Antonio
Casero, de cuarenta años, célibe, Doctor en Ciencias, filósofo de
afición, del riñón de Castilla, después de haber creído en
muchas cosas y amado y admirado mucho, había llegado a tener por
principal pasión la sinceridad.
Y
por amor de la sinceridad salía de España, por la primera vez de su
vida, a los cuarenta años; acaso, pensaba él, para no volver.
Véanse
algunos fragmentos de una carta muy larga en que Casero me explicaba
el motivo de su emigración voluntaria:
«...Ya
conoces mi repugnancia al movimiento, a los viajes, al cambio de
medio,
de costumbres,
a toda variación material, que distrae, pide esfuerzos. Ese defecto,
porque reconozco que lo es, no deja de ser bastante general entre los
que, como yo, viven poco por
fuera y mucho
por dentro y prefieren el pensamiento a la acción.
Verdad
es que la misma historia de la Filosofía nos ofrece ejemplos de
grandes pensadores muy activos, muy metidos en el mundanal trasiego,
como, verbigracia, Platón, con sus idas y venidas a Sicilia, sin
contar otras idas y venidas, y su discípulo y rival Aristóteles,
que no fue peripatético
solo en su
escuela de Atenas, sino recorriendo mucha tierra y viendo y haciendo
muchas cosas. De los modernos, se pueden citar, entre los muy
activos, a Descartes y a Leibniz, por más ilustres. Pero, con todo,
entre los de nuestras aficiones, son más los que siguen el ejemplo
de Kant, que apenas salió en su vida de su Koenigsberg. Carlyle, en
su Viaje
a Francia, póstumo,
nos hace ver la gran importancia que da al acto de valor
personal... de
decidirse a hacer la maleta, y pasa el Estrecho; y Paúl Bourget, en
su novela El
discípulo, nos
ofrece la psicología del pensador sedentario que pasa las de Caín
porque tiene que ir de París a una ciudad cercana. Yo, aunque
indigno, también aborrezco los baúles, las facturas, los andenes,
las fondas, los trenes, las caras nuevas, la vida nueva, la congoja
infinita de variar en todo lo que se refiere a las necesidades del
mísero cuerpo y a las nimiedades de la vida social.
Muchas
veces me han censurado, y hasta se han reído de mí, creo, porque
nunca he salido de España. ¡No he estado en París! ¡París!
Magnífico si yo pudiera llevar mi casa conmigo, como el caracol...
y, por supuesto, ir por el aire. El mundo civilizado, sobre poco más
o menos, en lo que merece atención, es lo mismo ya en todas partes,
y lo que varía de región a región es lo que varía al sedentario
maniático, cual yo, que en ropa, alimento, lecho, vivienda,
costumbres de la vida ordinaria, no puede sufrir variaciones. Yo me
siento hermano del chino, del hotentote; pero ¡cómo pondrán el
caldo por ahí fuera! Francia es como patria de mi espíritu; pero
¡creo que por allí dan un chocolate!...
...Y,
a pesar de todo eso, emigro. Sí, me voy; dejo a España. Dimito.
Sí,
dimito, por creerme indigno de ella, mi magistratura de español en
activo. Yo,
sobre que después de pensar y sentir muchas cosas en esta vida, en
que tanto he reflexionado y sentido, ahora tengo por deidad
la sencillez
sincera, la humilde ingenuidad para conmigo mismo, no quiero, como
diría Bacon, ídolos
de la caverna,
ni del teatro,
ni del foro,
ni de la
tribu;
mi ídolo es
la sinceridad. ¡Culto austero, amargo; pero noble, sereno!
Pues
bien, amigo mío, ahondando en mi espíritu, mirando cara
a cara mi
sentir más íntimo, he llegado a convencerme de que... yo no
siento la patria.
No, no la siento como se debe sentir; lo mismo me sucede con la
pintura: digo que no la siento, porque comparo el efecto que me
produce con el que causa a otros, y con el que yo experimento en
presencia de la música buena, de la poesía, de la arquitectura, y
veo su inferioridad palmaria. La patria es una madre o no es nada; es
un seno,
un hogar;
se la debe
amar no por a
más b,
no por efecto
de teorías sociológicas, sino como se quiere a los padres, a los
hijos, lo de casa. Yo no amo así a España; me he convencido de ello
ahora al ver nuestras desgracias nacionales y lo poco que, en
resumidas cuentas, las he sentido. No, no me quieras consolar de esta
decepción íntima diciéndome que casi todos los españoles están
en el mismo caso. Es verdad, pero allá ellos; que emigren también.
Sí, ya sé que los más, sin descontar aquellos que han impreso su
dolor patriótico en multitud de ediciones, en rigor, han visto pasar
las cosas como si la lucha de España y los Estados Unidos fuera res
inter alios acta.
La
misma observación, honda, amarga, despiadada, pero sincera, que he
aplicado a mis íntimos sentimientos la he podido hacer en torno mío.
No hablemos de los egoístas francos, militares o paisanos, que
porque la ley, deficiente, sin duda, no les exigía un sacrificio
directo, ni de su persona, ni de sus bienes, veían con la
indiferencia menos disimulada las catástrofes que nos hundían; no
hablemos tampoco de los patrioteros hipócritas que por oficio tienen
que emplear a diario toneladas de lugares comunes elegíacos en
lamentar dolores de la patria que ellos no experimentan; pero ¡si
fueran ésos solos! Yo he observado de cerca a quien ha luchado por
España, ha expuesto su vida defendiéndola, y ha merecido gloriosos
laurales. Ese mismo, que hubiera muerto en su puesto de honor..., lo
hacía todo más por el honor que por cariño real, de hijo, a
España. No había más que oírle relatar nuestras desventuras que
había visto de cerca. No, no hubiera hablado así de las desgracias
de una madre, de un hijo. Sin darse él cuenta, ajeno de hipocresía,
bien se dejaba ver que más influía en su alma la alegría del noble
orgullo, por su valor, su pericia, su brillante campaña, que el
dolor por lo que España había perdido. Aquel héroe vencido no
había alcanzado menos gloria que la que el triunfo le hubiera podido
dar; por eso estaba contento..., y la patria, por la que hubiere
muerto, quedaba en su, espíritu, allí, en segundo término, como
una abstracción de la geometría moral, exacta, pero fría.
.............................................................
Además,
yo me siento poco español. Creo en el genio nacional; no sé en que
consiste precisamente; pero en ciertos momentos de la historia
pragmática, y más en los rasgos populares y en ciertas cosas de
nuestros grandes santos, poetas y artistas, adivino un fondo, mal
estudiado todavía, de grandeza espiritual, de originalidad fuerte.
En Santa Teresa y en Cervantes es donde yo adivino mas caracteres
esenciales de ese genio. Pero..., ¡es tan recóndito y oscuro todo
eso! En cambio, saltan a la vista, me hieren con tonos chillones y
antipáticos las cualidades nacionales, mejor, los vicios adquiridos,
que me repugnan y ofenden. Este predominio, casi exclusivo, de la
vida exterior, del color sobre la figura, que es la idea; de la
fórmula cristalizada sobre el jugo espiritual de las cosas; este
servilismo del pensamiento, esta ceguedad de la rutina, y tantas y
tantas miserias atávicas contrarias a la natural índole del
progreso social en los países de veras modernos,
me
desorientan, me desaminan, me irritan..., y me marcho, me marcho.
Excuso decirte que no creo en regeneraciones ni en Geraudeles
patrioteros...
Ni yo merezco vivir en España, ni España es de mi gusto. Yo no me
siento capaz de sacrificar por ella lo que toda patria merece; no
tengo, pues, derecho a que su suelo me sustente, su ley me ampare.
Ella a mí no me ha dado lo que yo más hubiera querido: una sólida
educación intelectual y moral, que me hubiera ahorrado esta farsa de
semisabiduría en que vivimos los intelectuales
en España. No
puedes figurarte lo que padece mi amor de sinceridad, hoy mi fe, con
este fingimiento de ciencia prendida con alfileres a que nos obliga
la mala preparación de nuestros estudios juveniles. Yo veo mi poder
reflexivo, mis facultades intuitivas, mi juicio y mi experiencia, muy
superiores a los medios de instrucción sólida de que dispongo, para
aprovechar en la sociedad esas facultades. Si no fuera español, sino
francés, inglés, alemán, no tendría que lamentar tan bochornosa
deficiencia. Ser tuerto en tierra de ciegos no puede ser consuelo más
que para egoístas y vanidosos. Yo quisiera tener dos buenos ojos en
tierra en que no hubiera ni tuertos ni ciegos. Ser de la multitud, en
Atenas...
...No
se puede creer en regeneradores, porque faltan las primeras materias
para toda regeneración. Emigro; ni yo creo en España, ni ella debe
esperar nada de mí. Cuando perdimos las escuadras, cuando se rindió
Santiago, me puse un poco malo del disgusto... Sí, poco; pronto
sané, más, contento con este orgullo de querer algo de veras a la
patria, que apenado con las irremediables desgracias... Por la
pérdida de padres y de hijos, se siente otra cosa más fuerte, más
honda: el dolor por la ausencia de la madre no lo endulza la
conciencia de la ternura filial; en cambio, al sentir que yo quería
a España algo más que los patriotas vocingleros, me sorprendí
gozando de cierta alegría íntima... Y después, ¡qué pronto fui
olvidando las pérdidas, las vergüenzas nacionales!... No, España,
no te merezco. Ni mi espíritu, hecho extranjero por lectura de
franceses, ingleses y alemanes, te comprende bien, ni soy, en
definitiva, un buen hijo. Seré el hijo pródigo... que no vuelve.»
**
Pero
volvió. Yo me encontré al pobre Antonio Casero en la Puerta del
Sol, disponiéndose a subir a un ómnibus que le llevara a los toros,
a una novillada cualquiera. Volvía de Inglaterra, Alemania y
Francia, triste, desmejorado, flacucho.
-Estoy
-me dijo- como aturdido. He llegado a ese escepticismo de la
conducta, mil veces más angustioso que el de la inteligencia. ¡No
sé qué hacer! ¡No sé dónde estar! Huí de España, como sabes,
con gran esfuerzo, no por apartarme de ella, sino por cambiar, por
moverme. Sabes las razones que tuve para emigrar. Pero ¡fuera de
España tampoco sabía
vivir! ¡Tenía
la patria más arraigada en las entrañas de lo que yo creía! El
clima, el color del cielo, el del paisaje, su figura, el modo de
comer, el modo de hablar, lo extraño de los intereses públicos, el
no importarme nada de cuanto me rodeaba; las costumbres, que me
parecían irracionales por no ser las mías; todo me repugnaba, me
ofendía; todo era hielo y aspereza, una especie de magnetismo
enemigo que me acosaba en todas partes. Hasta respiraba peor. Tal vez
lo más espiritual de mi ser continúa siendo extranjero; pero cuanto
en mí es tierra, barro humano, que es lo más, ¡ay!, es español, y
no puede vivir fuera de la patria. No, no puedo vivir en España...,
pero tampoco fuera. Y en tal conflicto..., vuelvo, aborrezco el
españolismo, pero me llamo de hoy más Vicente,
y me voy donde
los demás españoles...: a los toros. Natura
naturans. Después
de todo, ¡qué sería de España si emigrasen todos sus hijos
ingratos, que no la aman bastante! Quedaría desierta.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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