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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un discurso - Cap. II

Si queremos dar un nombre a la tendencia que predomina, en cuanto a la conducta racional se refiere, en los pensadores y publicistas que pretenden representar el movimiento de la civilización, según su genuino carácter en la actualidad, podemos valernos de la palabra escogida por un crítico inglés para señalar lo que estimaba un prurito excesivo de su país; podemos decir, con Matthew Arnold, que es el utilitarismo lo que da el tono a la corriente general de la vida moderna, en opinión de tales escritores y sabios, que sabios son muchos de ellos. Mas hay que tener en cuenta que, así como el parlamentarismo, en cierto sentido, hoy significa los abusos y excesos de un sistema político, así el utilitarismo, que para un Bentham y para un Stuart Mill es un título de gloria, la palabra santa, pudiera decirse, significa, en la acepción en que Matthew Arnold la emplea y a que yo me refiero, algo que supone también abuso, exclusivismo, limitación y decaimiento. El utilitarismo, como en cierto sentido el parlamentarismo, nació inglés; pero después pueblos y más pueblos lo copiaron, y hoy toma un aspecto de universalidad que a muchos engaña y les hace creer que es cosa que está en la atmósfera de todas las naciones, un producto natural del tiempo.
Se habla mucho, y es verdad en ciertos límites, de que los franceses pretenden representar en su vida nacional todo lo esencial de la cultura moderna; se dice que para los franceses su siglo son ellos, su país el mundo; y aun se añade que esta vanidad los lleva a desdeñar y a ignorar todo o casi todo lo que pasa, o importa, más allá de sus fronteras. Pero si todo ello es verdad, no exagerándolo, no lo es menos que dentro de la misma Francia no falta quien advierta con repetidas admoniciones la realidad y los peligros de tal error, de tal enfermedad del espíritu francés, puede decirse; y por lo que toca a los demás pueblos de civilización adelantada, si la imitación y casi exclusivo estudio de todo lo francés predominó en tal o cual época, y aún predomina entre ciertos elementos intelectuales, lo que es la que pudiera llamarse aristocracia de la cultura en cada país, ya no vivo bajo tal prestigio, y más bien es moda, y como indicio, o apariencia a lo menos de saber mucho, desdeñar y hasta compadecer un tantico a los franceses y volver los ojos... casi siempre del lado de Inglaterra. Y esos mismos escritores y maestros de París que advierten a los suyos que deben ser humildes y estudiar lo de fuera, casi siempre coinciden también con ese culto racional que se rinde por la flor y nata de la inteligencia en toda Europa y gran parte de América, a los ingleses; y si juntamos esta admiración a la que a sí propios se consagran, metódicamente y por principios, los ingleses mismos, tenemos una tendencia casi universal de espíritu inglés, llamémoslo así, en aquellas altas regiones de la inteligencia en que se fraguan las teorías y los arranques del ingenio, y se da dirección al globo, en cuanto del pensamiento humano depende. Dios me libre de creer, y más de decir, que no merece esa predilección general Inglaterra; creo firmemente que, en lo más, la ha conquistado con armas de buena ley, con sus propios méritos; mas lo que digo es que ni en política, ni en pedagogía, ni en filosofía, ni en costumbres deben prescindir los demás pueblos de su espontaneidad, de lo que les es propio, ni tomar por bueno todo lo inglés, cuando en la misma isla no falta quien censura y hasta pone motes a tendencias y cualidades que el Continente admira, imita y hace objeto de apologías sin cuento. ¡Cosa extraña! Jamás ha faltado en Inglaterra misma, donde efectivamente hay de todo, alguna personalidad insigne que nos avisara de los peligros de ciertas grandezas insulares que, vistas de lejos, nos pasmaban. Lord Byron, dejando aparte sus excesos y extravíos, su yo, mitad satánico mitad angélico, tenía razón en mucho contra sus perseguidores, que eran los representantes genuinos del espíritu común de la vida moral de Inglaterra. Ciertas protestas líricas del rival de lord Byron, Shelley; no pocas páginas de los grandes humoristas británicos; muchos pasajes de las novelas de Thackeray, Eliot y Dickens; el idealismo todo de Carlyle, con la gran obra literaria, histórica y filosófica que produjo; algo del pre-rafaelismo pictórico y poético, y las enseñanzas y quejas de algunos críticos como Vernon Lee y singularmente el citado Matthew Arnold, más otros muchos elementos de la vida intelectual inglesa, son otros tantos correctivos de ese utilitarismo y de ese formalismo inglés, que en sus excesos ha llegado a merecer amarga sátira y diatribas y apodos como el cant, el snobismo y otros, de nombre y calidad puramente británicos. Mis escasas lecturas de los poetas y críticos ingleses, sobre todo de los modernos, me inclinan a sospechar que el vulgo de los admiradores de Inglaterra, en el Continente, muchas veces se extasía ante ideas, sentimientos y costumbres que las almas verdaderamente escogidas de las islas miran como defectos de su país, como desvaríos y pequeñeces de la plebe moral de su tierra. Más diré; algunos extranjeros que han estudiado a Inglaterra de cerca, con tal o cual propósito particular, por ejemplo, este que hoy nos importa, el pedagógico, han comenzado sus informes cantando himnos de incondicional alabanza, y la fuerza de la sinceridad los ha llevado a, concluir consignando rasgos de la vida inglesa en el orden respectivo, que no eran dignos de envidia ciertamente, ni merecían imitarse. Así, por ejemplo, el profesor Viese, de Berlín, que estudió la educación y la enseñanza inglesas por sus propios ojos, y publicó después, como resultado de sus observaciones, una obra importantísima, que los mismos ingleses tradujeron y meditaron; Viese, que admira en general la educación británica y la coloca muy por encima de la alemana, al señalar los defectos de las instituciones y costumbres que examina, pone bien en claro, tal vez sin parar mientes en toda la fuerza de su testimonio, el aspecto triste y antipático que sirve de contrapeso a tantas excelencias. Y Gabelli, el ilustra pedagogo italiano, que en su admirable libro acerca de La Instrucción en Italia, publicado este verano, copia con deleite páginas y más páginas del anglófilo alemán, después de hacer consistir casi casi la reforma útil de la enseñanza en la imitación de los ingleses, cuando más adelante llega a hablar por propia cuenta, y más atento a su gran experiencia y claro juicio que a sugestiones forasteras, viene, a mi entender, a contradecirse un poco al buscar las cualidades que propiamente debe anhelar el pedagogo italiano para la enseñanza en su tierra. El entusiasmo de Arístides Gabelli por la instrucción y su método, según los ingleses, podría templarse un poco leyendo, o recordando si lo había leído, lo que acerca de los resultados de esa enseñanza escribe otro testigo de vista, M. Texte, en un trabajo acerca de la cuestión del latín en Inglaterra, del cual hemos de hablar más adelante. Y aún más que las atenuaciones del entusiasmo a que obliga lo observado directamente por José Texte, importa el testimonio de ilustres autores ingleses, por el mismo citados; por ejemplo, el del insigne Freeman, que declara que durante su carrera los exámenes no le han servido para hacerle leer más que un libro útil: la Ética de Aristóteles. Y añade Freeman que no ha comenzado a trabajar, en el verdadero sentido de la palabra, hasta después de dejar atrás su último examen.
Y si se me pregunta ahora a qué viene toda esta agua que pretendo arrojar sobre el sacro fuego de la que, con licencia, podemos llamar universal anglomanía, respondo que obedece mi propósito a la necesidad que siento, no de negar lo evidente, las grandezas de Inglaterra, su prosperidad en el orden pedagógico cual en casi todos, sino de comenzar desde el principio oponiéndome a lo que veo ser corriente general, que hace que se prejuzgue la cuestión que quiero que sea asunto de este discurso.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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