Translate

lunes, 15 de septiembre de 2014

Speraindeo - Cap II. La carta de lina

D.ª Robustiana Arlanzon era una señora de su casa, en toda la extensión de la palabra; mandaba en todo, su marido inclusive, aunque este se creía rey absoluto en su domicilio. El derecho no se lo negaba D.ª Robustiana a su esposo; sabía, como buena católica, cuales eran las prerrogativas del Sr. Soldevilla; pero tenía la ilustre señora un arma poderosísima, siempre eficaz, para dominar y avasallar y esclavizar a su natural señor. D.ª Robustiana tenía a su disposición todas las aguas del diluvio que oportunamente derramaba en líquidas perlas por los nunca bien enjutos lagrimales de sus ojos. D. Juan, inflexible ante todas las debilidades, fiel guardador de todas las disciplinas, desde la eclesiástica hasta la familiar, convertíase, sin echarlo de ver, en manso cordero, en un Juan de las Viñas cada vez que se nublaba el hermoso cielo de los ojos de la Arlanzon y amenazaba tormenta. Si las cataratas de aquel cielo se abrían y anegaban la tierra, solo se contenía la torrencial lluvia satisfaciendo por completo la voluntad de D.ª Robustiana; un «sí, lo que tu quieras», era el arco iris que señalaba la alianza... las cataratas volvían a cerrarse y la paloma tornaba con el ramo de oliva. Don Juan creía siempre ceder a los impulsos de su corazón compasivo, cuando en realidad el terror de la inundación era lo que le vencía. El mísero se tomaba el trabajo de ser un tirano con toda su casa, para ser esclavo de su señora.
D.ª Robustiana, que se había ausentado sin decir porqué ni para qué, volvía también inesperadamente, sin dar cuenta ahora ni nunca, de sus actos. Llegó al despacho, se instaló en el sillón principal, cogió, por instinto, porque los tenía de presidenta, una campanilla de plata que había sobre la mesa, y... en poco estuvo que no declarase abierta la sesión.
Hubo que enterarla pronto, en pocas palabras, del objeto de la visita con que venía a sorprenderles aquel sobrino de sus pecados. Speraindeo insistió en que se leyera la carta de su madre, porque en ella estaría escrito todo lo que se necesitaba saber. Como Soldevilla había juzgado inoportuna la presencia de Rosarito, D.ª Robustiana creyó, sistemáticamente, todo lo contrario, llamó a grandes voces a Rosarito, lloró en sus brazos y la hizo abrazar a aquel primo, compañero de su dulce infancia. Don Juan, según observó luego su digna esposa, había dado cierta fría solemnidad a aquella entrevista, y por ende ella, Robustiana, juzgó lo más apropósito para el caso el sentimentalismo efusivo, la ternura, la reconciliación expansiva, sobre todo el llanto, ¡mucho llanto!
Lloró la mamá, tuvo que llorar Rosarito, lloró también Speraindeo y hasta el Sr. Soldevilla se vio obligado a llevarse el pañuelo a los ojos. Todavía se ignoraba a qué venía Speraindeo cuando ya entre toda la familia habían derramado muchas azumbres de lágrimas.
Al fin dijo, entre sollozos, la inconsolable señora: -Rosarito, tú que lees tan bien, con tanto sentimiento, toma, lee la carta de tu tía, de mi pobre hermana política, la mujer más desgraciada de la tierra: y todo ¿porqué? por un mal casamiento. ¡Oh! si antes de casarse debiera una pensarlo tanto, tanto que llegase a la vejez sin acabar de pensarlo todavía... lee, lee Rosarito ¡pobre Lina... él era un monstruo... pobre Lina!... Sí, los hombres, los hombres, ¡Dios nos libre de los hombres! Que bien escogió mi hermana Sor Paz, Mercedes en el siglo, que bien escogió, casándose con tan dulce Esposo... lee, lee, hija mía, y da sentido a lo que digas. Siéntate, por Dios, Soldevilla; debe reinar un silencio solemne, es la voz de la pobre mártir la que vamos a oír... lee, lee hija mía, como tu sabes, y tú siéntate que me mareas.
Rosario, en pie, cerca de la mesa escritorio, cogió la carta de Lina de manos de su madre y miró a su primo tristemente, con ojos que le pedían perdón por tantas humillaciones como aquellos buenos señores le hacían sufrir. Speraindeo agradeció aquella mirada como un náufrago agradecería una mano salvadora... y animado con aquel refrigerio del espíritu se atrevió a decir:
-Sí, Rosario, lee tú esa carta; tu voz es la voz de mi madre; oyéndola creeré que es ella quien habla conmigo... mirándote... la veo a ella... eres como ella sería si hubiese sido menos desgraciada.
Nada contestó la joven; pero se puso pálida y sintió lo que no había sentido en su vida. Yo tampoco podré expresarlo: lo único claro que pensó y sintió de modo que pueda decirse, fue esto: Rosario deseó en aquel momento ser la madre de Speraindeo.
Todo aquello iba tomando un aspecto que no le hacía bendita la gracia al inspirador del Lábaro santo: olía aquella escena a novela prohibida, y la carta de su loca hermana iba a remachar el clavo; iba a hacerles caer en plena literatura sentimentalesca. Pero en fin, quien manda manda; D.ª Robustiana estaba allí con el ceño fruncido, haciendo pucheros prematuros y dispuesta a llorar y hacer llorar a los suyos en cuanto lo reclamasen las circunstancias: el Sr. Soldevilla lloraría como los demás, ¡pues no faltaba otra cosa! y mientras tanto, a pesar de sus rencores contra la literatura sentimental, guardaba aquel solemne silencio que a D.ª Robustiana le parecía tan del caso. Sentose, pues, D. Juan, allá, en la última silla, cerca de la puerta; cruzó las manos la Arlanzon siempre solícita para implorar la misericordia divina de que tan necesitados están los hombres por sus pecados; tragó saliva Speraindeo que tenía no se sabe qué atravesado en la garganta, y Rosario leyó con la misma voz con que lo hubiera dicho la difunta lo siguiente:
«Juan, Robustiana, Rosario: si esta carta llega a vuestro poder algún día, vuestra pobre Lina habrá muerto; Speraindeo estará sólo en el mundo: llamadle hijo, hermanos míos, y tu Rosario, hija mía, llámale hermano. Estoy cerca de la muerte,  veo en mi conciencia (Soldevilla hace un gesto de compasión) con una claridad que parece luz de la otra vida, y veo lo que es y lo que ha de ser: y veo que Rosario, tu Rosario de tu alma Juan, te ha de pedir por el amor que la tienes que no abandones a mi hijo. Yo quiero a mi Speraindeo como vosotros a vuestra hija Rosario: y le veo sólo en el mundo, desvalido, pobre, con todas las puertas cerradas; porque su nombre, que es el de un mártir cuya memoria tiene que ser sagrada para mí...
-¡Sagrada! -gritó Soldevilla, sin poder ya contenerse, puesto en pie, lívido, indignado, sintiendo hervir en su pecho todo el entusiasmo religioso de los doce apóstoles. ¡Sagrada la memoria de Fonseca! No se lea más. ¡Prohíbo que se lea más! Para cumplir los deberes que la caridad impone; para dejarme guiar por la fuerza natural de la sangre: para satisfacer lo que hay de justo en las pretensiones de esa pobre hermana tan desgraciada como ciega...
-¡Pobre mártir! -exclamó entre dos suspiros doña Robustiana, ejercitando el derecho que había conquistado de interrumpir los más redondos y sonoros periodos de su esposo, orador insigne en todas las ocasiones, prósperas o adversas.
-De esa pobre mártir -continuó D. Juan acogiendo en su discurso la interrupción de su esposa-, para esto, no necesito oír semejantes trozos de novela traspirenáica; me repugna ese estilo tonto-sacrílego de que no es responsable ciertamente la pobre mártir, sino el que lo fue de todas sus desgracias: no se lea más. Dime tú sin ambages ni rodeos lo que esperas de mí. Dispuesto estoy a cumplir los deberes que nuestro parentesco me impone. ¿Buscas colocación? Yo procuraré hallarte alguna apropósito a tus facultades ¿qué eres? ¿qué sabes? ¿de qué has vivido? De esto se trate y dejémonos de escenas románticas.
Calló D. Juan, miró a su esposa como pidiendo sanción para sus palabras y volvió a sus paseos midiendo el despacho en diagonales. D.ª Robustiana, bien quisiera llevar la contraria a D. Juan, pero en conciencia le pareció que había hablado como un libro y permaneció silenciosa, esperando ocasión propicia para interponer su veto y llorar como una Magdalena. Rosario, pálida, temblorosa, ocultaba entre sus manos aquella carta, reliquia que creía profanada por las palabras de sus padres.
Miró la niña al pobre huérfano con la mirada que Cristo dirigió al Padre al pedirle perdón para los que no saben lo que hacen. Speraindeo miró también a Rosario y en una sonrisa incierta, apenas delineada en su noble rostro, le mandó desvanecida toda la cólera de su pecho, en holocausto a una dulce amistad que en aquel instante se estaban jurando los ojos.
-Entre los papeles de mi madre, dijo al fin con voz reposada y serena, había un pliego que contenía esa carta para Vds. y otra para mí en que se me exigía que humildemente viniera a buscar a los míos, a implorar su perdón y auxilio, y a entregarles lo que había de ser lazo de unión, según mi madre, entre nosotros: la carta que Rosario tiene en sus manos. Por nada dejaría de cumplir este mandato de mi madre: humildemente pido el perdón de culpas que ignoro, y en cuanto a auxilio pido... que me ayuden a amar y respetar la memoria de mi madre.
No pudo continuar Speraindeo porque las lágrimas que estaba llorando por dentro le ahogaban. D.ª Robustiana creyó llegado el momento de interponer su autoridad decisiva, y diciendo y haciendo, se fue a su sobrino por afinidad con los brazos abiertos, echando por el suelo de paso una colección del Lábaro Santo, mientras exclamaba con el más compungido acento:
-Hijo de mi alma, llora en mis brazos, desahoga tu corazón que quiere reventar de pena; abrázale Juan, abrázale tu Rosario; por ti, por tu madre se olvida todo; aquí estás en tu casa, ya no te separarás de nosotros. Rosario, yo te lo ordeno, mira en adelante un hermano en Speraindeo; Juan, llámale hijo; Speraindeo, llámame madre. Y ahora basta de lágrimas. Esa carta ya se leerá cuando estemos más tranquilos. Vamos a almorzar. ¿Dónde tienes tu equipaje? Romualdo irá por él a la fonda con un mozo de cuerda: mientras tanto te lavarás: Rosario que arregle Josefa el gabinete de Señor Padre: en él estarás como un canónigo: verás como te queremos; ¿verdad, Juan, que le tendrás por hijo?
Ni el equipaje de Speraindeo estaba en la fonda, sino en una humilde casa de huéspedes, ni el muchacho  tenía porqué lavarse, pues lavado y afeitado había venido a casa de su tío, ni Romualdo ni Josefa podían cumplir las órdenes de la señora porque habían sido despedidos; y esta era la más negra.
¡Despedidos los criados en ausencia del ama de la casa! Era esto tan nuevo, tan inaudito, que doña Robustiana se olvidó del sobrino, de la pobre mártir, del almuerzo, de todo, ante la grandeza del suceso. Miró al aturdido esposo con una de esas miradas sublimes de que guardaría recuerdo la historia si en vez de entretenerse en seguir los pasos de príncipes y magnates atendiese a lo que importa. Vio la Arlanzon a su D. Juan extenderse, crecer, tocar las nubes, y en el inmenso abismo hundir la planta; le vio con cuernos y con rabo, y le vio ir cayendo a los profundos después de aquel non serviam, eternamente irremediable.
¡Despedidos Romualdo y Josefa! aquellos dos pedazos de su corazón, los criados más fieles de la tierra. ¡Dos criados como ya no se encontrarán! ¡Oh, salid sin duelo lágrimas corriendo! Romualdo y Josefa sí que eran dignos de lástima; sobre ellos lloró las lágrimas de Tito y las de Boabdil al partir de Granada y otras muchas más D.ª Robustiana, que ya no se acordaba de su sobrino, ni tenía nada que ver con él ni con toda su casta. Lo principal era buscar los pedazos de su corazón. Cogió la mantilla, se la puso como César o Napoleón podrían montar su caballo de batalla, y con voz seca, nerviosa, sublime por lo lacónico de la expresión preguntó a Juan, mirándole, es decir, abofeteándole por segunda vez:
-¿A qué hora?...
-A las nueve, contestó el marido, poniéndose a la altura de las circunstancias, que no consentían períodos sonoros ni amplificacio-nes.
-Josefa yo sé donde está. Yo me encargó de ella. Tú corre a casa del Sr. Estévanez, allí se habrá refugiado el pobre Romualdo.
-¿Y estos chicos?
-¡A casa del Sr. Estévanez!
D. Juan Soldevilla, de la Academia de la lengua, de la de la Historia, etc., etc., salió de su despacho con aquel paso mesurado y solemne que ya le conocemos, ¡pero cuán otro de como había entrado! Si antes parecía aquel andar rítmico, con que se podrían medir versos griegos o latinos, signo de majestad doméstica, ahora antojábasele a Speraindeo que era la cadena que D. Juan arrastraba la medida de hierro de sus pasos sesquipedales.
D.ª Robustiana no vio que fuere contrario a la moral ni al dogma dejar solos a los primos; sobre todo, lo principal era buscar a Josefa.
Salió pues, detrás de su esposo; pero desde la puerta se volvió para decir:
-Rosario, da de almorzar a ese chico.
Quedaron solos prima y primo. Ya estaría entrando en casa del Sr. Estévanez el solemne D. Juan cuando Rosario y Speraindeo dejaron de hablarse con los ojos para decirse algo con palabras.
-¿Quieres almorzar? -preguntó la joven volviendo y queriendo traer a su primo a la realidad presente. Dijo esto sonriendo, como dando a entender esto otro: demasiado sé yo que no tendrás apetito, con las cosas que te están pasando, pero yo te lo pregunto por decir algo y buscar un pretexto para no hablar de los desaires que recibes, ni de lo que a mí me duelen, ni de la lástima que te tengo.
Speraindeo entendió perfectamente el sentido oculto de aquella sonrisa y contestó a ella diciendo:
-Rosario, si vieras cuanto, cuanto te pareces a mi madre. Como ella, lo más hermoso que tienes es la frente, como la frente de la virgen morena: los ojos los tienes tú más claros y más brillantes pero la mirada es la misma, sí... la misma. Tú no puedes entender esto, lo que yo siento ahora viendo un parecido tal, que me produce un consuelo tan dulce y tan íntimo... -Calló el huérfano, temeroso de que Rosario no pudiese entender lo que él sentía.
-Quieres... que vayamos... ¿quieres ver mi pajarera? -Estas últimas palabras las dijo la niña como quien encuentra una proposición halagüeña y oportuna.
Speraindeo adivinó cierta oculta congruencia entre sus palabras y las de su prima: él decía que se parecía Rosario a su madre y Rosario contestaba hablando de sus pájaros... que eran como sus hijos; la niña quería hacerle ver que ella sabía también ser madre. Y se levantaron y fueron a ver la pajarera.
La carta de Lina iba con ella, en el seno de aquella virgen de quince años.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

No hay comentarios:

Publicar un comentario