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lunes, 12 de agosto de 2013

La vieja losa sepulcral

En una pequeña ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que «las veladas se hacen más largas», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido la lámpara, las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veían grandes macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían colocar la vajilla de cobre bruñida para que se secase al sol, y donde los niños gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral.
-Sí -decía el propietario, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el púlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en gloria esté, compró varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero ésta sobró, y ahí la dejaron en la era.
-Bien se ve que es una losa sepulcral -dijo el mayor de los niños. Aún puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un ángel; pero la inscripción está casi borrada; sólo queda el nombre de Preben y una S mayúscula detrás; un poco más abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la piedra.
-¡Dios mío, pero si es la losa de Preben Svane y de su mujer! -exclamó un hombre muy viejo; por su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en la habitación. Sí, aquel matrimonio fue uno de los últimos que recibieron sepultura en el cementerio del antiguo convento. Era una respetable pareja de mis años mozos. Todos los conocían y todos los querían; eran la pareja más anciana de la ciudad. Corría el rumor de que poseían más de una tonelada de oro, y, no obstante, vestían con gran sencillez, con prendas de las telas más bastas, aunque siempre muy aseados. Formaban una simpática pareja de viejos, Preben y su Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel banco de la alta escalera de piedra de la casa, bajo las ramas del viejo tilo, saludando y gesticulando, con su expresión amable y bondadosa. En caritativos no había quien les ganara; daban de comer a los pobres y los vestían, y ejercían su caridad con delicadeza y verdadero espíritu cristiano. La mujer murió la primera; recuerdo muy bien el día. Era yo un chiquillo y estaba con mi padre en casa del viejo Preben, cuando su esposa acababa de fallecer; el pobre hombre estaba muy emocionado, y lloraba como un niño. El cadáver se hallaba aún en el dormitorio contiguo; Preben habló a mi padre y a varios vecinos de lo solo que iba a encontrarse en adelante, de lo buena que ella había sido, de los muchos años que habían vivido juntos y de cómo se habían conocido y enamorado. Yo era muy niño, como he dicho, me limitaba a escuchar; pero me causó una enorme impresión oír al viejo y ver como iba animándose poco a poco y le volvían los colores a la cara al contar sus días de noviazgo, y cuán bonita había sido ella, y los inocentes ardides de que él se había valido para verla. Y nos habló también del día de la boda; sus ojos se iluminaron, y el buen hombre revivió aquel tiempo feliz... y he aquí que ahora yacía ella muerta en el aposento contiguo, y él, viejo también, hablando del tiempo de la esperanza... sí, así van las cosas. Entonces era yo un niño, y hoy soy viejo, tan viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y todo cambia. Me acuerdo muy bien del entierro; el viejo Preben seguía detrás del féretro. Pocos años antes, el matrimonio había mandado esculpir su losa sepulcral, con la inscripción y los nombres, todo excepto el año de la muerte; al atardecer transportaron la piedra y la aplicaron sobre la tumba... para volver a levantarla un año más tarde, cuando el viejo Preben fue a reunirse con su esposa. No dejaron el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedó fue para una familia que residía muy lejos y de la que nadie sabía la menor cosa. La casa de entramado de madera, con el banco en lo alto de la escalera de piedra bajo el tilo, fue derribada por orden de la autoridad; era demasiado vieja y ruinosa para dejarla en pie. Más tarde, cuando la iglesia conventual corrió la misma suerte, y fue cerrado el cementerio, la losa sepulcral de Preben y su Marta fue a parar, como todo lo demás de allí, a manos de quien quiso comprarlo, y ha querido el azar que esta piedra no haya sido rota a pedazos y usada para baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar de juego para los niños, plataforma para la vajilla fregada de las sirvientas. La carretera empedrada pasa hoy por encima del lugar donde descansan el viejo Preben y su mujer. ¿Quién se acuerda ya de ellos?
Y el anciano meneó la cabeza melancólicamente.
-¡Olvidados! Todo se olvida -concluyó.
Y entonces se empezó a hablar de otras cosas; pero el muchachito, un niño de grandes ojos serios, se había subido a una silla y miraba a la era, donde la luna enviaba su blanca luz a la vieja losa, aquella piedra que antes le pareciera siempre vacía y lisa, pero que ahora yacía allí como una hoja entera de un libro de Historia. Todo lo que el muchacho acaba de oír acerca de Preben y su mujer vivía en aquella losa; y él la miraba, y luego levantaba los ojos hacia la clara luna, colgada en el alto cielo purísimo; era como si el rostro de Dios brillase sobre la Tierra.
-¡Olvidado! Todo se olvida -se oyó en el cuarto, y en el mismo momento un ángel invisible besó al niño en el pecho y en la frente y le murmuró al oído: - ¡Guarda bien la semilla que te han dado, guárdala hasta el día de su maduración! Por ti, hijo mío, esta inscripción borrada, esta losa desgastada por la intemperie, resucitará en trazos de oro para las generaciones venideras. El anciano matrimonio volverá a recorrer, cogido del brazo, las viejas calles, y se sentará de nuevo, sonriente y con rojas mejillas, en la escalera bajo el tilo, saludando a ricos y pobres. La semilla de esta hora germinará a lo largo de los años, para transformarse en un florido poema. Lo bueno y lo bello no cae en el olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la canción.

1.003. Andersen (Hans Christian)

La vieja campana de la iglesia

En el país alemán de Württemberg, con sus carreteras bordeadas de magníficas acacias y donde en otoño los manzanos y perales doblan sus ramas bajo la bendición de sus frutos maduros, hay una ciudad llamada Marbach. Es una de las ciudades más pequeñas de la región, pero está bellamente situada a orillas del Neckar, que discurre al pie de poblaciones, antiguos castillos señoriales y verdes viñedos antes de mezclar sus aguas con las del soberbio Rin.
El año estaba ya muy avanzado, los pámpanos, teñidos de rojo, pendían marchitos. Caían chubascos, y el viento frío arreciaba por momentos; no es ésta la estación más agradable para los pobres. Los días se hacían oscuros, y más aún en el interior de las viejas y angostas casas.
Había una de éstas, de aspecto mísero y exiguo, con hastial que daba a la calle y bajas ventanas. Tan pobre como la casa era la familia que la habitaba; pero era honrada y laboriosa, y en el tesoro de su corazón se guardaba el temor de Dios. Nuestros Señor se disponía a enviarles un hijo más. Sonó la hora, y la madre yacía en cama, presa de los temores y dolores del parto; y he aquí que de la iglesia próxima le llegaron, profundos y solemnes, los sones de una campana. Era una hora solemne, y el tañido de la campana llenó a la piadosa mujer de fervor y confianza. Sus pensamientos se elevaron a Dios, en el mismo momento dio a luz a su hijito, y se sintió inmensamente feliz. La campana de la torre parecía comunicar su regocijo a toda la ciudad y a la campiña. La miraban dos claros ojos infantiles, y el cabello del niño brillaba cual si fuese de oro.
En aquel tenebroso día de noviembre, el pequeño entraba en el mundo saludado por los sones de la campana. Los padres lo besaron, y luego anotaron en su Biblia: «El 10 de noviembre de 1759, Dios nos ha concedido un hijo». Y más tarde añadieron que en el acto del bautismo se le habían impuesto los nombres de Juan, Cristóbal, Federico.
¿Qué sería de aquel niño, aquel pobrecito hijo de la pequeña villa de Marbach? Nadie lo sabía entonces, ni siquiera la vieja campana de la iglesia, a pesar de estar colgada a tanta altura y de haber sido la primera en tañer y cantar por aquel que, andando el tiempo, había de componer el magnífico poema titulado «La Campana».
El pequeño creció, y creció el mundo que lo rodeaba. Sus padres se trasladaron a otra ciudad, pero dejaron buenas amistades en la pequeña Marbach; por eso, un día madre e hijo volvieron a visitarla. El niño no contaba más que seis años, pero ya sabía algunos pasajes de la Biblia, y varios salmos piadosos. Desde su sillita de mimbre, muchas veladas había escuchado a su padre leyendo las fábulas de Gellert y el «Mesías», de Klopstock. El y su hermanita, dos años mayor que él, habían vertido ardientes lágrimas al oír la historia de Aquél, que para redimirnos había sufrido la muerte en la cruz.
Poco había cambiado la ciudad de Marbach, cuando aquella primera visita. En realidad, había transcurrido poco tiempo. Las casas seguían con sus agudos hastiales, sus paredes torcidas y sus bajas ventanas. En el cementerio se veían algunas sepulturas nuevas, y allí, junto al muro, yacía la vieja campana en medio de la hierba, que, caída de la torre y hendida, no podía ya tocar. La habían sustituido por otra nueva.
Madre e hijo entraron en el camposanto. Se detuvieron delante de la vieja campana, y la madre contó a su hijito cómo aquélla había servido durante varios centenares de años, pregonando bautizos y bodas y llamando a los entierros. Había anunciado fiestas e incendios, y había cantado durante la vida entera de muchas personas. Y el niño no olvidó nunca lo que su madre le contara; aquél fue el relato que revivió en su pecho cuando, hombre ya, compuso la canción. Y la mujer le contó también cómo aquella campana había llevado confianza y alegría a su corazón, en la hora angustiosa en que Dios le concediera su hijito. Y el niño contemplaba la gran campana vieja con devoción; inclinándose sobre ella la besó, aunque yacía abandonada entre la hierba y las ortigas, rota e inútil para siempre.
La campana siguió viviendo en el recuerdo del chiquillo, que creció en el seno de la pobreza. Era alto y flacucho, pelirrojo y pecoso, pero tenía los ojos claros y límpidos como las aguas profundas. ¿Qué fue de él? Pues tuvo suerte, una suerte envidiable. El favor del príncipe le valió el ingreso en la sección de la Escuela Militar, donde se educaban los hijos de las familias distinguidas, y aquello fue no sólo suerte, sino un honor. Calzaba botines y llevaba corbata almidonada y empolvada peluca. Le proporcionaron conocimientos, a las voces de «¡Marchen!», «¡Alto!», «¡De frente!». Algo podía salir de todo aquello.
La vieja campana de la iglesia iría a parar seguramente al horno de fundición. ¿Qué saldría luego de ella? Era imposible decirlo, como también era imposible decir qué saldría, en años venideros, de la campana cuyo recuerdo se guardaba en el pecho del joven cadete. Había en él un metal que resonaba potente, que se haría oír en todos los ámbitos del mundo. Cuanto más enrarecida se volvía la atmósfera tras los muros de la escuela, y más ensordecedoras tronaban las voces de mando: «¡Marchen!», «¡Alto!», «¡De frente!», tanto más fuertes eran los ecos que repercutían en el pecho del mozo, el cual cantaba sus experiencias y sentimientos en el círculo de sus compañeros, y aquellos sones traspasaban las fronteras del país. Mas no era para eso para lo que le proporcionaban escuela gratuita, vestido y alimentos. Estaba ya numerado como una piececita de la gran máquina de relojería de la que todos debemos ser unas piezas. ¡Qué poco nos comprendemos a nosotros mismos! Y, ¿cómo van a comprendernos los demás, incluso los mejores? Pero es justamente la presión lo que hace nacer un diamante. La presión existía. ¿Reconocería el mundo la piedra preciosa, al correr de los años?
Se celebraba una gran fiesta en la capital del principado. Brillaban millares de lámparas, y se elevaban al cielo los cohetes. Aquel esplendor no se borra del recuerdo de quien, por aquellos días, lloroso y dolorido, trataba de llegar, sin ser visto, a tierra extranjera. Tenía que alejarse de la patria, del lado de su madre, de todos los seres queridos, so pena de naufragar en la corriente de la vulgaridad.
La vieja campana era afortunada, protegida por el muro del cementerio de Marbach. El viento pasaba por encima de ella, y habría podido contarle algo del que vino al mundo mientras ella tañía; contarle lo frío que había soplado sobre él cuando, poco antes, se había dejado caer, completamente agotado, en el bosque del país vecino, llevando por toda riqueza y como única esperanza el manuscrito del «Fiesco». El viento habría podido hablarle de sus primeros protectores, artistas todos ellos, que durante la lectura de estas hojas se habían ido escurriendo uno tras otro para ir a jugar a bolos. Y el viento habría podido hablarle también del pálido jovenzuelo que durante semanas y meses vivió en una mísera posada, cuyo dueño no hacía sino echar pestes, enfurecerse y emborracharse, y donde reinaba una continua francachela, mientras él se concentraba en sus ideales. ¡Duros y tenebrosos días! El corazón ha de participar en aquel dolor y sentir en sí mismo lo que un día será cantado a la faz del mundo.
Por encima de la vieja campana, pasaron, sin que ella los sintiera, días oscuros y frías noches. Pero la campana que se encierra en el humano pecho, ésa sí siente los malos tiempos. ¿Qué fue del joven? ¿Qué fue de la vieja campana? Ésta llegó muy lejos, mucho más lejos de lo que habrían llegado sus sones desde la alta torre. ¿Y el joven? La campana de su pecho resonó a distancia mucho mayor de lo que jamás pisaron sus pies o vieron sus ojos; resonó y sigue resonando, allende el océano, por toda la redondez de la Tierra. Pero oigamos primero qué fue de la campana de la iglesia. Se la llevaron de Marbach, la vendieron por bronce viejo y fue a parar a los hornos de fundición de Baviera. ¿Cómo y cuándo fue a parar a ellos? Cuéntelo la propia campana, si puede; no tiene gran importancia. Lo que sí ha podido averiguarse es que llegó a la capital de Baviera. Habían transcurrido muchos años desde que cayera del campanario; ahora iba a ser fundida, y su metal formaría parte de un monumento destinado a perpetuar la memoria de un héroe del espíritu alemán. Oíd ahora cómo sucedieron las cosas. ¡Qué maravillosos son los sucesos del mundo! En una de las verdes islas de Dinamarca, donde crece el haya y se levantan numerosos monumentos megalíticos, vivía un muchacho muy pobre. Había calzado zuecos y llevado a su padre, que era leñador, la comida envuelta en un viejo paño. Aquel pobre muchacho llegó a ser el orgullo de su país; creó magníficas obras de mármol que causaron la admiración del mundo entero, y fue él precisamente quien recibió el honroso encargo de modelar en arcilla la figura que había de ser luego fundida en bronce, la efigie de aquel otro muchacho cuyo nombre anotara su padre en la Biblia: Juan, Cristóbal, Federico.
Y en el molde se vertió el bronce derretido, la vieja campana de la iglesia; nadie pensó en su patria, nadie en su extinto tañido. La campana fundida fue vertida en el molde y formó la cabeza y el pecho de la estatua que hoy se levanta frente al gran palacio de Stuttgart, en el mismo lugar donde el personaje que representa hubo de sostener en vida una dura lucha bajo la opresión del mundo. Él, el adolescente de Marbach, el alumno de la Karlschule, el fugitivo, el grande e inmortal poeta de Alemania, que cantó al libertador de Suiza y a la santa doncella liberadora de Francia.
Brillaba el sol, ondeaban banderas en las torres y los tejados de la real ciudad de Stuttgart, las campanas de los templos tocaban en son de fiesta y de alegría; sólo una callaba, brillando a la radiante luz del sol, convertida en el rostro y el pecho de la nueva estatua. Cien años justos habían transcurrido desde el día en que la campana de la torre de Marbach había llevado la alegría y la confianza a la madre doliente que daba a luz a su hijo, pobre en una casa pobre, pero llamado a ser el hombre rico cuyos tesoros son una bendición del mundo. Cien años habían transcurrido desde el nacimiento del poeta de los nobles corazones femeninos, el cantor de lo grande y lo sublime; desde el nacimiento de Juan Cristóbal Federico Schiller.

(escrita para el album de schiller)

1.003. Andersen (Hans Christian)

La vendedora de cerillas

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.
Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.
La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.
Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!
Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.
-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".
Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.
-¡Abuelita! -gritó la niña. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!
Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.
-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.
Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

1.003. Andersen (Hans Christian)

La ultima perla

Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores, criados e incluso los amigos eran dichosos y alegres, pues acababa de nacer un heredero, un hijo, y tanto la madre como el niño estaban perfectamente.
Se había velado la luz de la lámpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas. La alfombra era gruesa y mullida como musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a esta tentación cedió también la enfermera, y se quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo andaba bien y felizmente. El espíritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama; se diría que sobre el niño, reclinado en el pecho de la madre, se extendía una red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales era una perla de la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida habían aportado sus dones al recién nacido; brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el amor; en suma, todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra.
-Todo lo han traído -dijo el espíritu protector.
-¡No! –se oyó una voz cercana, la del ángel custodio del niño. Hay un hada que no ha traído aún su don, pero vendrá, lo traerá algún día, aunque sea de aquí a muchos años. Falta aún la última perla.
-¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese así hay que ir en busca del hada poderosa. ¡Vamos a buscarla!
-¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para completar la corona.
-¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada? Dímelo, iré a buscar la perla.
-Tú lo quieres -dijo el ángel bueno del niño-, yo te guiaré dondequiera que sea. No tiene residencia fija, lo mismo va al palacio del Emperador como a la cabaña del más pobre campesino; no pasa junto a nadie sin dejar huella; a todos les aporta su dádiva, a unos un mundo, a otros un juguete. Habrá de venir también para este niño. ¿Piensas tú que no todos los momentos son iguales? Pues bien, iremos a buscar la perla, la última de este tesoro.
Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia el lugar donde a la sazón residía el hada.
Era una casa muy grande, con oscuros corredores, cuartos vacíos y singular-mente silenciosa; una serie de ventanas abiertas dejaban entrar el aire frío, cuya corriente hacía ondear las largas cortinas blancas.
En el centro de la habitación se veía un ataúd abierto, con el cadáver de una mujer joven aún. Lo rodeaban gran cantidad de preciosas y frescas rosas, de tal modo que sólo quedaban visibles las finas manos enlazadas y el rostro transfigurado por la muerte, en el que se expresaba la noble y sublime gravedad de la entrega a Dios.
Junto al féretro estaban, de pie, el marido y los niños, en gran número; el más pequeño, en brazos del padre. Era el último adiós a la madre; el esposo le besó la mano, seca ahora como hoja caída, aquella mano que hasta poco antes había estado laborando con diligencia y amor. Gruesas y amargas lágrimas caían al suelo, pero nadie pronunciaba una palabra; el silencio encerraba allí todo un mundo de dolor. Callados y sollozando, salieron de la habitación.
Ardía un cirio, la llama vacilaba al viento, envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron hombres extraños, que colocaron la tapa del féretro y la sujetaron con clavos; los martillazos resonaron por las habitaciones y pasillos de la casa, y más fuertemente aún en los corazones sangrantes.
-¿Adónde me llevas? -preguntó el espíritu protector. Aquí no mora ningún hada cuyas perlas formen parte de los dones mejores de la vida.
-Pues aquí es donde está, ahora, en este momento solemne -replicó el ángel custodio, señalando un rincón del aposento; y allí, en el lugar donde en vida la madre se sentara entre flores y estampas, desde el cual, como hada bienhechora del hogar había acogido amorosa al marido, a los hijos y a los amigos, y desde donde, cual un rayo de sol, había esparcido la alegría por toda la casa, como el eje y el corazón de la familia, en aquel rincón había ahora una mujer extraña, vestida con un largo y amplio ropaje: era la Aflicción, señora y madre ahora en el puesto de la muerta. Una lágrima ardiente rodó por su seno y se transformó en una perla, que brillaba con todos los colores del arco iris. La recogió el ángel, y entonces, adquirió el brillo de una estrella de siete matices.
-La perla de la aflicción, la última, que no puede faltar. Realza el brillo y el poder de las otras. ¿Ves el resplandor del arco iris, que une la tierra con el cielo? Con cada una de las personas queridas que nos preceden en la muerte, tenemos en el cielo un amigo más con quien deseamos reunirnos. A través de la noche terrena miramos las estrellas, la última perfección. Contémplala, la perla de la aflicción; en ella están las alas de Psique, que nos levantarán de aquí.

1.003. Andersen (Hans Christian)

La tia

Tendrías que haber conocido a mi tía. Era encantadora. No quiero decir encantadora en el sentido que se suele dar a la palabra, sino buena y cariñosa, divertida a su modo, dispuesta siempre a charlar sobre sí misma, cuando uno tenía ganas de charlar y reírse a propósito de alguien. Sin dificultad te la imaginabas en una comedia, entre otras cosas, porque sólo vivía para el teatro y la vida de la escena. Era una mujer muy respetable, pero el agente Fabs, a quien tía llamaba Flabs, decía que estaba loca por el teatro.
-El teatro es mi escuela -afirmaba-, la fuente de mis conocimientos. En él he refrescado mi Historia Sagrada: «Moisés», «José y sus hermanos»; eso son óperas. Al teatro debo mis conocimientos de Historia Universal, Geografía y Psicología. Por las obras francesas conozco la vida de París, equívoca, pero interesantísima. ¡Cómo he llorado con la «Familia Riquebourg» porque el marido ha de matarse bebiendo para que el joven amante pueda casarse con ella! Sí, he derramado muchas lágrimas en los cincuenta años que he estado abonada.
Mi tía conocía todas las obras teatrales, todos los decorados, todos los personajes que salían o habían salido a escena. Puede decirse que sólo vivía durante los nueves meses de la temporada. El verano, sin teatro, era para ella un tiempo vacío, que sólo servía para envejecer, mientras que una sola noche de espectáculo alargada hasta la madrugada, constituía una verdadera prolongación de su vida. No decía, como tantas otras personas: «Ya viene la primavera; ha llegado la cigüeña», o bien «ya están en el mercado las primeras fresas». Lo que ella anunciaba era la proximidad del otoño: «¿Ha visto que ya se ha abierto el abono a los palcos? Van a empezar las representaciones».
Estimaba la situación de una vivienda sólo por la distancia a que se encontraba del teatro. Vivió durante muchos tiempo en una calleja de detrás de la sala de espectáculos, y tuvo un gran disgusto cuando se vio obligada a trasladarse a otra calle.
-En casa quiero que mi ventana sea mi palco. No puede una permanecer sentada y encerrada en sí misma. Necesito ver a la gente. Ahora vivo como si me hubiese trasladado al campo. Si quiero ver gente, he de ir a la cocina a sentarme en el vertedero; sólo allí tengo a alguien delante. En cambio, cuando vivía en el callejón veía el interior de la tienda de telas y sólo estaba a trescientos pasos del teatro, mientras que ahora me separan de él tres mil, y de soldado.
A veces la tía se sentía enferma, pero muy mal tenía que estar para perderse una comedia. Una vez el médico le ordenó que se pusiera una cataplasma en las plantas de los pies. Ella lo hizo, pero se fue al teatro en coche y siguió la función con la cataplasma en su sitio. Morir en el teatro, ésta hubiera sido su ilusión. Thorwaldsen murió en el teatro. A eso le llamaba ella una «muerte venturosa».
No podía imaginar un cielo sin teatro. Cierto que nada de ello se dice en los libros sagrados, pero todos esos excelentes actores y actrices que nos han precedido, en algo tendrán que ocuparse en la eternidad.
Mi tía tenía su hilo telegráfico desde el teatro a su casa; el telegrama llegaba cada domingo a la hora del café. Este hilo telegráfico ,era el «tramo-yista señor Sivertsen», el encargado de dar las señales de subir y bajar el telón, de colocar o retirar los decorados y cortinas. Él le anticipaba una breve explicación del argumento y circunstancias de la obra. A «La Tempestad», de Shakespeare, la llamaba la «maldita pieza». «Hay tanto y tanto que cambiar, y desde la primera escena está uno metido en agua». Quería decir, desde luego, que había que poner en primer término las «olas rodantes». En cambio, cuando la decoración no variaba en los cinco actos, el hombre decía que era una obra razonable y bien escrita, una obra tranquila, que discurre sola, sin complicaciones escenográficas.
En aquellos tiempos, como decía la tía hablando de treinta años atrás, ella y el mentado señor Sivertsen eran jóvenes. El hombre trabajaba ya de tramoyista, y ella lo llamaba su «bienhechor». Entonces era costumbre, en la función nocturna que se daba en el único y espacioso teatro de la ciudad, admitir espectadores en el telar, y todos los ayudantes tramoyistas disponían de dos o tres entradas gratuitas. Con frecuencia se llenaba aquel lugar de gente muy distinguida. Se decía que allí habían estado incluso generales y esposas de consejeros. Era muy interesante presenciar el espectáculo desde lo alto de los bastidores y ver moverse a los cómicos cuando había bajado el telón.
Mi tía estuvo allí varias veces viendo tragedias y «ballets», pues cuanto más personajes participaban en una obra, tanto más le interesaba verla desde el telar. Allá arriba se estaba casi a oscuras, y la mayoría de los concurrentes se traían la cena. Una vez cayeron tres manzanas y un bocadillo de salchichón precisamente en el calabozo de Ugolino, aquel infeliz condenado a morir de hambre, lo cual provocó una carcajada general en el público. Aquel salchichón fue uno de los principales motivos que indujeron a la dirección a suprimir los puestos del telar.
-Pero yo estuve treinta y siete veces -decía la tía- y eso nunca dejaré de agradecérselo al señor Sivertsen.
Justamente la última noche que se permitió la entrada al telar se representaba el «Juicio de Salomón»; la tía se acordaba muy bien. Por mediación de su benefactor, el señor Sivertsen, había procurado una entrada al agente Fabs, a pesar de que no se lo merecía, porque continuamente se burlaba del teatro y gastaba bromas a la tía. No obstante, ella le había conseguido un puesto. El hombre deseaba ver la comedia «del revés», tales habían sido sus palabras, muy propias de él, como decía la tía.
Vio «El Juicio de Salomón» desde arriba y se durmió como si viniera de un gran banquete y hubiera brindado de lo lindo. Se quedó, pues, dormido y encerrado, y se pasó la noche durmiendo en el teatro. Luego explicó sus experiencias, pero la tía se negó a creerlo. Según dijo, una vez terminado «El Juicio de Salomón», cuando todas las luces estaban apagadas y el público se había marchado, entonces empezó la verdadera comedia, el sainete, que fue lo mejor de la velada. ¡Cómo se animó todo! No era ya el «Juicio de Salomón» lo que se representaba, sino el «Juicio final». Y el agente Fabs tuvo la frescura de pretender que la tía se tragase aquello; ésas fueron las gracias por haberle procurado una entrada gratis.
Lo que contó el agente tenía su gracia, pero enturbiada por un fondo de malicia y de burla.
-Desde arriba todo se veía oscuro -dijo el agente. Pero luego empezó el hechizo, la gran represen-tación: «El Juicio final en escena». Los acomoda-dores se presentaron en las puertas, y todos los espectadores hubieron de exhibir su certificado de conducta, a la vista del cual se decidía si entrarían con las manos libres o atadas, con mordaza o sin ella. Los caballeros y damas que llegaban una vez empezada la función, así como los jóvenes que nunca sabían ser puntuales, fueron atados fuera de la sala y se les pusieron zapatillas de fieltro; con ellas y con una mordaza se les permitiría entrar antes de que comenzase el siguiente acto. Y entonces se representa el Juicio final.
-¡Pura bellaquería! -dijo la tía. Que Dios no se la tome en cuenta.
El pintor, si quería subir al cielo, tenía que subir por una escalera pintada por él mismo y en la que no se sostenía un pie humano. Era un pecado contra la perspectiva. Todos los edificios y plantas que el tramoyista había situado con gran sudor y esfuerzo en países que no les correspondían, hubo de trasladarlos el pobre hombre a los lugares debidos, y eso antes de que cantara el gallo, si quería entrar en el cielo. Mejor haría el señor Fabs en preocuparse de que lo dejaran entrar a él, en lugar de contar tantos chismes de los personajes de la tragedia y de la comedia, del canto y del baile. No era digno de ir al telar, y la tía no repetiría nunca sus palabras. Fabs decía que lo había anotado todo, pero que no lo imprimirían hasta que estuviese muerto y enterrado, pues no quería que lo desollaran vivo.
Una sola vez pasó la tía un gran miedo y angustia en su templo de la bienaventuranza. Fue un día de invierno, uno de esos días en que no hay más que dos horas de luz bajo el cielo gris. El frío era horrible, con una ventisca atroz; pero la tía no pudo faltar a la función. Representaban «Hermann von Unna», con una breve ópera y un «ballet»; un prólogo y un epílogo; la cosa terminaría tarde. La tía pidió prestados a su patrona unos zapatos de piel: piel por fuera y por dentro, que le subían hasta las pantorrillas.
Llegó a la sala, entró en su palco; los zapatos eran calientes, y no se los quitó. De pronto se oyó la voz de «¡fuego!». Salía humo de uno de los bastidores y bajaba del telar. Originóse una alarma espantosa; la gente se echó a correr hacia las puertas, y la tía se quedó la última en el palco.
-Segunda fila izquierda, desde allí es de donde mejor se ven las decoraciones -decía; las colocan de manera que produzcan el mejor efecto vistas desde el palco real.
La tía quiso salir, pero los que la precedían, en su miedo y atolondramiento habían dejado cerrarse la puerta. Y allí quedó la mujer sin poder ir hacia fuera ni hacia dentro, es decir, que tampoco podía pasar al palco vecino, pues la mampara intermedia era demasiado alta. Gritó, pero no la oyeron; miró a la fila inferior de palcos; estaba desierta, era baja, y la separaba de ella muy poca distancia. El terror la volvió joven y ágil; se dispuso a saltar, puso una pierna encima de la barandilla, la otra sobre el banco y allí se quedó a horcajadas, con el vestido de flores y una pierna tambaleándose, calzada con el enorme zapato de piel. ¡Un espectáculo digno de ver! Al final la vieron y la oyeron, y se salvó del fuego, que, por lo demás, no pasó a mayores.
Aquella noche fue la más memorable de su vida; y estaba contenta de no haberse visto a sí misma, pues se habría muerto de vergüenza.
Su protector, el señor Sivertsen, acudía a su casa con toda regularidad los domingos. Pero de domingo a domingo van muchos días, y se estableció la costumbre de que a mitad de semana una niña iba «para los restos», o sea, para comer lo que había sobrado de la comida del domingo. Era una muchacha del «ballet», que pasaba bastante hambre y actuaba de duendecillo o de paje. Su papel más difícil era el de pata trasera del león en la «Flauta encantada»; poco a poco fue ascendiendo hasta el de pata delantera, por lo que cobraba no más de tres marcos, mientras que por las traseras pagaban un escudo, pero en cambio el actor tenía que andar encorvado y no respiraba aire puro. Saber todo eso resultaba muy interesante, en opinión de la tía.
Valía la pena vivir mientras existiese el teatro, pero no le fue concedido este privilegio. Ni tampoco el de morir en el teatro, sino que cerró los ojos digna y decentemente en su propio lecho. Sin embargo, sus últimas palabras fueron muy significativas, pues preguntó:
-¿Qué representan mañana?
A su muerte dejó unos quinientos escudos; lo deducimos de los intereses, que se elevaban a veinte escudos. La tía los había dejado en herencia a una respetable solterona sin familia, a condición de invertirlos en el abono anual a una butaca de la segunda fila izquierda y en funciones de sábado noche, que era cuando se daban las mejores obras. Una sola obligación se estipulaba para la heredera: que cada sábado por la noche recordase a la tía que reposaba en la sepultura.
Tal era la religión de mi tía.

1.003. Andersen (Hans Christian)

La tetera

Érase una vez una tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante, y detrás el asa, y se complacía en hacerlo notar. Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada; o sea, que era defectuosa, y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!
«¡Las conozco! -decía para sus adentros. Pero conozco también mis defectos y los admito; en eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades. Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de té. El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que otorgo, la que impero: reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida.
Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud. Estaba en la mesa puesta, manejada por una mano primorosa. Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se rompió el pitón y se rompió también el asa; de la tapa no valía la pena hablar; ¡bastante disgusto había causado ya antes! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo. Fue un rudo golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano.
-¡Este recuerdo no se borrará nunca de mi mente! -exclamó la tetera cuando, más adelante, relataba su vida. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día siguiente me regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del asado. Descendí al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para mí una vida mejor. Se empieza siendo una cosa, y de pronto se pasa a ser otra distinta. Me llenaron de tierra, lo cual, para una tetera, es como si la enterrasen; pero entre la tierra pusieron un bulbo. Quién lo hizo, quién me lo dio, lo ignoro; el caso es que me lo regalaron. Fue una compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el pitón rotos. Y el bulbo depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi corazón, mi corazón vivo; nunca lo había tenido. Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo germinó, estalló por la expansión de sus pensamientos, y sentimientos, que cristalizaron en una flor. La vi, la sostuve, me olvidé de mí misma ante su belleza. ¡Dichoso el que se olvida de sí por los demás! No me dio las gracias ni pensó en mí; a él iban la admiración y los elogios de todos. Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a ser ella admirada? Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor. Me partieron por la mitad; ¡ay, cómo dolió!, y la flor fue trasplantada a otro tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio, donde estoy convertida en cascos viejos. Mas conservo el recuerdo, y nadie podrá quitármelo.

1.003. Andersen (Hans Christian)

La tempestad cambia los rotulos

En días remotos, cuando el abuelito era todavía un niño y llevaba pantaloncito encarnado y chaqueta de igual color, cinturón alrededor del cuerpo y una pluma en la gorra -pues así vestían los pequeños cuando iban endomingados, muchas cosas eran completamente distintas de como son ahora. Eran frecuentes las procesiones y cabalgatas, ceremonias que hoy han caído en desuso, pues nos parecen anticuadas. Pero da gusto oír contarlo al abuelito.
Realmente debió de ser un bello espectáculo el solemne traslado del escudo de los zapateros el día que cambiaron de casa gremial. Ondeaba su bandera de seda, en la que aparecían representadas una gran bota y un águila bicéfala; los oficiales más jóvenes llevaban la gran copa y el arca; cintas rojas y blancas descendían, flotantes, de las mangas de sus camisas. Los mayores iban con la espada desenvainada, con un limón en la punta. Lo dominaba todo la música, y el mayor de los instrumentos era el «pájaro», como llamaba el abuelito a la alta percha con la media luna y todos los sonajeros imaginables; una verdadera música turca. Sonaba como mil demonios cuando la levantaban y sacudían, y a uno le dolían los ojos cuando el sol daba sobre el oro, la plata o el latón.
A la cabeza de la comitiva marchaba el arlequín, vestido de mil pedazos de tela de todos los colores, con la cara negra y cascabeles en la cabeza, como caballo de trineo. Vapuleaba a las gentes con su palmeta, y armaba gran alboroto, aunque sin hacer daño a nadie; y la gente se apretujaba, retrocedía y volvía a adelantarse. Los niños se metían de pies en el arroyo; viejas comadres se daban codazos, poniendo caras agrias y echando pestes. El uno reía, el otro charlaba; puertas y ventanas estaban llenas de curiosos, y los había incluso en lo alto de los tejados. Lucía el sol, y cayó también un cha-parroncito; pero la lluvia beneficiaba al campesino, y aunque muchos quedaron calados, fue una verdadera bendición para el campo.
¡Qué bien contaba el abuelito! De niño había visto aquellas fiestas en todo su esplendor. El oficial más antiguo del gremio pronunciaba un discurso desde el tablado donde había sido colgado el escudo; un discurso en verso, expresamente compuesto por tres de los miembros, que, para inspirarse, se habían bebido una buena jarra de ponche. Y la gente gritaba «¡hurra!», dando gracias por el discurso, pero aún eran más sonoros los hurras cuando el arlequín, montando en el tablado, imitaba a los demás. El bufón hacía sus payasadas y bebía hidromel en vasitos de aguardiente, que luego arrojaba a la multitud, la cual los pescaba al vuelo. El abuelito guardaba todavía uno, regalo de un oficial albañil que lo había cogido. Era la mar de divertido. Y luego colgaban el escudo en la nueva casa gremial, enmarcado en flores y follaje.
-Fiestas como aquellas no se olvidan nunca, por viejo que llegue uno a ser - decía abuelito; y, en efecto, él no las olvidaba, con haber visto tantos y tantos espectáculos magníficos. Nos hablaba de todos ellos, pero el más divertido era sin duda el de la comitiva de los rótulos por las calles de la gran ciudad.
De niño, el abuelito había hecho con sus padres un viaje a la ciudad. Era la primera vez que visitaba la capital. Circulaba santísima gente por las calles, que él creyó se trataba de una de aquellas procesiones del escudo. Había una cantidad ingente de rótulos para trasladar; se hubieran cubierto las paredes de cien salones, si en vez de colgarlos en el exterior se hubiesen guardado dentro. En el del sastre aparecían pintados toda clase de trajes, pues cosía para toda clase de gentes, bastas o finas; luego había los rótulos de los tabaqueros, con lindísimos chiquillos fumando cigarros, como si fuesen de verdad. Se veían rótulos con mantequilla y arenques ahumados, valonas para sacerdotes, ataúdes, qué sé yo, así como las más variadas inscripciones y anuncios. Uno podía andar por las calles durante un día entero contemplando rótulos y más rótulos; además, se enteraban enseguida de la gente que habitaba en las casas, puesto que tenían sus escudos colgados en el exterior; y, como decía abuelito, es muy conveniente y aleccionador saber quiénes viven en una gran ciudad.
Pero quiso el azar que cuando el abuelito fue a la ciudad, ocurriera algo extraordinario con los rótulos; él mismo me lo contó, con aquellos ojos de pícaro que ponía cuando quería hacerme creer algo. ¡Lo explicaba tan serio!
La primera noche que pasó en la ciudad hizo un tiempo tan horrible, que hasta salió en los periódicos; un tiempo como nadie recordaba otro igual. Las tejas volaban por el aire; viejas planchas se venían al suelo; hasta una carretilla se echó a correr sola, calle abajo, para salvarse. El aire bramaba, mugía y lo sacudía todo; era una tempestad desatada. El agua de los canales se desbordó por encima de la muralla, pues no sabía ya por dónde correr. El huracán rugía sobre la ciudad, llevándose las chimeneas; más de un viejo y altivo remate de campanario hubo de inclinarse, y desde entonces no ha vuelto a enderezarse.
Junto a la casa del viejo jefe de bomberos, un buen hombre que llegaba siempre con la última bomba, había una garita. La tempestad se encaprichó de ella, la arrancó de cuajo y la lanzó calle abajo, rodando. Y, ¡fíjate qué cosa más rara! Se quedó plantada frente a la casa del pobre oficial carpintero que había salvado tres vidas humanas en el último incendio. Pero la garita no pensaba en ello.
El rótulo del barbero -aquella gran bacía de latón- fue arrancado y disparado contra el hueco de la ventana del consejero judicial, cosa que todo el vecindario consideró poco menos que ofensiva, pues todo el mundo y hasta las amigas más íntimas llamaban a la esposa del consejero la «navaja». Era listísima, y conocía la vida de todas las personas más que ellas mismas.
Un rótulo con un bacalao fue a dar sobre la puerta de un individuo que escribía un periódico. Resultó una pesada broma del viento, que no pensó que un periodista no tolera bromas, pues es rey en su propio periódico y en su opinión personal.
La veleta voló al tejado de enfrente, en el que se quedó como la más negra de las maldades, dijeron los vecinos.
El tonel del tonelero quedó colgado bajo el letrero de «Modas de señora».
La minuta de la fonda, puesta en un pesado marco a la puerta del establecimiento, fue llevada por el viento hasta la entrada del teatro, al que la gente no acudía nunca; era un cartel ridículo: «Rábanos picantes y repollo relleno». ¡Y entonces le dio a la gente por ir al teatro!
La piel de zorro del peletero, su honroso escudo, apareció pegada al cordón de la campanilla de un joven que asistía regularmente al primer sermón, parecía un paraguas cerrado, andaba en busca de la verdad y, según su tía, era un modelo.
El letrero «Academia de estudios superiores» fue encontrado en el club de billar, y recibió a cambio otro que ponía: «Aquí se crían niños con biberón». No tenía la menor gracia, y resultaba muy descortés. Pero lo había hecho la tormenta, y vaya usted a pedirle cuentas.
Fue una noche espantosa. Imagínate que por la mañana casi todos los rótulos habían cambiado de sitio, en algunos casos con tan mala idea, que abuelito se negaba a contarlo, limitándose a reírse por dentro, bien lo observaba yo. Y como pícaro, lo era, desde luego.
Las pobres gentes de la gran ciudad, especialmente los forasteros, andaban de cabeza, y no podía ser de otro modo si se guiaban por los carteles.
A lo mejor uno pensaba asistir a una grave asamblea de ancianos, donde habrían de debatirse cuestiones de la mayor trascendencia, e iba a parar a una bulliciosa escuela, donde los niños saltaban por encima de mesas y bancos.
Hubo quien confundió la iglesia con el teatro, y esto sí que es penoso.
Una tempestad como aquella no se ha visto jamás en nuestros días. Aquélla la vio sólo el abuelito, y aun siendo un chiquillo. Tal vez no la veamos nosotros, sino nuestros nietos. Lo esperemos, y roguemos que se estén quietecitos en casa cuando el vendaval cambie los rótulos.

1.003. Andersen (Hans Christian)

La suerte puede estar en un palito

Ahora les voy a contar un cuento sobre la suerte.
Todos conocemos la suerte; algunos la ven durante todo el año, otros sólo ciertos años y en un único día; incluso hay personas que no la ven más que una vez en su vida; pero todos la vemos alguna vez.
No necesito decir, pues todo el mundo lo sabe, que Dios envía al niñito y lo deposita en el seno de la madre, lo mismo puede ser en el rico palacio y en la vivienda de la familia acomodada, que en pleno campo, donde sopla el frío viento. Lo que no saben todos -y, no obstante, es cierto- es que Nuestro Señor, cuando envía un niño, le da una prenda de buena suerte, sólo que no la pone a su lado de modo visible, sino que la deja en algún punto del mundo, donde menos pueda pensarse; pero siempre se encuentra, y esto es lo más alentador. Puede estar en una manzana, como ocurrió en el caso de un sabio que se llamaba Newton: cayó la manzana, y así encontró él la suerte. Si no conoces la historia, pregunta a los que la saben; yo ahora tengo que contar otra: la de una pera.
Érase una vez un hombre pobre, nacido en la miseria, criado en ella y en ella casado. Era tornero de oficio, y torneaba principalmente empuñaduras y anillas de paraguas; pero apenas ganaba para vivir.
-¡Nunca encontraré la suerte! -decía. Adviertan que es una historia verda-dera, y que podría decirles el país y el lugar donde residía el hombre, pero no viene al caso.
Las rojas y ácidas acerolas crecían en torno a su casa y en su jardín, formando un magnífico adorno. En el jardín había también un peral, pero no daba peras; sin embargo, en aquel árbol se ocultaba la suerte, se ocultaba en sus peras invisibles. Una noche hubo una ventolera horrible; en los periódicos vino la noticia de que la gran diligencia había sido volcada y arrastrada por la tempestad como un simple andrajo. No nos extrañará, pues, que también rompiera una de las mayores ramas del peral.
Pusieron la rama en el taller, y el hombre, por pura broma, torneó con su madera una gruesa pera, luego otra menor, una tercera más pequeña todavía y varias de tamaño minúsculo.
De esta manera el árbol hubo de llevar forzosamente fruto por una vez siquiera. Luego el hombre dio las peras de madera a los niños para que jugasen con ellas.
En un país lluvioso, el paraguas es, sin disputa, un objeto de primera necesidad. En aquella casa había uno roto para toda la familia.
Cuando el viento soplaba con mucha violencia, lo volvía del revés, y dos o tres veces lo rompió, pero el hombre lo reparaba. Lo peor de todo, sin embargo, era que el botón que lo sujetaba cuando estaba cerrado, saltaba con mucha frecuencia, o se rompía la anilla que cerraba el varillaje.
Un día se cayó el botón; el hombre, buscándolo por el suelo, encontró en su lugar una de aquellas minúsculas peras de madera que había dado a los niños para jugar.
-No encuentro el botón -dijo el hombre, pero este chisme podrá servir lo mismo-. Hizo un agujero en él, pasó una cinta a su través, y la perita se adaptó a la anilla rota. Indudablemente era el mejor sujetador que había tenido el paraguas.
Cuando, al año siguiente, nuestro hombre envió su partida de puños de paraguas a la capital, envió también algunas de las peras de madera torneada con media anilla, rogando que las probasen; y de este modo fueron a parar a América. Allí se dieron muy pronto cuenta de que la perita sujetaba mejor que todos los botones, por lo que solicitaron del comerciante que, en lo sucesivo, todos los paraguas vinieran cerrados con una perita.
¡Cómo aumentó el trabajo! ¡Peras por millares! Peras de madera para todos los paraguas. Al hombre no le quedaba un momento de reposo, tornea que tornea. Todo el peral se transformó en pequeñas peras de madera. Llovían los chelines y los escudos.
-¡En el peral estaba escondida mi suerte! -dijo el hombre. Y montó un gran taller con oficiales y aprendices. Siempre estaba de buen humor y decía:
-La suerte puede estar en un palito.
Yo, que cuento la historia, digo lo mismo.
Ya conocen aquel dicho: «Ponte en la boca un palito blanco, y serás invisible». Pero ha de ser el palito adecuado, el que Nuestro Señor nos dio como prenda de suerte. Yo lo recibí, y como el hombre de la historia puedo sacar de él oro contante y sonante, oro reluciente, el mejor, el que brilla en los ojos infantiles, resuena en la boca del niño y también en la del padre y la madre. Ellos leen las historias y yo estoy a su lado, en el centro de la habitación, pero invisible, pues tengo en la boca el palito blanco. Si observo que les gusta lo que les cuento, entonces digo a mi vez: «¡La suerte puede estar en un palito!».

1.003. Andersen (Hans Christian)

La sombra

En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle -y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones- había gente asomada, porque uno tiene que respirar, por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces -sí, más de mil había encendidas. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban -¡tilín, tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban -sí, había una vida tremenda en la calle. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien debía haber allí. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos -excepto lo referente al sol. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie, y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.
-Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque.
Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma lo deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia -y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.
Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.
-Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente -dijo el sabio. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora!
Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:
-¡Anda, pero no te pierdas!
Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; si por acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada en la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de sí.
A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos.
-¿Qué pasa? -dijo, cuando salió al sol. ¡Me he quedado sin sombra! Se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!
Y eso lo enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.
Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:
-¡Ejem! ¡Ejem! -pero sin resultado.
Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol -quizá la raíz había quedado dentro. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado.
De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.
Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta.
-¡Adelante! -contestó, pero nadie entró. Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida.
-¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el sabio.
-¡Ah!, ya pensé que no me reconocería -dijo el hombre elegante-. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo -y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos.
-No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto -dijo el sabio.
-Ya, no es nada corriente -dijo la sombra, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverlo a ver antes de que usted muera -porque usted ha de morir. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.
-¡Bueno! ¿Pero eres tú? -dijo el sabio ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!
-Dígame cuánto le debo -dijo la sombra, porque no me gustaría deberle nada.
-¿Cómo puedes hablar así? -dijo el sabio. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.
-Sí que le contaré -dijo la sombra, y se sentó-, pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener una familia.
-¡Estate tranquilo! -dijo el sabio. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!
-¡Palabra de sombra! -dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir.
Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas -sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto la que la hacía tan humana.
-Ahora voy a contarle -dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor.
-¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? -dijo la sombra. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!
La Poesía! -gritó el sabio. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?
-Me encontré en la antesala -dijo la sombra. Lo que usted siempre veía era la antesala. No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo -como debe hacerse.
-¿Y entonces qué viste? -preguntó el sabio.
-Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte; pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones..., desearía que me llamase de usted.
-¡Dispense usted! -dijo el sabio. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.
-¡Todo! -dijo la sombra. Lo vi todo y lo sé todo.
-¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? -preguntó el sabio. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?
-¡Todo estaba allí! -dijo la sombra. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala.
-¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón todos los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?
-Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié -sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro, me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared -¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda! Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi -dijo la sombra- lo que ningún hombre debe conocer, pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos -no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo -y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol y estoy siempre en casa cuando llueve.
Y la sombra se marchó.
-¡Qué extraordinario! -dijo el sabio.
Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.
-¿Cómo le va? -preguntó.
-¡Ay! -dijo el sabio. Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia.
-Pues a mí no me ocurre igual -dijo la sombra. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje!
-¡Qué disparate! -dijo el sabio.
-¡Según como se mire! -dijo la sombra. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.
-¡Esto ya es el colmo! -protestó el sabio.
-Pero así va el mundo -dijo la sombra, y así seguirá -y se marchó.
Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca -hasta que al final cayó enfermo de consideración.
-¡Parece usted totalmente una sombra! -le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.
-Lo que debe hacer es tomar las aguas -dijo la sombra, que vino de visita. No hay nada igual. Lo llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera -eso es también una enfermedad- y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.
Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos en coche, a caballo, a pie -al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:
-Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo.
-En eso que dice -contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor- hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, lo pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando lo oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto lo tutearé a usted, como fórmula de compromiso.
Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.
-¡Qué absurdo -pensó éste- que yo le hable de usted y él me tutee! -pero no tuvo más remedio que aguantarlo.
Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.
Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros.
-Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa- no tiene sombra.
Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:
-A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.
-Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente -dijo la sombra. Sé que su dolencia consiste en que ve demasiado bien, pero debe haber desaparecido; está curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No ha visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar, pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Vea que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional.
-¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? -pensó la Princesa. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal de que no le crezca la barba y se marche.
Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la Princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.
-Debe ser el hombre más sabio del mundo -pensó, tal era su admiración por lo que sabía.
Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella lo atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaría.
-Es un sabio -se dijo-, lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarlo.
Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña.
-¡No sabe usted la respuesta! -dijo la Princesa.
-Lo aprendí de párvulo -dijo la sombra. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.
-¡Su sombra! -dijo la Princesa-. Sería en verdad extraordinario.
-Bueno, no digo que lo sepa -dijo la sombra, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor -y debe estarlo para contestar bien- ha de ser tratado precisamente como una persona.
-Me complacerá hacerlo -dijo la Princesa.
Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura.
-¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabia? -pensó ella-. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo.
Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.
-¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello.
Tras esto, fueron al país donde reinaba la Princesa, una vez que había ella regresado.
-Escucha, amigo mío -dijo la sombra al sabio. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio, irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la Princesa. Esta noche será la boda.
-¡No, eso es monstruoso! -dijo el sabio. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas eres un disfraz!
-No lo creerá nadie -dijo la sombra. ¡Sé razonable o llamo a la guardia!
-¡Iré a ver a la Princesa! -dijo el sabio.
-Pero yo iré primero -dijo la sombra, y tú irás al calabozo.
Y así fue, porque los centinelas lo obedecieron al saber que iba a casarse con la Princesa.
-¡Estás temblando! -dijo la Princesa, cuando la sombra fue a visitarla. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos.
-Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir -dijo la sombra. ¡Imagínate -claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho-; imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo -imagínate, si puedes, que yo soy su sombra!
-¡Qué horror! -dijo la Princesa. ¿Lo habrán encerrado, supongo?
-Sí. Me temo que nunca recupere la razón.
-¡Pobre sombra! -dijo la Princesa. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción.
-Resulta cruel -dijo la sombra- porque era un buen sirviente -y pareció dar un suspiro.
-¡Qué nobles sentimientos! -dijo la Princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La Princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida.

1.003. Andersen (Hans Christian)