Cuando doña Maura Bujía, viuda de Pez, vio incrustarse en el marco
de la puerta a aquel vejete de piernas trémulas y desdentada boca,
apoyado en un imponente bastón de caña de Indias con borlas y puño
de oro, no pudo creer que tenía en su presencia al novio de sus
juventudes, al que, por ser pobre, no se había casado con ella.
Cierto que el novio, Pánfilo Trigueros, ya no era niño entonces; y
ahora, mientras doña Maura llevaba divinamente sus cincuenta y
nueve, activa y ágil y todavía frescachona, con el pescuezo
satinado aún y los ojos vivos, don Pánfilo se rendía al peso de
los setenta y cuatro, tan atropelladito, que doña Maura se precipitó
a ofrecerle el sillón de gutarpercha.
-Y luego dicen que no se hacen viejos los hombres -pensó, risueña,
mientras le daba mil bienvenidas. ¡Ya sabía ella su llegada, ya!
¡Y que traía un capitalazo, montes y morenas!
-Eso sí, laus Deo -silbó y salivó don Pánfilo al través
de sus despobladas encías-. No nos ha ido mal del todo... De aquí
me echasteis por desnudo..., y vuelvo vestido y calzado y con gabán
de pieles...
Doña Maura, abriendo el ojo a pesar suyo, cogió una silla y se
acomodó cerquita del anciano. Tan rara vez entraban compradores en
aquella tienda de pasamanería y cordonería, que no se perjudicaba
la dueña recibiendo tertulia.
-¿Conque mucha suerte? ¿Era verdad que había depositado en la
sucursal del Banco un millón de pesetas?
Como la vanidad es el más tenaz y constante de los sentimientos
humanos, en las pupilas del viejo lució una vivísima chispa de
satisfacción, y su rostro demacrado se coloreó. No, no había que
exagerar: el millón de pesetas precisamente, no; pero, vamos, se le
acercaba, se le acercaba... ¡Se le acercaba! El corazón de doña
Maura palpitó como no había palpitado antaño en las pláticas
amorosas ni en los idilios conyugales... ¡Cerca de un millón de
pesetas, Virgen Santísima de la Guía! ¿Cómo se puede reunir tanto
dinero? ¡Qué de cosas se hacen con él! ¡Qué existencia ancha,
fácil, deliciosa, representaban esos cuatro millones de reales! Toda
su vida había lidiado doña Maura con la escasez... Siempre
prisionera en el tenducho, echando cuentas y más cuentas; siempre
trabajando, para no salir de una estrechez sórdida. Apuros y más
apuros: el cesto de la plaza medio vacío o lleno de porquerías,
cabezas de merluza y pescado de gatos; la cuenta del panadero,
encima; la del zapatero amenazando... Entornando los ojos, veía una
despensa atestada de cosas buenas -doña Maura pecaba de golosa-,
conservas y dulces a porrillo, aparadores repletos de loza, armarios
abarrotados de sábanas y ropa blanca en hoja todavía... ¡No más
zurcir medias, no más remendar trapos! Hasta fantaseó la blandura
fofa de los almohadones de un coche... ¡Coche! ¡Ella arrastrada por
patas ajenas! Una oleada de felicidad se esparció por todo su
cuerpo... ¡Y don Pánfilo que volvía soltero, solo; que no tenía
en Marineda parientes, ni acaso amigos, después de veinticinco años
que faltaba de allí!... Pero, cómo atraer, cómo seducir al
vejestorio? ¿Cómo asegurar tan soberana presa? ¿Ardería aún en
su corazón, bajo la ceniza, una chispita del antiguo entusiasmo?...
¡Ah, si una brisa de primavera refrescase y halagase aquel yerto
corazón!... Y doña Maura se atusó el pelo de las sienes, se
enderezó en la silla, escondió el pie mal calzado con babuchones de
orillo...
Mientras preparaba sus baterías, entró en la tienda, rápidamente,
una muchacha con vestido de percal y manto de clara granadina. Al
través del ligero nubarrón del moteado velo de tul, los cabellos
rubios y crespos lucían como toques de oro, y el rostro redondo y
sonrosado, de angelote de retablo, parecía más juvenil, más
luciente, con un brillo de primavera y de mocedad...
-Ven, Saletita: aquí tienes un señor que ya le conocerás, porque
te hablé de él cien veces... Es don Pánfilo Trigueros...
La ingenuidad de la muchacha, la alegría que es contagiosa, trajeron
unos asomos de buen humor, una sonrisa pálida, a la triste carátula
del indiano. Doña Maura, iluminada por una idea, adelantando ya sin
recelo los babuchones de orillo, empujó a Saletita, que, sin cesar
de reír, tropezó con don Pánfilo.
Desde aquel día vino don Pánfilo todas las tardes, a la misma hora,
a sentarse en el sillón de gutapercha, en la trastienda de su
antiguo amor. Y se esparció por el pueblo la voz de que iban a
realizarse los planes malogrados, y no faltó quien se mofase de
aquella trasnochada y ridícula boda... Doña Maura recibía bien la
broma, la contestaba con chanzas de comadre que hace su santo gusto,
y ofrecía dulces, y convidaba para dentro de un mes... Juzgaba
oportuno despistar a los murmuradores y curiosos, que envidiaban la
caza magnífica. El indiano se había tragado el anzuelo. Aquel
aturdimiento, aquella franqueza graciosa de Saletita, le conquistaron
de golpe. Como el hombre de gastado estómago que siente capricho por
un manjar nuevo o una fruta temprana, el viejo se encandilaba y se
deshacía en babas mirando a la chiquilla.
Una dificultad presentía la madre, pero dificultad tremenda. Al
manifestar don Pánfilo sus honestas intenciones, ¿cómo trastear a
Saletita? ¿Cómo persuadirla al sacrificio? ¿Cómo decir a aquellos
diecinueve años imprevisores, cándidos, floridos, que se uniesen
indisolublemente a aquellos setenta y cinco achacosos, hediondos,
envueltos ya en la atmósfera de la tumba? Doña Maura no se atrevía,
no. ¡Vaya una ocurrencia del vejete, ir a chalarse por la mocita!
¡Qué hombres, qué incorregibles! Cuanto más viejo, más
pellejo... Esta sentencia no es aplicable sólo a los borrachos...
¿Para qué necesitaba ahora esposa el bueno de don Pánfilo? Para
cuidarle, para servirle las medicinas, para dirigir su casa, para...,
para heredarle, en suma..., sí, para recoger aquel fortunón, que no
cayese en manos indiferentes, extrañas... ¿No sería prudente que,
supuestos tales fines, eligiese una mujer formal, una persona ya
práctica, seria, que sabe lo que es la vida y tiene experiencia y
mundo?... ¡Ah! ¡Si don Pánfilo atendiese a su conveniencia!...
A todo esto, el tiempo corría, y era urgente sondear a Saletita,
luchar con su repugnancia, convencerla... ¡Faena terrible! ¡Brega
que doña Maura presentía estéril! Saletita, de fijo, nada
sospechaba aún; pero cuando lo supiese pondría el grito en el
cielo... Ciertamente, ella supondría que aquellos halagos bajo la
barba, aquellas chocheces mimosas de don Pánfilo, eran como de
padre... ¿Qué diría al enterarse de que el temblón la pretendía
en casamiento? Todo el mundo embromaba a su madre con el indiano...
¡Cuando viese que el gato pelado y decrépito buscaba la rata
tierna!
Por fin, una noche, después de cerrada la tienda, doña Maura,
encomendándose a Dios, cogió a su hija, le hizo mil fiestas, y
empezó a soltar las peligrosas insinuaciones... Callaba la muchacha,
bajando la cabeza, escondiendo la mirada de sus azules pupilas, como
se esconde travieso pilluelo que acaba de cometer un hurto. Y de
súbito, a una exhortación más apremiante de su madre, jurando que
prefería sufrir que ver sufrir a su hija, levantó la faz, soltó
una carcajada de retintín plateado y claro, como el repique de
argentina campanilla, y exclamó, esgrimiendo las manitas pequeñas y
gordas:
-Bien, ¡ya sé que usted quería el novio para sí!... Pero ¡en eso
estaba yo pensando! Desde el primer día conté con él... Si usted
me lo quita, ¿Ve estas uñas? ¡Pues no le digo más!...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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