Apuntes,
de parajes leprosos
Sigüenza,
hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos,
caminaba por tierra levantina.
Dijo:
“Llegaré a Parcent."
-Parcent
es foco leproso -le advirtieron. Y luego Sigüenza fingióse un
lugarejo hórrido, asiático, en cuyas callejas hirviesen como
gusanos los lazarinos.
Fué
avanzando. Cada pueblo que veía asomar en el declive de una ladera,
entre fronda o sobre el dilatado y rozagante pampanaje del viñedo,
le acuciaba el ánima. Y decía: «Ya debo encontrar la influencia de
aquel lugar miserable, donde los hombres padecen males que espantara
a los hombres y mueven a pensar en aquellos pueblos bíblicos
maldecidos por el Señor."
Sigüenza
se revolvía mirando y no hallaba el apetecido sello del dolor
cercano.
Cruzaba
pueblos, y en todos sorprendía igual sosiego. A las puertas de las
casas, mujeres tejían media; trenzaban pleita de palma o soga de
esparto; peinaban a rapazas greñudas, sentaditas en la tierra, casi
escondidas en las pobres faldas.
Cegaban,
dando sol, las puertas forradas de lata de las iglesias. En el dintel
yerdinegro, desportillado y bajo angosta hornacina, está el Patron o
plasmado inicuamente en cantería. Por sus pliegues y hendeduras
salen hierbecitas gayas que florecen; después, amarillean, se
agostan; y secas, firmes como cardenchas, vivcn con el santo longura
de días.
Era
en el valle del Jirona.
El
paisaje luce primores y opulencias; tiene riego copioso.
Rompen
los viñales huertas cuidadas como jardines de casas ricas. En las
lindes de vastedades plantadas de legumbres, verdean liños infinitos
de lujuriantes y caprichosas moreras.
...
Y andaba Sigüenza; es decir, él no: el arriero y su asno, presto a
entesar las orejas grises, velludas, remedadoras de hojas de pita,
por la aparición de otro de su especie que ya lanzaba su trompeteo
atronante, ya pasaba callado, cabeceando y con mirar dolirine. Sus
guías decían "adiós" y se alejaban, vuelta la cabeza,
fijos los ojos en el hombre apartadizo que gusta de soledosos campos
y lugares.
Se
hacen junto al camino los cementerios, cercidillos de piedras viejas;
sus cruces oxidadas, algunas puestas en aspa por el viento, linean
sobre el azul. En tul camposanto se arrinconaban tres cipreses
enhiestos y uno torcido, ralo, cayente, rota la cima angulosa de
negral verdor. Fuera, junto a las tapias y entre un herbazal crespo,
florecía en diminutos cálices colorados, flavos y albirrojos, una
muy viciosa y aromante espesura de dondiegos.
Los
almiares, panzudos o largos como muros de oro, reposan eposan cerca
de las masías de rudos remiendos y saledizos. Sigue el sequero de
uvas que muestra el fondo negro de sus pórticos. Todo lo ha torrado
el sol.
Sigüenza
mira con agrado estos casales, expresivos como rostros de labriegos.
Los ve emerger de los sembrados, asomar entre greñas verdosas,
altear limpiamente en la montaña.
Hombres
casi desnudos cavaban en el pardo manchón de un eriazo.
Altos
y firmes estaban los maizales; sus hojas, cintas largas y caedizas,
se movían suavemente. Pero no eran muchos. La viña, la viña
invadíalo todo, derramándose en lagos anchurosos -a lo lejos
serenos y rasos, haciendo verdes turgencias de los cerrejones y
altozanos; ordenándose en anfiteatros de pámpanos al caer por los
márgenes de los bancales de sierra. Y frecuentemente tropieza la
mirada en un vallado de verdor espeso: es el cafiar que ciñe al río.
Cerca
de Sagra, en una acequia ancha, había mujeres lavando ropas,
fregando cucharas de madera, cacerolas, dornajos. En el abrigaño de
un remanso solazábanse dos patos. Sus piecezuelos amarilleaban bajo
la limpia agua; sus picos aplastados hundíanse indagadores en la
fina pluma de sus pechos; se zabullían, se asperjaban, tornaban a la
quietud, y todo con gran encogimiento.
Detuvo
Sigüenza su bestia y los miró, y los hubiera mirado espaciosamente
porque placía de la calma y seriedad de aquellos seres, dichosos en
el dulce retiro del remanso, que altas cañaveras y un juncar recatan
y ensombrecen. Pero las mujeres que lavaban advirtieron con pasmo la
estada, y el guía admiróla también..., y todos hicieron risa de
ver al viajero detenido en la contemplación de los simples ánsares.
El
jumento, que pastaba en la orilla, recibió aviso en su alongado
cuello. Y marchó.
A
poco se alzaron gañidos lastimeros y voces jubilosas.
En
el remanso, una pella de rapaces armados de carrizos acosaba a los
patos, que saltaron a lo enjuto y huyeron por un pomar, cojeando,
aleando, infundiendo remordimientos en el alma de Sigüenza.
"¡Yo
fuí señuelo de las demasías de los rapaces!", pensó. Ved
cómo en la región del dolor, la primera tristeza gustada por
Sigüenza la produjo él mismo.
...Iba
cerca de un mazo de chopos muy apretados abajo, pero que se abren en
la altura, imitando un abanico de árboles. Los más caídos y un
fondo de cielo se espejan en amplia fontana que allí nace, como
puesta por artificio.
Mengua
desde Sagra el riego.
De
rato en rato, se levanta la negra osamenta de una noria quieta y
callada o gemidora al rodar.
Es
todo el campo viñedo, y entre los pámpanos rojea fuertemente la
tierra.
Llegó
Sigüenza a Orba. La primera calle, larga y costanera, remata en la
plaza. Sobre una pared se apoyaban dos ruedas grandes de carro. Más
adelante, a la puerta de una casuca, dos mozos acomodaban en un macho
rubias barcinas. En el suelo brillaba el tamo caído.
Un
muchacho descalzo batía un tapial con dos trozos de caña,
fingiendose tañer el tamboril.
Salió
un hombrecito de una entrada. Llevaba encristalados los ojos con
gafas negras; sobre el pecho colgábale de sobada correa una ruin
guitarra. Se detuvo; palpó una moneda; llevósela a la vista,
guardóla, se acercó a las paredes, y bordoneando hacia adelante fué
subiendo, fué subiendo la calle.
Sigüenza
vióle entrar en otro portal. Resonó blandamente la guitarrica, y
una voz afectada de grave copleó los milagros y alabanzas de un
santo.
Al
olor del romance surgieron vecinas. En la rizada sombra de las casas
fronteras se sentó una vieja.
A
deshora se oyó golpear sobre un yunque. Era en entrada muy hosca; a
lo hondo lumbreaba una fragua, y se veía una desmedrada cabeza de
rapaz, que la llama hacía livorosa y rojiza, y unos brazos que se
alzaban y caían.
Propagóse
hedor a quemazón de casco de bestia. La que Sigüenza montaba enderó
las orejas y todo el pueblo llenóse de un rebuzno tartamudo y
estrepitoso.
¡Oh!
Sigüenza la odió con ferocidad.
La
bestezuela caminaba otra vez humilde y resignada.
El
viajero recordó que ella pisaba sabiamente. Además, miróle una
horrenda matadura. La piel vellosa de su cuello se estremecía para
ahuyentar al insaciable tábano.
Sigüenza
habló del jumento al guía. Encarecieron su abolengo y virtudes, y
pasaron como en volandas al señalar sus tachas.
...Bajaban
por una calleja, amarilla de sol.
No
había nadie.
A
lo largo de una fachada secábanse, en blancas trozas de álamos,
chopos y pinos.
En
paredes y suelo refulgían vidrios, retajillos de tiestos,
pedrezuelas calizas.
Por
unas bardas se descolgaban brazos de parra mustiada; brazos que se
retorcían de desesperación y ansia como de cuerpo que busca el goce
de la libertad y anchura.
...
Iban ya en silencio. Tan cabal era en la calle, que oíase con
justeza cualquier ruido del interior de las casas, gritillos de los
gorriones recogidos en las sombras de los tejados, zumbar profundo de
moscas que se levantaban y posaban persistentes en la tierra
abrasante.
Sigüenza
se las oxeaba protegiendo la pobre carne llagada de su ásno. Amábale
ya.
...Se
hallaron en pleno paisaje. Flotaba como polvo un vaho blanquecino
Era,
aquella tarde pesada, estuosa.
El
arriero, enjuto y tostado, tenía genio despierto y mostraba relente
inagotable; sus ojos eran muy reducidos y tan grises como su corto
pelo, pero una lumbre maliciosa los declaraba entre la hirsuta maleza
de las cejas.
El
rejo, el vigor lo tenía en los pies; inmensos, de venas recias como
cordeles, escamosos, groseramente esparteñados, pisaban firmes,
raudos, inmunes, sobre peñas agudas, sobre secos cardizales, sobre
rocalla o guijarros penetrantes.
A
esto aludió Sigüenza:
-¡Si
está uno puesto! -contestó el rústico.
Y
después, ya fácil y risueño, dijo de lo suyo y de lo ajeno.
Confesó que poseía viñar, riu-rau y que curaba algunos quintales
de pasa al año; no determinó cuántos.
Dañábale
a Sigüenza su habla maligna, su reír frecuente, en aquel paraje
donde no quería un vislumbre de contento. También notóle algo de
ese natural regocijado.
-Pues
todos los de Parcent son divertidos. Allí...
-¿Que
son divertidos, que ríen los de Parcent? -le interrumpió espantado,
el caballero.
-¡Que
si son! Allí, digo -prosiguió el otro, todos somos propietarios,
todos tenemos algo, una piedra, un árbol aunque sólo sea... Pues
si ahondasen que ahondasen un hoyo en ca hipoteca, no se podría
caminar un paso. ¡Conque ya ve si bullimos!
...
El valle del Jirona no es escabroso, que apenas se corcova la tierra
para hacer muy fáciles colinas, hasta cuyas cumbres suben las cepas.
Las
sierras que lo hacen son sinuosas, peladas y grises. Una rasa, que
remeda pirámide de plomo, tiene en su punto trozos de muro almenado
de una atalaya morúna.
Hay
tantos pueblos en este valle, que en frecuentes sitios se oye sonar
de campanas. Y si es en un ocaso tranquilo y el cielo platea de puro
pálido, melancoliza el toque, se sienten suavidades de místico
mirando el paisaje, se piensa en amar mucho, en amarlo todo.
Una
rambla hiende el valle. La rambla es ancha. En la una margen, el
ribazo muestra en su corte fajas de grava, zócalos de tierra
almagral, garras de raíces secas; y baso; enverdece alguna zarzamora
nacida en días húmedos. En la otra orilla se mueve rumoroso el
valladar de cañas cuyas garzotas ondulan y argentean.
En
el cauce blanco y pedregoso se enjambraban hombres humildes tocados
con sombreros de palma. Acarreaban piedra, agua, cementa; macizaban
los arcos gallardos de un puente.
Distante,
en la rambla, movíase una carreta tirada por bueyes. Las ruedas
gemían metálicamente y sonaba un chocar de piedras de cauce. Era su
carga de sillares nuevos que, al sol, blanqueaban con pureza de nieve
de montaña.
De
trecho en trecho, el cantizal que se amontona por lo abundoso, se
oponía al rodar. Entonces, seis hombres asíanse a una soga atada a
la lanza y sumaban su empuje al de las bestias cuyas ancas temblaban
por el esfuerzo.
Bramaba
una voz hecha de todas; poníanse los hombres diago-nales al suelo,
rojos, terribles, enterrando los pies, como los bueyes las pezuñas,
para conquistar cada paso. Saltaban partidas las piedras; los ejes
chillaban; hacía un vaivén la carreta... Y avanzaba de nuevo,
lenta, solemne, triunfal.
Allí
donde faenaban los hombres, llega también voz de campanas; de una
campana melódica, fina, vibradora y de otra grave y ponderosa. Si
doblaban a muerto, luego se apagaba el golpe de picos y el estridor
de poleas por cuyas cadenas subían hasta las cimbras agua, piedra,
cemento.
Algún
viejo parlador y malicioso, algún joven chancero, encarecían o
malsinaban al tañido. Y los rapaces que colman cubos de argamasa o
llevan cascajo o acercan piedra, parábanse codiciosos de comentos,
arqueados por la pesadumbre de las espuertas llenas, muy picaresco el
visaje ofendido del sol.
Sigüenza
pasó la rambla.
De
tarde, un hombre enlutado miraba desde el ribazo a los obreros.
Estaba hasta el crepúsculo. Y al difundirse el clamor de la bocina
que otorgaba el paro del trabajo, el hombre de las negras ropas
regresaba al pueblo, a Parcent.
Sus
pies chafados hacíanle vaivenear, patojear. Andaba con lentitud
penosa. Cuando oía cercana la trulla de los trabajadores, separábase
del camino y dejábales pasar. Si alguno le enviaba una palabra, un
saludo, él le seguía con la mirada hasta lejanamente. Ya solo,
tornaba a su andar de lisiado.
Lo
vieron Sigüenza y el guía:
-Es
uno del mal. -dijo el último.
-¿Es
leproso?
Se
acercaban, se acercaban. Y el dañado apartóse volvió la cabeza a
la soledad.
Ellos
traspusieron un recodo del camino. Quedaron ocultos por un margen
coronado de pámpanos.
El
leproso pasaría sin sospecha y Sigüenza podría verlo cabalmente y
aun hablarle.
Escucharon.
Sonaba recio, y áspero el ruido de alpargata contra tierra. De
pronto, cesó. Una avecita cantaba en la fronda, ya casi negra.
Recortaba con donosura su gorjeo que parecía habla quedlita y
acariciadora de mujer elegante y aturdida.
Se
asomó Sigüenza. El lazarino huía por un bancal segado.
Otra
vez caminaron
Entre
el viñedo hay árboles viejos, estupendos en las valientes
retorceduras de su ramaje. Son algarrobos y olivos; están hendidos,
abiertos, y las grandes ramas curvosas que salen de la robusta
horcadura se ensanchan, se tienden; semejan detener al hombre para
mostravle los troncos, vientres fecundos, y decir: no podemos daros
más; os ofrecemos frutos y sombra perennal; y nuestras entrañas se
desgarran...
Arribaba
Sigüenza a Parcent
Mana
una fuente donde se inicia la acritud de la cuesta que sube al
pueblo. Sale el agua por dos caños de plomo y se vierte, espumosa,
en un viejo pilón.
Cuando
atardece bajan y suben mujeres que llevan alcarrazas y cántaros;
hombres que cuidan de bestias cargadas de aquellas vasijas, sujetas
en las argueñas.
Imita
el agua parlerías hondas al caer en los huecos barros. Mozos y mozas
burlan, gritan, ríen, saltan, se persiguen jubilosos.
En
tanto, anochece.
Toca
el Angelus la campana melódica y vibradora.
Pasan
y repasan torcidamente los murciélagos, torpes, temblorosos.
A
la fuente sigue una hondonada donde el boscaje de tan espeso, negrea.
Parcent
se estriba en una loma calva, sin quiebras ni asperezas.
Vió
Sigüenza árboles monstruosos escalonados en la cobriza basa del
pueblo.
Era
de noche ya y no alcanzaba la condición de la fronda.
-Son
oliveras -le dijo el guía; oliveras de trescientos años ilo manco!
(¡lo menos!).
Sigüenza
contempló aquellas vidas seculares, respetuoso y admirativo porque
empezaron en edad que cautiva amorosamente su alma.
El
camino hace un trivio; su más grande caudal se vierte en la plaza;
otro cinturea al caserío; el del centro acaba en una calle corta
pero ancha.
Allí,
ante una casa de ventanas bajas, de balcón tapiado, de paredes rudas
y rama seca, colgante del dintel, se apeó Siguenza y entró.
Era
el hostal.
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