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domingo, 22 de diciembre de 2013

Ilias

En la provincia de Ufim vivía un bashkiro llamado Ilias. Apenas hacía un año que su padre lo había casado, cuan­do murió, sin dejarle una gran herencia. Los bienes de Ilias se reducían a siete yeguas, dos vacas y veinte carneros. Pe­ro era un buen administrador y no tar­dó en aumentar su patrimonio. Trabaja­ba desde por la mañana hasta por la noche, ayudado por su mujer; era el primero en levantarse y el último en acostarse. De este modo, su fortuna cre­cía de año en año.
Ilias vivió así durante treinta y cinco y llegó a reunir grandes riquezas.
Poseía doscientas cabezas de ganado caballar, ciento cincuenta de ganado va­cuno y mil doscientos carneros. Nume­rosos pastores apacentaban sus rebaños, las mozas ordeñaban las yeguas y las va­cas, preparaban el kumys[1] y hacían mantequilla y queso. Todo era abundante en casa de Ilias. Por eso las gentes de la región le envidiaban y solían decir:
-¡Qué dichoso es este Ilias! Tiene de todo en abundancia. La verdad es que no necesita morir para estar en el paraíso.
Las buenas gentes buscaban su amis­tad. Algunos venían a visitarlo desde le­jos. Ilias acogía bien a todo el mundo, y a todos agasajaba, dándoles de comer y beber. Viniera quien viniese, había kumys, té y carne. En cuanto llegaba un visitante, se mataba uno o dos car­neros y, si eran varios, se sacrificaba incluso a una yegua.
Ilias tenía dos hijos y una hija. Los había casado a los tres. Mientras fué pobre, sus hijos le ayudaban en las fae­nas y guardaban los rebaños; pero cuan­do se hicieron ricos, no pensaron más que en divertirse y uno de ellos hasta se dió a la bebida. El mayor murió en una riña; el otro, casado con una mujer or­gullosa, dejó de obedecer a su padre, y éste tuvo que separarlo de la familia.
Al separarse de su hijo, Ilias le dió una casa y ganado, con lo que dismi­nuyeron sus bienes. Poco después, se declaró una epidemia entre los carneros, y murieron muchos. Luego sobrevino un año de hambre; los prados no dieron hierba y, durante el invierno, pereció gran parte del ganado. Por último, los kirguises se apoderaron de muchos de los rebaños de Ilias y su fortuna dismi­nuyó sensiblemente. Cada vez caía más bajo. También le fallaron las fuerzas. Al llegar a los setenta años, se vió obli­gado a vender las pieles, los tapices, las sillas de montar, los coches y hasta las últimas cabezas de ganado que había podido conservar.
Y, poco tiempo después, se quedó sin nada. Así fué como, en los últimos días de su vida, se vió obligado a ir a servir a los demás para poder vivir. De sus an­tiguos bienes, lo único que le quedaba era una pelliza, un gorro, unas botas, y su mujer, Sham Shemagui, que no era menos vieja que él. Su hijo habíase mar­chado a un país lejano y su hija había muerto. No había nadie que pudiera acu­dir en ayuda de los viejos.
Su vecino, Mujamedshaj se compa­deció de ellos. No era ni pobre ni rico, y llevaba la vida uniforme de un hom­bre bueno. Recordó la hospitalidad de Ilias y le dijo:
-Ven a mi casa; vivirás en ella con tu esposa. En verano trabajarás en los melonares, en la medida de tus fuerzas; y, en invierno, darás de comer al gana­do. Sham Shemagui ordeñará a las ye­guas y preparará el kumys. Os manten­dre y vestiré a ambos, y os daré lo que me pidáis.
Ilias dió las gracias a su vecino y se trasladó a su casa, en compañía de Sham Shemagui. Al principio, se les hizo pe­noso estar al servicio de Mujamedshaj; pero luego se acostumbraron y hasta pu­dieron soportar el trabajo sin cansarse demasiado.
Mujamedshaj estaba encantado de sus nuevos servidores, porque, como habían sido propietarios, sabían cómo se debe gobernar una casa y no escatimaban sus propios esfuerzos. Pero, al mismo tiem­po, le daba pena ver que hubiesen caído tan bajo aquellas personas que vivieran tan bien en otro tiempo.
Sucedió un día que vinieron a visi­tar a Mujamedshaj unos parientes, que vivían muy lejos. Entre ellos había un almuédano. Mujamedshaj ordenó a Ilias que sacrificara un carnero. El viejo obe­deció; y, tras de asarlo, lo mandó a su amo y a los huéspedes. Estos comieron, bebieron té y luego, sentados sobre edre­dones y tapices, empezaron a charlar con el anfitrión, ante unas tazas de ku­mys. En aquel momento, Ilias, que había terminado sus faenas, pasó ante la puer­ta. Al verlo, Mujamedshaj dijo a uno de huéspedes:    
-¿Has visto a este viejo que acaba de pasar ante la puerta?
-Sí; lo he visto. ¿Qué tiene de particular? –replicó el interpelado.
-Pues verás. Era el hombre más rico de toda la región. Se llama Ilias. Tal vez lo hayas oído nombrar.
-Claro que lo he oído nombrar. No lo conocía personalmente; pero su fama llegaba hasta muy lejos.
-Ahora no le queda nada de sus bie­nes; vive en mi casa como un criado, y su mujer ordeña mis yeguas.
Muy sorprendido, el invitado chascó la lengua, movió la cabeza y dijo:
-Está visto que la fortuna gira como una rueda, elevando a unos y haciendo bajar a otros. Me figuro que el viejo estará muy triste. ¿Verdad?
-¿Quién sabe? Vive apaciblemente y trabaja bien.
-¿Podría hablar con él? -preguntó el invitado.
-Claro que sí. ¡No faltaría más! -exclamó Mujamedshaj; y, asomándose a la puerta, llamó: Babai- abuelito en lengua bashkira, ven a tomar una taza de kumys, y trae también a tu mujer.
Ilias entró en el aposento, acompa­ñado de Sham Shemagui. Saludó a los invitados y al dueño de la casa, recitó una oración y se puso en cuclillas junto a la puerta. Sham Shemagui pasó al otro lado de la cortina; y se instaló al lado de la mujer del amo.
Sirvieron a Ilias una taza de kumys. Después de hacer una reverencia a Mu­jamedshaj y a los invitados, bebió un trago y dejó la taza a un lado.
-Me parece que debe de apenarte vernos y comparar tu dicha de otro tiempo con la existencia que llevas hoy día. ¿No es cierto, abuelo?
-Si te hablase de la dicha y de la desdicha, no me creerías. Mejor será que le preguntes a mi vieja. Es una mu­jer y tiene en la lengua lo mismo que en el corazón. Ella te dirá la verdad sobre esto.
-Abuelita, ¿qué piensas de tu dicha pasada y de tu desgracia presente? -pre­guntó el invitado, a través de la cortina que separaba a las mujeres de los hués­pedes.
Sham Shemagui respondió así, des­de el otro lado de la cortina:
-He aquí lo que pienso. Mi viejo y yo hemos vivido cincuenta años bus­cando la felicidad sin encontrarla. Sólo desde hace dos años, ahora que no po­seemos nada y servimos a otros, hemos hallado la verdadera dicha y no aspira­mos a nada más.
Sorprendiéronse los invitados y el due­ño de la casa. Este se levantó y apartó la cortina para ver a la viejecita. Sham Shemagui estaba en pie, con los brazos cruzados. Sonreía a su marido, que la miraba con una sonrisa también.
-He dicho la verdad. No creas que bromeo -continuó. Durante medio si­glo hemos buscado la felicidad; pero mientras fuimos ricos, no la encontra­mos. Ahora no nos queda nada, estamos sirviendo a otros y es cuando hemos hallado una felicidad tan grande, que no deseamos nada más.
-¿En qué consiste la dicha de que gozáis actualmente?
-Pues verás. Eramos ricos; pero ni mi marido ni yo teníamos un momento de sosiego. No podíamos conversar tran­quilamente, pensar en la salvación de nuestra alma, ni rezar a Dios. ¡Eran tantas nuestras preocupaciones! Ora lle­gaban invitados y era preciso desvelarse por obsequiarlos u hacerles regalos, a fin de que no nos censurasen; ora ha­bía que vigilar a los criados, siempre inclinados a descansar y a comer bien, mientras que nosotros debíamos estar pendientes de que no se despilfarrasen nuestros bienes; ora era la preocupación de que los lobos arrebatasen un pollino o una ternera, o de que los ladrones se llevasen un rebaño. Una vez acostados, casi no dormíamos, temiendo, que los carneros aplastasen a los corderos. Nos levantábamos a dar una vuelta por los rediles; pero en cuanto volvíamos a acostarnos, nos asaltaba la preocupación de que había que proveerse de pastos para el invierno. Y por si esto fuera poco, el viejo y yo no nos llevábamos bien. El quería hacer esto y yo aquello. Y em­pezábamos a discutir y pecábamos. Así es como vivíamos; de preocupación en preocupación, y de pecado en pecado, sin conocer la felicidad.
-¿Y ahora?
-Ahora estamos siempre de acuerdo mi viejo y yo. No tenemos por qué dis­cutir, ni más preocupación que la de ser­vir a nuestro amo. Trabajamos con arre­glo a nuestras fuerzas, y lo hacemos con gusto para que el amo no pierda, sino que obtenga beneficio. Volvemos del tra­bajo, y nos encontramos con que la comi­da está servida y que no nos falta el kumys. Si hace frío, tenemos buen fuego y pellizas. Y nos queda tiempo para conversar, para pensar en nuestras al­mas y rezar a Dios. Hemos buscado la felicidad durante cincuenta años, y sólo la hemos encontrado ahora.
Los invitados se echaron a reír.
-¡No os riáis, hermanos! -exclamó Ilias. No se trata de una broma, sino de la vida humana. ¡Bien necios hemos sido antes mi mujer y yo, por haber llorado la pérdida de nuestra fortuna! Ahora Dios nos ha revelado la verdad; y si nosotros os la decimos, no es por nuestro gusto; sino por vuestro bien.
Entonces el almuédano dijo:
-Estas palabras están llenas de sabi­duría. Ilias os ha dicho la verdad. Así está escrito en las Sagradas Escrituras.
Y los huéspedes cesaron de reir y se quedaron pensativos.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Bebida fermentada hecha con leche de yegua.

Emelian el obrero

Emelián trabajaba como obrero en casa de un propietario. Un día en que atrave­saba un prado para ir al trabajo vió una rana que saltaba bajo sus pies. Pasó cuidadosamente por encima de la rana, para no pisarla; y siguió su camino.
De repente, oyó que alguien lo lla­maba. Se volvió: era una muchacha muy bella.
-¿Por qué no te casas, Emelián? -le dijo.
-¿Cómo quieres que me case, pre­ciosa criatura? No poseo nada; ningu­na muchacha me querría.
-Cásate conmigo -exclamó la mu­chacha.
-De buena gana me casaría contigo; pero ¿dónde íbamos a vivir?-replicó Emelián, mirando embelesado a la mu­chacha.
-¡Qué cosas tienes! Lo único que hace falta es trabajar más y dormir me­nos; de ese modo siempre tendremos casa y ropa.
-Bueno, casémonos, pues. ¿Dónde iremos a vivir?
-A la ciudad.
Emelián y la muchacha fueron a una casita de la ciudad. Se casaron y vivie­ron juntos.
Un día el zar fué a pasear a las afue­ras. Cuando pasaba ante la casita de Emelián, la mujer de éste salió a la puer­ta, para verlo. El zar se sorprendió de su belleza. ¿De dónde podía proceder aquella muchacha tan hermosa? Mandó detener la carroza y, llamando a la es­posa de Emelián, le preguntó:
-¿Quién eres?
-La mujer del obrero Emelián.
-¿Por qué, siendo tan guapa, te has casado con un mujik? Merecías ser reina.
-Te agradezco tus palabras. Pero me contento con un mujik.
Después de cambiar estas palabras con la muchacha, el zar prosiguió su ca­mino. Regresó a palacio; pero no se le iba de la cabeza la mujer de Emelián. Pasó toda la noche sin pegar un ojo, pensando cómo podría arrebatársela. Sin embargo, no se le ocurrió el modo de hacerlo. Llamó a sus consejeros y les ordenó que se las ingenieran para llevar a cabo su proyecto.
-Llama a Emelián a trabajar a pa­lacio. Acabaremos con él a fuerza de trabajo; y, cuando su mujer se quede viuda, podrás casarte con ella -dijeron ellos.
El zar hizo lo que le habían, aconse­jado. Envió en busca de Emelián, ofre­ciéndole trabajo en el palacio, donde po­dría vivir con su mujer. Cuando los emisarios transmitieron a Emelián los deseos del zar, su mujer le dijo:
-Puedes ir. Trabajarás de día; y de noche, volverás conmigo.
Emelián fué a palacio. Cuando llegó allí, el administrador le preguntó:
-¿Por qué vienes sin tu mujer?
-¿Para qué iba a traerla aquí? Tie­ne su propia casa.
Encargaron a Emelián que hiciera un trabajo muy grande. Probablemente ni siquiera dos personas hubieran dado abasto para hacerlo en un día. Cuando lo emprendió, Emelián no esperaba po­derlo terminar. Sin embargo, le dió fin antes que llegara la noche. Entonces, el administrador le asignó para el día si­guiente un trabajo cuatro veces mayor.
Al llegar a su casa, Emelián la encon­tró barrida, limpia y ordenada. La es­tufa estaba encendida y había comida en abundancia. Su mujer, sentada ante la rueca, hilaba esperándolo. Se levan­tó a recibirlo, le sirvió la cena y, mien­tras Emelián comía y bebía, le hizo pre­guntas acerca de su trabajo.
-Estoy preocupado. Es tal la faena que me mandan hacer, que me ago­tarán.
-Cuando estés trabajando, no pien­ses en el trabajo, no vuelvas la cabeza hacia atrás, ni mires hacia adelante para averiguar si has hecho mucho, ni lo que te queda por hacer. Limítate a trabajar. Acabarás todo a su debido tiempo.
Emelián se fué a acostar. A la maña­na siguiente se dirigió de nuevo a pa­lacio. Trabajó sin volver la cabeza ni una sola vez. Acabó la tarea que le habían asignado hacia el anochecer; y aún no había caído la noche, cuando regresó a su hogar.
Cada vez le daban más trabajo; no obstante, Emelián lo acababa a su de­bida hora y se iba a dormir a casa. Así transcurrió una semana. Los conseje­ros del zar comprendieron que no po­drían acabar con Emelián por medio del trabajo que le habían encargado al prin­cipio; y empezaron a darle otros que haceres. Pero tampoco así lograron ex­tenuarlo. Emelián llevaba a cabo cual­quier clase de trabajo, ya fuese de car­pintero, albañil o pizarrero. De este modo transcurrió la segunda semana. El zar llamó a sus consejeros y les dijo:
-¿Acaso os mantengo por gusto? Han transcurrido dos semanas y sigo sin ha­ber conseguido nada de vosotros. Pre­tendíais acabar con Emelián por medio del trabajo; pero todos los días veo por la ventana que se va a su casa entonando canciones. ¿Es que os burláis de mí?
-Hemos procurado extenuar a Eme­lián, encargándole un trabajo superior a sus fuerzas; pero ha sido imposible vencerlo -replicaban los consejeros, tra­tando de justificarse. Realiza cualquier trabajo con la misma facilidad que si barriera una habitación, y no se cansa nada. También le hemos encomendado trabajos en los que tenía que pensar, creyendo que le fallaría la inteligencia. Pero tampoco así hemos conseguido na­da. Cumple a las mil maravillas cualquier labor. ¿Qué significa esto? Probablemen­te tanto él como su mujer son brujos. Es­tamos hartos de ese hombre. Nos gus­taría encomendarle algún trabajo que no pueda llevarse a cabo. Llámalo y mán­dale que construya, frente al palacio, una catedral en un solo día. Si no la hace po­drás cortarle la cabeza, por desobediencia.
El zar mandó que llamaran a Emelián.
-Te ordeno que construyas una ca­tedral en la plaza, frente al palacio, y que esté terminada mañana por la noche. Te recompensaré si la construyes; pero te mataré si no ló haces.
Después de escuchar las palabras del zar, Emelián se dirigió a su casa. "Ahora sí que ha llegado mi último momento", pensó por el camino.
-Prepárate, mujer; es preciso que huyamos donde sea. De otro modo esta­mos perdidos -dijo a su esposa al llegar.
-¿Qué es lo que te asusta tanto? ¿Por qué quieres huir?
-¿Cómo no voy a tener miedo? El zar me ha ordenado que cons-truya una catedral en un solo día. Me ha amena­zado con cortarme la cabeza si no lo hago. No nos queda más remedio que huir, ahora que aún es tiempo.
La mujer de Emelián no hizo caso de estas palabras.
-El zar tiene muchos soldados, te cogerían en cualquier sitio al que fueses. No podrías huir de él. Mientras sea po­sible, es preciso que le obedezcas.
-¿Cómo podría obedecerlo, cuando se trata de un trabajo superior a mis fuerzas?
-No te aflijas, cena y acuéstate. Ma­ñana procurarás levantarte más tempra­no y verás cómo te da tiempo para todo.
Emelián se fué a acostar. A la ma­ñana siguiente, su mujer lo despertó.
-Date prisa. Ve a acabar la catedral; toma este martillo y estos clavos. Te queda trabajo para un día.
Emelián fué a la ciudad. Al llegar a la plaza, vió una catedral nueva, casi aca­bada. Se puso a terminarla y, por la noche, todo quedó listo.
Al despertarse, el zar miró por la ventana y vió que la catedral estaba construida. Emelián iba de un lado a otro, clavando algunos clavos. Aquello encolerizó al zar. Fué presa de una gran ira, porque no encontraba la manera de castigar a Emelián, ni de arrebatarle a su mujer.
Volvió a llamar a sus consejeros.
Emelián ha cumplido esta vez tam­bién, y no tengo motivo para castigarlo. Esta prueba no ha sido suficientemente dura. Hay que inventar algo más difícil de realizar. Inventadlo vosotros, pues de otro modo os castigaré antes que a él -les dijo.
Los consejeros propusieron al zar que Emelián hiciera un río en torno al pa­lacio para que navegasen barcos.
El zar llamó a Emelián y le encomen­dó el nuevo trabajo.
-Si has sido capaz de construir una catedral en una sola noche, también podrás hacer lo que te pido ahora. Pero necesito que mañana esté acabado. De no ser así, te cortaré la cabeza.
Emelián se entristeció. Llegó a su casa muy desanimado.
-¿Por qué te afliges? ¿Te ha encar­gado algo nuevo el zar?
Emelián contó a su mujer lo que le había ocurrido.
-Tenemos que huir -dijo.
-No podrás escapar de los soldados; te pillarían en cualquier sitio. Es preciso obedecer.
-Pero ¿cómo?
-No te aflijas. Cena y acuéstate. Ma­ñana procurarás levantarte más tempra­no y tendrás todo listo a su debida hora.
Emelián se fué a acostar. Su mujer lo despertó al amanecer.
-Vete a palacio, todo está terminado. Sólo queda un montículo de tierra junto al embarcadero, que has de nivelar.
Emelián fué a la ciudad. En torno al palacio había un río por el que navega­ban buques. Dirigiéndose al embarcadero, Emelián empezó a igualar el suelo.
Al despertarse, el zar vió el río, por el que navegaban buques, y a Emelián, que nivelaba el suelo.
Le indignó mucho no poder castigar­lo. "No existe ningún problema que no sea capaz de resolver. ¿Qué hacer aho­ra?", pensó.
Llamó a sus consejeros y todos juntos se pusieron a meditar.
-Idead algo que Emelián no sea ca­paz de hacer. He llevado a cabo todo lo que habéis pensado hasta ahora; y no he podido quitarle a su mujer.
Tras de pensar mucho, los consejeros idearon una cosa. Se presentaron ante el zar y le dijeron.
-Hay que llamar a Emelián y decir­le lo siguiente: "Ve al lugar que desco­noces y trae lo que no sabes." Así no tendrá escape, pues vaya donde vaya, y traiga lo que traiga, le dirás que no ha sabido cumplir tu encargo. Entonces podrás matarlo y tomar a su mujer.
-Es muy ingenioso lo que habéis idea­do -exclamó el zar, alegrándose. Y en­vió a buscar a Emelián. Vete al lugar que desconoces y tráeme lo que no sabes. Si no lo haces, te cortaré la cabeza.
Emelián llegó a su casa y contó a su mujer lo que el zar le había orde­nado.
-Han puesto tu cabeza en peligro, dándole ideas al zar. Ahora es preciso obrar con gran prudencia -dijo su es­posa, y tras de sumirse en reflexiones, añadió-: Tienes que ir a casa de nues­tra abuelita, la madre de los campesinos y de los soldados, a pedirle misericordia. Ella te dará una cosa y volverás direc­tamente a palacio. Yo estaré allí. Porque esta vez no podré librarme de ellos. Me cogeran por la fuerza, pero no he de quedarme allí mucho tiempo. Si cumples todo lo que te ordene la abuelita, no tar­darás en recuperarme.
La mujer preparó las cosas de Eme­lián, y le dió una alforja y un huso.
-En cuanto le entregues esto a la abuelita, sabrá que eres mi marido.
Indicó a Emelián el camino que de­bía seguir. En cuanto éste salió de la ciudad, se encontró con una regimiento de soldados que hacía la instrucción. Emelián se detuvo a mirarlos. Al cabo de un rato, los soldados se sentaron a descansar. Emelián se acercó a ellos y les preguntó:
-¿Podríais decirme cómo he de ir al lugar que desconozco y cómo he de traer lo que no sé?
Al oír estas palabras, los soldados se sorprendieron.
-¿Quién te ha mandado buscar eso?
-El zar.
-Desde que somos soldados siempre vamos al lugar que des-conocemos; pero jamás lo encontramos. No podemos ayu­darte.
Emelián permaneció un rato en com­pañía de los soldados; y luego prosiguió la marcha. Caminó largo rato, llegando finalmente a un bosque. Allí había una pequeña isba en la que una viejecita, la madre de los campesinos y de los solda­dos, estaba hilando. La vieja lloraba; y, en lugar de mojarse los dedos con sali­va, se los mojaba con las lágrimas.
-¿A qué vienes? -exclamó, al re­parar en Emelián.
Este le entregó el huso y le dijo que se lo enviaba su mujer. La anciana se dulcificó en el acto e hizo a Emelián una serie de preguntas. Este le contó toda su vida; le dijo cómo se había ca­sado y cómo se había trasladado a vivir a la ciudad, donde el zar lo había reque­rido para trabajar en palacio. Le contó asimismo que había construído una ca­tédral y que había hecho que pasara un río por el que navegaban buques, en torno a palacio; y que, por último, el zar le había ordenado que fuera al lu­gar que desconocía y le trajera lo que no sabía.
La vieja lo escuchó en silencio y dejó de llorar.
-Por lo visto ha llegado el plazo -masculló, como hablando consigo mis­ma. Siéntate y come algo, hijo mío -añadió, dirigiéndose a Emelián.
Cuando Emelián terminó de comer, la vieja pronunció las siguientes palabras:
-Toma esta bola. Echala a rodar y síguela hasta llegar a orillas del mar. Allí verás una gran ciudad. Entra en ella y ve a pasar la noche en la última casa que está en el mismo extremo. Allí encontrarás lo que necesitas.
-¿Cómo lo reconoceré, abuelita?
-Cuando veas algo que la gente es­cucha con más interés que a sus pro­pios padres, cógelo y llévaselo al zar. Te dirá que no es eso lo que necesita. En­tonces le contestarás: "Si no es eso, hay que romperlo"; y empezarás a darle golpes; lo romperás y lo arrojarás al agua. Eso bastará para rescatar a tu mu­jer y enjugar mis lágrimas.
Tras de despedirse de la abuelita, Eme­lián arrojó la bola. Esta rodó y lo con­dujo a orillas del mar. Allí había una gran ciudad. Y, en las afueras de ésta, una casa muy alta. Emelián pidió per­miso para pernoctar. Accedieron. A la mañana siguiente, Emelián se despertó, al oír que el padre de familia se había levantado y llamado a su hijo para que fuera o cortar leña. Este no quería obe­decer.
-Todavía es pronto; aún hay tiempo.
Después Emelián oyó a la madre, que echada sobre la estufa, decía al mu­chacho:
-Vete, hijo mío, que a tu padre le duelen los huesos. ¿Consentirás que va­ya él? Ya es hora de ir; obedéceme.
Dando media vuelta, el hijo se volvió a dormir. Al poco rato, resonó un rui­do en la calle. Entonces, el joven se le­vantó de un salto, se vistió presurosa­mente y salió. Emelián se levantó tam­bién y corrió en pos de él para averi­guar cuál era el ruido que le había obli­gado a levantarse.
Vió a un hombre que avanzaba por la calle. Llevaba un objeto colgado so­bre la barriga e iba golpeándolo con los dedos. Ese objeto era el que armaba tan­to ruido y era a él al que había obede­cido el muchacho. Emelián se acercó para examinarlo. Era como un cubo y estaba cubierto de piel por ambos lados. Eme­lián preguntó cómo se llamaba.
-Es un tambor -le dijeron.
-¿Está vacío?
-Sí.
Emelián se quedó muy sorprendido y rogó que le dieran aquel objeto. Pero no le hicieron caso. Entonces siguió al hombre que lo llevaba. Anduvo tras de él todo el día y cuando éste se acostó a dormir le robó el tambor y se escapó con él. Corrió mucho y, finalmente, llegó a la ciudad. Pensaba que encontraría a su mujer; pero ésta no estaba en su casa. Se la habían llevado a palacio al día si­guiente de la partida de Emelián.
Entonces se dirigió a palacio. Pidió que comunicaran al zar que había lle­gado el hombre que había ido al lugar que desconocía a buscar una cosa que no sabía. Así lo hicieron. El zar ordenó que Emelián volviera al día siguiente.
-Vengo a traerle lo que me ha pedido. Que salga a recibirme, pues de otro mo­do, entraré yo.
El zar salió a recibir a Emelián.
-¿Dónde has estado? -le preguntó.
Emelián se lo dijo.
-No es allí donde te he mandado. Pero dime. ¿Qué traes?
Emelián quiso enseñarle lo que traía; pero el zar, sin mirar siquiera aquel ob­jeto, arguyó:
-No es esto.
-Si no es esto, hay que romperlo. ¡Qué diablos! -exclamó Emelián.
Y salió del palacio golpeando el tam­bor. Acto seguido, el ejército del zar se reunió en torno a Emelián. Le rin­dieron honores, y esperaron sus órdenes. El zar gritó desde una ventana que no siguieran a Emelián. Pero no le hicieron caso. Al ver esto, el zar mandó que de­volvieran a Emelián a su mujer y le pi­dió el tambor.
-¡No puedo devolvértelo! -declaró Emelián. Me han mandado que lo rompa y arroje los trozos al agua.
Emelián se acercó al río seguido de todos los soldados. Rompió el tambor y tiró los trozos al agua. Entonces los soldados se dispersaron. Emelián cogió a su mujer y se la llevó a su casa.
Desde entonces el zar dejó de moles­tarlo y Emelián vivió feliz con su esposa.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

El viejo caballo

En nuestra finca había un viejo lla­mado Pimén Timofeich. Había cumplido noventa años. Vivía con un nieto. Es­taba encorvado y andaba muy lentamen­te, apoyándose en un cayado. Tenía la boca desdentada y la cara surcada de arrugas. Le temblaba el labio inferior. Al caminar o al hablar, solía mover los la­bios; pero no se podía entender lo que decía.
Eramos cuatro hermanos; y a todos nos gustaba montar a caballo. Pero como no teníamos caballos mansos, sólo nos dejaban montar uno muy viejo. llamado Voronok.
Un día mamá nos dió permiso para montar a caballo; y fuimos a la cuadra acompañados de nuestro ayo. El coche­ro ensilló a Voronok. Mi hermano ma­yor montó el primero. Cabalgó mucho rato por la era y alrededor del jardín.
-¡Date una carrera al galope! -le gri­tamos, cuando hubo vuelto.
Mi hermano acució al caballo, dándole golpes con los pies y con el látigo; y partió a galope tendido, pasando junto a nosotros.
Después fué mi segundo hermano quien montó. También cabalgó mucho rato; y, acuciando a Voronok, a fuerza de latigazos, subió el cerro al galope. Tenía intención de seguir montando; pero mi tercer hermano dijo que le to­caba a él. Dió una vuelta por la era, por el jardín y por toda la aldea. Vol­vió a la cuadra, a galope tendido, pa­sando por el cerro. Cuando se acercó a nosotros, Voronok jadeaba y su cuello se había oscurecido, a causa del sudor.
Al llegar mi turno, quise sorprender a mis hermanos, demos-trándoles que sa­bía montar muy bien; y acucié a Vo­ronok, con todas mis fuerzas; pero el caballo se negó a salir de la cuadra. Irritado, le pegué latigazos y lo golpeé con los pies. Procuraba pegar en los si­tios -que más le dolieran. Se me rompió el látigo. Con el trozo que me quedaba en la mano, golpeé al caballo. Entonces me acerqué al ayo, para pedirle un lá­tigo más resistente.
-Ya has cabalgado bastante, bájate. ¿Por qué atormentas así al caballo? -me dijo.
-¡Pero si todavía no he montado! Ahora verá cómo lo voy a hacer galopar. Déme otro látigo, por favor; quiero ex­citarle -repliqué, ofendido.
-No tienes corazón. ¿Para qué vas a excitar al caballo? Está agotado; ape­nas puede respirar. Es muy viejo. Tiene veinte años ya. Se le podría comparar con Pimén Timofeich. Es como si mon­taras sobre éste y lo obligaras a correr a fuerza de latigazos. ¿No te daría lás­tima?
Al recordar a Pimén Timofeich, obe­decí a mi ayo y me apeé. Pero sólo al ver al caballo jadeante y con los flan­cos cubiertos de sudor, comprendí el esfuerzo que hacía para llevar a un ji­nete. Antes me había figurado que Vo­ronok se divertía, lo mismo que yo. Me dió tanta pena de él, que cubrí de besos su cuello sudoroso; y le pedí per­dón por haberlo maltratado.
Desde entonces, siempre recuerdo a Voronok y a Pimén Timofeich; y me da pena ver maltratar a los caballos.

Cuento para niños

1.013. Tolstoi (Leon)

El sueño

I

-No la considero hija mía, compréndelo. Pero, de todos modos, no soy capaz de dejarla a cargo de personas extrañas. Arreglaré las cosas de manera que pueda vivir como se le antoje; mas no quiero saber nada de ella. Nunca hubiera imaginado una cosa así... ¡Es terrible!... ¡terrible...!
Se encogió de hombros, sacudió la cabeza y alzó los ojos. Era el príncipe Mijail Ivánovich Sh., un hombre sesentón, quien hablaba así con su hermano menor, el príncipe Piotr Ivánovich, de cincuenta años, mariscal de la nobleza de esa provincia.
La conversación tenía lugar en la ciudad provinciana, a la que había ido el hermano mayor, desde San Petersburgo, al enterarse de que su hija, que huyera un año atrás, se había instalado allí con su criatura.
El príncipe Mijail Ivánovich era un anciano apuesto, lozano, de cabellos grises y hermoso rostro, de expresión altiva. Su familia constaba de su esposa, una mujer vulgar que, a menudo, reñía con él por cualquier nimiedad; de su hijo, un muchacho despilfarrador y juerguista, aunque "decente", según decía el viejo; y de dos hijas, la mayor, que se había casado bien y vivía en San Petersburgo, y la pequeña, Liza, su favorita, que había huido de casa hacía casi un año, apareciendo por aquellos días, con su criatura, en aquella lejana ciudad provinciana. Piotr Ivánovich hubiera querido preguntar a su hermano en qué condiciones se había marchado Liza y quién era el padre del niño; pero no se atrevió. Aquella misma mañana, cuando su mujer demostró compasión a su cuñado, Piotr Ivánovich había podido ver el sufrimiento en el rostro de Mijail Ivánovich, los esfuerzos que hacía por ocultarlo, bajo una expresión de altivez; y que, para cambiar de conversación, le había preguntado cuánto pagaba por el piso. Durante el almuerzo, rodeado de familiares e invitados, se había mostrado burlón e ingenioso, como de costumbre. Solía tratar altivamente a todo el mundo, exceptuando a los niños, a quienes mostraba gran afecto. Sin embargo, era tan natural, que todos parecían concederle el derecho a mostrarse altivo.
Por la noche, su hermano organizó una partida de cartas. Cuando Mijail Ivánovich se hubo retirado a la habitación que le habían preparado y se quitaba la dentadura postiza, alguien dio dos golpecitos en la puerta.
-¿Quién es?
-C'est moi, Michel.
El príncipe reconoció la voz de su cuñada. Hizo una mueca, volvió a ponerse la dentadura; y, mientras se preguntaba qué diablos podía necesitar, exclamó:
-Entrez.
Su cuñada era una mujer dulce y tranquila, que obedecía en todo a su marido. No obstante, algunos la consideraban estrambótica, y otros, incluso tonta. Aunque se trataba de una mujer bastante bien parecida, siempre iba despeinada y mal vestida; y, a veces, con gran asombro de Piotr Ivánovich y de los conocidos, exponía unas ideas muy extrañas, nada aristocráticas, que no cuadraban en absoluto a la esposa de un mariscal de la nobleza.
-Vous pouvez me renvoyer, mais je ne m'en irai pas, je vous le dis d'avancé[1] -empezó diciendo, con la falta de lógica que le era propia.
-Dieu préserve -replicó Mijail Ivánovich; y le acercó un sillón, con su habitual cortesía, un tanto exagerada. Ça ne vous dérange pas?[2] -añadió, sacando un cigarrillo.
-Escuche, Michel; no he de decirle nada desagradable. Sólo quería hablarle respecto de Liza.
Mijail Ivánovich suspiró; probablemente eso le resultaba doloroso; pero no tardó en recobrarse y, sonriendo con expresión cansada, dijo:
-Mi conversación con usted sólo puede ser sobre un tema, precisamente sobre el que quiere hablarme.
Al pronunciar estas palabras, el príncipe evitó mirar a su cuñada, así como nombrar el tema de la conversación. Pero ella, la mujer regordeta y bien parecida, no se turbó; y continuó mirando a Mijail Ivánovich, con sus ojos azules, bondadosos y suplicantes.
-Michel, bon ami, apiádese de ella. Liza también es una persona -añadió, con un profundo suspiro, lo mismo que el de Mijail Ivánovich.
-Nunca lo he dudado -replicó éste, con una sonrisa desagradable.
-Es su hija.
-Lo era. Pero, querida Aline, ¿a qué viene esta conversación?
-Michel: tiene usted que verla. Quería decirle que el culpable de todo...
El príncipe Mijail Ivánovich se arrebató; y su rostro se tornó terrible:
-¡No hablemos más, por Dios! Ya he sufrido bastante. Ahora ya no me queda más que el deseo de crearle una situación tal que no sea una carga para nadie, que no tenga ninguna clase de relaciones conmigo y que viva su propia vida. Nosotros seguiremos nuestra existencia familiar, ignorándola por completo. Quiero que sea así.
-Michel: siempre habla usted de su propio "yo". Ella también tiene su yo...
-Nadie lo duda; pero, querida Aline, le ruego que dejemos este tema. Me resulta demasiado doloroso.
Alexandra Dimitrievna guardó silencio y movió la cabeza.
-¿Masha opina lo mismo?
Se refería a la mujer de Mijail Ivánovich.
-Exactamente igual.
Alexandra Dimitrievna chascó la lengua.
-Brisons là dessus. Et bonne nuit [3] -dijo, pero no se fue.
Guardó silencio durante un rato.
-Piotr me dijo que se propone usted dar dinero a la mujer que la hospeda. ¿Sabe las señas?
-Sí.
-Entonces no lo haga por medio de nosotros; vaya usted mismo. Y fíjese bien en cómo vive. Si no quiere verla, probablemente no la verá. Él no se encuentra allí; no hay nadie en la casa.
El príncipe se estremeció de pies a cabeza.
-¿Por qué me atormenta? Su actitud no es hospitalaria.
Alexandra Dimitrievna se puso en pie; y pronunció, enternecida y con la voz dominada por las lágrimas:
-¡Es tan buena y tan digna de lástima!
El príncipe se había levantado y esperaba así a que su cuñada terminase de hablar. Ella le tendió la mano.
-Michel, eso no está bien -murmuró, abandonando la estancia.
Después de esto, Mijail Ivánovich paseó largo rato por la alfombrada habitación, que habían convertido en dormitorio para él; y, haciendo muecas y estremeciéndose, exclamaba: "¡Ay, ay!".
Pero al oír su propia voz se asustaba y volvía a guardar silencio.
Lo atormentaba su orgullo ofendido. ¡La hija de Mijail Ivánovich, que había sido educada en casa de su madre, la célebre Avdosia Borisovna, la cual recibía en su casa a la emperatriz; la hija de Mijail Ivánovich, que había pasado su vida como un caballero, sin tacha ni reproche... ¡El hecho de que tuviera un hijo natural, de una francesa, al que había instalado en el extranjero, no menguaba en absoluto la elevada opinión que tenía en sí mismo! Y he aquí que, de pronto, su hija, por la cual no sólo había hecho lo que debe hacer cualquier padre -la había educado perfectamente, dándole posibilidad de elegir un partido entre la mejor sociedad rusa- sino a la que adoraba y de la que se enorgullecía, lo había mancillado; y ahora no podía mirar a nadie a la cara sin sentirse avergonzado.
El príncipe recordó la época en que no sólo la trataba como a su hija, como a un miembro de la familia, sino que le profesaba un amor muy tierno y se sentía orgulloso de ella. La recordó, tal como era a los ocho o nueve años: una chiquilla inteligente, graciosa y viva-racha, de ojos negros y brillantes y de cabellos rubios, que le caían por la espalda huesuda. Solía subírsele a las rodillas; y, echándole los brazos al cuello, le hacía cosquillas, riendo a carcajadas y sin hacer caso de sus protestas. Después, lo besaba en la boca, en los ojos y en las mejillas. El príncipe era enemigo de toda expansión; pero esto lo enternecía y, a veces, se entregaba a ella. Y, en aquel momento, evocó los ratos agradables que pasara acariciando a su hija.
Y este ser, que antaño le fuera tan querido, había podido convertirse en lo que era ahora. Un ser en el que no podía pensar sin sentir repulsión.
Evocó la época en que Liza se hizo mujer y en el sentimiento especial de temor y ofensa que experimentara al notar que los hombres la miraban. Recordó los celos que sintiera hacia ella, cuando venía a verlo, vestida con traje de noche, en actitud coqueta, porque sabía que estaba bella, así como cuando la veía en los bailes. Siempre le daba miedo de que le dirigieran miradas impuras; en cambio, ella no comprendía esto, y hasta parecía alegrarse. "Es una idea equivocada creer en la pureza de la mujer -pensó-. Al contrarío, no saben lo que es la vergüenza, no la tienen".
Recordó también que, sin que él comprendiera el motivo, su hija había rechazado a magníficos pretendientes y que, al frecuentar la sociedad, se apasionaba cada vez más por su propio éxito. Pero eso no podía durar mucho. Transcurrieron tres años. Todos la conocían. Era bella, pero no estaba ya en su primera juventud y se convirtió en un accesorio habitual de los bailes. Mijail Ivánovich presentía que se iba a quedar soltera; y no deseaba más que una cosa: casarla cuanto antes. Si no podía ser tan brillantemente como antes, al menos que hiciera una boda decente. Pero la actitud de su hija era altanera y provocativa. Al recordarla ahora, experimentó un sentimiento de ira hacia ella. ¡Había rechazado a tantos hombres decentes, para caer luego en este horror! "¡Ay, ay!", gimió de nuevo; y, deteniéndose encendió un cigarrillo. Empezó a pensar en la manera de entregarle el dinero y cómo iba a arreglárselas para prohibirle que fuera a verlo. Pero recordó, de nuevo, que hacía relativamente poco -Liza tenía ya más de veinte años- había coqueteado con un chiquillo de catorce, un paje, al que habían invitado a su casa de campo. Había enloquecido al muchacho, el cual lloraba a lágrima viva. Replicó a su padre en actitud fría e incluso grosera, cuando éste, para poner fin a esos estúpidos amoríos, mandó al muchacho que se fuese. Desde entonces, las relaciones con su hija, frías de por sí, se enfriaron aún más. Era como si la muchacha se considerase ofendida por algo.
"¡Tenía yo más razón que un santo! Tiene una naturaleza malvada e impúdica", pensó.
Finalmente, recordó el horrible momento en que se recibió su carta de Moscú. Escribía que no podía volver en las condiciones en que estaba; que era una mujer perdida y desgraciada; y rogaba que la perdonase y la olvidase. Evocó asimismo las desgarradoras conversaciones que tuviera con su mujer, así como las suposiciones, las suposiciones cínicas que finalmente se hicieron realidad: la desgracia había sucedido en Finlandia, donde habían mandado a Liza, por una temporada, a casa de una tía suya. El culpable, un estu-diante sueco, casado, era un hombre insignificante, vacío, miserable.
Ahora recordaba todo esto, dando paseos por la habitación; pensaba en el amor que había profesado a su hija; se horrorizaba por su caída, incomprensible para él; y la aborrecía por el dolor que le había causado. Al pensar en las palabras de su cuñada, trató de imaginarse el modo de perdonar a Liza; pero en cuanto surgía su propio 'Yo", su corazón se invadía de sentimiento de repulsión, ofensa y orgullo. Volvió a emitir un gemido; y trató de pensar en otra cosa.
"No; esto es imposible. Le daré el dinero a Piotr, para que él se lo entregue mensualmente. Ya no tengo hija."
Y de nuevo lo embargó la extraña y confusa sensación que lo atormentaba sin cesar: una especie de enternecimiento al recordar el cariño que había profesado a su hija; y una ira atormentadora, por el dolor que ésta le había causado.

II

En el último año, Liza había sufrido incomparablemente más de lo que sufriera en los veinticinco precedentes. Durante ese año se le reveló repentinamente lo vacía que había sido su vida anterior; y vio, de un modo claro, la bajeza de la existencia que llevara entre la alta sociedad petersburguesa, así como en su casa, donde, lo mismo que los demás, disfrutaba de una vida animal, aunque tan sólo superficialmente, sin llegar a caer en sus profundidades.
Durante los primeros tres años las cosas marcharon bien; pero, luego, los bailes, las veladas, los conciertos, las cenas, los peinados y los trajes de noche, que realzaban la belleza del cuerpo; los pretendientes -unos jóvenes y otros de edad, pero todos iguales, que parecían saberlo todo y tener derecho de aprovecharse y de reírse de cuanto tuvieran delante-; los meses de verano en el campo, los mismos paisajes, que sólo proporcionaban placeres superficiales, la música y la lectura que planteaba los problemas de la vida, pero no los resolvía... Cuando todo esto duraba ya siete u ocho años, sin prometer cambio alguno, e iba perdiendo cada vez más el encanto, Liza se sumió en la desesperación y deseó la muerte. Sus amigas procuraron atraerla hacia las actividades benéficas. Y, entonces, vio la miseria auténtica, que repelía, y la miseria fingida, aún más digna de lástima y más repulsiva, así como la terrible frialdad de las damas del patronato, que llegaban en sus coches, avaluados en miles de rublos, vestidas con lujosos atuendos; y se sintió aún más desesperada. Deseaba hallar algo auténtico: vivir, y no jugar a la vida. El mejor de sus recuerdos era el amor que sintiera por un cadete, al que llamaban Koko. Había sido un sentimiento bueno y honesto; pero ya no podía haber nada semejante. Cada vez estaba más triste; y cuando fue a Finlandia a casa de su tía, se encontraba en ese estado de ánimo. El nuevo ambiente, la naturaleza y la gente, tan distinta; todo le resultó interesante y atractivo.
No hubiera podido decir el día en que comenzó aquello. En casa de su tía había un invitado, de nacionalidad sueca. Solía hablar de su trabajo, de su pueblo y de una novela que estaba escribiendo: Liza ignoraba cuándo y cómo habían empezado aquellas miradas y aquellas sonrisas, cuyo sentido no hubiera podido expresar por medio de palabras, pero que, según ella, sobrepasaban todo lenguaje. Les revelaban a ambos, no sólo sus almas, sino también unos misterios magnos e importantísimos, comunes a toda la humanidad. Gracias a esas sonrisas, cada palabra pronunciada por el sueco adquiría un significado grandioso. Y también la música, siempre que la oían juntos cantaban a dúo. Lo mismo ocurría con los libros, leídos en voz alta. A veces discutían, defendiendo cada uno su opinión; pero bastaba que se encontrasen sus ojos y que se sonrieran, para que la discusión cayese por tierra, mientras el sueco y Liza se elevaban a unas regiones que sólo les estaban reservadas a ellos. Liza no sabía cuándo había sucedido esto. Ignoraba cómo y cuándo había surgido el diablo entre esas miradas y esas sonrisas, envolviéndolos a ambos al mismo tiempo; pero cuando tuvo miedo, los hilos invisibles que los unían estaban entrelazados ya, con tal fuerza, que se sintió impo-tente para liberarse; y puso sus esperanzas en él, en su caballe-rosidad. Esperaba que el sueco no se valiera de su fuerza, aunque eso era lo que deseaba vagamente.
Su impotencia para luchar se acentuó, debido a no tener a qué aferrarse. Su vida mundana, tan superficial y falsa, se le había vuelto odiosa. No quería a su madre; y se imaginaba que su padre la había apartado de sí. Deseaba ardientemente vivir la vida y no jugar a vivir; y se representaba la realización de sus deseos en el amor, en un amor completo de mujer a hombre. Su naturaleza, saludable y apasionada, la arrastraba a lo mismo. Liza creía que la verdadera vida estaba en él, en ese hombre de alta y apuesta figura, de cabellos rubios y tiesos mostachos, bajo los que resplandecía una sonrisa atractiva y poderosa. En él veía la promesa de lo mejor que existe en el mundo. Así, pues, esa sonrisa y esas miradas, esas espe-ranzas y esas promesas de algo magnífico e irrealizable, la conduje-ron a lo que debían conducirla, inevitablemente. Y, de pronto, todo lo que parecía encantador, espiritual y alegre, todo lo que estaba lleno de esperanza, se tornó repulsivo, brutal, triste y desesperante.
Liza le miraba a los ojos, trataba de sonreír, de disimular, de hacer ver que no temía nada, que así debía ser; pero, en el fondo de su alma, le constaba que todo se había echado a perder, que el sueco no encerraba lo que había buscado, ese algo que poseían ella y Koko. Le dijo que escribiera a sus padres, pidiéndola en matrimonio. Él se lo prometió. Pero, en la próxima entrevista, le comunicó que no podía hacerlo en seguida. Liza leyó en sus ojos una expresión tímida, equívoca, que le hizo sospechar aún más. Al día siguiente, recibió una carta; el sueco le confesaba que era casado: su mujer lo había abandonado hacía mucho. Se acusaba de ser culpable; y le pedía que lo perdonase.
Liza lo llamó, para decirle que lo amaba y que, aunque fuera casado, se consideraba ligada a él para siempre, y que no lo abandonaría.
Cuando se volvieron a ver, el sueco dijo a Liza que carecía de bienes; que sus padres eran pobres y sólo le podía ofrecer una vida penosa. Liza respondió que no necesitaba nada; estaba dispuesta a seguirle a donde quisiera.
El sueco la disuadió, aconsejándole que esperase. Pero los continuos disimulos, las entrevistas fortuitas y la correspondencia secreta la hacían sufrir. Insistió en partir de allí.
Cuando, finalmente, se marchó a San Petersburgo, el sueco le escribió unas cuantas veces, prometiéndole que iría a reunirse con ella: pero después dejó de escribir, y desapareció. La muchacha trató de vivir lo mismo que antes; mas le fue imposible. Empezó a sentirse mal. Y, aunque la pusieron a tratamiento, su estado empeoraba constantemente. El día en que se convenció de que no podría ocultar lo que iba a sobrevenir, decidió suicidarse. Y quería hacerlo de modo que la muerte pareciera natural. Se procuró veneno; y lo hubiera tomado, a no ser porque, en el momento en que se disponía a hacerlo, irrumpió en la habitación su sobrino, el hijo de su hermana, un niño de cinco años. Venía a enseñarle un juguete que le acababa de regalar su abuela. Liza atendió al niño; y, repentinamente, estalló en sollozos. Pensó que hubiera podido ser madre si el sueco no estuviera casado. Y la idea de la maternidad la obligó a recon-centrarse y a pensar en su vida auténtica y no en lo que pensarían y dirían de ella los demás. Le parecía fácil suicidarse, teniendo en cuenta la opinión de la gente; pero, por ella misma, le resultaba imponible. Tiró el veneno y abandonó la idea del suicidio. Desde entonces, empezó a vivir su vida interior, que, aunque atormentadora, era una vida auténtica. Y ya no pudo ni quiso apartarse de ella. Empezó a rezar -no lo hacía desde mucho tiempo atrás; pero eso no la alivió. No sufría por sí misma, sino por el dolor de su padre, al que comprendía y compadecía; sin embargo, no veía el medio de evitarlo. Su vida transcurría así, por espacio de varios meses, cuando, de repente, sobrevino un acontecimiento que pasó inad-vertido para los demás, transformando por completo su existencia. Un día, mientras hacía una manta de punto, sintió una extraña sensación dentro de sí, como si alguien se moviera en sus entrañas.
-¡No puede ser! ¡No puede ser! -exclamó, quedando petrificada, con el ganchillo y la labor entre las manos.
Al cabo de un rato, sintió de nuevo aquel asombroso movimiento dentro de sí. ¿Era posible que fuera una criatura? ¿Un niño o una niña? Y olvidándolo todo, olvidando la vileza y la mentira del sueco, la irascibilidad de su madre y el dolor de su padre, sonrió; pero no con la sonrisa abominable con que solía corresponder a las de su amante, sino con una sonrisa pura, radiante y alegre.
Y se horrorizó de haber podido matarlo a "él" al suicidarse. Se concentró, preguntándose dónde iría para ser madre, una madre desgraciada y digna de lástima; pero madre, al fin. Después de hacer una serie de proyectos y de arreglarlo todo, se instaló en una lejana ciudad de provincia, donde esperaba estar alejada de los suyos. Pero, para desgracia suya, nombraron gobernador de dicha ciudad a un hermano de su padre, cosa que nunca se hubiera podido figurar.
Hacía ya cuatro meses que vivía en casa de una comadrona, llamada María Ivanovna, cuando se enteró de que su tío se hallaba en la misma ciudad; y se dispuso a marcharse.

III

Mijail Ivánovich se despertó temprano. Sin esperar nada, se dirigió al despacho de su hermano, para entregarle una cantidad de dinero, que le rogó diera mensualmente a su hija. Luego, entre otras cosas, se informó de cuándo salía el tren hacia San Petersburgo.
La salida era a las siete de la noche, de manera que le daba tiempo para comer antes de marcharse. Después de tomar café en compañía de su cuñada -la cual no hizo alusión a lo que le era tan doloroso, limitándose a mirarlo, de cuando en cuando, con expresión tímida- siguiendo una costumbre saludable, fue a dar su paseo habitual.
Alexandra Dimitrievna lo acompañó hasta el vestíbulo.
-Michel, vaya al parque municipal; se está muy bien allí; además, se encuentra cerca de cualquier sitio -dijo, acompañando de una mirada lastimera el semblante irritado de Mijail Ivánovich.
Éste siguió su consejo. Fue al parque municipal. Pensaba en la tontería, la terquedad y la dureza de corazón de las mujeres. "No me compadece", se dijo, recordando a su cuñada. "No puede comprender mis sufrimientos. ¿Y Liza? Sabe perfectamente lo que esto supone para mí, lo mucho que sufro. ¡Ese terrible golpe, al final de mi vida! Probablemente se acortará por su culpa. Claro que es preferible que llegue la muerte a soportar tales sufrimientos. Y todo eso pour les Meaux yeux d'un chenapan"[4]. ¡Ay! -exclamó, sintiéndose invadido por un sentimiento de odio y de ira ante la idea de lo que se hablaría en la ciudad, cuando todos se enterasen. Quiso ir a ver a Liza y decírselo todo; era necesario que supiera el alcance que tenía su proceder. "Se encuentra cerca de cualquier sitio", se dijo, mientras sacaba su libro de notas y leía lo siguiente: "Señora Abramova, Viera Ivanovna Seliverstova, calle Kujonaya". Liza vivía con un apellido supuesto. El príncipe se dirigió hacia la salida del parque, y alquiló un coche.
-¿Por quién pregunta, señor? -inquirió María Abramova, la comadrona, cuando Mijail Ivánovich hubo llegado al rellano de la estrecha, empinada y maloliente escalera.
-¿Vive aquí la señora Seliverstova?
-¿Viera Ivanovna? Sí, pase. Acaba de salir; ha bajado a la tienda, pero vendrá en seguida.
Mijail Ivánovich entró en un saloncito, en pos de la gruesa comadrona. Le pareció que le daban una puñalada cuando oyó los desagradables gritos de un recién nacido, que provenían de la habitación contigua.
María se retiró, tras de excusarse. Mijail Ivánovich la oyó mecer al niño. Cuando lo hubo tranquilizado, regresó al salón.
-Es el niño de Viera Ivanovna. Volverá en seguida. ¿Quién es usted?
-Un conocido. Es mejor que vuelva luego -replicó el príncipe, disponiéndose a marchar, hasta tal punto lo atormentaba la idea de encontrarse con su hija. Le parecía imposible llegar a un acuerdo.
Pero, de pronto, resonaron unos pasos rápidos y leves en la escalera; y el príncipe reconoció la voz de Liza, que decía:
-¡María! ¿Ha llorado el pequeño...? He...
De pronto, Liza vio a su padre. Dejó caer al suelo el hatillo que llevaba en las manos.
-¡Papá! -exclamó; y se detuvo en el quicio de la puerta palideciendo y estremeciéndose, de pies a cabeza.
El príncipe permanecía inmóvil, mirándola. Liza había adelgazado, tenía los ojos más grandes, la nariz más afilada y las manos muy enjutas. Su padre no sabía qué decir ni qué hacer. En aquel momento olvidó lo que pensara acerca de su oprobio; sólo sentía lástima de ella. La compadecía, porque había adelgazado, porque iba mal vestida y, sobre todo, porque su rostro lastimoso tenía una expresión suplicante, mientras clavaba los ojos en él.
-Papá, perdóname -pronunció, acercándose al príncipe.
-Perdóname tú a mí..., tú a mí... -replicó éste; y, sollozando como un niño, le cubrió de besos el rostro y las manos.
La compasión por su hija reveló al príncipe su propio yo. Y, al darse cuenta de cómo había sido en la realidad, comprendió hasta qué punto era culpable ante ella, por su orgullo, su frialdad e, incluso, sus malos sentimientos. Le alegró el hecho de no tener que perdonar, sino, por el contrario, pedir que lo perdonasen.
Liza lo condujo a su habitación; le contó la vida que hacía; pero no le enseñó a su hijo, ni mencionó para nada el pasado, sabiendo que eso le era doloroso. El príncipe le dijo que debía instalarse de otro modo.
-Es verdad; si pudiera ir a la aldea...
-Ya pensaremos en esto.
Repentinamente se oyó el llanto del niño, al otro lado de la puerta. Liza abrió desmesuradamente los ojos y, sin quitarlos del rostro de su padre, se quedó perpleja e indecisa.
-Tienes que darle el alimento -dijo Mijail Ivánovich, frunciendo las cejas, a causa del evidente esfuerzo que hacía por dominarse.
La muchacha se puso en pie. De pronto, le acudió la idea descabellada de enseñar al ser que más quería en el mundo a aquel a quien quisiera tanto antaño. Pero, antes de decirlo, miró al rostro de su padre. ¿Se enfadaría?
La expresión del príncipe no era de enojo, sino de sufrimiento.
-¡Sí! ¡Vete, vete! -exclamó. Gracias a Dios, mañana volveré. Entonces, decidiremos. ¡Adiós, querida! ¡Adiós!
Y de nuevo tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener los sollozos que le apretaban la garganta.

* * *

Cuando Mijail Ivánovich volvió a casa de su hermano, Alexandra Dimitrievna le preguntó:
-¿Qué hay?
-Pues... nada.
-¿La has visto? -preguntó Alexandra Dimitrievna, adivinando, por la expresión del príncipe, que había ocurrido algo.
-Sí -pronunció éste, rápidamente; y, de pronto, se deshizo en lágrimas. La verdad es que he envejecido y me he vuelto tonto -añadió al tranquilizarse.

* * *

Mijail Ivánovich perdonó a su hija, la perdonó sin reservas; y, gracias a eso, pudo vencer el miedo que tenía a la opinión que formaran de él. Instaló a Liza en casa de una hermana de Alexandra Dimitrievna que vivía en una aldea. Iba a verla a menudo, pasaba temporadas con ella; y no sólo la quería como antes, sino mucho más. Pero evitaba ver al niño; y no era capaz de vencer el sentimiento de repulsión, de asco, que le inspiraba. Eso constituyó la fuente de sufrimiento de Liza.

13 de noviembre de 1906

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Puede usted echarme; pero no me iré, se lo digo de antemano.
[2] Dios me libre... ¿No le molesta?
[3] Dejemos esto. Y buenas noches.
[4] Por los bellos ojos de un granuja