D.ª
Robustiana Arlanzon era una señora de su casa, en toda la extensión
de la palabra; mandaba en todo, su marido inclusive, aunque este se
creía rey absoluto en su domicilio. El derecho no se lo negaba D.ª
Robustiana a su esposo; sabía, como buena católica, cuales eran las
prerrogativas del Sr. Soldevilla; pero tenía la ilustre señora un
arma poderosísima, siempre eficaz, para dominar y avasallar y
esclavizar a su natural señor. D.ª Robustiana tenía a su
disposición todas las aguas del diluvio que oportunamente derramaba
en líquidas perlas por los nunca bien enjutos lagrimales de sus
ojos. D. Juan, inflexible ante todas las debilidades, fiel guardador
de todas las disciplinas, desde la eclesiástica hasta la familiar,
convertíase, sin echarlo de ver, en manso cordero, en un Juan de las
Viñas cada vez que se nublaba el hermoso cielo de los ojos de la
Arlanzon y amenazaba tormenta. Si las cataratas de aquel cielo se
abrían y anegaban la tierra, solo se contenía la torrencial lluvia
satisfaciendo por completo la voluntad de D.ª Robustiana; un «sí,
lo que tu quieras», era el arco iris que señalaba la alianza... las
cataratas volvían a cerrarse y la paloma tornaba con el ramo de
oliva. Don Juan creía siempre ceder a los impulsos de su corazón
compasivo, cuando en realidad el terror de la inundación era lo que
le vencía. El mísero se tomaba el trabajo de ser un tirano con toda
su casa, para ser esclavo de su señora.
D.ª
Robustiana, que se había ausentado sin decir porqué ni para qué,
volvía también inesperadamente, sin dar cuenta ahora ni nunca, de
sus actos. Llegó al despacho, se instaló en el sillón principal,
cogió, por instinto, porque los tenía de presidenta, una campanilla
de plata que había sobre la mesa, y... en
poco estuvo que no declarase abierta la sesión.
Hubo
que enterarla pronto, en pocas palabras, del objeto de la visita con
que venía a sorprenderles aquel sobrino de sus pecados. Speraindeo
insistió en que se leyera la carta de su madre, porque en ella
estaría escrito todo lo que se necesitaba saber. Como Soldevilla
había juzgado inoportuna la presencia de Rosarito, D.ª Robustiana
creyó, sistemáticamente, todo lo contrario, llamó a grandes voces
a Rosarito, lloró en sus brazos y la hizo abrazar a aquel primo,
compañero de su dulce infancia. Don Juan, según observó luego su
digna esposa, había dado cierta fría solemnidad a aquella
entrevista, y por ende ella, Robustiana, juzgó lo más apropósito
para el caso el sentimentalismo efusivo, la ternura, la
reconciliación expansiva, sobre todo el llanto, ¡mucho llanto!
Lloró
la mamá, tuvo que llorar Rosarito, lloró también Speraindeo y
hasta el Sr. Soldevilla se vio obligado a llevarse el pañuelo a los
ojos. Todavía se ignoraba a qué venía Speraindeo cuando ya entre
toda la familia habían derramado muchas azumbres de lágrimas.
Al
fin dijo, entre sollozos, la inconsolable señora: -Rosarito, tú que
lees tan bien, con tanto sentimiento, toma, lee la carta de tu tía,
de mi pobre hermana política, la mujer más desgraciada de la
tierra: y todo ¿porqué? por un mal casamiento. ¡Oh! si antes de
casarse debiera una pensarlo tanto, tanto que llegase a la vejez sin
acabar de pensarlo todavía... lee, lee Rosarito ¡pobre Lina... él
era un monstruo... pobre Lina!... Sí, los hombres, los hombres,
¡Dios nos libre de los hombres! Que bien escogió mi hermana Sor
Paz, Mercedes en el siglo, que bien escogió, casándose con tan
dulce Esposo... lee, lee, hija mía, y da sentido a lo que digas.
Siéntate, por Dios, Soldevilla; debe reinar un silencio solemne, es
la voz de la pobre mártir la que vamos a oír... lee, lee hija mía,
como tu sabes, y tú siéntate que me mareas.
Rosario,
en pie, cerca de la mesa escritorio, cogió la carta de Lina de manos
de su madre y miró a su primo tristemente, con ojos que le pedían
perdón por tantas humillaciones como aquellos buenos señores le
hacían sufrir. Speraindeo agradeció aquella mirada como un náufrago
agradecería una mano salvadora... y animado con aquel refrigerio del
espíritu se atrevió a decir:
-Sí,
Rosario, lee tú esa carta; tu voz es la voz de mi madre; oyéndola
creeré que es ella quien habla conmigo... mirándote... la veo a
ella... eres como ella sería si hubiese sido menos desgraciada.
Nada
contestó la joven; pero se puso pálida y sintió lo que no había
sentido en su vida. Yo tampoco podré expresarlo: lo único claro que
pensó y sintió de modo que pueda decirse, fue esto: Rosario deseó
en aquel momento ser la madre de Speraindeo.
Todo
aquello iba tomando un aspecto que no le hacía bendita la gracia al
inspirador del Lábaro
santo:
olía aquella escena a novela prohibida, y la carta de su loca
hermana
iba a remachar el clavo; iba a hacerles caer en plena literatura
sentimentalesca. Pero en fin, quien manda manda; D.ª Robustiana
estaba allí con el ceño fruncido, haciendo pucheros prematuros y
dispuesta a llorar y hacer llorar a los suyos en cuanto lo reclamasen
las circunstancias: el Sr. Soldevilla lloraría como los demás,
¡pues no faltaba otra cosa! y mientras tanto, a pesar de sus
rencores contra la literatura sentimental, guardaba aquel solemne
silencio que a D.ª Robustiana le parecía tan del caso. Sentose,
pues, D. Juan, allá, en la última silla, cerca de la puerta; cruzó
las manos la Arlanzon siempre solícita para implorar la misericordia
divina de que tan necesitados están los hombres por sus pecados;
tragó saliva Speraindeo que tenía no se sabe qué atravesado en la
garganta, y Rosario leyó con la misma voz con que lo hubiera dicho
la difunta lo siguiente:
«Juan,
Robustiana, Rosario: si esta carta llega a vuestro poder algún día,
vuestra pobre Lina habrá muerto; Speraindeo estará sólo en el
mundo: llamadle hijo, hermanos míos, y tu Rosario, hija mía,
llámale hermano. Estoy cerca de la muerte, veo en mi
conciencia (Soldevilla hace un gesto de compasión) con una claridad
que parece luz de la otra vida, y veo lo que es y lo que ha de ser: y
veo que Rosario, tu Rosario de tu alma Juan, te ha de pedir por el
amor que la tienes que no abandones a mi hijo. Yo quiero a mi
Speraindeo como vosotros a vuestra hija Rosario: y le veo sólo en el
mundo, desvalido, pobre, con todas las puertas cerradas; porque su
nombre, que es el de un mártir cuya memoria tiene que ser sagrada
para mí...
-¡Sagrada!
-gritó Soldevilla, sin poder ya contenerse, puesto en pie, lívido,
indignado, sintiendo hervir en su pecho todo el entusiasmo religioso
de los doce apóstoles. ¡Sagrada la memoria de Fonseca! No se lea
más. ¡Prohíbo que se lea más! Para cumplir los deberes que la
caridad impone; para dejarme guiar por la fuerza natural de la
sangre: para satisfacer lo que hay de justo en las pretensiones de
esa pobre hermana tan desgraciada como ciega...
-¡Pobre
mártir! -exclamó entre dos suspiros doña Robustiana, ejercitando
el derecho que había conquistado de interrumpir los más redondos y
sonoros periodos de su esposo, orador insigne en todas las ocasiones,
prósperas o adversas.
-De
esa pobre mártir -continuó D. Juan acogiendo en su discurso la
interrupción de su esposa-, para esto, no necesito oír semejantes
trozos de novela traspirenáica; me repugna ese estilo
tonto-sacrílego de que no es responsable ciertamente la pobre
mártir, sino el que lo fue de todas sus desgracias: no se lea más.
Dime tú sin ambages ni rodeos lo que esperas de mí. Dispuesto estoy
a cumplir los deberes que nuestro parentesco me impone. ¿Buscas
colocación? Yo procuraré hallarte alguna apropósito a tus
facultades ¿qué eres? ¿qué sabes? ¿de qué has vivido? De esto
se trate y dejémonos de escenas románticas.
Calló
D. Juan, miró a su esposa como pidiendo sanción para sus palabras y
volvió a sus paseos midiendo el despacho en diagonales. D.ª
Robustiana, bien quisiera llevar la contraria a D. Juan, pero en
conciencia le pareció que había hablado como un libro y permaneció
silenciosa, esperando ocasión propicia para interponer su veto y
llorar como una Magdalena. Rosario, pálida, temblorosa, ocultaba
entre sus manos aquella carta, reliquia que creía profanada por las
palabras de sus padres.
Miró
la niña al pobre huérfano con la mirada que Cristo dirigió al
Padre al pedirle perdón para los que no saben lo que hacen.
Speraindeo miró también a Rosario y en una sonrisa incierta, apenas
delineada en su noble rostro, le mandó desvanecida toda la cólera
de su pecho, en holocausto a una dulce amistad que en aquel instante
se estaban jurando los ojos.
-Entre
los papeles de mi madre, dijo al fin con voz reposada y serena, había
un pliego que contenía esa carta para Vds. y otra para mí en que se
me exigía que humildemente viniera a buscar a los míos, a implorar
su perdón y auxilio, y a entregarles lo que había de ser lazo de
unión, según mi madre, entre nosotros: la carta que Rosario tiene
en sus manos. Por nada dejaría de cumplir este mandato de mi madre:
humildemente pido el perdón de culpas que ignoro, y en cuanto a
auxilio pido... que me ayuden a amar y respetar la memoria de mi
madre.
No
pudo continuar Speraindeo porque las lágrimas que estaba llorando
por dentro le ahogaban. D.ª Robustiana creyó llegado el momento de
interponer su autoridad decisiva, y diciendo y haciendo, se fue a su
sobrino por afinidad con los brazos abiertos, echando por el suelo de
paso una colección del Lábaro
Santo,
mientras exclamaba con el más compungido acento:
-Hijo
de mi alma, llora en mis brazos, desahoga tu corazón que quiere
reventar de pena; abrázale Juan, abrázale tu Rosario; por ti, por
tu madre se olvida todo; aquí estás en tu casa, ya no te separarás
de nosotros. Rosario, yo te lo ordeno, mira en adelante un hermano en
Speraindeo; Juan, llámale hijo; Speraindeo, llámame madre. Y ahora
basta de lágrimas. Esa carta ya se leerá cuando estemos más
tranquilos. Vamos a almorzar. ¿Dónde tienes tu equipaje? Romualdo
irá por él a la fonda con un mozo de cuerda: mientras tanto te
lavarás: Rosario que arregle Josefa el gabinete de Señor Padre: en
él estarás como un canónigo: verás como te queremos; ¿verdad,
Juan, que le tendrás por hijo?
Ni
el equipaje de Speraindeo estaba en la fonda, sino en una humilde
casa de huéspedes, ni el muchacho tenía porqué lavarse, pues
lavado y afeitado había venido a casa de su tío, ni Romualdo ni
Josefa podían cumplir las órdenes de la señora porque habían sido
despedidos; y esta era la más negra.
¡Despedidos
los criados en ausencia del ama de la casa! Era esto tan nuevo, tan
inaudito, que doña Robustiana se olvidó del sobrino, de la pobre
mártir, del almuerzo, de todo, ante la grandeza del suceso. Miró al
aturdido esposo con una de esas miradas sublimes de que guardaría
recuerdo la historia si en vez de entretenerse en seguir los pasos de
príncipes y magnates atendiese a lo que importa. Vio la Arlanzon a
su D. Juan extenderse, crecer, tocar las nubes, y en el inmenso
abismo hundir la planta; le vio con cuernos y con rabo, y le vio ir
cayendo a los profundos después de aquel non
serviam,
eternamente irremediable.
¡Despedidos
Romualdo y Josefa! aquellos dos pedazos de su corazón, los criados
más fieles de la tierra. ¡Dos criados como ya no se encontrarán!
¡Oh, salid sin duelo lágrimas corriendo! Romualdo y Josefa sí que
eran dignos de lástima; sobre ellos lloró las lágrimas de Tito y
las de Boabdil al partir de Granada y otras muchas más D.ª
Robustiana, que ya no se acordaba de su sobrino, ni tenía nada que
ver con él ni con toda su casta. Lo principal era buscar los pedazos
de su corazón. Cogió la mantilla, se la puso como César o Napoleón
podrían montar su caballo de batalla, y con voz seca, nerviosa,
sublime por lo lacónico de la expresión preguntó a Juan,
mirándole, es decir, abofeteándole por segunda vez:
-¿A
qué hora?...
-A
las nueve, contestó el marido, poniéndose a la altura de las
circunstancias, que no consentían períodos sonoros ni
amplificacio-nes.
-Josefa
yo sé donde está. Yo me encargó de ella. Tú corre a casa del Sr.
Estévanez, allí se habrá refugiado el pobre Romualdo.
-¿Y
estos chicos?
-¡A
casa del Sr. Estévanez!
D.
Juan Soldevilla, de la Academia de la lengua, de la de la Historia,
etc., etc., salió de su despacho con aquel paso mesurado y solemne
que ya le conocemos, ¡pero cuán otro de como había entrado! Si
antes parecía aquel andar rítmico, con que se podrían medir versos
griegos o latinos, signo de majestad doméstica, ahora antojábasele
a Speraindeo que era la cadena que D. Juan arrastraba la medida de
hierro de sus pasos sesquipedales.
D.ª
Robustiana no vio que fuere contrario a la moral ni al dogma dejar
solos a los primos; sobre todo, lo principal era buscar a Josefa.
Salió
pues, detrás de su esposo; pero desde la puerta se volvió para
decir:
-Rosario,
da de almorzar a ese chico.
Quedaron
solos prima y primo. Ya estaría entrando en casa del Sr. Estévanez
el solemne D. Juan cuando Rosario y Speraindeo dejaron de hablarse
con los ojos para decirse algo con palabras.
-¿Quieres
almorzar? -preguntó la joven volviendo y queriendo traer a su primo
a la realidad presente. Dijo esto sonriendo, como dando a entender
esto otro: demasiado sé yo que no tendrás apetito, con las cosas
que te están pasando, pero yo te lo pregunto por decir algo y buscar
un pretexto para no hablar de los desaires que recibes, ni de lo que
a mí me duelen, ni de la lástima que te tengo.
Speraindeo
entendió perfectamente el sentido oculto de aquella sonrisa y
contestó a ella diciendo:
-Rosario,
si vieras cuanto, cuanto te pareces a mi madre. Como ella, lo más
hermoso que tienes es la frente, como la frente de la virgen morena:
los ojos los tienes tú más claros y más brillantes pero la mirada
es la misma, sí... la misma. Tú no puedes entender esto, lo que yo
siento ahora viendo un parecido tal, que me produce un consuelo tan
dulce y tan íntimo... -Calló el huérfano, temeroso de que Rosario
no pudiese entender lo que él sentía.
-Quieres...
que vayamos... ¿quieres ver mi pajarera? -Estas últimas palabras
las dijo la niña como quien encuentra una proposición halagüeña y
oportuna.
Speraindeo
adivinó cierta oculta congruencia entre sus palabras y las de su
prima: él decía que se parecía Rosario a su madre y Rosario
contestaba hablando de sus pájaros... que eran como sus hijos; la
niña quería hacerle ver que ella sabía también ser madre. Y se
levantaron y fueron a ver la pajarera.
La
carta de Lina iba con ella, en el seno de aquella virgen de quince
años.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario