Una mañana
del mes de septiembre de 1850, el viejo pintor de marinas Andrés Cappelmans,
mi digno maestro, y yo, fumábamos tranquilamente nuestra pipa sentados junto a
la ventana de su estudio, en el último, piso de la vieja casa que hace el
rincón a la derecha de la calle de los Bramantinos, sobre el puente de Leidem,
y bebíamos un vaso de cerveza a nuestra salud.
Yo tenía
entonces dieciocho años, la cabeza rubia y sonrosada. Cappelmans se acercaba a
los cincuenta; su gruesa nariz roja iba tomando matices azulados, sus sienes
plateaban, sus ojillos grises se arrugaban y gruesas arrugas surcaban, sus
mejillas morenas. En vez de la pluma de gallo, que antaño era su orgullo y su
gloria, acababa de adornar su fieltro gris con una simple pluma de cuervo.
El tiempo
era soberbio. Enfrente de nosotros el viejo Rin desen-rollaba su cinta azul;
algunas nubes blancas nadaban por el cielo. El puerto, con sus grandes barcos
negros y las velas colgando, dormía por debajo. El sol se reflejaba sobre las
ondas azuladas y centenares de golondrinas surcaban el aire.
Estábamos
sentados, soñando, y el alma sumergida en sentimi-entos. Las grandes hojas de
vid que hacían marco a la ventana temblaban al impulso de la brisa; una
mariposa se elevaba y un vuelo de gorriones ruidosos se lanzaba en su
persecución. Más abajo, sobre el tejado de la tienda, un gato rojizo, muy
gordo, se había parado y balanceaba la cola con aire meditativo.
Nada más
tranquilo que este espectáculo; y, sin embargo, Cappelmans estaba triste y
preocupado.
-Señor
Cappelmans -le dije de pronto, parece que se aburre usted.
-Es verdad
-dijo, estoy melancólico como un burro apaleado.
-¿Y por
qué? El trabajo va bien. Tiene usted más pedidos de los que puede cumplir y
dentro de quince días son las ferias.
-He tenido
un sueño malo.
-¿Cree
usted en los sueños, maestro?
-Yo no
estoy seguro de que sea un sueño, Cristián, puesto que tenía los ojos abiertos.
Y luego,
vaciando su pipa en el reborde de la ventana, añadió:
-Sin duda,
habrás oído hablar de mi viejo camarada Van Marius, el famoso pintor de
marinas, que sentía el mar como Ruysdael sentía el campo; Van Ostade, la aldea;
Rembrandt, los interiores sombríos; Rubens, los templos y los palacios. Era un
gran pintor. Enfrente de sus cuadros nadie decía: es hermoso, sino, el mar es
hermoso, es grande y terrible. No se veía el pincel de Van Marius, sino que la
sombra misma de Dios se extendía sobre el lienzo. Oh, el genio..., el genio es
un don sublime, Cristián.
Cappelmans
se calló, los labios apretados, el ceño fruncido, las lágrimas en los ojos.
Era la
primera vez que le veía conmovido de esa manera, y me extrañaba.
Al cabo de
un instante siguió diciendo:
-Van
Marius y yo habíamos trabajado juntos en Utrecht, en casa del viejo Ryssen;
estábamos enamorados de las dos hermanas, pasábamos juntos las veladas en la
taberna de las Ranas como dos hermanos. Más tarde entramos juntos en Leiden
cogidos del brazo. Van Marius no tenía más que un defecto. Le gustaba la
ginebra y el skidan y, además, el ale y el porter. Si eres justo conmigo,
Cristián, habrás de confesar que nunca me he emborrachado más que de cerveza.
Por eso estoy tan bien de salud. Desgraciadamente, Van Marius se emborrachaba
con ginebra. Todavía, si no la hubiese bebido más que en la taberna, menos
mal; pero se mandaba llevar ginebra al estudio y no trabajaba con entusiasmo
hasta que no tenía una buena dosis en el estómago y que se le saltaban los
ojos. Había que verle entonces, había que oírle gruñir, cantar y silbar.
Mientras rugía como el mar, cepillaba el lienzo a golpes; de una pincelada levantaba
una ola; a cada silbido que salía de sus labios veíanse las nubes acercarse,
agrandarse, amontonarse. De repente agarraba el pincel del bermellón y el rayo
surgía del cielo negro y caía sobre las aguas verdosas como un chorro de plomo
fundido... y en la lejanía, por debajo de la bóveda obscura, muy lejos, muy lejos,
se descubría una barquilla, un velero u otro barco cualquiera, aplastado entre
las tinieblas y la espuma... Era espantoso... Cuando Van Marius pintaba escenas
más tranquilas, mandaba venir al estudio al viejo Coppelius y le hacía tocar
el clarinete, pagándole dos florines por día. Mezclaba la ginebra con ale y
comía salchicha para representar escenas campesinas. Ya comprenderás, Cristián,
que con semejante régimen tenía que echar a perder su salud. Yo le decía muchas
veces: «Ten cuidado, Juan, que la ginebra puede darte un disgusto.»
Pero,
lejos de escucharme, entonaba una canción báquica con voz atronadora y acababa
siempre por imitar el canto del gallo. Su placer favorito era imitar el canto
del gallo. Así, por ejemplo, en la taberna, cuando había vaciado su vaso, en
lugar de golpear en la mesa como todo el mundo para llamar a la criada, él agitaba
los brazos y lanzaba al aire sus kikirikí, hasta que le hubiesen vuelto a
llenar el vaso.
Hacía
mucho tiempo que Marius me hablaba de su obra maestra, La pesca milagrosa. Me
había enseñado los primeros bosquejos, que me habían maravillado, cuando un
buen día desapareció súbitamente de Le¡den y desde entonces nadie ha tenido
noticias suyas.
Cappelmans
interrumpió su narración y permaneció unos instantes sumido en el ensueño.
Luego volvió a encender su pipa y prosiguió:
-Ayer
noche estaba yo en la taberna del Jarro de Oro, acompañado del doctor Roemer,
de Eisenloeffel y de cinco o seis viejos camaradas. Hacia las diez, no sé con
qué ocasión, Roemer empezó a hablar contra las patatas, declarando que
constituían el azote del género humano; dijo que desde el descubrimiento de
las patatas, los aborígenes de América, los irlandeses, los suecos, los
holandeses y, en general, todos los pueblos que beben muchos licores, habían
dejado de representar como antes un papel principal en el mundo y se
encontraban reducidos al estado de ceros a la izquierda. Atribuía esta
decadencia al aguardiente de patata; y al escucharle, no sé por qué singular
evolución de mi espíritu, el recuerdo de Van Marius acudió a mi memoria: «Pobre
viejo -pensé, ¿qué estará haciendo ahora? ¿Habrá terminado su obra maestra?
¿Por qué diablo no da noticias suyas?»
Mientras
reflexionaba en estas cosas, entró en la taberna el sereno Zaelig para
avisarnos de que era tiempo de volver a casa, pues estaban dando las once de la
noche. Volví, pues, a casa, con la cabeza un poco pesada. Me acosté y me quedé
dormido.
No había
transcurrido ni una hora, cuando Brígida, la bordadora de enfrente, prendió
fuego a sus cortinajes y empezó a gritar: «¡fuego! ¡fuego!» Oí gente que
corría por la calle, me incorporé, abrí los ojos y ¿qué es lo que vi? Un gran
gallo negro, subido en un caballete, en medio de mi estudio.
En un
instante las cortinas de la vieja loca habían ardido y se habían apagado por sí
solas. Todo el mundo se iba, riéndose. Pero el gallo negro seguía siempre en
su sitio, y como la luna brillaba entre las torres del Ayuntamiento, pude
contemplar con toda claridad el singular animalejo. Tenía grandes ojos
amarillos envueltos en un círculo rojo y se rascaba la cabeza con una pata.
Estaba
observándole desde hacía diez minutos al menos, preguntándome por dónde había
podido aquel extraño animal colarse en mi estudio, cuando, alzando la cabeza,
empezó a hablar y me dijo:
-¿Cómo,
Cappelmans, no me conoces? Pues yo soy el alma de tu amigo Van Marius.
-¿El alma
de Van Marius? -exclamé. ¿Van Marius está, pues, muerto?
-Sí -respondió
el gallo con aire melancólico; se acabó, viejo amigo. He querido jugar el
partido decisivo contra Herodes Van Gambrinus. Hemos estado bebiendo dos días
y dos noches sin parar. Por la mañana del tercer día, cuando la vieja Judit
apagaba las velas, caí debajo de la mesa. Ahora mi cuerpo descansa sobre la
colina de Osterhaffen, frente al mar, y ando en busca de un nuevo organismo en
quien encarnar. Pero no es de esto de lo que se trata. Vengo a pedirte un
favor, querido Cappelmans.
-¡Un
favor! Habla..., todo lo que un hombre pueda hacer lo haré yo por ti.
-Bien,
bien -replicó, bien; estaba seguro de que no me negarías lo que te pido. Pues
bien, he aquí la cosa. Has de saber, querido Cappelmans, que había ido a la
ensenada de los arenques expresamente para terminar La pesca milagrosa. Por
desgracia, la muerte me ha sorprendido antes de poder dar la última mano a
esta obra... Gambrinus la ha colgado como un trofeo en el fondo de su taberna y
esto me llena de amargura. No quedaré contento hasta que el cuadro esté
terminado y vengo a rogarte que tú lo termines. ¿Me prometes hacerlo, verdad,
Cappelmans?
-Te lo
prometo, Juan; puedes estar tranquilo.
-Entonces,
buenas noches.
Y diciendo
esto, el gallo empezó a aletear y atravesó uno de los cristales de la ventana,
haciendo un ruido seco, pero sin romperlo.
Después de
haber hecho esta narración tan extraña, Cappelmans dejó su pipa sobre el
reborde de la ventana y vació su vaso de un solo trago.
Permanecimos
mucho tiempo silenciosos mirándonos uno a otro.
-¿Y usted
cree que ese gallo negro era realmente el alma de Van Marius? -dije, por fin,
al buen hombre.
-¿Que si
lo creo? -replicó; es decir, que estoy seguro de ello.
-Pero entonces,
¿qué piensa usted hacer, maestro?
-Es muy
sencillo; voy a partir para Osterhaffen. Un hombre honrado no tiene más que una
palabra; he prometido a Van Marius terminar La
pesca milagrosa y la terminaré cueste lo que cueste. Dentro de una hora
Van Eyck el tuerto debe venir con su carretilla en busca mía.
Dicho
esto, calló, y mirándome con los ojos muy abiertos, me dijo:
-Y ahora
que caigo, debieras acompañarme, Cristián; es una ocasión magnífica para ver
la ensenada de los arenques. Además, nadie sabe lo qué puede suceder y me
gustaría que estuvieses a mi lado.
-A mí
también me gustaría, maestro; pero ya sabe usted cómo es mi tía Catalina. No me
dejará ir.
-Tu tía
Catalina... voy a decirle ahora mismo que es indispensable para tu instrucción
ver algo de costa. ¿Qué pintor de marina es ese que no sale jamás de los
alrededores de Leiden y que no conoce más que el puertecito de Kalwyk? Vamos,
es absurdo. Desde luego, vienes conmigo, Cristián.
Mientras
hablaba de esta manera aquel hombre excelente vestía su casaca roja, y
cogiéndome por el brazo, me llevó gravemente a casa de mi tía.
No os
contaré las discusiones, las objeciones, las réplicas de mi maestro Cappelmans
para decidir a mi tía Catalina a que me dejara marchar con él. Pero el hecho es
que acabó por vencer todos los obstáculos y que dos horas más tarde nuestro
coche corría hacia Osterhaffen.
Nuestra
carretela, tirada por un caballito de Zuyderzée, de cabeza gorda, piernas
cortas y peludas y el lomo cubierto por una vieja piel de perro, corría desde
hacía tres horas a la ensenada de los arenques, aunque no parecía adelantar
una pulgada.
El sol
poniente proyectaba sobre la llanura húmeda inmensos reflejos purpúreos; las
charcas brillaban y alrededor de ellas se dibujaban en negro los juncos, las
cañas y las asperillas que crecen junto al agua.
Pronto
desapareció la luz y Cappelmans, saliendo de su ensueño, exclamó:
-Cristián:
envuélvete bien en tu casacón, baja las alas de tu sombrero y hunde los pies en
la paja. Arre, Barrabás, que andamos a paso de carreta.
Y al mismo
tiempo le daba un tiento a su jarra de skidam. Luego, limpiándose los labios
con el reverso de la mano, ofrecíamela diciendo:
-Bebe un
trago, para que la niebla no se te meta en el estómago. Es una niebla salada,
la peor de todas en el mundo.
Pensé que
debía practicar el consejo de Cappelmans, y el licor me puso de pronto de buen
humor.
-Querido
Cristián -dijo el viejo maestro reanudando la conversación después de un
momento de silencio, puesto que tenemos para cinco o seis horas de niebla, sin
más distracción que fumar pipas y escuchar el chirrido de la carreta, hablemos
de Osterhaffen.
Entonces
el buen hombre empezó a hacerme la descripción de la taberna llamada la Olla
de Tabaco, la mejor surtida de cervezas fuertes y de licores espirituosos de
toda Holanda.
-Está
situada -me dijo- en la callejuela de los Tres Zuecos. Se la reconoce desde
lejos por su ancho tejado plano. Sus ventanucas cuadradas, a flor de tierra,
dan sobre el puerto. Enfrente se alza un gran castaño de Indias. A la derecha,
el juego de bolos está adosado a un viejo muro cubierto de musgo, y detrás, en
el corral, viven mezclados centenares de aves, ocas, gallinas, pavos y patos,
cuyos gritos forman un concierto sumamente regocijado.
En cuanto
a la sala grande de la taberna, no tiene nada de extraordinario. Pero allí,
bajo las vigas pardas del techo, en medio de una nube de humo azul, tiene su
trono en un mostrador de forma de tonel el terrible Herodes Van Gambrinus,
apodado el Baco del Norte.
Este
hombre se bebe él solo dos barriles de porter; el ale triple y el lambic pasan
a su estómago ,como si cayesen en un embudo de hojalata. Solamente la ginebra
puede con este hombre.
Desgraciado
el pintor que pone los pies en aquel infierno. Te juro, querido Cristián, que
más le valiera no haber nacido. Las jóvenes sirvientas de largas trenzas rubias
se apresuran a servirle y Gambrinus le alarga sus manos velludas, pero es para
robarle el alma; el desgraciado sale de allí como los compañeros de Ulises
salieron de la, caverna de Circe.
Cuando
hubo dicho estas cosas con aire grave, Cappelmans encendió su pipa y se puso a
fumar silenciosamente.
En cuanto
a mí, quedé sumido en la melancolía y una tristeza insuperable penetraba en mi
alma. Me parecía aproximarme a un abismo peligrosísimo, y si me fuera posible
saltar de la carreta -Dios me perdone- hubiera abandonado al viejo maestro a
su arriesgada empresa.
Pero lo
que me contuvo también fué la imposibilidad de regresar por entre las charcas
desconocidas en la noche sombría. Tuve, pues, que abandonarme a la corriente
del destino y sufrir la funesta suerte que ya preveía.
Hacia las
diez el maestro se durmió. Su cabeza empezó a vacilar y a golpear sobre mi
hombro. Yo me mantuve firme más de una hora. Pero, al fin, el cansancio me
venció y me quedé también dormido.
No sé
cuánto tiempo llevaríamos descansando, cuande la carreta se detuvo bruscamente
y el cochero gritó:
-Hemos
llegado.
Cappelmans
lanzó una exclamación de sorpresa, mientras un temblor recorría mi cuerpo desde
la cabeza hasta los pies.
Mil años
que viviera, quedaría presente sin cesar en mi memoria la taberna de la Olla de
Tabaco, con sus ventanillas refulgentes y el gran tejado que baja hasta pocos
pies del suelo.
La noche
era obscurísima. Rugía el mar a unos cien pasos detrás de nosotros y, por
encima de sus clamores inmensos, oíase el quejido gangoso de una gaita.
Por las
tinieblas veíanse danzar siluetas grotescas en los cristales de la barraca.
Dijérase un juguete de niño, una linterna mágica, un pastelón construído allí
durante la noche para burlarse de la formidable escena.
El
callejón fangoso, alumbrado por una linterna de cuerno, dejaba entrever figuras
extrañas que avanzaban y retrocedían en la sombra, como ratas en una
alcantarilla. El ritornello seguía sin cesar murmurando, así como el rumor
gangoso, y el caballejo de Van Eyck, con la cabeza baja y los pies en el barro.
Cappelmans abrochaba su gran saco sobre sus hombros, tiritando de frío. La
luna, envuelta en nubarrones, miraba al través de algunos huecos luminosos.
Todo aquello confirmaba mis aprensiones e infundía en mi; alma una tris-teza
invencible.
Íbamos a
bajarnos del coche, cuando de entre las sombras surgió bruscamente un hombre de
elevada estatura, tocado de un gran chambergo, barbilla recortada en punta, el
cuello caído sobre el jubón de terciopelo negro y el pecho adornado con una
triple cadena de oro a la manera de los antiguos artistas flamencos.
-¿Es
usted, Cappelmans? -dijo aquel hombre cuyo perfil severo se dibujaba sobre los
cristales de la taberna.
-Sí,
maestro -respondió Cappelmans estupefacto.
-Tenga
usted mucho cuidado -respondió el desconocido levantando un dedo; tenga usted
mucho cuidado, el matador de almas le espera.
-Esté
usted tranquilo. Andrés Cappelmans cumplirá con su deber.
-Está
bien, es usted un hombre; el espíritu de los viejos maestros está con usted.
Dicho
esto, aquel hombre extraño desapareció en las tinieblas, y Cappel-mans, muy
pálido, pero con ademán firme y resuelto, descendió del carrillo.
Yo le
seguí con más turbación de la que me fuera posible describir.
Unos
rumores vagos se elevaban entonces de la taberna. Ya no se oía el canto de la
gaita.
Entramos
en la pequeña avenida obscura y al cabo de pocos instantes, mi maestro, que iba
delante, se volvió y me dijo al oído:
-Atención,
Cristián.
Y diciendo
esto empujó la puerta. Debajo de los jamones, de los arenques y de los
embutidos que colgaban de las vigas negras, vi un centenar de hombres tentados
alrededor de largas mesas colocadas en fila. Los unos estaban acurrucados como
ídolos chinos, con los hombros encorvados. Los otros, con las piernas abiertas,
el sombrero ladeado y apoyados contra la pared, lanzaban al techo bocanadas de
humo en torbellino.
Todos
parecían reírse. Todos tenían los ojos medio cerrados, las mejillas surcadas
por grandes arrugas, y parecían sumergidos en una especie de beatitud profunda.
A la
derecha, una enorme chimenea de leña llameante lanzaba sus regueros de luz de
un extremo al otro de la sala. Por ese lado la vieja Judit, larga y seca como
un mango de escoba y con el rostro de color rojo púrpura, agitaba en medio de
las llamas una gran sartén en la cual chirriaba una fritura.
Pero lo
que sobre todo me llamó la atención fué la persona misma de Herodes Van Gambrinus,
sentado en su mostrador un poco hacia la izquierda y tal como me lo había
pintado mi maestro, con las mangas de la camisa remangadas hasta por encima del
codo, mostrando al aire sus brazos peludos, moviéndose por entre las jarras
relucientes, las mejillas enormes apoyadas sobre los puños formidables, con la
espesa pelambrera roja enmarañada y la larga barba amarillenta derramándose
sobre su pecho. Contemplaba con ojos soñolientos el cuadro de La pesca
milagrosa, colgado en el fondo de la taberna, puesto encima del pequeño reloj
de madera.
Estaba
mirándole desde hacía algunos segundos, cuando por fuera, no lejos de la
calleja de los Tres Zuecos, se oyó la trompa del sereno, y en el mismo instante
la vieja Judit, agitando la sartén, empezó a decir con voz irónica:
-Las doce
de la noche. Hace doce días que el gran pintor Van Marius descansa en la colina
de Osterhaffen y el vengador no llega.
-Aquí está
-exclamó Cappelmans adelantándose hacia el centro de la sala.
Todos los
ojos se dirigieron hacia él, y Gambrinus, habiendo vuelto la cara, empezó a
sonreír, acaricián,tose la barba.
-¿Eres tu,
Cappelmans? -dijo en tono de guasa. Te esperaba. ¿Vienes en busca de La pesca
milagrosa, verdad?
-Sí
-respondió mi maestro. He prometido a Van Marius que terminaría su obra. La
quiero y la tendré.
-La
quieres y la tendrás, dices -replicó Gambrinus; me parece que hablas
demasiado, camarada. ¿Sabes tú que yo la he ganado con la jarra en la mano?
-Lo sé, y
con la jarra en lamano quiero recobrarla.
-Entonces
estás bien decidido, por lo visto, a jugar el gran partido.
-Sí, estoy
decidido, ruego a Dios que me auxilie y con su ayuda mantendré mi palabra o
rodaré debajo de la mesa.
Los ojos
de Gambrinus se iluminaron.
-Ya lo
habéis oído -exclamó dirigiéndose a los bebedores, es él quien me desafía.
Hágase su voluntad.
Después,
volviéndose hacia mi maestro Cappelmans, añadió:
-¿Quién es
tu juez?
-Mi juez
es Cristián Rebstock -dijo Cappelmans, haciéndome señas de adelantarme.
Estaba
conmovido y tenía miedo.
Al punto,
uno de los que estaban allí presentes, Ignacio Van den Srock, burgomaestre de
Osterhaffen, tocado de una gran peluca de estopa, sacó de su bolsillo un papel
y, con tono de pedagogo, leyó:
-El
curador de los biberones tiene derecho a ropa blanca, vaso blanco y vela
blanca. Que se le sirva.
Una criada
alta y roja acudió y colocó todas esas cosas a mi derecha.
-¿Quién es
tu juez? -interrogó entonces mi maestro.
-Es Adán
Van Rasimus.
El citado
Adán Van Rasimus tenía la nariz roja y florida, la espalda encorvada y los ojos
torcidos. Se adelantó y se sentó a mi lacio. La criada le sirvió lo mismo que a
mí.
Hecho
esto, Herodes, alargando su ancha mano po encima del mostrador y ofreciéndosela
a su adversa río, exclamó:
-¿No
emplearás ni sortilegio ni maleficio?
-Ni sortilegio
ni maleficio -dijo Cappelmans.
-¿No
tienes odio contra mí?
-Cuando
haya vengado a Fritz Coppelius, a Tobía Vcfel, el paisajista, a Roemer, a
Nicolás Branes, a Diterico Winkelmann, a Van Marius, a todos los pintores de
mérito que has anegado en ale y en porter, y despojado de sus obras, entonces
dejaré de sentir odio hacia ti.
Herodes
lanzó una inmensa carcajada. Y alargando los brazos y aplastando sus espaldas
hacia atrás contra la pared, exclamó:
-Los he
vencido con la jarra en la mano, honorablemente, lealmente, como voy a
vencerte a ti mismo. Sus obras se han convertido en mi propiedad legítima. En
cuanto a tu odio, has de saber que nada me importa. Bebamos.
Entonces,
amigos míos, comenzó una lucha formidable, como no se citan dos, de memoria
humana, en toda Holanda. De ella se hablará en los siglos de los siglos, si
Dios quiere. El blanco y el negro se hallaban frente a frente. Los destinos
iban a cumplirse.
Un barril
de ale fué colocado sobre la mesa y dos jarras de una pinta fueron llenadas
hasta los bordes. Herodes y mi maestro se las bebieron de un trago. A cada
media hora, con la regularidad de un reloj, vaciaron sus jarras, hasta que el
barril estuvo vacío.
Después
del ale pasaron al porter, y del porter lambic.
Deciros el
número de barriles de cerveza fuerte que fueron vaciados en aquella batalla
memorable sería tácil; el burgomaestre Van Den Brock ha consignado la cifra
exacta en el libro registro del Ayuntamiento de Osterhaffen, para enseñanza de
generaciones futuras. Pero si os lo dijera no querríais creerlo y os parecería
fabuloso.
Básteos
saber que la lucha duró tres días y dos noches. Nunca se había visto cosa
semejante.
Por
primera vez encontrábase Herodes en presencia, de un adversario capaz de
mantenérselas tiesas. Así es que la noticia se difundió por todo el país y todo
el mundo venía a presenciar el duelo, unos a pie, otros a caballo, otros en
coche. Era una verdadera procesión. Y como muchos no querían volver sin haber
presenciado el final de la partida, sucedió que a partir del segundo día la
taberna no dejó ni un solo instante de estar atestada de gente. No se podía
nadie mover, hasta el punto de que el burgomaestre tenía caue golpear de vez en
cuando la mesa con su bastón, gritando: «abrid paso», para que dejasen hueco
por donde los mozos de la bodega pasasen cargados de barriles.
Durante
todo este tiempo mi maestro Andrés Cappelmans y Herodes Van Gambrinus seguían
bebiendo sus jarras con maravillosa regularidad.
A veces,
recapitulando en mi espíritu el número de jarras que habían bebido, creía soñar
y miraba a Cappelmans con el corazón agarrotado de inquietud. Pero él,
guiñando el ojo, exclamaba al punto riendo:
-Bien,
Cristián; esto va bien. ¿Por qué no bebes un trago para refrescarte?
Y yo al
oírlo quedaba confuso.
-El alma
de Van Marius está en él -pensaba yo; ella es la que le sostiene.
En cuanto
a Gambrinus, con su pequeña pipa de viejo boj en los labios, el codo sobre el
mostrador y la mejilla apoyada en la mano, fumaba tranquilamente como un
honrado burgués que vacía su jarra de no che, pensando en los asuntos del día.
Era
inconcebible. Los más fuertes bebedores del país estaban sumidos en profunda
admiración.
Por la
mañana del tercer día, antes de apagar las luces, y en vista de que la lucha
amenazaba prolongarse indefinidamente, el burgo-maestre dijo a Judit que
trajera la aguja y el hilo para hacer la primera prueba.
En seguida
se produjo un gran tumulto. Todo e mundo se aproximaba para ver mejor.
Según las
reglas del gran partido, aquel de los
dos combatientes que saliera victorioso de esta prueba tendría derecho a
elegir la bebida que más le gustase e imponerla a su adversario.
Herodes
había dejado su pipa en el mostrador. Cogió la aguja y el hilo que le
presentaba Van Den Brock y alzando la pesada maza de su cuerpo, con los ojos
muy abiertos, los brazos en alto, apuntó con el hilo para enhebrar la aguja.
Pero, bien porque su mano estuviese realmente más pesada que de costumbre, o
porque la vacilación de las luces turbase su vista, se vió precisado a repetir
el movimiento, cosa que pareció producir una gran impresión sobre los allí
reunidos, quienes se miraron unos a otros con gesto de estupefacción.
-Ahora le
toca a usted, Cappelmans -dijo el burgomaestre.
Entonces
mi maestro se levantó, cogió la aguja y e hilo y lo enhebró al primer intento.
Frenéticos
aplausos estallaron en la sala. Dijéráse que el edificio se venía abajo.
Miré a
Garnbrinus. Su ancha cara carnosa estaba inyectada en sangre. Sus mejillas
temblaban.
Al cabo de
un minuto, habiéndose restablecido el silencio, Van Den Brock dió tres golpes
sobre la mesa y exclamó con voz solemne:
-Señor
Cappelmans, glorioso sois en Baco. ¿Cuál es vuestra bebida?
-Mi bebida
es el skidam -respondió mi maestro, y me gusta que sea viejo. Venga el más
viejo y el más fuerte que haya.
Estas
palabras produjeron sobre el tabernero un efecto sorprendente.
-No, no -exclamó,
venga cerveza, siempre cerveza. Skidam, no.
Se había
levantado y estaba palidísimo.
-Lo siento
mucho -dijo el burgomaestre con voz breve, pero los reglamentos están muy
claros. Que traigan lo que pide Cappelmans.
Entonces
Gambrinus se volvió a sentar como un desgraciado que acaba de oír pronunciar su
sentencia de muerte. Trajeron skidam del año 22, que probamos Van Rasimus y yo,
a fin de prevenir todo fraude o mezcla.
Llenáronse
los vasos y prosiguió la lucha.
Toda la
población de Osterhaffen se apretujaba en las ventanas.
Habíanse
apagado las luces. Era de día.
A medida
que la lucha se aproximaba al desenlace fatal, el silencio se hacía cada vez
más profundo. Los bebedores, de pie sobre las mesas, sobre los bancos, sobre
las sillas y sobre los toneles vacíos, miraban la escena con intensa atención.
Cappelmans
había mandado traer una ración de chorizo y comía con excelente apetito. Pero
Gambrinus había decaído enormemente; ya no se parecía a sí mismo. El skidam le
había producido el efecto de un estupefaciente. Su amplia cara carmesí estaba
cubierta de sudor; sus orejas tenían matices de color violeta; sus párpados se
cerraban. A veces un temblor nervioso le obligaba a levantar la cabeza.
Entonces, con los ojos muy abiertos, el labio inferior colgando, miraba con
expresión estúpida aquellas caras silenciosas que, muy juntas unas de otras,
le miraban. Luego cogía su jarra con las dos manos y bebía lanzando un
estertor.
Nunca en
mi vida he presenciado espectáculo más horrible.
Todo el
mundo comprendía que la derrota del tabernero era ya inevitable.
-Está
perdido -decían los espectadores; el que se creía invencible ha encontrado un
campeón que le gana. Dos o tres jarras más y todo estará terminado.
Sin
embargo, había algunos que sustentaban la opinión contraria. Afirmaban que
Herodes podía resistir todavía tres o cuatro horas y Van Rasimus ofrecía incluso
la apuesta de un tonel de ale a que no caería debajo de la mesa hasta la hora
de ponerse el sol. Pero una circunstancia al parecer insignificante vino a
precipitar el desenlace.
Eran cerca
de las doce. El mozo de la bodega, Nicolás Spitz, llenaba las jarras por la
cuarta vez. La criada Judit, después de haber intentado echar agua en el
skidam, acababa de salir deshecha en llanto. Se la oía lanzar lúgubres gemidos
en la habitación de al lado.
Herodes
dormitaba.
De prónto
el viejo reloj empezó a chirriar con extraños gemidos y las doce campanadas sonaron
misteriosas en medio del silencio general. Luego el gallito de madera que
adornaba la cornisa del reloj empezó a batir alas y lanzó al aire un prolongado
kikirikí.
Entonces,
queridos amigos, todos los que estábamos en la sala fuimos testigos de una
escena espantosa.
Al oír el
canto del gallo, el tabernero, como empujado por un resorte invisible, se
había erguido deiando ver toda su estatura.
Nunca
olvidaré aquella boca entreabierta y torcida, aquellos ojos desorbitados,
aquella cabeza lívida de terror.
Todavía le
veo alargar las manos como para repeler la horrible imagen. Todavía le oigo
exclamar con voz estrangulada:
-¡El
gallo! ¡Ah! ¡El gallo!
Quiso
escapar..., pero sus piernas flaquearon y el terrible Herodes Van Gambrinus
cayó como un buey, que recibe el mazazo del matarife y se hundió a los pies de
mi maestro, Andrés Cappelmans.
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Al día
siguiente, hacia las seis de la mañana, Cappelmans y yo abando-nábamos
Osterhaffen y nos llevábamos el cuadro de La pesca milagrosa.
Nuestro
regreso a Leiden fué un verdadero triunfo. Toda la ciudad, sabedora de la
victoria que había obtenido el maestro Andrés Cappelmans, nos esperaba en las
calles y en las plazas. Aquello parecía un domingo de feria. Pero creo que
aquel recibimiento no produjo gran impresión en el ánimo de Cappelmans. No
había abierto la boca durante todo el camino y parecía preocupado.
Apenas
hubo llegado a su casa, su primer cuidado fué ordenar que no se admitiese a
nadie en el estudio.
-Cristián -me
dijo aquel hombre excelente en el momento en que se despojaba de su gran
sobretodo, necesito estar solo. Vete a casa de tu tía y procura trabajar.
Cuando el cuadro esté terminado te mandaré llamar.
Me dió un
abrazo cordial y suavemente me empujó hacia la puerta de la calle.
Fué para
mí un hermoso día el que llegó unas seis semanas después, el día en que mi
maestro vino en persona a buscarme a casa de mi tía para conducirme a su
estudio.
La pesca milagrosa estaba colgada sobre la pared frente a las dos altas ventanas.
¡Qué obra
más sublime! ¿Cómo es posible que pueda el hombre crear semejantes cosas?...
Cappelmans había puesto allí todo su corazón y todo su genio. El alma de Van
Marius debía de estar satisfecha.
Me hubiera
quedado sin duda alguna hasta la noche pasmado de admiración delante de aquel
lienzo incomparable, si el viejo maestro, dándome un golpecito sobre el
hombro, no me hubiese dicho con voz grave:
-Te parece
hermoso, ¿verdad, Cristián?; pues bien, Van Marius tenía en la cabeza una
docena de obras, maestras semejantes y aun quizá más. Desgraciadamente, le
gustaban demasiado el ale triple y el skidam viejo. Su estómago ha sido su
ruina. Nuestrc defecto, el defecto de los holandeses, es la bebida. Tú eres
joven. Sírvate esto de lección. El sensualismo es el enemigo de tcdas las
grandes cosas.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067