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lunes, 15 de septiembre de 2014

Sinfonia de dos novelas - Cap. IV

-De cuatro a cinco, no lo olvide V.; el viernes... -dijo una voz de mujer, vibrante, dulcemente imperiosa; y una mano corta y fina, cubierta de guante blanco, que subía brazo arriba, sacudió con fuerza otra mano delgada y larga.
Regina Theil de Fajardo se despedía de Antonio Reyes, recordándole la promesa de asistir a su tertulia vespertina del viernes. Montó ella en su coche, que desapareció en la sombra; y Reyes, que había ratificado su promesa inclinando la cabeza y sonriendo, quedose a pie entre los rails del tranvía sobre el lodo. La sonrisa continuaba en su rostro, pero tenía otro color; ahora expresaba una complacencia entre melancólica y maliciosa.
El silbido de un tranvía que se acercaba de frente con un ojo de fuego rojo en medio de su mancha negra, obligó a Reyes a salir de su abstracción. En dos saltos se puso en la acera, y subió por la calle de Alcalá hacia el Suizo. Era una noche de Mayo. Había llovido toda la tarde entre relámpagos y truenos, y la tempestad se despedía murmurando a lo lejos, como perro gruñón que de mal grado obedece a la voz que le impone silencio. El Madrid que goza se echaba a la calle a pie o en coche, con el afán de saborear sus ordinarios placeres nocturnos. Después de una tarde larga, aburrida, pasada entre paredes, se aspiraba con redoblada delicia el aire libre, y se buscaba con prisa y afán pueril el espectáculo esperado y querido, el rincón del café, que es casi una propiedad, la tertulia, en fin, la costumbre deliciosa y cara.
Antonio Reyes entró en el Suizo Nuevo, y se acercó a una mesa de las más próximas a la calle.
-Se han ido todos (dijo al verle D. Elías Cofiño, que le esperaba leyendo La Correspondencia). ¿Cómo ha tardado V. tanto? ¿Sabe V. lo de Augusto?
-¿Qué Augusto? -preguntó Reyes, mientras se quitaba un guante, distraído, y sonriendo todavía a sus ideas.
-¿Qué Augusto ha de ser? Rejoncillo.
-¿Qué le pasa? -dijo Antonio con gesto de mal humor, como quien elude una conversación inoportuna.
-¡Que al fin le han hecho subsecretario!
-¡Bah!
-¡Es un escándalo!
-¿Por qué?
-¿Cómo que por qué? Porque no tiene méritos suficientes... Yo no le niego talento... Es orador... Es valiente, audaz... Sabe vivir... Dígalo si no su Historia del Parlamentarismo, en que resulta que el mejor orador del mundo es el marqués de los Cenojiles, el marido de su querida...
Antonio, que tenía cara de vinagre desde que oyera la noticia que escandalizaba a Cofiño, se mordió los labios, y sintió que la sangre se le caía del rostro hacia el pecho.
-No diga V... absurdos (murmuró entre airado y displicente). No son dignas de que V. las repita esas calumnias de idiotas y envidiosos. Regina es incapaz de...
-¿De faltar al Marqués?
-No... no digo eso. De querer a Rejoncillo. Es una mujer de talento.
D. Elías encogió los hombros. No quería disputar. No creía a Regina incapaz de querer a cualquiera. ¡Le había conocido él cada amante! Pero no se trataba de eso. Lo que D. Elías quería demostrar era que Rejoncillo no merecía ser subsecretario de Ultramar, al menos por ahora.
-Pero ¿V. cree que tiene suficiente talla política para subsecretario?
Reyes contestó con un gesto de indiferencia. Quería dar a entender que no le gustaba la conversación por insignificante.
-¿Ha estado aquí Celestino? -preguntó, por hablar de otra cosa.
-¡Pobre! Sí.
-¿Se ha quejado del palo?
-Es un bendito. Él no dice nada; pero ese diablo de Enjuto sacó la conversación; le preguntó si anoche le habían hecho salir al escenario todavía... y él se puso colorado y dijo, que sí, entre dientes, como si se avergonzara de los aplausos del público. La verdad es que el artículo de Juanito no tiene vuelta de hoja; es implacable, pero no hay quien las mueva; tiene razón; el drama es malo, perro, y no merece más que el desprecio y la broma...
-Pues bien aplaudió V. la noche del estreno...
-Diré a V.: la impresión... así, la primera impresión... no es mala; y como es amigo Celestino, y el público se entusiasmaba... pero Reseco ha puesto los puntos sobre las ii. ¡Ese sí que tiente talento!
Otra vez se le avinagró el gesto a Reyes. Sacudió un guante sobre la mesa y se puso de pie. Aquella noche estaba inaguantable D. Elías; no decía más que necedades. «No había peor bicho que el aficionado de la literatura». Sin poder remediarlo, y después de un bostezo, dijo Antonio:
-Reseco... ¡ps!... en tierra de ciegos... En París Reseco sería uno de tantos muchachos de sprit, aquí es el terror de los tontos y de los Celestinos.
D. Elías admiraba al tal Reseco, aunque no le era simpático; pero la opinión de Reyes, que venía de París, de vivir entre los literatos de moda, le parecía muy respetable. Sí: Antoñico, como él le llamaba delante de gente para indicar la confianza con que le trataba; Antoñico frecuentaba en París las brasseries, donde tomaban café, cerveza o chocolate o ajenjo notables parnasianos, ilustres pseudónimos de la petite-presse y de algunos periódicos de los grandes; Antoñico había sido corresponsal parisiense de un periódico de mucha circulación, y el tono desdeñoso con que hablaba en sus cartas de ciertas celebridades francesas y españolas, había sobrecogido a don Elías, y le había hecho traspasar poco a poco su consideración de aquellas celebridades maltratadas al que las zahería. Cofiño siempre había sido un poco blando en materia de opiniones, pero los años le habían convertido en cera puesta al fuego. Cualquier libro, comedia, discurso, artículo, o lo que fuese, le entusiasmaba fácilmente; pero una opinión contraria expuesta con valentía, con desprecio franco, y con dejos de superioridad burlona y desdeñosa, le aterraba, le hacía ver un talento colosal en el que de tal manera censuraba; dejaba de admirar el libro, comedia, discurso o lo que fuese, para someterse al tirano, al crítico que había subvertido sus ideas, y consagrarle culto idolátrico, mientras no hubiera mejor postor: otro crítico más fuerte, más burlón, más desengañado y más desdeñoso.
Comprendió vagamente D. Elías que a Reyes le disgustaba, por lo menos aquella noche, hablar de Reseco y hablar de Rejoncillo; y como la actualidad del día eran la subsecretaría del uno y el palo que el otro le había dado al pobre Celestino, y D. Elías difícilmente hablaba de cosa que no fuese la actualidad literaria, o a lo menos política, de los cafés, teatros, ateneos y plazuelas, pensó que lo mejor era callarse y levantar la sesión. Y se puso en pie también, preguntando:
-¿Viene V. a Rivas?
-¿Al estreno de Fernando? Antes la muerte. No, señor; tengo que hacer.
-Lo siento. Yo... tengo que ir... ¡le cargan las zarzuelas de Fernandito... pero tengo que ir... es un compromiso... Además, tengo que recoger a Rita, que está en el palco de... (D. Elías se turbó un poco, recordando lo que antes había dicho), en el palco de Cenojiles.
-¿Con Regina?
-Sí, con la Marquesa... Conque, ¿no viene V.?
Antonio vaciló.
-No (dijo, después de pensarlo mucho); no... tengo que hacer... acaso... allá... al final, a la hora del triunfo.
-O de la silba...
-¡Bah! Será triunfo... ¡Ya no hay más que triunfos! Hasta mañana, o hasta luego...

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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