-De
cuatro a cinco, no lo olvide V.; el viernes... -dijo una voz de
mujer, vibrante, dulcemente imperiosa; y una mano corta y fina,
cubierta de guante blanco, que subía brazo arriba, sacudió con
fuerza otra mano delgada y larga.
Regina
Theil de Fajardo se despedía de Antonio Reyes, recordándole la
promesa de asistir a su tertulia vespertina del viernes. Montó ella
en su coche, que desapareció en la sombra; y Reyes, que había
ratificado su promesa inclinando la cabeza y sonriendo, quedose a pie
entre los rails del tranvía sobre el lodo. La sonrisa continuaba en
su rostro, pero tenía otro color;
ahora expresaba una complacencia entre melancólica y maliciosa.
El
silbido de un tranvía que se acercaba de frente con un ojo de fuego
rojo en medio de su mancha negra, obligó a Reyes a salir de su
abstracción. En dos saltos se puso en la acera, y subió por la
calle de Alcalá hacia el Suizo. Era una noche de Mayo. Había
llovido toda la tarde entre relámpagos y truenos, y la tempestad se
despedía murmurando a lo lejos, como perro gruñón que de mal grado
obedece a la voz que le impone silencio. El Madrid que goza se echaba
a la calle a pie o en coche, con el afán de saborear sus ordinarios
placeres nocturnos. Después de una tarde larga, aburrida, pasada
entre paredes, se aspiraba con redoblada delicia el aire libre, y se
buscaba con prisa y afán pueril el espectáculo esperado y querido,
el rincón del café, que es casi una propiedad, la tertulia, en fin,
la costumbre deliciosa y cara.
Antonio
Reyes entró en el Suizo Nuevo, y se acercó a una mesa de las más
próximas a la calle.
-Se
han ido todos (dijo al verle D. Elías Cofiño, que le esperaba
leyendo La
Correspondencia).
¿Cómo ha tardado V. tanto? ¿Sabe V. lo de Augusto?
-¿Qué
Augusto? -preguntó Reyes, mientras se quitaba un guante, distraído,
y sonriendo todavía a sus ideas.
-¿Qué
Augusto ha de ser? Rejoncillo.
-¿Qué
le pasa? -dijo Antonio con gesto de mal humor, como quien elude una
conversación inoportuna.
-¡Que
al fin le han hecho subsecretario!
-¡Bah!
-¡Es
un escándalo!
-¿Por
qué?
-¿Cómo
que por qué? Porque no tiene méritos suficientes... Yo no le niego
talento... Es orador... Es valiente, audaz... Sabe vivir... Dígalo
si no su Historia
del Parlamentarismo,
en que resulta que el mejor orador del mundo es el marqués de los
Cenojiles, el marido de su querida...
Antonio,
que tenía cara de vinagre desde que oyera la noticia que
escandalizaba a Cofiño, se mordió los labios, y sintió que la
sangre se le caía del rostro hacia el pecho.
-No
diga V... absurdos (murmuró entre airado y displicente). No son
dignas de que V. las repita esas calumnias de idiotas y envidiosos.
Regina es incapaz de...
-¿De
faltar al Marqués?
-No...
no digo eso. De querer a Rejoncillo. Es una mujer de talento.
D.
Elías encogió los hombros. No quería disputar. No creía a Regina
incapaz de querer a cualquiera. ¡Le había conocido él cada amante!
Pero no se trataba de eso. Lo que D. Elías quería demostrar era que
Rejoncillo no merecía ser subsecretario de Ultramar, al menos por
ahora.
-Pero
¿V. cree que tiene suficiente talla política para subsecretario?
Reyes
contestó con un gesto de indiferencia. Quería dar a entender que no
le gustaba la conversación por insignificante.
-¿Ha
estado aquí Celestino? -preguntó, por hablar de otra cosa.
-¡Pobre!
Sí.
-¿Se
ha quejado del palo?
-Es
un bendito. Él no dice nada; pero ese diablo de Enjuto sacó la
conversación; le preguntó si anoche le habían hecho salir al
escenario todavía... y él se puso colorado y dijo, que sí, entre
dientes, como si se avergonzara de los aplausos del público. La
verdad es que el artículo de Juanito no tiene vuelta de hoja; es
implacable, pero no hay quien las mueva; tiene razón; el drama es
malo, perro, y no merece más que el desprecio y la broma...
-Pues
bien aplaudió V. la noche del estreno...
-Diré
a V.: la impresión... así, la primera impresión... no es mala; y
como es amigo Celestino, y el público se entusiasmaba... pero Reseco
ha puesto los puntos sobre las ii.
¡Ese sí que tiente talento!
Otra
vez se le avinagró el gesto a Reyes. Sacudió un guante sobre la
mesa y se puso de pie. Aquella noche estaba inaguantable D. Elías;
no decía más que necedades. «No había peor bicho que el
aficionado de la literatura». Sin poder remediarlo, y después de un
bostezo, dijo Antonio:
-Reseco...
¡ps!... en tierra de ciegos... En París Reseco sería uno de tantos
muchachos de sprit,
aquí es el terror de los tontos y de los Celestinos.
D.
Elías admiraba al tal Reseco, aunque no le era simpático; pero la
opinión de Reyes, que venía de París, de vivir entre los literatos
de moda, le parecía muy respetable. Sí: Antoñico, como él le
llamaba delante de gente para indicar la confianza con que le
trataba; Antoñico frecuentaba en París las brasseries,
donde tomaban café, cerveza o chocolate o ajenjo notables
parnasianos, ilustres pseudónimos de la petite-presse
y de algunos periódicos de los grandes; Antoñico había sido
corresponsal parisiense de un periódico de mucha circulación, y el
tono desdeñoso con que hablaba en sus cartas de ciertas celebridades
francesas y españolas, había sobrecogido a don Elías, y le había
hecho traspasar poco a poco su consideración de aquellas
celebridades maltratadas al que las zahería. Cofiño siempre había
sido un poco blando en materia de opiniones, pero los años le habían
convertido en cera puesta al fuego. Cualquier libro, comedia,
discurso, artículo, o lo que fuese, le entusiasmaba fácilmente;
pero una opinión contraria expuesta con valentía, con desprecio
franco, y con dejos de superioridad burlona y desdeñosa, le
aterraba, le hacía ver un talento colosal en el que de tal manera
censuraba; dejaba de admirar el libro, comedia, discurso o lo que
fuese, para someterse al tirano, al crítico que había subvertido
sus ideas, y consagrarle culto idolátrico, mientras no hubiera mejor
postor: otro crítico más fuerte, más burlón, más desengañado y
más desdeñoso.
Comprendió
vagamente D. Elías que a Reyes le disgustaba, por lo menos aquella
noche, hablar de Reseco y hablar de Rejoncillo; y como la actualidad
del día eran la subsecretaría del uno y el palo que el otro le
había dado al pobre Celestino, y D. Elías difícilmente hablaba de
cosa que no fuese la actualidad literaria, o a lo menos política, de
los cafés, teatros, ateneos y plazuelas, pensó que lo mejor era
callarse y levantar la sesión. Y se puso en pie también,
preguntando:
-¿Viene
V. a Rivas?
-¿Al
estreno de Fernando? Antes la muerte. No, señor; tengo que hacer.
-Lo
siento. Yo... tengo que ir... ¡le cargan las zarzuelas de
Fernandito... pero tengo que ir... es un compromiso... Además,
tengo que recoger a Rita, que está en el palco de... (D. Elías se
turbó un poco, recordando lo que antes había dicho), en el palco de
Cenojiles.
-¿Con
Regina?
-Sí,
con la Marquesa... Conque, ¿no viene V.?
Antonio
vaciló.
-No
(dijo, después de pensarlo mucho); no... tengo que hacer... acaso...
allá... al final, a la hora del triunfo.
-O
de la silba...
-¡Bah!
Será triunfo... ¡Ya no hay más que triunfos! Hasta mañana, o
hasta luego...
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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