En
esto estaba cuando el tren se detuvo porque había llegado a una
estación, y a pocos segundos se abrió la portezuela del lado
opuesto al que ocupaba Nicolás, dejando paso a un bulto negro.
Era
una monja. Nicolás, al ver que alguien subía, se había sentado en
un rincón, sumido en la sombra, porque la oscura luz del techo
agonizaba y no tenía fuerza para alumbrar los extremos del coche.
-Aquí,
que no hay nadie, en este reservado -le habían dicho a la monja; y
allí había entrado. Ya había emprendido la marcha el tren, cuando
ella notó, acostumbrada a aquella media oscuridad, que en el rincón
opuesto había un bulto humano. «Será una mujer», pensó, porque
creía ir en un reservado de señoras. Llevaba la cara descubierta;
era joven, blanca, con grandes rosas en las mejillas; los ojos
pardos, rasgados, de pestañas largas en onda, de mirada inquieta y
sincera. Miraba con fijeza a la oscuridad para descubrir las
facciones de la que suponía mujer. Sin saberlo ella, sus ojos se
clavaban en los de Serrano, otra vez acurrucado, encogido. Comprendía
él que aquella religiosa, no sabía de qué profesión, se creía
sola en compañía de otra hembra. Le pareció lo más adecuado al
filósofo hacerse invisible hasta cuando pudiera, y, además,
fingirse dormido. Cerró los ojos, pero no tanto que no siguiera
viendo entre pestañas a la monja. Ésta, a cada momento más
preocupada, tenía constantemente la cabeza vuelta hacia el rincón
oscuro de Serrano, y fijos en él los ojos muy abiertos. «Sí -iba
pensando-; de seguro es una señora. Pero no importa; no debí de
todas maneras consentir en venir sola, aunque sea por tan pocos
minutos y en un reservado. Por algo no nos dejan viajar solas. El
lance, sin embargo, es apurado. En fin, no será un ladrón ni un
libertino disfrazado de señora. Si la hubiera visto al entrar, le
hubiese dado las buenas noches, y por su voz, al contestarme, hubiese
conocido lo que era. Ahora ya no es tiempo.»
Serrano
permanecía inmóvil. La delicadeza consistía, en aquella ocasión,
en imitar lo mejor posible la ausencia. «Si me ve esa buena mujer se
va a asustar; debe de creerse en un reservado; la han metido aquí
por equivocación.» El caso era que en aquella inmovilidad del
cuerpo había una especie de influjo magnético que le paraba el
pensamiento en una idea fija e insignificante: la presencia de
aquella mujer. También la mirada se le paró, clavándose en la
estrella, que parecía volar; y, como ya le había pasado muchas
veces, aquella fijeza de la vista en un solo astro le produjo un
efecto que sólo le había asustado la primera vez que lo
experimentara; las demás estrellas se fueron borrando, todo se
convirtió, cielo, tierra y hasta el coche de primera en que iba, en
un círculo de negras tinieblas alrededor del astro luminoso; la
estrella volandera, ahora quieta, fue enrojeciendo; después, se
turbó la luz, palideció y desapareció también. Al llegar a este
punto otras veces, Nicolás solía sacudir la cabeza, un poco
temeroso de accidentes nerviosos desconocidos; pero ahora, en vez de
moverse por volver a la visión plena, se dejó abismar en aquella
especie de hipnotismo visual provocado por él mismo; se dejó
alucinar, y se quedó dormido.
Al
despertar, el sueño le pareció breve, pero muy profundo. De repente
se acordó de la monja, y como si mientras dormía hubiera trabajado
su cerebro sobre un pensamiento que le llevara a una terminante
conclusión, esta idea estalló en su cabeza: «Esa monja no era
real; era una visión, era Santa Teresa..., y no está ahí.» Poco
dueño de su valor todavía, con la voluntad medio dormida, Serrano
volvió los ojos con terror al rincón de la monja... En efecto,
había desaparecido.
Sintió
debajo de la piel el latigazo de un escalofrío de que le dio
vergüenza. Se frotó los ojos, se puso en pie apoyándose en la vara
de hierro de la red, y pensó un momento en pedir socorro, no sabía
cómo. No tenía miedo a lo sobrenatural, sino a su cerebro. «¿Estaré
malo? ¿Habrá sido una alucinación? Pero eso sería... terrible,
porque la fuerza de la realidad con que vi a esa monja... ¿Será así
la alucinación, tan viva, tan fuerte, tan engañadora? De lo que
estoy seguro es de que no hemos parado en ninguna estación. Ni ha
habido tiempo, ni yo habría dejado de sentir, como siempre siento,
que el tren se detenía.» Rara vez, por muy dormido que estuviera,
dejaba de notar, entre sueños, que el movimiento del tren había
cesado; sobre todo, ahora tenía la conciencia clara, evidente, no
sabía por qué, de que no había parado el tren en estación alguna
mientras él dormía. Consultó el reloj y, en efecto, eran muy pocos
minutos los transcurridos desde la última vez que le había mirado,
poco antes, al entrar la monja.
En
aquel instante cesó la marcha. La estación era aquélla. ¡Absurdo
parece que en tan poco tiempo hubieran pasado dos estaciones!
El
demonio del miedo le sugirió otra idea. Acordóse del nombre de la
última estación que él había oído anunciar. Lo recordó,
consultó la Guía..., y aquélla a que ahora llegaba era la
siguiente.
Como
en lo sobrenatural no había que creer, era preciso admitir que había
tenido una visión, es decir, que él, que creía los nervios tan
calmados con la vida medio animal que había hecho durante gran parte
de sus viajes, se encontraba peor que nunca, con la revelación
instantánea de un síntoma de muy mal género.
Pero...
también le avergonzaba el miedo a la enfermedad. Además, ¿no podía
haber estado allí, en efecto aquella monja y haberse marchado?
¿Cómo? ¿Cuándo? Cuando yo dormía. Pero, ¿cómo? El tren volaba.
Fue una alucinación..., no cabe duda.
Como
en los tiempos, de triste recordación, de sus aprensiones de locura,
clase de manía tan dolorosa como cualquiera, sintió con espanto,
dentro de la cabeza una cascada de ideas extrañas, como engendradas
por el pánico; y recurrió, para librarse del tormento, a lo que él
llamaba la fuga de la razón y el sálvese quien pueda de las ideas.
Abrió la ventanilla, miró a la oscuridad y al cielo estrellado,
pero tembló de frío y de miedo mezclados; temió ver vagar en el
aire la imagen que antes se había sentado en aquel rincón del
coche. Volvió a cerrar, y como viese su libro de apuntes abierto a
su lado, a él recurrió y se puso a escribir con ansia febril,
huyendo, huyendo de las aprensiones. Y resultó lo apuntado una serie
de diatribas en estilo conciso, nervioso, contra el milagro, la
superstición, las ciencias ocultas, el misterio y las pretensiones
científicas del hipnotismo moderno. «Tal vez -decía uno de los
últimos párrafos- las conquistas de la moderna fisiología y de las
ciencias afines son una superstición más.» «Comte -decía más
adelante- habló de la edad teológica, de la edad metafísica y de
la edad positiva. Lo que debió decir fue: primero hubo la
superchería teológica, después la superchería metafísica y
después la superchería científica. Todo lo maravilloso es obra de
un Simón Mago. En tiempo de Cristo, el milagro era la patente del
profeta; hoy, en vez de resucitar a Lázaro, le revolvemos las
entrañas para asegurar nuevas supercherías.» Nicolás Serrano se
enfrascó en sus desahogos de lápiz sin creer él mismo en lo que
escribía, como con entusiasmo de enfermo que toma una ducha. Un
cuarto de hora después estaba algo más tranquilo. El sueño volvió
a invadirle como las sombras de la noche, y la última sensación de
que se dio cuenta fue que el libro de Memorias se le caía de las
manos sobre el calorífero. Pero no; también sintió, al dormirse,
que volvía a pararse el tren.
Lo
que ya no pudo notar fue que la portezuela por donde había entrado
poco antes una monja se abría para dar paso a una dama vestida de
negro y cubierta con manto largo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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