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lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. I

Relata cómo establecí mis reales en los bosques marinos de graden y cómo vi una luz en el pabellón

De joven era muy amante de la soledad. Me sentía orgulloso de permanecer aislado y bas­tarme para mi entretenimiento, y sin mentir puedo asegurar que nunca tuve amigos ni rela­ciones hasta que encontré la incomparable ami­ga que actualmente es mi esposa y la madre de mis hijos.
Solamente tenía un amigo íntimo y era R. Northmour, Hidalgo de Graden Easter, en Es­cocia. Éramos compañeros de colegio y aunque no nos queríamos mucho, nuestros gustos eran tan semejantes que podíamos reunirnos sin violencia para ninguno de los dos. Nos creía­mos misántropos y sólo éramos huraños. No puede decirse que había entre nosotros compa­ñerismo, sino asociación de insociabilidad. El carácter violento de Northmour le hacía impo­sible tratar con alguien que no fuera yo; y como él respetaba mi silencio y nunca me hacía pre­guntas y me dejaba ir y venir a mi gusto, yo toleraba su presencia sin rechazarla. Creo que nos llamábamos amigos.
Cuando Northmour tomó su título en la Universidad y yo decidí dejarla sin él, me invi­tó a pasar una larga temporada en Graden Eas­ter y así es como llegué a conocer el sitio en que estas aventuras tuvieron lugar.
La residencia señorial se alzaba a poca dis­tancia de las orillas del Océano Germánico. Como había sido construido con una piedra blanda que presentaba poca resistencia a las ásperas brisas marinas, el edificio era frío y húmedo en el interior y en la fachada tenía as­pecto de ruina; imposible habitar dentro de él con mediana comodidad.
Afortunadamente hacia el norte del inmenso dominio, en medio de colinas de arena y ro­deado de una salvaje espesura de liquen, hiedra y jaramagos, existía un pabellón o Belvedere de construcción moderna y por completo apropia­do a nuestras necesidades; y en esta soledad de ermitaños, hablando poco, leyendo mucho, y reuniéndonos raras veces, excepto en las comi­das, nos pasamos Northmour y yo cuatro lar­gos meses del invierno. Hubiera podido pro­longar mi estancia, pero una noche de marzo surgió entre nosotros una disputa que hizo ne­cesaria mi partida. A propósito de una peque­ñez, Northmour me habló con altanería, yo creo que le contesté agriamente y aquél saltó sobre mí y tuve que luchar sin exageración, para de­fender mi vida, y no con gran esfuerzo logré dominarle porque era un joven robusto y pare­cía tener el demonio en el cuerpo. A la mañana siguiente nos encontramos como si tal cosa, pero a mí me pareció más apropiado marchar­me, y él tampoco hizo nada para disuadirme. Pasaron nueve años antes de que yo volviera a visitar aquellos parajes. Por aquel entonces, yo viajaba en un carrito cubierto en el que llevaba un hornillo para guisar y las noches las pasaba dónde y cómo podía, en una cueva entre las rocas o bajo los árboles de un bosque. De este modo he visitado todas las regiones más so­litarias y salvajes de Inglaterra y Escocia, y no tenía amigos ni parientes ni nada de lo que hemos convenido en llamar domicilio oficial, como no fuera el despacho de mi notario don­de, dos veces al año, pasaba para recoger mis rentas. Para mí era esta una vida deliciosa en la que esperaba llegar a viejo y morirme al fin en la mayor soledad.
Mi única ocupación era descubrir rincones ocultos en los que pudiera acampar sin temor a ser molestado y encontrándome en aquellas regiones, de repente me acordé del pabellón de la hiedra,. no había tránsito en tres millas a la redonda, y sólo a diez de distancia estaba la ciudad más próxima, que era una aldea de pes­cadores. Toda aquella porción de tierra estaba por un lado rodeada de mar y por el otro de­fendida del mundo por la espesura y fragosi‑ dad de sus bosques casi vírgenes. Puedo afir­mar que era el mejor sitio para esconderse en todo el Reino Unido. Determiné pasar una se­mana en los de Graden Easter y dando un largo rodeo los alcancé al ponerse el sol de un des­apacible y ventoso día de septiembre.
El terreno, ya lo he dicho, era una mezcla de colinas de arena, bosques y liquen. El liquen es una especialidad de Escocia y lo forma una especie de maleza que recubre la arena en los terrenos próximos al mar. El pabellón ocupaba una meseta algo elevada, inmediatamente de­trás empezaba el bosque cuyos árboles centena­rios se agitaban movidos por el viento y delante tenía algunas colinas arenosas que le separaban del mar. La Naturaleza había colocado una roca que servía de bastión para la arena y formaba una pequeña bahía natural, y durante las ma­reas altas la roca se sumergía y presentaba el aspecto de una islita de reducidas dimensiones pero de original contorno. Las arenas mojadas que quedaban al descubierto durante las mareas bajas, tenían malísima reputación en toda la comarca. Cerca de la orilla entre la roca y el banco de arena, se decía que se tragaban a un hombre en cuatro minutos y medio, pero qui­zás había alguna exageración en estos rumores.
En los claros días del verano la perspectiva era brillante y hasta alegre, pero en un anoche­cer de septiembre, con un viento tormen-toso y espesas nubles agolpándose en el horizonte, aquel sitio sólo hablaba de marinos muertos y de desastres marinos. Un barco lejano luchando contra el temporal y los restos de un naufragio a mis pies, acababan de dar color local a la es­cena.
El pabellón había sido construido por el úl­timo propietario, tío de Northmour (un pródi­go excéntrico) y se conservaba bastante bien. Tenía dos pisos de altura y era de arquitectura italiana y rodeado de un trozo de jardín en el que nada había prosperado más que la hiedra y la maleza, y con sus ventanas cerradas, no pa­recía una mansión abandonada sino que nunca hubiese sido habitada. Eviden-temente North­mour no había vuelto por allí. Si es que se hallaba escondiendo sus rarezas en el camarote de su yate o en una de sus caprichosas y extra­vagantes apariciones en la sociedad, yo, natu­ralmente, no tenía medios de averiguarlo.
Aquel sitio tenía un aspecto solitario capaz de sorprender hasta a un amante de la soledad como yo. El viento producía en las chimeneas unos sonidos tan lúgubres que sentí como una sensación casi de terror cuando conduciendo al caballo de mi carro, me refugié bajo la espesura del bosque. Los bosques marinos de Graden habían sido plantados para preservar los cam­pos detrás de ellos y resguardarlos de la lluvia de arena que traía el viento. Estos árboles que habían crecido en medio de las tempestades y que constante-mente eran sacudidos por los vendavales marinos, eran fuertes y robustos pero perdían pronto sus hojas arrebatadas prematuramente por las borrascas, y apenas había pasado la primavera parecía otoño en la expuesta plantación. Esparcidas por el bosque había una o dos chozas ruinosas que según Northmour habían pertenecido en otras épocas a piadosos ermitaños; entre los árboles de la parte más baja había un pequeño arroyo que cegado por las hojas caídas y las materias que el mismo arrastraba, formaba, una serie de infec­tas charcas.
Entre las rocas que esmaltaban aquella selva marina, encontré una abertura y pequeña cueva en la que había un manantial agua de clara y allí senté mis reales y me dispuse a encender fuego para guisarme la cena. Até en el bosque a mi caballo, donde había un montón de hierba suficiente para su alimento. El grueso de la pe­ña no sólo ocultaba la luz de mi lumbre, sino que me prestaba abrigo guareciéndome del viento que era fuerte y frío.
La vida que llevaba me había hecho duro y frugal; nunca bebía más que agua, rara vez co­mía más que una sopa preparada con alguna harina alimenticia, y necesitaba tan poco sueño que aunque me levantaba con los primeros al­bores del día, a menudo permanecía despierto hasta altas horas de la noche, disfrutando la hermosa soledad de los campos. Así es que aunque después de instalarme en los bosques marinos de Graden, me dormí profundamente a las ocho, a las once me desperté, por completo dueño de mis facultades y sin ningún síntoma de cansancio o sopor. Me senté al lado del fue­go, mirando los árboles y las nubes que en tu­multuosa carrera volaban sobre ellos, y oyendo los ruidos combinados del huracán y las olas, hasta que cansado de mi inacción, me levanté, dirigiéndome a la linde del bosque. Una luna nueva que procuraba disipar las nubes, alum­braba débilmente mis pasos, y su luz se hizo algo más intensa cuando pasé del dominio de la selva al de la hiedra y el liquen. Una bocanada de aire salino me dio de lleno en la cara, salpi­cándomelo de partículas de arena con tal fuerza que tuve que bajar la cabeza y cerrar los ojos.
Al abrirlos de nuevo advertí que en el pabe­llón de hiedra había luz; no era una luz fija sino una que pasaba de una ventana a otra como si fuera llevada por una persona que estuviera recorriendo la casa. Con la mayor sorpresa la observé durante algunos momentos. Cuando llegué, aquella misma tarde, la casa parecía desierta y ahora no cabía duda de que estaba ocupada. Mi primera idea fue que una banda de ladrones había asaltado el pabellón y debían estar ahora vaciando los no mal provistos ar­marios de mi antiguo amigo. Pero ¿cómo es posible que llegaran los ladrones a Graden Eas­ter?
Además habían abierto todas las persianas y en las costumbres de esa gente más está el ce­rrarlas. Deseché esa idea y concebí otra; debía haber llegado el mismo propietario y estaría ahora ventilando e inspeccionando la casa.
Ya he dicho que no existía cariño verdadero entre él y yo; pero aunque le hubiera querido como a un hermano, en aquella época quería mucho más a la soledad y del mismo modo hubiera evitado su compañía. Esto es lo que hice, volví rápidamente sobre mis pasos y con íntima satisfacción volví a ocupar mi lugar jun­to al fuego.
Había escapado a un conocido, podía disfru­tar de una noche apacible. A la mañana si­guiente ya vería si optaba por marcharme sin ver a Northmour o si hacerle una breve visita.
Pero cuando llegó la mañana encontré la si­tuación tan divertida que a pesar de mi genio adusto, me propuse gastar una broma a Northmour, aunque no había olvidado que su carácter se prestaba poco a las bromas y que era peligroso gastarlas con él; pero regocijándome de antemano con el efecto que iba a causar to­mé sitio entre los primeros olmos del bosque desde donde podría ver bien la puerta del pa­bellón. Todas las persianas estaban cerradas de nuevo, lo que no dejó de sorprenderme. La casa con sus paredes blancas cubiertas parcialmente por la hiedra, y sus persianas verdes, a la luz de la mañana parecía más alegre y habitable. Hora tras hora, pasé en espera sin observar el menor síntoma de la presencia de Northmour. Bien sabía yo que no era madrugador, pero al acer­carse las doce, perdí la paciencia. Para decir toda la verdad me había propuesto quebrantar mi ayuno en el pabellón y el hambre empezaba a dejar sentir sus efectos. Era una lástima per­der la ocasión de dar una broma tan inespera­da, pero el apetito iba en aumento y yo me di­rigí a mi cueva, cambiando la risa por el ali­mento, una vaga sensación de intranquilidad, estaba lo mismo que en el momento de mi lle­gada, y yo había esperado hallar en ella por la mañana algunos síntomas de habitantes. Pero no era así, todas las persianas estaban herméti­camente cerradas, las chimeneas no despedían humo y la puerta presentaba todas las trazas de no haber sido abierta en mucho tiempo. Se me ocurrió la idea, muy verosímil por cierto, de que Northmour podría haber entrado por la puerta pequeña situada al otro lado del edificio, pero tuve que desecharla al ver que también estaba igualmente cerrada. Entonces volví a acoger la idea de los ladrones, haciéndome amargos reproches por mi egoísta inacción de la noche última. Debían haber entrado por la galería exterior, donde Northmour tenía insta­lada su cámara fotográfica y de ahí habrían alcanzado la ventana del despacho o de mi an­tiguo dormitorio, y después les era fácil reco­rrer toda la casa en sus criminales pesquisas.
Quise seguir lo que yo creía su ejemplo. Sal­té a la galería descubierta y alcancé las venta­nas, pero ambas estaban bien cerradas sin seña­les de fractura; no me di por vencido y ha­ciendo alguna fuerza logré que la persiana se abriera causándome una arañazo en la mano que instintivamente me llevé a los labios para contener la sangre. Mientras hacía esto mis ojos divisaron un yate bastante cercano y que hasta entonces no había visto. Restañada mi sangre por este primitivo procedimiento, no quise quedarme a medio camino y salté al interior de la habitación.
Entré en ella y nada puede explicar la sor­presa que experimenté. No había el menor sig­no de desorden, al contrario, todo estaba muy limpio y las habitaciones presentaban un aspec­to tan elegante como agradable; encontré la leña puesta en las chimeneas, tres cuartos de dormir preparados con un lujo por completo fuera de las costumbres de Northmour, el agua en los lavabos y las camas hechas con lujosas y limpias ropas. La mesa estaba servida con tres cubiertos y abundante repuesto de fiambres, y variados postres. Todo esto demostraba, sin dejar lugar a duda, que se esperaban huéspe­des; pero ¿quién podían ser si Northmour abo­rrecía al género humano? Y sobre todo ¿cómo es que estos preparativos se llevaban a cabo en las altas horas de la noche? Y ¿por qué habían vuelto a cerrar las persianas y las puertas?
Procuré no dejar huellas de mi visita y salí del pabellón muy pensativo.
El hermoso yate seguía en el mismo sitio; como un relámpago atravesó mi mente la idea de que aquel pudiera ser El Conde Rojo que trajera al propietario del pabellón y sus huéspedes, pero el barco tenía la proa puesta en dirección opuesta.

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El pabellon de hiedra - Cap. II

Se trata en él del nocturno desembarco de los viajeros del yate

Volví a mi cueva a comer algo pues tenía mucha hambre y a cuidarme de mi caballo muy olvidado aquella mañana. De tanto en tanto llegaba hasta la entrada del bosque para ojear sobre el pabellón, pero en todo el día no se vio ni un alma por sus alrededores. Aquel barco parado era la única pincelada de vida en cuanto podían alcanzar mi vista. Durante todo el día permaneció inmóvil, pero el llegar la noche se acercó visiblemente y yo adquirí mayor conven-cimiento de que en él debían venir Northmour y sus huéspedes, y que es probable quisieran desembarcar durante la noche, no sólo porque esto cuadraba bien con los nocturnos preparativos, sino porque la marea era también más favorable. Durante todo el día el viento estuvo en calma y el mar también, pero al caer la noche se recrudeció el temporal anterior. La noche estaba muy oscura. El ruido de las olas al romper, empujadas por las ráfagas de viento, parecían disparos de cañón. De vez en cuando caía un chubasco y las olas aumentaban de tamaño con la proximidad de la plena mar. Estaba en mi observatorio, entre los olmos, cuando una luz que se balanceaba en el palo mayor del yate, me demostró que éste se encontraba mucho más cerca de lo que estaba al anochecer. Presumí que esto debía ser una seña de Northmour a sus asociados en tierra, y con curiosos ojos miré a mi alrededor para ver si veía alguna respuesta.
Una senda que bordea el bosque es la comunicación más directa, entre la casi ruinosa casa señorial y el pabellón, y al dirigir mis miradas por ese lado, vi una luz a menos de un cuarto de milla la cual avanzaba con rapidez. Por su marcha irregular parecía ser una linterna llevada en la mano de una persona que lucha al mismo tiempo con las desigualdades del camino y con las violentas ráfagas del viento. Me escondí precipitadamente entre los árboles esperando con viva curiosidad la llegada de la persona desconocida. Resultó ser una mujer y al pasar a dos metros de mi escondite pude verle bien las facciones. La andada de Northmour en este tenebroso asunto era su antigua ama de cría, una silenciosa mujer sorda como una tapia.
La seguí de cerca, aprovechando las irregularidades del camino y oculto el ruido de mis pasos, por el del aire y el mar, aun para otros oídos más finos que los de la vieja nodriza.
Entró en el pabellón y se dirigió sin detenerse a la segunda planta, abrió una ventana de las que daban al mar y colocó una luz en ella. Inmediatamente desapareció la luz del barco. Los del barco ya estaban seguros de ser esperados y las señales habían surtido su efecto. La anciana continuó sus preparativos y aunque no abrió las otras persianas, pude ver por las rendijas que la luz iba de un lado e otro, y varias chispas que empezaban a salir de la chimenea pusieron en mi conocimiento que se había encendido lumbre.
Estaba seguro de que Northmour y sus huéspedes desembarca-rían en cuanto se cubriera de agua la pantanosa arena. La noche era malísima para servirse de los botes y tuve algún temor mezclado con curiosidad al pensar en los peligros del desembarco. Bien sabía yo que mi antiguo compañero era el más excéntrico de los hombres, pero el presente capricho era peligroso y lúgubre.
Pensando en todo esto me dirigí a la playa donde me eché boca abajo en una hondonada del camino que debían recorrer para llegar al pabellón. Así tendría la satisfacción de ver a los recién llegados y si resultaba que eran antiguos conocidos, de saludarlos tan pronto como hubieran desembarcado.
Poco antes de las once, y cuando la marea aún estaba peligrosamente baja, apareció una luz muy cerca de la orilla y fijando en ella mi atención pude distinguir un bote violentamente sacudido y a veces oculto por las impetuosas olas. El tiempo que visiblemente empeoraba según avanzaba la noche, y la poco favorable situación del yate a causa de los arrecifes, habían sin duda obligado a sus pasajeros a intentar el desembarco lo más pronto posible.
Algunos minutos más tarde pasaban por el camino que guiaba al pabellón, cuatro marineros llevando una caja muy grande y parecer pesada y precedidos por otro que llevaba la linterna, fueron admiti-dos en el pabellón por la nodriza y no tardaron en regresar al bote, volviendo a pasar por segunda vez con otra caja aún más grande, pero al parecer menos pesada; por tercera vez hicieron el recorrido, llevando uno de los marinos una maleta de cuero y otro un baúl de señora y un saco de noche. Mi curiosidad estaba excitadísima. Si es que entre los huéspedes de Northmour se hallaba una mujer, esa sería una apostasía de sus más caras teorías capaz de llenarme de sorpresa. Cuando los dos habíamos vivido en aquel pabellón, ambos éramos misóginos y poco podía yo figurarme que un ejemplar del sexo odiado vendría a instalarse bajo su techo. Ahora recordaba algunos detalles y pinceladas de coquetería que me habían llamado la atención el día anterior en los preparativos del pabellón. Su objeto era ahora evidente y me traté de torpe por no haberlo comprendido antes.
Mientras reflexionaba de esta manera, se aproximó otra linterna desde la playa; era llevada por otro marinero que aún no había visto y servía de guía a dos personas, encaminándose al pabellón. Estas dos personas eran sin duda los huéspedes para quienes se había habilitado el pabellón; y esforzando mis ojos y mis oídos esperé a que pasaran ante de mí. Uno era un hombre de elevadísima estatura, con un sombrero de anchas alas cosido sobre los ojos y una capa escocesa en la que se envolvía. Nada se podía averiguar sino que era muy alto como ya he dicho, que andaba con dificultad y con paso pesado. A su lado y apoyándose en su brazo o sirviéndole de apoyo, no podía ver bien lo que era, caminaba una mujer joven y esbelta. Estaba muy pálida y las sombras se movían con tanta rapidez que no pude ver si era fea como la noche o tan bella como luego resultó ser.
Cuando pasaban precisamente delante de mí, la joven hizo alguna advertencia que no pude oír con el ruido del viento.
-¡Husch! -dijo su compañero, y hubo algo en el tono con que fue pronunciada esta sílaba que me hizo estremecer causándome escalofrío.
Parecía salir de un pecho donde se albergaba un terror mortal. No he vuelto a oír una sílaba que me impresione tanto, y aún hoy día, siempre la oigo en mis noches de calentura o cuando mi imaginación vuela a los tiempos antiguos.
El hombre se volvió a su compañera y yo pude entonces ver una barba demasiado roja, una nariz que parecía haberse roto en su niñez y unos ojos claros en los que se leía una fuerte y desagradable emoción.
Pero al fin pasaron los dos y desaparecieron en el pabellón. Uno por uno o en grupos los marineros se volvieron a la playa; y por tercera vez pasó por delante de mí una linterna. Era Northmour solo.
Muchas veces mi esposa y yo nos hemos admirado de cómo puede ser una persona tan hermosa y a la vez tan repulsiva como Northmour.
Su figura era la de un cumplido caballero, sus facciones correctas y finas llevaban el sello de la inteligencia, pero bastaba mirarle a los ojos para comprender por su expresión que tenía el genio de un capitán negrero. Nunca he conocido un carácter tan violento y rencoroso a la vez; reunía la impetuosidad del Sur con los fríos y mortales odios del Norte, y ambas pasiones estaban escritas sobre su rostro como una señal de alarma; su cuerpo era alto, musculoso y elegante, su cabello negro encuadraba un rostro moreno de singular belleza masculina, pero al que hacía aparecer sombrío su amenazadora y temerosa expresión.
En este momento estaba más pálido que de costumbre, con el ceño fruncido y los labios contraídos, dirigía inquietas miradas en torno suyo como un hombre perseguido por siniestros pensamientos y, a pesar de ello, me pareció leer en sus ojos una mirada de triunfo como el que ya lleva ganadas muchas ventajas y le falta poco para llegar al final de alguna arriesgada empresa.
Parte por un escrúpulo de delicadeza (que a decir verdad llegaba demasiado tarde), parte por el gusto de renovar una antigua amistad, resolví dar a conocer mi presencia sin demora, y poniéndome de pie, di algunos pasos, diciendo:
-¡Northmour!
Nunca, en toda mi vida, he tenido sorpresa igual. Saltó sobre mí, sin pronunciar ni una palabra, algo brilló en su mano y trató de partirme el corazón de una puñalada. Yo rechacé la inesperada agresión lo mejor que pude, y sea mi ligereza o la oscuridad la hoja sólo me causó un arañazo en el hombro mientras que recibí en la boca un golpe con el puño.
Huí pero no pude llegar lejos; siempre he observado las malas condiciones que tiene la arena para correr sobre ella y lo que su inseguro suelo paraliza todos los movimientos, así es que no, había andado diez metros cuando perdiendo el equilibrio, caí pesadamente. La linterna se había caído y apagado, pero ¡cuál no sería mi sorpresa al ver a Northmour apresurarse a ganar el pabellón y oír que cerraba tras sí la puerta con cadenas y cerrojos!
No me había perseguido. Había huido. ¡Northmour a quien conocía por el más implacable y temerario de los hombres había huido! Apenas podía creer a mis ojos, pero todo era tan inverosímil en esta extraña aventura, que poco importaba un detalle más o menos improbable.
¿Por qué habían preparado el pabellón con tanto misterio? ¿Por qué su dueño y sus huéspedes habían desembarcado en medio de las tinieblas, con insuficiente marea y en una noche tan peligrosa? ¿Por qué había intentado matarme? ¿No había reconocido mi voz? ¡Todo un misterio! Y ¿cómo es que él llevaba un puñal desnudo en la mano? Un puñal o un cuchillo, no es lo que habitualmente se lleva en la mano en la época actual; y un caballero que desembarca de su yate y en las orillas de sus propios dominios, aunque sea de noche y en circunstancias algo misteriosas, no suele ir tan preparado para un asalto mortal. Cuando más reflexionaba, más me confundía. Recapitulaba los elementos de misterio contándolos por mis propios dedos; el pabellón secretamente preparado; el desembarco de los navegantes con peligro inminente tanto para ellos como para el yate, el terror mortal de los huéspedes al menos de uno de ellos, Northmour con un puñal desnudo en la mano, Northmour tratando de asesinar a su más antiguo amigo sin la menor causa para ello; y, por último, y no lo menos extraño, Northmour huyendo del mismo a quien había querido asesinar y refugiándose como un niño per-seguido, detrás de la puerta de su pabellón.
Aquí había seis causas de sorpresa, cada una complicada con las otras y formando todas reunidas una singular. Casi me avergoncé de creer a mis propios sentidos.
A pesar de todas estas sensaciones morales, empecé a darme cuenta de los desperfectos físicos que había sufrido en la breve contienda, y arrastrándome por otros caminos llegué a mi cueva del bosque. A pocos pasos de mí cruzó la nodriza que regresaba a la mansión señorial. Esto era un séptimo motivo de sorpresa. Es decir, ¿que Northmour y sus huéspedes iban a guisar y a hacer todo el servicio mientras la vieja permanecía sola en la ruinosa mansión? Allí tenía que haber una causa de secreto importantísima puesto que tantos sacrificios se hacían para guardarlo.
Embarazado por estos pensamientos llegué a mi primitivo refugio. Para mayor seguridad reconocí las cenizas de mi fuego, y encendí la linterna para examinar la herida del hombro. Era una herida sin importancia, aunque me había hecho perder bastante sangre y la curé lo mejor que pude (el sitio en que estaba me impedía vendarla bien) con algunos trapos empapados en el agua del manantial. Mientras estaba así ocupado mentalmente declaré guerra contra Northmour y su secreto. No soy por naturaleza rencoroso y creo que en mi corazón había más curiosidad que resentimiento, pero lo cierto es que declaré la guerra y por vía de preparación saqué mi revólver, le quité la carga y lo limpié volviéndolo a cargar escrupulosa mente. Después me preocupó mi caballo, si empezara a relinchar, descubriría mi presencia en el bosque, y para evitar esta posible indiscreción resolví desembarazarme de su vecindad y antes de que amaneciera, le conduje por el camino de la aldea de pescadores. 

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

El pabellon de hiedra - Cap. III

De cómo conocí a la que después fue mi esposa

Durante dos días estuve alrededor del pabellón tomando muchas precau-ciones para no ser descubierto; pero a pesar de mis incesantes pesquisas pude averiguar muy poco sobre Northmour o sus misterio-.sos huéspedes.
La vieja nodriza de la mansión señorial renovó las provisiones durante las sombras de la noche. Northmour y su joven huésped salieron a pasear algunas veces una ya juntos otras, separados y encaminándose siempre hacia las arenas pantanosas, sin duda para tener más seguridad de no ser vistos, pues aquella parte de la playa resguardada por grandes montones de arena, no puede verse más que desde el mar.
Para mí, no podía estar el sitio mejor escogido, pues se hallaba situado junto a la más alta y accidentada de las colinas de arena y echándome dentro de un hoyo, podía, sin ser visto, no perder un movimiento de los paseantes.
El hombre alto parecía haber desaparecido; no sólo no salía del pabellón, sino que ni siquiera asomaba su faz a la ventana; o al menos yo no le había visto, pues de día no me acercaba más que a cierta distancia y por la noche, cuando podía aventurarme algo más, las ventanas estaban herméticamente cerradas como si tuvieran que aguantar un sitio. A veces pensaba que el hombre debía estar en cama enfermo, pues recordaba su lenta e insegura marcha, y otras que se debía haber escapado dejando a la joven y a Northmour solos en el pabellón. Esta idea, no sé por qué me era especial-mente desagradable.
Aunque aquella pareja fuera marido y mujer, no me parecían sus relaciones las más cordiales ni denotaban ningún cariño ni confianza. Desde el sitio en que estaba no podía oír su conversación, pero la expresión sombría de él y el aspecto reservado de ella sobre todo, denotaba poca familiaridad o mejor dicho antipatía. La joven marchaba más deprisa cuando iba acompañada por Northmour que cuando paseaba sola, y yo creo que cuando hay inclinación entre un hombre y una mujer, más bien maquinalmente se retarda el paso que se apresura; además siempre marchaba a un metro de distancia de él y llevando la sombrilla como si fuera una barrera entre los dos. Northmour trataba de aproximarse a la joven y ésta se retiraba: de modo que su paseo tenía algo de diagonal, y de haber sido más largo hubiera acabado por encaminarlos a los pantanos. Cuando la proximidad de éstos impedía a la joven retroceder más por aquel lado, cambiaba sin ostentación de sitio dejando a su acompañante entre ella y el mar. Estas maniobras que yo observaba con placer merecían por completo mi aprobación y hacían que me restregara las manos de gusto.
En la mañana del tercer día salió a pasear sola, y con gran sorpresa vi que lloraba sin cesar. Tenía un paso firme y gracioso y su cabeza, bien plantada entre sus hombros, reunía la altivez y la modestia; cada uno de sus pasos era digno de ser admirado y toda ella me parecía la personificación de la belleza y de la dulzura.
El día estaba muy agradable; el viento en calma; el sol brillante; el mar tranquilo; y corría una brisa tan fresca y saludable, que contra su costumbre salió otra vez a paseo, esta vez acompañada por Northmour. No habían dado más que algunos pasos por la playa cuando vi a éste posesionarse de una de sus manos; la joven trató de retirarla lanzando una exclamación que parecía un grito. Yo salté de mi escondite dispuesto a correr en su ayuda, pero con no poca sorpresa mía vi a Northmour quitarse el sombrero e inclinarse como dando disculpas después de soltar la mano. Entonces me paré; intercambiaron otras cuantas palabras y volviéndose a inclinar se separó él dirigiéndose solo al pabellón. Pasó muy cerca de mí y pude observar su rostro pálido (en el que reconocí como obra mía un profundo arañazo cerca de un ojo), sus ojos centelleantes y su mano crispada empuñando su bastón. Por algunos momentos permaneció la joven en el mismo sitio que la había dejado el atrevido galán, mirando hacia la pequeña isla y el brillante mar; después, como quien sacude sus preocupaciones y reúne sus energías, emprendió una marcha rápida y resuelta. Sin duda lo que había pasado le había hecho olvidar todo lo demás, pues se encaminaba en línea recta a las pérfidas arenas pantanosas, y pocos pasos le faltaban ya para que su salvación fuera imposible cuando saliendo yo de mi escondite me precipité en su camino gritándola que se detuviera. Así lo hizo y mirándome sin el menor vestigio de miedo se dirigió a mí como una reina.
Yo estaba descalzo y vestía como un vulgar marinero menos una faja egipcia que rodeaba mi cintura; debió de tomarme al pronto por alguno de los habitantes de la más próxima aldea. En cuanto a mí, cuando la vi de cerca y mirándome firmemente con sus grandes y hermosísimos ojos, me pareció mil veces más bella de lo que hasta entonces había creído.
Ni pude admirar bastante el que una mujer que obra con tanta resolución conserve al mismo tiempo un aire tan dulce y encantadoramente femenino. Esta expresión la ha conservado mi esposa a través de toda su admirable vida; excelente cosa en una mujer y que da más relieve y valor a todas sus acciones.
-¿Por qué me llamáis y qué queréis? -preguntó ella.
-Vais directamente a las arenas pantanosas -contesté.
-¿Quién sois, que a pesar de vuestro traje parecéis un hombre bien educado?
-Creo tener derecho a este nombre -fue mi respuesta- aun con este disfraz.
Pero los ojos de la joven ya habían descubierto mi cinturón.
-¡Oh! -dijo ella. Esa faja os hace traición.
-Habéis pronunciado la palabra traición -repliqué. ¿Queréis no hacerme vos traición? He aparecido en interés suyo, pero si Northmour me descubre en este lugar, puede ocurrirme alguna desgracia.
-¿Sabéis a quién estáis hablando? -preguntó la joven.
-¿Espero que no será a la esposa de Sir Northmour? -pregunté en lugar de responder.
Ella hizo un ademán con la cabeza y continuó observándome con la mayor fijeza.
-Tenéis un rostro franco y honrado, sedlo tanto como vuestro rostro, caballero, y decidme qué deseáis y qué tenéis. ¿Creéis que yo puedo perjudicaron? Mayores son los daños que vos podéis causar-me. Pero no parecéis malo y sin embargo ¿cómo se explica que vos, un caballero, ande haciendo el papel de espía en estos solitarios parajes? Decidme, ¡a quién odiáis?
-Yo no odio a nadie -respondí- y tampoco temo a nadie cara a cara. Mi nombre es Cassilis, Frank Cassilis. Llevo la vida de vagabundo por mi propio placer, y soy uno de los amigos más antiguos de Northmour; y hace tres noches, cuando quise saludarle me dio una puñalada en este hombro que gracias a mi desesperada resistencia no me costó la vida.
-¡Ah! -dijo la dama. ¿Erais vos?
-Por qué ha hecho esto -proseguí como si no hubiera oído la interrupción- no lo sé ni me importa saberlo. No tengo muchos amigos ni soy muy susceptible al sentimiento de la amistad, pero no me dejo arrojar, contra mi voluntad, de ninguna parte. Yo había acampado en estos bosques antes de que él viniera, y en ellos permanezco. Si creéis que mi presencia puede perjudicaras a vos o a los vuestros, el remedio está en vuestra mano. Decidle que estoy acampado en la gruta de la Hemloch Den, y esta noche me podrá asesinar mientras duermo.
Diciendo esto me quité la gorra en señal de despedida y volví, a trepar sobre la colina de arena.
No sé por qué tenía yo en aquel momento la sensación de que se estaba cometiendo una gran injusticia conmigo. Sentía en mí algo de héroe y mucho de mártir. Cuando en realidad no tenía ni una palabra que exponer en mi defensa ni una razón plausible con que explicar mi conducta. Había permanecido en Graden por una curiosidad muy natural, pero de las más vulgares, y aunque también me había obligado a ello un sentimiento creciente y más poderoso, éste no era de los que en aquellos momentos hubiera sido oportuno explayar.
Aquella noche la imagen de la bellísima desconocida no me abandonó un instante. Y aunque su posición y conducta pudiera despertar sospechas, mi corazón no tenía ninguna duda acerca de su inocencia; hubiera apostado mi vida a que ella estaba limpia de culpa, y que aunque todo estaba en el presente oscuro, ya vendría la clave del misterio a demostrar que la parte que ella había tomado en todos estos acontecimientos no sólo era justa sino indispensable. Cierto es, no quiero adular a mi imaginación, que no encontraba explicación posible a sus relaciones con Northmour, pero eso no debilitaba mi convencimiento, que tenía por base el instinto más que la razón, y su imagen fue la última que se borró de mis ojos al cerrarlos el sueño.
A la mañana siguiente, poco más o menos a la misma hora, salió del pabellón sola y tan pronto como las colinas de arena ocultaron la vista del pabellón, se acercó al lugar en que nos vimos el día anterior y me llamó por mi nombre en tono cauteloso. Me sorprendió mucho ver que estaba intensamente pálida y al parecer bajo el dominio de una intensa emoción.
-¡Señor Cassilis! -gritó. ¡Señor Cassilis!
Me apresuré a reunirme con ella y a mi vista su luminosa mirada expresó un sentimiento de íntima satisfacción.
-¡Ah! -exclamó como si el pecho se le hubiera aligerado de una pesada carga, y luego añadió: ¡Gracias a Dios que no os ha sucedido ninguna desgracia! Bien sabía yo que si podíais estaríais aquí.
-¿No es extraño? Tan sabiamente prepara la Naturaleza los cora-zones. Para estos afectos que duran toda la vida, que mi esposa y yo tuvimos el mismo presentimiento al segundo día de conocernos: yo había esperado que ella me buscaría, ella estaba segura de encontrarme.
Prometedme -dijo con rapidez- que no permaneceréis en este sitio. No durmáis más en ese bosque. No sabéis cuánto he sufrido esta noche pensando en vuestro peligro.
-¿Peligro? -pregunté. ¿Qué peligro? ¿El de encontrarme a Northmour?
-No es eso -contestó ella. ¿Habéis podido creer que yo os había de denunciar?
-¿No es eso? -repetí. Entonces ¿cuál? No veo ninguna otra causa que temer.
-No me preguntéis nada -fue su respuesta. No soy libre de poder contestar; pero creedme y marchaos pronto, ¡pronto!, si queréis salvar vuestra vida.
Tratar de inspirar miedo, no es buen sistema para desembara-zarse de un hombre que no sea un cobarde. Mi obstinación no hizo más que aumentar con sus palabras. Determiné el quedarme sin temer nada; y su solicitud por mí no hizo más que robustecer mi determinación.
-No me juzguéis indiscreto, señora -repliqué; pero si Graden es un sitio tan peligroso, quizá vos misma no estéis aquí completamente segura.
La joven me lanzó una mirada de reproche.
-Vos y vuestro padre -iba a continuar pero me interrumpió con angustia.
-¡Mi padre! -repitió. ¿Cómo lo sabéis?
-Os vi juntos la noche del desembarco -contesté y ella pareció tranquilizarse, pero añadí: No temáis nada por mi causa. Veo que tenéis algún motivo para ocultaros y yo os juro que vuestro secreto está tan seguro en mi pecho, como si yo hubiera sido tragado por las arenas de Graden. Hace años que apenas he hablado con alguien, mi caballo es mi único amigo, e incluso ese pobre animal tampoco está a mi lado. Podéis tener plena confianza en mi secreto. Así que, os lo suplico, decidme la verdad, testáis en peligro?
-He oído decir a Sir Northmour que sois un hombre de honor continuó- y lo he creído en cuanto os he visto. Os diré lo que pueda; tenéis razón, estamos aquí en un grande e inmenso peligro y vos lo compartís quedándoos.
-¡Ah! -dije yo. ¿Habéis tenido noticias mías por medio de North-mour?, y ¿han sido favorables?
-Anoche le he hablado de vos diciendo -contestó con alguna vacilación, diciendo que os había conocido hace ya mucho tiempo, y que vos me habíais hablado de él; no es cierto, pero yo no podía contenerme sin preguntar algo, y la verdad hubiera podido perju-dicaros. Hizo muchos elogios de vos.
-Y, permitidme otra pregunta -dije: este peligro ¿es a causa de Northmour?
-¿De Sir Northmour? -contestó ella. ¡Oh no!, al contrario, lo com-parte con nosotros.
-Y ¿por qué queréis que yo me marche? -le dije. Poco me apre-ciáis.
-¿Y por qué habíais de permanecer? -fue la respuesta. Vos no sois amigo nuestro.
No sé lo que me pasó al oír estas palabras, porque desde niño no había sentido ocurrido debilidad igual, pero lo cierto es que tras un extraño escozor se me llenaron los ojos de lágrimas.
-¡No!, ¡no! -exclamó ella vivamente y con voz conmovida, no ha sido mi ánimo el ofendemos.
-Yo soy quien debe de pedir me disculpéis la indiscreción -y con una mirada suplicante le tendí la mano, y ella también, emocionada, se apresuró a darme la suya. Yo la retuve entre las mías clavando mis ojos en los suyos. Ella fue la primera que desprendió su mano y olvidando sus preguntas y sus consejos, sin decir una sola palabra, emprendió precipitadamente su camino de regreso, sin parar ni volver la cabeza hasta que se perdió de vista.
Entonces ya no pude ocultarme que la amaba con toda mi alma y que ella ¡ella! tampoco era indiferente a mi pasión. Muchas veces después me lo ha negado pero siempre sonriendo y ruborizándose. Por mi parte afirmo que nuestras manos no se hubieran unido tan estrechamente si nuestros corazones no hubieran estado iden-tificados.
Poco más sucedió aquella mañana. En la siguiente volvimos a encontrarnos, ella insistió en mi partida y, como me encontró inquebrantable, empezó a preguntar detalles de mi llegada. Le conté por qué series de casualidades había llegado a ser testigo de su desembarco y cómo había resuelto quedarme después, parte por curiosidad acerca de los huéspedes y parte para vengarme del incalificable ataque de Northmour.
En cuanto a lo primero, me temo que exageré algo al darle a entender que desde aquella misma noche me había sentido atraído hacia ella, cuando la vi atravesando la playa. Cuadra a mi sinceridad hacer esta confesión ahora que mi querida esposa está en presencia de Dios y sabe la verdad de todas las cosas. Mientras vivía no me hubiera atrevido a decírselo por temor de causarle un disgusto por pequeño que fuera. Pequeños secretos de esta naturaleza, en una vida matrimonial tan larga y feliz como la nuestra, son como la hoja de rosa que impedía dormirse a la Princesa.
La conversación cambió de giro; y yo le conté muchas cosas acerca de mi nómada y solitaria existencia. Ella hablaba poco y escuchaba con naturalidad de asuntos casi indiferentes, pero ambos estábamos dulcemente conmovidos.
Demasiado pronto llegó el momento en que ella debía marcharse y como por un convenio tácito nos separamos sin darnos la mano, como si entre nosotros no debiera haber vulgares ceremonias.
La siguiente mañana, es decir, al cuarto día de habernos conocido nos reunimos algo más temprano, con mucha más familiaridad, pero también con mayor timidez. Después que ella habló de nuevo de mis peligros (creo que éste era el pretexto para venir) Yo, que durante la noche había preparado muchos temas de conversación, empecé a ponderarle lo mucho que apreciaba su bondadoso interés, afirmándole que nadie se había cuidado nunca de mi vida, ni yo había tenido gusto en contársela a nadie hasta el día anterior. De repente me interrumpió.
-Y sin embargo, si supierais quién soy, no querríais ni siquiera dirigirme la palabra.
La dije que semejante idea era una locura; que a pesar de habernos visto muy poco, me era un ser querido, pero mis protestas en lugar de tranquilizarla aumentaron su desesperación.
-Mi padre -murmuró con voz trémula- ¡es un desterrado!
-¡Querida mía! -exclamé olvidando por primera vez añadir señorita, y ¿a mí qué me importa? Si lo estuviera yo veinte veces ¿cambiaría esto vuestros sentimientos?
-¡Pero la causa -gimió ella, la causa... es la deshonra para nosotros!

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El pabellon de hiedra - Cap. IV

De qué sorprendente manera me enteré de que no estaba solo en el bosque marino de graden

Esta es la historia que mi mujer me explico entre lágrimas y lamentos:
Su nombre era Clara Hudlstone. Me sonó muy bien en los oídos, pero no tanto como el de Clara Cassilis que llevó durante el período más largo y, gracias sean dadas a Dios, más feliz de su vida. Su padre, Bernardo Hudlstone había sido un banquero ocupado en importantes y arriesgados negocios. Desde años atrás, sus asuntos empezaron a marchar mal y para evitar la ruina se lanzó a operaciones dudosas y por último criminales. Todo fue inútil, se halló cada vez más comprometido y por último perdió el honor al mismo tiempo que los postreros recursos de su fortuna. Por esta época Northmour hacía la corte a la hija, con gran asiduidad pero con poco éxito, y sabiéndole en extremo interesado, a él recurrió Bernardo en demanda de ayuda. No era solamente la ruina y la deshonra, la condena legal y sus consecuencias lo que había trastornado la cabeza del desdichado y culpable banquero. Él se hubiera resignado a ir a la cárcel. Pero lo que le aterraba, quitándole el sueño por las noches o causándole horribles pesadillas, era el temor de un atentado personal. Deseaba con ansia sepultarse en un lugar desierto y se apresuró a aceptar el ofrecimiento del yate de Northmour. Puestos de acuerdo, el Conde Rojo los recogió clandestinamente en las costas de Gales, y los depositó en Graden mientras se hacían los preparativos para un viaje más largo. No dudaba Clara que su mano había sido el precio estipulado del viaje. Porque aunque Northmour no se mostraba grosero ni aun descortés con ella, en varias ocasiones había demos-trado algunos atrevimientos de palabra u obra. No necesito encarecer la extremada atención con que escuché ese relato, ni las muchas preguntas que hice en los pasajes que me parecieron más oscuros. Pero fue en vano. Ella no sabía de dónde venía el golpe ni qué es lo que iba a suceder. Los temores bien físicos de su padre, por lo que pude comprender, eran más y producidos por una alteración del celebro. Más de una vez había pensado en rendirse entregándose a las autoridades. Pero abandonó este proyecto convencido de que toda la fuerza de las instituciones de nuestra vieja Inglaterra no bastaría para librarle de sus perseguidores.
Durante los últimos años de su residencia en Londres había tenido muchos negocios con Italia y con italianos establecidos en la Gran Bretaña, y estos últimos, según opinión de Clara, entraban por mucho en sus terrores. Había el exbanquero manifestado el mayor espanto a la vista de un marinero italiano que navegaba en el Conde Rojo y había hecho los más amargos reproches a su dueño por llevarle en su tripulación; pero éste había contestado que Beppo (que así se llamaba el marinero) era un buen muchacho y se podía confiar en él. A pesar de estas afirmaciones el señor Hudlstone no recobró la confianza, asegurando que su muerte era cuestión de días, y que aquel italiano sería seguramente su perdición.
La base de esta historia me pareció una alucinación producida por los disgustos y las penas. El pobre hombre había sufrido grandes pérdidas de intereses en sus negocios de Italia y la vista de cualquier natural de este país bastaba para reverdecer su manía aumentando sus temores.
-Lo que vuestro padre necesita -dije- es un buen médico y muchos calmantes.
-Pero Sir Northmour no ha sufrido penas ni disgustos y también comparte y a veces hasta aumenta sus temores -objeto Clara.
No pude menos que reírme de su inocencia.
-Querida mía -le dije, vos misma me habéis confesado el precio que recibirá Northmour como recompensa del viaje. Ya sabéis que todas las estratagemas son buenas ante el amor, y si Northmour fomenta los terrores de vuestro padre no es porque le tema a ningún hombre sino porque quiere conseguir una mujer.
Ella entonces recordó el ataque de que fui víctima la noche de la llegada y eso efectivamente no pude explicármelo. En resumen; decidimos de común acuerdo que yo partiría para la aldea próxima, leería todos los periódicos y procuraría informarme de si había alguna base para esas continuas alarmas; que nos encontraríamos a la siguiente mañana y que yo le daría cuenta de mis investigaciones. Clara no insistió en mi partida; ni aun trató de disimular que mi proximidad le era agradable y la tranquilizaba, y yo, por mi parte, no la hubiese abandonado aunque me lo hubiese pedido de rodillas.
Antes de las diez de la mañana estaba ya en Graden Wester. Por entonces era yo un excelente andarín, y como ya he dicho la distancia no pasaba de siete millas. La aldea es una de las más pobres de la costa, lo que ya es mucho decir. En una hondonada está la iglesia que por un lado cae sobre las rocas en donde se han destrozado tantas barcas en los días de tempestad. Tres viejas casas de piedra forman con la iglesia la plaza del pueblo, dos calles en que campean con notable desigualdad varias casitas pobres y bajas componen el lugar y en la esquina de una de estas calles que va a la plaza está situada una miserable taberna por vía de casino del pueblo.
Me había vestido de un modo algo más adecuado a mi posición social y mi primera visita fue para el Pastor en su casita inmediata al cementerio. Me conoció en seguida, aunque hacía nueve años que no nos veíamos. Le expliqué primero la vida solitaria y aislada que había llevado; y, cuando le pedí el favor de darme algunos periódicos para ponerme al corriente de las noticias, se apresuró a alargarme un paquete conteniendo todos los números, desde un mes atrás hasta la fecha. Después de darle las gracias y despedirme, me instalé en la taberna y pidiendo un almuerzo me dediqué a estudiar «La quiebra de Hudlstone».
Según se desprendía de las columnas del diario el caso era flagrante. Miles de personas habían quedado arruinadas; y un sujeto se había saltado la tapa de los sesos al anunciarse la suspensión de pagos. Yo mismo me sorprendí al ver que, a pesar de estos detalles, continuaba teniendo más lástima del señor Hudlstone que de sus víctimas; tal era ya la influencia de mi amor por su hija. Natural-mente se había puesto precio a la prisión del banquero; y, como el caso era extraordinario y la opinión pública se mostraba indignada, se ofreció la elevada suma de 750 libras esterlinas por su captura. También se decía que el fugado llevaba en su poder cuantiosas cantidades. Un día había sido visto en España; al siguiente se afirmaba que vivía en una finca entre Manchester y Liverpool; después se le supuso en los montes de Gales y, por último, un telegrama anunció su llegada a Cuba. En todo esto no había ni una palabra de italianos ni la menor señal de misteriosa conjuración.
En el último número, sin embargo, encontré algo que no estaba muy claro. Los encargados de liquidar la quiebra habían encontrado las trazas de una importantísima suma, que figuró algún tiempo en las transacciones de la firma Bernardo Hudlstone que había desapa-recido de un modo misterioso sin justificar y en qué había sido invertido. El rumor público asociaba el nombre de un personaje de la familia real con la imposición de esta suma. «El cobarde estafador -decía textualmente el diario citado- debió fugarse llevando consigo la cantidad cuyo paradero no había sido justificado».
Estaba aún meditando sobre los múltiples incidentes de la ruidosa quiebra, cuando entró un individuo en la taberna y pidió pan y queso con marcado acento extranjero.
-Siete Italiano? -pregunté yo.
-Si, Signore -fue la respuesta.
Le dije que sería muy difícil que en aquellas regiones lograra encontrar algún compatriota; pero él se encogió de hombros, replicando que el hombre debe de ir a todas partes, a buscar trabajo. ¿Qué trabajo podía buscar en Graden? Me era imposible hallar satisfactoria contestación. El incidente me causó una impresión de desagrado; y mientras el tabernero me hacía el cambio, o de una moneda, le pregunté si había visto algún otro italiano. Me contestó que había visto a varios noruegos procedentes de un naufragio en las costas de Graden Wester.
-No es eso -le dije yo; pregunto si habéis visto algún italiano así como el que ha comprado el pan y el queso.
-¿Qué decís? -exclamó el buen escocés. ¿Ese demonio negro con los dientes blancos es un italiano? Pues es el primero que veo y puede que con la ayuda de Dios sea el último. Mientras hablábamos eché una mirada a la calle para ver por dónde iba el truhán y le vi a unos treinta metros de distancia en animada conversación con otros dos individuos, cuyas hermosas facciones, oscuro color y grandes sombreros de fieltro los delataban como pertenecientes a la misma nacionalidad. Todos los chiquillos de la aldea los rodeaban divirtién-dose mucho con sus figuras exóticas e incomprensible lenguaje. Aquel trío tenía un aspecto demasiado extranjero en aquella pobre callecita escocesa y bajo el cielo gris que la cubría, y confieso que en aquel momento mi incredulidad sufrió un golpe del que salió muy mal parada, pues aunque procuraba razonar con calma, la verdad es que empecé a contagiarme con el terror al italiano.
Empezaba anochecer, cuando después de haber devuelto los periódicos en la Rectoría, emprendí el camino de regreso a casa, si tal nombre puedo dar a mi refugio de las peñas. Nunca olvidaré este camino. El tiempo se puso frío y lúgubre. El viento silbaba entre los árboles. La lluvia empezó a caer menuda, fría y continua; y un inmenso penacho de nubes, negras y apretadas, empezó a levantarse sobre el mar.
Será imposible imaginar una tarde más siniestra, y quizás a causa de estas influencias exteriores o porque mis nervios estuvieran excitados por lo que habían visto y oído, ello es que mis pensamientos estaban tan sombríos como la tarde.
Las ventanas superiores del pabellón dominaban un considerable espacio lleno de hiedra y liquen en dirección a Graden Wester. Para evitar el ser visto, había que bajar a la playa y oculto por las colinas de arena dar la vuelta al pabellón y por el otro lado de éste alcanzar el lindero del bosque. La luz iba siendo escasa, la marea baja dejaba casi al descubierto las pérfidas arenas pantanosas, y yo caminaba despacio, perdido en pensamientos que no tenían nada de alegres, cuando me quedé sorprendido el ver huellas humanas sobre la playa, que seguían paralelas mi camino. Cuando me incliné a examinarlas de cerca, vi en seguida por su tamaño y la ordinariez de su forma, que no pertenecían a ninguno de los moradores del pabellón. Y además de eso, la irregularidad de los pasos y lo mucho que éstos se habían acercado a los sitios más peligrosos, demostraban que un extranjero había estado por allí.
Paso a paso seguí las huellas hasta que me convencí de que éstas acababan en las terribles arenas: era evidente que el temerario o el ignorante había perecido en el pantano. El sol, que había conseguido con esfuerzo, lanzar su último rayo a través de las nubes, coloreó de una púrpura sangrienta el eterno amarillo de las arenas. Permanecí mucho tiempo mirando aquellos sitios por los que mi conciencia me decía que había pasado la muerte.
Mi pensamiento se empeñaba en reconstruir la escena, en pensar cuánto tiempo había durado la tragedia y en, si los gritos del desgraciado habían sido oídos en el pabellón. Estaba a punto de hacer un esfuerzo y retirarme, cuando una ráfaga de viento más fuerte que las anteriores, trajo a poca distancia un sombrero de flexible fieltro, con anchas alas y forma un poco cónica como los que yo había visto sobre las cabezas de los italianos.
Creo, aunque no estoy seguro, que grité. El viento hacía revolo-tear el sombrero; y yo con dificultades logré alcanzarlo; lo cogí con el interés que se puede imaginar. Demostraba haber prestado algunos servicios pero estaba menos usado que los que yo había visto aquel día. El forro era rojo y llevaba la marca de la tienda, el nombre lo he olvidado, y el sitio de la manufactura era Venedig. Este es el nombre que los germanos dan a la hermosa ciudad de Venecia.
El golpe fue decisivo. Empecé a ver italianos por todas partes y por primera vez en mi vida (también puedo decir que por última) fui presa de un gran pánico. Personalmente no tenía nada que temer; y, sin embargo, a mí mismo me confesaba que tenía miedo, y no sin repugnancia imposible de ocultar, regresé a mi solitario albergue en los bosques marinos.
Comí un poco de sopa que me había guardado del día anterior pues no quería hacer fuego, y al encontrarme más tranquilo y muy cansado, procuré alejar todos estos motivos de preocupación y me eché a dormir con relativa tranquilidad.
No sé exactamente cuánto duró mi sueño, pero lo cierto es que me despertó una luz muy viva y cerca de mis ojos. Desperté sobresaltado y me levanté sobre las rodillas; pero la luz había desaparecido tan rápidamente como apareció, y como la mar bramaba como si fuera descargas de artillería y el viento rugía desencadenado, estos potentes ruidos ahogaban todos los otros.
Transcurrieron uno o dos minutos antes de que yo recobrara por completo el dominio de mi mismo; a no ser por circunstancias hubiera creído despertar de una nueva forma de pesadilla. Primero el trozo de lona con que yo cerraba la entrada de mi cueva y que había dejado bien cerrado cuando me acosté, colgaba medio desprendido; y después podía aún percibir un olor a metal caliente y a aceite, que no tenía nada que ver con las alucinaciones y que era la prueba evidente de que allí había estado alguien con una linterna. Conclusión de todo esto, que había sido despertado por alguien que me había puesto una linterna ante los ojos; que aquello no fue más que un relámpago, y que en cuanto vieron mi rostro habían huido. Al preguntarme a mí mismo el motivo de esta extraña conducta, la contestación no se hizo esperar; el hombre, quien quiera que fuera, me había tomado por otro. Pero quedaba una cuestión por resolver y a ésa temía encontrarle la solución. Si hubiera sido yo la persona que buscaba, ¿qué hubiera hecho?
Cesé de temer por mí mismo y adquirí el convencimiento de algún grave peligro amenazaba a los huéspedes del pabellón. Se necesitaba algún valor para lanzarse en medio de tales circunstancias, y en semejante noche en medio de la espesura que rodeaba mi cueva; pero no vacilé ni un momento y me lancé a los campos de hiedra y liquen, empapado en agua, batido por el viento y temiendo a cada momento apoyar mi mano sobre el cuerpo de un adversario desconocido.
La oscuridad era tan completa que podía haber estado rodeado de un ejército sin darme cuenta de ello, y el estruendo del huracán era tan horrísono, que mis oídos resultaban tan inútiles como mis ojos. El resto de la noche lo pasé patrullando en torno del pabellón, pero sin encontrar alma viviente ni oír más que el concierto del mar, de la lluvia y del viento.
Una luz que se filtraba por una rendija de la ventana del piso de arriba me hizo compañía casi hasta la aurora.

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El pabellon de hiedra - Cap. V

Explica una entrevista entre arthmour, clara y yo

Con las primeras luces de la mañana me di­rigí a mi lugar habitual entre las montañas de arena para esperar a mi ya adorada Clara.
La mañana era fría, gris y melancólica. El viento que se había calmado poco antes de la salida del sol, volvió a soplar en violentas ráfa­gas, y la lluvia caía sin misericordia. Tanto en aquella desolada playa como en los campos de liquen no se veía alma viviente, y, sin embargo, tenía la sensación de que la vecindad estaba poblada de enemigos. La luz que me había despertado súbitamente y el sombre-.ro encon­trado en la playa eran dos señales del peligro que rodeaba a Clara y a todos los habitantes del pabellón.
Serían poco más de las siete y media, cuando se abrió la puerta y vi a aquella figura adorada adelantarse en medio de la lluvia. Yo la estaba esperando en la playa antes de que ella cruzara las colinas de arena.
-¡Me ha costado tanto poder venir! -dijo ella­. No querían dejarme salir lloviendo.
-¡Clara! -la dije. ¿No tenéis miedo?
-No -contestó con una sencillez que me llenó de confianza; porque mi esposa fue la más va­liente, al mismo tiempo que la mejor de las mu­jeres. No siempre van estas dos condiciones unidas, pero ella las reunió como nadie. Le ex­pliqué cuanto había sucedido y aunque sus mejillas palidecieron visiblemente, permaneció por completo dueña de sí misma.
-Ahora os lo puedo decir -repuse. No es a mí a quien buscaban, pues si así hubiera sido, me hubieran matado esta noche.
Ella apoyando su mano en mi brazo acabó la frase diciendo:
-Y yo no había tenido ningún presentimien­to.
Su tono llenó mi corazón de alegría, y a pe­sar de que no nos habíamos dicho una palabra de amor, yo me sentía inmensamente feliz en estar y conversar con ella. Ahora que la he per­dido y que yo he de acabar mi peregrinación solo, es mi única alegría el recordar nuestros amores y la honrada y durable afección que nos ha unido.
No sé el tiempo que hubiéramos prolongado nuestro coloquio pues a los enamorados se les pasa el tiempo de prisa, a no ser por una carca­jada que resonó a nuestro lado y que nos sacó bruscamente de nuestro éxtasis. No era una explosión de alegría; parecía más bien un des­ahogo de amargos sentimientos. Los dos nos volvimos y a pocos pasos de nosotros estaba Northmour, con las manos a la espalda, más blanco que el cuello de su camisa y con las na­rices dilatadas por la rabia.
-¡Ah! ¡Cassilis! -dijo en cuanto vio mi rostro.
-El mismo -respondí, porque no me alteré lo más mínimo.
-¿Es decir, señorita Hudlstone -dijo en voz baja y silbando las palabras al salir de entre sus apretados dientes, que es así como cumplís vuestra palabra a vuestro padre y a mí? ¿Es este el valor que dais a la vida de vuestro padre? Y ¿tan enamorada estáis de este caballero que por él lo arriesgáis todo?
-¡Señorita Hudlstone! -empecé yo a decir, pero él me interrumpió brutal-mente diciendo:
-¡Callad! Hablo con esta joven.
-¡Esta joven es mi esposa! -dije yo con alti­vez, y ella para afirmarlo se acercó un paso a mí.
-¿Vuestra qué? -dijo él. ¡Mentira!
-Northmour -le dije; todos sabemos que te­néis muy mal carácter, y yo soy el hombre me­nos a propósito para irritarme por palabras inútiles. Por tanto, os propongo que bajéis la voz, porque estoy convencido de que no esta­mos solos. Dirigió una mirada a su alrededor; y era evidente que mi serenidad le había calmado un poco. Yo no dije más que una palabra en explicación de las anterio-res:
-¡Italianos!
Lanzó un juramento redondo, y su mirada pasó sucesivamente de uno a otro.
-El señor Cassilis -dijo Clara, sabe tanto co­mo yo.
-Lo que yo necesito saber -dijo con violencia- es de dónde viene el señor Cassilis aquí, y qué demonios tiene que hacer aquí. Habéis dicho que estáis casado y yo no lo creo; y si lo estáis, ya veréis que pronto las arenas pantanosas pronuncian el divorcio. Ya recordaréis, Cassilis, que a cuatro minutos y medio, tengo ese ce­menterio particular para los amigos.
-Puede que no haya sido tan rápido para ese Italiano -dije yo.
Me miró durante unos instantes, y después me preguntó con relativa cortesía qué es lo que quería decir, añadiendo:
-Me lleváis mucha ventaja en sangre fría, Cassilis.
Me apresuré a satisfacer su curiosidad, y le conté cuanto había sucedido; él escuchó con profunda atención, lanzando algunas interjec­ciones, mientras referí cómo había venido a Graden, y que era yo a quien había querido asesinar la noche de su llegada y por último cuanto sabía acerca de los italianos.
-¡Bueno! -dijo cuando hube terminado. Ya están aquí por fin, en eso no hay duda; y ahora puedo preguntaros: ¿qué es lo que vos propo­néis?
-Propongo quedarme a vuestro lado y ayu­daros en lo que pueda -contesté.
-Sois un valiente -dijo con peculiar entona­ción.
-No acostumbro a tener miedo -contesté.
-Pero ¿he de entender -preguntó- que estáis casados? Y ¿os atrevéis a decirlo delante de mi cara señorita Hudlstone?
-No lo estamos aún -respondió Clara, pero lo estaremos lo más pronto posible.
-¡Bravo! -gritó Northmour. ¿Y el trato? Aquí podemos hablar con franqueza. ¿Y el trato? Bien sabéis mejor que nadie lo amenazada que está la vida de vuestro padre, no tengo más que hacer que meterme las manos en los bolsillos y antes de la noche ya no existirá.
-Verdad es, señor Northmour -dijo Clara con gran entereza, pero eso es lo que no llevaréis a efecto. Hicisteis un trato indigno de un caballe­ro, pero, como sois caballero, a pesar de todo, no desampararéis a un hombre a quien habéis empezado a ayudar.
-¡Ah! -exclamó él. ¿Creéis que voy a dar mi yate por nada? ¿Pensáis quizá que voy a arries­gar mi libertad y mi vida por amor al prójimo? ¿O que tal vez llegaré a ser testigo de la boda? Bueno -dijo después con una extraña sonrisa, puede, que no estéis del todo equivocada; pero preguntad a Cassilis; él me conoce, ¿soy yo un hombre bueno?
-Sin necesidad de preguntar a nadie -dijo Clara- ya sé yo también que habláis muchas veces de una manera imprudente y sin pensar lo que decís, pero al mismo tiempo sé que sois un caballero y que yo no os tengo el menor miedo.
Northmour la miró con aire de admirativa aprobación. Después volviéndose a mí dijo:
-¿Habéis creído que yo os la voy a ceder sin pelear, Frank? La próxima vez lucharemos.
-Y será la tercera -interrumpí sonriendo.
-¡Ay, es verdad! -contestó. Ya lo había olvi­dado, pero a la tercera va la vencida.
-La tercera vez quizás traigáis a la tripula­ción del Conde Rojo para que os ayude.
-¿Oís esto? -preguntó volviéndose a Clara.
-Oigo -dijo ésta- a dos hombres que hablan como cobardes. Me despreciaría a mí misma si pensara o hablara así; y, como ninguno de los dos cree lo que dice, la cosa resulta doblemente tonta y ridícula.
-¡Es un demonio! -exclamó Northmour, pe­ro no es todavía señora Cassilis, y no digo más. Entonces me sorprendió Clara.
-Os dejo. Mi padre ya ha estado bastante so­lo. Pero acordaos bien de lo que digo. Tenéis que ser amigos, porque los dos sois míos.
Después me explicó el motivo de tal deter­minación; comprendió que mientras estuviera allí, continuaríamos regañando, y tenía razón, pues en cuanto se fue nos sentimos los dos más confidenciales.
Northmour la siguió con la vista, mientras cruzaba la playa.
-¡No hay otra mujer como ella en el mundo! -exclamó. ¡Qué valiente!
Yo quise aclarar la situación en seguida.
-Oíd, Northmour -dije, estamos todos en una situación compro-metida ¿no es cierto?
-Muy cierto, Frank -contestó mirándome de frente. Todos llevamos un trozo de infierno pendiente sobre nuestras cabezas. Podéis creerme o no, pero temo perder esta malhadada vida.
-Decidme una cosa -pregunté: ¿qué hay de verdad en eso de los italianos? ¿Y qué es lo que quieren de ese pobre hombre?
-¿No lo sabéis? -exclamó: pues, ese viejo es­tafador poseía en depósito los fondos de la so­ciedad de Carbonarlos doscientas ochenta mil libras- que naturalmente arriesgó y perdió. Con ese dinero tenían que haber hecho una revolu­ción en Padua o el Tridentino y como la revolución no se ha podido llevar a cabo, todos estos pillos se han dedicado a la caza de Hudlstone y podremos darnos por muy contentos si salva­mos el pellejo.
-¡Los Carbonarlos! -exclamé. ¡Dios le ayude!
-Amén -respondió Northmour. Ahora aten­ded, convengo en que nuestra situación es muy comprometida y francamente me alegro de vuestra ayuda. Si no logro salvar al viejo, quie­ro al menos salvar a la chica. Venid y permane­ced con nosotros en el pabellón, y aquí tenéis mi mano en prueba de que seré vuestro amigo hasta que hayamos logrado salvar al viejo o que se haya muerto. Pero una vez concluido ese asunto -añadió, volveremos a ser rivales y en­tonces a quien más pueda.
-Acepto -dije estrechándole la mano.
-Y ahora retirémonos al fuerte -dijo mi ami­go y empezó a guiarme por el camino a través de la lluvia.

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