera que sea su clase o su raza, filosofará siempre acerca del mundo y de la gran sociedad cósmica. Lo hará, ya con profundidad, ya con inocente sencillez, según su instrucción y las tendencias individuales de su espíritu. Siendo así, no podemos admitir que se deba declarar la guerra a las religiones en la enseñanza, porque tienen su utilidad moral en el estado actual del espíritu humano. Constituyen uno de los elementos que impiden la disgregación del edificio social, y no hay que descuidar nada que sea una fuerza de unión, sobre todo dada la tendencia individualista y anárquica de nuestros demócratas. Las escuelas públicas, en Francia, no pueden ser confesionales; pero una doctrina filosófica, tal como el amplioteísmo enseñado en nuestras escuelas, no es una confesión ni es un dogma: es la exposición de la opinión filosófica conforme a las tradiciones de la mayoría. El ateísmo, por otra parte, no es un dogma, ni una confesión que pueda tener el derecho de excluir toda opinión contraria como un atentado a la libertad de conciencia... El fanatismo antireligioso ofrece graves peligros.»
He copiado tan larga cita, más que por nada, para que se vea cómo se puede ser completamente independiente en la propia razón, y, sin embargo, reconocer que la separación de la enseñanza religiosa... y las demás, no es, en definitiva, la solución del problema, sino un paliativo cuya justicia a veces será evidente, pero que pido ser reemplazado por una armónica forma que respete la santa unidad del alma humana y la imagen, también sagrada, que el alma lleva en sí, para vivir sin enloquecer o desesperarse, o hundirse en el marasmo, de la unidad y del orden del mundo. Dejad que el hombre adulto vea después lo que hay de este orden, de esta unidad; pero no planteéis el problema en la enseñanza mientras ésta conserve propósito educativo.
Y concluyo, señores. Dejo sin tratar, sobre todo en este último capítulo, multitud de aspectos de las respectivas cuestiones; sé cuán incompleto es mi trabajo, no ya sólo por mi corto saber, sino por las muchas lagunas que, aun pudiendo llenarlas, he tenido que dejar en mi discurso por motivos extraños al plan del mismo. A lo que me obligan tales deficiencias es a insistir en el examen de tan importantes problemas, buscando para ello ocasiones de más holgura que la presenta, y prometiéndome que este ensayo me sirva de prólogo para otros sucesivos.
Y, así como yo me propongo consagrar parte de mis estudios y de mi tiempo a estas materias pedagógicas, os invito a vosotros, mis queridos compañeros, a que sigáis haciendo o comencéis a hacer lo mismo.
Volver los ojos a la juventud, cuidar de su educación, es un consuelo y una esperanza, sobre todo en esta España que tuvo días de gloria y de fuerza universalmente reconocidas, y que hoy, angustiada por la idea de su propia decadencia, se entrega al marasmo y acaso al pesimismo. No, no desesperemos; los pueblos no deben creerse viejos; no deben contar sus años, aunque deben amar su historia; no está probado que no sea posible una resurrección: mas, para que la triste realidad no haga absurda toda ilusión halagüeña, miremos al porvenir, trabajemos, mediante una educación racional, sistemática, que sea en nosotros un constante sacrificio, una virtud; trabajemos en la dirección de las generaciones nuevas, ya que no sea posible encontrar manera de hacer mejores a los hombres que hoy tienen la responsabilidad de la suerte de la patria. Cuando un incendio devora nuestra hacienda, un campo, una casa, si advertimos que es imposible librar de las llamas cierta parte de nuestros bienes, acudimos, abandonándola, a salvar lo más lejano, aislando el fuego, cortando el paso a la hoguera. Espíritus nobles y fuertes, desesperados por lo que toca al destino de su generación, en vez de entregarse a vanas declamaciones, trabajan por acortar el paso a la corrupción y decadencia presentes, y atiende a la juventud para salvarla del contagio, para crearle nuevas y más sanas condiciones de vida. Imitemos a estos dignos maestros.
Recordando las grandezas de la España que fue, trabajemos por las posibles grandezas de la España del porvenir. Observa un publicista ruso que desde los tiempos de Pedro el Grande y de Catalina, el imperio moscovita se preparó, como en profecía, para dar digno albergue a las grandezas futuras, construyendo soberbios monumentos, proporcionados a los esplendores de la gran prosperidad que, según su fe patriótica, aguardaba a Rusia. Pues nosotros, que no necesitamos soñar, sino recordar, para que surjan grandezas y esplendores de España, construyamos, no Escoriales, alcázares y basílicas, que ya tenemos, sino el edificio espiritual de la futura España regenerada, resucitada, mediante una educación y una enseñanza inspiradas en el ideal más alto, pero llenas de la vida moderna. Tamaño trabajo, arduo sin duda, es para nosotros de pura abnegación; los que a él se consagren no esperen recompensas exteriores, halagos del mundo y de la vanagloria; no esperen tampoco vivir para el tiempo en que den fruto sus esfuerzos de ahora. Tengamos caridad; vivamos y trabajemos para el porvenir que no hemos de ver, y seamos como aquellos ancianos de que nos habla Cicerón en su tratado De Senectute:... Sed iidem in eis elaborant, quae sciunt nihil ad se omnino pertinere.
     
HE DICHO.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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