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lunes, 26 de agosto de 2013

El molino

Desde lejos no lo veríais, por que lo tapa densa cortina de castaños y grupos de sauces y mimbreras, cuyo fino verdor gris armoniza con la pálida esmeralda del prado. Pero acercaos, y os prende y cautiva la gracia del molino rústico; delante la represa, festoneada de espadañas, poas, lirios morados y amarilla cicuta; la represa, con su agua dormida, su fondo de limo en que se crían anguilas gordas y cuarreadoras ranas; luego, las cuatro paredes blancas de la casuca, su rojo techo, su rueda negruzca que bate el agua con sordo resuello y fragor... Y en la puerta, de pie, con las abiertas palmas apoyadas en las macizas caderas, iluminado el moreno rostro por los garzos ojos y los labios de guinda, empolvado a lo Luis XV el revuelto pelo rizoso, divisáis a Mariniña, la molinera, que mira hacia la vereda del soto, esperanzada de que no tardará en asomar por ella Chinto Moure...
Para ir al molino jamás faltan pretextos; siempre hay un ferrado de millo, un saco de trigo que moler con destino a la hornada de la semana. Los de la aldea ya lo saben: Chinto está dispuesto a desempeñar la comisión, dando las gracias encima. Provisto de una aguijada con que pica a su caballejo y de un luengo «adival» para amarrarle los sacos al lomo; descalzo en verano, calzado en invierno con gruesos borceguíes de suela de palo, Chinto emprende su caminata desde la parroquia de Sentrove hasta el molino de Carazás, por ver un rato a Mariniña y gustar con ella sabroso parrafeo, entre el revolar de las finas nubes del moyuelo y la música uniforme del rodicio que tritura el grano incesantemente.
¿Por qué, si tenían sus pensares tan juntos y sus corazones tan allegados como la blanca muela y el rubio maíz, no disponían casarse la Mariniña y el Chinto? Nadie lo ignoraba en la parroquia: Chinto no había entrado aún en suerte; y su terror del cuartel y del uniforme era tal, que si le tocaba un mal número, había resuelto largarse a la América del Sur en el primer barco que del puerto de Marineda saliese... Y aún por eso se burlaban y hacían chacota larga de Mariniña los mozos de Carazás y los de las circunvecinas parroquias, anunciándole que con un amante y esposo tan cobarde y apocado, mal defendidos andarían el día de mañana la mujer y el molino, mal cobradas las maquilas, mal reprimidos los intentos de retozo con la frescachona y rozagante molinera.
El exterior de Chinto no puede negarse que prestaba fundamento a estas suposiciones y augurios del porvenir. De estatura mediana, esbelto, con una cabeza ensortijada semejante a la de los santos del retablo de la iglesuela románica en que oyen misa los de Carazás, Chinto parecía linda doncella disfrazada con hábito de varón; su voz era suave; su acento, humilde; sus modales, tímidos y corteses. El trabajo del campo no había sido bastante para curtir su piel, y al entreabrirse su camisa de estopa descubría un blanco cutis, raso y terso, una dulce seda que enloquecía a Mariniña... Porque conviene saber que la molinera, aquella moza resuelta y enérgicamente laboriosa, «una loba», como decían las comadres del rueiro, se enternecía, se bababa de gusto, se moría, en fin de amor por el mozo delicado y aniñado -hasta afeminado podría decirse- que todas las noches andaba y desandaba la vereda del molino.
No es que a Mariniña le faltasen otras proporciones. Al contrario: mujer más rondada y pretendida no existía en tres leguas a la redonda, desde la orillamar y los puertecillos de pesca que bañan las plateadas ondas de la ría, hasta los cerros de Britón, donde empiezan a erguirse los rudos peñascos célticos entre sombríos pinares. No consistía tanto en las turgentes formas y las floridas mejillas de la molinera como en el maldito señuelo de la molienda, en la complicidad del rodicio, en la familiaridad de la maquila. En la aldea no hay «Casinos» ni «Veloces» no se sabe qué sean un sarao ni un raou; pero no os fiéis; lo que pasa en la corte entre paredes vestidas de seda, ocurre allí en el atrio de la iglesia a la salida de la misa mayor, en la «desfolla», en el campo de la romería o en las noches del molino...
Sobre todo en las noches del molino; en verano, a la clara luz de la luna; en invierno, a la dudosa claridad de la candileja de petróleo, conciértanse las voluntades y se teje la guirnalda de amapolas y manzanilla del rústico amor. La brisa, la aglomeración del trabajo, obligan a moler la noche entera, y esperando su saco se juntan allí rapaces y rapazas, cruzando coplas de enchoyada, vivo diálogo galante, de finezas y desdenes, de sátira y picardía, que a veces acompaña la pandereta en argentino repique. Y en la atmósfera caldeada del «salón» campesino, Mariniña reina y atrae las volun-tades: ya arisca, ya risueña; pronta a la chaza; instantánea en reprimir a los obsequiadores desmandados y sueltos de manos en demasía; activa y fuerte en el trabajo, animosa y de recios puños para erguir el saco lleno o ayudar a descargarlo y a vaciarlo..., no hay mozo, de los que al molino concurren, que no piense en la molinera, y no le profese ojeriza y tirria a Chinto, murmurando de él con frases despreciativas e irónicas: «¡Vaya un gusto raro, ir a antojarse de aquel papirrubio, de aquella madamita, a quien le venían las sayas antes que el calzón! ¡Uno capaz de desfondarse de miedo a la idea de servir al rey! ¡Uno que hasta no fumaba, ni gastaba navajilla ni «echaba palabras», ni el día de la fiesta cataba el aguardiente! ¡Un «papulito» que nunca había arrimado un palo a nadie, ni sabía romper una cabeza a golpe de bisarma!
La rabia de los desairados pretendientes contra el afortunado Chinto les inspiró una idea diabólica. Entraron en la conjura Santiago de Andrea, Mingos el de Sentrove, Carlos Antelo, Raposín... la «trinca» de calaverones de montera que solían recorrer las aldeas en son de parranda y tuna, pegando atruxos retadores y arrimándose a la cancilla de las raparigas casaderas para disparar coplas picantes... Sucedía esto allá por noviembre, cuando la senda que guía al molino se empapaba en rocío glacial, y las caídas hojas de los castaños formaban mullido tapiz, y los cendales de la niebla, envolviendo el paisaje en velo espeso, dejaban entrever las siluetas descarnadas de los árboles, parecidas a espectros de luengos brazos.
Sabedores los conjurados de que Chinto pasaría en dirección al molino a eso de la media noche, envolviéronse en blancas sábanas, encasquetáronse en la cabeza ollas con un par de agujeros cada una, y dentro, sendos cabos de vela de sebo; retorcieron haces de paja, y se apostaron en la linde del castañal, a la hora en que la luna se esconde y el mochuelo saluda a las tinieblas con su queja lúgubre.
Tardaba Chinto en llegar; no se oía rumor alguno en el sendero, sino a lo lejos el sollozo del molino, y el frío y la impaciencia producían honda desazón en los conspiradores. Al principio habían reído y bromeado, celebrando la ocurrencia, que era, como ellos decían, «una pava» preciosa. Remedar una procesión de fantasmas, de almas del otro mundo, la fúnebre «compaña», encender el cabo de sebo y los haces de paja y desfilar así ante el medroso Chinto..., ¡para reventar de risa! Pero transcurría la vigilia; el rocío, lento y helado, impregnaba los huesos; y a lo lejos fanfarroneaba el cántico del gallo..., y ni señales de Chinto. Empezaban a deliberar si convendría retirarse, a tiempo que allá, de lo oscuro del bosque, salió un gemido, una queja sobrenatural. Otra queja más doliente, si cabe, respondió a la primera, y los cabellos de los conspiradores se erizaron al divisar dos blancos bultos que surgían de entre los castaños y avanzaban lentamente con sepulcral majestad. Los más, remangando el sabanón, echaron a correr; Mingos, el de Sentrove, cayó accidentado; Carlos Antelo se postró de rodillas y empezó a confesarse y pedir perdón de sus culpas; Santiago de Andrea fue el único que quiso arremeter contra los aparecidos; y lo hiciera si una pedrada certísima, dándole en mitad de la frente, no le tumba en el suelo, medio muerto de veras...
Sábese todo en las aldeas, y a vueltas de mil supersticiosas invenciones y cuentos de «trasnos» y brujas, se averiguó la verdad, y se solazaron en el molino a expensas de los burlados burladores. Porque era la avisada y traviesa Mariniña, y era Chinto, por ella prevenido y aleccionado, quienes, con el disfraz de fantasmas y con un buen fragmento de cuarzo de la carretera habían dispersado la hueste y santiguado al de Andrea, el más terco de los rondadores que a la molinera asediaba. La rabia, el despecho, la vergüenza inspiraron al mozo un ansia terrible de vengarse, y de vengarse donde todos lo viesen, a la faz de la parroquia. Resolvió, pues, la primera noche que en el molino estuviese reunida gente bastante para servir de testigos, desafiar a Chinto y sentarle la mano a bofetadas y coces, hasta desbaratarle.
A tiempo que con tan sañudos propósitos entraba en el molino Santiago (pocos días después de Reyes), hallábanse Mariniña y su mozo ocupados en colocar un saco de harina, riendo tiernamente cuando sus dedos se tropezaban o sus rostros se aproximaban, en el calor de la tarea. Al punto conoció la molinera que el desdeñado y apedreado galán venía pendenciero, y con disimulada seña ordenó a Chinto que se apartase. La angustia y el temor de que pudiesen llegar los desquites a poner en riesgo la vida de Chinto, prestaron a Mariniña en aquel instante una rapidez de concepción y una energía de acción mayor aún de la acostumbrada. Encarándose con Santiago, y riendo y provocándole, le propuso loitar.
Esta costumbre de la lucha, que ya va desapareciendo, subsiste aún en algunas comarcas galaicas, resto quizá de un estado social belicoso en que la mujer combatía al lado del varón. Luchan todavía las mozas entre sí, y hasta desafían al mozo, degenerando entonces la batalla en deleitable juego. Pero desde el instante en que Santiago -cuya sangre ardía en tumultuosa ebullición- se arrodilló frente a Mariniña, también arrodillada, comprendió por instinto que aquella lucha no sería como otras; que iba de veras. Sólo con ver el movimiento de la moza al arremangarse, el brillo de sus ojos orgullosos, la rigidez de su talle, la dura barra de su entrecejo, se adivinaba la loita seria, en que se trata de derrengar al contrario, empleando todo el vigor de los músculos y toda la resolución del alma.
Mientras Chinto, pálido y tembloroso, se acogía a un rincón, los adversarios se asían de las manos, poniendo en tensión el antebrazo y acercándose hasta mezclar el afanoso aliento. Mozos y mozas, en corro, se empujaban por ver mejor, apostaban y discutían. Santiago desplegaba plenamente su fuerza, al notar que Mariniña, por momentos, le dominaba el pulso. Rojo el semblante, sudoroso el cutis, pugnaba el rapaz, en tanto que la amazona, firme y recia, sostenía su empuje ganando terreno. Tenerla así, tan cerca turbaba a Santiago, quitándole el sentido; y ella, indiferente, atenta sólo a vencer, aprovechaba el trastorno de su adversario, e insensiblemente se le imponía. Al fin giró en el vacío la muñeca derecha del varón; doblóse el brazo; el izquierdo también cedió al pujante impulso de la mujer..., y Santiago, dando el «pinche», fue lanzado hocico contra tierra, sujetándole la triunfante Mariñina que sin piedad, le hartaba de mojicones, le molía a puñadas en la nuca y en los lomos, le refregaba el rostro en el salvado y la harina que cubrían el piso, y no le permitía levantarse hasta que se confesaba rendido, vencido, dispuesto a aceptar la paz bajo cualquier condición que se le ofreciese.
Apenas se alzó Santiago, magullado, enharinado y con careta, Mariniña le sacó a la represa del molino, donde, mojando su delantal le lavó ella misma la cara. Y mimosa y dulce, como es siempre la gallega, por forzuda y briosa que la haya criado Dios, dijo a su enemigo derrotado:
-Por la madre que te ha parido no me has de espantar a Chinto, «pobriño», que el infeliz no sirve para hacer «barbaridás» como tú y más yo, y es un santo, sin mala intención, que con su sangre se pueden componer medicinas... Y si él es medroso, yo soy valiente, diaño... Y no he de casar más que con él, y si cae soldado, se vende el molino y se compra hombre... Si me tienes ley, Santiaguiño, con Chinto no te metas... ¿Palabra?
Suspiró el mozo, y acaso no sería porque le doliesen los arañazos ni los chichones, miró a Mariniña, toda roja aún de la lucha; le dio un cachete familiar, de cariño y resignación, y respondió lacónicamente, secándose con el pico del mandil que no se había humedecido en la represa:
-Palabra.

La Ilustración Artística, núm. 940, 1900

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El milagro del hermanuco

Para contrastes, el de la comunidad de Recoletas de Marineda con su hermanuco, donado o sacristán, que no sé a punto cierto cuál de estos nombres le cae mejor.
Son las Recoletas de Marineda ejemplo de austeridad monástica; gastan camisa de estameña; comen de vigilia todo el año; se acuestan en el suelo, sobre las losas húmedas, con una piedra por almohada; se disciplinan cruelmente; se levantan a las tres de la mañana para orar en el coro; hablan al través de doble reja y un velo tupido; para consultar con el médico no descubren la cara, y son tan pobres, que los republicanos carniceros o polleros del mercado y las lengüilargas verduleras, al ver pasar al hermanuco con la cesta, deslizan en ella el pedazo de vaca, el par de huevos, la patata, el cuarto de gallina, el torrezno, diciendo expresivamente: «Que sea para las madres, ¿eh?; para las enfermas.» Porque saben que siempre hay en la enfermería dos o tres recoletas, lo menos, y que si no lo reciben de limosna, no tendrían caldo, pues ni la regla ni la necesidad les permiten salir de bacalao y sardina.
No quedaban tranquilas, sin embargo, las caritativas verduleras, y lo probaba lo recalcado de la frase: «Que sea para las madres, ¿eh?» Porque así como se figuraban a las recoletas escuálidas, magras, amarillas y puntiagudas, así veían de rechoncho, barrigón, coloradote y enjundioso al donado.
Constábales, además -y a alguna por experiencia-, que el ejemplo de las madres surtía en el donado efectos contraproducentes, y que tanto cuanto eran las madres de castísimas, humildes, ayunadoras y sufridoras, era el donado... de todos los vicios opuestos a estas virtudes. No obstante, su humor jovial y bufonesco, sus cuentos verdes, sus equívocos, sus dichara-chos, sus sátiras, le habían granjeado cierta popularidad en puestos y tenduchos.
Referíanse de él gorjas enormes, convites burlescos en que hacía de mesa un ataúd y de servilleta una pierna de calzoncillo; escenas cómicas de exorcismos y conjuros en que sacaba los demonios del cuerpo a las mozas con un gancho de escarbar la lumbre... y otras mil invenciones que se reían a carcajadas, y que lejos de perjudicar al donado le formaban aureola.
Acaso la plebe, subyugada y confundida ante la sublimidad de las mártires recoletas, encontraba alivio y descanso festejando en el hermanuco al gremio de la pecadora Humanidad.
Había en cambio una clase de mujeres que profesaban al hermanuco ojeriza singular y declarada, y decían de él horrores: eran las beatas, cosa de docena a docena y media de vestigios que no sabían salir de la iglesia del convento de Recoletas y a quienes no les parecía buena y cabal la misa, la novena ni ninguna clase de devoción, sino dentro de aquellas cuatro paredes.
La antipatía entre el hermanuco y las beatas nació precisamente de que andaba rabiando por cerrar, para largarse a donde el diablo sabía. En vano recorría la iglesia repicando el manojo de llaves; en vano tosía y mondaba el pecho y describía semicírculos alrededor de las arrodilladas, pues éstas, como si lo hiciesen a propósito, con los ojos en blanco y las manos juntas, continuaban bisbisando sus interminables, sus kilométricos rosarios. Si el hermanuco se dejase llevar de su genio, claro está que les daría con la escoba como a las cucarachas; lo malo era que la madre abadesa le tenía severa-mente prohibida toda viveza, todo regaño, toda descortesía con aquellas recoletas seculares, y si fracasaban las insinuaciones, no había más que aguardar cachazudamente a que se acabasen los «misterios gloriosos», o el septenario, o la meditación.
Distinguíase entre las demás una devota, no solo por la morosidad de sus rezos, sino por su catadura y años. Era el rostro de doña Mariquita de aquellos que, según Quevedo, pueden servir a San Antonio de tentación y cochino: en mitad de la chupada boca quedábale un solo diente, largo, temblón, diente que había inspirado a un ingenio local esta frase: «Así como hay ojos que muerden, hay dientes que miran y hasta que hacen guiños.» Para no creer que doña Mariquita iba a salir volando por la chimenea, a horcajadas en una escoba, era preciso recordar su mucha piedad, su continua oración, su incesante persecución de confesores, su sed perpetua de agua bendita. Así y todo, el hermanuco la nombraba siempre «la bruja».
Es de saber que cada devota tenía en la iglesia de las Recoletas su rincón predilecto, y que el hermanuco, al hacer la diaria requisa antes de cerrar, sabía de fijo que a doña Petronila, verbigracia, la encontraría bajo las alas de San Miguel; a doña Regaladita Sanz, acurrucada ante el Corazón de Jesús, y a doña Mariquita, en monó-logo al pie del Cristo de la Buena Hora.
En esto de devoción, como en todo, hay gente afecta a nove-dades; y si Regaladita Sanz y otras de su escuela andaban siempre averiguando la última moda de la piedad y no hablaban sino de los Corazones, ni rezaban sino a esos cromos abigarrados que hoy se ven en todas las iglesias, las beatas del temple de doña Mariquita se atenían a las antiguas advocaciones y a las formas que ya van cayendo en desuso. Para doña Mariquita no había en las Recoletas más efigie que la del Cristo de la Buena Hora.
Segura estoy de que a mí me pasaría lo mismo, y si entro en la iglesia, flechada me voy también a la sombría capilla, de negra verja rechinante, y altar donde, sobre un fondo rojo oscuro, se alza la inmensa cruz, soste-niendo el cuerpo lívido, estriado de sangre, pendiente y desplomado sobre las crispadas piernas. Está el Cristo de la Buena Hora representado en ocasión de pronunciar alguna de las siete desgarradoras Palabras, pues tiene la boca entreabierta y la faz no caída sobre el pecho, sino un tanto erguida, con esfuerzo doloroso. No le falta la correspondiente enagüilla de terciopelo negro, bordada de plata, y bajo sus pies taladrados y contraídos, tres huevos de avestruz recuerdan la devoción de algún navegante.
Una sola lamparita mortecina alumbra la imagen y deja entrever -o dejaba, porque ahora se ha procedido a recoger estos ingenuos emblemas- ama-rillentos exvotos, brazos, piernas, figuritas de niños.
El nombre de Cristo de la Buena Hora da a entender, sin embargo, que lo que se pide a aquella efigie no es la salud del cuerpo, sino la del alma, la muerte no repentina, sino con arrepentimiento, con sacramentos, con todos los auxilios y remedios espirituales. Y esto solicitaba con tal fervor doña Mariquita -según las investigaciones del hermanuco, y por eso, como cada día estaba la buena hora más próxima y la gordivieja beata arrastraba las piernas con mayor dificultad cada día, también prolongaba más las oraciones y cada día obligaba al donado a cerrar más tarde: así es que el donado había llegado a aborrecer al vejestorio, y al cabo se propuso jugarle alguna pasada que le quitase el hipo de tanto rezuqueo.
Discurriendo y discurriendo, acabó por encontrar una traza a su parecer muy linda. El camarín del Cristo era bastante hondo y tenía acceso por la sacristía, y el paño o cortinaje que lo revestía estaba suelto, de modo que, trepando al altar, no era difícil quedarse escondido detrás del paño, de suerte que nadie pudiese sospechar allí la presencia de un hombre.
Habiendo ensayado la habilidad, el hermanuco esperó el momento en que, abierta la iglesia por la tarde, se aparecía doña Mariquita.
Todo sucedió según estaba prevenido. Cuando la devota se hincó de rodillas en el suelo de costumbre, el hermanuco, agazapado, la espiaba por un agujero hecho en la cortina.
Conviene no omitir una circunstancia, y es que aquel donado irreverente, mofador epicúreo de sacristía y volteriano de plazuela, solo sentía cierta aprensión muy parecida al respeto ante la efigie del Cristo de la Buena Hora. Hubiese preferido mucho que su maligna travesura tuviera por teatro la capilla del Arcángel o el altar nuevo de la Saleta. Hasta creo que al subir agarrándose a las piernas del Cristo, le temblaban un poco las suyas al donado. El deseo de venganza contra doña Mariquita pudo más que aquella medrosa impresión, y desde que vio llegar a la vieja saboreó anticipada-mente el placer del triunfo.
Dejó a la devota enfrascarse en su monólogo, prestando oído a fin de graduar mejor el efecto, y así que la vio con las manos enclavijadas y los ojos fijos en el rostro de la imagen; así que la oyó murmurar con ansia: «Señor mío Jesucristo, dame una buena horita, una buena horita», el maldito hermano se aferró bien, adelantó la cara hasta subirla a la altura de la del Cristo y, lentamente, con voz sepulcral y cavernosa articuló estas terribles palabras: «Tus oraciones no llegan a mí.»
Se oyó un golpe sordo. Doña Mariquita había caído al suelo.
El hermanuco, sin poderse reprimir, soltó la risa.
Transcurrieron dos minutos, tres, y ya ningún ruido turbó el silencio de la capilla. Entonces el hermanuco, algo alarmado, salió de su escondite y, bajándose, tomó en peso a la devota, al parecer privada de sentido.
Un recelo inexplicable se apoderó del burlador: corrió a la pila del agua bendita, mojó un pañuelo y lo aplicó a las sienes de la vieja. Ni por ésas; lejos de volver en sí, doña Mariquita pesaba cada vez más, como pesa el cuerpo muerto.
«¡Zambomba! -pensó-. ¿A que esta bruja me quiere dar un susto y se hace la desmayada?» Tomó una aguja del moño de doña Mariquita y se la afincó en un carrillo, primero suave, luego recio. Nada: como si la hubiese clavado en un tapón de corcho.
Gotitas de sudor frío asomaron en la raíz de cada pelo del hermanuco, que empezó a entrever la espantosa verdad.
Por no mirar a la difunta, que estaba más fea aún que de viva; por no verle en la sima de la abierta boca aquel único diente acusador, y también por el instinto de pedir socorro que nos asalta en las grandes congojas, el sacrílego hermanuco miró al Cristo como si le dijese: «Resucítame este estafermo, Señor; resucítame este estafermo, y haré penitencia, y seré honrado, piadoso, continente, sobrio y humilde.»
Al implorarle, y en medio de su turbación, el rostro de Cristo le pareció más importante, mucho más, que el de la beata; y de sus ojos airados, de sus labios entreabiertos, sintió caer una maldición solemne.

***
Así fue como las Recoletas de Marineda se quedaron sin hermanuco. Tuvo que dejar el oficio, porque no hubo fuerzas humanas que le moviesen a cruzar otra vez el umbral de la capilla del Cristo.
No por eso se convirtió. Al contrario, arreció en sus vicios y en sus maulas; pero repito que a la capilla, ni atado.
Y cuando oía nombrar la Buena Hora, un escalofrío le corría por la espalda. Hízose muy borrachín de aguardiente de caña, y al preguntarle las verduleras por qué andaba siempre chispo, respondía cínicamente:
-Porque así no sabe el hombre cuándo viene la hora.

«La Voz de Guipúzcoa», 15 de octubre de 1892. 

Cuentos de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El milagro de la diosa durga

La historia religiosa y la civil y militar se encuentran tan íntimamente enlazadas en los pueblos antiguos de la India, que ni la crítica intenta separarlas; los textos históricos se hallan en los libros sagrados; las mismas epopeyas tienen carácter teológico, y obra son de bramanes o sacerdotes. En una epopeya de las más difusas encuentro el relato del hecho sobrenatural que vais a leer, si lo leéis, y a meditar, si gustáis. De mi sé decir que me dejó buen rato pensativa.
La ciudad y estados de Kapala, florecientes bajo los reyes de la casa de Dapatamali, decayeron poco a poco de su antiguo esplendor, y en plazo relativamente corto vinieron a ser invadidos y sometidos por sus constantes enemigos los de Karmirti. Tributos onerosos, vejámenes intolerables, humilla-ciones continuas, las leyes y las instituciones, el comercio y la agricultura de Kapala sometidos a la fiscalización y a la avidez codiciosa del enemigo, todo esto tuvieron los kapaleños que sufrir y llevarlo en paciencia, pues al soberbio vencedor le parecía harto haberles dejado la vida salva. Es verdad que cuando aconteció a Kapala tal desventura, ya estaba muy abatida y desbaratada por culpa de la mala administración, rapacidad y desmanes de los exactores, y de infinitos vicios que se habían ido arraigando en su constitución y enfermándola, hasta producir una atonía que hizo a los kalpaleños indiferentes a su propio decaimiento y vergüenza.
Como si todas las manifestaciones del espíritu se agotasen a la vez en Kapala, cayó también en olvido la religión, y quedó aban-donado el maravilloso templo de la diosa Durga, emplazado al pie de la montaña de Sindoro, que es el Olimpo javanés, residencia favorita de los inmortales. Y se necesitaba que Kapala hubiese descendido tanto para que yaciese desierta la sacra montaña, poblada de arbustos en flor, regada por ríos y manantiales de deleitosa frescura, en cuyos remansos abrían los lotos azules, blancos y rosados, sus redondas y geométricas corolas; la montaña poblada de lindas apsaras (las ninfas de la mitología indostánica) y de aves canoras y dulces, cuyos gorjeos hacen insensible el transcurso de las horas, de los años y hasta de los siglos.
En la vertiente de la montaña alzábase la mole del templo de Durga, cuyas imponentes ruinas son aún hoy asombro de arqueólo-gos y viajeros. Salvada la puerta, lo primero que se divisa es la efigie colosal de la diosa, de aspecto venerando. Bajos los ojos como en misterioso éxtasis, y cubierta la cabeza por la alta mitra, en cuyo centro refulge enorme esmeralda; apoyados los pies en el lomo del toro Nandi, Durga tiende sus ocho brazos, y en cada uno de ellos lleva un atributo de sus enseñanzas y doctrinas. El primero empuña la cola de un búfalo, emblema de la agricultura; el segundo, una espada, que significa el heroísmo; el tercero el vaso sagrado, símbolo de la religión; el cuarto la maza, representación del vigor y la fuerza; el quinto la luna, imagen de la sabiduría; el sexto el escudo, que aconseja prudencia y ánimos para defenderse; el séptimo el estandarte, que es la Ley, y finalmente, el octavo agarra con brío y violencia los cabellos del muñeco Maikasur, personificación del vicio, ordenando así la diosa que no se omita el castigo de los culpables, tan necesario para ejemplo y escarmiento en las bien ordenadas repúblicas. Dentro no faltaban otras efigies de Durga, y se adoraban las de Siva y Ganesa.
Pena infundía ver el magnífico templo sin sacerdotes ni acólitos, vacío y mudo, invadido por las plantas parásitas que se agarran a la piedra y consuman su destrucción.
Aparte de las aves y de los reptiles, no quedaba dentro del santuario de Durga más ser viviente que un anciano solitario. Es verdad que valía por cien bramanes: la austeridad increíble de sus mortificaciones, que le habían desecado el cuerpo y consumido y destuetanado hasta los huesos, le tenían hecho una momia; pero tan comunicado con la esfera superior de Brama, que cuantas veces hincaba en el suelo su báculo, el seco tronco brotaba rama y flor, y que, sin sentirlo, a ratos se elevaba de tierra siete codos el penitente, con otros prodigios que despacio refiere la epopeya. La fama del santísimo Majamí, tal era su nombre, empezó a divulgarse, y llegando a oídos de tres kapaleños que no podían resignarse al triste estado presente de su nación, resolvieron peregrinar al santuario de Durga y pedir a Majamí consejo y a la diosa intervención eficaz.
Pertenecían estos tres últimos kapaleños patriotas a la casta de los chatrias o guerreros, que forma, después de los brahmanes o sacerdotes, la primer aristocracia de la India. Bien montados y llevando ofrendas para la deidad, se encaminaron a Sindoro al rayar la mañana, y salvando la odorífera selva y los lagos deliciosos, no tardaron en avistar las galerías de arcadas y las innumerables cupulillitas del vasto templo. Pasaron, sobrecogidos de religioso pavor, bajo la enorme puerta de entrada, en cuyas jambas hacen la guardia dos colosos armados de sendas porras; y dentro del patio, al pie de la estatua de la diosa, cruzado de piernas y mirándose al sitio en que debía estar el vientre -la posición en que suelen representar a los Budas-, calcinándose bajo un sol de fuego, hecho un pedazo de yesca o un tronco que abrasó el estío, vieron al santo Majamí, tan quieto, que un pájaro se había posado en su cráneo y sólo voló al ver aparecer a los tres chatrias.
-Grande y venerable asceta -dijo el que llevaba la palabra, hemos venido a turbar tu quietud y a interrumpir las místicas meditaciones que te ponen en contacto con las esferas divinas, para rogarte que te acuerdes del daño, desastre y acabamiento de nuestras comarcas y reino de Kapala, y ejercites el formidable poderío que te otorga tu santidad para obtener de la diosa Durga, en otro tiempo tan propicia a los kapaleños, que nos restaure. Únicamente Durga puede hacer un milagro que nos saque del abismo. Concentra tu voluntad y obtén de la diosa el favor que solicitamos.
Permanecía Majamí como si fuese labrado en piedra. Los chatrias, respetando su inmovilidad, se prosternaron y adoraron a Durga, admirando los atributos de sus ocho brazos y la esmeralda que en su mitra resplandecía como una esperanza dulce. Entonces, con imponente lentitud, los blancos ojos del solitario giraron en sus órbitas; su boca quemada y negruzca se abrió solemnemente; su esternón, en que se contaban las costillas apenas sujetas por la piel, jadeó para recobrar el ritmo de la respiración olvidada; y al fin, con voz discorde y cavernosa, como el chirrido de una puerta de oxidados goznes, murmuró gravemente:
-Contemplad, ¡oh chatrias!, los atributos de la diosa. ¡Ellos os dirán cómo se hacen los milagros!
No les contentó la respuesta, e insistieron. El gran Majamí podía solicitar de Durga milagrosa intervención: ¡el poder de la diosa era tan infinito! Entonces el penitente, levantándose con trabajo, y renqueando y vacilando bajo sus canillas huesosas, registró bajo el zócalo de la estatua y sacó un pez muerto, o mejor dicho, un pez seco ya, de tonos metálicos, momificado como el propio Majamí -un pez que parecía de estaño y cobre-, y se lo tendió a los chatrias, que no pudiendo comprender el sentido de tan raro presente, sin replicar lo tomaron.
-Durga os manda alimentaros de ese pez -declaró Majamí. Al sestear en la montaña lo asaréis... y el pez os dirá cómo se hacen los milagros.
Asaz mohínos se despidieron los tres kapaleños patriotas, comentando el regalo del pez y conviniendo en que Durga, airada o indiferente, no quería socorrer a Kapala. Con todo, a la primera parada bajo un grupo de limoneros y tamarindos, dócilmente encendieron una hoguera y arrimaron a la brasa el pez. Y, al caer sobre las ascuas, el pez empezó a hincharse, a esponjarse; sus metálicas escamas se hicieron flexibles; al cabo de pocos instantes, sus aletas se abrieron, se coloreó de rojo su abierta boca, palpitaron sus branquias, y ¡oh prodigio de Durga! el pez, de un brinco, saltó de la llama a la hierba, fresco, vivo, coleando.
-Durga nos manda imitar a ese pez -exclamó el primer chatria. He comprendido, hermanos míos: «¡Resucitemos!»

«Blanco y Negro», núm. 389, 1898. 

Cuentos de la patria

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El mechón blanco

Los oficiales de la guarnición se hacían lenguas de la hermosura de su Capitana generala. ¡Qué cutis moreno más fresco! ¡Qué ojos más lánguidos y más fogosos a la vez! ¡Cómo caían, velándolos con dulce sombra, las curvas pestañas! ¡Qué gallardo cimbrear el del gentil talle! ¡Qué andar tan airoso! ¡Qué arranque de garganta y qué tabla de pecho, bellezas apenas entrevistas en el teatro, al través de la mínima abertura del alto corpiño!
Porque es de advertir que la generala para irritar la imaginación y estimular con mayor fuerza la codicia de los varones, unía a su tipo meridional, provocativo y tentador, una gran reserva, un alarde de formalidad y recato sobrado aparente para no pecar algo de artificioso y postizo. Jamás se descotaba. Apenas usaba joyas. Vestía mucho de lana negra. No bailaba nunca. No sonreía a sus admiradores. Frecuentaba las iglesias, y en sociedad apenas cruzaba palabra con los menores de cuarenta años. Seria más bien severa, se la podía citar como tipo acabado del decoro. Y el caso es que no sucedía así, y que en torno de la generala flotaba esa tempestuosa atmósfera que rodea a las mujeres cuya virtud es un enigma propuesto a la curiosidad del público. ¿Acusaban de algo a la generala? ¿Había derecho para censurarla en lo más leve? No. Y, sin embargo, notábase vagas reticencias en la voz, en el gesto, en la frase de las mujeres cuando comentaban su modestia y retraimiento, de los hombres, cuando chasqueaban la lengua contra el paladar para declararla bocatto di cardinale.
Acaso sus mismas devociones y gravedades fuesen quienes conspiraban contra la pobre señora. Cuando se ponía la mantilla echando el velo a la cara y rosario en muñeca se dirigía a oír misa temprano, la sombra de la blonda hacía más apasionada su palidez, más relucientes sus pupilas, y todo aquello del rosario y del encaje tupido parecía ardid destinado a encubrir furtiva escapatoria amo-rosa. Los trajes de lana negra, en vez de ocultar sus formas las acentuaban más, destacando el meneo de su andaluza cadera. La seriedad era en ella un gancho, lo mismo que en otras la risa. Su empeño en rehuir las ojeadas de los galanes hacía que sus ojos, al cruzarse por casualidad con otros, muy insistentes, despidiesen un relámpago que en vano pretendían esconder las pestañas traidoras. Su piedad era un señuelo, un cebo su melancolía mal encubierta por la corrección, propia de la distinguida dama, que sabía guardar ante los mirones. Por último existía en ella -y eso sí que no podían negarlo sus defensores más resueltos- un pasado, un secreto, una cosa «que fue», una ceniza aún humeante depositada en el fondo del volcán de su corazón. No era suposición gratuita ni fantástica novela: la generala llevaba la señal, la cicatriz de ese pasado; cicatriz indeleble, delatora. Entre los cabellos negros como la endrina, copiosos y ondeados, que recogía en lo alto de la cabeza sencillo moño, la generala lucía, junto a la sien izquierda, blanquísimo mechón de canas.
La malicia de los provincianos es como el ardid del salvaje: instintiva, paciente y certera. Acecha diez años para averiguar lo que no le importa. Hace arte por el arte; eclipsa a la Policía y en cambio, obtiene el triunfo de comprobar que del mismo barro estamos amasados todos. Cruel, implacable, araña la herida para arrancar un grito de dolor que denuncie el punto donde sangra.
Así que los marinedinos dieron en sospechar que aquel mechón blanco sobre aquella cabellera de ébano podía tener su historia, buscaron ocasión de poner el dedo en la llaga y consiguieron cerciorarse de que habían dado en lo vivo. A la primera pregunta capciosa relativa al mechón, la generala, más blanca que la pared, cerró los ojos y estuvo a punto de caer desvanecida. Y siempre que se repitió el pérfido interrogatorio, pudo advertirse en la señora la turbación misma, idéntica angustia, igual sufrimiento.
Otro indicio más elocuente aún para los perspicaces indagadores fue cierta contradicción, de esas que pierden a un reo ante un tribunal. Al ser interrogada por la señora del auditor respecto al mechón blanco, la generala, temblorosa y en voz apenas perceptible, contestó:
-Nada..., consecuencia del tifus que pasé en Huelva.
Y pocos días después, siendo la preguntona la marquesa de Veniales, el general, que estaba presente, fue quién respondió, alentando a su mujer con imperiosa mirada.
-Del susto de ver venírsele encima un aparador inmenso cargado de loza, se le puso repentinamente blanco ese mechón.
¡Qué par de bases para la curiosidad marinedina! ¡La generala y su marido contradiciéndose; la generala y su marido, de acuerdo para encubrir la historia verdadera del mechón misterioso!
Desde aquel día, el general se vio observado con tanto empeño como su mujer. Ojos de microscopio, ojos omnilaterales, ojos de mosca se posaron en el digno militar para disecarle el alma.
Se estudió su carácter, se comentó su edad y su figura. El general frisaría en los cincuenta y siete; pero sanito como una manzana, derecho, entrecano, enjuto, sólo representaba cuarenta y cinco. Con su uniforme a caballo, aún podía atraer alguna dulce mirada femenina. Ni era calvo, ni tosía; contrastaba con su mujer por lo comunicativo y afable, y la risa franca de sus labios, adornados por limpio bigote gris, descubría dientes blancos y auténticos. En nada se parecía al tipo del esposo incapaz de disfrutar y defender el cariño de una mujer apetecible y bella. Era el hombre joven por dentro, vigilante del honor y sediento del amor, y que lleva espada al cinto para guardar su tesoro. Pues no obstante...
Una persona había en Marineda a quien los rumores, las nieblas y las conjeturas que iban espesándose en torno de la generala hacían pasar la pena negra. No era ningún ayudante de dorada cordonadura, ningún húsar de arqueado pecho; éstos se chuparían quizá los dedos tras la generala, más no sabían consagrarle la silenciosa devoción que le consagraba Rodriguito Osorio, hijo mayor de la marquesa de Veniales, mozo espigado ya. A los diecinueve años, con asomos de barba y más estatura y más cuerpo que el general, Rodriguito apenas conocía la maldad humana: habíase educado muy sujeto, muy en las faldas de su madre, y sus mejillas aún no habían olvidado los rubores de la niñez.
¿A qué detallar una vez más el conocido fenómeno de la pasión loca inspirada al adolescente por la mujer de treinta años cumplidos? Este caso se presenta en la vida real tan a menudo, que ya debe incluírsele entre las enfermedades de marcha fija, de crisis pronos-ticable, según las observaciones de la ciencia.
Rodriguito enfermó de mucho cuidado, siendo claro síntoma de la calentura el ansia de sublimar, de divinizar a la generala. Ocultaba el muchacho su mal como si fuese el pecado más vergonzoso -cuando realmente era el brote, en fragantes rosas, de su bella eflorescencia juvenil-, y oía los comentarios relativos al mechón con ímpetus de cólera unas veces; otras, con desaliento amargo. Si se atreviese a dar un escándalo, desharía a alguno de los maldicientes... sólo con apretar los dedos. Ya sentía rabiosa curiosidad por rasgar el velo del pasado de la generala; ya juzgaba sacrilegio el intentarlo siquiera; ya con infantil disimulo, torcía la conversación cuando su madre y las amigas de su madre discutían por centésima vez el secreto del mechón; ya, en los saraos de confianza de la Capitanía General, clavaba los ojos con doloroso éxtasis en aquel rasgo de plata que como pincelada trágica cruzaba la sien de la señora...
¿Adivinó ella lo que pasaba en el alma de Rodriguito? ¿Fue coincidencia de simpatía, fue capricho, fue necesidad de algo que la consolase del espionaje y la pública sospecha? La generala principió a fijar los ojos, a hurtadillas, en el hijo de la marquesa de Veniales... Hacíalo con tal disimulo, con tan hábil oportunidad, que sólo el venturoso Rodrigo pudo notarlo. Al pronto se creyó engañado por un casual encuentro de pupilas... Sin embargo, las ojeadas se repitieron tanto y fueron tan largas, tan intensas, tan elocuentes, tan propias para trastornar y enloquecer a quien ya no tenía por suyo el albedrío... ¡A todo esto, ni una palabra se había cruzado entre Rodrigo y la dama!
Una noche de invierno entró Rodrigo en la Capitanía antes que llegase nadie. La generala estaba sola, sentada ante un veladorcito, bordando; inclinaba la cabeza; la luz del quinqué bañaba su pelo y el mechón relucía como nieve. No hay seductor de oficio que tenga los desplantes de los novatos. La inexperiencia es madre de la osadía. Rodrigo miró alrededor, se convenció de que estaba solo, acercóse furtivamente, y en una de esas posturas que ni son arrodillarse ni sentarse que tienen algo de adoración y muchísimo de exceso de confianza echó a la generala los brazos al cuello y, delirando de felicidad, besó el mechón una y mil veces. Lo raro fue que la generala, en vez de rechazarlo, dejó caer la cabeza, suspirando, sobre el hombro del primogénito de Osorio.
Aquello duró un segundo. Las botas del ayudante rechinaban ya en el pasillo. Voces de señoras resonaban en la escalera. Separá-ronse los culpables, trocando una mirada insensata, sin freno, que lo decía todo. La generala volvió a bordar, derecha, grave y muda como siempre.
El héroe del sarao, aquella noche, fue el forastero presentado por la marquesa de Veniales: un sobrino suyo, que por influencias de su elevada parentela en la corte venía a Marineda a desempeñar un empleíto en Hacienda. Era el tal muchacho, elegante, de ameno trato, muy agradable danzarín y su presencia animó la reunión y alegró no poco a las señoritas marinedinas, siempre afligidas por el absentismo de los hombres. Al salir de la reunión, el forastero colmó la medida de la finura ofreciendo el brazo a su tía la marquesa. Francamente, lector, ¿no sospechas de qué hablarían tía y sobrino, hasta el portal de la casa de Veniales? ¿Del mechón blanco? ¡Naturalmente! Y el forastero hizo entrever el séptimo cielo a la señora, diciéndole con petulancia;
-¡El mechón blanco! Ya lo creo. Conozco su historia. ¿No ve usted que estando yo de oficial primero en la Delegación de Zaragoza, vivía allí el general con su mujer? Sólo que entonces era brigadier no más.
-¿De veras, Juanito? -balbució la marquesa, tartamuda de gozo. ¿De veras sabes la historia del mechón blanco? ¿No me la contarás, dí?
Hallábase ya en el portal y Rodrigo, que venía un poco rezagado, se incorporaba al grupo.
-Hoy no, tía... Es tarde y ustedes van a subir...
-Hijito..., si te parece, ahora. En un instante...
-Pues abreviaré -contestó resignadamente el forastero-. Esta señora tenía en Zaragoza... lo que usted puede suponer..., con un oficial de artillería, muy guapo. El marido se ausenta..., cuatro o seis días, y al volver, lo de cajón: recibe un anónimo... Malintencionados, que nunca faltan..., o despechados, que es lo más probable. Escena dramática, reconvenciones, amenazas, gritos de ella, protestas, juramentos, aquello de ¡soy inocente!, por aquí, y ¡me calumnian!, por allá. El marido, que es todo un hombre, la agarra, me la lleva delante de un Cristo y le dice: «Júrame aquí, ante Dios, que es falso lo que cuenta el anónimo». La mujer, muerta de miedo, sale por este registro: «Te lo juro por la vida de nuestra hija». Se me había olvidado: tenía una chica de cuatro años preciosa. Bueno, el marido se conforma; hay reconciliación y todo como una balsa. A las veinticuatro horas, la chiquilla con calentura; a las cuarenta y ocho, en el otro mundo, de una meningitis. Cuando la madre volvió a presentarse en público, lucía ese mechón de canas. Adiós, tía, que está usted de pie y en ese portal hay corrientes.
El forastero se volvió, y dando un grito de sorpresa, añadió:
-Tía... ¿Qué es esto? ¿No ve usted? Rodrigo se ha puesto muy malo. A ver..., yo le sostengo... Pero ¿qué le pasa a este chico?

«La España Moderna», almanaque 1892.

Cuento de marineda

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El mausoleo

Esto de las ambiciones humanas tie­ne mucho que observar. Cada quisque pone la mira en algo que quizá al veci­no le sería indiferente. Hay ambiciones generales; hay otras individuales, ex­trañas y. de difícil justificación, si no supiésemos que todas son igualmente vanas.
A pocos seguramente les desvelará lo que fué objeto de las constantes an­sias de un hombre, por otra parte sen­cillo y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño había fantaseado que sus despojos es­perasen el Juicio final encerrados en un mausoleo suntuoso, erigido en el ce­menterio de su ciudad natal, Repo­blada:
Este cementerio, para el cual se han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las cons­trucciones modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa re­gularidad. Una capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la mono­tonía del cuadri-longo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja. Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mez­quinos, que sugieren la idea de muer­tos asfixiados en la estrechez. Las lá­pidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo, cipreses; y sicomoros, no ha ad­quirido todavía el frondoso porte que tanto hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen ad­quirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.
Pues, con todo esto, Probo Gutiérrez anhelaba ocupar en el cementerio más feo del mundo un lugar de preferencia. Es de advertir que don Probo, no sé si por costumbre, por penitencia o por entretenimiento, era obligado acompañan­te de los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba las calles de la ciudad, a son de fagot y entre salmodias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su sombrero anti­cuado. Y los socios del Recreo, don­de Probo jugaba al tresillo, siempre que no se trataba de enterrar a al­guien, le gastaban la broma de decir­le que ni aún después de muerto que­daría franco de servicio, puesto que habría de figurar honrosamente en su entierro propio.
En sus diarias visitas al campo san­to, seguía don Probo con inexplicable interés la construcción de cenotafios y panteones, la colocación de lápidas y rejas. Comenzaba a estar de moda es­te género de lujo, y los edículos neo­griegos, románicos, góticos, al apiñarse, formaban el más incoherente revoltijo. Había columnas truncadas revestidas de hiedra; había cruces en que se en­redaban campanillas; había pirámides coronadas por un busto; había, inclu­so, estatuas o más bien monigotes, y el dorado de las verjas nuevas desafi­naba al sol como desafinaba la blancu­ra sacarina del recién esculpido alabas­tro italiano. Y don Probo sentía con más vehemencia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumen­to... Era la sed de inmortalidad que a veces acomete a los seres más predes­tinados al olvido, los cuales buscan la supervivencia en un afecto, en un co­razón, y, a falta de esto, en unas pie­dras amontonadas. Don Probo no tenía ni hondos cariños ni íntimas amista­des; solterón sin relieve social ni sen­timental, tímido y torpe con las muje­res, indiferente a todos, cuando desapa­reciese de entre los vivos sería como brizna de paja un día de aire. Acaso es­ta consideración, siempre mortificado­ra para el amor propio del aniquila­miento absoluto, explique el sueño mo­numental de don Probo. El olvido es forma del no ser, y él, don Probo, que­ría perpetuarse en granito y en bron­ce, ya que no en hijo, en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.
No le era fácil, por otra parte, infe­rir que su ilusión se realizase nunca. Atenido a mezquino sueldo, vivía estre­chamente, No era lo bastante loco pa­ra esperar en la lotería. No se le cono­cía; más familia que un hermano me­nor, un bala perdida, jugador y bo­rracho, que rodaba no se sabe por dónde. Y el carácter enteramente ideal de su gran aspiración la elevaba, pres­tándola radiaciones y luces de belleza inaccesible.
Por la ley que dispone que siempre muramos de lo mismo que llenó nues­tra vida, fué en una excursión al ce­menterio donde Gutiérrez López con­trajo la enfermedad que no perdona.
Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pulmonía vino pegando; en la casa de huéspedes no se extremó el cuidado en la asistencia..., y, por caso inaudito, pudo notarse que don Probo no seguía a pie un entierro, y que, contra su cos­tumbre, desempeñaba en una ceremo­nia el principal papel:
El mismo origen de la pulmonía trai­dora impidió que don Probo llevase nu­meroso acompañamiento, y que los po­cos del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por él estaban en la imposibilidad de devolverle la atención, y dos vivientes se retrajeron al saber que, camino del cementerio, se «gana­ba la muerte». El día era horrible, llu­vioso, glacial, tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo, un mar de fan­go, y los caballos del coche fúnebre, con los cascos, chapoteaban y salpi­caban agua cenagosa. Y allá fué, casi solitario, el constante acompañador.
El hermano perdulario había dicho por telégrafo que se enterrase a don Probo don toda decencia; pero temero­sos de un chasco desagradable, los com­pañeros de oficina no se atrevieron con la primera clase, y se dispuso la segun­da, un ataúd sencillo, un nicho sin lá­pida de mármol (lo indispensable y estricto). Al mismo tiempo que a don Probo, condujeron a su última morada a cierto usurero, detestado por la gen­te pobre, y a quien su viuda, más ava­ra que él, dispuso un entierro exacta­mente igual al de don Probo, en el ni­cho contiguo. Para resistir la tempera­tura y la humedad, albañiles y sepul­tureros se previnieron con buena ra­ción de caña; sorprendidos por el rá­pido anochecer invernal, confundieron los féretros, y en el nicho destinado al logrero depositaron el cuerpo de Gu­tiérrez López.
Seis meses después llegaba a la ciu­dad el hermano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza suerte le había sonreído, y se presentó con boato, des­empedrando calles, en su automóvil, y anunciando la resolución de erigir en el cementerio de Repoblada un panteón de familia, a todo coste. Quizá era es­te deseo de honores póstumos una pro­pensión característica de la casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismo que el formal y metódico, y se traía los pla­nos, el presupuesto, el arquitecto, has­ta operarios de Italia. Tratábase de un monumento original, destinado a cha­far a los restantes, en que se mezcla­ban los jaspes de color, las serpentinas, los vidrios policromos, hasta la cerá­mica, para una creación modernista sorprendente; donde se agotaba el te­ma de los letreros en asirio, la amapola somnífera, los cipreses formando pro­cesión de obeliscos, los girasoles, em­blema de inmortalidad, y los lotos, em­blema del sueño y del nirvana. Hubo quien censuró tal maravilla, y hasta la puso en solfa; hubo quien se extasió, y quien se escandalizó de que el mauso­leo careciese de emblemas religiosos, y después de acalorada polémica en la Prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel jeroglífico rematase en una cruz.
Ya terminado, sin faltarle requisi­to, vino el fundador e hizo trasladar a él solemnemente el cuerpo... del usu­rero, que ocupaba el nicho destinado a don Probo; mientras los restos de éste (frustrado allende la tumba en su pe­renne anhelo) continuaron disolviéndo­se olvidados en humilde nicho.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El martirio de sor bibiana

Vestida ya con el hábito blanco y negro de Santo Domingo, sor Bibiana, pasados los primeros fervores de novicia, sintió renacer aquella inquietud, aquella fiebre que la consumía sin cesar desde la adolescencia. Más allá del cumplimiento de sus votos, del rezo, de la minuciosa observancia de la regla, de la existencia tranquila y metódica del convento, entreveía algo diferente: un horizonte celeste y puro, y sin embargo, surcado por relámpagos de pasión, elementos dramáticos que aumentaban su belleza, encendiéndola y calde-ándola.
Mientras meditaba a la sombra de los cipreses tristes y las adelfas de rosada flor que crecían en el huerto conventual; mientras pasaba las gruesas cuentas del rosario y entonaba en el coro las solemnes antífonas, que resuenan hondas y misteriosas cual profecías, su espíritu volaba por las regiones del sueño y en su pecho ascendía poco a poco la ola de los suspiros.
Dos años hacía que sor Bibiana alimentaba secretamente aspiraciones quiméricas e indefinidas, cuando se supo en el convento que algunas hermanas dejarían la vida contemplativa por la activa, y saldrían a ejercitar la virtud en un hospitalillo cuidando enfermos y asistiendo moribundos. Fundado tal establecimiento por dos sacerdotes, sin más recursos que la caridad pública, el obispo, asociándose a la buena obra, les ofrecía el personal de enfermeras reclutado en los monasterios. Bibiana se brindó gozosa; al fin encontraba un camino que recorrer: la deseada senda de espinas, que a su corazón parecía de flores. Y desde el primer día se dedicó a la faena con una especie de transporte, derrochando salud y juvenil energía, encontrando un goce en las privaciones y un interés extraordinario en las más insípidas y monótonas labores del hospital. Con la sonrisa en los labios y el regocijo en los ojos, volaba de las salas de enfermos al ropero y al botiquín, del botiquín a la cocina, y sus manos pulcras, empalidecidas y blancas como azucenas en claustro, se encallecían y se ponían rojas al contacto de las cacerolas que fregaba, acordándose de San Buenaventura, el cual también fregó con sus manos de serafín la pobre cacharrería conventual. No tomaba descanso, no quería sentarse ni un momento, y en las cortas horas que consagraba al sueño indispensable, despertábase con sobresalto cien veces, recelando que la llamaba el quejido de un enfermo o el tilinteo de las llaves de la superiora.
No obstante, al año de asistir empezó a extinguirse el entusiasmo de sor Bibiana. No era que vigilias y fatigas rindiesen su cuerpo, era que lo invariable, constante y oscuro de la labor abrumaba su espíritu. Volvían a acosarla las mismas ansias que en el convento; volvía a soñar con algo que tampoco en el hospital encontraba. La senda de espinas no subía enroscándose hacía la cima del enhiesto monte; se desarrollaba uniforme, sin interrupción, por una planicie árida. Lo que hacía ella, Bibiana, igual podría hacerlo una sirvienta, una lega de ésas que como máquinas funcionan, sin sentir vehemente impulso de heroico sacrificio. Mudar apósitos, doblar ropa blanca, graduar medicamentos, hacer camas, acercar a los labios del enfermo la taza de caldo o el vaso de limonada refrescante parecíanle ya a sor Bibiana, adquirido el hábito, quehaceres caseros que se cumplen por rutina, con el alma a cien leguas y el pensamiento adormecido. La repetición del acto embotaba la fina percepción y gastaba el celo de Bibiana; sólo el sentimiento del deber la sostenía, y a cada orden de la superiora obedecía estrictamente, pero sin ilusión. Una voz, la voz tentadora de antes, le murmuraba allá dentro: «Bibiana... Hay algo más.»
Ocurrió que por aquel tiempo vino a ingresar en el hospital un enfermito, del cual las monjas, aunque tan hechas a ver dolores y males, se compadecieron profundamente. Era un niño de cinco años, con todo el brazo izquierdo devorado por horrible quemadura, atribuida a negligencia intencional quizá, de la indiferente madrastra que no había venido a verle ni una vez, abandonándole como a pajarillo que el temporal lanzó del nido al pie del árbol. Rubio y lindo, demacrado por tanto sufrir, el niño atrajo a las hermanas en derredor de la cama donde gemía. Eran mujeres; bajo el sayal latía su seno que pudo haber lactado, y las traspasaba de lástima tanta inocencia desamparada y torturada cruelmente.
Degenerada la llaga en mortal úlcera, amenazando la negra cangrena, era preciso cortarle el brazo entero a la criatura. Tenían las monjas húmedos los ojos y descolorida la faz cuando el médico dispuso que se trajese lo necesario para proceder inmediatamente a la operación. Y la superiora, enternecida, con voz de abuela a la cabecera de su nietecillo, preguntó si no había medio de salvar al enfermo sin aquella carnicería espantosa.
-Hay un remedio... -contestó el doctor-, pero... ¡si este niño tuviese madre! Porque una madre únicamente... Ya ve usted: era preciso cortarle a una persona sana y fuerte un trozo de carne para injertarla sobre la úlcera y dar vida a esos tejidos muertos. El medio es atroz... Ni pensarlo.
La superiora calló; pero sus ojos mortificados, marchitos, vagaron por el grupo de las monjas, entre las cuales muchas eran robustas y jóvenes. Aquellos ojos graves y elocuentes parecían decir: «¿No hay alguien que ofrezca su carne por amor de Jesucristo?» El silencio de la superiora fue contagioso: las hermanas, trémulas, sobrecogidas, no respiraban siquiera.
De pronto, una de ellas se destacó del círculo, y haciendo ademán de recogerse las mangas, exclamó con voz vibrante:
-¡Yo, señor doctor; yo, servidora!
¡Sor Bibiana, que si de algo temblaba era de gozo! ¡Por fin! Aquello era lo soñado, el dolor súbito, intenso, sublime, el valor sin medida, la voluntad condensada en un rayo; aquello el martirio, y allí, sostenida en el aire por brazos de ángeles, invisible para todos, para ella clara y resplandeciente, estaba la corona que descendía de los cielos entreabiertos!
Rodeaban a Bibiana sus compañeras santamente afrentadas y envidiosas; la superiora la abrazó murmurando bendiciones, y el médico, inclinándose respetuosamente, descubrió el brazo blanco, mórbido, virginal, de una gran pureza de líneas, y buscó el sitio en que había de coger la firme carne. Y cuando, hecha la ligadura, al primer corte del acero, al brotar la sangre, se fijó en el rostro de la monja, que acababa de rehusar el cloroformo, notó en la paciente una expresión de extática felicidad y escuchó que sus labios puros murmuraban al oído del operador, con la efusión del reconocimiento y la suavidad de una caricia:
-¡Gracias! ¡Gracias!

«El Imparcial», 11 octubre 1897.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El mandil de cuero

No creáis que esto que voy a referir sucedió en nuestros días ni en nuestras tierras, ni que es invención o ficción. Si encierra alguna moraleja aprovecha-ble, consistirá en que la historia tiene sentido y enseñanza. ¡Ay del género humano si la Historia se redujese a la opresión del débil por el fuerte, al triunfo de la violencia.
Erase que se era un rey de Persia, a quien muchos llaman Nemrod, pero que, según versiones más fundadas, debió de llamarse Doac, y fué matador sucesor de aquel Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto. Este Doac era mago, brujo y sabidor; pero, en vez de ejercer su ciencia según la habían ejercitado sus predecesores -fundando ciudades, enseñando y propagando artes e industrias, venciendo en singular batalla a los divos o genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el conocimiento del alfabeto y de los signos que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan al través de las edades el recuerdo de los hechos insignes-, el empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y destilar filtros y venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se deleitaba en el dolor, y los gemidos eran para él regalada música. Hasta el reinado de Doac, no sabían los persas cómo desgarra las carnes un haz de varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué enseñó, Doac a sus súbditos, la crónica responde que enseñó a azotar y ahorcar.
Cansado, sin duda, el Cielo, infligió a Doac un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana, al disponerse a gozar las delicias del baño, notó el rey que en cada hombro le había salido gruesa verruga, tamaña como un huevo y de la mismísima figura que una cabeza de serpiente: chata, verdosa, horrible.
Al principio no dolían las tales excrecencias; pero no tardaron en ulcerarse y causar atroz martirio, que determinaba en Doac accesos de rabia, siendo lo peor que, como no quería enseñar a los médicos ni a persona viviente su asqueroso alifafe, tenía que lavarse, curarse y vestirse solo, y atender a las úlceras con las plastas y ungüentos que encontraba en su repertorio mágico.
Desesperado ya de tantas recetas que habían salido vanas, y realizando nuevos conjuros, un día amaneció con la persuasión de que el único remedio eran los sesos de un hombre, aplicados calientes aún a las enconadas heridas.
No vaya nadie a asustarse de la ignorancia que esto acusa en los tiempos de Doac, pues aún en los nuestros hemos podido ver que se receta el redaño del carnero, el pichón abierto en canal y el trozo de carne de buey sobre el lupus. Que la sangrienta medicina sería algo eficaz se demuestra con que poco a poco fueron vaciándose las prisiones del reino de Persia; diariamente ejecutaban a dos presos para sacarles el meollo. Mas no hay en el mundo cosa que no se agote, y también los criminales encerrados; así es que, cuando faltó la ración de meollo fresco, se fijó un tributo de dos hombres por día, que cobraban sayones y verdugos enviados aquí y allí a requisar. Solían éstos elegir, entre las familias numerosas, el individuo enfermizo, deforme, imposibilitado, el viejo, el inútil. Y ocurrió que, enterándose Doac de esta circunstancia, montó en furiosa cólera, jurando que si seguían dándole el desecho y lo peor de los sesos de sus vasallos los degollaría a todos. Entonces los verdugos resolvieron sacrificar lo más florido de Yspahan, para dejar al rey satisfecho.
No se determinaron, sin embargo, a buscar víctimas entre la gente poderosa (magnates, empleados de la casa real); pero, en los primeros instantes, acordáronse de que un pobre herrero, llamado Cavé, tenía dos hijos como dos pinos de oro, gallardos en extremo y diestros en todos los ejercicios corporales; y pareciéndoles buena presa, los sorprendieron en la plaza pública, los degollaron, les abrieron el cráneo y llevaron a Doac su masa cerebral caliente todavía.
Hallábase Cavé trabajando en su forja, cuando los vecinos, entre compasivos e indiscretos, acudieron a darle la fatal nueva. Al pronto pareció como si el mísero padre no se hubiese enterado de la inaudita desventura que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo, escuchó la relación del atroz caso. De súbito, su pena estalló formidable, cual transporte de león que rompe la cadena y arranca de un zarpazo los hierros de la jaula. Lo que hizo salvar a Cavé fué saber que precisamente por ser sus hijos fuertes, inteligentes y hermosos los habían señalado para la cuchilla. «¡No dejarme ni siquiera uno para consuelo! ¡Ah! Juro por la luz eterna del sol que me vengaré!» Y el herrero, gritando así, blandía su enorme martillo, y al blandirlo, montañas de carne bronceada, endurecida por el trabajo, se acumulaban en su brazo desnudo y negro de escoria.
Desciñéndose el amplio mandilón de cuero que le protegía, Cavé lo ató a la punta de un palo, y con el mandil por estandarte y el martillo por arma, salió a la plaza, profiriendo clamores de maldición contra Doac. A la voz del, desesperado padre, sucedió un extraño fenómeno: los habitantes de Yspahan, que yacían aletargados y helados de miedo, recobraron energía, sacudieron la modorra; al ver que existía un hombre que se atrevía a enarbolar un estandarte, corrieron a rodearle locos de entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina, que el tirano sólo tuvo tiempo de huir vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.
Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército de más de cien mil hombres, y volvió dispuesto a disolver las hordas que un artesano capitaneaba y que tenían por bandera sucio y denegrido mandil de cuero. Pero avínole mal, porque el bordado guión de Doac, de seda y, oro, recamado de perlas, ostentando por emblema los siete planetas y la luna, hubo de retroceder ante el pedazo de suela que sólo lucía los estigmas del trabajo y las huellas del humano sudor, y la cabeza de Doac, goteando sangre, lívida, contraída por la mueca de la agonía, quedó hincada en el palo que sostenía el mandil de cuero, mientras las tropas de Cavé, habiendo despojado al tirano de sus vestiduras, se reían a carcajadas de las dos verrugas que en sus hombros figuraban cabezas de serpiente...
Al ser saludado rey por su ejército, el herrero se negó rotundamente a aceptar, la corona. El mismo señaló para reinar al príncipe Feridún, que después fué un gran monarca y un sabio profundo, y enseñó a los persas la astronomía, la medicina y la botánica. La única gloria que cupo a Cavé, el herrero, se cifró en su mandil, que Feridún tomó por estandarte regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún, sin falso rubor ni respetos humanos, colocaba ante sí aquel trozo de suela que representaba la santidad del trabajo y la protesta contra la injusticia y el abuso del poder, era como si llevase un talismán: tenía la victoria segura. Cuando se avergonzaba del mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse perdido en las revueltas y vicisitudes de la invasión griega el mandil, símbolo de que no debe el monarca colmar la copa de la iniquidad para que no se desborde la de la ira celeste; por haber desaparecido, digo, el estandarte de Cavé y su tradición de independencia, llegaron los persas, pueblo nobilísimo en su origen y de altas facultades intelectuales, al atraso, al servilismo y a la abyección en que hoy se pudren.

Cuento antiguo


1.005. Pardo Bazan (Emilia)