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jueves, 23 de enero de 2014

Los forzadores de bloqueos - Cap I. El delfin

(De glasgow a charlestón)

El primer río cuyas aguas espumaron bajo las ruedas de un barco de vapor, fue el Clyde, en 1812, el barco se llamaba el Cometa, y hacía un servicio regular entre Glasgow y Greenock, con una velocidad de 6 millas por hora. Desde entonces más de un millón de barcos de vapor han remontado o descendido la corriente del río escocés, y los habitantes de la gran ciudad mercantil deben haberse familiarizado con los prodigios de la navegación por medio del vapor.  Sin embargo, el 2 de diciembre de 1862, un gentío enorme, compuesto de armadores, comerciantes, fabricantes, trabajadores, marineros, mujeres y niños, obstruía las fangosas calles de Glasgow, dirigiéndose a Kalvindock, vasto establecimiento de construcciones navales, pertenecientes a MM. Tod y Mac-Grégor. Este ultimo nombre prueba superabundantemente que los famosos descendientes de los Higlanders se han hecho industriales, y que los vasallos de los viejos clans se han hecho jornaleros de fábrica.  Kalvindock dista algunos minutos de la ciudad; está en la derecha del Clyde. Los inmensos astilleros fueron pronto invadidos por los curiosos; ni una punta de muelle, ni una tapia de patio, ni un tejado de almacén ofreció, un sitio desocupado; el mismo río estaba cuajado de embarcaciones; en la orilla izquierda, hormigueaban los espectadores en las alturas de Govan.  No se trataba, a pesar de todo, de ninguna ceremonia extraordinaria, sino sencillamente de botar un buque al agua. El público de Glasgow tenía sobrado motivo de estar harto de operaciones semejantes. El Delfín (así se llamaba el buque construido por MM.-Tod y Mac-Grégor) ¿ofrecía pues alguna particularidad?  No, en verdad. Era un gran barco de 1.500 toneladas, de plancha de acero, y en la cual todo se había combinado para obtener una marcha superior. Su máquina, procedente de los obradores de Lancefield-forge, era de alta presión y de 500 caballos de fuerza efectiva. Ponía en movimiento dos hélices gemelas, situadas a ambos lados del codaste, en las partes delgadas de la popa y completamente independientes entre sí, aplicación nueva del sistema de Dugeon y Milwal, que da gran velocidad a los buques y les permite evolucionar en un círculo muy pequeño.  Los inteligentes afirmaban que el calado del Delfín, poco considerable, daba a entender que no estaba destinado a grandes profundidades. Pero todas estas particularidades eran insuficientes para justificar la aglomeración del público.  En resumen, el Delfín era un buque como otro cualquiera. ¿Habría que vencer, para botarlo, alguna dificultad mecánica? Tampoco. El Clyde había ya sentido en sus aguas muchos buques de mayor porte que el Delfín; éste debía botarse del modo más vulgar y sencillo.
En efecto, así que se dejó sentir el reflujo, empezaron las maniobras; los martillazos resonaron con perfecta uniformidad sobre las cuñas destinadas a elevar la quilla del buque, por cuya maciza construcción no tardó en correr un súbito estremecimiento; pronto empezó a desviarse, el movimiento se aceleró, y al cabo de algunos instantes, el Delfín, abandonando los rodillos cuidadosamente ensebados, se encontró en el agua, en medio de espesas volutas de blancos vapores. Su popa chocó contra el fondo cenagoso del río, volvió a elevarse sobre el lomo de una ola gigantesca, y el magnífico barco, arrastrado por su propio impulso, se hubiera estrellado contra los andenes de los astilleros de Govan, si todas sus anclas, cayendo a un tiempo con formidable estruendo no le hubieran contenido.
La operación Había tenido completo éxito. El Delfín se mecía tranquilamente en las aguas del Clyde. Todos los espectadores batieron palmas cuando tomó posesión de su elemento natural, y vivas entusiastas resonaron en ambas orillas.  Pero ¿por qué resonaban aquellos aplausos? Sin duda a los espectadores más apasionados les hubiera costado trabajo explicar su entusiasmo. ¿Cuál era pues la causa de las simpatías que el buque inspiraba? Pura y simplemente el misterio que encubría su destino. Se ignoraba a qué género de comercio iba a ser dedicado; la diversidad de opiniones emitidas sobre este punto por los distintos grupos de curiosos hubiera asombrado con justicia a cualquiera.  Los que estaban o pretendían estar mejor informados, aseguraban que el buque estaba destinado a desempeñar un papel en la guerra terrible que devastaba en aquella época los Estados Unidos de América. Pero nada más sabían, y nadie podía decir si el Delfín era un corsario o un transporte confederado o federal.
¡Viva! -exclamaba uno, afirmando que estaba construido por cuenta del Sur.
¡Hip! ¡hip! ¡hip! -gritaba otro, jurando que jamás buque más ligero había cruzado las costas americanas.
En resumen; para saber la verdad, hubiera sido preciso ser asociado o íntimo amigo de Vicente Playfair y compañía, de Glasgow.  ¡Rica, poderosa e inteligente casa de comercio, era la que tenía por razón social Vicente Playfair y compañía, antigua y honrada familia, descendiente de los lores Tobaco, que edificaron los mejores barrios de la ciudad! Aquellos hábiles negociantes, después del acta de la Unión, habían formado las primeras factorías de Glasgow, traficando en tabacos de Virginia y Maryland. Se hicieron fortunas inmensas en aquel nuevo centro de comercio. No tardó Glasgow en hacerse industrial y manufacturera; fábricas de tejidos y de fundición se edificaron por todas partes, y en pocos años llegó al extremo la prosperidad de la población. 
La casa de Playfair permaneció fiel al espíritu emprendedor de sus antepasados. Se lanzó a las operaciones más atrevidas, sosteniendo el honor del comercio inglés. Su actual jefe, Vicente Playfair, hombre de cincuenta años, de temperamento esencialmente práctico y positivo, aunque audaz, era un armador de pura sangre. Fuera de las cuestiones mercantiles, nada le impresionaba, ni el lado político de las transacciones. Por lo demás, era honrado a carta cabal, e incapaz de una deslealtad.
Pero no podía reivindicar la idea de haber construido y armado el Delfín, pues pertenecía a Jacobo Playfair, su sobrino, guapo mozo de treinta años, el más atrevido capitán de la marina mercante del Reino Unido.  Un día, en Tontine-coffee-room, bajo las bóvedas de la sala de la ciudad, Jacobo, después de leer con ira los periódicos americanos, participó a su tío un proyecto arriesgadísimo.
Tío Vicente -le dijo, poniéndose encarnado como la grana, pueden ganarse dos millones en menos de un mes.
¿Y qué se arriesga? -preguntó el tío.
Un buque y un cargamento.
¿Nada más?
Sí, el pellejo del capitán y de la tripulación; pero eso no se cuenta.
Vamos a ver -dijo el tío Vicente, picado por la curiosidad.
La cosa es clara. ¿Habéis leído la Tribuna, el A New York Herald, el Times, el American Review?
Veinte veces, sobrino.
¿Creéis como yo, que la guerra de los Estados Unidos durará aún mucho tiempo?
Mucho.
¿Sabéis cuánto perjudica esta guerra los intereses de Inglaterra, y particularmente los de Glasgow?
Y más especialmente aun los de la casa Playfair y compañía -añadió el tío.
Esos sobre todo -replicó el sobrino
Cada día me aflijo más, Jacobo, al pensar en los desastres comerciales que esa lucha puede traer consigo. No es esto decir que la casa Playfair no sea fuerte; pero tiene corresponsales que pueden quebrar. ¡Ah! ¡el diablo se lleve a todos los americanos, sean esclavistas o abolicionistas!
Si bajo el punto de vista de los grandes principios de humanidad, superiores siempre a los intereses personales, Vicente Playfair hacía mal en expresarse de este modo, tenía razón bajo el punto de vista puramente comercial. En la plaza de Glasgow se carecía de la más importante materia de la exportación americana.  El hambre de algodón, empleando la enérgica expresión inglesa, se hacía cada vez más temible. Millares de trabajadores se veían obligados a implorar la caridad pública. Glasgow posee 25.000 telares mecánicos que, antes de la guerra, producían 625.000 metros de algodón hilado cada día, es decir 50.000.000 de libras por año. Por estas cifras pueden calcularse las perturbaciones ocurridas en el movimiento industrial de la ciudad, cuando llego a faltar casi por completo la materia hilable. Las quiebras eran continuas. Todas las fábricas suspendían sus trabajos, los jornaleros perecían de hambre.  El espectáculo de aquella inmensa miseria había inspirado a Jacobo Playfair la idea de su atrevido proyecto.
Iré a buscar algodón -dijo, y lo traeré, cueste lo que cueste.
Pero como era tan «negociante» como su tío, resolvió proponer la operación bajo la forma de un negocio mercantil.
He aquí mi idea, tío -dijo.
Veamos.
Es muy sencilla. Vamos a construir un buque de marcha superior y de gran capacidad.
Eso es muy posible.
Lo cargaremos de municiones de guerra, víveres y vestuarios.
Bueno.
Tomaré el mando del barco. Desafiaré a la carrera a todos los buques de la marina federal. Forzaré el bloqueo de uno de los fuertes del Sur...
Venderás caro el cargamento a los confederados que lo necesiten -dijo el tío.
Y volveré con algodón.
Que te darán de balde.
Justamente, tío. ¿Qué tal?
Muy bien. ¿Pero podrás pasar?
Pasaré, si mi buque es bueno.
Se hará uno exprofeso. Pero ¿y la tripulación?
¡Oh! yo la encontraré. No necesito mucha gente. Basta maniobrar. No trato de batirme con los federales, sino de burlarlos.
Los burlarás -respondió el tío con voz segura. Dime, ¿a qué puerto americano piensas dirigirte?
Hasta ahora, algunos buques han forzado el bloqueo de Nueva Orleans, de Willmington y de Savannah. Pero yo trato de entrar directamente en Charleston.  Ningún buque inglés, a excepción de la Bermuda, ha podido penetrar en sus pasos.  Haré lo mismo que él, y, si mi buque cala poco, iré hasta donde no puedan seguirme los buques federales.
Lo cierto es -dijo el tío Vicente- que Charleston está repleto de algodón. Lo queman para librarse de él.
Además, la ciudad está casi cercada. Beauregard carece de municiones, y pagará mi cargamento a peso de oro.
¡Bien, sobrino! ¿Cuándo quieres partir?
Dentro de seis meses. Necesito las noches largas de invierno para pasar más fácilmente.
Se hará como deseas, sobrino.
Está dicho, tío.
He aquí por qué cinco meses después, los astilleros de Kalvindock botaban al agua el Delfín, y por qué nadie conocía su verdadero destino.

1.016. Verne (Julio)

Los forzadores de bloqueos - Cap II. El aparejo

El Delfín estuvo pronto listo. Todo lo preciso para aparejarlo estaba dispuesto, y sólo hubo que ajustarlo. El Delfín llevaba tres palos de goleta, lujo casi inútil, pues, para librarse de los federales, no contaba, y hacía bien, con el viento, sino con la poderosa máquina que encerraba.
A últimos de diciembre, el Delfín fue a hacer sus ensayos en el golfo del Clyde.
Difícil sería decir quién quedó más satisfecho, si el constructor o el capitán.  El nuevo buque volaba y el patent-log [1] no tardó en marcar una velocidad de 17 millas por hora, velocidad que nunca había alcanzado buque alguno, inglés, francés o americano. Indudablemente, el Delfín, luchando con los buques más ligeros, hubiera ganado por muchos cables en una competición marítima. El 25 de diciembre, empezó la estiba. El buque se colocó en el muelle, un poco más abajo de Glasgow Bridge, el último puente que atraviesa el Clyde antes de su desembocadura. Allí, se hallaba almacenada una provisión inmensa de víveres, municiones y vestuario, que pasó rápidamente a la sentina del Delfín. La naturaleza del cargamento revelaba el misterioso destino del buque, y la casa Playfair no pudo guardar el secreto por más tiempo. Por otra parte, el Delfín no podía tardar en hacerse a la mar. Ningún crucero americano se había señalado en las aguas inglesas; además ¿al tratar de reclutar la tripulación, era posible guardar silencio? ¿Podía engancharse un marinero sin darle a conocer su destino?  Pues, cuando un hombre arriesga su pellejo, desea saber cómo y por qué.  Pero esta perspectiva no retrajo a nadie. El salario era bueno, y además cada tripulante tendría parte en las ganancias. Los marineros se presentaron en gran número, y eran de los mejores. Jacobo pudo elegir bien; al cabo de veinticuatro horas, su lista de tripulantes contenía treinta nombres de marineros que hubieran hecho honor al yate de Su Muy Graciosa Majestad.  Se fijó la partida para el 3 de enero. El 31 de diciembre, el Delfín estaba listo. Su sentina rebosaba municiones y víveres; su bodega estaba atestada de carbón. Nada le retenía ya.
El 2 de enero, el capitán se hallaba a bordo, paseando su inteligente mirada por todo el barco, cuando se presentó un hombre en el Delfín preguntando por Jacobo Playfair. Uno de los marineros le condujo a la toldilla.  Era un mocetón robusto, ancho de espaldas, coloradote, y cuyo semblante sencillo no ocultaba cierto fondo de sagacidad y chispa. No parecía muy versado en las cosas marítimas, y miraba en torno suyo como hombre que no ha frecuentado muchas cubiertas de buque. Pero se daba los aires de lobo de mar, mirando el aparejo del Delfín y meneando el cuerpo como los marineros.
Llegado a presencia del capitán, le miró cara a cara y le dijo:
¿El capitán Jacobo Playfair?
Yo soy -respondió Jacobo. ¿Qué quieres?
Embarcarme a bordo de vuestro barco.
No hay plaza vacante.
¡Oh! Un hombre más no os estorbará, sino al contrario.
¿Lo crees así? -dijo Jacobo, mirando al blanco de los ojos de su interlocutor.
Estoy seguro -respondió el marinero.
Pero ¿quién eres?
Un marinero fuerte, os lo aseguro, un mozo de pelo en pecho, un hombre de temple. Dos brazos vigorosos como los que tengo el honor de ofreceros, no son realmente grano de anís, a bordo de un buque.
Pero habiendo otros buques, ¿por qué vienes aquí?
Porque quiero servir precisamente a bordo del Delfín, y a las órdenes del capitán Jacobo Playfair.
No te necesito.
Siempre se necesita un hombre vigoroso; si para probar mi fuerza, queréis ensayarme con tres o cuatro de vuestros hombres, estoy dispuesto.
¡Buena pieza estás! ¿Cómo te llamas?
Crockston, para serviros.
El capitán retrocedió algunos pasos para examinar mejor a aquel Hércules que se le presentaba tan de frente. Su figura, su estatura, todo su aspecto afirmaba sus palabras. Se comprendía que debía poseer una fuerza poco común y que no era blanco.
¿Dónde has navegado? -le preguntó Playfair.
Un poco en todas partes.
¿Sabes lo que va a hacer el Delfín?
Por eso he venido, precisamente por eso.
Pues bien, Dios me condene si dejo escapar un muchacho de tu temple. ¡Ve a buscar al segundo, y que te apunte en lista!
Dichas estas palabras, Jacobo esperaba ver a su hombre dar media vuelta y correr a proa; pero se engañaba. Crockston no se movía.
¿Me has entendido? -le dijo el capitán.
Sí -respondió el marinero. Pero aún tengo algo que proponeros.
Déjame en paz -respondió bruscamente Jacobo. No tengo ganas de conversación.
Dos palabras, ni más ni menos, voy a deciros. Tengo un sobrino.
¡Bonito tío tiene!
¡Eh¡ Eh! -exclamó Crockston.
¿Acabarás? -exclamó el capitán impacientado.
Pues bien; he aquí la cosa: quien toma al tío toma al sobrino, eso por sabido se calla.
¡Ah! ¿De veras?
Sí; es la costumbre. Nunca va el uno sin el otro.
¿Y quién es tu sobrino. Un chico de quince años, un novato a quien enseño el oficio. Tiene buena voluntad y llegará a ser un buen marino.
¿Crees, acaso, maese Crockston, que el Delfín es una simple escuela de grumetes?
No habléis mal de los grumetes -repuso el marinero. Uno de ellos llegó a ser el almirante Nelson, y el otro el almirante Franklin.
En fin -exclamó Jacobo, tienes un modo de hablar que me hace gracia; trae a tu sobrino. Pero si no encuentro en el tío el mozo tremendo que dice ser, el tío se verá conmigo. Vuelve antes de una hora.
Crockston saludó con bastante torpeza al capitán del Delfín, y regresó al muelle. Una hora después, estaba de vuelta a bordo con su sobrino, muchacho flaco y enclenque, de aire tímido y que se parecía poco a su tío, por el aplomo moral y las cualidades vigorosas del cuerpo. Crockston tuvo que animarle con algunas palabras.
¡Vamos! -decía. ¡Valiente! No nos comerán, ¡qué diablo! Además, aún estamos a tiempo de irnos.
¡No, no! -replicó el jovencillo. ¡Dios nos proteja!
El mismo día, el marinero Crockston y el grumete John Stiggs quedaban inscritos en el rol del Delfín.
Al día siguiente, a las cinco, los fuegos del buque se activaron, el puente empezó a temblar a impulso de las vibraciones de la caldera, y el vapor se escapaba silbando por las válvulas. Había llegado la hora de partir.  A pesar de lo matutino de la hora, una multitud compacta se apretaba en los muelles y en Glasgow Bridge, deseosa de saludar por última vez al atrevido buque.
Vicente Playfair estaba allí para despedirse de su sobrino; pero se condujo como un antiguo romano de los buenos tiempos. Su continente fue heroico; los dos sonoros besos que propinó a su sobrino eran claro síntoma de un alma vigorosa.
Anda, Jacobo -dijo al joven capitán; anda ligero y vuelve más ligero aún.
Sobre todo, no dejes de abusar de tu posición. Vende caro, compra barato y merecerás el afecto de tu tío.
Después de esta recomendación, tomada del Perfecto Comerciante, tío y sobrino se separaron al mismo tiempo que todas las visitas se retiraban.  En el mismo día, Crockston y John Stiggs se hallaban en el castillo de proa,  y el primero dijo al segundo:
¡Esto marcha! ¡Esto marcha! ¡Antes de dos horas estaremos en el mar, y un viaje que empieza así me da esperanzas!
Por toda respuesta, el joven estrechó la mano de su tío.
Jacobo Playfair daba en aquel momento las últimas órdenes para la salida.
¿Hay presión? -preguntó al segundo.
Sí, capitán -respondió Mr. Mathew.
Pues largad las amarras.
La maniobra quedó ejecutada en el acto. Las hélices se pusieron en movimiento.  El Delfín se animó, pasó entre los buques del puerto, y desapareció muy pronto de la vista de la multitud, que le saludaba con entusiásticos gritos.  La bajada del Clyde se efectuó fácilmente. Es un río que parece hecho por la mano del hombre y hasta por mano maestra, Desde hace sesenta años, gracias a las dragas y a una limpieza incesante, ha ganado 15 pies en profundidad y se ha triplicado su anchura entre los muelles de la ciudad. El bosque de mástiles y chimeneas no tardó en perderse entre el humo y la niebla. La distancia apagó el ruido de los martillos de las fraguas y de las hachas de los astilleros. Al llegar a la altura del pueblo de Partick, las casas de recreo sustituyeron a las fábricas. El Delfín, moderando la energía de su vapor, navegaba entre los diques en contrapendiente que contienen el río, encajonándolo a veces en pasos muy estrechos; este inconveniente es de poca importancia, pues en un río navegable importa mucho más la profundidad que la anchura. Guiado el buque por uno de esos excelentes pilotos del mar de Irlanda, se deslizaba sin vacilar por entre las boyas, las columnas de piedra y las señales coronados por fanales que marcan el canal. Pronto pasó del pueblecito de Renfrew. El Clyde se ensanchó entonces al pie de las colinas de Kilpatrick y delante de la bahía de Bowling, en cuyo fondo se abre la boca del canal que une a Edimburgo con Glasgow.  Por fin, a 400 pies, en los aires, el castillo de Dumbarton dibujó su silueta, apenas perfilada en la bruma, y pronto en la orilla izquierda los barcos del puerto de Glasgow oscilaron bajo la acción de las olas agitadas por el Delfín.  Algunas millas más allá, Greenock, la patria de Jacobo Walt, quedó atrás.  Hallábase entonces el Delfín en la desembocadura del Clyde y a la entrada del golfo por el cual vierte sus aguas en el canal del Norte. Allí se estremeció al sentir las primeras ondulaciones del mar y pasó a la vista de las pintorescas costas de la isla de Arran.
Por fin dobló el cabo de Cantyre, que atraviesa el canal, reconoció la isla de Rathlin y el práctico volvió en su bote a su pequeño cutter. El Delfín, devuelto a la autoridad exclusiva de su capitán, tomó, al Norte de Irlanda, un derrotero menos frecuentado, y pronto, habiendo perdido de vista las últimas tierras europeas, se encontró en pleno océano.

1.016. Verne (Julio)



[1] Instrumento que marca la velocidad

Los forzadores de bloqueos - Cap III. En alta mar

El Delfín tenía una tripulación magnifica, no precisamente para un combate a abordaje, sino para la maniobra. No necesitaba más. Aquellos muchachos eran todos resueltos, pero más o menos negociantes. Corrían, no tras la gloria, sino tras la fortuna. No tenían pabellón que enseñar, colores que apoyar a cañonazos; toda la artillería del buque se reducía a dos pedreros de señales. El Delfín volaba, respondiendo a las esperanzas de los constructores y del capitán, y pronto pasó del límite de las aguas inglesas. Ni un buque a la vista, la gran carretera del océano estaba libre.
Por otra parte, ningún buque federal tenía derecho a atacarle bajo pabellón inglés, aunque podían seguirle e impedir que quebrantara bloqueos. En vista de estas razones, Jacobo lo había sacrificado todo a la ligereza de su buque, para que nadie fuera capaz de alcanzarlo.
A pesar de todo, el servicio a bordo se hacía con esmerada vigilancia. El frío no impedía que un centinela se hallara siempre en la arboladura, pronto a dar aviso si divisaba en el horizonte la más pequeña vela. Llegada la noche, el capitán hizo al segundo las advertencias más precisas.
Relevad con frecuencia los vigías -le dijo. El frío puede hacer que su vigilancia afloje.
Entiendo, capitán -respondió Mr. Mathew.
Os recomiendo a Crockston para ese servicio. Pretende tener muy buena vista; es preciso probarle. Incluidle en el cuarto de la mañana para que vigile las brumas matutinas, Si ocurre algo, avisadme.
Dicho esto, Jacobo se encerró en su camarote. Mr. Mathew llamó a Crockston y le trasmitió las órdenes del capitán.
Mañana, a las seis, subirás a tu puesto de observación, en las barras de trinquete.
Crockston, a manera de respuesta, profirió un gruñido de los más afirmativos.  Pero aún no había vuelto la espalda el segundo, cuando el marinero empezó a murmurar, acabando por decir:
¿Qué diablos querrá decir con eso de barras de trinquete?
En aquel momento, su sobrino John Stiggs se acercó a él y le dijo:
¿Qué tal, mi buen Crockston?
Bien. Vamos marchando -respondió el marinero con forzada sonrisa. Sólo me fastidia una cosa. Este demonio de barco se sacude las pulgas como un perro que sale del río, de modo que me siento algo revuelto.
¡Pobre amigo mío! -dijo el grumete, mirando a Crockston con vivo sentimiento de gratitud.
-¡Y cuando pienso -repuso el marinero- que a mi edad me permito marearme!... ¡Soy una mujercilla! Pero vamos andando. También me fastidian las barras de trinquete...
Querido Crockston, lo hacéis por mí.
Por vos y por él; pero basta de conversación acerca de esto. Dios nos protegerá. Confiemos en Él.
John Stiggs y Crockston regresaron al puesto de los marineros. El tío no se durmió hasta ver al grumete acostado en el estrecho camarote que le estaba destinado.
Al amanecer, Crockston se levantó para ocupar su puesto. Subió a cubierta, y el segundo le dio orden de trepar a la arboladura y vigilar bien.  El marinero parecía algo indeciso, pero al fin se dirigió hacia la popa.
Pero ¿adónde vas? -gritó Mr. Mathew.
-A donde me enviáis -respondió Crockston.
Te he dicho que a las barras de trinquete.
Pues allá voy -dijo el marinero, continuando hacia la popa.
¿Te estás burlando de mí? -repuso Mr. Mathew con impaciencia. ¿Vas a buscar las barras de trinquete en el palo mesana? ¿A que ni siquiera sabes lo que es tomar un rizo? ¿A bordo de qué gabarra has navegado? ¡Al palo trinquete, bárbaro, al trinquete!
Los marineros de cuarto, que se habían aproximado al oír los gritos, no pudieron menos de soltar la carcajada al ver el aire perplejo de Crockston, que volvía hacia la proa.
Es decir -exclamó, midiendo con la vista el palo cuyo extremo, absolutamente invisible, se perdía en las nieblas de la mañana: ¿es decir que tengo que subir allá arriba?
Sí -replicó Mr. Mathew, y despacha pronto. ¡Por vida de san Patricio! Un buque federal podría meter su bauprés en nuestra jarcia antes de que este gandul llegara a su puesto. ¿Vas o no?
Crockston, sin despegar los labios, se encaramó penosamente, como quien no sabe hacer uso de sus pies ni de sus manos; pero al llegar a la cofa, en lugar de trepar con ligereza, permaneció inmóvil, agarrándose a la jarcia con la energía de un hombre sobrecogido por el vértigo. Mr. Mathew, cansado de tanta torpeza, y sintiendo que la ira le dominaba, le mandó bajar inmediatamente a cubierta.
Ese majadero -dijo al contramaestre- no ha sido marinero en su vida.
Johnston, registrad su maleta.
El contramaestre desapareció.
Crockston, entretanto, bajaba penosamente; pero, habiéndole fallado un pie, se agarró a una cuerda arriada en banda, que cedió, y el pobre hombre cayó rudamente sobre cubierta.
¡Torpe! ¡Bestia! ¡Marino de agua dulce! -dijo Mr. Mathew, a modo de consuelo. ¿Qué has venido a hacer en el Delfín? Te has hecho pasar por un buen marinero, y no distingues el mesana del trinquete. ¡Pues bien, vamos a charlar un poco!
Crockston callaba. Volvía la espalda como hombre dispuesto a recibirlo todo.
Precisamente entonces regresó de su visita el contramaestre.
He aquí -dijo éste, dirigiéndose al segundo- lo que he encontrado. Una cartera sospechosa con cartas.
¡Venga! -exclamó Mr. Mathew. ¡Cartas con el timbre de los Estados Unidos del Norte! ¡M. Halliburtt de Boston! ¡Un abolicionista!  ¡Un federal!... ¡Miserable! ¿Has venido a hacernos traición? No tengas cuidado, vas a probar las uñas del gato de nueve colas. ¡Contramaestre, avisad al capitán!  ¡Y vosotros, muchachos, vigilad a este pillo!
Crockston, al recibir tales piropos, ponía una cara endemoniada, pero no respondía. Le habían atado al cabrestante y no podía mover los pies ni las manos.
Jacobo salió de su camarote y se dirigió hacia la popa. El segundo le puso en el acto al corriente de todo.
¿Qué tienes que alegar? -preguntó el capitán dirigiéndose a Crockston y conteniendo apenas su enojo.
Nada -respondió Crockston.
¿Qué has venido a hacer aquí?
Nada.
¿Quién eres? ¿Un americano, como al parecer indican estas cartas?
Crockston calló.
¡Contramaestre! -dijo Jacobo Playfair; cincuenta zurriagazos para desatarle la lengua. ¿Serán bastante, Crockston?
Veremos -dijo sin pestañear el tío del grumete John Stiggs.
¡Andad vosotros! -dijo el contramaestre. Al oír este mandado, dos vigorosos marineros despoja-ron a Crockston de su blusa de lana. Levantaban ya el temible instrumento sobre las espaldas del paciente, cuando el grumete John Stiggs, pálido y desencajado, se precipitó hacia Jacobo Playfair.
¡Capitán! -gritó.
¡Ah! ¡el sobrino! -dijo el capitán.
Capitán -repuso el grumete haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo; os diré lo que Crockston no ha querido decir. Sí, es americano, y yo también; los dos somos enemigos de los esclavistas, pero no traidores que hayamos venido a entregar el Delfín a las tropas federales.
¿A qué habéis venido entonces? -preguntó el capitán con voz serena, examinando atentamente al muchacho.
Este vaciló algunos instantes antes de responder, y después, con voz bastante serena, dijo:
Capitán, quisiera hablaros a solas.
Mientras John Stiggs formulaba esta petición, Jacobo Playfair no dejaba de mirarle atentamente. La cara joven y amable del grumete, la fineza y delicadeza de sus manos, disimulada apenas por una capa de brea, sus rasgados ojos cuya animación no podía extinguir su dulzura; todo aquel conjunto hizo concebir al capitán cierta idea. Así que el grumete hubo terminado su petición, Playfair miró a Crockston, que se encogió de hombros; después fijó sobre el muchacho una interrogadora mirada que no pudo sostener, y le dijo esta sola palabra:
Seguidme.
John siguió al capitán a la toldilla. Allí, Jacobo Playfair, abriendo la puerta de su camarote, dijo al grumete, cuyas mejillas estaban pálidas de emoción:
-Tomaos la molestia de entrar, miss. John se puso encarnado como una cereza; dos lágrimas surcaron sus mejillas.
Tranquilizaos, miss -dijo Jacobo Playfair con voz más dulce, y hacedme el favor de decirme a qué circunstancia debo el honor de teneros a bordo.  La joven vaciló un instante, pero tranquilizada por la mirada del capitán se decidió a hablar.
Caballero -dijo, voy a unirme a mi padre, que está en Charleston. La ciudad está cercada por tierra y bloqueada por mar. Supe que el Delfín se proponía forzar el bloqueo y decidí tomar pasaje a su bordo. Dispensadme si lo he hecho sin vuestro consentimiento. Me lo hubierais negado.
Indudablemente.
He hecho, pues, bien en no pedíroslo -dijo la joven con voz más firme.
El capitán se cruzó de brazos, y después de dar una vuelta por el camarote:
¿Cómo os llamáis? -preguntó.
Jenny Halliburtt. -Vuestro padre, si recuerdo bien lo que dicen las señas escritas en las cartas cogidas a Crockston, es de Boston.
Sí, señor.
¿Cómo un hombre del Norte se halla en una ciudad del Sur en lo más serio de la guerra?
Está prisionero. Se hallaba en Charleston cuando se dispararon los primeros tiros de la guerra civil y cuando las tropas de la Unión fueron desalojadas del fuerte Sumter por los confederados. Las opiniones de mi padre le hacían odioso a los esclavistas y, a pesar de todos sus desvelos, fue preso por orden del general Beauregard. Yo estaba entonces en Inglaterra, al lado de una señora de nuestra parentela, que acaba de morir, y sola, sin más apoyo que Crockston, el servidor más fiel de mi familia, he querido unirme a mi padre y compartir su prisión.
¿Qué era, pues, Mr. Halliburtt?
Un leal y valeroso periodista -respondió Jenny con orgullo; uno de los más dignos redactores de la Tribuna[1], el que más intrépidamente ha defendido la causa de los negros.
¡Un abolicionista! -exclamó violentamente el capitán, ¡uno de esos hombres que con el pretexto de abolir la esclavitud, han cubierto su país de sangre y de ruinas!
Caballero -repuso Jenny Halliburtt palideciendo: no sé cómo no os avergüenza insultar a mi padre, estando yo sola para defenderle. Un vivo rubor subió a la frente del joven capitán, se apoderó de él una mezcla extraña de cólera y vergüenza. Iba tal vez a responder groseramente a la joven, pero logró contenerse y abrió la puerta del camarote.
¡Contramaestre! -gritó. El contramaestre se presentó en el acto.
-Este camarote será en lo sucesivo el de miss Jenny Halliburtt -dijo Jacobo Playfair. Que me preparen una hamaca en el fondo de la toldilla. No necesito más.  El contramaestre miraba atónito al joven grumete calificado de miss, pero, a una seña de Jacobo Playfair, salió.
Y ahora, miss, estáis en vuestra casa -dijo el capitán del Delfín.
Dicho esto, se retiró. 

1.016. Verne (Julio)


[1] Periódico abolicionista

Los forzadores de bloqueos - Cap IV. Picardias de crockston

Toda la tripulación supo muy pronto la historia de miss Halliburtt.  Crockston no se hizo de rogar para contarla. Por orden del capitán, el fiel servidor había sido desatado y el gato de nueve colas había vuelto a su escondrijo.
¡Bonito animal! -dijo Crockston; sobre todo cuando no araña.
Así que se vio libre, bajó al puesto de los marineros y tomó una maleta que llevó a Jenny. Esta pudo recobrar se traje de mujer, pero no volvió a aparecer sobre cubierta.
En cuanto a Crockston, habiendo todos reconocido que era menos marino que un mozo de caballos, quedó dispensado de todo servicio.  Entre tanto el Delfín seguía navegando por el Atlántico, cuyas olas torcía con su doble hélice. Toda la maniobra estaba reducida a vigilar atentamente. Al día siguiente, Jacobo Playfair paseaba con rápido paso por la toldilla. No había hecho ninguna tentativa de volver a ver a la joven para reanudar la conversación.
Mientras paseaba, Crockston se cruzaba frecuentemente con él; y le examinaba haciendo un gesto de satisfacción. Evidentemente, ansiaba hablar con el capitán, mirándole con tal insistencia que acabó por impacientarle.
Vaya, ¿qué quieres aún? -dijo Jacobo interpelando al americano. Das vueltas a mí alrededor como un nadador en torno de una boya. ¿Va a ser esto el cuento de nunca acabar?
Dispensadme, capitán -replicó Crockston guiñando un ojo; tengo algo que deciros.
¿Hablarás?
¡Oh! es muy sencillo. Quiero deciros que sois un hombre honrado en el fondo.
¿Por qué en el fondo? también en la superficie.
No necesito piropos.
No son piropos. Esperaré para echároslos a que hayáis llegado al fin.
¿A qué fin?
Al de vuestra misión.
¡Ah!... ¿tengo una misión que cumplir?
Es claro, habéis recibido a la niña y a mí. Bien. Habéis cedido vuestro camarote a miss Jenny. Bien. Me habéis perdonado los correazos. No puede ir mejor. Nos lleváis a Charleston. Es admirable. Pero no basta.
¡Cómo! ¿no es eso todo?
¡Ca, no señor! -respondió Crockston con aire picaresco. El padre está prisionero allá abajo.
¿Y qué?
¿Y qué? Que es preciso liberarle.
¿Liberar al padre de miss Jenny?
Sin duda.¡Un hombre de bien! ¡Un ciudadano honrado! Vale la pena que se haga algo por él.
Maese Crockston -dijo Jacobo frunciendo el entrecejo; me parece que eres un bromista de marca mayor. Pero, recuerda esto: no estoy de humor para bromas.
Os equivocáis, capitán. No pienso en chancearme. Os hablo formalmente. Lo que os propongo os parece absurdo en este momento, pero así que hayáis reflexionado, os convenceréis de que no podéis pasar por otro punto.
¡Cómo! ¿Tendré que liberar a mister Halliburtt?
Eso mismo. Pediréis su libertad al general Beauregard, que no os la negará.
¿Y si me la niega?
Entonces -respondió Crockston con la mayor naturalidad- emplearemos los grandes recursos, y liberaremos al prisionero ante las barbas de los confederados.
De manera que, no contento con atravesar las escuadras federadas y con forzar el bloqueo de Charleston, tendré que tomar el mar bajo el cañón de los fuertes, y todo eso por liberar a un señor a quien no conozco, a uno de esos abolicio-nistas que detesto, uno de esos emborronadores de papel que derraman tinta en vez de derramar su sangre.
¡Oh! ¡Cañonazo más o menos! -añadió Crockston.
Maese Crockston -dijo Jacobo Playfair; escucha bien: si tienes la desgracia de volver a hablarme de ese asunto, te envío al fondo de la sentina por todo el tiempo de la travesía, para que aprendas a contener la lengua.
Y el capitán despidió al americano, que se alejó murmurando:
¡Bah! no estoy descontento de la conversación. Ya se lo he dicho. Esto marcha; esto marcha.
Jacobo, al decir «un abolicionista a quien detesto» había dicho más de lo que sentía.
No era partidario de la esclavitud, pero no quería admitir que la cuestión de la esclavitud fuera predominante en la guerra de los Estados Unidos, a pesar de las declaraciones del presidente Lincoln. ¿Pretendía que los Estados del Sur, ocho de treinta y seis, tenían el derecho de separarse, puesto que se habían reunido voluntaria-mente? Nada de eso. Detestaba a los del Norte, y esto era todo. Los detestaba como antiguos hermanos separados de la familia, verdaderos ingleses que habían juzgado oportuno hacer lo que él, Jacobo Playfair, aprobaba en los Estados confederados. Tales eran las opiniones políticas del capitán del Delfín; pero, sobre todo, la guerra le perjudicaba personalmente, y odiaba a los que la hacían. Se comprende, pues, que acogiera mal la proposición de salvar a un federal y de ponerse en contra de los confederados, con quienes pretendía traficar.
Las insinuaciones de Crockston no le dejaban en paz ni un instante. Quería desechar su recuerdo, pero éste asediaba sin des-canso su mente; cuando, al otro día, miss Jenny subió un momento a cubierta, no se atrevió siquiera a mirarla.  Aquella joven, de rubia cabellera, de ojos rasgados e inteligentes, merecía ser mirada por un joven de treinta años, pero Jacobo se encontraba perplejo en su presencia, comprendía que aquella encantadora criatura poseía un alma fuerte y generosa, educada en la escuela de la desgracia. Comprendía que su silencio para con ella encerraba una negativa a acceder a sus votos más fervientes. Por lo demás, miss Jenny, aunque no buscaba a Jacobo, tampoco le evitaba Miss Halliburtt salía poco de su camarote, y nunca hubiera dirigido la palabra al capitán, si una estratagema de Crockston no les hubiera hecho encontrarse.  El digno americano era un fiel servidor de la familia de Halliburtt. Había sido educado en casa de su amo, y su adhesión no tenía límites. Su buen sentido igualaba a su valor. Tenía una manera particular de ver las cosas, una filosofía particular respecto a los acontecimientos; no se desanimaba nunca, sabiendo salir de apuros en las circunstancias más difíciles.
Se había empeñado en liberar a mister Halliburtt, empleando, para salvarle, el buque del capitán y al capitán mismo, y regresar a Inglaterra. Tal era su proyecto, aunque la joven sólo pretendía compartir el cautiverio con su padre.  Crockston trataba, en consecuencia, de convencer a Playfair. Le había abordado, pero el enemigo no se había rendido; al contrario.
«Es preciso -se dijo-, es preciso absolutamente que miss Jenny y el capitán se entiendan. Si hacen el mudo durante toda la travesía, no conseguiremos nada. Es preciso que hablen, que discutan, hasta que riñan, pero que hablen; que me ahorquen si en la conversación el capitán no propone por sí mismo lo que ahora se niega a hacer.» Pero cuando vio que los dos jóvenes evitaban encontrarse empezó a sentirse perplejo.
«Es preciso acabar de una vez», se dijo.
En la mañana del cuarto día entró en el camarote de miss Jenny, frotándose las manos con aire de completa satisfacción.
¡Buena noticia -exclamó, buena noticia! ¡Nunca adivinaríais lo que me ha propuesto el capitán!  ¡Qué buen sujeto!
¡Ah! -exclamó Jenny, cuyo corazón palpitó violentamente; ha propuesto...
Liberar a Mr. Halliburtt; robárselo a los confederados y llevarlo a Inglaterra.
¿Es cierto? -gritó la joven.
Como lo oís. ¡Es todo un hombre de corazón! Así son los ingleses. Muy malos o muy buenos. ¡Ah! puede contar con mi gratitud; me dejaría hacer pedazos por darle gusto.
Profunda fue la alegría de Jenny. ¡Liberar a su padre! Nunca se hubiera atrevido a concebir semejante proyecto. ¡Y el capitán del Delfín iba a arriesgar por ella su buque y su tripulación!
Creo, miss -dijo Crockston, que merece que le deis las gracias.
¡Más que las gracias -exclamó la joven, una amistad eterna!
Y miss Jenny salió de su camarote, para ir a manifestar al joven capitán cuan reconocido le estaba su corazón.
«¡Esto va cada vez mejor! -murmuró el americano. ¡Esto va que vuela!» Paseábase Jacobo por la toldilla y, como se comprende, quedó sorprendido, por no decir estupefacto, al ver que la joven se acercaba a él, y con los ojos llenos de lágrimas de gratitud, le alargaba la mano, diciendo:
¡Gracias, caballero, gracias por vuestro interés, que nunca me hubiera atrevido a esperar de un extraño!
Miss -dijo el capitán, que no comprendía ni podía comprender-; no sé...
Pero vais a correr muchos peligros por mí, tal vez compro-metiendo vuestros intereses. Habéis hecho ya tanto, concediéndome a bordo una hospitalidad a que no tengo derecho alguno...
Perdonadme, miss Jenny. -respondió Jacobo Playfair, pero os aseguro que no entiendo vuestras palabras. Me he conducido con vos como hace todo hombre bien educado con una mujer, y no merezco tanta gratitud.
Caballero, inútil es fingir por más tiempo. Crockston me lo ha dicho todo.
¡Ah! -dijo el capitán: ¡Crockston os lo ha dicho todo! Entonces aún en- tiendo menos el motivo que os ha hecho abandonar vuestro camarote para...  Al hablar así, el capitán se hallaba en una situación difícil; recordaba la brutalidad con que había acogido la proposición del americano; pero Jenny, muy afortunadamente para él, no le dio tiempo para explicarse más, pues le interrumpió, diciendo:
Caballero, al tomar pasaje a bordo de vuestro buque, no tenía otro proyecto que ir a Charleston; allí, por crueles que sean los esclavistas, no hubieran negado a una hija compartir la prisión de su padre. Esta era toda mi esperanza; nunca me hubiera atrevido a confiar en una libertad imposible, pero ya que vuestra generosidad llega al extremo de querer liberar a mi padre, ya que tratáis de intentarlo todo por salvarle, podéis contar con mi eterno agrade-cimiento.  ¡Dejadme daros la mano!
Jacobo no sabía qué decir ni qué cara poner. No se atrevía a tomar la mano que la joven le tendía. Sabía que Crockston le había comprometido para que no pudiera retroceder.
Sin embargo, no entraba en sus ideas contribuir a la libertad de Mr. Halliburtt, empuñándose en tan arduo negocio. Pero ¿cómo destruir las esperanzas de aquella pobre hija? ¿Cómo rehusar la mano que le tendía con sentimiento de profunda amistad? ¿Cómo convertir en lágrimas de dolor las lágrimas de gratitud que brotaban de sus ojos?
Así, el joven trató de responder evasivamente, conservando su libertad de acción, sin soltar prenda para el porvenir.
Miss Jenny -dijo, creed que haré todo lo posible por... Y tomó en sus manos la pequeña mano de Jenny; pero, al sentir su dulce presión, comprendió que su corazón se derretía, que su cabeza se turbaba; le faltaron palabras para expresar sus pensamientos, y balbuceó:
Miss... miss Jenny... por vos...
Crockston, que le veía, se frotaba las manos, muy contento, repitiendo: «¡Esto corre que vuela! ¡Corre que vuela!» ¿Cómo hubiera salido acabo de tan embarazosa situación? Difícil sería decirlo.  Pero, afortunadamente para él, aunque no para el Delfín, se oyó la voz del vigía:
¡Ohé! ¡Oficial de cuarto!
¿Qué hay? -preguntó Mr. Mathew.
¡Una vela!
Jacobo, dejando sola a la joven, se lanzó a los obenques de mesana.

1.016. Verne (Julio)

Los forzadores de bloqueos - Cap V.- Las de la «iroquesa» y los argumentos de miss jenny

La navegación del Delfín había sido, hasta entonces, muy feliz y rápida. Ni un solo buque se había visto antes de la vela que el vigía acababa de señalar.
Hallábase el Delfín a 32º 15’ de latitud y a 57º 44’ O. del meridiano de Greenwich, esto es, a los tres quintos de su carrera, Hacía 48 horas que paseaba sobre el océano una niebla que entonces empezaba a levantarse. La bruma favorecía al Delfín, ocultando su marcha, pero también le impedía observar el mar en gran extensión, de manera que, sin sospecharlo, podía navegar, bordo a bordo, digámoslo así, con los buques cuyo encuentro trataba de evitar.  Esto era precisamente lo que había sucedido. El buque señalado en aquel momento sólo distaba tres millas a barlovento.
Así que llegó a las barras, distinguió perfectamente una corbeta federal que marchaba a todo vapor. Se dirigía hacia el Delfín, para cortarle el camino.
El capitán bajó a cubierta, y dijo a su segundo:
¿Qué pensáis de ese buque, Mr. Mathew?
Que es un buque federal que ha adivinado nuestro objeto.
En efecto, ya no cabe duda respecto a su nacionalidad -repuso Jacobo. Mirad.
La corbeta enarbolaba en aquel momento el estrellado pabellón de los Estados Unidos, asegurando sus colores con un cañonazo.
Nos invita a enseñar los nuestros -dijo Mr. Mathew. Pues bien, enseñémoslos; no hay por qué avergonzarse de ellos.
¿Para qué? Nuestro pabellón no nos cubriría, ni impediría que esas gentes quisieran visitarnos. No. Vamos adelante.
Y de prisa -añadió Mr. Mathew, porque si no me engaño, he visto ya esa corbeta en alguna parte, cerca de Liverpool, donde vigilaba los buques en construcción. Que pierda mi nombre si no se lee La Iroquesa en la tabla de su popa.
¿Qué tal marcha tiene?
Una de las mejores de la marina federal.
¿Cuántos cañones tiene?
Ocho.
¡Poca cosa!
¡Oh! no os encojáis de hombros, capitán. De esos ocho cañones hay dos giratorios, uno de ellos de 60 en la popa y otro de 100 sobre cubierta, ambos rayados.
¡Diablo! ¡Son Parrots, que tienen tres millas de alcance!
Y más aún, capitán.
Pues bien, Mr. Mathew, sean los cañones de 100 o de 4, alcancen tres millas o quinientas yardas, es lo mismo, cuando se corre bastante para evitar sus balas.  Haced activar los fuegos.
El segundo trasmitió al maquinista las órdenes del capitán y pronto una negra humareda brotó de las chimeneas.
Tales síntomas no debieron ser del agrado dé la corbeta, pues hizo al Delfín señal de ponerse al pairo. Pero Jacobo no hizo caso, y no varió la dirección de su marcha.
Y ahora -dijo, vamos a ver lo que hace esa Iroquesa Buena ocasión se le presenta de saber cuánto alcanza su cañón de cien.  ¡A todo vapor!
¡Bueno! -dijo Mr, Mathew. No tardaremos en recibir un magnífico saludo.
Al volver a la toldilla, encontró el capitán a miss Jenny, tranquila-mente sentada.
Miss Jenny  -le dijo, ese buque que veis a barlovento va a darnos caza, y como nos va a hablar a cañonazos, os ruego aceptéis mi brazo para acompañaros a vuestro camarote.
Muchas gracias, Mr. Playfair -respondió la joven, mirándole con dulzura; pero no me asusta un cañonazo.
Pero, a pesar de la distancia, podéis correr peligro.
¡Oh! no me han educado como una niña miedosa. En América nos acostumbran a todo. Os aseguro que las balas de la Iroquesa no me harán bajar la cabeza.
Sois muy valiente, miss Jenny.
Supongámoslo así, Mr. Playfair, y permitidme estar a vuestro lado.
No puedo negaros nada, miss Halliburtt, dijo Jacobo, admirado de la serenidad que veía en la joven.
Apenas había pronunciado estas palabras, se vio una humareda blanca que brotaba de la corbeta federal. Antes de que se oyera el ruido de la detonación, un proyectil cilindro-ojival, girando sobre su eje con espantosa rapidez y atornillán-dose en el aire, por decirlo así, se dirigió al Delfín. Podía seguírsele en su marcha, que se operaba con cierta lentitud relativa, porque los proyectiles salen de los cañones rayados con menor velocidad inicial que de los cañones de ánima lisa.
Llegada a 20 brazas del Delfín, la bala, cuya trayectoria se deprimía sensiblemente, rebotó sobre las olas, marcando su paso con una serie de surtidores; dejó al buque en la amplitud de uno de sus rebotes, pero le cortó, al paso, el brazo de estribor de la verga de trinquete, y se hundió a 30 brazas de distancia.
¡Diablos! -exclamó Jacobo Playfair. ¡Corramos! ¡Corramos! no tardará en llegar la segunda bala.
¡Oh! -dijo Mr. Mathew: se necesita algún tiempo para cargar semejantes piezas.
A fe mía, que esto es digno de verse -dijo Crockston que, cruzado de brazos, miraba la escena como personaje indiferente.  ¡Y pensar que son nuestros amigos quienes nos envían semejantes proyectiles!
¡Ah!  ¿Eres tú? -gritó Jacobo, midiendo al americano de pies a cabeza.
Yo soy, capitán -repuso imperturbable el americano. Acabo de mirar como tiran esos valientes fedérales. ¡No lo hacen mal, no lo hacen mal!  El capitán iba a responder con acritud a Crockston pero, en aquel momento, un segundo proyectil se hundió en las aguas, a poca distancia de la banda de estribor.
¡Bien! -gritó Jacobo. ¡Hemos ganado dos cables sobre la Iroque-sa! Tus amigos corren como una boya. ¿Oyes maese Crockston?
No diré que no -repuso el americano, y, por primera vez en mi vida, me alegro de eso.
Un tercer proyectil quedó mucho más atrás que los dos primeros, y, en menos de diez minutos, el Delfín se había puesto fuera del alcance de los cañones de la corbeta.
Esto vale más que todos los patent-logs del mundo, Mr. Mathew -dijo Jacobo.
Gracias a esas balas sabemos ya a qué atenernos respecto a la marcha del buque.
Ahora, haced que moderen el fuego. No quememos carbón inútilmente.
¡Mandáis un buen buque! -dijo miss Halliburtt al capitán.
Sí, miss. Jenny; traga 17 nudos, mi valiente Delfín; antes de acabar el día habremos perdido de vista la corbeta federal.
Jacobo no exageraba las cualidades marineras de su barco; aún no se había puesto el sol y los topes del buque americano habían desaparecido bajo el horizonte.  Este incidente permitió al capitán apreciar bajo un nuevo aspecto el carácter de miss Halliburtt. El hielo de la indiferencia estaba ya roto. Durante el resto de la travesía las conversaciones del capitán y su pasajera fueron muy frecuentes.  Jacobo halló en Jenny una joven serena, fuerte, reflexiva, inteligente, que hablaba con la mayor franqueza, a la americana, que tenía ideas fijas sobre todo y las emitía con profunda conciencia, que penetraba en el corazón de Jacobo, sin saberlo él. Apreciaba su país y la gran idea de la Unión, y se expresaba, acerca de la guerra de los Estados Unidos, con un entusiasmo de que no hubiera sido capaz otra mujer. En más de una ocasión, Jacobo se vio cortado, sin saber qué contestar a sus argumentos. Muy frecuentemente, las opiniones del comerciante entraban en juego y Jenny las atacaba rigurosamente no queriendo ceder nunca. En un principio, Jacobo discutió mucho, tratando de sostener a los confederados contra los federales, de probar que el derecho estaba de parte de los secesionistas, y afirmar que, gentes que se habían reunido voluntariamente, podrían separarse del mismo modo. Pero la joven no quiso ceder en este punto, y demostró que, en la lucha americana, la cuestión capital era la esclavitud, y que la guerra que hacía el Norte al Sur era más una guerra de moral y humanidad que una guerra política. Jacobo fue derrotado, sin que pudiera defenderse. En sus discusiones escucha-ba, sobre todo. No podemos decir si le impresionaban tanto los argumentos de su antagonista como el encanto que sentía al oírla; pero al menos, hubo de reconocer que el caballo de batalla de la guerra de los Estados Unidos era la esclavitud, y que era preciso resolver de una vez la cuestión, acabando con los últimos horrores de los tiempos bárbaros.  Por lo demás, las opiniones políticas del capi-tán, como ya hemos indicado, no estaban muy arraigadas. Aunque hubiera tenido más fe en ellas las hubiera sacrificado a argumentos presentados bajo aquellas formas y en tales condiciones. Pero el comerciante llegó a verse atacado directamente en sus más caros intereses, un día que se tocó la cuestión del tráfico a que se dedicaba el Delfín, a propósito de las municiones que llevaba a los confedera-dos.
Sí, Mr. Jacobo -le dijo miss Halliburtt; el agradecimiento no debe impedir que os hable con absoluta franqueza. Al contrario. Sois un valeroso marino; un hábil comerciante; la casa Playfair se cita por su honradez; pero, en este momento, hace un negocio indigno de ella.
¡Cómo! -exclamó Jacobo. ¿No tiene la casa Playfair el derecho de tentar semejante operación de comercio?
¡No! Lleva municiones de guerra a desgraciados que luchan contra el gobierno regular de su país; fuertes armas a una mala causa.
A fe mía, miss Jenny -repuso el capitán, no discutiré con vos el derecho de los confederados. Sólo os diré; soy comerciante; los intereses de mi casa ante todo. Busco la ganancia donde se presenta.
Eso es precisamente lo censurable, Mr. Jacobo -replicó la joven. La ganancia no excusa. Cuándo vendéis a los chinos el opio que les embrutece, sois tan culpables como ahora proporcionando al Sur medios de prolongar una lucha criminal.
¡Oh! esta vez, miss Jenny, no puedo daros la razón. Sois demasia-do injusta.
No. Lo que digo es justo, y cuando consultéis con vuestra propia conciencia, cuando reflexionéis en el papel que estáis desempeñando y en los resultados de que sois responsables, me daréis la razón sobre este punto, como sobre otros muchos me la habéis dado.
Jacobo quedaba aturdido, y se separaba de Jenny; atacado de verdadera cólera, pues le humillaba su propia impotencia, continuaba enfadado por espacio de media hora, como un niño, pero volvía luego al lado de aquella joven singular que le abrumaba con sus argumentos acompañados de tan amable sonrisa.  En una palabra, el capitán ya no se pertenecía.
Ya no era amo después de Dios, a bordo de su buque.  Así, con gran alegría de Crockston, los negocios de Mr. Halliburtt iban por buen camino. El capitán parecía decidido a arrostrarlo todo para libertar al padre de miss Jenny, aunque debiera, para conseguir este resultado, comprometer al Delfín, su tripulación y su cargamento y merecer las maldiciones de su digno tío Vicente.

1.016. Verne (Julio)