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viernes, 13 de diciembre de 2013

El ruido

Camilo de Lelis había conseguido disfrutar la mayor parte de los bienes a que se aspira en el mundo y que suelen ambicionar los hombres. Dueño de saneado caudal, bien visto en sociedad por sus escogidas relaciones y aristocrática parentela, mimado de las damas, indicado ya para un puesto político, se reveló a los veintiséis años poeta selecto, de esos que riman contados perfectísimos renglones y con ellos se ganan la calurosa aprobación de los inteligentes, la admirativa efusión del vulgo y hasta el venenoso homenaje de la envidia. Sobre la cabeza privilegiada de Camilo derramó la celebridad su ungüento de nardo, y halagüeño murmullo acogió su nombre dondequiera que se pronunciaba. Abríase ante Camilo horizonte claro y extenso; la única nubecilla que en él se divisaba era tamaña como una lenteja. No obstante, el marino práctico la llamaría anuncio de tempestad.
Para comprender la trascendencia de la nubecilla, conviene saber que la originalidad literaria de Camilo consistía en una tan delicada, refinada y exquisita construcción del período, que las palabras, engarzadas como eslabones de primorosa cadena de esmalte, se realzaban unas a otras y hacían música como de agua corriente o de arpas estremecidas por el viento y que despiden sones aéreos, prolongados y dulcísimos. El efecto que las rimas de Camilo producían en el lector era el de una vibración lenta y profunda, suave y embelesadora. Diríase que los tales versos nacían hechos, ordenados, sin esfuerzo alguno por el instinto, como producto natural de la espontaneidad de un gran artista; más lejos de ser así, Camilo de Lelis, premioso, exigente consigo mismo e idólatra de la forma pura, desdeñando por ella la realidad, dedicaba, no sólo a cada frase, sino a la elección de cada verbo, horas de reflexión, de trabajo mnemotécnico, repasando las palabras que más halagan el oído, buscando el adjetivo plástico que pone de manifiesto casi visiblemente la línea, el color y el relieve de los objetos, aunque no engendre el inefable y espiritual goce de sentir, pensar y soñar.
Ello es que al joven poeta le costaba sudor de sangre cada renglón. Y fue lo malo que, cuando se hubo embriagado con los elogios tributados a la factura de sus primeros poemas, aún refinó más la de los siguientes, y los cinceló con rabia, con encarniza-miento, encerrándose en su gabinete de estudio y negándose a salir, hasta para comer, mientras no encontrase el efecto de sonoridad o de dulzura que recreaba su oído de melómano. No tardó mucho en notar cómo le era imposible semejante labor en aquél pícaro gabinete, donde se oían todos los ruidos de la calle céntrica: paso de ómnibus y tranvías, que hacían retemblar las vidrieras; rodar atronador de coches, que imponían al pavimento viva y momentánea trepidación; pregones de verduleras, que rompían con entonaciones ásperas y guturales las cadencias de sílabas que arrullaban a Camilo; riñas callejeras; trotadas de caballo; rebuznos asnales y pianos mecánicos, más insufribles aún que los rebuznos. Al principio estos ruidos importunaban al escritor, como importuna una sensación de conjunto, la bárbara irrupción de una murga, el vocerío de una feria; pero así que fijó su atención en el hecho de que la calle era bulliciosa, infernalmente estrepitosa, notó con angustia que cada ruido se destacaba de los demás y se precisaba y definía, obstruyéndole el cerebro y no permitiéndole tornear un solo verso. Los tranvías le pasaban por las sienes; los coches rodaban sobre su tímpano; los apremiantes pregones, los apasionados y rijosos rebuznos parecían feroces gritos de guerra; las tocatas de los pianos eran gatos de erizada pelambre que sobre la mesa de escritorio bufaban enzarzados o trocaban maulladas ternezas.
Crispado y dolorido ya, Camilo de Lelis recordó que tenía dinero y podía permitirse el lujo de un estudio silencioso. Gastó varios días en recorrer la capital, hasta que en un barrio limítrofe con el campo descubrió una casita o más bien hotel, de estos a la malicia que ahora se usan, que por lo retirado del movimiento y tráfago de las calles y por el jardincillo que tenía al frente, pareció al artista el refugio que soñaba. Realizó la mudanza con apresura-miento febril; instaló sus libros, sus muebles tallados, sus cacharros, sus damasquinas armas y bordadas telas -porque Camilo necesitaba verse rodeado de atmósfera de elegancia para trabajar-, y cuando todo estuvo en orden, antecogió las cuartillas y enristró la pluma. Apenas llevaba trazadas las tres estrellas, único título del poema que proyectaba, agitóse convulso en el sillón como si hubiese recibido eléctrica corriente. Era que de la calle desierta, abriéndose paso por entre las éticas lilas y los polvorientos evónimos, entraba una especie de gorjeo infantil, entrecortado de risa, de chillidos gozosos, de monosílabos palpitantes de curiosidad: en suma, la charla fresca de unos chicos que delante de la verja jugaban a la rayuela con cascos de teja, despojos de la tejera próxima.
El poeta se llevó las manos a las sienes, y poco después, como el parloteo de los gurriatos no cesaba, cogió el tintero y lo arrojó contra la pared, lo cual prueba que la cabeza de Camilo de Lelis empezaba a trastornarse. Sin embargo, resolvió esperar a la noche, hora del silencio, según todos los vates clásicos, y así que las tinieblas colgaron sus pabellones de crespón, he aquí que vuelve a llamar a la musa... Y cuando mentalmente apareaba el consonante del primer verso con el del tercero -como quien aparea soberbias perlas para pendientes de una hermosa-, oyó otra vez rumor junto a la verja... No como antes, espontáneo, regocijado y bullicioso, sino reprimido, suave, tímido, dialogado, interrumpido de tiempo en tiempo por calderones que estremecían y exaltaban hasta el paroxismo el cerebro del que oía... ¡Dos enamorados! ¡Una pareja! ¡Allí! El poeta se puso a renegar del amor, lo mismo que si el arte no existiese por él y para él... Y a la mañana siguiente Camilo de Lelis tomaba el tren y buscaba en la soledad de una provincia retiro bronco, la guarida de una fiera montés.
Hallóla a medida del deseo. Era, en la vertiente de una montaña, un conventillo en ruinas, donde mandó hacer los reparos necesarios para dejarlo habitable. Encerróse allí sin más compañía que una anciana criada. Parecía aquello el mismo palacio del Silencio augusto y reparador; y el poeta, al entrar en su mansión romántica, suspiró de gozo y se puso a escuchar las mudas armonías del desierto. Cuando pensaba saborear la callada paz de la atmósfera, el canto de un gallo resonó, imperioso y clarísimo. ¡Aquí de Dios! Al punto se le retorció el pescuezo al gallo; pero el sacrificio fue estéril, y Camilo no tardó en convencerse de que el viejo conventillo era cien veces más ruidoso que las calles de la corte. Sordos arrullos de palomas torcaces; correrías de ratones por los desvanes oscuros; zumbido de abejas que entraban por la ventana; coros de árboles agitados por el viento, y, sobre todo, el eterno plañir de la cascada, que desplomándose de lo alto de la roca al fondo del valle, deshecha en irrestañable llanto, inundaba de desesperación el alma del artista, ya reducido a la impotencia y presa en breve de la insania.

***
A los treinta años, casi olvidado de sus admiradores de un día, Camilo de Lelis expiraba en el manicomio. Su primera impresión, al encontrarse en el nicho, fue -no se admire el lector- de inmenso bienestar. Por fin habían cesado los malditos ruidos de la tierra, por fin su cerebro no sentía las horribles punzadas de agujas candentes y los tenazazos que por el oído llegaban a las últimas células de la sustancia gris... ¡Qué hermoso silencio absoluto, eterno, sin límites, como océano extendido desde lo infinito terrestre a lo infinito celestial!
De pronto... ¡No, si no puede ser! ¿Se concibe que existan ruidos dentro de una tumba, que atraviesen las paredes de un nicho, la espesura de una caja de cinc y de un recio ataúd forrado de paño grueso? No se concebirá, pero lo cierto es que algo suena... Camilo de Lelis se estremece, quiere incorporarse, quiere gemir... El ruido que le quita las dulzuras del perenne reposo es la fermentación que comienza, son los gusanos, que no tardarán en pulular sobre su pobre cuerpo... ¡Tampoco el sepulcro está solitario, y el adorador de la pura e inalterable Forma encuentra en él a su enemiga la Vida!

«El Imparcial», 21 de noviembre de 1892.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)



El rosario de coral

Las monjitas del convento de la Humildad fueron testigos de un prodigio más inexplicable que ninguno.
El prodigio, en efecto, no se parecía a los reiterados casos en que la gracia, visiblemente, había descendido sobre el convento.
No era que se hubiese curado súbitamente una monja de inveterada parálisis, ni que hubiese parpadeado la efigie de Nuestra Señora, que todos los años, el día de su fiesta, abre lentamente los ojos y envía por ellos rayos de amor a los que extáticos la miran. Tratábase de un fenómeno extraño, y al parecer sin objeto, porque no edificaba.
Era que las cuentas del rosario de la madre Soledad, hechas de huesecillos de aceituna del Olivete, se iban transformando, poco a poco, en cuentas de coral rojo magnífico, y el engarce, de latón, se volvía de oro afiligranado y brillante.
Cuchicheaban las reclusas a la salida del coro, en las horas del recreo, en el huerto, por los claustros. ¿Se había fijado la madre Gregoria? ¿Era una ilusión de la vista de la madre Celia, con su principio de cataratas? ¿Soñaba la madre Hilaria al asegurar que el año pasado el rosario sólo tenía un diez rojo, y ahora ya era otro diez y las Avemarías?
Asombraba tanto más el portento -indiscutible- cuanto que la madre Soledad, con ser muy buena, no se contaba entre las monjas que espantaban por sus mortificaciones. Parecía más natural que al realizarse un prodigio dentro de las paredes de la Humildad, recayese, por ejemplo, en sor Leocadia, que llevaba a raíz de la carne un cilicio de crines de caballo; o en sor Julita, que diariamente trazaba en el suelo del coro cien cruces con la lengua; o en sor Armanda, que se abría a disciplinazos los viernes; o en sor Expectación, que se tendía para que sus hermanas la pisasen... La madre Soledad se limitaba a cumplir lo que dispone la regla, y su única penitencia parecía el silencio profundo que guardaba por costumbre. Su hablar era casi monosilábico, y su ensimismamiento correspondía bien a la idea de la soledad, soledad interior del alma.
Pálida y demacrada, se adivinaba que la consumían penas muy secretas, triste carga de plomo que había traído del mundo. Otras monjas, aun las más mortificadas, y acaso éstas sobre todo, eran alegres, con ingenua alegría infantil: gastaban chanzas, reían a carcajadas de cualquier cosa y comentaba jovialmente el libro del padre Boneta, entonces recién publicado, y que corría por los conventos, Gracias de la gracia, saladas agudezas de los Santos..., donde se referían mil chistes y donaires de bienaventurados legos, niños y varones tan graves como San Francisco de Borja, San Bernardo, San Vicente Ferrer. No entendía de estas ingeniosidades la madre Soledad. Nunca una sonrisa alumbró aquella cara trágica, donde el dolor estampaba su sello.
Y tan calladamente y tan hurañamente como había vivido, murió la monja del rosario milagroso el día mismo en que la última cuenta de hueso se convirtió en purpúreo grano de coral.
El padre visitador de Orden llegó a la Humildad cuando acababa de expirar la monja. Encontró a las madres alborotadas y zumbadoras, como colmena en peligro, y preguntó la causa. Le refirieron el hecho singular, y como para él no había clausura, le llevaron a la celda donde la madre Soledad, vestido su hábito y con una cruz entre los dedos, dormía su último sueño, semejante en todo a una ascética efigie de cera amarilla. Sobre el halda de su sayal descansaba el rosario, parecido a un reguero de sangre salido de las entrañas.
-¿Y dicen sus mercedes que antes ese rosario era de huesecillos? -preguntó el padre visitador, gallardo anciano de barba nívea, arrogante estatura.
-Todas lo podemos asegurar -exclamaron las madres a un tiempo.
Campaneó el visitador la cabeza y se acarició el chorro de plata de las fluviales barbas, meditabundo. Después sonrió, tomó el rosario y le dio vueltas entre los dedos. Por último, dirigiéndose a la abadesa, ordenó:
-Que avisen al confesor de la difunta; deseo hablarle.
En la sacristía se encerraron los dos religiosos, el fraile y el monje -porque el visitador era bernardo, y capuchino el confesor. Un velón típico, de latón reluciente, los alumbraba, y entre la penumbra de la estancia abovedada y solemne, destacábase la dorada talla de los marcos y el diminuto lazo de alguna cornucopia, suspensa sobre la cajonada que encerraba las vestiduras.
El visitador fue directamente al asunto.
-Dígame su paternidad qué hay de eso del rosario de la monja que acaba de morir, porque todo ello trasciende a inocentada de las benditas madres, y yo no gusto de que anden divulgándose casos milagrosos que sólo están en la imaginación y dan que reír al padre Feijoo y al padre Sarmiento.
El fraile se recogió un instante antes de responder. Su frente calva, sus ojos de fuego hundidos, sus sienes surcadas, sus labios delgados, amorata-dos, le daban semejanza con los San Jerónimos de Ribera. Y en efecto, el padre Mauro estaba casi en olor de santidad.
-Me pide su paternidad cosa en que yo no podría obedecer si la madre Soledad no me hubiese rogado que, para edificación de todos, revelase este misterio. Lo que voy a decir es lo mismo que ella diría, caso de estar viva y de mandársele por obediencia que hablase. Por mi parte, nada tengo que añadir a sus palabras. No atestiguo: refiero.
Sepa, pues, su paternidad, que esta monja fue muy desgraciada en el siglo. Y todavía a su desgracia superó su humillación y vergüenza. Era una doncella muy noble; su padre, viudo, se había vuelto a casar, y la trataba con despego, dureza y mofa. Su madrastra la obligaba a servirle de criada, a calzarla, a recoger la basura, a fregar los suelos. Su hermano, el que debiera defenderla y ampararla, la quiso entregar a un rico libertino y viejo que la rondaba, y bueno fue que algún ángel protegiese su pureza; y por remate, un hidalgo de quien honestamente se enamoró, la sacó de su casa con engaño, y como ella no accedía a sus malos propósitos, la hizo presenciar sus solaces con otra mujer, y después la echó a la calle, de noche, riéndose de sus lágrimas. Entonces el demonio se le metió en el alma a Soledad, inspirándola una sed de venganza tan rabiosa, que entró en la tienda de un armero y compró un puñal, con resolución de darles por los pechos a su madrastra, a su padre, a su hermano, a su amante, a cuantos la habían ultrajado y afrentado inicuamente. Se escondió en la alcoba de su padre, y, al verle dormido, alzó el puñal. Un dolor agudo en el corazón le dejó paralizado el brazo; el arma cayó a sus pies. Entonces echó a correr y no paró hasta la puerta de esta santa casa, donde por caridad le admitieron. Hizo una excelente monja; pero es el caso que, mientras por fuera practicaba la humildad, interiormente sus afanes de venganza persistían, su alma seguía apuñalando. Día y noche deseaba a los que la habían burlado toda clase de males, la muerte, y, ¡cosa horrible!, la muerte en pecado, sin tiempo a arrepentirse. Decíame no poder vencer tales deseos y gozar en ellos con delectación infinita. A fuerza de exhortarla, a fuerza de luchar, un día me declaró que ya sentía impulsos de perdonar a su padre. Al día siguiente, una cuenta del rosario era de coral, y la madre Soledad gimió: «Es una gota de mi sangre; la he sentido subir y caer de la boca...». Poco a poco, con tremenda batalla, fue perdonando, perdonando... Sólo al que tanto amó en el siglo no acertaba a perdonarle nunca; no había medio de arrancar de su espíritu el odio. «Haré penitencia -me decía, me azotaré..., pero eso de perdonar a aquel infame...». «No -contestaba yo siempre. Dios no te pide que te abras las carnes; te manda que abras el corazón a la misericordia.» La mañana del día de su fallecimiento me llamó, y entre fatigas me dijo: «Le he perdonado, y del esfuerzo de perdonarle, me muero.» Entonces vi que el rosario era de coral todo.
-¿Y qué piensa del caso vuestra paternidad? -interrogó el capuchino.
-De casos como éstos, no pienso nada; me postro. Si hubo superchería en la madre Soledad..., allá ella y Dios. He cumplido su voluntad. He contado lo que he visto.

«Blanco y negro», núm. 872, 1908

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El rompecabezas

El niño es una de esas criaturas delicadas y precozmente listas, que se crían en las grandes poblaciones, privadas de aire, de luz, de ejercicio, de alimento sólido y sano, víctimas de las estrecheces de la clase media, más menesterosa a veces que el pueblo. Siempre limpito, con su pelo bien alisado, formal, dócil y reprimido naturalmente, Eloy no da en la casa quebraderos de cabeza. Verdad que si los diese, ¿cómo se las arreglaría para meterle en costura su infeliz madre, viuda sola y atacada de un padecimiento crónico al corazón? Precisamente la verdadera causa del buen porte y conducta de Eloy es esa vehemente y temprana sensibilidad que suele despertar en las criaturas el temor de hacer sufrir a un ser muy amado, de entristecer unos ojos maternales, de agravar una pena que adivinan sin poder medir su profundidad.
Eloy estudiaba las lecciones al dedillo, porque su madre sonreía con descolorida sonrisa cuando le oía recitarlas de memoria; Eloy cuidaba mucho la ropa y el calzado, porque se daba cuenta de que su madre no tenía para comprar y reponer lo manchado o roto; Eloy se recogía a casa al salir de la escuela, en vez de quedarse pilleando y haciendo demoniuras con sus compañeros, porque su madre se alegraba al verle volver, y el chiquillo, con la intuición del corazoncito cariñoso, olfateaba que la melancolía de mamá se aliviaba con su presencia, y que al enviarle a aprender, separándose de él por largas horas, realizaba un sacrificio.
Recordaba Eloy, sin embargo, confusa y minuciosamente a la vez, como recuerdan los niños, tiempos recientes en que su madre no se quejaba, en que vivía gozosa. Es cierto que entonces un hombre joven, brioso, animado, de pisar fuerte y negros bigotes, vivía en la casa. ¡El papá! Eloy asociaba su memoria a la de cabalgatas en las rodillas o sobre la punta del pie, violentos besos en los carrillos, un simpático olor a cigarro fino, risas y juegos y humoradas como de otro muchacho... Después..., el papá desaparecía, y la mamá tenía a toda hora los párpados hinchados y rojos. La casa se volvía callada y tristona, y Eloy sentía escrúpulos, recelos de jugar o de pedir alto la merienda, porque le parecía estar dentro de una iglesia oscura o de un sepulcro. Los conocidos que encontraba le hablaban en tono compasivo al preguntarle «si había noticias de papá, que estaba en la guerra». ¡En guerra! Por el acento con que madre y los amigos modulaban la frase, comprendía Eloy que la guerra era una cosa muy terrible, atroz, malísima. ¿Quizá en la guerra papá se podía morir? ¡Ah, vaya si podía! Como que una tarde, al volver de la escuela, Eloy encontró a su madre con un síncope, a la criada hipando, a las vecinas del segundo que se lo llevaron y le atracaron a golosinas «para que no se impresionase, pobre pequeño»... Y al otro día, mamá le reclamó, le abrazó silenciosa, sin verter una lágrima, y le vistió de negro: traje entero, desde las medias hasta la boina. El muchacho no sabía definir, no acertaría a explicar en qué consistía la muerte; pero estaba seguro de que era algo espantoso, y que ese algo les impediría ya para siempre vivir contentos. Lloró a escondidas por no afligir más a su madre, y rezó las oraciones que sabía, muchas veces, «por el alma de papá». Desde entonces empezó a empollar firme las lecciones, a no hacer nada malo, a doblar la chaquetita antes de acostarse, a volver «al reloj» de la escuela, con los libros atados bajo el brazo. El alma de papá de seguro aprobaba tal proceder.
Sin embargo, el chico más juicioso es chico al fin, y Eloy, como oyese en los primeros días del año las conjeturas de sus compañeros acerca de lo que le traerían los Reyes, y los proyectos de zapatos colocados en la ventana o la chimenea, no pudo menos de dar suelta a la imaginación. También él deseaba que los Reyes le trajesen algo... ¿Por qué no se lo habían de traer, señores? ¿No había sido bueno el año enterito? Si pusiese su zapato en el alféizar de la ventana, ¿era justo que el zapato amaneciese vano como avellana vieja?
Afortunadamente, la misma idea de la equidad se había abierto camino en el espíritu de la madre de Eloy. Ella, que jamás salía, que se ponía a morir en las escaleras, se echó a la calle la tarde del 5, envuelta en su modesto coleto de paño pasado de moda, y se detuvo en la tienda de juguetes. Cuando volvió a casa llevaba escondida una cajita plana de cartón. La escasez, al imponer el cálculo, destruye muchos gérmenes de poesía. ¡Qué no hubiese dado aquella madre por traer a su niño el fogoso caballo mecánico, la reluciente bicicleta, el caprichoso cinematógrafo, la locomotiva de vapor con ténder y vagón, raíles verdaderos y caldera de cobre! Pero, ¡ay!, eran caprichos de media onza, diez duros, quince, y el bolsillo se encogía aterrado... No, no; convenía que el regalo de los Santos Reyes magos, sabios y doctos, no fuese una inutilidad, sino que coadyuvase a la instrucción del niño... Y la madre adquirió, por módico precio, un rompecabezas geográfico, nada menos que el mapa de España... Así, Eloy, jugando, aprendería mejor lo que ya había dado pruebas de no ignorar, pues en Geografía llevaba el número uno.
Levantándose a medianoche, dejó el huérfano su zapato entre la fría ceniza de la chimenea del gabinete, la única de la casa, encendida rarísima vez. Por la mañana, saltó de la cama, descalzo y tiritando, a ver si los Reyes... ¡Sorpresa inolvidable! Sus majestades se habían dignado venir: allí estaba la dádiva, el obsequio... ¿Qué encerrará aquella cajita chata, tan mona, con sus filetes dorados?... Eloy la cogió afanoso, se volvió a la cama blanda y tibia, y allí, con los brazos fuera y el tronco bien abrigado, desató la cinta y miró... ¡Anda, corcho! Los Reyes le habían traído un mapa... ¡Cómo les constaba el comportamiento de Eloy, su costumbre de «sabér-selas»!... ¡De todos modos, un mapa! ¡Pch!... ¿No valía más un aristón o una linterna mágica igual a la de Pepito Ponzano, que siempre la estaba refregando por las narices a los otros?... Empezó Eloy a reconciliarse con los Reyes al averiguar que el mapita era de pedazos, y se desbarataba y volvía a arreglarse... Y ya levantado, tomó el café caliente. Mientras mamá se preparaba para ir a misa, Eloy se divirtió, armó y desarmó el país, barajó a España cien veces, revolviendo a Zaragoza con Valladolid y a Salamanca con Vigo...
De pronto, meditabundo, interrumpió su tarea e interrogó, inquieto, a su madre:
-Mamá, te han engañado... El juguete está incompleto. Falta aquí mucha España. No encuentro la isla de Cuba. Ni a Puerto Rico... ¡Falta España!
Arrasáronse los ojos de la madre, y se quedó parada, con el velito a medio prender. Por último, encogiéndose de hombros:
-¡Esas tierras están tan lejos! -dijo. Y ya no son de España, mira... Acierta el rompecabezas, porque... ya no son. ¡Allí murió tu padre...!
Eloy calló: una tristeza mayor que las habituales, desmedida, que no cabía en el alma de un niño, pesó un instante sobre su pensamiento. Y con ademán expresivo, apartó, rechazó el regalo de los Reyes.

«Blanco y Negro», núm. 401, 1899.


1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El rizo del nazareno

A la hora en que él cruzó el pórtico del templo lucían las estrellas con vivo centellear en el profundo azul, saturaba la primavera de trépidos y aromosos efluvios el ambiente, hallábanse las calles concurridas, rebosando animación, y los transeúntes cuchicheaban a media voz, fluctuando entre el recogimiento de las recientes plegarias y la expansión bulliciosa provocada por aquella blanda y halagüeña temperatura de abril. Eran casi las once de la noche del Jueves Santo.
Entróse a buen paso mi héroe por la iglesia, en cuya nave se espesaba la atmósfera, impregnada de partículas de cera e incienso. En el altar mayor ardían aún todas las luces del monumento, simétricamente dispuestas, alternando con vasos henchidos de gayas y pomposas flores de papel con ramos de hojarasca de plata, y allá arriba azulados bullones de tul formaban un dosel de nubes, de trecho en trecho cogido por angelitos vivarachos y de rosada carnación, con blancas alas en los hombros, alas impacientes y cortas, que parecían, entre el trémulo chisporroteo de los cirios, estremecerse preludiando el vuelo. Todo el gran frente del altar irradiaba y esplendía como una gloria, envuelto en áureo y caliente vapor, y animado por la continua y parpadeante vibración de las candelas, y las notas de fuerte colorido de los contrahechos ramilletes.
Él avanzó hacia el luminoso foco, atraído por dos negras figuras femeniles -esbeltas a despecho del largo manto que las recataba- que de hinojos ante el presbiterio sobresalían, destacándose encima de aquel fondo de lumbre; mas en el propio instante las figuras se irguieron, hicieron profunda reverencia al altar, signáronse, y rápidas tomaron hacia la puertecilla de la sacristía, que a la derecha bostezaba, abriéndose como una boca oscura. Echó él inmediatamente tras las figuras, sin cuidarse de dar muestra alguna de respeto cuando pasó frente al Sagrario. Colóse por la misma boca que se había tragado a sus perseguidas y se halló en la sacristía mal alumbrada por mezquino cabo de vela, que iba consumiéndose en una palmatoria puesta sobre la antigua cómoda de nogal, almacén de las vestiduras sacras. En aquel recinto semitenebroso no estaban las damas ya.
Empujó la puerta de salida de la sacristía, que daba a lóbrega y retirada callejuela, y con ojos perspicaces escrutó las sombras, sin que en la angostura del solitario pasadizo viese ondear ningún traje, ni recortarse silueta alguna. Era evidente que se había perdido la pista de la res. Las fugitivas tapadas llegando a las calles principales, confundiéronse, sin duda, entre el gentío. Tras un minuto de indecisión, mi protagonista, a quien me place llamar Diego, encogióse levemente de hombros, y desanduvo lo andado, pero con menos prisa ya, no sin que otorgase una mirada al lugar y objetos circunstantes. Vio las borrosas pinturas pendientes en los muros, el lavabo de cantería con su grifo, los ornatos dispersos aún sobre los bufetes, las crespas pellices que tendían sus brazos blancos, el haz de cirios nuevos abandonado en un rincón, los cajoncitos entreabiertos dejando asomar una punta de cíngulo, todo el caprichoso desorden de la sacristía a última hora. Lentamente penetró de nuevo en la desierta iglesia, y al encararse con el altar, dobló el cuerpo en mecánica cortesía, sin que ningún murmullo de rezo exhalasen sus labios, y alzando la vista al monumento, paróse a contemplar sus refulgentes líneas de luz. Llegaban éstas ya al término de su vida; un hombre vuelto de espaldas a Diego, y encaramado en una escalerilla de mano, las mataba una a una, con ayuda de una luenga y flexible caña, y no transcurría un segundo sin que alguna de aquellas flamígeras pupilas se cerrase. Iban sumergiéndose en golfos de sombra los frescos angelotes, los follajes de oropel y briche, las bermejas rosas artificiales de los tiestos, las estrellas de talco sembradas por el fantástico pabellón de nubes. Buen rato se entretuvo Diego en ver apagarse las efímeras constelaciones del firmamento del altar, y cuando sólo quedaron diez o doce astros luciendo en él, dio media vuelta, propuesto a abandonar el templo. Mas en mitad de la nave mudó instintivamente de rumbo, dirigiéndose a una de las dos capillas que hacían de brazos de la latina cruz que el plano de la iglesia dibujaba. Era la capilla de la izquierda, fronteriza a aquella en cuyos muros encajaba la puerta de la sacristía.
Cerraba la capilla de la izquierda labrada verja de hierro, abierta a la sazón, y en el fondo, delante del retablo lúgubremente cubierto de arriba abajo con paños de luto, descollaban expuestas en sus andas las imágenes que al día siguiente recorrerían las calles de la ciudad formando la dramática procesión de los «Pasos». Fijó Diego la vista en ellas con sumo interés, recordando, mediante una de las fugaces, pero vivísimas reminiscencias que impensadamente suelen retrotraernos a plena niñez, el pueril gozo con que en días muy lejanos ya, más lejanos aún en el espíritu que en el tiempo, trayéndole su madre al propio sitio, y elevándole en sus brazos, besaba él devotamente la orla bordada de la túnica de aquel mismo Nazareno. Absorto en tales remembranzas, consideraba Diego el aspecto de la capilla. Artista y observador, parecíale mirar y comprender ahora las imágenes de muy otro modo que lo hiciera allá en los albores de su infancia. Entonces eran para él símbolos del Cielo, invocado en sus cándidas oraciones; habitantes de una comarca felicísima, hacia la cual él deseaba remontarse por un impulso de las alas de querubín que en su espalda prendía la inocencia. Hoy le inspiraba igual curiosidad que un objeto cualquiera de arte. Advertía sus detalles mínimos, las desmenuzaba, las profanaba mentalmente tasándolas en su precio neto, según la destreza del escultor que las labrara o los conocimientos en indumentaria de la costurera que cortó y dispuso los trajes. Sonrióse al distinguir en la túnica del Nazareno unas franjas de ornamentación de gusto renacientes, y al notar que la soldadesca de Pilatos vestía, de medio cuerpo abajo, a la usanza española del siglo XVI, mientras Berenice, la tradicional «Verónica», lucía brial de joyante seda al estilo medieval. Anacronismos que entretuvieron a Diego no poco, dándole ocasión de reconstruir en su mente, una por una, las impresiones de la edad en que acudía a visitar la capilla con erudición más corta y alma más sencilla y amante. En aquel punto y hora se encontraba Diego en la iglesia merced al más irreverente de cuantos azares existen: el azar de seguir los pasos a una bella mujer, largo tiempo rondada sin fruto, y cuyo desdén hizo de martillo que arrancase chispas al indiferente y helado corazón de Diego, bastando a empeñarle con ardiente ahínco en la demanda. De seguro que a no haber visto dirigirse a la gentil dama con su más familiar amiga -ambas rebozadas en tupidos velos- camino de la iglesia, donde se rezan las estaciones en aquella noche solemne; a no pensar que la hora, el tropel de gente arremolinada en el pórtico, brindaban ocasión favorable de poner con disimulo rendido billete en unas manos quizá en secreto ansiosas de recibirlo..., no se anduviera él en tal razón en la capilla, sino en su casa, leyendo a la clara luz del quinqué los diarios, o respirando en el balcón la regalada brisa nocturna.
Mas como quiera que fuese, es lo cierto que había venido a dar a la capilla, y con la oleada de recuerdos infantiles olvidárase ya del galanteo, concentrando su atención toda en las imágenes que suavemente le conducían a los linderos del pasado. Parecíale tomar otra vez posesión de comarcas de antiguo perdidas, y con ellas recobrar la sencillez de su pericia venturosa. Allí estaba el San Juan, el amado discípulo, de rostro lindo y femenil, con su túnica verde, su manto rojo y sus bucles castaños, que caen como lluvia de flores en derredor de las impúberes mejillas y de la ebúrnea garganta. Allí, la Virgen Madre, pálida y orlados los ojos del dolor, tendidos los brazos, cruzadas con angustia las manos, arrastrando luengos lutos, trucidado por siete puñales el pecho. Allí, la «Verónica», pía, de arrogante hermosura, cubierta de galas y preseas, recamado de oro el rico velo de blanquísimo tisú, turbado el semblante con lástima infinita, presentando el limpio pañuelo que ha de enjugar el sudor de la sacrosanta Faz. Allí, los verdugos -que en otro tiempo hacían a Diego temblar de horror, los sayones, de torvas cataduras y velludas fisonomías, de chatas frentes y cuerpos color de ocre, ostentando en la cabeza duro capacete o aplastado turbante, desnudo el torso, señalando con violentas actitudes la recia musculatura de sus fornidos brazos, tirando de las sogas o apretando, amenazadores, los iracundos puños. Allí, por último, el Nazareno, agobiado con el peso de su túnica de terciopelo oscuro, cuajada de palmas y cenefas de oro y sujeta por grueso cordón de anchos borlones, macilento y cadavérico rostro, apenas visible entre los flotantes rizos de la cabellera y las espirales de la ondeada barba virgen; el Nazareno, triste, de penetrantes ojos y cárdenos labios, de frente donde se hincan los abrojos de la corona, arrancando denegridas gotas de sangre. ¡Caso peregrino de verdad! Conocía Diego al dedillo las reglas de la estética y las teorías artísticas; sabía de sobra que el arte condena, severo, las imágenes llamadas «de vestir», sancionando las de bulto, donde el cincel puede revelar la armonía de las formas bajo el plegado de los paños. Y, no obstante, nunca maravillosa estatua, labrada en puro mármol pentélico por el artista más insigne de la antigua Grecia, le causara la honda impresión que aquella imagen ataviada por la ignorante piedad, sin tomar en cuenta los preceptos del arte ni las investigaciones arqueológicas. Tal era la fuerza y viveza de sus sentimientos ante la efigie, que creía notar en los labios el contacto de la rígida orla de la túnica; y, movido de curiosidad, deseando probar si algo del hombre de antaño sobrevivía en el de hogaño, miró alrededor, no fuera que estuviese oculto en los rincones de la capilla alguien que pudiese soltar la carcajada; y a falta de otro público, rióse él mismo al poner la boca en la fimbria del traje del Divino Nazareno. Alzóse, y a manera de disculpa, se alegó a sí propio que también los que en edad varonil vuelven al jardín donde, infantes, jugaron, gustan de esconderse en los bosquecillos como solían, por renovar el recuerdo de las alegres horas de ayer.
Hecho este soliloquio, resolvió Diego dejar definitivamente la capilla y la iglesia, que así lo pedía lo avanzado de la hora. Consagró la postrer mirada a las imágenes, cuyas vestiduras, al reflejo de la lámpara colgada de la techumbre y a la flava luz de dos altos blandones fijos en las andas, destellaban oro y colores, y, sin hacer genuflexión ni acatamiento alguno, pasó la verja. Estaba el templo del todo sombrío: en el monumento, negro y mudo ya, ni aun oscilaba el rojizo tufo de los pabilos recién apagados; apenas combatía las tinieblas de la nave el vago fulgor de los hachones de la capilla. Diego fue derechamente a una de las puertas que salían al vestíbulo del pórtico, empujóla con suavidad primero y fuerte después, y no sin gran sorpresa advirtió que resistían las hojas; la puerta estaba cerrada. Acudió Diego a la otra, y con mano impaciente buscó el pestillo; clausura completa. Palpó, nervioso y trémulo requiriendo la llave, que de fijo descansaría en la faltriquera del sacristán, puesto que estaba ausente de la cerradura. Entonces atravesó Diego apresuradamente la nave, y, llegándose a la puerta de la sacristía, probó a abrirla a tientas; empresa no menos vana que las anteriores. Herméticamente cerradas se encontraban todas las salidas del templo.
Hizo el mancebo ademanes de despecho y enfado. Su situación era clara: preso toda la noche en la iglesia. Mientras se embebecía en la contemplación de las imágenes, el sacristán, menos soñador y distraído, se recogía a saborear la colación en familia, cerrando bien antes. Diego torció y mordió con enojo su mostacho y meneó la cabeza, como diciendo: «Vamos a ver: ¿Y qué hago yo ahora?» Meditó varios expedientes, y ninguno tuvo por aplicable. Podría acaso, con sus vigorosos puños, forzar las cerraduras de las endebles puertas interiores; pero le detendría la fortísima exterior del pórtico, o la no menos resistente, aunque más baja, de la sacristía por la parte de la calle. ¿Y qué escándalo no iba a causar en la ciudad al verle a él, pacífico ciudadano, forzando puertas de templos, ni más ni menos que un burlador de capa y espada? Ocurriósele también gritar; acaso el sacristán, atareado aún en la sacristía, le oyese; pero inexplicable recelo embargó su voz, temiendo verla apagarse sin eco en la alta bóveda; además, algo pueril había en los gritos, que repugnaba a Diego. En estas imaginaciones transcurrieron diez minutos de angustia penosa; pero al cabo acudió la reflexión. Si el verse obligado a pernoctar en una iglesia no es recreativa aventura, tampoco grave mal ni terrible desdicha. Seguramente no se divertiría mucho Diego en la mansión sagrada; mas, en cambio, podría dormir a sus anchas, sin temor de que ningún importuno viniese a interrumpirle. Tratábase no más que de una noche, y mitad de ella era ya por filo, según anunció el reloj de la torre sonando doce lentas campanadas. Faltaban para la aurora, en aquella estación del año, cinco horas apenas, que bien podían dormirse en un banco, por duro que fuese. Antes de la del alba vendría el sacristán a franquear las puertas, a disponerlo todo para los divinos oficios, y entonces cátate a Diego libre y volando a su casa, a tenderse entre sábanas delgadas y limpias, a dormir hasta las once y a levantarse después para vez cómo sentaba la negra mantilla de fondo al talle de su perseguida beldad. Todo este raciocinio hilvanó el magín de Diego en un abrir y cerrar de ojos. Y pararon sus cálculos en resignarse y acogerse, atraído por las luces, a la capilla del Nazareno.
Ardían más amarillentos que nunca los cirios, soltando goterones de cera derretida, que a veces caían, y con rebote sordo se aplastaban en los palos de las andas de las imágenes. Reinaba, visible y palpable casi, el silencio. Diego se sentó en un banco, recostando la cabeza en la rinconada que formaba la saliente de un confesonario, y el crujido del duro asiento, al recibir el peso de su cuerpo, le sonó extrañamente. Trató de dormir, pero no acertaba a cerrar los ojos y recogerse para conciliar el sueño. Estorbábale mucho la absoluta tranquilidad del recinto, tranquilidad que agigantaba hasta el chisporroteo de los blandones. Aquella callada atmósfera estaba llena de cosas inexplicables e incomprensibles, que Diego percibía sin embargo. Quejas ahogadas, silabeo de oraciones en voz baja, grave salmodia de responsos, abrasadores lágrimas de arrepentimiento, sofocados suspiros flotaban en el ambiente como seres incorpóreos, como moléculas del incienso evaporado en el aire, como átomos de mirra quemada ante el ara; dijérase que las almas de cuantos allí imploraron del Cielo paz o perdón se habían quedado cautivas en el círculo de los altos muros de la capilla. Diego se dio a creer que menos le turbarían acaso los siniestros rumores de derruido templo ojival donde mugiese el viento, silbase el cárabo y la corneja graznase, que el perfecto reposo de aquella iglesia moderna; y la aprensión más singular de cuantas le asaltaban, la más rara idea sugerida por el misterioso silencio, era la de figurarse que no se hallaba «solo». Por mucho que combatiese tan ridícula suposición, no podía arrancarse de la mente el pensamiento de que allí había alguien, o, mejor dicho, mucha gente, muchos ojos que le miraban atentos, muchos cuerpos vueltos hacia él. Sacudió la cabeza, pasóse repetidas veces la mano por la frente, que comenzaba a arder; reclinóse de nuevo en el ángulo y probó a dormirse. Pero no es dado gozar el bálsamo del sueño a quien más lo solicita; antes suele huirnos cuando lo invocamos para aplacar la excesiva tensión de nuestros nervios y las tempestades de nuestro espíritu. Cerrados los párpados, no se disipó la indefinible zozobra de Diego. Parecíale oír tenues oscilaciones del aire, pisadas muy quedas, vagos murmullos, balbuceos trémulos, chasquidos leves, suave crujir de ricas estrofas, ráfagas de viento empujadas por manos que se tendían para acariciarle o cortadas por armas que descendían para herirle. No pudo sufrir más; mal de su grado se le despegaban los párpados violentamente retraídos por sus músculos tensores. Miró.
Las imágenes se erguían, inmóviles, en las andas; los ciriales alumbraban en paz. Diego respiró ampliamente, increpándose a sí mismo. No se reirían poco mañana sus compañeros de mesa de café si cometiese la simpleza de contarles cuán extrañas sinfonías entonan a las altas horas de la noche las capillas desiertas.
Tranquilo ya, recorrió otra vez con la vista las efigies todas, y, cautivado, detúvose en la del Nazareno. Era ésta la que más próxima tenía; veíala de frente, y de costado a las demás. Consideró primero el traje y después el macilento rostro. Y volvió a notar lo convencional del criterio estético, observando el efecto sorprendente de realidad de los ojos de la imagen, que eran de cristal, ni más ni menos que los de los animales disecados. Fuese que la luz de las velas se quebrara en ellos de modo especial, fuese que la densa sombra de la abundosa cabellera les prestase reflejos de agua profunda, el caso es que los ojos tan pronto despedían centellas como semejaban a Diego velados por turbia cortina de llanto. Hasta llegó un instante en que de los lagrimales a las flacas mejillas creyó Diego, asombrado, deslizarse unas gotas, que, al llegar a la negra barba, se quedaron frescas y relucientes como el rocío en la tela de araña campesina. Sintió impulsos de levantarse y contemplar de cerca el prodigio; mas al punto se calificó de necio rematado si tal hiciese. No creía en lo sobrenatural, y mejor que admitir que llorase un Nazareno de madera tuviérase a sí propio por demente y visionario. Sus ojos, deslumbrados por los hachones, y no los de vidrio de la imagen, eran causa del fenómeno. No obstante, mágica fascinación prendía sus pupilas a aquellas otras pupilas llorosas y mansas. Una especie de estremecimiento magnético le hizo temblar de frío, y quiso dirigir la visual a otra parte; imposible: los ojos del Nazareno no buscaban con empeño tal, preguntaban tan imperiosamente, que era fuerza contestarles. ¡Por vida de Diego! Lo que procedía era irse derechito a la efigie, mirarla de cerca, tocar su rostro de palo, sus ojos de cristal, y reírse después. Sí: esto era lo sensato, lo cuerdo, lo que cualquier hombre que tenga cabales sus potencias opina a las doce del día, después de almorzar y fumando un cigarro. Pero a igual hora de la noche, sin haber cenado, cautivo en una iglesia solitaria, en compañía de un Nazareno al que alumbran cirios, es verosímil que el mismo hombre hiciese lo que Diego; levantarse con ademán brusco, pasar ante el Nazareno, clavada la vista en tierra, por librarse del imán de sus ojos, y refugiarse en el interior del confesonario, cuyas paredes, de madera, caladas en un pequeño espacio por menudilla rejilla, se interpusieron entre él y las imágenes, procurándole una especie de alcoba, dura y estrecha, sí, pero al cabo retirada.
Mas ni por sepultarse en tal escondite cesó Diego de tiritar y sentir zumbidos en las sienes, y dolorosa percepción del curso de la sangre por las venas de su cerebro. A través de la apretada rejilla, parecíale que los trágicos personajes del poema de la Pasión no estaban ya en sus andas, sino en el suelo muy cerca de él, tocando con las murallas de leño de su guarida. Oía choque de corazas y espadas, sonar de cuentos de lanza sobre baldosas, pasos trabajosos y desiguales, sordas imprecaciones, blasfemias cínicas, sollozos desgarradores arrancados de mujeriles pechos. Y también llególe el son de roncas trompetas y destemplados tambores, y, de tiempo en tiempo, el choque mate de un objeto pesado contra la tierra. Parecía como si cantasen un coro a telón corrido; pero con tal maestría, que cada voz se destacaba aisladamente entre las demás sin romper el concierto. Diego se apretaba la cabeza y tapábase los oídos con las manos; mas de pronto, las tablas del confesonario cesaron de interponerse entre su vista y el espectáculo que adivinaba: el telón subió y apareció la escena.
No estaba Diego ya en la capilla, ni le alumbraban los pálidos blandones, sino que se encontraba en un camino que, naciendo en las puertas de torreada ciudad, faldeaba un montecillo, trepando por él hasta empinarse a la cumbre. Hirviente multitud ondulaba en el sendero como flexible sierpe que colea; el sol, inflamado, rutilante en su cénit, pero de luz turbia y lívida, iluminaba, sin regocijarlo, el paisaje. Sus reflejos arrancaban vislumbres como de fuego y sangre a las armaduras, a los yelmos, a los hierros de lanza, a las águilas posadas en los pendones de la centuria de romanos jinetes que, indiferentes y marciales, arrendando sus briosos potros, daban escolta al cortejo. A ambos lados de la senda se enracimaban gentes del pueblo, mujeres y niños los más que, llorando y plañendo, maltratados a veces por la cohorte, se unían al grupo central de la lúgubre procesión. Formaban este grupo los hoscos sayones, los siniestros y grotescos verdugos, que bullían en torno de un hombre vestido con túnica nazarena.
Aquel hombre, cuyo rostro apenas se distinguía entre los copiosos y enmarañados bucles de su cabellera oscura, manchada de polvo y sangre, llevaba ceñida corona de espinas punzantes; sustentaba en sus hombros el árbol de enorme y pesada cruz, y sus pies descalzos y llagados pisaban dolorosamente los guijarros del camino. Apurábanle los sayones porque apretase el paso y llegase más presto al lugar del suplicio; cuál le descargaba fuerte puñada en los lomos; cuál le sacudía tremendo bofetón en la faz o le tiraba despiadadamente de los mechones del cabello. Diego miró con horror a los sicarios, y se lanzó hacia el grupo, deseoso de socorrer a la víctima; pero al alzar la mano para abrirse paso y apartarlos, halló que rodeaba su muñeca gruesa soga, pasada al cuello del reo. Entonces convirtió la vista a sí propio, y advirtió con espanto que tenía la propia semejanza y figura de uno de aquellos feroces jayanes. Desnudos llevaba como ellos pecho y espalda; sujeto a la cintura, breve faldellín; pendiente del cinto de cuero, una bolsa con martillo, tenaza y provisión de férreos clavos. Quiso entonces desasirse de la cuerda maldita; tiró y logró solamente lastimar los lacerados hombros del reo que exhaló suave quejido. Siguió su marcha la comitiva, y Diego, confundido con ella, mecánicamente, como paja a quien arrastran las ondas del mar. Andados algunos pasos, los pies de la víctima tropezaron con una cortante piedra y desplomóse sobre las rodillas, abrumado por la cruz. Intentó Diego ayudarle a incorporarse; mas la soga volvió a rozar el herido cuello, y el reo a gemir.
Haciéndose cada vez más agria la cuesta, más grave el peso, aún vaciló y cayó, pero se sostuvo en las palmas de las manos; y entonces, como echase atrás la cabeza, apartáronse los descompuestos bucles y quedó patente el rostro maltratado y escupido, los dulces labios marchitos como pisoteada flor, la bella barba horquillada y rizosa, la cándida frente claveteada de espinas, los serenos abismos de los ojos, que con ternura y paz miraban en torno de sí. Diego sintió como si le traspasase el corazón agudo y penetrante dardo, y las entrañas se le conmovieron y derritieron de pena. «Álzate, sigue», vociferaban los verdugos en una lengua extraña, que Diego entendía, sin embargo; y se precipitaron sobre el Nazareno, para levantarle de grado o por fuerza. Cogido Diego en el vórtice del viviente remolino, extendió también los brazos y asió los del reo a tientas, según pudo entre la confusión; oyóse un clamor de agonía, contestaron a él las hijas de Jerusalén con histérico llanto, y Diego vio que las sienes de Jesús chorreaban sangre, y sintió en sus dedos un contacto blando, elástico, acariciador; enroscábase a ellos un rizo, arrancado de la frente del Nazareno.
..............................
Despertóse Diego en su lecho, rodeado de solícitos amigos, que le velaban y cuidaban desde que le encontraron sin sentido y sin pulso sobre el frío pavimento de la capilla, delante de las andas.
Ya tornaba a la vida y había en sus mejillas color, en sus pupilas luz e inteligencia. Recobrándose poco a poco, incorporado sobre la almohada, fue recogiendo lentamente los sueltos cabos de sus recuerdos y reconstruyendo lo pasado en su mente. Ensanchó el pecho, respirando con desahogo, y murmuró:
-¡Qué pesadilla!
Mas en el instante mismo hubo de advertir algo delicado y sedoso, como piel de mujer, como suave pétalo de flor, que tocaba con la yema del pulgar y envolvía su dedo índice. Sus ojos quedaron fijos y dilatados, abierta su boca y paralizada su lengua. Aquella fina sortija era el rizo.

«La Revista de España», tomo LXVII, 1880

Cuento de marineda


1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El rival

-La única mujer que me ha trastor­nado inspirándome algo espiritual, al­go dominador -dijo Tresmes, evocando uno de sus recuerdos de galanteador incorregible, ni era bonita, ni elegan­te, ni descendía del Cid... Por no ser nada, tengo para mí que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosa fué, o díga­se inexpugnable; y acaso sea ésa la verdadera razón de mi sinrazón, por­que, créanlo ustedes, estuve loco.
Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer, Marcela Fuentehonda... ¿No os acordáis? ¡Fué tan público aquello! Sí, Celita, mi pri­ma, a la sazón mi «doña Perpetua», (ya íbamos cansándonos de constancia, preciso es decirlo en elogio de los dos), un día en que nos aburríamos más de la cuenta y temblábamos ante la pers­pectiva de pasarnos la tarde entera po riendo bostezos de a cuarta entre un «paloma» y un «mía», me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a con­sultar a una adivina, somnámbula o qué sé yo, recién llegada de París. Di­cho y hecho: nos embutimos en un si­món-a esas cosas no se suele ir en coche propio-, llegamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico que re­cuerda la Inquisición, subimos una es­calera destartalada y entramos en una salita con muebles antiguos, de empali­decidido damasco carmesí...
-¿Y cómo es que una hechicera pa­risiense se había metido en tal tugu­rio?-preguntamos al vizconde.
-¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero para mayor misterio, consultaba en aquella casa, que desde tiempo inme­morial habitaban las brujas de Madrid. Sí, es una morada -lo averigüe enton­ces- donde nunca falta quien eche las cartas y practique los ritos quiromán­ticos.
Soltamos la carcajada, sin que Tres­mes uniese su risa a la nuestra, de un superficial escepticismo.
-Esperamos -continuó- cosa de me­dia hora, y la espera irritó la curiosi­dad. Sin embargo, tomamos la cosa co­mo travesura. Cuando nos hicieron pa­sar al gabinete, nos dábamos al codo. Aunque era día claro, las seis de la tarde en abril, las ventanas estaban cerradas herméticamente, y la habita­ción, revestida de paños negros, a alumbraban cirios en candeleros de pla­ta. Ante una mesita con tapete de ra­so negro vi sentada a la bruja. ¿Me permiten ustedes que la llame así? ¡Como que jamás he sabido su verda­dero nombre!
-Vaya por la bruja -respondimos burlones y condescendientes.
-La bruja, pues, era una mujer jo­ven, pálida, muy pálida, casi demacra­da, cuyos ojos, de un color de avellana amarillento, hervían en chispas de luz como la venturina al sol. Sus labios eran demasiado rojos; su pelo, lacio, negro, abundante, debía de pesarle. Vestía una bata grana y llevaba al cue llo un collar de amuletos egipcios...
-¡Estaría hecha una birria! -excla­mamos algunos, que habíamos deter­minado poner en solfa el cuento de Tresmes.
-Eso opinó Celita cuando salimos a la calle -repuso él; pero ¿qué sabe­mos lo que es «risible», lo que es «ri­dículo»? El convencionalismo social die­ta leyes; la pasión no las conoce...
Desde que puse los pies en el gabinete negro de la bruja me sentí, ¿cómo ex­plicarlo?, «fuera» de o«sobre» lo con­vencional. Mi prima Celita, intacha-ble­mente vestida, me produjo el efecto de una muñeca. Los ojos chispeantes de la bruja me habían sorbido el co­razón.
Sin levantarse, sin ofrecernos asien­to, nos preguntó cuál era el objeto de nuestra visita.
-Que nos diga usted la buenaventu­ra -gritó Celita, aturdidamente-. Mi hermano y yo (al decir «hermano» me miraba con malicia involuntaria) que­remos conocer el porvenir.
-Denme ustedes a un tiempo la ma­no -contestó la bruja; y reuniendo mi diestra abrasada y temblorosa con la de Celita, prenunció lentamente, sin mirarnos, con los ojos puestos en el te­cho: Hermanos, no. Enamorados, tam­poco. Parientes... y ligados por un lazo que ya se afloja.
Nos miramos con miedo. No cabía más amarga y completa lucidez. La bruja soltó mi mano, conservando asi­da la de Marcela; la extendió abrién­dole la palma y me hizo señas de que alumbrase con un cirio.
-¿Debo decir la verdad? -preguntó gravemente.
-Venga la verdad-tartamudeó Ce­litá, impresionada.
-Pues la línea de la vida, en usted, hace una rápida inflexión, ¡tan rápi­da...!
-¿Es... presagio... de muerte?
-Pudiera serlo... No lo afirmo así, en absoluto... Sólo... convendría que tuviese usted cuidado...
Celita quiso reír, pero su risa era for­zada y su cara estaba lívida.
-¿Y yo? -pregunté para distraerla, tendiendo a mi vez la mano. La bruja la tomó y sentí como una fuerte co­rrient.o eléctrica que atravesaba mi cuerpo.
-Usted... ¿A ver? Tenga la bondad de alumbrar, señora... ¡Oh! ¡Larga, muy larga existencia! Ni los excesos ni los placeres han conseguido atacar la vitalidad. A no ser por muerte violen­ta... La sangre que veo -continuó con una especie de extravío- es ajena. ¡Es­ta mano sabe dirigir la bala!
Tresmes calló un instante, preocupa­do; todos le imitamos, recordando su famoso desafío con Lamira, a quien ha­bía clavado una en mitad del co­razón.
-En fin -prosiguió después de un rato de silencio, salimos de allí, y aunque Celita declaraba haberse diver­tido muchísimo, en realidad íbamos los dos preocupados; ella, temblando ante la idea de la muerte; yo, sin poder ol­vidar el rostro descolorido y los ojos de venturina. Al otro día, a la misma hora, me fui solo a la calle de la Cruz Verde. Recibido por la bruja, no sé qué le dije; le confesé el atractivo que en mí ejercía, la fuerza psíquica que tenía sobre mí. Helada y serena, me señaló una silla, y emprendimos larga conver­sación entre el olor de iglesia de los en­cendidos cirios y el tétrico silencio de una habitación tan semejante a una cámara mortuoria.
Algo emanaba de aquella mujer que yo no había hallado en ninguna. Cono­cedor y experto en el género -creo que ustedes saben que no es jactancia-; coleccionista de impresiones femeniles; aficionado al amor como otros al ob­jeto de arte, encontraba allí «lo nuevo», y nada escasea en amor como la nove­dad. Si he de definir mis sentimientos por medio de una contradicción, diré que al lado de la bruja experimentaba lo que llamaré «frío ardiente». Todo en ella era glacial: su piel marmórea, li­sa, semejante a un témpano; su rostro impasible de sibila; su habla solemne; el mirar de sus ojos de ágata, transpa­rentes como un vino puro. No necesito decir que rompí con Celita ; fué un trueno silencioso, sencillamente; no volví a poner los pies en su casa. Pasa­ba las tardes en el gabinete negro, tra­tando de leer en el alma enigmática de mi bruja, ¡en su alma, lo único de que yo sentía inextinguible sed! Averigüe que no era francesa, sino dinamarque­sa; que no tenía familia, parientes ni allegados; que desde los quince años rodaba por el mundo, y que estaba casada, aunque no vivía con su marido.
-Mi esposo -díjome un día con or­gullo- es un príncipe de la más ilustre progenie; sus dominios son tan vastos, que jamás podrá medirlos; su poder no reconoce límites; ningún soberano compite con él. Como sabe que tantas mujeres le adoramos, nos hace poco caso, y nos es infiel sin cesar. Conmi­go sólo pasó un día -el de nuestras bo­das-, y desde ese día le idolatro. ¡Na­die borrará su recuerdo, nadie!
Al pronto me causó suma extrañeza la conseja del príncipe archimillonario y poderosísimo que deja a su mujer ganarse la vida diciendo la buenaven­tura, y declaro que creí que la bruja mentía por vanidad; pero después una idea hirió mi imaginación, y se me ocu­rrió que el tal príncipe... sólo podía ser... ¡Ea!, si se ríen, ustedes, me callo. Ese «personaje» no está de moda, y, sin embargo, ¡caramba, confiésenlo!, en él «nos movemos, vivimos y somos» todos los pecadores y epicúreos de la coronada villa y de cuantas villas exis­ten. La ocurrencia de que el esposo de la bruja era ni más ni menos que... el mismo «Diablo»; sí, ríanse cuanto quie­ran...; me empeñó más en su insen­sato amor, sin esperanza alguna. ¡Ri­val dé Lucifer! Eso no se ve todos los días. Al tocar la mano de la bruja, el hielo de su piel me encendía el alma. Llegué a creer lo que cuentan de la po­sesión diabólica...
-¿Y cómo acabó esa rara manía, vizconde? -insistimos.
-¡Ah! De un modo extraño tam­bién. Ya me dirán si me equivoco... Oigan ustedes. Andaba yo más embebe­cido que nunca en mi pasión del otro mundo, cuando, casualmente, al leer un periódico, me encuentro con la noticia de que Celita había muerto... Una im­prudencia a la salida de un baile; un enfriamiento... No sé qué enfermedad repentina... En fin: que aquel día la enterraban. Profundamente emociona­do al ver realizada la profecía de la si­bila resolví acudir al funeral; ¡no po­día hacer menos! Al entrar en una iglesia, por primera vez después de mu­chos años, creí divisar a la bruja en la puerta, abriendo sus brazos blancos y sin calor para estorbarme el paso. Ins­tintivamente -¡hábitos de la niñez!- ­me persigné, murmurando restos de una oración casi borrada de mi memo­ria. Entonces desapareció la figura de mujer y pensé ver el ataúd de Celita cubierto de paños negros y oí con te­rror, ¿a qué negarlo?, los rezos de di­funtos... Me prosterné de rodillas, he­cho un doctrino. ¡Pobre Celita! Hubie­se jurado que su voz, llorosa y débil, pronunciaba mi nombre... Se me hume­decieron los ojos..., y fué como si me arrancasen del pecho una raíz muy larga, de planta venenosa; ¡se me bo­rró enteramente la imagen de la bru­ja! Ni volví a pasar por la calle de la Cruz Verde. ¡Cuando pienso que, ocho días antes, me había revolcado a sus pies, rogándole que se divorciase de mi rival y aceptase mi mano...!
Y Tresmes, sacudiendo la ceniza del cigarro, añadió:
-Ante el amor, más aún que ante la muerte, debemos reconocer que «no so­mos nadie»... Polvo y ceniza.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El revolver

En  un  acceso  de  confianza,  de  esos  que provoca  la  familiaridad  y  convivencia  de  los balnearios, la enferma del corazón me refirió su  mal,  con  todos  los  detalles  de  sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que  se  ve llegar la última hora... Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese  algo  más  allá  de  lo  físico  en  su  ruina.
Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas  de  carmín  por  la  mano  artística  del otoño, caían a tierra majestuosamente y qu-edaban  extendidas  cual  manos  cortadas,  le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero  de  todo,  la melancolía  del  tránsito de las cosas...
-Nada  es  nada  -me  contestó,  comprendiendo  instantánea-mente  que,  no  una  curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu-. Nada es nada..., a no ser que  nosotros  mismos  convirtamos  ese  nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.
El encendimiento enfermo de sus mejillas se  avivó,  y  entonces  me  di  cuenta  de  que habría  sido  muy  hermosa,  aunque  estu-viese su  hermosura  borrada  y  barrida,  lo  mismo que las tintas de un cuadro fino, al cual se le pasa  el  algodón  impregnado  de  alcohol.  Su pelo rubio y sedeño mostraba rastros de ceniza,  canas  precoces...  Sus  facciones  habíanse marchitado; la tez, sobre todo, revelaba esas alteraciones de la sangre que son envenenamientos  lentos,  descomposiciones  del  organismo. Los ojos, de un azul amante, con vetas negras, debieron de atraer en otro tiempo; pero ahora, los afeaba algo peor que los años: una especie de extravío, que por momentos les prestaba relucir de locura.
Callábamos; pero mi modo de contemplarla  decía  tan  expresiva-mente  mi  piedad,  que ella, suspirando por ensanchar un poco el siempre  oprimido  pecho,  se  decidió,  y  no  sin detenerse de vez en cuando a respirar y re-hacerse, me contó la extraña historia.
-Me casé muy enamorada... Mi marido era entrado en edad respecto a mí; frisaba en los cuarenta,  y  yo  solo  contaba  dieci-nueve.  Mi genio  era  alegre,  animadísimo;  conservaba carácter de chiquilla, y los momentos en que él no estaba en casa, los dedicaba a cantar, a tocar el piano, a charlar y reír con las amigas que venían a verme y que me envidiaban la felicidad, la boda lucida, el esposo apasionado y la brillante situación social.
Duró esto un año -el año delicioso de la luna de miel-. Al volver la primavera, el aniversario de nuestro casamiento, empecé a notar que el carácter de Reinaldo cambiaba. Su humor era sombrío muchas veces, y sin que yo adivinase el porqué, me hablaba duramente, tenía accesos de enojo. No tardé, sin embargo, en comprender el origen de su transformación:  en  Reinaldo  se  habían  desarrollado los  celos,  unos  celos  violentos,  irrazonados, sin objeto ni causa, y, por lo mismo, doblemente crueles y difíciles de curar.
Si  salíamos  juntos,  se  celaba  de  que  la gente me mirase o me dijese, al paso, cualquier tontería de estas que se les dicen a las mujeres jóvenes; si salía él solo, se celaba de lo que yo quedase haciendo en casa, de las personas  que  venían  a  verme;  si  salía  sola yo, los recelos, las suposicio-nes eran todavía más infamantes...
Si le proponía, suplicando, que nos quedásemos en casa juntos, se celaba de mi semblante  entristecido,  de  mi  supuesto  aburri-miento, de mi labor, de un instante en que, pasando frente a la ventana, me ocurría esparcir la vista hacia fuera... Se celaba, sobre todo, al percibir que mi genio de pájaro, mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y que muchas tardes, al encender luz, se veía brillar sobre mi tez el rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada de mis inocentes distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela,  de  mi  propia  familia,  porque  Reinaldo  interpretaba  como  ardides  de  traición el deseo de comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo lloraba a menudo, y no correspondía a los transportes de pasión de Reinaldo con el dulce abandono de los primeros tiempos.
Cierto día, después de una de las amargas escenas de costumbre, mi marido me advirtió:
-Flora, yo podré ser un loco, pero no soy un necio. Me ha enajenado tu cariño, y aunque tal vez tú no hubieses pensado en engañarme, en lo sucesivo, sin poderlo remediar, pensarías. Ya nunca más seré para ti el amor.
Las  golondrinas  que  se  fueron  no  vuelven.
Pero como yo te quiero, por desgracia, más cada día, y te quiero sin tranquilidad, con ansia  y  fiebre,  te  advierto  que  he  pensado  el modo de que no haya entre nosotros ni cuestiones,  ni  quimeras,  ni  lágrimas,  y  una  vez por todas sepas cuál va a ser nuestro porvenir.
Hablando así, me cogió del brazo y me llevó hacia la alcoba.
Yo iba temblando; presentimientos crueles me helaban. Reinaldo abrió el cajón del mueblecito incrustado donde guardaba el tabaco, el  reloj,  pañuelos,  y  me  enseñó  un  revólver grande, un arma sinies-tra.
-Aquí tienes -me dijo- la garantía de que tu  vida  va  a  ser  en  lo  sucesivo  tranquila  y dulce. No volveré a exigirte cuentas ni de cómo empleas tu tiempo, ni de tus amistades, ni  de  tus  distracciones.  Libre  eres,  como  el aire  libre.  Pero  el  día  que  yo  note  algo  que me hiera en el alma..., ese día, ¡por mi madre te lo juro!, sin quejas, sin escenas, sin la menor señal de que estoy disgustado, ¡ah, eso no!, me levanto de noche calladamente, cojo el arma, te la aplico a la sien y te despiertas en la eternidad. Ya estás avisada...
Lo que yo estaba era desmayada, sin conocimiento. Fue preciso llamar al médico, por lo que duraba el síncope. Cuando recobré el sentido  y  recordé,  sobrevino  la  convulsión.
Hay que advertir que les tengo un miedo cerval a las armas de fuego; de un casual disparo murió un hermanito mío. Mis ojos, con fijeza  alocada,  no  se  apartaban  del  cajón  del mueble que encerraba el revólver.
No podía yo dudar, por el tono y el gesto de Reinaldo, que estaba dispuesto a ejecutar su amenaza, y como, además, sabía la facilidad con que se ofuscaba su imaginación, empecé a darme por muerta. En efecto, Reinal-do,  cumpliendo  su  promesa,  me  dejaba completamente dueña de mí, sin dirigirme la menor  censura,  sin  mostrar  ni  en  el  gesto que se opusiese a ninguno de mis deseos o desaprobase mis actos; pero esto mismo me espantaba, porque indicaba la fuerza y la tirantez de una voluntad que descansa en una resolución..., y víctima de un terror cada día más hondo, permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un paso. Siempre veía el reflejo de acero del cañón del revólver.
De noche, el insomnio me tenía con los ojos abiertos, creyendo percibir sobre la sien el metálico  frío  de  un  círculo  de  hierro;  o,  si conciliaba el sueño, despertaba sobresaltada, con palpitaciones en que parecía que el corazón iba a salírseme del pecho, porque soñaba que un estampido atroz me deshacía los huesos del cráneo y me volaba el cerebro, estrellándolo contra la pared... Y esto duró cuatro años, cuatro años en que no tuve minuto tranquilo,  en  que  no  di  un  paso  sin  recelar que ese paso provocase la tragedia.
-Y ¿cómo terminó esa situación tan horrible?  -pregunté,  para  abreviar,  porque  la  veía asfixiarse.
-Terminó... con Reinaldo, que fue despedido  por  un  caballo  y  se  rompió  algo  dentro, quedando  allí  mismo  difunto.  Entonces,  solo entonces, comprendí que le quería aún, y le lloré muy de veras, ¡aunque fue mi verdugo, y verdugo sistemático!
-¿Y  recogió  usted  el  revólver  para  tirarlo por la ventana?
-Verá  usted  -murmuró  ella.  Sucedió  una cosa... bastante singular. Mandé al criado de Reinaldo que quitase de mi habitación el revólver,  porque  yo  continuaba  viendo  en  sueños el disparo y sintiendo el frío sobre la sien... Y después de cumplir la orden, el criado vino a decirme:
-Señorita, no había por qué tener miedo...
Ese revólver no estaba cargado.
-¿Que no estaba cargado?
-No señora; ni me parece que lo ha estado nunca... Como que el pobre señorito ni llegó a comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces, si quería que me pasase por casa del armero y las trajese, y no me respondió, y luego no se volvió a hablar más del asunto...
-De modo -añadió la cardíaca- que un revólver sin carga me pegó el tiro, no en la cabeza, sino en mitad del corazón, y crea usted que, a pesar del digital y baños y todos los remedios, la bala no perdona...

"El Imparcial", 27 de febrero de 1895.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)