El camarero del Hotel Eslavo Nicolás Chikildieyev
había enfermado. Un día, perdido casi por completo el vigor de las piernas, se había
caído de bruces en mitad del pasillo llevando en la mano una fuente de jamón
con guisantes. Y se había visto obligado a dejar su colocación. Habíase
gastado, cuidándose, todos sus ahorros y los de su mujer, y ya no le quedaba
nada para vivir. Cansado de su ocio forzoso, decidió irse al campo con su familia.
«Está uno mejor en su casa -se dijo, y vive con más economía, y por algo dice
el proverbio que hasta las paredes le ayudan.»
Llegó a su casa -en Jukov- al obscurecer.
Sus añoranzas infantiles le hablaban del terruño como
de algo claro y suave, y al volver a ver su casita, se aterró: tan sombría,
angosta y sucia era. Su mujer, Olga, y su hija, Sacha, miraban perplejas la
enorme chimenea, negra de humo y de moscas. ¡Cuántas moscas, señor!... La
chimenea estaba combada; las vigas de las paredes, torcidas. La casa parecía a
punto de caerse. Había pegados a las paredes, junto a los conos, pedazos de
periódicos y etiquetas de botella en lugar de cuadros.
¡Miseria! ¡Miseria!... Las personas mayores estaban
en el campo. Una niña como de ocho años, pelirrubia, sucia, estaba sentada en
la chimenea, y ni siquiera miró a los recién llegados.
En el suelo, junto a una horcadura, ronroneaba un
gato blanco.
Sacha le llamó.
-Miss, miss, Miss...
-Es sordo -dijo la chicuela. No oye nada.
-¿De veras?
-Le pegaron una paliza...
Nicolás y Olga comprendieron, al punto, lo que
era allí la vida; pero callaron. Colocaron en un rincón el equipaje y salieron
de la casa.
El aspecto de la inmediata era también muy pobre;
pero la de más allá -la última de la fila- tenía tejado de cine y cortinas en
las ventanas. Estaba aislada y carecía de cerca.
Era un mesón. En la paz taciturna del campo erguíanse
sauces, saúcos y serbales. Más allá veíase el río, de orillas altas y
pedregosas.
Había, esparcidos por tierra, multitud de
tiestos, de pedazos de ladrillo rojo y de montones de basura. Al otro lado del
río se extendía una vasta pradera color verde claro, segada ya, en la que
pasaban numerosos caballos, cerdos y vacas. A la derecha, sobre una colina, agrupábase
un caserío entre la iglesia, de cinco cúpulas, y la casa señorial.
-¡Qué bien se está aquí! -dijo Olga,
persignándose al mirar a la iglesia- ¡Qué tranquilidad, Dios mío!
En aquel momento se oyó tocar a vísperas -era
sábado. Dos niñas que llevaban un cántaro de agua se detuvieron para oír las
campanas.
-Es la hora de comer en el Hotel Eslavo -dijo
Nicolás con melancolía.
Sentados en la orilla escarpada del río, Nicolás y
Olga contemplaban la puesta del Sol, cuyos fulgores de oro y púrpura se
reflejaban en el agua, en las ventanas de la iglesia, en el cielo, en el aire,
sereno y puro, como nunca lo habían visto en Moscú. Ya puesto el Sol, el rebaño
pasó mugiendo, pasaron las manadas de ocas... La suave luz crepuscular se extinguía
en el aire; descendía, lenta, la noche.
Entre tanto, habían vuelto a casa el padre y la
madre de Nicolás, flacos, encorvados, sin dientes, ambos de la misma estatura,
y las dos cuñadas, María y Fekla, que trabajaban en una finca de la otra
ribera. María, la mujer de Kiriak, tenía siete hijos, y Fekla, la mujer de
Dionisio -a la sazón soldado, dos. Cuando Nicolás entró en la choza y vio a la
familia; cuando vio todos aquellos cuerpos de diversos tamaños que se agitaban
en las cunas, en todos los rincones del camaranchón; cuando vio el ansia con
que las mujeres y el viejo comían pan negro mojado en agua, comprendió que
había hecho mal en irse allí, enfermo, sin dinero y, por añadidura, con la
impedimenta de su hija y su mujer.
-¿Dónde está mi hermano Kiriak? -preguntó,
acabados los saludos.
-Está de guardabosque en casa de un comerciante -contestó
el padre. Es buen muchacho, pero demasiado bebedor.
-¡De poco
nos sirve! -lamentó la vieja.
Son unos tarambanas estos mujiks. Se llevan de
casa más que traen. A Kiriak le gusta beber; pero el viejo tampoco le hace
ascos a la bebida, y no hay que decir que conoce el camino del mesón. ¿No clama
al cielo esto?...
Hicieron té en el samovar, en honor de los recién
llegados. El té -que olía a pescado, el azúcar gris, el pan, la vajilla, eran
desagradables; también lo eran los temas de la conversación: miserias,
enfermedades... No habían acabado aún la primera taza, cuando se oyó de pronto
en el patio una voz de borracho que gritaba:
-¡María!
-Juraría que es Kiriak. Cuando se habla del lobo...
Todos callaron. Momentos después volvió a oírse
la misma voz áspera y como subterránea:
-¡Maaaría!...
María, la mayor de las nueras, palideció y se
agazapó contra la chimenea. El espanto en el rostro de aquella mujer, fea y
corpulenta, de aspecto varonil, resultaba cómico. Su hija -la niña a quien los
recién llegados habían encontrado sentada en la chimenea- se echó a llorar.
-¡Bah!... ¿Os va a matar, tontas? -exclamó Fekla,
hermosa mujer, corpulenta y fuerte también.
El viejo contó que a María le daba miedo vivir
con Kiriak en el bosque, y que el guarda, cuando se emborrachaba, iba a
buscarla, armaba escándalo y la vapuleaba.
-¡Maaaría! -oyóse gritar en la puerta.
-¡En nombre de Jesucristo, defendedme, tened
piedad de mí! -balbuceaba María, trémula, tiritante, como bajo una ducha helada.
¡Por favor, defendedme!
Todos los chiquillos prorrumpieron en llanto, y
Sacha, mirándoles, también se echó a llorar. Se oyó toser al borracho, y un
gran mujik, cuya cabeza cubría una garra de piel, y cuya faz, de barba negra,
parecía terrible ala débil luz de la lamparilla, entró en la habitación.
Era Kiriak. Se acercó a su mujer y, sin decir
palabra, le dio un puñetazo, en las narices.
Ella, silenciosa, aturdida, inclinó la cabeza y
empezó a sangrar copiosamente.
-¡Qué vergüenza! -murmuró el viejo. ¡Delante de
los huéspedes! ¡Qué pecado!
La vieja, encorvada, pensativa, callaba.
Fekla balanceaba la cuna...
Orgulloso del susto que les había dado a todos,
Kiriak cogió a María por un brazo y la arrastró hacia la puerta, aullando como
una fiera, para parecer aún más terrible; pero en aquel momento advirtió la
presencia de los huéspedes y se detuvo.
-¡Ah, ya habéis llegado! -exclamó, soltando a su
mujer. El querido hermano con su familia...
Se persignó, mirando al icono. Luego continuó, muy
abiertos los rojos ojos de borracho:
-El querido hermano con su familia ha llegado a
la casa paterna..., ha llegado de Moscú, de la capital..., de la ciudad de las
ciudades...
Con vuestro permiso...
Se sentó en el banco ante el samovar, y empezó a
beber té a grandes y ruidosos sorbos, en medio del silencio de los circuns-tantes...
Cuando hubo bebido a su gusto, se tendió en el
banco, y momentos después roncaba.
Acostáronse todos. Nicolás, como enfermo, al lado
del viejo, en la chimenea; Sacha, en el suelo, y Olga, en la porchada, con las
otras mujeres.
-No llores, tonta -decía, tendida en el heno al
lado de María; no llores. Hay que tener paciencia y sufrir con resignación. La Sagrada Escritura
dice: «Si te dan una bofetada en la mejilla izquierda, presenta la derecha.»
¡Sí, pobrecita!
Luego empezó a contar, en voz queda, monótona, su
vida en Moscú, donde había sido camarera de chambres garnies...
-En Moscú -decía- las casas son grandes, de
granito, hay un sinfín de iglesias... En las casas, paloma, hay señoras y
caballeros muy guapos y muy bien educados.
María dijo que ella no había estado nunca no ya
en Moscú, ni siquiera en la capital de provincia más próxima; era
ignorantísima, no sabía ni el Padre nuestro.
La otra nuera Fekla, que las oía desde lejos, era
también muy ignorante. Ninguna de las dos quería a su marido. Ella le temía al suyo,
y cuando estaba junto a él temblaba de miedo y la ponía mala el olor a
aguardiente y tabaco.
-Tú también te fastidias junto a tu marido, ¿verdad?
-le preguntó a Fekla.
Fekla contestó:
-No hablemos de eso.
Callaron. Hacía frío. El gallo cantaba en el patio
y no las dejaba dormir. Cuando la luz azulada del amanecer empezó a entrar por las
rendijas, Fekla se levantó, sin ruido, y salió. Las pisadas de sus pies
desnudos se alejaron veloces.
1.014. Chejov (Anton)