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domingo, 18 de agosto de 2013

La zorra y el urogallo

Andaba una zorra correteando por el bosque, cuando vio a un urogallo en lo alto de un árbol.
-Oye, Terenti[1] -le dijo: vengo de la ciudad.
-Bu-bu-bu-eno, ¿y qué?
-Oye, Terenti, es que he traído un decreto.
-Bu-bu-bueno, pues mejor para ti.
-El decreto dice que los urogallos no debéis subiros a los árboles, sino andar por los prados verdes.
-Bu-bu-bueno, pues andaremos por los prados.
-Oye, Terenti, ¿quién viene por allí? -preguntó en esto la zorra al oír ruido de cascos y ladridos.
-Un hombre.
-¿Y quién corre detrás de él?
-Un potrillo.
-¿Cómo tiene el rabo el potrillo?
-Enroscado hacia arriba.
-Adiós, Terenti. Tengo que volver a casa en seguida.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)



[1] Térenti: Nombre de varón aplicado por analogía a «téterev», que significa «urogallo».

La zorra y el pájaro carpintero

Vivía un pájaro carpintero en un roble, donde hizo su nido y puso tres huevos de los que salieron tres polluelos. Una zorra que había cogido la costumbre de andar por allí llegó un día, pegó con el rabo contra el tronco húmedo y dijo:
-Bájate de este roble, pájaro carpintero, porque yo tengo que tirarlo.
-¿Cómo eres así, zorrita? Ni siquiera he podido criar a uno de mis polluelos.
-Échamelo a mí, y yo le enseñaré el oficio de herrador.
El pájaro carpintero le echó uno de los polluelos, y la zorra escapó por entre los arbustos, por entre los setos, y se lo comió.
A los pocos días se presentó otra vez, pegó con el rabo contra el tronco húmedo del roble y dijo:
-Bájate de este roble, pájaro carpintero, porque yo tengo que tirarlo.
-¿Cómo eres así, zorrita? Ni siquiera he podido criar a uno de mis polluelos.
-Échamelo a mí, y yo le enseñaré el oficio de zapatero.
El pájaro carpintero le echó uno de los polluelos, y la zorra escapó por entre los arbustos, por entre los setos, y se lo comió.
Una vez más llegó donde el pájaro carpintero, pegó con el rabo contra el tronco húmedo del roble y dijo:
-Bájate de este roble, pájaro carpintero, porque yo tengo que tirarlo.
-¿Cómo eres así, zorrita? Ni siquiera he podido criar a uno de mis polluelos.
-Échamelo a mí, y yo le enseñaré el oficio de sastre.
El pájaro carpintero le echó el último de los polluelos, y la zorra escapó por entre los arbustos, por entre los setos, y se lo comió también.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La zorra y el cangrejo

Estaban una zorra y un cangrejo charlando una vez, cuando la zorra le dijo al cangrejo:
-Vamos a echar una carrera, ¿te parece?
-Bueno. Vamos.
Se prepararon los dos, y en cuanto la zorra echó a correr, el cangrejo se enganchó a su rabo. La zorra llegó hasta la meta, pero el cangrejo no se soltó del rabo.
La zorra giró para mirar a su alrededor, sacudió el rabo, y entonces se desprendió el cangrejo y le dijo:
-Aquí estoy esperándote hace mucho tiempo.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La zarina y el gusli

En cierto reino, en cierto país, vivía un zar con su esposa. Vivió con ella mucho tiempo, hasta que se le ocurrió hacer un viaje a la tierra remota donde los judíos crucificaron a Jesús.
Dio sus órdenes a los ministros, se despidió de su esposa y emprendió el viaje. Al cabo del tiempo, no sé si mucho o poco, llegó a la tierra remota donde los judíos crucificaron a Jesús. Gobernaba aquella tierra un maldito rey. Cuando este rey vio al zar, mandó prenderle y encerrarle en una mazmorra. El maldito rey tenía muchos cautivos en sus mazmorras. Por las noches permanecían aherrojados, y por las mañanas los enganchaban al yugo para que arasen la tierra hasta el oscurecer.
Esta vida de sufrimientos padeció el zar durante tres años enteros sin encontrar el modo de escapar de allí ni hacerle conocer su paradero a la zarina. Finalmente, encontró ocasión de enviarle una carta. «Vende todos nuestros bienes -le decía en ella- y ven a pagar mi rescate.»
Al recibo de la carta, lazarino se echó a llorar nada más leerla. «¿Cómo podría yo rescatar al zar? Si voy en persona y me ve el maldito rey, es capaz de tomarme como concubina. Y de los ministros no me fío para encomendarles esta comisión.»
¿Y sabéis lo que se le ocurrió?
Pues cortó sus trenzas doradas, vistió traje de juglar y, con un gusli al hombro, emprendió aquel largo camino sin decir nada a nadie.
Así llegó a la corte del maldito rey y se puso a tocar el gusli[1], con tanto arte, que cualquiera se hubiese pasado la vida entera escuchándola. El maldito rey, que oyó aquella melodía tan bella, ordenó llamar inmediata-mente al músico.
-Hola, músico. ¿De qué tierra eres? ¿De qué reino? -quiso saber el rey.
Contestó el supuesto músico:
-Desde niño ando por el mundo, majestad, entreteniendo a la gente y ganándome así el sustento.
-Quédate aquí y vive en mi corte un par de días o tres. Te recompensaré con largueza.
El músico se quedó en la corte, pasándose el día entero tocando para el rey sin que éste se cansara de escucharle. ¡Era tan hermosa la música! Hacía desaparecer como por ensalmo cualquier disgusto, cualquier pesar...
De esta manera pasó tres días el músico en la corte. Luego fue a despedirse del rey, que le preguntó:
-¿Qué pago quieres por tu música?
-Creo, señor, que podrías darme a uno de tus cautivos. Tú tienes muchos y yo necesito un compañero en mi caminar. Ando por muchos países lejanos y, a veces, no tengo con quién intercambiar una palabra.
-Bueno, pues elige el que quieras -concedió el rey, y condujo al músico a las mazmorras.
El músico pasó revista a los cautivos, eligió al zar prisionero y juntos echaron a caminar. Estaban ya cerca de su reino cuando dijo el zar:
-Déjame libre, buen hombre. Ten en cuenta que yo no soy un simple cautivo, sino un zar. Pídeme el rescate que quieras, que no escatimaré nada: ni dinero ni campesinos.
-Ve con Dios -replicó el músico. Yo no necesito nada de ti.
-Entra por lo menos a hospedarte en mi palacio.
-En otra ocasión.
De este modo se despidieron, y cada cual siguió su camino.
La zarina tomó un atajo, llegó a palacio antes que su esposo, y trocó las ropas de músico por su atuendo habitual. Al cabo de una hora, todos los cortesanos empezaron a correr de un lado para otro gritando que había regresado el zar.
La zarina corrió a su encuentro, pero él continuó saludando a todo el mundo y ni siquiera la miró a ella. También saludó a sus ministros, y entonces dijo:
-Señores: ya veis la esposa que tengo; ahora se eche en mis brazos, pero nada hizo por mí cuando le escribí, estando cautivo, que vendiera todos nuestros bienes para pagar mi rescate. ¿En qué estaría pensando si se olvidó de su esposo?
Los ministros informaron entonces al zar:
-Majestad: el día mismo que recibió vuestra carta, la zarina desapareció y ha estado ausente todo este tiempo. Solamente hoy ha regresado a la corte.
Tremendamente indignado, el zar ordenó:
-Señores ministros: juzgad en verdad y justicia a mi esposa infiel. ¿Quién sabe por dónde anduvo rodando? ¿Por qué no quiso pagar mi rescate? Nunca en la vida habríais vuelto a ver a vuestro zar de no ser por cierto joven tocador de gusli, por quien rogaré constantemente a Dios, y a quien cederé la mitad de mi reino.
Entre tanto, la zarina había vuelto a vestirse de músico y entraba en la corte tocando el gusli. Apenas le oyó, el zar corrió a su encuentro, le tomó de la mano y le hizo entrar en el palacio diciendo a los cortesanos:
-Este es el músico que me rescató del cautiverio.
El músico se quitó entonces la ropa que llevaba sobre su vestido y todos reconocieron en seguida a la zarina.
El zar se alegró tanto, que organizó un gran festín y se pasó una semana entera de festejos.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)



[1] Gusli: Antiguo instrumento musical de cuerda.

La zarevna sinsonrisa

¡Parece mentira lo grande que es el mundo de Dios! En él viven ricos y viven pobres, y para todos hay sitio, a todos los contempla y los juzga el Señor. Los ricos se pasan la vida en la holganza; los pobres, trabajando. Cada cual según su destino.
En unos regios salones, en unos aposentos reales, en una preciosa estancia habitaba una zarevna a la que llamaban Sinsonrisa. ¡Qué vida fastuosa la suya! ¡Qué abundancia y qué lujo la rodeaban! Tenía de sobra todo cuanto se puede desear. Sin embargo, nunca sonreía, nunca se la veía reír, como si nada pudiera alegrar su corazón.
Para el zar, su padre, era una amargura ver tan triste a su hija. Tenía abiertos sus regios salones para todo el que deseara ser huésped suyo.
-Que intenten alegrar a la zarevna Sinsonrisa -dijo-. A quien lo consiga, se la daré por esposa.
Nada más pronunciar estas palabras se agolpó la gente a las puertas de palacio. De todas partes acudían zaréviches y príncipes, boyardos y nobles, militares y burgueses. Todo eran banquetes, el vino corría a mares, pero la princesa seguía sin reír.
En el otro extremo del país vivía en su pueblo un honrado bracero: por las mañanas limpiaba el corral, por las tardes llevaba a pastar al ganado... Siempre estaba trabajando. Su amo, hombre rico y justo, no le regateó la paga. Al cumplirse el año, puso una bolsa de dinero sobre la mesa.
-Coge lo que quieras -le dijo, y le dejó solo.
El bracero se acercó a la mesa y, preocupado por la idea de ofender a Dios si cogía más de lo debido por su trabajo, tomó sólo una moneda pequeña. Iba con ella en el puño cuando sintió sed y se inclinó sobre el pozo para beber. La moneda se le escapó y cayó al fondo.
El pobre se quedó sin nada. Otro, en su lugar, habría llorado, se habría afligido o cruzado de brazos. Pero él no. «Todo se hace por voluntad de Dios -pensó-. El Señor sabe lo que corresponde a cada cual: a uno le da dinero y a otro le quita lo último. Será que he puesto poco celo, que he trabajado mal. Ahora me afanaré más.»
De nuevo se puso a trabajar. Todo lo hacía en un santiamén. Al cabo de un año se cumplió otro plazo. El amo puso una bolsa de dinero encima de la mesa y le dejó solo diciendo:
-Coge lo que quieras.
Preocupado otra vez por la idea de no ofender a Dios y de no coger, más de lo debido por su trabajo, tomó una moneda pequeña, fue a beber y la dejó escapar sin querer: la moneda cayó al fondo del pozo.
Reanudó su trabajo con más afán todavía; robándole horas al sueño, quitándose la comida de la boca. Si a otros se les secaban las mieses y amarilleaban antes de tiempo, las de su amo estaban cada día más hermosas; si el ganado de otros amos andaba cojitranco, el del suyo retozaba por la calle; si a otros caballos había que ayudarlos incluso a bajar las cuestas, a los de su amo costaba trabajo retenerlos aunque fueran enganchados a un carro. El amo sabía muy bien a quién debía darle las gracias. Terminado el tercer año, puso un montón de dinero sobre la mesa y le dejó solo diciendo:
-Coge lo que quieras, muchacho. Tuyo ha sido el trabajo, tuyo es el dinero.
Tampoco esa vez tomó el bracero más que una moneda pequeña. Fue a beber al pozo y observó que conservaba la última moneda, y las dos anteriores habían subido a la superficie. Las recogió, comprendiendo que Dios recompensaba sus esfuerzos, y muy contento se dijo: «Es hora de que vaya a recorrer mundo y a conocer gente.»
Conforme lo pensó, así lo hizo. Echó a andar a la buena de Dios. Caminaba por un campo cuando llegó corriendo un ratón.
-Hola, compadre, buen hombre. Dame una moneda, que algún día te devolveré el favor.
El bracero le dio una moneda. Caminaba por un bosque cuando vio un escarabajo.
-Hola, compadre, buen hombre -le dijo-. Dame una moneda, que algún día te devolveré el favor.
También al escarabajo le dio una moneda. Iba cruzando un río cuando se le acercó un siluro.
-Hola, compadre, buen hombre -le dijo. Dame una moneda, que algún día te devolveré el favor.
Y al siluro le dio su última moneda.
Llegó por fin el bracero a la ciudad. ¡Cuánta gente, cuántas puertas...! Admirado, daba vueltas y más vueltas sin saber hacia dónde ir. Precisamente se encontraba frente al palacio real, todo adornado de plata y oro, y la zarevna Sinsonrisa estaba mirándole, asomada a su ventana. ¿Adónde ir? En esto se le nubló la vista, le embargó un sueño profundo y se desplomó allí mismo en el fango. De pronto aparecieron el siluro bigotudo, el escarabajo tan majo y el ratón juguetón. Todos acudieron al bracero para atenderle, para ayudarle: el ratón le sacudía la casaca, el escarabajo le limpiaba las botas, el siluro espantaba las moscas...
Contemplando tanto ajetreo, tantas idas y venidas, la zarevna Sinsonrisa no pudo contener una carcajada.
-¿Quién ha sido? ¿Quién ha logrado que riera mi hija? -preguntó el zar.
-Yo -dijo uno.
-Yo -dijo otro.
-¡No! -exclamó la zarevna Sinsonrisa. Ha sido aquel hombre -y señaló al bracero.
En seguida le hicieron entrar en palacio y se presentó, tan apuesto, ante el zar. Cumpliendo su real palabra, el zar hizo lo que había prometido.
Yo me pregunto si no soñaría todo eso el bracero.
Pero dicen que no, que esa fue la pura verdad. Conque hay que creérselo.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La zarevna serpiente

Un cosaco que iba de camino en su caballo penetró en un bosque oscuro. Luego encontró un almiar en un calvero. El cosaco se detuvo a descansar un poco. Tendido al pie del almiar encendió su pipa. Estuvo fumando un rato y no se dio cuenta de que había dejado caer una chispa en la paja.
Después de descansar subió al caballo y reanudó su marcha; pero no se había alejado diez pasos, cuando brotó una llamarada que iluminó el bosque entero.
El cosaco volvió la cabeza y vio que el almiar estaba ardiendo y, en medio de las llamas, una linda doncella gritaba:
-¡Cosaco valiente! ¡Sálvame de la muerte!
-¿Cómo te voy a salvar? Estás rodeada de llamas y no puedo llegar a ti...
-Mete tu pica en el fuego y yo escaparé por ella.
El cosaco metió el extremo de su pica en el fuego, volviendo la cabeza para no abrasarse.
La linda doncella se convirtió al momento en serpiente, escapó del fuego deslizándose por la pica y desde allí saltó al cuello del cosaco. Se enroscó dando tres vueltas y se agarró la cola con los dientes.
El cosaco, que se llevó un susto tremendo, no sabía qué hacer. Ni siquiera se atrevía a moverse. Pero la serpiente le dijo con palabra humana:
-No temas, apuesto cosaco. Llévame al cuello siete años mientras buscas el reino de estaño y, cuando lo encuentres, quédate a vivir en él siete años más sin moverte de allí. Si lo haces todo así, habrás ganado la felicidad.
Partió el cosaco en busca del reino de estaño. Transcurrió mucho tiempo y corrió mucha agua hasta que, finalizando ya el séptimo año, se halló delante de una montaña, abrupta: en la cima de la montaña se alzaba un castillo de estaño rodeado de un alto muro blanco.
El cosaco trepó al galope. El muro se abrió para dejarle paso y penetró en un patio espacioso.
La serpiente se desprendió al momento de su cuello, pegó contra la tierra húmeda convirtiéndose en una preciosa muchacha y desapareció sin dejar rastro.
Condujo el cosaco a su buen caballo a la cuadra y luego entró en el palacio, donde se puso a recorrer los aposentos. Todo eran espejos, vasijas de plata y colgaduras de terciopelo, pero en ninguna parte había alma humana.
«¿Dónde me habré metido? -se preguntó el cosaco. ¿Quién me dará de comer? Parece que acabaré muriéndome de hambre.»
Nada más pasarle esta idea por la mente, se halló ante una mesa servida con todos los manjares y todas las bebidas apetecibles. Bebió y comió para reponer fuerzas y pensó luego que debía ver cómo estaba su caballo. Entró en la cuadra y lo encontró comiendo la avena que llenaba un pesebre.
«Vaya -se dijo, la cosa no está mal. Parece que aquí se puede vivir a gusto.»
El cosaco se pasó mucho tiempo en el castillo de estaño, y al fin le entró un mortal aburrimiento. Porque se dice pronto eso de estar siempre totalmente solo, sin poder intercambiar una palabra con nadie... Tan desesperado estaba, que agarró una borrachera y decidió marcharse de allí. Pero por todos lados tropezaba con altos muros que no tenían puertas ni ninguna salida.
Se puso tan furioso, que agarró una estaca, volvió al castillo y empezó a romper los espejos y los cristales, a desgarrar las colgaduras de terciopelo, a romper las sillas y tirar los objetos de plata por los suelos. «A ver si aparece el dueño de todo esto y me deja marchar», pensaba.
Pero nadie apareció. El cosaco se echó a dormir. Cuando se despertó al día siguiente anduvo un poco de aquí para allá y luego sintió hambre. Buscó por todas partes, pero no encontró comida. «Me está bien empleado –pensó-. El que la hace la paga. Ayer hice todo este estropicio y ahora tendré que pasar hambre.»
No hizo más que expresar así su arrepentimiento cuando aparecieron delante de él todos los manjares y las bebidas apetecibles ya servidos.
Pasaron tres días. Una mañana, al despertarse, el cosaco vio por la ventana que su buen caballo estaba ensillado al pie de las escaleras del porche. ¿Qué significaría aquello? Se aseó, se vistió, hizo sus oraciones, empuñó su larga pica y salió al patio espacioso. De repente apareció una hermosa doncella.
-Hola, apuesto cosaco. Han transcurrido ya los siete años y me has salvado definitivamente de la muerte. Has de saber que soy la hija de un rey. Koschéi, el Esqueleto Perpetuo, se enamoró de mí y me arrebató de junto a mi padre y mi madre. Quería casarse conmigo, pero yo me burlé de él. Entonces se puso muy furioso y me transformó en serpiente. Gracias por el servicio que me has prestado. Ahora vamos a ver a mi padre. En recompensa, te ofrecerá oro y piedras preciosas; pero tú no aceptes nada de eso. Pídele solamente un barrilillo que tiene en el sótano.
-¿Tanto vale?
-Ese barrilillo, si lo empujas rodando hacia la derecha, hace que surja un palacio. Si lo empujas hacia la izquierda, desaparece el palacio.
-Está bien -dijo el cosaco.
Montó en su caballo, hizo subir también a la hermosa doncella y se pusieron en camino, cruzando los altos muros, que se abrieron solos para dejarles paso.
Al cabo del tiempo, no sé si poco o mucho, llegó al reino que buscaba. El rey se llevó una gran alegría al recobrar a su hija. Para expresar su gratitud al cosaco le ofreció sacos de oro y de perlas. Pero el apuesto cosaco los rechazó.
-Gracias, pero no necesito oro ni perlas. Prefiero, como recuerdo, el barrilillo que hay en el sótano.
-Mucho pides, muchacho. En fin... No importa: para mí, lo que más vale es mi hija. A cambio de que haya vuelto, no me importa desprenderme del barrilillo. Llévatelo, y que Dios te acompañe.
El cosaco tomó el regio regalo y se fue a recorrer mundo.
Había caminado ya mucho cuando se encontró con un viejo muy viejecito.
-¿No podrías darme de comer, buen mozo? -pidió el viejo.
El cosaco se apeó del caballo, desató el barrilillo, lo hizo rodar hacia la derecha y al momento surgió un maravilloso palacio. Entraron los dos en -los fastuosos aposentos y se sentaron a una mesa que ya estaba puesta.
-iA ver, mis fieles servidores! -gritó el cosaco. Traed comida y bebida para mi invitado.
No había terminado de hablar, cuando ya traían los criados un buey asado entero y tres calderos de cerveza. Empezó el viejo a engullir y, entre bocado y elogio, se zampó el buey entero, se bebió los tres calderos de cerveza y suspiró
-Algo escasa ha sido la colación; ¡pero qué se le va a hacer! Gracias por el pan y la sal.
Salieron del palacio, que desapareció como por ensalmo cuando el cosaco hizo rodar el barrilillo hacia la izquierda.
-¿Por qué no hacemos un cambio? -propuso el viejo. Yo te doy una espada, y tú me das el barrilillo.
-¿Pues qué tiene de particular la espada?
-Es una espada que, con sólo enarbolarla, abate todo lo que encuentra delante por difícil que parezca. ¿Ves aquel bosque? Pues voy a demostrarte lo que te he dicho.
El viejo desenvainó su espada, la enarboló y ordenó:
-Espada que todo lo abates: tala aquel oscuro bosque.
La espada escapó de sus manos y empezó a cortar árboles y apilar los troncos. Cuando terminó, volvió ella sola a su amo.
Sin pensarlo poco ni mucho, el cosaco le dio el barrilillo al viejo a cambio de la espada, pero al instante la enarboló, y la espada mató al viejo. Entonces el cosaco ató el barrilillo al arzón, montó a caballo y se le ocurrió volver donde el rey.
Pero la ciudad capital de aquel rey estaba asediada por un poderoso enemigo. En cuanto el cosaco vio aquel ejército incalculable, enarboló la espada.
-Espada que todo lo abates -dijo: sírveme como es tu deber y acaba con las tropas que ves.
Empezaron a caer cabezas, corrió la sangre y no había transcurrido una hora cuando el campo quedó cubierto de cadáveres.
El rey salió al encuentro del cosaco, le abrazó, le besó y allí mismo decidió casarle con su hija, la hermosa princesa.
Fue una boda fastuosa. También a mí me invitaron. Con hidromiel me regalaron. Yo bebí a más y mejor, pero en la boca nada me entró.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La zarevna rana

Allá en tiempos muy remotos había un zar que tenía tres hijos, los tres mozos. Un día les dijo:
-Hijos míos: haced un arco cada uno y disparad una flecha. La mujer que traiga cada flecha será la esposa del que la disparó: Si alguna no la trae nadie, ése no se casará.
El hijo mayor disparó su flecha, y la trajo la hija de un noble. Disparó el mediano, y trajo su flecha la hija de un general. En cuanto a la flecha del zarévich Iván, el menor, la trajo entre los dientes una rana del pantano.
Los hermanos mayores estaban encantados; pero el zarévich Iván se echó a llorar pensando:
-¿Cómo voy a vivir yo con una rana? Y que es para toda la vida...
Pero por mucho que caviló no tuvo más remedio que tomarla por esposa. Los casaron a todos según el rito de aquellos lugares. Durante la ceremonia, a la rana la sostuvieron en una bandeja.
Así fueron viviendo. El zar quiso un día que las nueras le regalaran alguna prenda para ver cuál era la más habilidosa. Al oír su deseo, el zarévich Iván se echó a llorar otra vez pensando: «¿Qué puede hacer mi rana? Voy a ser la risión de todos.»
La rana, entre tanto, saltaba por el suelo croando. Pero, cuando el zarévich Iván se quedó dormido, salió de casa, se despojó de la piel de rana convirtiéndose en una hermosa doncella y gritó:
-¡Que vengan mis ayas y mis criadas!
En cuanto aparecieron les explicó lo que deseaba, y las ayas y las criadas le trajeron al instante una camisa que era un primor. Ella la cogió, la dobló y la dejó al lado del zarévich Iván, convirtiéndose de nuevo en rana como si tal cosa.
El zarévich se llevó una gran alegría al despertarse. Tomó la camisa y se la llevó al zar, que exclamó después de contemplarla:
-¡Magnífica camisa! Es digna de llevarla en el día del Señor. El hermano mediano trajo otra camisa.
-Esta podría servir, si acaso, para llegarse hasta el baño.
Y de la camisa que le presentó el mayor, dijo el zar:
-Esta sólo podría usarse en una mísera isba.
Los hijos del zar volvieron a sus casas. Los dos mayores iban diciendo:
-No debíamos habernos reído de la esposa de Iván. Seguro que no es una rana, sino alguna maga.
El zar quiso luego que sus nueras cocieran unos panes y se los presen-taran para ver cuál de ellas cocinaba mejor.
Las nueras mayores se habían reído de la rana al principio, pero ahora estaban escarmentadas: mandaron a una sirvienta a espiar lo que hacía.
La rana, que se lo imaginó, preparó la masa, la extendió con el rodillo y la arrojó a la estufa por un agujero que abrió arriba.
Después de observarlo todo, la servidora corrió a contárselo a sus señoras, las nueras del zar, y ellas hicieron lo mismo. Pero, tras engañarlas con esa treta, la rana sacó la masa de la estufa, lo limpió todo muy bien, revocó el agujero, lo dejó impecable... Saltó entonces al porche, se despojó de su piel de rana y gritó:
-¡Que vengan mis ayas y mis criadas!
En cuanto aparecieron ordenó:
-Quiero un pan como los que mi padre comía sólo los domingos y los días de fiesta.
Las ayas y las criadas se lo presentaron al instante y ella lo dejó al lado del zarévich Iván, convirtiéndose de nuevo en rana.
El zarévich Iván se despertó y llevó el pan a su padre. Precisamente estaba recibiendo los que le presentaban sus hijos mayores: unos panes horribles, todo requemados, porque sus esposas habían hecho lo que les contó la sirvienta. El zar tomó primero el pan que traía el hijo mayor, lo miró y lo mandó a la cocina. Tomó el del hijo segundo y lo mismo hizo con él. Le llegó el turno al zarévich Iván. Su padre tomó el pan que traía, lo miró y dijo:
-¡Este sí es un pan digno de comerse en el día del Señor! No se parece a esos carbones que han mandado mis otras nueras...
Más adelante se le ocurrió al zar la idea de dar un baile para ver cuál de sus nueras bailaba mejor. Acudieron todos los invitados, y también los hijos con sus esposas, menos el zarévich Iván. «¿Dónde voy yo con una rana?», se preguntó, y estalló en sollozos. Pero la rana le dijo:
-¡No llores, zarévich Iván! Tú ve al baile, que dentro de una hora estaré yo allí.
El zarévich Iván, algo más tranquilo al oír lo que decía la rana, se marchó al baile. Entonces la rana se despojó de su piel y se atavió maravillosa-mente. Cuando llegó al baile, estaba tan bella, que el zarévich Iván quedó encantado y todos los presentes aplaudieron.
Se sirvió un banquete. La zarevna rana comía, pero iba guardando en una manga los huesos que le quedaban. Bebía, pero iba echando en la otra manga lo que sobraba en su copa. Las otras nueras, que la observaban, hicieron lo mismo: fueron echando los huesos roídos en una manga y los restos de bebida en la otra.
Llegó la hora del baile. El zar pidió que lo abrieran las nueras mayores; pero ellas le cedieron el honor a la rana que, sin hacerse de rogar, salió al centro del salón con el zarévich Iván. Bailó con tanta gracia, tanto giró y taconeó, que todos quedaron admirados. Luego agitó el brazo derecho y surgieron bosques y arroyos; agitó el brazo izquierdo y empezaron a revolotear pajarillos... Terminó de bailar y todo desapareció.
Las otras nueras salieron también a bailar y quisieron hacer lo mismo. En cuanto una agitaba el brazo derecho, los huesos que había guardado en la manga salían disparados contra la gente... En cuanto agitaba el brazo izquierdo, rociaba a la gente con el agua de la manga. Aquello no le agradó al zar, que gritó:
-¡Basta, basta ya!
Y las nueras volvieron a sus sitios.
Terminaba el baile. El zarévich Iván se marchó por delante. Encontró la piel de rana tirada en el suelo y le prendió fuego. Cuando volvió su mujer quiso ponerse de nuevo su piel, pero había ardido. Se acostó con el zarévich y al amanecer le dijo:
-Te ha faltado un poco de paciencia, zarévich Iván. Pronto habría sido tuya para siempre. Ahora, sólo Dios lo sabe... Adiós. Si quieres dar conmigo, búscame en los confines de la tierra, en el más lejano de los países -y desapareció.
Pasó un año. El zarévich Iván añoraba a su esposa. Al comenzar el segundo año les pidió permiso a su padre y a su madre para ir en su busca.
Caminaba ya mucho tiempo cuando se encontró con una casita colocada de cara al bosque y de espaldas a él.
-Casita, casita -pronunció el zarévich: ponte como antes, como te plantó tu madre, de espaldas al bosque y de cara a mí.
La casita se dio la vuelta. El zarévich entró.
-F-f-f... -dijo una vieja que había dentro. Hasta ahora no se habían oído ni visto huesos rusos; pero hoy se meten ellos en casa. ¿Hacia dónde te diriges, zarévich Iván?
-Podías ofrecerme de comer y beber, vieja, y preguntar después.
La vieja le sirvió comida y bebida y le preparó luego un lecho. El zarévich Iván le dijo entonces:
-Abuela: ando buscando a Elena la Hermosa.
-¡Cuánto has tardado, criatura! Los primeros tiempos, pensaba mucho en ti, pero ahora no te recuerda ya. Además, hace mucho que no viene por aquí. Mira: ve a casa de mi hermana mediana, que ella está más enterada.
Por la mañana se puso el zarévich Iván en camino, llegó a una casita y dijo:
-Casita, casita: ponte como antes, como te plantó tu madre, de espaldas al bosque y de cara a mí.
La casita se dio la vuelta. El zarévich entró.
-F-f-f... -dijo una vieja que había dentro. Hasta ahora no se habían oído ni visto huesos rusos; pero hoy se meten ellos en casa. ¿Hacia donde te diriges, zarévich Iván?
-Pues... voy en busca de Elena la Hermosa.
-¡Oh, cuánto has tardado, zarévich Iván! Ella empieza ya a olvidarte. Se va a casar con otro y pronto será la boda. Ahora vive en casa de mi hermana mayor. Ve allá, pero con cuidado. Cuando estés cerca advertirán tu presencia. Elena, que tendrá puesto un vestido de hilo de oro, se convertirá en huso. Mi hermana enrollará el hilo en el huso. Cuando lo haya enrollado todo y veas que guarda el huso en un cajón y lo cierra, tú busca la llave, abre el cajón y parte el huso en dos. Arroja entonces la punta hacia atrás y la parte más gruesa a tus pies. En ese momento aparecerá ella delante de ti.
El zarévich Iván se puso en camino, llegó a la casa de la otra vieja y entró. La encontró hilando una hebra de oro. Cuando llenó el huso entero, lo encerró en un cajón y puso la llave sobre una repisa. El zarévich cogió la llave, abrió el cajón, sacó el huso y lo partió como le habían dicho, arrojando la punta hacia atrás y la parte más gruesa a sus pies. En el mismo momento apareció Elena la Hermosa delante de él.
-¿Cómo has tardado tanto, zarévich Iván? -preguntó. Por poco no he tomado otro marido.
El nuevo pretendiente estaba a punto de llegar. Elena la Hermosa cogió una alfombra voladora de la vieja, se sentó en ella con el zarévich Iván y juntos partieron por los aires como pájaros.
Al poco rato llegó el pretendiente, se enteró de que se habían marchado y, como no era lerdo, se lanzó tras ellos a toda velocidad. Le faltarían unas diez sazhenas para alcanzarlos, cuando ellos penetraron sobre la alfombra en los límites de Rus. Y como el pretendiente, por ciertas razones, no tenía entrada en Rus, se vio obligado a dar media vuelta.
El zarévich Iván y Elena la Hermosa llegaron a su casa, donde fueron recibidos con gran alegría, y allí vivieron y prosperaron para bien de cuantos los rodeaban.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La zarevna en el reino subterráneo

Eranse un zar y una zarina que tenían un hijo y una hija. Le ordenaron al hijo que, cuando ellos murieran, se casara con la hermana. Algún tiempo después de haberle ordenado al hijo que se casara con la hermana -no sé si poco o mucho- murieron los padres.
El hermano le dijo entonces a la hermana que se preparase para la ceremonia y él fue a pedirle al pope que los desposara. Cuando iba a vestirse para el casamiento, la hermana tomó tres muñecas, las colocó en las ventanas, ella se plantó en medio de la habitación y dijo:
-¡Cucú, muñequitas!
La primera preguntó:
-¿Qué ocurre?
-El hermano quiere desposar a la hermana -dijo la segunda.
-Abrete, tierra, y trágatela -pronunció la tercera.
Lo mismo dijeron todas otra vez, y luego otra.
Vino el hermano a preguntarle a la hermana:
-¿Estás ya vestida?
-Todavía no he terminado -contestó la hermana.
El volvió a sus aposentos a esperar que se vistiera la hermana.
La hermana dijo otra vez:
-¡Cucú, muñequitas!
La primera preguntó:
-¿Qué ocurre?
-El hermano quiere desposar a la hermana -dijo la segunda.
-Abrete, tierra, y trágatela -pronunció la tercera.
Efectivamente, se la tragó la tierra y fue a parar al otro mundo. Cuando el hermano volvió a buscarla no la encontró, y así se quedó.
Ya en el otro mundo, la zarevna, anda que te anda, llegó a un sitio donde se alzaba un roble. Se acercó al roble y se desnudó. El roble se abrió. Ella colocó su ropa en aquel agujero y, vestida de viejecita, continuó su camino. Anda que te anda, se encontró ante un palacio y pidió que la admitieran de sirvienta. Y la admitieron para encender las estufas.
El zar, en cuyo palacio servía la zarevna, tenía un hijo soltero. El domingo, cuando el hijo del zar se disponía a ir a la iglesia, le mandó a aquella sirvienta que le diera un peine. Ella tardó un poco en cumplir su orden; el zarévich se enfadó y la pegó con el peine en la mejilla. Luego terminó de arreglarse y fue a la iglesia.
La zarevna, vestida de viejecita, se encaminó hacia el roble, donde había escondido su ropa, y el roble se abrió. Ella se vistió, convirtiéndose en una preciosa zarevna y fue a la iglesia también.
Al verla en la iglesia, el zarévich le preguntó a su lacayo de dónde era. Y el lacayo, a sabiendas de que era la viejecita dedicada a encender las estufas en los aposentos de palacio y de que el zarévich la había pegado con el peine, contestó:
-Es de la ciudad de Pegapeinetazos.
El zarévich volvió a palacio y se puso a indagar dónde se encontraba esa ciudad en su reino, pero no la encontró.
Sucedió otra vez que, estando enfadado, el zarévich pegó a aquella sirvienta con una bota y luego se fue a la iglesia. Allí estaba ella también, con el vestido que guardaba en el roble. Al ver nuevamente a aquella hermosa desconocida, el zarévich le preguntó a su lacayo si sabía de dónde era.
-Es de Pegabotazos.
El zarévich estuvo buscando aquella ciudad por su reino, pero no la encontró. Se puso entonces a pensar y cavilar en el modo de hablar con aquella hermosa doncella, pues se había enamorado y deseaba desposarla. Hasta que se le ocurrió ordenar que untaran resina en el lugar de la iglesia donde ella solía colocarse.
El domingo acudió la zarevna a la iglesia, vestida con su traje, y fue a ocupar el sitio de siempre. Terminado el oficio, en cuanto dio un paso para volver al palacio, uno de sus zapatos se quedó allí pegado. De modo que volvió con un zapato solo.
Dio el zarévich orden de que despegaran el zapato, lo llevó a palacio y luego hizo que se lo probaran todas las muchachas del reino. Pero a nadie le sirvió más que a la viejecita encargada de encender las estufas. El zarévich empezó a hacerle preguntas, y ella le confesó quién era y de dónde.
Entonces él la desposó. Yo estuve allí también. Bebí vino, bebí hidromiel, que por las barbas me chorreó, pero en la boca no me entró.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La zarevna de las adivinanzas

Erase un viejo que tenía tres hijos. Al último le llamaban Iván el Tonto.
El zar que reinaba entonces -hace de esto ya mucho tiempo- tenía una hija. Esta le dijo un día a su padre:
-Quisiera entretenerme en acertar adivinanzas. Al que me diga una adivinanza y yo la acierte, le cortarán la cabeza. Si no la acierto, me casaré con él.
Inmediatamente se pregonó un bando y muchos jóvenes que se presentaron fueron ejecutados porque la zarevna acertaba sus adivinanzas.
Conque un día fue Iván el Tonto a su padre y le dijo:
-Dame tu bendición, bátiushka: quiero ir a palacio a ver si acierta mis adivinanzas la zarevna.
-¿Adónde vas tú, so tonto, cuando tantos, más listos que tú, han perdido ya la cabeza en ese empeño?
-Pues yo, con tu bendición o sin ella, pienso ir.
El padre terminó por darle la bendición. Se dirigía Iván el Tonto hacia palacio cuando vio trigo esparcido en el camino y, encima del trigo, un caballo. Cogió una varita, apartó al caballo para que no pisoteara el trigo, y se dijo: «Ya tengo una adivinanza.» Siguió andando, y vio una serpiente; la traspasó con su lanza y se dijo: «Ya tengo otra adivinanza.»
Llegó al palacio, fue admitido a presencia del zar y le preguntaron cuál era su adivinanza.
-Venía hacia acá cuando en el camino encontré un bien, y encima del bien otro bien; agarré este bien y, para hacer bien, lo aparté del bien; el bien, por el bien, del bien escapó.
La zarevna buscó en su libro mágico, pero aquella adivinanza no estaba, y no sabía cómo acertarla.
-Bátiushka -le dijo a su padre-: hoy me duele un poco la cabeza y no tengo las ideas muy claras. Mañana la acertaré.
Aplazaron la respuesta para el día siguiente. A Iván el Tonto le asignaron un aposento, y allí se quedó por la tarde fumando su pipa. Mientras, la zarevna llamó a una fiel servidora y le dijo:
-Ve y pregúntale a Iván el Tonto la respuesta a esa adivinanza. A cambio le puedes prometer plata, oro..., lo que quieras.
La servidora llegó y llamó a la puerta. Iván el Tonto abrió, ella entró y le preguntó la respuesta a la adivinanza, prometiéndole montañas de oro y plata.
-¿Para qué quiero yo dinero? -contestó Iván el Tonto. Me basta y me sobra con lo que tengo. Si la zarevna quiere que le diga la respuesta, que se pase la noche aquí en mi aposento sin dormir.
Enterada la zarevna, aceptó la condición y se pasó la noche entera sin dormir. Por la mañana, Iván el Tonto le dijo que había apartado el caballo del trigo, y la zarevna dio la respuesta acertada. Entonces Iván el Tonto propuso otra adivinanza.
-Venía hacia acá -dijo-, cuando en el camino encontré un mal: agarré, y con otro mal pegué al mal; así, del mal murió el mal.
De nuevo echó mano la zarevna de su libro mágico y, al no encontrar la respuesta a la adivinanza, pidió aplazarla hasta la mañana siguiente.
Por la tarde envió a su servidora a preguntarle la respuesta a Iván el Tonto.
-Prométele dinero -le dijo.
-¿Para qué quiero yo dinero? Me basta y me sobra con lo que tengo -contestó Iván el Tonto. Si la zarevna quiere que le diga la respuesta, que se pase la noche sin dormir.
La zarevna aceptó, se pasó la noche sin dormir y también pudo dar la respuesta acertada.
A la tercera vez, Iván el Tonto no formuló su adivinanza como las anteriores, sino que, en presencia de todos los senadores, contó de una manera muy embrollada lo que le estaba ocurriendo con la zarevna, que, al no poder acertar sus adivinanzas, enviaba a una sirvienta suya a preguntarle la respuesta a cambio de dinero.
La zarevna tampoco acertó el sentido oculto de aquella adivinanza, y de nuevo mandó a preguntar la respuesta, prometiéndole a Iván todo el oro y la plata que deseara y la vuelta a su casa sin ningún impedimento.
Pero ¡quia! De nuevo hubo de pasarse la noche sin dormir. Entonces le dijo Iván cuál era la respuesta.
Naturalmente, ella no podía repetirla, pues todos se habrían enterado de cómo había pagado a Iván el Tonto.
Conque la zarevna se vio obligada a decir: «No lo sé.» Inmediatamente se organizó la boda, celebrándola con un alegre festín. Ya casados, Iván el Tonto y la zarevna vivieron felices y contentos, lo mismo que viven ahora.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La zarevna ánade gris

Eranse un zar y su esposa que tenían dos hijos: el zarévich Dmitri y la zarevna María. Al cuidado de ésta había ayas y niñeras, pero ninguna lograba hacerla dormir. Unicamente su hermano lo conseguía: llegaba junto a su cuna y se ponía a cantar.

Ea, ea, mi linda hermanita,
ea, ea, que es muy bonita...
Cuando crezca se casará
con el zarévich Iván...

La niña cerraba los ojitos y se quedaba dormida.
Al cabo de los años, el zarévich Dmitri fue a visitar al zarévich Iván. Se pasó en su palacio tres meses, jugando y divirtiéndose. Al despedirse, le invitó a que le devolviera la visita.
-Gracias. Así lo haré.
De vuelta a palacio, Dmitri tomó un retrato de su hermana y lo colgó encima de su cama. Era tan linda la zarevna, que se habría pasado la vida contemplándola.
De repente se presentó el zarévich Iván a devolverle la visita a Dmitri y penetró en sus aposentos cuando estaba dormido. Nada más ver el retrato de la zarevna María, Iván se enamoró de ella. Obcecado por los celos, desenvainó la espada y la levantó sobre la cabeza de Dmitri. Pero no quiso Dios que cometiera un crimen. Como si alguien le hubiera avisado, el zaréuích Dmitri se despertó en ese instante y preguntó:
-¿Qué vas a hacer?
-Voy a matarte.
-¿Por qué, zarévich Iván?
-¿Es éste el retrato de tu prometida?
-No. Es el de mi hermana, la zarevna María.
-¿Cómo no me habías hablado nunca de tu hermana? Yo no podré ya vivir sin ella.
-Muy bien: cásate con ella y seremos hermanos.
Iván se echó en brazos de Dmitri y los dos zaréviches se pusieron de acuerdo en todo.
El zarévich Iván volvió a su palacio para preparar la boda, mientras Dmitri disponía un viaje para llevar a María a su prometido. Partieron en dos barcos: en uno iba el hermano y en el otro la hermana con un aya y su hija. Los barcos estaban ya en alta mar cuando el aya le dijo a la zarevna María:
-Quítate ese precioso vestido y acuéstate sobre este lecho de plumas. Descansarás mejor.
La zarevna se quitó el vestido; pero, en cuanto se tendió en el lecho de plumas, el aya pegó una ligera palmada sobre su blanco cuerpo, convirtién-dola en un ánade gris que emprendió el vuelo y escapó del barco hacia el mar azul.
El aya le puso entonces el vestido de la zarevna a su hija y esperaron las dos, dándose mucha importancia. Llegaron a la tierra del zarévich Iván. El corrió a recibirlas llevando el retrato de la zarevna María. En cuanto miró a la novia, vio que no se parecía nada al retrato.
Indignado contra el zaréuích Dmitri, ordenó que le encerrasen en una mazmorra sin más alimento que un mendrugo de pan y un vaso de agua al día y que pusieran centinelas por todas partes con la consigna rigurosa de no permitir ninguna visita.
Al filo de la medianoche voló el ánade gris a ver a su hermano querido. Se remontó del mar iluminando el reino entero con el resplandor que parecían despedir sus alas al moverse. Llegó hasta la cárcel, entró por un ventanuco, colgó las alas de un clavo y fue a la celda de su hermano.
-iZarévich Iván, hermano mío querido! Mucho sufres tú en esta celda con un vaso de agua y un mendrugo de pan por todo alimento, pero también sufro yo nadando por el mar azul. La culpable es la malvada aya, que me despojó de mi precioso vestido y se lo puso a su hija.
Los hermanos estuvieron lamentándose y llorando juntos. A primera hora de la mañana, el ánade gris regresó volando al mar azul.
El zarévich Iván fue informado por sus servidores de la visita al prisionero del ánade gris que había iluminado el reino entero al volar. Y él ordenó que le avisaran en cuanto viniera otra vez.
Cerca ya de medianoche se encrespó de repente el mar, el ánade gris echó a volar alumbrando el reino entero con el resplandor que parecían despedir sus alas al moverse. Llegó hasta la cárcel, dejó las alas en el ventanuco y fue a la celda de su hermano.
Los servidores despertaron inmediatamente al zarévich Iván. Corrió a la cárcel, vio las alas en el ventanuco y mandó que las quemaran. Luego prestó oído y escuchó lo que hablaban el hermano y la hermana.
-¡Hermano mío querido! -decía la zarevna María. Mucho sufres tú en esta celda con un vaso de agua y un mendrugo de pan, pero también sufro yo nadando por el mar azul. La culpable es la malvada aya, que me despojó de mi precioso vestido y se lo puso a su hija... ¡Ay, hermano! Parece que huele a quemado...
-No, hermana. Yo no noto nada...
El zarévich abrió la celda y entró. La zarevna María corrió en seguida al ventanuco, pero encontró sus alas medio chamuscadas. El zarévich Iván la tomó entonces de sus blancas manos, y ella empezó a convertirse en diferentes bichos repugnantes. Pero el zarévich Iván, sin asustarse, no le soltaba las manos... Finalmente, quedó convertida en huso. El zarévich lo partió por la mitad, arrojó un trozo delante de él y el otro hacia atrás al tiempo que decía:
-Que éste se vuelva una linda doncella y detrás aparezca un blanco abedul.
A sus espaldas surgió un abedul blanco y, delante, la zarevna María recobró toda la hermosura de su forma humana.
Iván le pidió perdón a Dmitri y los tres fueron a palacio. Al día siguiente se celebró la boda del zarévich Iván con la zarevna María. Los invitados festejaron y se divirtieron a sus anchas.
En cuanto al aya y su hija, fueron enviadas a un lugar tan lejano, que nunca más se supo nada de ellas.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La viuda y el diablo

Erase un campesino que tenía una mujer muy hermosa. Los dos se amaban profundamente y vivían en paz y armonía. Pero, al cabo de un tiempo, falleció el marido. La pobre viuda le enterró y se quedó muy triste, llorando y añorándole.
Tres días y tres noches se había pasado anegada en llanto cuando, justo a medianoche, se le apareció el diablo en la figura de su marido. Loca de alegría, la mujer corrió a sus brazos y preguntó:
-¿Cómo has venido?
-Pues, al enterarme de que me llorabas tan amargamente, pobrecita, pedí permiso y aquí estoy.
Se acostó a dormir con ella, pero desapareció como el humo en cuanto cantaron los gallos por la mañana. Así estuvo visitándola el diablo un mes, luego otro... Ella no se lo contaba a nadie, pero cada día iba consumiéndose más, como una vela encendida.
En esto vino a visitarla su vieja madre y, al verla, le preguntó:
-¿Cómo estás tan consumida, hija mía?
-De la alegría, madre.
-¿De qué estás hablando?
-Es que mi difunto esposo viene a verme por las noches.
-¡Tú eres tonta! ¡Qué va a ser tu marido! ¡Ese es el diablo!
La hija se resistía a creerla.
-Bueno, pues mira lo que te digo. Esta noche, cuando venga y se siente a la mesa, tú deja caer una cuchara al suelo. Al agacharte para recogerla, mírale a los pies.
La viuda siguió el consejo de su madre. La primera noche que se presentó el diablo, dejó caer una cuchara debajo de la mesa. Al agacharse para recogerla le miró a los pies y vio que le asomaba el rabo entre ellos.
Acudió la madre al día siguiente.
-¿Qué me dices, hija? ¿Tenía yo razón?
-¡Sí, mátushka! ¿Y qué hago yo ahora, desdichada de mí?
-Vamos a ver al pope.
Fueron a casa del pope y se lo contaron todo. El pope se puso entonces a rezar por la viuda hasta que, al cabo de tres semanas, logró que la dejara en paz el diablo.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)