CONFIDENCIAS
Voy
muy pocas veces a Madrid, entre otras razones, porque le tengo miedo
al clima. Después de tantos años de ausencia, he perdido ya en la
corte la ciudadanía... climatológica (si vale hablar así, que lo
dudo), bien ganada, illo
tempore,
en la alegre y
descuidada juventud. Además... ¿por qué negarlo? La presencia de
Madrid, ahora que me acerco a la vejez, me hace sentir toda la
melancolía del célebre non
bis in idem. No;
no se es joven dos
veces. Y Madrid era para mí la juventud; y ahora me parece otro...
que ha variado muy poco, pero que ha envejecido bastante. Marcos
Zapata, ausente de Madrid también muchos años, al volver hizo ya la
observación de lo poquísimo que la corte varía. Es verdad: todo
está igual...
pero más viejo.
Apolo y Fornos pueden ser símbolos de esta impresión que quiero
expresar. Están lo
mismo que entonces;
pero, ¡qué
ahumados!...
Hay
una novela muy hermosa de Guy de Maupassant, en que un personaje,
infeliz burgués vulgar, que no hace más que sentarse a la misma
mesa de un café años y años, deja pasar así la vida, siempre
igual. Pero un día se le ocurre mirarse en uno de aquellos
espejos... y es el mismo de siempre, pero ya es un pobre viejo. No
pasó nada más... que el tiempo.
Madrid
tiene para mí algo del personaje de Maupassant. Desde luego
reconozco que en esto habrá mucho de subjetivo...
***
Una
de las cosas que más me entristecen en Madrid es la falta de los
antiguos amigos. Han muerto algunos, pero no muchos; otros están
ausentes; pero, los más, en Madrid residen. ¿Por qué no se los
ve? Porque ya no son las golondrinas que alborotan en la plaza y que
interrumpen a San Francisco; ya no son los peripatéticos que
discuten a voces, azotacalles perennes del estrecho recinto en que se
encierra el Madrid espiritual propiamente
dicho.
Algunos son
personajes políticos, y tienen que darse cierto tono; otros se han
refugiado en el hogar, desengañados de la Agora... Ello es que no
los veo por ningún lado.
Y
los antiguos maestros, aquellas lumbreras
en que nuestra
juventud creía, porque entonces no se había inventado esta división
absurda y grosera de jóvenes
y
viejos;
los grandes poetas,
los grandes oradores, críticos, moralistas, eruditos, ¿dónde
están?
Olvidados
del gobierno del mundo
y
sus monarquías;
calentando el cuerpo
achacoso al calor de buena chimenea: rodeados de cien precauciones
higiénicas: haciendo la vida monástica en un despacho, a que la
edad nos irá condenando a todos. ¡Infeliz del viejo que no haya
aprendido, antes de serlo, a estar solo muy a su gusto!
Sí;
casi todos los maestros
son ya viejos; salen
poco... ¡Qué tristeza!
Una
de las mayores.
Mas,
para mí, un consuelo visitarlos.
Cuando
hago examen de conciencia y veo mi pequeñez, mis defectos, una de
las cosas menos malas que veo en mí, una de las poquísimas que me
inclinan a apreciarme todavía un poco, moralmente, es el arraigo de
la veneración sincera que siento y he sentido siempre respecto de
los hombres ilustres a quienes debe algo mi espíritu.
Como
a mis lugares
sagrados, solía yo
ir, al verme en Madrid, peregrino siempre triste, a casa de
Campoamor... que ya no gusta de visitas; de Castelar (que hemos
perdido), de Giner, de Valera, de Balart...
***
Y
de este otro señor, el señor X, que no es nadie y es quien ustedes
quieran. Otro maestro. Vivía en un barrio allá muy lejos, casi más
cerca de Toledo o de Guadalajara que de la puerta del Sol.
Quiero
hablar de las últimas visitas que le hice.
Fue
de noche. No me esperaba. Es soltero; vive con una doncella de su
madre, que es hoy una anciana muy sorda y que debe considerar a los
discípulos de su amo como enemigos que no quiere en su casa.
Antonia, así la llama, es como Zarathustra, según Nietzsche,
recelosa respecto de los que piensan entrar en el apostolado de su
amo de ella; amo, pero no maestro, porque Antonia no debe de tener
escuela filosófica ni literaria.
Sabe
Antonia, vagamente, que su señor vale mucho, por cosas que ella no
puede comprender; sabe que los papeles le han puesto mil veces en los
cuernos de la luna; que ha sacado de su cabeza unos libros muy buenos
que le han dado algunas pesetas, locas... y mucha honra y muchos
disgustos. Y sabe que todo ello no le ha servido para medrar, para
hacerse rico, ni para tener influencia en la política, ni con el
obispo, ni en Palacio, ni en parte alguna de esas donde se hacen los
favores gordos. Visitas, antiguamente, muchas, pero de gente de poco
pelo, que traían libros de regalo, -¡libros!- que es lo mismo que
si la trajeran a Antonia polvo y lodo de la calle. ¡Libros! Lo que
sobra en la casa, lo que a ella la tiene loca, porque no sabe ya
donde ponerlos. Ya no hay sitio en mesas, armarios y hasta sillas más
que para los libros; y ellos atraen los ratones, y crían polvo,
telarañas... ¡horror! Y después, la gracia de que el amo no lee
casi nunca esos tomos que le regalan, sino otros muchos que él
compra muy caros. «Los que hacen los libros que a mí me estorban y
que el señor no lee», éstos son para Antonia la mayor parte de los
señoritos que se cuelgan del timbre. ¡Deben ser tan poca cosa!
Además, cuando el amo se guarda de ellos, y miente, como si no
hubiera Dios, para disculparse y no recibirlos, por algo será... No;
ni los libros ni los que los traen le dan alegría ni nada bueno al
señor... Está triste, sale poco, cada vez menos. Si, escribe, ella
le ve la cara llena de angustia; el medita, lo mismo. Sólo cuando
lee con afán algunos de aquellos libros caros, que él compra, es
cuando le nota, a veces, sereno, de veras entretenido, a veces casi
casi sonriente. ¿Qué dirán aquellos señores, que hasta al amo le
gusta lo que dicen? Deben de ser gente lista, de buen trato, si; pero
esos... son justamente los que nunca le vienen a ver.
***
Más
¡oh contrasentidos misteriosos del corazón humano que ni siquiera
Antonia se explica! La buena ama de llaves nota de algunos años acá,
sin querer dar importancia al hecho, que las visitas importunas van
escaseando; que cada día se olvidan más aquellos discípulos, antes
pegajosos, del pobre maestro: y Antonia, a regañadientes, siente el
desaire; ve en él no sabe qué síntoma de vejez, de abandono.
También comprende, por muchas señales, que poco a poco el amo se va
apartando más de aquella vida de impresiones que le traían los
papeles y los amigos y sus salidas frecuentes y a deshora... Y no
hay disgustos de aquellos que él se comía, pero que ella adivinaba.
Calma, eso sí; mucha, demasiada; así como de mal agüero.
Y
a pesar de esto, Antonia, así como por tesón, por orgullo de
artista
-que tiene ella por su amo, cuando llega a la puerta algún raro
admirador, lo recibe con ceño, disimulando la simpatía y el
agradecimiento que le inspira la fidelidad de aquel hombre, a quien
sin embargo trata con el mismo rigor de que antes usaba
espontáneamente.
El
ceño y los malos modos de Antonia quieren decir en el fondo: «Ya
sabemos que se nos olvida. ¿Y qué? Poco nos
importan las vanidades de la gloria; aquí no necesitamos a nadie...
Gracias, de todos modos, por la atención; pero conste que ya no nos
da frío ni calor nada de cuanto pueda llegar por esa puerta...»
***
¿Cómo
pude yo averiguar todos estos pensares de Antonia? Hablando con ella,
largo y tendido, una tarde en que fui a ver a X, cuando él,
positivamente, no estaba en casa. La criada me recibió mal, como a
todos; pero cuando dije mi nombre, cambió de humor de repente. El
amo le había anunciado mi visita, y la necesidad de tratarme con
amabilidad excepcional, porque yo no era uno
que llevaba libros,
sino un amigo
verdadero. En fin, mucho bueno le debió decir de mí el amo a la
criada, porque ella me hizo entrar en el despacho, me obligó a
esperar al señor media hora, que llenamos con amable, íntima
conversación. El cariño de Antonia a su señor le hizo comprender
que yo le quería también como ella, y que también me daba pena
verle aislarse, huir de la actividad exterior, dejar que el mundo
frívolo le olvidara, porque él no lo buscaba con reclamos.
Y
así fue que la noche que X me recibió en su casa, ya sabía yo
mucho de su estado de
alma por el
reflejo de Antonia.
***
No
me hizo pasar X a su despacho, sino a una modesta habitación
cuadrada, sin pintura ni libros, ni bibelots,
ni más muebles que
los necesarios. El único lujo allí consistía en murallas de telas
y paño para no dejar que entrase el frío. Silencio
y calor parecía ser
el ideal a que se aspiraba allí dentro. En una butaca, más echado
que sentado, con los pies envueltos en una manta, que casi se quemaba
en un brasero de bronce, metido en caja de roble, X leía un tomo de
La leyenda de los
siglos, de Víctor
Hugo.
-¿Eh,
qué atrasado verdad? -me dijo. ¡Si me viera un modernista!
¡Víctor Hugo! -y sonreía, con ironía muda, venenosa. No,
-prosiguió. Ya sé que usted no es de esos; cuando estuve en su
pueblo, y en su casa, ausente usted, vi que en su gabinete de trabajo
no tenía usted más que tres retratos;
el de la
torre de la catedral de su ciudad querida, el de su hijo... y el de
Víctor Hugo... La moda... la moda, en Arte, muchas veces no es más
que una frialdad y una ingratitud. Nuestra gente modernísima, por
tendencia materialista en parte, y en parte para disimular su
ignorancia, hace alarde de no tener memoria. Y... ya lo sabe usted;
un gran filósofo moderno -no modernista- por la memoria nos revela
el espíritu. Lo presente es del cuerpo, el recuerdo del alma.
Doctrina profunda...
Después,
creyendo que todo aquello era hablar de sí mismo, en el fondo, quiso
cambiar de asunto y hablar de mis cosas.
-Ya
veo, ya veo que usted sigue luchando en veinte periódicos... Hace
usted bien... Eso supone cierta fe. En cambio no hace usted libros...
También hace usted bien. Yo tampoco hago libros. Son inútiles. No
los leen. No los saben leer. Los artículos sí; se leen... pero
tampoco se entienden. Ya no los escribo yo tampoco... porque no creo
en su eficacia. Y buena falta me hace cobrar unas cuantas pesetas...
pero ni por esas. No escribo. Mire usted; entre enseñar cosas del
alma a gente que no la tiene y empeñar un colchón, prefiero empeñar
el colchón. Gasta menos el espíritu... aunque algo lo gasta
también... Hasta hace poco, en vez de artículos escribía cartas a
los amigos íntimos, capaces de entender; tres o cuatro. Ahora ya, ni
eso; porque, por las contestaciones, veía que no les enseñaba nada
nuevo; pensaban lo mismo, sentían lo mismo. Me devolvían mis
tristezas en otro estilo y con otra clase de erudición... Así es
que ahora, ni cartas. Nada... Nada más que leer... y calentarme los
pies, no los cascos... ¿Ha leído usted los versos de Taine a sus
gatos?
¡Pocas veces fue tan
filósofo de veras el gran crítico como en esos versos!... Ya sé,
ya sé que ciertos gusanos literarios me ponen en la lista de sus
muertos, y me
entierran con Valera,
Balart, Campoamor... ¡No es mal panteón!... pero sepan los tales
modernistas que yo no soy un muerto de ellos,
sino mío.
Me he pagado el entierro. Y no soy un enterrado de actualidad. ¡No;
soy un Ramsés II, todo un Sesostris! Este ya es mi único orgullo;
ser un muerto antiguo, una momia... y mi derecho... el de la muerte
también... ¡Que no me anden con los huesos!...
Y
al despedirme, incorporándose, me decía:
-Adiós,
buen amigo. Dígale usted al mundo que ha visto la momia de
Sesostris... en la actitud en que le sorprendió la muerte, hace
miles de años... ¡leyendo
a Víctor Hugo!
***
Cuando
salí, en el recibimiento, la sonrisa triste y benévola de Antonia
me repitió, a su modo, cuanto su amo acababa de decirme.
En
rigor, todo lo que me dijo X no fue más que cuanto yo había
adivinado la tarde anterior hablando con su ama de llaves.
Con
otro estilo y otra erudición, como X decía, las mismas tristezas.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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