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lunes, 15 de septiembre de 2014

Rafael calvo y el teatro español - Cap. VI

Imitando una frase, famosa algún día, del célebre economista Bastiat, podría decirse, a creer a los más: Teatro, decadencia, Teatro español, decadencia sobre decadencia. Tal vez la palabra no sea la más propia para expresar el desfallecimiento del arte dramático en todos los países que tienen teatro que perder; pero dejando, por ahora, esta cuestión acerca del nombre más exacto para la general bancarrota de la escena propiamente artística, hablemos nada más de lo que a España se refiere. Mi humilde opinión, que va a parecer a los maliciosos un desdén, puede antojárseles a los optimistas benévolos una esperanza. Cuando se habla de decadencias, parece que se sigue idealmente el camino de una trayectoria que va a parar, por necesidad, en el suelo. Las cosas decaen para caer. Los que hablan con entusiasmo de los tiempos de Romea, Valero, Arjona, La Torre, Matilde Díez, Lamadrid (B. y T.), etc., etc., y de Ventura de la Vega, Ayala, Eguílaz, Tamayo, Rubí, Gil y Zárate, Hartzenbusch, etc., etc., deben de estar bien tristes y bien sin esperanza, tristes usque ad mortem, al considerar el estado presente de nuestro teatro. La comparación de lo que ven con lo que recuerdan o dicen recordar, debe de ser contraste de efecto apocalíptico, de danza de la muerte. Esto, ya más que la podredumbre, debe de figurárseles la orgía de los gusanos que han devorado el cadáver del teatro español y bailan sobre su sepultura. El Sr. Cañete, por ejemplo, cree que en su juventud asistió a un renacimiento del arte español dramático, digno de compararse, o poco menos, al gran florecimiento de la escena de Lope y de Calderón. Otros van más allá, y dicen que sí, en redondo; que nuestro romanticismo y el realismo moderado que le siguió (Ayala, Ventura de la Vega, Tamayo, Eguílaz, Rubí, etc.), valen, en su tiempo, tanto como nuestro teatro clásico en el suyo. Los que opinan así pueden hacer juego, en una exposición de críticos patriotas, con las respetables personas que ven en el inspirado Espronceda un Byron tan grande como el otro (disminuido sólo por la lente diplomática, que no considera a España como potencia de primera clase), y en Quintana un poeta del mismo espesor que Goëthe y Schiller, y tan bueno como el mejor lírico español de otros tiempos. Opinando así, para lo cual es indudable que hay derecho; opinando, verbigracia, que el Tanto por ciento se puede medir con El desdén con el desdén y La Verdad sospechosa y Entre bobos anda el juego, y que los poetas románticos que ayudaron a Rivas, Zorrilla y García Gutiérrez a restaurar el teatro nacional, eran bastante titanes a su vez, y que todas, o casi todas, las obras dramáticas de Zorrilla, Hartzenbusch, García Gutiérrez, Ayala y Tamayo son maravillas, y que Eguílaz y Rubí eran poetas de veras, debe causar espanto asistir al triunfo de la Gran Vía y a las ovaciones con que se coronan los esfuerzos de nuestros más recientes dramaturgos, los Sres. Pleguezuelo, Torromé, Dicenta, Cavestany, etc. Yo, que soy de los que piensan, plagiando a Nuestro Señor Jesucristo, «que siempre ha habido y habrá Torromés y Cabestanys entro nosotros» aunque vea que el Teatro está hecho una lástima, no me atrevo a decir que esto es una decadencia; porque cuando se aplaudía con loco frenesí, como decían las habaneras de la época, Los soldados de plomo, Física experimental, La oración de la tarde, y ¿por qué no decirlo? Hija y madre, y otras cien maravillas así, no habría decadencia, pero había sobra de buena voluntad y una capa protectora de mal gusto, que se echaba sobre toda clase de desnudeces de ingenio y de cosas feas. ¡Hasta Gil y Zárate pasó por gran poeta entre nosotros! ¡Y qué decir del Don Francisco de Quevedo, de Florentino Sanz, que era, según críticos y público de su tiempo, un portento de filosofía socarrona y profunda en variedad de metros! ¿Y el Cid, de Fernández y González? ¿Aquel Cid que por necesidad batallaba y una vez puesto en la silla... etcétera? ¿Y dónde queda (ahora que me acuerdo del Cid) toda la ilustre ralea de dramas que pudieran llamarse de moros y cristianos, en la que multitud de poetas pusieron la más desatinada arqueología al servicio del más acendrado y retórico patriotismo?
Hablando con más formalidad, me atrevo a sostener que el siglo XIX no ha dado a España un renacimiento dramático que podamos ofrecer al estudio y a la admiración de los extranjeros, como descendiente legítimo del gran teatro que es admirado en todos los países de alguna cultura estética, al igual de los más famosos teatros. Ha habido aquí, eso sí, algunas chispas sueltas de genio, de las cuales se apoderaron, como suele suceder en casos tales, el chauvinisme y la retórica oficial para quemar mucha paja y sacar de la luz mucho humo (al revés de lo que aconseja Horacio) y crear, velis nolis, una tradición dramática, atando cabos que no se pueden atar buenamente, y mezclando con lo poquísimo bueno lo mucho mediano y algo de lo malo, y aun de lo pésimo. Porque, recuérdese, críticos ha habido que han presentado como eslabones de la cadena de oro que empieza en Lope, la Isabel la Católica, de Rubí, y las Querellas del Rey Sabio, de Eguílaz, y algo del mismísimo Sr. Gil y Zárate, que no en vano dirigió la Instrucción pública, y, como hace pocos meses me decía a mí un maestro normal, «era el mejor hablista que habíamos tenido.»
Con estos cantares no hay que irles a los hombres de gusto y de inteligencia que atienden a nuestras letras por ahí fuera. Tales tonterías bueno que las digan los pobres diablos cuyas lucubraciones se quedan en casa; pero tengan cuidado con ellas los críticos notables, a cuya opinión se atiende en el extranjero. No todos los críticos extraños son Gubernatis, que, con tal de hacer diccionarios y enciclopedias que lo abarquen todo, entra con todo también y las traga como puños, y dice, v. gr., hablando del teatro moderno español, lo que sigue: «Entre los poetas españoles de nuestro siglo se señalan los dramas históricos de Gil y Zárate.» Aquí su llamada y la nota correspondiente al margen; nota que dice: «Los principales dramas son: Don Pedro de Portugal, Blanca de Borbón, Carlos II el Hechizado, Rosmunda, Don Álvaro de Luna, Masaniello, Guzmán el Bueno, Matilde, Guillermo Tell, Gonzalo de Córdoba, Carlos V, ¿A que muchos de mis lectores, españoles de raza, no sabían que existían esos Carlos V y Masaniellos (que no hay que confundir con el Massaniello de Catalina), Rosmundas y Blancas? Así se suelen escribir las historias universales. El Sr. Gubernatis es un sabio italiano, de mérito indiscutible; pero como crítico me parece en ocasiones algo menos que mediano; como escritor, no siempre es un Manzoni o un Leopardi, ni siquiera un Caponi, como lo prueban las palabras traducidas: «entre los poetas dramáticos...» «se señalan los dramas, etc.»
Claramente se ve que Gubernatis no escoge mucho en materia de documentos, y recibe noticias literarias como quien recibe loza basta, cargando él con las averías. Se conoce que fue el león el pintor; es decir, que si no el mismo Gil y Zárate, algún amigo suyo fue quien suministró tan estupendos datos a Gubernatis. Después de colocar a Gil y Zárate, director de Instrucción pública, a la cabeza de los autores dramáticos españoles, habla de Martínez de la Rosa, a quien se debe una buena comedia; cita a Rivas y a Hartzenbusch, a quien convierte en tedesco, bien que spagnuolo d'adozione, y allá van en seguida mezclados, como si todos fueran iguales, Bretón y Rubí, García Gutiérrez, cuyo mérito para Gubernatis parece ser el haber suministrado a Verdi argumento para dos óperas, Tamayo y Guerra y Orbe (del cual cita, además de la Rica Hembra, hecha en colaboración con Tamayo, La hija de Cervantes y Alonso Cano, cita que me da muy mala espina respecto de la procedencia de los datos de Gubernatis); y, por último, llegan la Avellaneda, Ayala, Eguílaz, autor de una alabadísima comedia, La cruz del matrimonio, y Eusebio Asquerino, autor de Un verdadero hombre de bien, (con efecto, vi estrenar esa cosa en Oviedo, donde Asquerino la escribió y dejó representar, agradecido al buen trato de los asturianos ¡y Gubernatis sabe de esto!), Narciso Serra, José María Díaz y algunos otros.»
He copiado todo lo anterior para escarmiento de jóvenes y pedantes incautos que se fían demasiado de enciclopedias, historias universales, diccionarios, etc.
Pero no todos los extranjeros que estudian literaturas modernas son como Gubernatis, y hay que tener mucho cuidado con lo que se escribe de nuestros más distinguidos indígenas, para no ponernos en ridículo con absurdas comparaciones entre Asquerino, Díaz, Eguílaz, etc., y Lope, Calderón, Tirso...
Fuera bromas y digresiones; lo que yo quiero decir es que el estudio imparcial, sereno y reflexivo, y hecho con atención asidua al buen gusto y al sentido común, no me permite reconocer en el teatro español del siglo XIX una gran obra colectiva, un renacimiento nacional de literatura dramática, en que poetas, críticos, público y ambiente social concurran a dar al espíritu español el tinte especial que le señala con esa particular tendencia del genio patrio en el siglo XVII, como sucede también en los buenos tiempos del Teatro griego, del inglés, del francés en cierto modo, en tiempo de Luis XIV, y de otra manera en este siglo, y hasta en el alemán de Schiller y sus ilustres sucesores. Mas si esto es cierto, no lo es menos que se cometería gran injusticia en no pasar de este juicio en montón y no distinguir la obra colectiva de la obra individual; mejor se diría, de los arranques espontáneos, fuertes y aislados del genio dramático español, que presenció nuestra centuria.
He aquí mi tesis, en concreto: no hemos tenido, ni tenemos, un gran teatro; hemos tenido y tenemos, autores que, aisladamente, sin relación orgánica, pudiera decirse, con otras poetas, ni con actores, ni con público, ni con críticos, ni... con su propio ingenio; es decir, sin completa conciencia de lo que hacen, o bien sin estimación reflexiva de sus propias mejores dotes, nos han dado algunos grandes chispazos de belleza dramática, como verbigracia. El Trovador, Don Álvaro, Don Juan Tenorio (primera parte). Hemos tenido, además, actores que eran capaces de grandes inspiraciones pasajeras, de mucho valor artístico, espontáneo, poco reflexivo, actores de sangre, no de estudio ni de escuela; que aislados unos de otros, a veces enemigos, campaban por sus respetos, se convertían en caciques de escenario, se imitaban a sí mismos, llegaban a la monotonía, a la exageración y al amaneramiento, infestaban con esta peste a todos los cómicos, de su compañía, y de esperanzas de un verdadero teatro nacional, se convertían en focos de infección. De estos actores, como de aquellos poetas, se podía admirar tales o cuales rasgos; pero no había en ellos la atención y la reflexión, aplicadas a las propias facultades, que son indispensable condición para crear un arte verdadero, propiamente racional, que convierte la habilidad de la imitación mímica en algo más que el vuelo libre o inconsciente de tales o cuáles aptitudes. La ignorancia y mal gusto de nuestros cómicos, aun los más distinguidos, son ya proverbiales, como se dice vulgar y malamente. No quiero citar ahora nombres propios; pero yo he visto a un notable actor anciano embelesarse con el recitado de absurdas imitaciones de la fabla, puestas en su boca por un ignorante que se metía en la arqueología artística de los siglos medios, como Pedro por su casa, a endosar ripios de su invención a los más venerables reyes. El buen éxito, aunque pasajero, de cierto dramaturgo de nuestros días, tan honrado y simpático como falto de real capacidad poética, se debe a la protección y al cariño con que acoge sus dramas un cómico ilustre, que se entusiasma representándolos no menos que al dar vida plástica a las creaciones de Echegaray.
Todos los extremos son viciosos; tal vez las pretensiones del Comité de la Comedia francesa en punto a inteligencia crítica para admitir o desechar obras, sean excesivas; no soy yo de los que admiran a Coquelin como escritor, a pesar de sus lucubraciones sobra la risa y sus paralelos de Molière y Shakespeare; pero es preciso confesar que en este punto más vale pecar por carta de más que por carta de menos. Además y considérese que la inteligencia, el estudio y hasta el sentido crítico de los actores no hace falta que se emplee en juzgar los dramas literariamente, sino en estudiarlos en su relación teatral, que hasta cierto punto es cosa diferente. Lo que sabe Coquelin de estética y literatura comparada, podrá hacerle meterse a veces donde no le llaman; pero también le sirve para ayudar mucho, muchísimo, a sus propias facultades de actor de genio educado.
Si pues no tenemos, ni hemos tenido en todo el siglo, verdadero florecimiento dramático, sino algunos buenos poetas que, entre otros medianos y aun malos, nos dejaron algunas obras notables, alternando éstas con las de cien escritores medianos y hasta muchos pésimos, no menos alabados que los de mérito y a veces más; si no tenemos, ni hemos tenido, una tradición cómica, un organismo teatral, una escuela de declamación que merezca el nombre de tal, sino algunos cómicos que no supieron sacar partido suficiente, por falta de estudio, de sus facultades, y malograron y malogran éstas por falta de modelos, espíritu de escuela, técnica clásica y hasta ambiente natural; es claro que no hay razón seria, que se funde en pruebas, para llamar decadencia a lo que hoy pasa en nuestra vida literaria dramática. Vico y Echegaray son dos nombres que valen tanto como otros dos que se nos puedan citar entre los de su tierra, su siglo y su arte: si con ellos no basta para dar aspecto de buena salud a nuestra escena, porque domina en ella la incapacidad de cómicos y autores, lo mismo sucedía hace ocho o diez años: porque, yo lo declaro francamente, entre La Gran Vía y El Tío Carcoma y Los Valientes y Los sobrinos del Capitán Grant, por un lado de la comparación, y por el otro los dramas visigóticos de Sánchez de Castro y las pamplinas seudo-políticas de Herranz, de Retes, etc., (¡quién no se ha olvidado de todos aquellos nombres!) yo estoy por los ratas 1.º, 2.º y 3.º, y El Señor Gobernador, de Aza, y las decoraciones bonitas que se me quieran presentar. Antes lo flamenco que lo visigótico. Y no me remonto a La ceniza en la frente, de Rubí, y a La Cruz del matrimonio, de Eguílaz, y a La Vaquera de la Finojosa, de igual fábrica, y a las ocurrencias poéticas de Gil y Zárate...:

¡Españoles no sois... pues sois valientes!

¡No! Prefiero Los Valientes, del Sr. Burgos. No seamos niños; no llamemos poesía a lo que no lo es. ¿Cómo, por qué había de ser Gil y Zárate poeta? Digámoslo claro y a gritos: todo esto está muy mal hace mucho tiempo; huele a garbanzos con espinaca nuestra literatura dramática, no porque falten algunos ingenios notables, que a veces escriben algo bueno, sino porque lo malo es tanto y obtiene tantas garantías constitucionales y hace tanto ruido, que el olor del potaje predomina, y da náuseas y tristeza al estómago. Por lo cual, repito que no hay decadencia. Antes admitiría que no había nada. Pero puede haber algo. Lo mismo que tenemos a Echegaray y a Vico, porque sí, podemos, de la noche a la mañana, encontrarnos con otros que valgan lo que ellos. Y así, ir viviendo.
Esta opinión mía no es un pesimismo; el pesimismo es el de los laudatores temporis acti, que se empeñan en ver en la anemia de nuestro arte un ocaso. Los ocasos no tienen remedio; detrás de ellos viene la noche. Yo digo que hay poca luz, no porque el sol se esté poniendo, sino porque el día es pardo. Hay poca luz, hay poco calor, pero quizá estemos en el mediodía.
Por consiguiente, ¿tiene arreglo el estado lamentable de nuestro teatro? Sí; puede que sí. Un poco de arreglo. Por lo pronto, si dejamos el asunto en manos de los sociólogos, no hay compostura posible. Nada de crítica científica para el caso. Si lo hacemos cuestión de raza y de medio social, y vamos a dar a lo que hacía Felipe II en el Escorial, y a las cartas de Sor María de Agreda a Felipe IV y a la pérdida de las Américas, estamos perdidos. ¡Que no se nos divida en nada! Que no se eche la culpa a los Austrias, ni a la batalla de Rocroy, ni siquiera a la Inquisición o a Carlos IV... Si de las medias suelas que necesita el teatro se ha de hablar cómo hablan en el Ateneo de todas las cosas, seguirá in œternum la lucha de reventadores y poetas con decoraciones nuevas. Hace mucho tiempo que entre nosotros se proponen arbitrios para sacar la escena española del estado de marasmo en que se halla, etc., y con tal motivo se discuten las relaciones del Estado con los ciudadanos, y el individualismo y el socialismo, y si los Gobiernos pueden o no pueden, deben o no deben meterse en camisa de once varas, y hasta llega el delirio jurídico de algunos seres morales y políticos y un si es no es históricos hasta el extremo de citar a Tocqueville, que en paz descanse, y la estatolatría y... ¡Dios nos libre!
Hay que tomar por otro camino; pero ni Zamora se hizo en una hora, ni se puede tratar en cuatro palabras todas las partes que abarca materia tan interesante; y como el folleto se hace largo y no cabría terminar como se debe la materia, sin llenar muchas más páginas, resígnome a la vergüenza de hacer dos túneles en vez de uno, o sea a dejar la mitad de lo que tenía que decir para otra vez; para una segunda parte de este trabajillo acerca de Rafael Calvo y el Teatro Español. En esta primera salida se ha hablado largamente del cómico ilustre cuya muerte todavía lamentamos todos, y sólo por incidencia de nuestro teatro en sí mismo; pero en la parte segunda hablaremos menos de Calvo y mucho más del teatro.
He aquí, sobre poco más o menos, los puntos que yo creo que debo examinar cuando continúe mi tarea: lo primero será determinar la importancia e influencia de Rafael en la escena española; esta importancia e influencia se fundarán principalmente en que para nosotros, por el carácter individual que tiene el arte, de vida poco más que embrionaria, en España, tienen, lo mismo los grandes actores que los poetas notables aisladamente influyendo, el interés y el predominio que en países más adelantados, y antiguamente en el nuestro tuvieron clases enteras, tendencias generales, ideales comunes, etc., etcétera El personalismo se impone en España por el mismo atraso en que yace nuestra cultura. En este concepto, relativo todavía a Calvo, es claro que se habla de sus méritos, suponiendo lo ya dicho, y también de sus defectos.
Después de ver lo que teníamos teniendo a Calvo, debe verse lo que nos queda, muerto él, y así vendrá naturalmente en seguida el tratar de los elementos actuales de nuestra actividad literaria teatral, tomando en cuenta la situación general del arte dramático, los caracteres que reviste y debe revestir en España; la influencia de los otros géneros, del teatro y de los autores extranjeros, de los dramaturgos, de los actores de la prensa, del público, del Gobierno; y después ver qué remedio, además del principal que de Dios nos venga, puede haber, si lo hay, para mejorar, en lo poco o mucho que quepa, la miseria de nuestras tablas, que tan desazonado trae, y con motivo, a D. Manuel Cañete.
Tan largo programa, es claro que no cabe explicarlo en pocas páginas, y no hay más remedio que dejarlo para el folleto que viene.
El asunto bien merece el segundo cañonazo.
Porque podrá el teatro ser o no ser género secundario; pero los españoles no podemos ver con indiferencia que agonice la casta de poesía que más justo renombre nos dio en el mundo.
brutal, grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del arma, como él dice, pero equivocándose, porque al decir el arma, alude a su caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!), que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su Pílades, si hubiera Pílades de cuatro patas, y si hombres como el Conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de animal perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo.
Violeta, al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba ayer, disimulando un suspiro: «Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me quiere... le quiero... Pero... el ideal no se realiza jamás en este mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el Conde y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra».
¡Pobre Violeta; le parece poco Centauro su marido!

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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