Ni
la vida es para la utilidad empíricamente considerada, fuera de toda
finalidad metafísica, ni la enseñanza es directamente para fin
alguno ajeno a ella misma. Así como el arte sólo llega a ser útil
a otros fines si primero se le deja ser quien es, sólo arte, así la
ciencia sólo da sus frutos de bien individual y social cuando se
cultiva ante todo por ella misma.
La
influencia beneficiosa del saber en todas las demás esferas
legítimas de actividad humana, es infalible, pero no ha de
violentarse, no ha de profanarse con exigencias que lo más que
pueden conseguir es tomar por ciencia un artificio. Por ser así
indirectas estas ventajas reflejas, puede decirse, de la enseñanza,
cuando se cultiva por sí misma, es muy atinada la observación de M.
Breal cuando dice: «Las cualidades que la enseñanza científica da
a una nación, se sienten más bien que se definen, y más fácilmente
se nota su necesidad cuando faltan, que se describen sus ventajas,
sin caer en la vulgaridad.»
Pero
es el caso que la ciencia considerada así, y la enseñanza vista con
tal carácter, exceden del criterio que lógicamente puede adoptar el
utilitarismo, porque esto de saber por saber es pura idealidad. Una
idealidad que se remonta a los tiempos oscuros de Salomón. Para
muchos, las palabras del Eclesiastés
tienen
que ser de pura sabiduría; más aún: para el que en menos las
estime, tienen que ser dignas de meditación y revelarle un hondo
sentido.
Ya
comienza el real predicador desde el capítulo primero
persuadiéndonos de la semejanza de las cosas que son y fueron y
serán; y aunque al parecer se inspira en lo que hoy se llamaría,
con palabra impropia aplicada a este caso, pesimismo, como quiera que
este desesperado de las vanidades del mundo no desespera de Dios, y
con Dios no hay pesimismo posible, hay que penetrar más y ver que de
las palabras famosas del Eclesiastés
se
puede sacar doctrina análoga a la que ya indicaba yo al referirme al
modo vulgar de entender el progreso y la evolución. Ni la evolución
ni el progreso hay que referirlos al universo, bajo pena de llegar
inmediatamente a lo que llama Spencer un no-pensamiento. La evolución
es siempre de algo particular que se considera aparte con abstracción
de lo que con ella subsiste; el progreso es siempre relativo a seres
determinados. Y a más de esto, hay que tener en cuenta lo que
pudiera llamarse la dignidad de cada momento, el valor real del
objeto en cada instante de su evolución; de otro modo: que el
progreso no es un eterno anhelar, no consiste en considerar lo que
atrás queda como puro medio, como escalón para llegar más arriba;
que no hay momentos sustanciales y momentos accesorios; que no vamos
corriendo por la vida para alcanzar un fin que esté, como una meta,
a lo último en un estado ideal, que es pura abstracción así
considerado; cada día tiene su ideal, cada hora tiene su ideal; y
así lo entienden los santos que en todos los momentos de su vida
procuran ser perfectos. Por eso no es melancólica la idea de dar a
lo que atrás queda, igual valor, en lo esencial, que a lo que nos
aguarda; por eso no debe darnos tristeza que la
Iliada, después
de tantos siglos, no haya sido vencida por ningún poema de los
muchos buenos que hicieron más tarde los hombres, como el mismo
Frary, buen humanista, confiesa.
«Generación
va y generación viene, dice Salomón, mas la tierra siempre
permanece.» ¿Y qué? También se irá la tierra, mas no por eso se
acabará el mundo. Amemos la realidad, no amemos el tiempo. Los
afanes son por el tiempo, por las mudanzas, por la forma. La
serenidad de los dioses nació de su vista de águila, que abarcaba
la igualdad fundamental de lo que fue, de lo que es y de lo que será
un día. Y tened en cuenta que si no hubo jamás dioses, es decir,
dioses falsos, hubo hombres capaces de inventarlos, y de pensar y
sentir como debieran pensar ellos; y éste es el modo mejor que cabe
de haber existido los dioses. Desde este punto de vista, en las
palabras del rey sabio sobre la tristeza brilla la santidad, es
decir, la dignidad sagrada de las cosas, y no cabe llamar ya a esto
pesimismo. Y en cuanto al valor real de cada momento, a la igualdad
de interés e importancia de cada cosa en su género, también en el
libro de que hablo encontramos confirmaciones, pues el capítulo III
comienza diciendo: «Para todas las cosas hay sazón, y todo debajo
del cielo tiene su tiempo; hay tiempo de vivir y tiempo de morir,
tiempo de agenciar y tiempo de perder...; tiempo de guardar y tiempo
de arrojar; Dios todo lo hizo hermoso en
su tiempo,
y aun el mundo dio en su corazón de manera que no alcance el hombre
la obra de Dios desde el principio hasta el cabo. Yo he conocido que
no hay nada mejor para los hombres que alegrarse y hacer bien en su
vida.» Todo esto que dice el sabio de la Biblia, está preñado de
sanos y profundos preceptos pedagógicos, que fácil sería deducir
de lo copiado. Fijémonos sólo en esto: el plan del Universo excede
de los alcances del hombre; la utilidad definitiva no podemos
nosotros decir cuál es; pero alegrémonos y hagamos el bien, que
viene a ser lo mismo para el bueno: obrar
bien es lo que importa,
dice nuestro Calderón. ¡Cuán lejos del utilitarismo estamos! Pero
en cambio estamos en plena idealidad. Aplicad todo esto a la ciencia
y a la enseñanza, y veréis que debemos hacer el bien del saber, que
es buscar la verdad, por el bien mismo, por la verdad misma, no con
el anhelo y el ansia de sacrificarlo todo al medro, a mejorar de
fortuna, porque todo eso es vanidad y nada nuevo en suma; no porque
nosotros sepamos cuál es la utilidad definitiva de las cosas, porque
esa está en manos de Dios, es decir, excede de nuestro horizonte
visible, sino porque la verdad como tal, como bien, como alegría, es
lo único que nos toca procurar. Pero hay más: en el capítulo II,
Salomón trata directamente nuestro objeto. Él es rey, un rey, como
dice él mismo francamente, que ha sabido darse muy buena vida; dudo
yo que los comisionistas y literatos de M. Frary que han de llegar a
explotar el comercio y la literatura, respectivamente, de Annam y de
la América española, cuando sepan annamita y español, puedan
llegar a tener el regalo y el ocio, suprema aspiración de sus
estudios, de que disfrutaba el hijo de David. Él nos lo cuenta: se
propuso agasajar su carne con vino, y así lo hizo: edificó casas,
plantó viñas, hízose huertos y jardines, estanques para regar los
bosques; tuvo siervos y siervas, e. hijos de familia; vacas y ovejas,
plata y oro, cantores y cantoras, instrumentos músicos, todos los
deleites; de nada privó a sus ojos, ningún placer negó a su
corazón; ¿y qué resultó de todo esto? Que todo era vanidad y
aflicción de espíritu, y nada más había debajo del sol. Y sin
embargo, era el rey; y como él dice: ¿quién comerá y quién se
cuidará mejor que yo? Harto de tanta utilidad...
inútil,
volviose Salomón a mitrar la sabiduría y los desvaríos y la
necedad: y he visto, dice, que la sabiduría sobrepuja a la
ignorancia como la luz a las tinieblas, porque el sabio tiene sus
ojos en su cabeza (es decir, ve por sí mismo, otro gran principio de
la enseñanza racional) y el necio anda en tinieblas. Mas no por esto
se crea que la sabiduría ha de servirlo al sabio para fines de
interés material, para pasarlo mejor, para elevarse, en cuanto
hombre, sobre las miserias comunes de la vida; el Eclesiastés
nos lo dice inmediatamente después de señalar un abismo entre saber
y no saber: «Empero también entendí yo que un mismo suceso
acaecerá al uno y al otro,» al necio y al sabio. «En los días
venideros ni de uno ni de otro habrá memoria.» Es verdad: la gloria
tampoco es un fin desinteresado, y está envuelta en la vanidad de
todo. «Morirá el sabio como el necio.» Mas todo esto le sirve a
Dios para probar al hombre; y más lejos va la prueba, porque el
sabio, como criatura mortal, no sólo iguala al ignorante, sino al
animal miserable. «Porque el suceso de los hijos de los hombres y el
suceso del animal, el mismo es; como mueren los unos, así mueren los
otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre
que la bestia, porque todo es vanidad. Todo va a un lugar; todo es
hecho del polvo y todo se tornará en el mismo polvo. ¿Quién sabe
que el espíritu de los hijos de los hombres suba arriba y que el
espíritu del animal descienda debajo de la tierra? Así que he
visto, concluye el rey, que no hay bien como alegrarse el hombre con
lo que hiciere».
No
diré, señores, que esta teoría anti-utilitaria, desenvuelta
poéticamente por Salomón, sea algo idéntico al dilettantismo
filosófico,
entendido en toda su profundidad, de algunos pensadores modernos;
pero es indudable que, sin violencia, de lo examinado se concluye que
la sabiduría que el texto alaba es la desinteresada, la que no sirve
para fines extraños a ella misma, ni siquiera para sacarnos de la
angustiosa duda de nuestro destino ultratelúrico. Ya lo visteis; el
saber humano ni siquiera puede asegurarnos del vuelo que toma nuestro
espíritu al llegar la muerte. Dios nos prueba dejándonos ignorarlo:
la ciencia puramente humana en tiempo del Eclesiastés,
no
llegaba hasta saber eso; hoy le pasa lo mismo. Y sin embargo, la
ciencia es buena. Todos estos capítulos que he extractado parecen
obra, no de mil años anterior a Jesús, o por lo menos de cien años
anterior, según se crea, sino contemporánea nuestra. Ved el sentido
que da Taine al espíritu de la especulación en la filosofía del
Continente, en oposición al de la filosofía utilitaria en
Inglaterra; ved la explicación que da Renan de su dilettantismo
racional,
y hallaréis en el fondo lo mismo que el Eclesiastés
nos
enseña. Repasad el libro que el P. Didon consagra al pueblo alemán;
ved lo que dice del fin que persigue la Universidad alemana, en su
concepto; ved las rectificaciones de Lavisse al entusiasmo extremado
del ilustre dominico; comparad la tendencia del criterio que preside
a la enseñanza superior de escuelas especiales
separadas y
la tendencia de la enseñanza orgánica de la Universidad alemana, y
en todo eso no descubriréis un principio diferente del que puede
deducirse del antiquísimo texto oriental: la ciencia no hay que
mirarla como un remedio para los males del mundo, no es esclava de
nuestras lacerias: la ciencia es buena porque es la verdad, sea la
verdad lo que sea.
Mas
si los que no admiten que el Eclesiastés
sea
obra de Salomón, como es posible suceda a M. Frary, me dijeran: todo
eso no lo escribió el hijo de Bat-Shebá, sino un admirador suyo,
que vivió probablemente más de ochocientos años después; un
admirador de su sabiduría, de su hackma,
es
decir, de su habilidad política a lo oriental, respondo que, aunque
así fuera, aquí podríamos decir lo que antes dije de los dioses,
que lo esencial para mi asunto es que haya habido quien pensara así;
y resultará siempre, como reconoce el mismo Renan, que «Salomón no
hubiera rechazado como ajenas a su idea las elocuentes palabras que
el Eclesiastés
le
atribuye para
exponer el vacío absoluto de la vida cuando se la considera
únicamente por el lado personal».
No
faltará acaso quien encuentre hasta poco serio, por lo menos poco
académico, que se empleen tantas páginas en fortificar una doctrina
con textos antiquísimos, tratándose de una cuestión de actualidad
palpitante, como suele decirse. Para satisfacer a quien muestre
escrúpulos de este género, voy a saltar a lo más moderno que cabe,
a un libro póstumo del malogrado filósofo francés Guyau, uno de
los más ilustres representantes de cierta juventud de ahora que se
encamina con mucha ciencia, mucho corazón, mucha sinceridad y mucha
prudencia, al descubrimiento de la filosofía nueva, que para muchos
ha de ser una metafísica, sin ser una reacción metafísica. De
estas pléyades interesantes, que ofrecen en todos sus hombres
ciertos caracteres típicos, como son el respeto a la verdad, primero
de todo, pero también el amor a lo tradicional, el cultivo del
sentimiento, como dato
para
el conocer mismo, el cultivo de la estética y la atenta reflexión
de las ideas generales, sin dejar el trabajo asiduo de lo particular,
del pormenor interesante; de estas pléyades de sabios jóvenes,
esperanza de un porvenir mejor que el presente, digo que tenemos
ejemplares en España, por fortuna, aunque sólo fuera mi queridísimo
condiscípulo el insigne y admirable Menéndez y Pelayo. Pues bien:
este Guyau, que viene a ser un santo de la filosofía, dejó entre
sus escritos un libro, titulado: Educación
y herencia,
que se publicó el año pasado bajo la inspección de un ilustre
maestro del autor, M. Fouillée. Guyau declara que la inspiración en
el propósito educativo debe ser, lo mismo que yo he dicho,
idealidad, y para él basta con demostrar que un precepto pedagógico
obedece al utilitarismo,
para
creerlo condenado. Lo principal en la educación del pensamiento no
es, para Guyau, el aprender por saber muchas cosas, por tener datos,
y menos por sacar utilidad material, ventajas para el egoísmo, sino
el despertar la propia reflexión, la iniciativa de la investigación
con un propósito desinteresado. Mas ya se verá concretamente la
idea de este filósofo respecto al desinterés
de
la instrucción y de la educación, cuando haya que recordar su
doctrina en las dos cuestiones particulares que me propongo tratar
brevemente en este discurso, después de haber considerado en general
esta materia de la tendencia utilitaria en la enseñanza. No citaré
por ahora más que algunas palabras suyas: «No hay que recomendar a
los niños el bien moral por la utilidad que reporta, sino por su
belleza»;
es
decir, por su elemento ideal, desinteresado. Y en otro pasaje dice:
«Por conocimientos de
lujo no
entendemos de ningún modo las altas
verdades y los principios especulativos de las ciencias, las bellezas
de la literatura y de las artes; este pretendido lujo es cosa
necesaria a nuestros ojos, porque es el único medio de elevar (y
educar)
los
espíritus; de moralizarlos por
el amor desinteresado de lo verdadero y de lo bello.
Hay, pues, que distinguir en la enseñanza los conocimientos tenidos
por no utilitarios
y
los conocimientos inutilizables;
esta
distinción es capital, pues la instrucción debe elevarse muy por
encima de lo utilitario, de lo usual, de lo rastrero...»
Y
dejándome ahora de autoridades antiguas y modernas, para concluir
esta parte general de mi trabajo que sirve de principal y previo
argumento para las cuestiones particulares que vienen detrás, voy,
en resumen, a combatir de frente, y con la concisión que pueda, la
idea capital del utilitarismo pedagógico que se escuda con el amor
de la patria.
El
utilitarismo nace del egoísmo, y cuando se extiende a todo lo
nacional, debe llamarse egoísmo
nacional, como,
en efecto, lo llama Ihering, refiriéndose al pueblo romano, a quien
compara, desde este punto de vista, con el pueblo inglés. Para
Ihering el egoísmo nacional es una gran fuerza, y no tiene el
carácter bajo y repugnante del egoísmo individual. No cabe negar
que el egoísmo social, sea del grado que sea, no ofrece tan visible
ni tan grave corrupción moral como el egoísmo del individuo; pero
es porque está mezclado con elementos de los que se llaman ahora
altruistas
o de abnegación, que pudiéramos decir. No es el egoísmo nacional
tolerable por lo que tiene de egoísmo, sino por lo que tiene de
sacrificio, cuando lo tiene, a un bien superior de una sociedad,
aunque sea limitada. Pero obsérvese que todavía hay grandes males
en ese egoísmo social; primeramente tiene la levadura del egoísmo
individual que en cierto modo le acompaña: pues ¿por qué amamos
exclusivamente esta
nación y se lo sacrificamos todo? Porque es la nuestra. Yo veo en el
bien de mi nación la razón suprema de obrar, porque es la mía; por
este lado no tenemos más que el propio egoísmo agrandado. Y muchos
así entienden y sienten el patriotismo. Alaban a su país por lo que
se les parece, porque en él están los propios intereses y las
propias vanidades. Además, la mayor parte de las veces lo que
sacrifica el egoísta nacional a su nación, no es lo suyo, sino lo
ajeno. Se la quiera grande a costa de otras naciones, para vivir
mejor, para poseer más en la parte alícuota de soberanía y
prosperidad pública que a cada cual le corresponda. Cuanto más
democrático es un país; cuanto más influye el ciudadano en el
Gobierno y más garantías tiene de ser libre y no ser molestado, más
patriota se hace; pero suele ser por esto mismo, porque el egoísmo
nacional de esta situación exige menos del individuo y le da más.
El civis
romanus defiende
en Roma sus derechos políticos y privados, y casi siempre aplica el
egoísmo
nacional a
los bárbaros, a los extraños, sacrificándolos efectivamente a la
patria. El inglés defiende sus derechos at
home, como
cosa sagrada, y el Estado nacional se guardará muy bien de atacarle
en este punto; donde el inglés muestra su gran deseo de engrandecer
a su patria a toda costa, es al engrandecerla en otras islas y en los
continentes. Pero, aun suponiendo el egoísmo nacional en lo que
tiene de más noble, en la parte que exige sacrificio individual al
interés común del país, como, v. gr., en ciertos esfuerzos de la
educación, que pueden ser penosos, que exigen trabajo, constancia y
hasta sacrificios de la sensibilidad; aun aquí, si por un lado
debemos alabar lo que hay de sacrificio, por otro tenemos que
encontrar deficiente un criterio moral limitado que se detiene antes
de llegar al motivo puro, y que puede verse en oposición con la ley
racional, con las exigencias de la naturaleza más nobles y
armónicas. Así, por ejemplo, cuando los espartanos se criaban
exclusivamente como ciudadanos militares de un pueblo que quería
vencer a otros, subsistir como tal, olvidaban muchos sagrados
aspectos de la vida, y la Historia se encargó da dar la razón a sus
rivales los atenienses. Sí; a la larga, son más grandes y más
gloriosos los pueblos que tienen un ideal desinteresado, humano,
que
los que alcanzan por unos pocos siglos, nunca muchos, una hegemonía
material, a costa de supeditarlo todo a ese egoísmo de nación, que
entusiasma a tantos. El pueblo de Israel, sólo por llamarse así,
trajo al mundo una misión tan alta, que no cabe otra superior. Del
templo de Jehovah no quedó piedra sobre piedra, pero la pasión
religiosa de Israel dio la ley al mundo civilizado; y el porvenir
ideal es suyo, en cuanto es de sus herederos. Atenas vivió un soplo
en la Historia, y el espíritu ateniense es todavía la flor del
espíritu humano, y hoy las almas más escogidas, a lo más que
aspiran, es a comprender y sentir en toda su pureza el helenismo.
Francia, cuyo patriotismo exaltado no sabe ser egoísta, estuvo a
punto de perecer por la locura de su gran revolución de aspiraciones
universales, de tendencia cosmopolita. Roma e. Inglaterra no se
comprometen por idealidades. Son más fuertes, pero tienen menos
razón. No: no se puede decir primero la patria, después la
humanidad, lo último el individuo; en esto no hay orden: si se ha de
ser lógico, para que la patria vaya antes que la humanidad, hay que
empezar de otra manera: primero yo, después la patria, después lo
que queda. Y, en rigor, así hacen ordinariamente los que se crían
para utilitarios
nacionales.
Sólo diciendo: primero la idea, Dios, después la humanidad, después
la patria, yo lo último, hay autoridad racional para sujetar al
egoísmo natural, verdadero, al más terrible, al más cierto, al de
la bestia ángel de Pascal. Porque, señores, es muy fácil predicar
el odio o el desprecio, que es peor, de la idealidad; decir, como
dice M. Frary, que hoy por hoy no se puede fundar el motivo de la
moralidad más que en el hábito, y después proclamar el
utilitarismo como regla de conducta, pero advirtiendo que se trata,
no de nuestra utilidad personalmente, sino de la utilidad de un grupo
étnico, o de una aglomeración histórica de gentes
o de tribus.
Lo difícil es que la realidad después responda a lo que se exige de
los hombres a quien se manda sacrificarse a la nación, no por nada,
sino por hábito,
y
esto contradiciendo y venciendo los instintos propiamente egoístas,
que también tienen su valor hereditario. No negaré que sea
imprudente la conducta de aquella clase de metafísicos que niegan
que la moral pueda ser pura y constante en los hombres que no ven
nada por encima de lo relativo; pero es, sin duda, más peligrosa la
afirmación rotunda de M. Frary, que, hoy por hoy, no encuentra más
fundamento para la moralidad que la fuerza del hábito. El egoísmo
también puede presentar un remotísimo abolengo, y si al individuo
se lo pide que se sacrifique a su pueblo, no por nada, sino por
seguir la costumbre, por obedecer a tendencias naturales, cuya razón
no puede explicarse, es muy probable que el egoísmo arguya
defendiendo su propio arraigo en la triste humanidad, en quien, sin
duda, por cada arranque de abnegación se puede registrar mil y más
de egoísmo. Mas quiero yo suponer al hombre utilitario completamente
abnegado, dispuesto a sacrificarse, sin saber por qué, a su ciudad,
es decir, hoy, a su nación, y si se quiere a la humanidad toda, pero
siempre con fin utilitario. El bien para el utilitarismo es
necesariamente un provecho, una ventaja, un vivir mejor, en el
sentido de experimentar más satisfacciones, de cumplir más deseos
legítimos; mientras no se admita criterio superior para la conducta
que el originado de ese empirismo ético, no cabe pensar que el
individuo vea el bien de sus semejantes en cosa diferente de lo que
sería bien para él mismo; de otro modo, que los bienes que el
individuo ha de procurar a la sociedad sacrificándose, son como los
que satisfarían su egoísmo si él pudiera dar a éste lo que le
pide. Los seres que han de gozar del fruto de ese sacrificio son como
el que se sacrifica, tienen las mismas necesidades y aspiraciones;
porque sería absurdo pensar que la persona colectiva, aun dándole
todos los caracteres personales que se quiera, goza como tal persona
colectiva, satisface deseos que no tienen los individuos que la
constituyen. No: la persona social, así considerada, es un mito, un
ídolo renovado. Luego nuestro utilitario altruista tiene que pensar,
si no hay más que utilitarismo, en el bien positivo de los demás
individuos, que son los que pueden saborear esta clase de bienes.
Pues bien; la dicha de los demás, que son como él, no puede
consistir en un constante trabajo para adquirir ventajas
materiales... para la colectividad... que no puede, como tal,
satisfacer necesidades de las que el utilitarismo satisface. El
hombre que reflexiona y siente, sea utilitario o no, tendrá que ver
por sí mismo lo que son los demás, y verá que no se trae dicha al
mundo por acumular productos y formas sociales que no colman os
anhelos del individuo, sino que procuran ciertas ventajas pasajeras
que son para todos, pero que nadie aprecia en mucho, porque no
responden a lo que pide principalmente la naturaleza de cada uno.
Sabe, el que debe sacrificarse, que ha de morir, y que para él la
vida con la idea de la muerte toma perspectivas ideales, que le
aíslan del mundo, como la niebla forma un círculo de confusión y
sombra en torno de cada cual. El mismo progreso general, los
adelantos materiales y las formas sociales que los facilitan, tienen,
para todo el que no es un necio, un valor relativo, transitorio, por
lo que a él propio toca. Se goza de todo, el verdad, y no son los
idealistas muchas veces los que menos gozan, como vimos ya en
Salomón, pero no se ve en este orden de dicha lo que más importa; y
así, hasta las sociedades más sensuales, no siendo miserables e
incultas, refinan sus placeres con ciertos condimentos de idealidad,
como lo prueba el género de voluptuosidades que gozan las clases más
elevadas en los grandes emporios de corrupción y cultura. Pues lo
que lo sucede al altruista que nos estamos figurando, sabe él que
les sucede a los demás; todos han de morir, todos, como individuos,
ven un gran
negocio singular
que a ellos directa, y, por lo pronto, exclusivamente importa; todos
los adelantos de la industria, todos los placeres que pueda procurar
el comercio, toda la dicha que cabe apurar en la deliciosa copa... de
una buena forma de Gobierno, pongamos por ejemplo, le interesan al
individuo, como ser uno,
substractum
especifico del egoísmo social, mucho menos que el asunto de su
propio destino, de su muerte. Y generación va y generación viene, y
siempre pasa lo mismo. ¿Quién queda para gozar de veras, sin las
congojas de lo deleznable, esa dicha social, nacional, o como se
quiera, que se va formando a costa de los sacrificios de idealidad y
de esteticismo
a que estamos obligados todos por amor a la patria? ¿Quién queda
para disfrutar de ferrocarriles, globos, libertad de comercio,
crédito moviliario, sufragio verdad y tantas y tantas venturas
utilitarias, sin aprensión, sin dudas, sin idealismos, sin sueños
de muerte? No queda nadie, no queda nada. ¡Y por este resultado
hemos de sacrificarnos! El utilitarismo es, en definitiva, el goce;
pero el utilitarismo social, o aunque fuera cosmopolita, es el goce
que exige el sacrificio del individuo para que, en definitiva
también, no goce nadie. Sin duda que la persona social es algo más
que una suma de sus componentes; pero no hay nada en ella que no sea
de la sustancia de los elementos simples que la componen. Así lo ha
entendido el cristianismo, que siendo ante todo una gran preocupación
individualista, la salvación del alma, ha formado la sociedad más
fuerte, como tal, que ha existido en el mundo. La ciudad antigua, que
sacrificaba el hombre al pueblo, ha desaparecido; y el cristianismo,
que emancipa al hombre, ha llegado a ser un tejido social, cuya
resistencia sin semejante es innegable. El utilitarismo, para lograr
la dicha material, tangible, por decirlo así, de un ente de razón,
en lo que se refiere a gozar, mutila al hombre, le roba lo mejor de
su herencia, desconoce su naturaleza. Si queréis tener buenos
ciudadanos, no volváis a la idea pagana del ciudadano fraccionario;
no hagáis del altruismo una hipocresía, y educad al que ha de
servir a la patria, no como un soldado, ni como un industrial, sino,
ante todo, como un hombre. Y si amáis la democracia verdadera, no
olvidéis que todos los hombres merecen que se les tome por hombres
del todo; porque no hay unos que sean cuerpo y otros alma; todos
tienen esto que llamamos espíritu; todos tienen facultades que
responden a necesidades nobles; y si hay que reconocer que a un
Dante, a un Leopardi, a un San Francisco de Asís, a un Beethoven, a
un Goethe no se les podría hacer felices sólo con mucha
agricultura, mucho comercio y buena administración, debemos ver en
cada semejante un espíritu capaz de encaminarse por los mismos
senderos de perfección, que elevarían sus gustos, que ennoblecerían
sus anhelos. No seré yo quien diga que se enseñe griego a los
capataces de minas, v. gr.; pero sí afirmo que si pudiera llegar a
existir una sociedad tan rica, tan adelantada, en que los capataces
de minas y todos los hombres de su clase tuvieran tiempo y cultura
suficientes para leer con fruto la Iliada
y
la
Odisea en
el original, nada se habría perdido, y no sería contrario al
destino racional de esos hombres que emplearan sus ocios en tal
género de recreo.
No
lo dudemos: el individuo no vive de utilitarismo; el individuo cree,
o padece dudando, o se desespera y niega, o niega sin dolor, por
enfermedad del espíritu, o por esfuerzo moral que puede tener su
misteriosa grandeza, su idealidad, negativa,
pero
no menos idealidad. Hay que insistir en esto: todos los adelantos
modernos; todas las doctrinas sensualistas y positivistas; toda la
preponderancia económica, no han hecho del hombre un ser diferente
de lo que era: un ser con espíritu racional para quien, satisfechas
ciertas elementales necesidades económicas, lo principal es vivir
para el alma, de una o de otra manera. La sociedad no muere, pero su
organización está influida en mil respectos por la idea de la
muerte. Bien se conoce en todo que es una sociedad de mortales. Y sin
embargo, a lo que parece que tiende el utilitarismo es a engañar al
mísero mortal haciéndole trabajar en una clase de actividad de
fines colectivos, si no superiores, extraños a la muerte. Pero
¿quién se deja engañar? Cada cual, pensando en la muerte, da
cierto sentido trascendental a la vida. La idea de la muerte, decía
yo antes, nos aísla del mundo; sí, del mundo que vemos y tocamos,
del que nos rodea, pero nos abre otros horizontes ideales, nos hace
dar un valor sustantivo, como simbólico de toda la realidad virtual
que no vivimos, a la vida breve de que tenemos conciencia; más o
menos, todos venimos a considerar la existencia sub
specie aeternitatis podría
decirse; el creyente no hay que decir por qué; el que no cree en
otra vida, porque necesita concentrar en ésta toda la capacidad
poética y soñadora, toda la idealidad que su alma alimenta, no se
olvide, ni más ni menos que el alma del creyente. Por la muerte la
vida es artística, es dramática, es toda una obra de composición,
a
veces complicada sabiamente, como en Goethe. Por la idea de muerte
adquieren valor infinitas cosas que no son para alargar la vida. El
desinterés, que suaviza el dolor de morir, de la idea de muerte se
alimenta. Y ese desinterés, referido a su fundamento, es la
idealidad, y esa idealidad, en relación a la belleza es el arte, y
en relación al sentimiento de unidad fundamental es la religión, y
en relación a la verdad es la ciencia pura, o por lo menos la
investigación racional desinteresada. ¿Queréis ahora que la
sociedad viva conforme a su propio bien? Buscad el cumplimiento del
fin racional de sus elementos humanos;
haced
que la sociedad viva principalmente atenta a esa idealidad que hemos
visto que para el hombre es lo más interesante y lo más
desinteresado. Y como la educación del pensamiento, la enseñanza,
es uno de los fines sociales, concluyamos legítimamente que, en el
sentido explicado, la instrucción debe inspirarse, en general, no en
el utilitarismo, sea individual o colectivo, sino en la naturaleza
humana, según es, para este respecto, el de conocer la verdad; a
saber, desinteresada.
Nada
menos que todo lo dicho, y acaso más, se necesita, en mi opinión,
para llegar, con sólidos fundamentos, a estudiar cualquiera de las
múltiples cuestiones que el empirismo moderno gusta de tratar
desordenadamente y por ocasión extraída a todo sistema, lo mismo en
materias pedagógicas que en otras muchas. Es claro que el criterio
señalado ha de influir en la solución de los muchos y graves
problemas que abarca esa ciencia pedagógica que hoy sólo
fragmentariamente existe; pero yo, en el angustioso término en que
debo acabar mi discurso, sólo puedo ya referirme, con suma brevedad,
a dos de esos asuntos que la pedagogía inspirada en la idea pura del
saber tiene que mirar y tratar de modo muy diferente del que aconseja
el utilitarismo. De todos los problemas pedagógicos de la
actualidad, son acaso los más interesantes, los que más preocupan
la opinión y los de más trascendencia, en cuanto depende de la
indicada diversidad de criterio, el problema de la enseñanza clásica
y el problema de la enseñanza religiosa, de la enseñanza religiosa
como fundamento racional y estético
(en el rigoroso sentido de la palabra) de la moralidad de la
educación intelectual. Estas dos cuestiones, diferentes por su
objeto, nos ofrecen la unidad de relación a la materia que he
tratado en general hasta ahora. El mantenimiento y reforma necesaria
de la enseñanza clásica responde al criterio pedagógico no
utilitario, de idealidad histórica; como la destrucción, que así
puede llamarse, de las disciplinas griega y latina, que piden muchos,
responde a una lógica consecuencia del utilitarismo en la enseñanza.
Y en cuanto a la enseñanza influida por el elemento religioso-ético,
directa y orgánicamente, no en abstracta separación, que mutila el
espíritu, y seca la fe, y enfría la ciencia, y la reduce a fórmulas
abstractas, responde al criterio pedagógico no utilitario de
idealidad filosófica y estética, a la idealidad metafísica y de
conducta futura, de finalidad y actividad eficaz y fecunda; mientras
que la separación de la enseñanza y de la religión es también, en
el laicismo
utilitario,
una consecuencia lógica del criterio general que el utilitarismo
aplica a la educación intelectual de los pueblos.
Yo
quisiera, señores, aun con lo poquísimo que sé, tener espacio para
escribir sendos libros acerca de uno y otro asunto; pero aquí no
puedo ni siquiera consagrar a cada uno de ellos las páginas que
exigirían las buenas proporciones de mi trabajo. Sin embargo, para
la brevedad que en adelante necesito podrá servirme el haberme
detenido a considerar en general mi asunto; como sirve, por ejemplo,
en un tratado de derecho civil, para abreviar razones en la parte
especial, el haberse extendido oportunamente en la investigación de
los elementos jurídicos generales.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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