Hubo un entreacto. A las señoras se
les sirvió un refresco, y los hombres salieron a los pasillos y gabinetes
contiguos a fumar y discutir. Serrano, objeto de general curiosidad,
sintiéndose en ridículo a sus propios ojos, por no estarlo también ante los de
los demás, hizo prodigios de gracia y de ingenio. Sin pedantería, como dando
poca importancia a la polémica, demostró a muchos de aquellos señores capaces
de entenderle sus conocimientos psicológicos y fisiológicos, muy superiores,
sin duda, a los de Foligno. Éste, en vez de rehuir un encuentro con el
descreído, lo procuro, y, amable, risueño, también buscando gracia y descuido
en sus maneras y palabras, defendió su causa como un cómico una comedia que
está representando y que es discutida entre bastidores; comedia que él hace en
las tablas, pero que, al cabo, no es obra suya. Los chistes, los incidentes de
las conversaciones, los vaivenes de la multitud, estorbaron bien pronto a los
contendientes; se perdió o se dejó perder el hilo de la argumentación; el
público admiró los conocimientos de Serrano y los de Foligno; y éstos, al
despedirse, porque se reanudaba el espectáculo, se apretaron la mano,
sonriendo, y se declararon, con sendos ofrecimientos, buenos amigos.
Cuando los caballeros volvieron al
salón, el alcalde, en mangas de camisa, sudaba como un mozo de cordel, cerca de
la sonámbula; sudaba porque no era para menos el ejercicio de brazos y cintura
a que se entregaba para fabricar el fluido que él creía indispensable para
aquella grande experiencia. Como se pudiera quejar de una máquina oxidada, se
lamentaba de las dificultades que la falta de uso oponía a su buen propósito de
convertirse cuanto antes en un emporio de magnetismo.
Como allá, hacia una de las puertas
del salón, donde se aglome-raba la multitud del sexo fuerte, sonaran algunas
risas sofocadas, el médico-alcalde se volvió indignado, y, suspendiendo los
pases que le hacían sudar, mientras arremangaba más y mejor los puños de su
camisa, pronunció una enérgica filípica, especie de bando oral, en que,
invocando su triple autoridad de alcalde-presidente, amo de su casa y doctor en
Medicina, conminaba a los incrédulos irrespetuosos con la pena de poner de
patitas en la calle al que se burlase del fluido más poderoso que había en toda
la provincia, del fluido del alcalde-presidente del Ayuntamiento.
-Señores -concluía, si me cuesta
más tiempo y más trabajo que al doctor extranjero dormir a esta señora, es
porque hace mucho tiempo que ya no me ejercito; pero ella dormirá, ¡vaya si
dormirá!, ¡ya lo creo que dormirá!
Esto último lo decía con un tono
tan enérgico, que no dejaba duda posible respecto a sus condiciones de mando y
valor cívico.
El público, que si no creía en el
fluido del alcalde le tenía por muy capaz de hacer una alcaldada en su propia
casa, guardó silencio más o menos religioso, pero absoluto. Los pollos
esperaban que todo aquello acabaría en un poco de baile, y no quisieron aguar
la fiesta. Nadie volvió a reír.
Feligno, muy grave, miraba con
grande atención al magnetizador, que parecía trabajar en una cabria invisible.
Serrano estaba indigna-do. Aquel joven fino, simpático, listo, instruido, y, lo
que era peor, aquella mujer interesante, hermosa, que a él le estaba llegando
al alma, aun sin haberle mirado, se prestaban a aquella farsa ridícula por
miedo, por adulación. ¡Luego ellos eran también unos farsantes!... ¡Se jugaba
allí con cosa tan seria como los misterios del hipnotismo!
Por fin, Caterina cerró los ojos;
estaba dormida. El alcalde, triunfante, se irguió: pasó la mirada en torno con
aire de vanidad satisfecha, se limpió el sudor de la frente, y, con ademán
solemne entregó a la sonámbula al brazo secular de su marido.
-Ahora usted haga los experimentos
que quiera. Ella está bien dormida.
No hubo risas. Algunos ya empezaban
a creer en la fuerza magnética de la autoridad.
Antoñito se había acercado a su
primo, y hablaba con él, fingiéndose creyente fervoroso del alcalde magnético,
como él decía.
Foligno se aproximó a ellos, y les invitó
a poner cada cual un dedo, el índice, sobre la cabeza de Caterina, la cual, por
el contacto de las yemas, conocería siempre a la misma persona.
Con no poca vergüenza y grandísima
emoción, y emoción voluptuosa y alambicada, Serrano se acercó, por detrás de la
silla que ocupaba Caterina, a su cabeza, y suavemente apoyó en ella la yema del
dedo. Lo mismo hizo Antonio. La
Porena , a los pocos segundos, levantó el brazo derecho con
graciosa languidez, y, sin vacilar, cogió con su mano tibia y dulcemente suave
la mano del filósofo.
Ya sabía él, por sus lecturas y
observaciones, que en el contacto hay misterios de afinidad y simpatía,
revelaciones de la unidad cósmica, etcétera, etc.; pero nunca hubiera creído
que una mano de mujer desconocida, agarrándose a la suya con fuerza, sin verse
las caras ella y él, Caterina y Serrano, pudiera decir tantas cosas. Aquella
mano ciega había ido a la suya como a un imán, sin vacilar, como a un asidero,
llena de dulces reproches, llamándole ingrato, torpe, incrédulo, inundándose el
cuerpo entero de un calor simpático, familiar, casi aromático, cargado de
sentido voluptuoso sin dejar de ser espiritual, puro. ¡Qué sabía él! Aquel
contacto era una revelación evangélica del amor en el misterio. Y, además...,
¡el amor propio! ¡Qué orgullo, qué dulcísimo orgullo! Lo que en otras
circunstancias le hubiera parecido una pueril vanidad, ahora se le antojaba
legítima satisfacción. «Afinidades electivas», pensaba.
Foligno cambio la experiencia;
separó suavemente con la mano al primo de Serrano, y en silencio invitó a otro
joven a ocupar su puesto. Las manos se apoyaron en la cabeza de Caterina,
cruzándose. Caterina volvió a coger, volvió a estrechar la mano del filósofo.
Se repitió la experiencia otras cuatro veces, siempre apoyándose en la cabeza
de la sonámbula el dedo de Serrano, y siempre siendo de persona distinta el
otro dedo. Caterina no se equivocó nunca: las seis veces apretó la mano del
filósofo.
El público estaba impresionado, por
completo vencido. Se opinaba que aquel joven madrileño, aquel Santo Tomás del
hipnotismo, debía de estar persuadido ya, lleno de fe. En cuanto al alcalde,
reventaba de satisfacción. ¡Era su fluido el que hacía aquellos milagros!
Foligno, sólo él, notó un
movimiento en el rostro de su esposa, y de repente, como inspirado, se volvió
hacia Nicolás, y con sonrisa entre amable y cortésmente burlona, dijo en alta
voz:
-Este caballero, que no quería
creer, resulta un excelente medio de experimentación. Caterina se siente capaz
ahora de penetrar en el espíritu del incrédulo y leer allí de corrido. ¿No es
verdad, Caterina? ¿Dirás lo que piensa este caballero?
Con voz apagada y lentamente, la
sonámbula fue diciendo:
-Sí..., sé... lo... que pensó...
Diré lo que pensó...
Serrano, que aún sentía en la piel,
y más adentro, el calor, que parecía cariño, de la mano de la Porena ; que se sentía como
ligado a ella por hilos invisibles que nada tenían que ver con el magnetismo,
pareció un escalofrío al oír hablar de aquella suerte a la mujer del farsante,
que se dejaba dormir por el fluido del alcalde. La superchería le indignaba,
pero le fascinaba la mujer.
«¿Qué iría a decir?», pensó.
El público no respiraba, todo
atención y pasmo. Era aquello para él una especie de desafío entre el milagro y
la incredulidad. Sin duda, iba a vencer el milagro. La Porena prosiguió:
-Ese caballero... incrédulo... no
debiera serlo. Una noche... se le apareció Santa Teresa, y él no quiso creer.
La vio, y se lo negó a sí mismo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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