Imitando
una frase, famosa algún día, del célebre economista Bastiat,
podría decirse, a creer a los más: Teatro, decadencia, Teatro
español, decadencia sobre decadencia. Tal vez la palabra no sea la
más propia para expresar el desfallecimiento del arte dramático en
todos los países que tienen teatro que perder; pero dejando, por
ahora, esta cuestión acerca del nombre más exacto para la general
bancarrota de la escena propiamente artística, hablemos nada más de
lo que a España se refiere. Mi humilde opinión, que va a parecer a
los maliciosos un desdén, puede antojárseles a los optimistas
benévolos una esperanza. Cuando se habla de decadencias, parece que
se sigue idealmente el camino de una trayectoria que va a parar, por
necesidad, en el suelo. Las cosas decaen para caer. Los que hablan
con entusiasmo de los tiempos de Romea, Valero, Arjona, La Torre,
Matilde Díez, Lamadrid (B. y T.), etc., etc., y de Ventura de la
Vega, Ayala, Eguílaz, Tamayo, Rubí, Gil y Zárate, Hartzenbusch,
etc., etc., deben de estar bien tristes y bien sin esperanza, tristes
usque
ad mortem, al
considerar el estado presente de nuestro teatro. La comparación de
lo que ven con lo que recuerdan o dicen recordar, debe de ser
contraste de efecto apocalíptico, de danza de la muerte. Esto,
ya
más que la podredumbre, debe de figurárseles la orgía de los
gusanos que han devorado el cadáver del teatro español y bailan
sobre su sepultura. El Sr. Cañete, por ejemplo, cree que en su
juventud asistió a un renacimiento del arte español dramático,
digno de compararse, o poco menos, al gran florecimiento de la escena
de Lope y de Calderón. Otros van más allá, y dicen que sí, en
redondo; que nuestro romanticismo y el realismo moderado que le
siguió (Ayala, Ventura de la Vega, Tamayo, Eguílaz,
Rubí, etc.),
valen, en su tiempo, tanto como nuestro teatro clásico en el suyo.
Los que opinan así pueden hacer juego, en una exposición de
críticos patriotas, con las respetables personas que ven en el
inspirado Espronceda un Byron tan grande como el otro (disminuido
sólo por la lente diplomática, que no considera a España como
potencia de primera clase), y en Quintana un poeta del mismo espesor
que Goëthe y Schiller, y tan bueno como el mejor lírico español de
otros tiempos. Opinando así, para lo cual es indudable que hay
derecho; opinando, verbigracia, que el Tanto
por ciento se
puede medir con El
desdén con el desdén
y La
Verdad sospechosa y
Entre
bobos anda el juego,
y que los poetas románticos que ayudaron a Rivas, Zorrilla y García
Gutiérrez a restaurar el teatro nacional, eran bastante titanes a su
vez, y que todas, o casi todas, las obras dramáticas de Zorrilla,
Hartzenbusch, García Gutiérrez, Ayala y Tamayo son maravillas, y
que Eguílaz y Rubí eran poetas de veras, debe causar espanto
asistir al triunfo
de
la Gran
Vía
y a las ovaciones
con
que se coronan los esfuerzos de nuestros más recientes dramaturgos,
los Sres. Pleguezuelo,
Torromé, Dicenta, Cavestany, etc. Yo,
que soy de los que piensan, plagiando a Nuestro Señor Jesucristo,
«que siempre ha habido y habrá Torromés y Cabestanys entro
nosotros» aunque vea que el Teatro está hecho una lástima, no me
atrevo a decir que esto es una decadencia; porque cuando se aplaudía
con loco
frenesí, como
decían las habaneras
de
la época, Los
soldados de plomo, Física experimental, La oración de la tarde,
y ¿por qué no decirlo? Hija
y madre,
y otras cien maravillas así, no habría decadencia, pero había
sobra de buena voluntad y una capa protectora de mal gusto, que se
echaba sobre toda clase de desnudeces de ingenio y de cosas feas.
¡Hasta Gil y Zárate pasó por gran poeta entre nosotros! ¡Y qué
decir del Don
Francisco de Quevedo, de
Florentino Sanz, que era, según críticos y público de su tiempo,
un portento de filosofía socarrona y profunda en variedad de metros!
¿Y el Cid,
de
Fernández y González? ¿Aquel Cid que por
necesidad batallaba
y una
vez puesto en
la silla... etcétera? ¿Y dónde queda (ahora que me acuerdo del
Cid) toda la ilustre ralea de dramas que pudieran llamarse de moros
y cristianos, en
la que multitud de poetas pusieron la más desatinada arqueología al
servicio del más acendrado y retórico patriotismo?
Hablando
con más formalidad, me atrevo a sostener que el siglo XIX no ha dado
a España un renacimiento dramático que podamos ofrecer al estudio y
a la admiración de los extranjeros, como descendiente legítimo del
gran teatro que es admirado en todos los países de alguna cultura
estética, al igual de los más famosos teatros. Ha habido aquí, eso
sí, algunas chispas
sueltas
de genio, de las cuales se apoderaron, como suele suceder en casos
tales, el chauvinisme
y la retórica oficial para quemar mucha paja y sacar de la luz mucho
humo (al revés de lo que aconseja Horacio) y crear, velis
nolis, una
tradición
dramática,
atando cabos que no se pueden atar buenamente, y mezclando con lo
poquísimo bueno lo mucho mediano y algo de lo malo, y aun de lo
pésimo. Porque, recuérdese, críticos ha habido que han presentado
como eslabones de la cadena de oro que empieza en Lope, la Isabel
la Católica, de
Rubí, y las Querellas
del Rey Sabio, de
Eguílaz, y algo del mismísimo Sr. Gil y Zárate, que no en vano
dirigió la Instrucción pública, y, como hace pocos meses me decía
a mí un maestro normal,
«era
el mejor hablista que habíamos tenido.»
Con
estos cantares no hay que irles a los hombres de gusto y de
inteligencia que atienden a nuestras letras por ahí fuera. Tales
tonterías bueno que las digan los pobres diablos cuyas lucubraciones
se quedan en casa; pero tengan cuidado con ellas los críticos
notables, a cuya opinión se atiende en el extranjero. No todos los
críticos extraños son Gubernatis, que, con tal de hacer
diccionarios y enciclopedias que lo abarquen todo, entra con todo
también y las traga como puños, y dice, v. gr., hablando del teatro
moderno español, lo que sigue: «Entre los poetas españoles de
nuestro siglo se
señalan los dramas históricos de Gil y Zárate.»
Aquí su llamada y la nota correspondiente al margen; nota que dice:
«Los principales dramas son: Don
Pedro de Portugal, Blanca de Borbón, Carlos II el Hechizado,
Rosmunda, Don Álvaro de Luna, Masaniello, Guzmán el Bueno, Matilde,
Guillermo Tell, Gonzalo de Córdoba, Carlos V, ¿A
que muchos de mis lectores, españoles de raza, no sabían que
existían esos Carlos
V
y Masaniellos (que no hay que confundir con el Massaniello de
Catalina),
Rosmundas
y Blancas? Así se suelen escribir las historias
universales.
El Sr. Gubernatis es un sabio italiano, de mérito indiscutible; pero
como crítico me parece en ocasiones algo menos que mediano; como
escritor, no siempre es un Manzoni o un Leopardi, ni siquiera un
Caponi, como lo prueban las palabras traducidas: «entre los poetas
dramáticos...» «se
señalan los dramas, etc.»
Claramente
se ve que Gubernatis no escoge mucho en materia de documentos, y
recibe noticias literarias como quien recibe loza basta, cargando él
con las averías. Se conoce que fue el león el pintor; es decir, que
si no el mismo Gil y Zárate, algún amigo suyo fue quien suministró
tan estupendos datos a Gubernatis. Después de colocar a Gil y
Zárate, director de Instrucción pública, a la cabeza de los
autores dramáticos españoles, habla de Martínez de la Rosa, a
quien se debe una buena comedia; cita
a Rivas y a Hartzenbusch, a quien convierte en tedesco,
bien
que spagnuolo
d'adozione,
y allá van en seguida mezclados, como si todos fueran iguales,
Bretón y Rubí, García Gutiérrez, cuyo mérito para Gubernatis
parece ser el haber suministrado a Verdi argumento para dos óperas,
Tamayo y Guerra
y Orbe
(del
cual cita, además de la Rica
Hembra, hecha
en colaboración con Tamayo, La
hija de Cervantes
y Alonso
Cano, cita
que me da muy mala espina respecto de la procedencia de los datos de
Gubernatis); y, por último, llegan la Avellaneda, Ayala, Eguílaz,
autor de una alabadísima comedia, La
cruz del matrimonio, y
Eusebio Asquerino, autor de Un
verdadero hombre de bien, (con
efecto, vi estrenar esa cosa
en
Oviedo, donde Asquerino la escribió y dejó representar, agradecido
al buen trato de los asturianos ¡y Gubernatis sabe de esto!),
Narciso Serra, José
María Díaz
y algunos otros.»
He
copiado todo lo anterior para escarmiento de jóvenes y pedantes
incautos que se fían demasiado de enciclopedias, historias
universales, diccionarios,
etc.
Pero
no todos los extranjeros que estudian literaturas modernas son como
Gubernatis, y hay que tener mucho cuidado con lo que se escribe de
nuestros más distinguidos indígenas, para no ponernos en ridículo
con absurdas comparaciones entre Asquerino, Díaz,
Eguílaz, etc., y Lope, Calderón, Tirso...
Fuera
bromas y digresiones; lo que yo quiero decir es que el estudio
imparcial, sereno y reflexivo, y hecho con atención asidua al buen
gusto y al sentido común, no me permite reconocer en el teatro
español del siglo XIX una gran obra colectiva, un renacimiento
nacional
de
literatura dramática, en que poetas, críticos, público y ambiente
social concurran a dar al espíritu español el tinte especial que le
señala con esa particular tendencia del genio patrio en el siglo
XVII, como sucede también en los buenos tiempos del Teatro griego,
del inglés, del francés en cierto modo, en tiempo de Luis XIV, y de
otra manera en este siglo, y hasta en el alemán de Schiller y sus
ilustres sucesores. Mas si esto es cierto, no lo es menos que se
cometería gran injusticia en no pasar de este juicio en
montón y
no distinguir la obra colectiva de la obra individual; mejor se
diría, de los arranques espontáneos, fuertes y aislados del genio
dramático español, que presenció nuestra centuria.
He
aquí mi tesis, en concreto: no hemos tenido, ni tenemos, un gran
teatro; hemos tenido y tenemos, autores que, aisladamente, sin
relación orgánica, pudiera decirse, con otras poetas, ni con
actores, ni con público, ni con críticos, ni... con su propio
ingenio; es decir, sin completa conciencia de lo que hacen, o bien
sin estimación reflexiva de sus propias mejores dotes, nos han dado
algunos grandes chispazos
de
belleza dramática, como verbigracia. El
Trovador, Don Álvaro, Don Juan Tenorio (primera
parte). Hemos tenido, además, actores que eran capaces de grandes
inspiraciones pasajeras, de mucho valor artístico, espontáneo, poco
reflexivo, actores de sangre,
no
de estudio ni de escuela; que aislados unos de otros, a veces
enemigos, campaban por sus respetos, se convertían en caciques de
escenario, se imitaban a sí mismos, llegaban a la monotonía, a la
exageración y al amaneramiento, infestaban con esta peste a todos
los cómicos, de su compañía,
y de esperanzas de un verdadero teatro nacional, se convertían en
focos de infección. De estos actores, como de aquellos poetas, se
podía admirar tales o cuales rasgos; pero no había en ellos la
atención y la reflexión, aplicadas a las propias facultades, que
son indispensable condición para crear un arte verdadero,
propiamente racional, que convierte la habilidad de la imitación
mímica en algo más que el vuelo libre o inconsciente de tales o
cuáles aptitudes. La ignorancia y mal gusto de nuestros cómicos,
aun los más distinguidos, son ya proverbiales, como se dice vulgar y
malamente. No quiero citar ahora nombres propios; pero yo he visto a
un notable actor anciano embelesarse con el recitado de absurdas
imitaciones de la fabla,
puestas en su boca por un ignorante que se metía en la arqueología
artística de los siglos medios, como Pedro por su casa, a endosar
ripios de su invención a los más venerables reyes. El buen éxito,
aunque pasajero, de cierto dramaturgo de nuestros días, tan honrado
y simpático como falto de real capacidad poética, se debe a la
protección y al cariño con que acoge sus dramas un cómico ilustre,
que se entusiasma representándolos no menos que al dar vida plástica
a las creaciones de Echegaray.
Todos
los extremos son viciosos; tal vez las pretensiones del Comité
de la Comedia francesa en punto a inteligencia crítica para admitir
o desechar obras, sean excesivas; no soy yo de los que admiran a
Coquelin como escritor, a pesar de sus lucubraciones sobra la risa y
sus paralelos de Molière y Shakespeare; pero es preciso confesar que
en este punto más vale pecar por carta de más que por carta de
menos. Además y considérese que la inteligencia, el estudio y hasta
el sentido crítico de los actores no hace falta que se emplee en
juzgar los dramas literariamente,
sino
en estudiarlos en su relación teatral, que hasta cierto punto es
cosa diferente. Lo que sabe Coquelin de estética y literatura
comparada, podrá hacerle meterse a veces donde no le llaman; pero
también le sirve para ayudar mucho, muchísimo, a sus propias
facultades de actor de genio educado.
Si
pues no tenemos, ni hemos tenido en todo el siglo, verdadero
florecimiento dramático, sino algunos buenos poetas que, entre otros
medianos y aun malos, nos dejaron algunas obras notables, alternando
éstas con las de cien escritores medianos y hasta muchos pésimos,
no menos alabados que los de mérito y a veces más; si no tenemos,
ni hemos tenido, una tradición cómica, un organismo teatral, una
escuela
de declamación que
merezca el nombre de tal, sino algunos cómicos que no supieron sacar
partido suficiente, por falta de estudio, de sus facultades, y
malograron y malogran éstas por falta de modelos, espíritu de
escuela, técnica clásica y hasta ambiente natural; es claro que no
hay razón seria, que se funde en pruebas, para llamar decadencia a
lo que hoy pasa en nuestra vida literaria dramática. Vico y
Echegaray son dos nombres que valen tanto como otros dos que se nos
puedan citar entre los de su tierra, su siglo y su arte: si con ellos
no basta para dar aspecto de buena salud a nuestra escena, porque
domina en ella la incapacidad de cómicos y autores, lo mismo sucedía
hace ocho o diez años: porque, yo lo declaro francamente, entre La
Gran Vía
y El
Tío Carcoma
y Los
Valientes
y Los
sobrinos del Capitán Grant, por
un lado de la comparación, y por el otro los dramas visigóticos de
Sánchez de Castro y las pamplinas seudo-políticas de Herranz, de
Retes, etc., (¡quién no se ha olvidado de todos aquellos nombres!)
yo estoy por los ratas
1.º, 2.º y 3.º,
y El
Señor Gobernador, de
Aza, y las decoraciones bonitas que se me quieran presentar. Antes lo
flamenco que lo visigótico. Y no me remonto a La
ceniza en la frente, de
Rubí, y a La
Cruz del matrimonio, de
Eguílaz, y a La
Vaquera de la Finojosa, de
igual fábrica, y a las ocurrencias poéticas de Gil y Zárate...:
¡Españoles
no sois... pues sois valientes!
¡No!
Prefiero Los
Valientes, del
Sr. Burgos. No seamos niños; no llamemos poesía a lo que no lo es.
¿Cómo, por qué había de ser Gil y Zárate poeta? Digámoslo claro
y a gritos: todo esto está muy mal hace mucho tiempo; huele a
garbanzos con espinaca nuestra literatura dramática, no porque
falten algunos ingenios notables, que a
veces escriben
algo bueno, sino porque lo malo es tanto y obtiene tantas garantías
constitucionales y hace tanto ruido, que el olor del potaje
predomina, y da náuseas y tristeza al estómago. Por lo cual, repito
que no hay decadencia. Antes admitiría que no había nada. Pero
puede haber algo. Lo mismo que tenemos a Echegaray y a Vico, porque
sí, podemos, de la noche a la mañana, encontrarnos con otros que
valgan lo que ellos. Y
así, ir viviendo.
Esta
opinión mía no es un pesimismo; el pesimismo es el de los
laudatores
temporis acti, que
se empeñan en ver en la anemia de nuestro arte un ocaso. Los ocasos
no tienen remedio; detrás de ellos viene la noche. Yo digo que hay
poca luz, no porque el sol se esté poniendo, sino porque el día es
pardo. Hay poca luz, hay poco calor, pero quizá estemos en el
mediodía.
Por
consiguiente, ¿tiene arreglo el estado lamentable de nuestro teatro?
Sí; puede que sí. Un poco de arreglo. Por lo pronto, si dejamos el
asunto en manos de los sociólogos, no hay compostura posible. Nada
de crítica
científica para
el caso. Si lo hacemos cuestión de raza
y de medio social, y vamos a dar a lo que hacía Felipe II en el
Escorial, y a las cartas de Sor María de Agreda a Felipe IV y a la
pérdida de las Américas, estamos perdidos. ¡Que no se nos divida
en nada! Que no se eche la culpa a los Austrias,
ni a la batalla de Rocroy, ni siquiera a la Inquisición o a Carlos
IV... Si de las medias suelas que necesita el teatro se ha de hablar
cómo hablan en el Ateneo de todas las cosas, seguirá in
œternum la
lucha de reventadores y poetas con decoraciones nuevas. Hace mucho
tiempo que entre nosotros se proponen arbitrios para sacar la escena
española del estado de marasmo en que se halla, etc., y con tal
motivo se discuten las relaciones del Estado con los ciudadanos, y el
individualismo y el socialismo, y si los Gobiernos pueden o no
pueden, deben o no deben meterse en camisa de once varas, y hasta
llega el delirio jurídico de algunos seres morales y políticos y un
si es no es históricos hasta el extremo de citar a Tocqueville, que
en paz descanse, y la estatolatría
y...
¡Dios nos libre!
Hay
que tomar por otro camino; pero ni Zamora se hizo en una hora, ni se
puede tratar en cuatro palabras todas las partes que abarca materia
tan interesante; y como el folleto se hace largo y no cabría
terminar como se debe la materia, sin llenar muchas más páginas,
resígnome a la vergüenza de hacer dos túneles en vez de uno, o sea
a dejar la mitad de lo que tenía que decir para otra vez; para una
segunda parte de este trabajillo acerca de Rafael Calvo y el Teatro
Español. En esta primera salida se ha hablado largamente del cómico
ilustre cuya muerte todavía lamentamos todos, y sólo por incidencia
de nuestro teatro en sí mismo; pero en la parte segunda hablaremos
menos de Calvo y mucho más del teatro.
He
aquí, sobre poco más o menos, los puntos que yo creo que debo
examinar cuando continúe mi tarea: lo primero será determinar la
importancia e influencia de Rafael en la escena española; esta
importancia e influencia se fundarán principalmente en que para
nosotros, por el carácter individual
que
tiene el arte, de vida poco más que embrionaria, en España, tienen,
lo mismo los grandes actores que los poetas notables aisladamente
influyendo, el interés y el predominio que en países más
adelantados, y antiguamente en el nuestro tuvieron clases enteras,
tendencias generales, ideales comunes, etc., etcétera El
personalismo
se
impone en España por el mismo atraso en que yace nuestra cultura. En
este concepto, relativo todavía a Calvo, es claro que se habla de
sus méritos, suponiendo lo ya dicho, y también de sus defectos.
Después
de ver lo que teníamos teniendo a Calvo, debe verse lo que nos
queda, muerto él, y así vendrá naturalmente en seguida el tratar
de los elementos actuales de nuestra actividad literaria teatral,
tomando en cuenta la situación general del arte dramático, los
caracteres que reviste y debe revestir en España; la influencia de
los otros géneros, del teatro y de los autores extranjeros, de los
dramaturgos, de los actores de la prensa, del público, del Gobierno;
y después ver qué remedio, además del principal que de Dios nos
venga, puede haber, si lo hay, para mejorar, en lo poco o mucho que
quepa, la miseria de nuestras tablas, que tan desazonado trae, y con
motivo, a D. Manuel Cañete.
Tan
largo programa, es claro que no cabe explicarlo en pocas páginas, y
no hay más remedio que dejarlo para el folleto que
viene.
El
asunto bien merece el segundo cañonazo.
Porque
podrá el teatro ser o no ser género secundario; pero los españoles
no podemos ver con indiferencia que agonice la casta de poesía que
más justo renombre nos dio en el mundo.
brutal,
grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del arma,
como él dice, pero equivocándose, porque al decir el arma,
alude a su caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura
bien!), que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo;
porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su
Pílades, si hubiera Pílades de cuatro patas, y si hombres como el
Conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a
caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de animal
perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando,
que no tiene más amigo verdadero que su tordo.
Violeta,
al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba ayer,
disimulando un suspiro: «Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me
quiere... le quiero... Pero... el ideal no se realiza jamás en este
mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el
Conde y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la
tierra».
¡Pobre
Violeta; le parece poco
Centauro
su marido!
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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