¡RAFAEL
CALVO Y EL TEATRO ESPAÑOL! Ambiciosillo es el rótulo, y ya por eso
no me gusta; pero el editor opina que parecerá bien en la cubierta
del folleto, y ahí se queda.
Si
Cañete, sin dejar de serlo del todo, fuese además un Fígaro... de
estos tiempos; o si Balart, siendo quien es, quisiera escribir, buen
libro podrían hacer bajo el título de este humilde opúsculo.
Opúsculo
predominantemente
lírico,
como decían en el Ateneo
en
mis tiempos; quiero decir, que no se debe esperar de este trabajillo
más que unas cuantas observaciones, y tal vez un poco de
sentimiento, todo ello original y en prosa, sin aparato épico-fúnebre
y sin que
se pretenda representar el luto nacional impersonalmente.
Declaro
que pido y reclamo la libertad que tienen los pintores y los poetas
de tomar por donde me convenga y como yo crea que está mejor. A esto
llamo ser lírico, añadiendo que en el ajo también entra, es claro,
lo de hablar del yo
satánico siempre que se necesite. El hablar de nos,
como los Obispos, y fingir que damos
mucha
importancia a todo lo que no
somos nosotros
mismos, y que nos
importa
un rábano del humilde individuo que llevamos dentro del cuerpo,
déjolo para los hipócritas; y no admito que, a no ser cuando se
trate de contar cuentos o cosas por el estilo, esté bien y sea
natural que quien habla o escribe procure dar a entender, así, como
que él no es nadie, y por tal se tiene.
Yo
quiero decirte algo, lector noble, franco y leal, del pobre Rafael
Calvo, el cómico lírico por excelencia: el que siempre, al hablar
en las tablas, hablaba
de sí;
era él mismo, esto es, un poeta lleno de fuego y música, que cuando
interpretaba a otro poeta, redoblaba el encanto del arte, y cuando
interpretaba a un majadero objetivo-subjetivo,
a un poetastro de bastidores, desentonaba,
prestando su instrumento de oro a los graznidos del ánade. No
faltará quien piense que para tal asunto fuera mejor emplear otro
lenguaje y estilo y forma desde el principio, y comenzar como suelen
las elegías clásicas, o imitando alguna oración fúnebre de
Bossuet, una de esas en que se trae el dolor y su expresión retórica
preparados de casa. Tal quintanista
habrá
que vería con buenos ojos que yo ahora hiciese como que no sabía
por dónde andaba, de puro aturdido por el dolor; y hasta le
parecería de perlas que asegurase que Calvo no había muerto, no,
porque los
hombres como Calvo no mueren.
Sí;
ha muerto, sí. Los hombres como Calvo son los que mueren; es decir,
morir, mueren todos; pero los que valen mucho, los pocos que valen,
parece que mueren más, porque a los otros no se les echa de menos.
Esa
figurilla de que los hombres eminentes no mueren, debiera recogerse,
porque es, no sólo cursi, sino falsa como ella sola; lo que quiere
decir es contrario a lo que sentimos. ¡Que no mueren los hombres
ilustres! ¡Si justamente el mundo no va siendo más que un gran
cementerio de hombres ilustres! Tú, lector, que piensas y sientes y
vives acompañado en tu espíritu de ideas grandes y grandes nombres,
¿qué ves dentro de ti? Desengaños, que son cadáveres de
ilusiones, y nombres de ilustres difuntos; epitafios de ideas y de
encarnaciones de ideas. Que se mueran unos cuantos sesentones y
cincuentones, y no quedaremos más que anónimos, carne para la fosa
común. Sí: ¡los
hombres eminentes se mueren!
¡Las ideas
eminentes se
mueren también! Dios, la idea de las ideas, quieren matarla. Quieren
matar a Dios como idea y como personaje. El mismo Jesús, el dulce
nombre de Jesús, peligra más que el Papa. En Jesús hay muchos que
no creen, y el Papado lo respetan todos, todos le reconocen vigorosa
vida, máxime si es cierto que Bismarck le apoya. Sí: el mundo va
por esos caminos; habrá tiempos acaso en que haya Papas y no haya
Dioses. A los pocos meses de perecer Cristo en la Cruz ya andaba su
pariente Santiago, con la mejor intención del mundo, queriendo
echarla a perder su obra inmortal; y lo que el hermano o primo del
Señor quería, lo hacen los Pontífices modernos a las mil
maravillas. Mueren los grandes hombres, mueren las grandes ideas, y
quedan los hombres pequeños, los Pontífices, y las míseras
preocupaciones. Hay muchos que ven la esencia de la democracia en el
descrédito o en la muerte de los hombres eminentes. Lo que no le
perdonan a Castelar los distinguidos políticos Sres. X. Y. Z., es el
genio. «¡Sea usted hisopo y hablaremos!...» Ya, ya se morirá
Castelar también, y los otros pocos que valen; ya nos quedaremos
solos nosotros, las consecuentes medianías y nulidades, y entonces
habrá una democracia
verdad,
y serán notables a sus anchas el desfachatado abogadete D. Fulano,
asombro de su pueblo, y el periodista Mengano, que se dedica a
cáustico,
debiendo ser estanquero,
como
el Vecino
de enfrente, de
Blasco...
¿Que
no se mueren los hombres eminentes? ¡Ay, si mueren! Bien se conoce
en que, para el mundo, callan, y dejan que suba la ola de la opaca
medianía egoísta, sórdida, hinchada por la vanidad; ola que todo
lo invade y llena con su garrulería los oídos y los cerebros. En
vano gritan desde el fondo de la historia los grandes hombres con sus
hechos, o con sus cánticos, o con sus discursos, o con sus libros;
nadie lee la historia, nadie escucha a los muertos. Para
el mundo, los muertos callan...
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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