Mucho
tiempo hacía que, por circunstancias de mi vida, no hablaba ya al
público de las comedias y dramas que se estrenaban, ni de los
actores encargados de ponerlas en escena.
Ya
en los últimos años en que tuve semejante oficio, me dedicaba a él
con cierto disgusto, porque no era de mi agrado la forma de crítica
teatral que la moda, o por lo menos los directores de periódicos,
exigían. A las doce o a la una terminaba el espectáculo, y a las
ocho o las nueve de la mañana había de estar la crítica
en
letras de molde en manos del suscritor. Tamaña manera de entender el
sagrado
ministerio era
demasiado depresiva para el augusto
sacerdocio. Siguiendo
así las cosas, como en efecto siguen, mejor fuera que se encargara
de la crítica de teatros la Agencia
Favra, o
casi casi la estación central de teléfonos.
Apenas
quedan críticos que se conformen con escribir esas revistas de
teatros improvisadas, y aun esos lo hacen de mala gana; de modo que
poco a poco va pasando tan importante materia a manos de los
noticieros o de los amigos de la redacción, que por tal de ir al
teatro de balde, no tienen inconveniente en ser críticos por horas.
El impresionismo
en
la crítica ha sido una plaga más entre las muchas que han caído
sobre nuestra pobre literatura. Con esta situación de la crítica
teatral coincide la inapetencia del público, que cada día se
apasiona menos, o mejor dicho, ya no se apasiona por dramas ni
comedias.
Tres
años de ausencia me han permitido apreciar este decadentismo
dramático
de manera muy sensible. No soy de los que aborrecen el teatro por
seguir la moda, ni tampoco de los que sueñan con un teatro
naturalista, y
tampoco me agrada meterme en hondas filosofías para explicar por qué
la escena española se va arruinando. Ello es que llegué a Madrid,
fuí de teatro en teatro y todos eran desiertos, menos los de
espectáculos al por menor, especie de tiendas asilos del arte, donde
por unos cuantos perros chicos se ve un sainete, que a veces tiene
gracia y las más desvergüenza. En los teatros grandes no había
público, ni actores, ni comedias; no podía haber menos.
Lo
que falta es dinero, dicen los empresarios; el público se retrae
porque no tiene una peseta; y no es posible negar que los empresarios
tienen razón en gran parte. Durante mi estancia en Madrid, algunas
obras se representaron, traducidas o no, que esto no hace al caso,
dignas de verse, y algunos actores se lucieron de veras en ellas
(porque esto de que nuestros cómicos son malos, si es verdad en
general, no se puede decir con justicia sin hacer algunas
salvedades), y el público, sin embargo, se llamó andana y no quiso
ver aquello. Indudablemente hay muy poco dinero.
Este
aforismo de los empresarios no tiene nada de paradójico: tratándose
de España, no hay temeridad nunca en decir que no hay un cuarto.
Pero
también es cierto, señores empresarios, que la mayor parte de los
cómicos de que ustedes disponen son detestables. Apreciables actores
que yo había visto por esas provincias haciendo segundos papeles y a
veces el entremés, me
los encontró ahora mano a mano con Vico, la Tubau, Mario, etc.,
etc., es decir, en primera fila y en la Corte. ¡C'est
trop!
Con
intérpretes
así,
no hay filosofía que valga para explicar la decadencia teatral. Es
imposible que una persona que apenas servía antes para figurar un
embozado
primero en
Teruel o en Segovia, sirva para no
descomponer
el
cuadro en
un estreno de Echegaray o de Sellés, o en una traducción de Dumas o
Sardou. ¡Vaya si lo descomponen! Y eso que algunos han aprendido a
imitar a los franceses, a los italianos y hasta a los portugueses, y
ya saben volverse de espaldas al público que es una bendición, y
hasta decir los versos con una voz tan natural y tan poco lírica,
que
no hay quien les entienda lo que dicen. Teatro vi donde todos, o casi
todos los actores parecía que hablaban en gallego; por lo menos el
acento era lo mismo que el de Montero Ríos. La culpa de esto la
tenía el director de la compañía, que creía muy chic,
muy becarre,
un tonillo que él estimaba afrancesado, y era como el que se usa en
Lugo. Con esto y lo otro de hablar en voz muy baja, comiéndose las
palabras y tardando mucho en contestarse unos a otros, como quien
imita la realidad o como quien no sabe el papel, resultaba que el
respetable público apenas se enteraba de aquellas cosas tan
naturales que estaban sucediendo en la escena.
Pero
había más. Como casi siempre, se trataba de una traducción de
Dumas o de Sardou, y como casi todas estas traducciones se parecen a
la isla de Santo Domingo en tiempo de Iriarte y al loro que trajo de
allá una señora, lo poco y malo que llegaba a nuestros oídos era
un galicismo como una casa o una muletilla del traductor, que éste
había adoptado para sustituir ciertos rasgos de esprit
francés
que, según él, no tenían traducción directa. Fulano,
que es el mejor de los padres. Mengano, que es el más infame de los
tíos. Yo, que soy el más despechado de los hombres. Tú, que eres
el más detestable de los cómicos... Todo
se volvía comparativos de este género, circunloquios de este jaez.
Désele
a D. Luis de Larra la mejor comedia de Augier o de Sardou, y él hará
con ella una pepitoria donde no quede nada del original más que el
francés... De modo que no toda la culpa de la decadencia la tiene la
falta de dinero, señores empresarios.
¿Y
autores? ¿Tenemos o no tenemos autores? Preciso nos será confesar
que hay pocos buenos. No faltó quien dijera, hace ya tiempo, que
algunos eminentes dramaturgos se abstenían de dar obras al teatro,
porque el público había perdido el gusto y la crítica no sabía
apreciar el mérito de las comedias que tenían ellos en casa.
Injusticia
notoria, porque el público, que muchas veces aplaude lo malo,
también sabe entusiasmarse con lo bueno, y nadie primero que él
adivinó el ingenio de Echegaray, y se lo premió con aplausos. Y en
cuanto a la crítica, esperando está a que esas eminencias de otros
tiempos vuelvan a darnos portentos de su pluma para admirarlos y
ponerlos en los mismísimos cuernos de Diana, la de nemorosas
aventuras.
No
hay motivo para que se abstengan de publicar sus obras Alarcón en la
librería y Tamayo en el teatro, por ejemplo, pues ambos pueden estar
seguros de que siendo, como sería, digno de aplausos lo que nos
diesen, no se los escatimaríamos, como en otras ocasiones se les ha
probado.
Si
Tamayo hiciese otro Drama
nuevo, el
éxito no sería menos halagüeño que lo fue el de su obra maestra,
sin perjuicio de que se le dijera la verdad también respecto de los
lunares que hubiese en su obra.
No
hay justicia en decir que a Echegaray se le perdona todo, y a Tamayo
o cualquier otro poeta que no fuese liberal no se le perdonaría
nada. A Tamayo se le ha perdonado ya en ese mismo drama que he citado
el pecadillo de colocar la acción en Londres, en el teatro donde
trabajaba Shakespeare, y basar el argumento en los amores adúlteros
de una cómica y de un cómico, que, representando Romeo y Julieta,
se declararon su amor sin poder remediarlo. Y es el caso, y demasiado
lo sabrá el Sr. Tamayo que en tiempo de Shakespeare no salían las
mujeres a las tablas, y las Julietas, Cordelias y Desdémonas eran
muchachos disfrazados de hembras.
Y
si no se me creyera a mí, bajo mi palabra, ahí están los
historiadores de Shakespeare, que no me dejarían mentir; v. gr., el
autor de un excelente artículo publicado no hará un año en la
Revista
de Ambos Mundos, con
motivo de la teoría peregrina que atribuye a Bacon las obras de
Shakespeare, nombre que era un seudónimo del canciller, según los
mantenedores de tal paradoja.
Si
Echegaray hubiera convertido en una Alicia sentimental y casquivana a
un púber tan masculino como su padre, ¡qué de cosas le hubiera
dicho el Sr. Cañete, pongo por crítico!
Si
se pregunta a Sellés por qué no escribe, contesta con una sencillez
clásica que no tiene una compañía de quien pueda fiarse. Sí,
tiene razón: se necesita el valor de un Echegaray para entregar a un
teatro, tal como andan ahora, una obra que exija algo más que un
solo actor bueno.
Echegaray,
entregando al Español
su
último drama De
mala raza,
ha dado una prueba de evangélica humildad. No hay hombre más
optimista que D. José en materia de cómicos; ha tomado cariño a
los del oficio, y todos le parecen, si no buenos, medianos, y no
francamente malos, como son la mayor parte. Pues bien, a pesar de
este criterio benévolo y de color de rosa, antes de estrenarse su
última obra declaraba el ilustre poeta con cierta languidez,
doblando la cabeza un poco, que aquello
era
una degollación del sistema Herodes. Cuando Echegaray declaraba que
le iban a destrozar el drama, ¡cómo se lo destrozarían! En efecto,
vino el estreno, y Vico estuvo mejor que nunca, tal vez, y mostró
recursos del mejor género, que ofrecían gran novedad, y sobre todo,
la más exacta y patética realidad; pero el público no pudo ni
enterarse siquiera de lo que decían la mayor parte de los
personajes, y en cuanto el gran actor salía de la escena había
murmullos, porque el respetable senado no quería quedarse a solas
con los demás cómicos.
En
estas condiciones no es posible que un autor luche con los numerosos
enemigos que le ha creado su mérito. Cada vez que el público se
impacientaba, parecía que tenía la culpa Echegaray, siendo así que
el público se impacientaba porque no oía, y porque los actores
malos no salían de la escena y Vico tardaba en volver.
Prescindiré
yo ahora de todas estas tristes circunstancias, y del partido que de
ellas quisieron sacar los envidiosos, más o menos disfrazados de
amigos, que Echegaray tiene; voy a decir algo del drama, sin
acordarme ya de los actores, a no ser de Vico.
De
mala raza, como
otras obras anteriores del mismo autor, comienza anunciando una obra
tendenciosa,
mejor
aún, de tesis francamente sustentada, y después entra en las más
altas regiones del drama puramente patético, y sobre todo, realmente
humano; por desgracia, una composición defectuosa y contraria además
a las leyes de la perspectiva teatral, según hoy se entiende, hace
que en parte se malogre concepción tan hermosa y tan magistralmente
expresada en aquellas últimas escenas del acto segundo, que son de
lo mejor que ha escrito Echegaray, y sobre todo, acaso lo más
natural, lo más cercano a la verdad bella, lo más interesante por
la fuerza y la exactitud con que se hace hablar a las pasiones. Todo
lo que digo aquí se lo he dicho al autor de palabra, y como
Echegaray es tal vez el artista menos vanidoso de España y el más
enamorado del arte, se veía (hermoso espectáculo) que hablaba el
gran poeta de su drama como si fuera de otro, y así reconocía los
defectos, me ayudaba a señalar los puntos vulnerables de la
composición, y sólo cuando se tocaba en aquellas grandiosas escenas
que el público aplaudía con frenesí, callaba por modestia.
Siempre
ha sido defecto de Echegaray hacer hablar demasiado a los personajes
secundarios; y a veces aglomera muchas partes de por medio sobre la
escena. El primer acto de este drama tiene ambos inconvenientes:
hablan allí sin cesar (y sin que el público los oyera la noche del
estreno) cinco o seis parientes del protagonista, y en una escena
interminable sientan la tesis de que de
raza le viene al galgo...
y la otra que dice de
tal palo, tal astilla, y
casi casi otra que no se puede copiar por respeto al público, y en
que figuran una madre, una hija y una manta. Todo eso estaría bien,
si no fuese tan largo. Hasta que entra Vico en escena el interés no
se presenta. Pero entonces sí; la pasión fuerte y noble, decidida a
triunfar porque se siente legítima, habla allí con el vigor hermoso
y, fresco, casi candoroso con que sabe Echegaray representar estos
caracteres de una bondad sencilla y robusta, algo arrogantes, hasta
orgullosos, que todo lo sufren mejor que las palabras, que luchan por
contener los arranques de un pundonor algo irascible, y que en suma,
demuestran ser en poesía descendientes directos de aquellos héroes
de los romances y de la comedia de Lope y Calderón, a pesar de las
alteraciones y cambios naturales del tiempo. Como por un eco se ve
reflejado el carácter de Carlos (Vico) en su padre, cuando este,
desoyendo a los consejeros mal intencionados y de torpe malicia,
consiente al fin en que su hijo tome por esposa a aquella Adelina,
víctima de tantas sospechas ayudadas por las teorías darwinistas,
cómicamente representadas por un sabio, especie de D. Hermógenes
evolucionista. Bien pintado está el pedante, aunque habla más de lo
justo, y hermosa es la escena con que este primer acto acaba.
Comienza
el segundo y vuelven los papeles secundarios a tomar demasiadas
cartas en el asunto; y como nadie ha visto todavía este drama bien
representado, lo que se puede decir es que aquellas primeras escenas
del segundo acto también fatigan y tampoco las oyó bien el público
el día del estreno. Y aquí noto que falto a lo ofrecido respecto a
no hablar más de los actores... pero no es posible olvidar lo mal
que lo hacían.
Es
el caso, que el autor tiene que explicar la legitimidad con que el
padre de Carlos tiene por segura la deshonra de su hijo, y como no
hay tal deshonra, pues el hombre que él vio saltar por un balcón,
no iba en busca de su nuera, sino de su mujer, casi se necesitan
planos para hacer verosímil la ceguera del buen anciano. Y como
esta clase de documentos (los planos) no se sacan a escena, lo que
hace Echegaray es explicar todos los pormenores del suceso que trae
tan preocupada a toda la familia. El público en masa es más
sentimental que inteligente; los raciocinios complicados, las
argumentaciones largas no las entiende, y añadiendo a esto que a los
actores no se les oía, resulta que en la noche del estreno casi
nadie supo a ciencia cierta por qué es verosímil que un hombre que
está en su cuarto con su mujer y sabe que otro hombre salta por el
balcón del cuarto de otra señora se engañe, sin embargo, al creer
de su hijo la deshonra que es suya.
A
todo esto, Vico estaba ausente y en aquella casa no hay paz, ni
cómicos verdaderos, hasta que él vuelve. Y, lo mismo que en el
primer acto, en cuanto él entra, entra el interés, el drama
resucita, la pasión se mueve, habla, palidece, gesticula... y de una
en otra llega a la escena más hermosa que hace muchos años se vio
en nuestro teatro.
Mejor
dicho, son dos escenas grandes que valen por un drama: la del padre y
el hijo que tienen que averiguar de quién es una deshonra; la del
marido y la mujer que en juicio sumarísimo han de ver una causa de
muerte, la de la mujer.
¡Qué
cosa tan extraña es el teatro español actual! Entre la inopia
general, entre la ineptitud ambiente, entre errores sin cuento,
algunos de los cuales son del genio mismo, de pronto aparece como un
relámpago toda esta grandeza, en que, por feliz conjunción, un
cómico que, por intuiciones maravillosas, es capaz de llegar a lo
sublime de la verdad patética, está al servicio del más poderoso
ingenio, que sin antecedentes de este orden produce la más real
belleza dramática, y habla en la escena como se hablará de fijo en
el terrible caso que presenta, cuando las porfidias del mundo
obliguen a dos amantes esposos a semejantes coloquios que huelen a
cadáver, diálogos que en el amor no sabe si tendrá que acabar en
verdugo. ¡Las cosas que Carlos le dice a su mujer! ¡Qué
indagatoria! Por signos aparentes no se puede conocer la inocencia:
todo aquello que la mujer honesta dice, podía decirlo la mujer
adúltera, tal vez mejor: el marido quiere ver, quiere ver el rostro,
los ojos sobre todo, y los brazos que se interponen suplicando le
estorban, y los aparta, y se los ciñe a su mujer a la espalda, como
con un hierro de presidio: le estorban también las protestas, los
juramentos, las deprecaciones; quiere la verdad, nada más que la
verdad; y eso es lo único que no pueden presentarle, aunque esté
allí, porque a él le falta la certeza... Yo lo confieso: recuerdo
pocos momentos de los mejores dramas modernos tan grandes como este.
Si el segundo acto hubiese sido el último De
mala raza sería
uno de los mayores triunfos de Echegaray.
Yo
lo dije a quien quiso oírlo, al autor inclusive: ahora, para que
esto vaya más arriba... hace falta un milagro.
El
milagro no se hizo. El acto tercero es otra cosa; es otro drama, el
drama de otro conflicto; pero la pasión más fuerte, el interés más
grande termina con la convicción que adquiere Carlos de la inocencia
de su esposa.
Profunda
psicología, bella, tierna, dulcemente expresada en los ayes de
aquella especie de Ifigemia del amor, en las tristes y naturales
vacilaciones del esposo, satisfecho como tal, atormentado como hijo
por la deshonra que espera a su padre: una lucha de gran interés,
frases de sublime verdad y amargas censuras del pícaro mundo llenas
de horror patético, todo esto hay y aún más en el tercer acto.
Peto como nada llega a la intensidad patética del final del segundo,
preciso es declarar que en parte se debe a la composición que el
éxito no haya sido tan bueno como se esperaba. Además hay otros
defectos, de segundo orden, pero que acaso contribuyeron más que
todos a la frialdad relativa con que algunos recibieron el final del
drama. Siguen hablando demasiado los personajes de poca importancia,
la maldad de aquellos seres viles, que sin saber por qué tanto
aborrecen a la víctima de sus calumnias y sospechas, es demasiado
antipática, está
recargada,
si vale hablar así, y recuerda análogo defecto de personajes
parecidos del Gran
Galeoto.
El
odio con que persigue a su nuera el padre de Carlos también llega a
ser repulsivo, sobre todo por el afán con que la asedia y maltrata
con insultos incesantes. Con esto y su ceguera para la propia
deshonra, que llega a ser un tanto inverosímil, a pesar de las
explicaciones que preceden, se torna este personaje, que ya debiera
ser el más interesante del drama, en una figura repugnante en parte
y que estorba mucho para el efecto escénico. Y en rigor la acción
en este acto es más suya que de su hijo. -La escena en que andan
ciertas cartas de mano en mano son de escasa fuerza, fácilmente
sustituibles con otras de más eficacia y efecto; y por último, el
mismo final carece del relieve y vigor, de la austera grandeza a que
nos tiene acostumbrados este poeta, tan gran maestro en eso de
terminar sus dramas con plasticidad asombrosa, inolvidable.
No
se dirá que he escatimado las censuras; estoy seguro de que he
extremado el rigor; pues bien, con eso y todo, el último drama de
Echegaray es uno de los que prueban con más fuerza la grandeza de su
ingenio. Después de situaciones y diálogos como aquellos que dejo
tan ensalzados, creo a Echegaray capaz hasta de dar con esa mosca
blanca que se llama el teatro contemporáneo, casi casi naturalista.
Con
muchos arranques como ese, pudiera llegar a la verdad y observación
de Augier, a su naturalidad y sencillez, más la fuerza patética de
Dumas. Creo que siempre le faltaría el savoir
faire de
Sardou, que en mi opinión es bastante inferior a los otros dos.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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