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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un viaje a madrid - Cap. VI

Mucho tiempo hacía que, por circunstancias de mi vida, no hablaba ya al público de las comedias y dramas que se estrenaban, ni de los actores encargados de ponerlas en escena.
Ya en los últimos años en que tuve semejante oficio, me dedicaba a él con cierto disgusto, porque no era de mi agrado la forma de crítica teatral que la moda, o por lo menos los directores de periódicos, exigían. A las doce o a la una terminaba el espectáculo, y a las ocho o las nueve de la mañana había de estar la crítica en letras de molde en manos del suscritor. Tamaña manera de entender el sagrado ministerio era demasiado depresiva para el augusto sacerdocio. Siguiendo así las cosas, como en efecto siguen, mejor fuera que se encargara de la crítica de teatros la Agencia Favra, o casi casi la estación central de teléfonos.
Apenas quedan críticos que se conformen con escribir esas revistas de teatros improvisadas, y aun esos lo hacen de mala gana; de modo que poco a poco va pasando tan importante materia a manos de los noticieros o de los amigos de la redacción, que por tal de ir al teatro de balde, no tienen inconveniente en ser críticos por horas. El impresionismo en la crítica ha sido una plaga más entre las muchas que han caído sobre nuestra pobre literatura. Con esta situación de la crítica teatral coincide la inapetencia del público, que cada día se apasiona menos, o mejor dicho, ya no se apasiona por dramas ni comedias.
Tres años de ausencia me han permitido apreciar este decadentismo dramático de manera muy sensible. No soy de los que aborrecen el teatro por seguir la moda, ni tampoco de los que sueñan con un teatro naturalista, y tampoco me agrada meterme en hondas filosofías para explicar por qué la escena española se va arruinando. Ello es que llegué a Madrid, fuí de teatro en teatro y todos eran desiertos, menos los de espectáculos al por menor, especie de tiendas asilos del arte, donde por unos cuantos perros chicos se ve un sainete, que a veces tiene gracia y las más desvergüenza. En los teatros grandes no había público, ni actores, ni comedias; no podía haber menos.
Lo que falta es dinero, dicen los empresarios; el público se retrae porque no tiene una peseta; y no es posible negar que los empresarios tienen razón en gran parte. Durante mi estancia en Madrid, algunas obras se representaron, traducidas o no, que esto no hace al caso, dignas de verse, y algunos actores se lucieron de veras en ellas (porque esto de que nuestros cómicos son malos, si es verdad en general, no se puede decir con justicia sin hacer algunas salvedades), y el público, sin embargo, se llamó andana y no quiso ver aquello. Indudablemente hay muy poco dinero.
Este aforismo de los empresarios no tiene nada de paradójico: tratándose de España, no hay temeridad nunca en decir que no hay un cuarto.
Pero también es cierto, señores empresarios, que la mayor parte de los cómicos de que ustedes disponen son detestables. Apreciables actores que yo había visto por esas provincias haciendo segundos papeles y a veces el entremés, me los encontró ahora mano a mano con Vico, la Tubau, Mario, etc., etc., es decir, en primera fila y en la Corte. ¡C'est trop!
Con intérpretes así, no hay filosofía que valga para explicar la decadencia teatral. Es imposible que una persona que apenas servía antes para figurar un embozado primero en Teruel o en Segovia, sirva para no descomponer el cuadro en un estreno de Echegaray o de Sellés, o en una traducción de Dumas o Sardou. ¡Vaya si lo descomponen! Y eso que algunos han aprendido a imitar a los franceses, a los italianos y hasta a los portugueses, y ya saben volverse de espaldas al público que es una bendición, y hasta decir los versos con una voz tan natural y tan poco lírica, que no hay quien les entienda lo que dicen. Teatro vi donde todos, o casi todos los actores parecía que hablaban en gallego; por lo menos el acento era lo mismo que el de Montero Ríos. La culpa de esto la tenía el director de la compañía, que creía muy chic, muy becarre, un tonillo que él estimaba afrancesado, y era como el que se usa en Lugo. Con esto y lo otro de hablar en voz muy baja, comiéndose las palabras y tardando mucho en contestarse unos a otros, como quien imita la realidad o como quien no sabe el papel, resultaba que el respetable público apenas se enteraba de aquellas cosas tan naturales que estaban sucediendo en la escena.
Pero había más. Como casi siempre, se trataba de una traducción de Dumas o de Sardou, y como casi todas estas traducciones se parecen a la isla de Santo Domingo en tiempo de Iriarte y al loro que trajo de allá una señora, lo poco y malo que llegaba a nuestros oídos era un galicismo como una casa o una muletilla del traductor, que éste había adoptado para sustituir ciertos rasgos de esprit francés que, según él, no tenían traducción directa. Fulano, que es el mejor de los padres. Mengano, que es el más infame de los tíos. Yo, que soy el más despechado de los hombres. Tú, que eres el más detestable de los cómicos... Todo se volvía comparativos de este género, circunloquios de este jaez.
Désele a D. Luis de Larra la mejor comedia de Augier o de Sardou, y él hará con ella una pepitoria donde no quede nada del original más que el francés... De modo que no toda la culpa de la decadencia la tiene la falta de dinero, señores empresarios.
¿Y autores? ¿Tenemos o no tenemos autores? Preciso nos será confesar que hay pocos buenos. No faltó quien dijera, hace ya tiempo, que algunos eminentes dramaturgos se abstenían de dar obras al teatro, porque el público había perdido el gusto y la crítica no sabía apreciar el mérito de las comedias que tenían ellos en casa.
Injusticia notoria, porque el público, que muchas veces aplaude lo malo, también sabe entusiasmarse con lo bueno, y nadie primero que él adivinó el ingenio de Echegaray, y se lo premió con aplausos. Y en cuanto a la crítica, esperando está a que esas eminencias de otros tiempos vuelvan a darnos portentos de su pluma para admirarlos y ponerlos en los mismísimos cuernos de Diana, la de nemorosas aventuras.
No hay motivo para que se abstengan de publicar sus obras Alarcón en la librería y Tamayo en el teatro, por ejemplo, pues ambos pueden estar seguros de que siendo, como sería, digno de aplausos lo que nos diesen, no se los escatimaríamos, como en otras ocasiones se les ha probado.
Si Tamayo hiciese otro Drama nuevo, el éxito no sería menos halagüeño que lo fue el de su obra maestra, sin perjuicio de que se le dijera la verdad también respecto de los lunares que hubiese en su obra.
No hay justicia en decir que a Echegaray se le perdona todo, y a Tamayo o cualquier otro poeta que no fuese liberal no se le perdonaría nada. A Tamayo se le ha perdonado ya en ese mismo drama que he citado el pecadillo de colocar la acción en Londres, en el teatro donde trabajaba Shakespeare, y basar el argumento en los amores adúlteros de una cómica y de un cómico, que, representando Romeo y Julieta, se declararon su amor sin poder remediarlo. Y es el caso, y demasiado lo sabrá el Sr. Tamayo que en tiempo de Shakespeare no salían las mujeres a las tablas, y las Julietas, Cordelias y Desdémonas eran muchachos disfrazados de hembras.
Y si no se me creyera a mí, bajo mi palabra, ahí están los historiadores de Shakespeare, que no me dejarían mentir; v. gr., el autor de un excelente artículo publicado no hará un año en la Revista de Ambos Mundos, con motivo de la teoría peregrina que atribuye a Bacon las obras de Shakespeare, nombre que era un seudónimo del canciller, según los mantenedores de tal paradoja.
Si Echegaray hubiera convertido en una Alicia sentimental y casquivana a un púber tan masculino como su padre, ¡qué de cosas le hubiera dicho el Sr. Cañete, pongo por crítico!
Si se pregunta a Sellés por qué no escribe, contesta con una sencillez clásica que no tiene una compañía de quien pueda fiarse. Sí, tiene razón: se necesita el valor de un Echegaray para entregar a un teatro, tal como andan ahora, una obra que exija algo más que un solo actor bueno.
Echegaray, entregando al Español su último drama De mala raza, ha dado una prueba de evangélica humildad. No hay hombre más optimista que D. José en materia de cómicos; ha tomado cariño a los del oficio, y todos le parecen, si no buenos, medianos, y no francamente malos, como son la mayor parte. Pues bien, a pesar de este criterio benévolo y de color de rosa, antes de estrenarse su última obra declaraba el ilustre poeta con cierta languidez, doblando la cabeza un poco, que aquello era una degollación del sistema Herodes. Cuando Echegaray declaraba que le iban a destrozar el drama, ¡cómo se lo destrozarían! En efecto, vino el estreno, y Vico estuvo mejor que nunca, tal vez, y mostró recursos del mejor género, que ofrecían gran novedad, y sobre todo, la más exacta y patética realidad; pero el público no pudo ni enterarse siquiera de lo que decían la mayor parte de los personajes, y en cuanto el gran actor salía de la escena había murmullos, porque el respetable senado no quería quedarse a solas con los demás cómicos.
En estas condiciones no es posible que un autor luche con los numerosos enemigos que le ha creado su mérito. Cada vez que el público se impacientaba, parecía que tenía la culpa Echegaray, siendo así que el público se impacientaba porque no oía, y porque los actores malos no salían de la escena y Vico tardaba en volver.
Prescindiré yo ahora de todas estas tristes circunstancias, y del partido que de ellas quisieron sacar los envidiosos, más o menos disfrazados de amigos, que Echegaray tiene; voy a decir algo del drama, sin acordarme ya de los actores, a no ser de Vico.
De mala raza, como otras obras anteriores del mismo autor, comienza anunciando una obra tendenciosa, mejor aún, de tesis francamente sustentada, y después entra en las más altas regiones del drama puramente patético, y sobre todo, realmente humano; por desgracia, una composición defectuosa y contraria además a las leyes de la perspectiva teatral, según hoy se entiende, hace que en parte se malogre concepción tan hermosa y tan magistralmente expresada en aquellas últimas escenas del acto segundo, que son de lo mejor que ha escrito Echegaray, y sobre todo, acaso lo más natural, lo más cercano a la verdad bella, lo más interesante por la fuerza y la exactitud con que se hace hablar a las pasiones. Todo lo que digo aquí se lo he dicho al autor de palabra, y como Echegaray es tal vez el artista menos vanidoso de España y el más enamorado del arte, se veía (hermoso espectáculo) que hablaba el gran poeta de su drama como si fuera de otro, y así reconocía los defectos, me ayudaba a señalar los puntos vulnerables de la composición, y sólo cuando se tocaba en aquellas grandiosas escenas que el público aplaudía con frenesí, callaba por modestia.
Siempre ha sido defecto de Echegaray hacer hablar demasiado a los personajes secundarios; y a veces aglomera muchas partes de por medio sobre la escena. El primer acto de este drama tiene ambos inconvenientes: hablan allí sin cesar (y sin que el público los oyera la noche del estreno) cinco o seis parientes del protagonista, y en una escena interminable sientan la tesis de que de raza le viene al galgo... y la otra que dice de tal palo, tal astilla, y casi casi otra que no se puede copiar por respeto al público, y en que figuran una madre, una hija y una manta. Todo eso estaría bien, si no fuese tan largo. Hasta que entra Vico en escena el interés no se presenta. Pero entonces sí; la pasión fuerte y noble, decidida a triunfar porque se siente legítima, habla allí con el vigor hermoso y, fresco, casi candoroso con que sabe Echegaray representar estos caracteres de una bondad sencilla y robusta, algo arrogantes, hasta orgullosos, que todo lo sufren mejor que las palabras, que luchan por contener los arranques de un pundonor algo irascible, y que en suma, demuestran ser en poesía descendientes directos de aquellos héroes de los romances y de la comedia de Lope y Calderón, a pesar de las alteraciones y cambios naturales del tiempo. Como por un eco se ve reflejado el carácter de Carlos (Vico) en su padre, cuando este, desoyendo a los consejeros mal intencionados y de torpe malicia, consiente al fin en que su hijo tome por esposa a aquella Adelina, víctima de tantas sospechas ayudadas por las teorías darwinistas, cómicamente representadas por un sabio, especie de D. Hermógenes evolucionista. Bien pintado está el pedante, aunque habla más de lo justo, y hermosa es la escena con que este primer acto acaba.
Comienza el segundo y vuelven los papeles secundarios a tomar demasiadas cartas en el asunto; y como nadie ha visto todavía este drama bien representado, lo que se puede decir es que aquellas primeras escenas del segundo acto también fatigan y tampoco las oyó bien el público el día del estreno. Y aquí noto que falto a lo ofrecido respecto a no hablar más de los actores... pero no es posible olvidar lo mal que lo hacían.
Es el caso, que el autor tiene que explicar la legitimidad con que el padre de Carlos tiene por segura la deshonra de su hijo, y como no hay tal deshonra, pues el hombre que él vio saltar por un balcón, no iba en busca de su nuera, sino de su mujer, casi se necesitan planos para hacer verosímil la ceguera del buen anciano. Y como esta clase de documentos (los planos) no se sacan a escena, lo que hace Echegaray es explicar todos los pormenores del suceso que trae tan preocupada a toda la familia. El público en masa es más sentimental que inteligente; los raciocinios complicados, las argumentaciones largas no las entiende, y añadiendo a esto que a los actores no se les oía, resulta que en la noche del estreno casi nadie supo a ciencia cierta por qué es verosímil que un hombre que está en su cuarto con su mujer y sabe que otro hombre salta por el balcón del cuarto de otra señora se engañe, sin embargo, al creer de su hijo la deshonra que es suya.
A todo esto, Vico estaba ausente y en aquella casa no hay paz, ni cómicos verdaderos, hasta que él vuelve. Y, lo mismo que en el primer acto, en cuanto él entra, entra el interés, el drama resucita, la pasión se mueve, habla, palidece, gesticula... y de una en otra llega a la escena más hermosa que hace muchos años se vio en nuestro teatro.
Mejor dicho, son dos escenas grandes que valen por un drama: la del padre y el hijo que tienen que averiguar de quién es una deshonra; la del marido y la mujer que en juicio sumarísimo han de ver una causa de muerte, la de la mujer.
¡Qué cosa tan extraña es el teatro español actual! Entre la inopia general, entre la ineptitud ambiente, entre errores sin cuento, algunos de los cuales son del genio mismo, de pronto aparece como un relámpago toda esta grandeza, en que, por feliz conjunción, un cómico que, por intuiciones maravillosas, es capaz de llegar a lo sublime de la verdad patética, está al servicio del más poderoso ingenio, que sin antecedentes de este orden produce la más real belleza dramática, y habla en la escena como se hablará de fijo en el terrible caso que presenta, cuando las porfidias del mundo obliguen a dos amantes esposos a semejantes coloquios que huelen a cadáver, diálogos que en el amor no sabe si tendrá que acabar en verdugo. ¡Las cosas que Carlos le dice a su mujer! ¡Qué indagatoria! Por signos aparentes no se puede conocer la inocencia: todo aquello que la mujer honesta dice, podía decirlo la mujer adúltera, tal vez mejor: el marido quiere ver, quiere ver el rostro, los ojos sobre todo, y los brazos que se interponen suplicando le estorban, y los aparta, y se los ciñe a su mujer a la espalda, como con un hierro de presidio: le estorban también las protestas, los juramentos, las deprecaciones; quiere la verdad, nada más que la verdad; y eso es lo único que no pueden presentarle, aunque esté allí, porque a él le falta la certeza... Yo lo confieso: recuerdo pocos momentos de los mejores dramas modernos tan grandes como este. Si el segundo acto hubiese sido el último De mala raza sería uno de los mayores triunfos de Echegaray.
Yo lo dije a quien quiso oírlo, al autor inclusive: ahora, para que esto vaya más arriba... hace falta un milagro.
El milagro no se hizo. El acto tercero es otra cosa; es otro drama, el drama de otro conflicto; pero la pasión más fuerte, el interés más grande termina con la convicción que adquiere Carlos de la inocencia de su esposa.
Profunda psicología, bella, tierna, dulcemente expresada en los ayes de aquella especie de Ifigemia del amor, en las tristes y naturales vacilaciones del esposo, satisfecho como tal, atormentado como hijo por la deshonra que espera a su padre: una lucha de gran interés, frases de sublime verdad y amargas censuras del pícaro mundo llenas de horror patético, todo esto hay y aún más en el tercer acto. Peto como nada llega a la intensidad patética del final del segundo, preciso es declarar que en parte se debe a la composición que el éxito no haya sido tan bueno como se esperaba. Además hay otros defectos, de segundo orden, pero que acaso contribuyeron más que todos a la frialdad relativa con que algunos recibieron el final del drama. Siguen hablando demasiado los personajes de poca importancia, la maldad de aquellos seres viles, que sin saber por qué tanto aborrecen a la víctima de sus calumnias y sospechas, es demasiado antipática, está recargada, si vale hablar así, y recuerda análogo defecto de personajes parecidos del Gran Galeoto.
El odio con que persigue a su nuera el padre de Carlos también llega a ser repulsivo, sobre todo por el afán con que la asedia y maltrata con insultos incesantes. Con esto y su ceguera para la propia deshonra, que llega a ser un tanto inverosímil, a pesar de las explicaciones que preceden, se torna este personaje, que ya debiera ser el más interesante del drama, en una figura repugnante en parte y que estorba mucho para el efecto escénico. Y en rigor la acción en este acto es más suya que de su hijo. -La escena en que andan ciertas cartas de mano en mano son de escasa fuerza, fácilmente sustituibles con otras de más eficacia y efecto; y por último, el mismo final carece del relieve y vigor, de la austera grandeza a que nos tiene acostumbrados este poeta, tan gran maestro en eso de terminar sus dramas con plasticidad asombrosa, inolvidable.
No se dirá que he escatimado las censuras; estoy seguro de que he extremado el rigor; pues bien, con eso y todo, el último drama de Echegaray es uno de los que prueban con más fuerza la grandeza de su ingenio. Después de situaciones y diálogos como aquellos que dejo tan ensalzados, creo a Echegaray capaz hasta de dar con esa mosca blanca que se llama el teatro contemporáneo, casi casi naturalista.
Con muchos arranques como ese, pudiera llegar a la verdad y observación de Augier, a su naturalidad y sencillez, más la fuerza patética de Dumas. Creo que siempre le faltaría el savoir faire de Sardou, que en mi opinión es bastante inferior a los otros dos.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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