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martes, 9 de diciembre de 2014

Mi ilustre amigo salsapan - Cap. I

En la tarde del 19 de septiembre de 1855 fui a visitar a mi antiguo camarada el ilustre doctor Adriano Selsam, profesor de Patología general, jefe de clínica, partero de la gran duquesa, etc., etc.
Lo encontré solo en su magnífico salón de la Bergstrasse; estaba sentado delante de una mesita de mármol negro y tenía los ojos fijos en un pequefio globo de cristal que al parecer no contenía más que agua de roca perfectamente limpia.
A pesar de los rayos rojos del crepúsculo, que entraban por las tres altas ventanas del salón, abiertas sobre los jardines del palacio, el rostro flaco de mi amigo Selsam, su nariz como hoja de navaja y su barbilla prominente recibían por los reflejos del globo cristalino matices de colores tenebrosos y trágicos; dijérase una calavera sacada de una cabeza recién cortada. Y el filo rojo de su bata completaba la ilusión.
Todo esto me sorprendió hasta tal punto, que no me atrevía a interrumpir sus reflexiones. Y hasta iba a retirarme, cuando un suizo gordinflón que había encontrado roncando en el vestíbulo tuvo la idea de abrir los ojos y gritar con voz estentórea:
-El señor consejero Teodoro Kilian.
Selsam, exhalando un suspiro, se volvió hacia mí lentamente, como un autómata, me tendió la mano y me dijo:
-Salve tibi, Teodoro. ¿Quomodo vades?
-Optime, Adriano -le respondí. Y luego alzando la voz añadí:
-¿Qué haces, querido amigo? ¿Estás meditando acaso sobre la doctrina del doctor Sangrado?
Pero su mirada tomó una expresión tan turbia que me extrañó:
-Teodoro -dijo al cabo de un momento de silencio. La cuestión no es para risa ni broma. Estoy estudiando la enfermedad de tu respetable tía, la señora doña Ana Wunderlich. Lo que tú me has dicho de ella anteayer es muy grave. Esas exaltaciones, esos éxtasis, esos sobresaltos y sobre todo las expresiones exageradas de que hace uso la venerable señora al hablar de la Creación de Haydn, de los Oratorios de Hendel y de las Sinfonías de Beethoven, presagian una enfermedad peligrosa.
-Y tú pretendes, por lo visto, profundizar en su conocimiento contemplando ese globo de agua fresca.
-Precisamente te trae aquí el más venturoso azar. En ti pensaba ahora mismo.
Y señalándome un violín que estaba colgado de la pared, me dijo:
-¿Quieres tener la bondad de tocar el Rapto en el Serrallo, de Mozart?
Este requerimiento me pareció tan extraño que me di a pensar si la cabeza de mi pobre amigo Selsam no estaría perdiendo su habitual equilibrio como le sucedía a la de mi tía. Pero él, adivinando mi pensamiento, añadió con una sonrisa irónica:
-Tranquilízate, querido Teodoro; tranquilízate.
Mis facultades intelectuales están intactas. Estoy en vías de hacer un descubrimiento grande, sublime.
-Bueno, esto me basta.
Y descolgando el violín, me puse a contemplarlo con ojos de envidia. Era uno de aquellos famosos Levenhaupt, que Federico el Grande mandó construir en número de doce para acompañar sus conciertos de flauta, instrumentos perfectos, irreprochables y que algunos peritos comparan con los Stradivarius.
Sea de esto lo que fuere, apenas hube puesto el arco sobre las cuerdas sentí que todo lo que me habían contado quedaba muy por debajo de la realidad. Y uniendo la elegancia del trabajo a la extremada pureza de los sonidos, hube de creerme transportado al séptimo ciclo.
-¡Oh, gran maestro -exclamé. ¡Oh, sublime creador de las más puras melodías! ¿Quién podrá permanecer insensible a tanta gracia, tanto vigor y tanta inspiración?
Mi sombrero había caído al suelo, mis párpados temblaban, mis rodillas vacilaban. Estaba como fuera de mí, y ni Selsam, ni el globo de vidrio, ni la enfermedad de mi tía tenían existencia real para mí.
En fin, al cabo de una hora me desperté como quien sale de un sueño, tendido sobre el sofá y preguntando qué era lo que había ocurrido.
Vi a Selsam armado de una fuerte lupa, examinando el globo de cristal. El agua contenida en él se había puesto turbia y millares de infusorios la surcaban en todas las direcciones.
-Bueno, Selsam -le dije con voz débil: ¿estás contento?
Entonces, con la faz radiante vino hasta mí y tomándome las dos manos exclamó lleno de efusión:
-Gracias, gracias, querido y digno camarada; mil veces gracias. Acabas de hacer a la ciencia un servicio eminente.
Estaba admirado.
-¿Pero cómo tocando un aria de música he podido hacer un servicio a la ciencia?
-Sí, querido Teodoro, y no dejaré ignorar al mundo la parte gloriosa que has tomado en la solución del gran problema. Ven, sígueme; vas a verlo todo, vas a comprenderlo todo.
Encendió un candelabro, pues había llegado la noche, abrió una puerta lateral y me hizo señas indicándome que le siguiera.
Apoderóse de mí la más profunda emoción; al atravesar varias habitaciones sucesivas, imaginábame que una revolución iba a realizarse en todo mi ser y que iba a obtener la clave de los mundos invisibles.
El candelabro lanzaba su luz brillante sobre los muebles suntuosos de la casa opulenta. Adornos, cuadros, tapices, desfilaban en la sombra. Rientes cabezas se asomaban por los marcos de los cuadros corno para vernos pasar, y la luz, resbalando de dorado en dorado, nos condujo, por fin, a lo alto de una ancha escalera con barandilla de bronce.
Descendimos a un patio interior; el ruido furtivo de nuestros pasos se oía a lo lejos como un murmullo misterioso.
En el patio pude advertir que el aire estaba tranquilo. Innumerables estrellas brillaban en el cielo. Varias puertas se ofrecían a nuestro paso. Selsam se detuvo delante de una de ellas y volviéndose hacia mí me dijo:
-Éste es mi anfiteatro. Aquí es dónde trabajo, donde me dedico a la disección. No te emociones... la naturaleza no suelta sus secretos sino entre las maos de la muerte.
Tuve miedo. Hubiera querido retroceder. Pero Adriano había entrado sin esperar mi respuesta y no tuve más remedio que seguirle.
Entré pues, pálido de emoción, y sobre una mesa rande de roble vi un cadáver (era el cadáver de un joven) tendido, con las manos pegadas al cuerpo, la abeza echada hacia atrás, los ojos muy abiertos y sin movimiento, como un montoncillo de tierra.
Tenía una frente hermosa. Por el lado izquierdo na herida profunda penetraba en las cavidades de su pecho; pero lo que más me impresionó no fué ni la contemplación de aquella herida ni el carácter sombrío de la cabeza; fué la inmovilidad, el silencio.
-He aquí, pues, el hombre -me dije a mí mismo; inercia, inmovilidad eterna.
Esta idea aplastante pesaba sobre mi alma, cuando Selsam, colocando el filo de su escalpelo sobre el cuerpo inerte, me dijo:
-Todo eso vive...; todo eso va a renacer muy pronto...; millares de existencias, reducidas a la servidumbre por una misma fuerza, van a recobrar muy pronto su independencia. La única cosa que ha cesalo de existir en este cuerpo es el poder de mando, la autoridad que imponía una dirección única a todas esas vidas individuales, la voluntad. Esa potencia estaba ahí.
Y golpeó la cabeza, que dió un sonido mate, como si hubiese sido de madera.
Estaba conmovido, y, sin embargo, las palabras de Selsam me tranquilizaron un poco.
-Todo no está, pues, aniquilado -pensé, tanto mejor..., prefiero vivir en muchos pocos que no virir en absoluto.
-Sí -exclamó Selsam, que parecía ver los pensamientos ir y venir detrás de mi fuente, sí; el hombre es inmortal en sus elementos, cada una de las moléculas que lo componen es imperecedera. Todas viven, pero su vida, sus sufrimientos se transmiten al alma que las domina, consulta sus necesidades y les impone sus voluntades. Se ha buscado el tipo de gobierno más perfecto y se ha pretendido encontrarlo en una colmena de abejas, en un montón de hormigas. Pero el ideal del gobierno donde está es aquí.
Y al mismo tiempo plantó el escalpelo en el cadáver, abriendo por completo el cuerpo. Retrocedí horrorizado; pero él no pareció siquiera darse cuenta de este movimiento y prosiguió con toda tranquilidad:
-Veamos primero los medios de acción y de transmisión que tiene el alma. ¿Ves esos millares de fibras blancas que se ramifican por todo el cuerpo? Son los nervios, esto es, las carreteras de este inmenso país, caminos reales por donde van y vienen sin cesar correos más rápidos que el relámpago, que llevan a las extremidades las órdenes de la molécula central o transmiten a ésta noticias de las necesidades o de los peligros que afectan o amenazan a sus innumerables súbditos. Entonces todo marcha, todo se mueve, todo se agita, todo se endereza al fin asignado por el alma. Sin embargo, cada molécula tiene su tarea y su naturaleza propias; así, Teodoro, éstos son los órganos de la respiración: los pulmones; he aquí los órganos de la circulación de la sangre: el corazón, las venas. Zas arterias; he aquí los órganos de la digestión: el estómago, los intestinos. Pues bien, no vayas a creer que se componen de los mismos elementos, de los mismos seres. No; cuando la descomposición llega, los pulmones producen el género de insectos llamados distomas, que se fijan como la sanguijuela por medio de dos poros; su cuerpo es largo y filiforme. Los intestinos producen lombrices, formadas de anillos carnudos; son cilíndricas, sonrosadas, afiladas en las extremidades y no se parecen nada a los distomas. El corazón produce tongus hematodes, especie de setas rcedaras. Y lo mismo sucede a cada órgano.
El hombre viviente es un universo sometido a una voluntad... Y has de saber que cada uno de esos seres infinitamente pequeños tiene su alma inmortal. El Ser Supremo no concede privilegio de inmortalidad, pues todo, desde el átomo hasta los conjuntos inconmensurables del espacio, todo está sometido a la justicia abso-luta. Jamás una molécula ocupa lugar distinto del que le viene asignado por su mérito. Y esto por sí solo nos explica el orden admirable que reina en el mundo. Así como el hombre, partícula de la huinanidad, obedece forzosamente a Dios, así la molécula obra conforme a la voluntad del hombre vivo. ¿Comprendes tú ahora, Teodoro, la potencia infinita de ese gran Ser, cuya voluntad actúa sobre nosotros, como nuestra alma actúa sobre nuestra carne y nuestra sangre? La naturaleza entera es la carne y la sangre de Dios, que sufre por ella, que vive por ella, que piensa por ella, que obra por ella. Cada uno de sus átomos es imperecedero, porque Dios no puede perecer en uno solo de sus átomos.
-¿Pero dónde está entonces la libertad? -exclamé. Si yo soy una molécula reducida a la serviciumbre, ¿cómo he de ser responsable de mis actos?
-La libertad queda intacta -dijo Selsam, pues la molécula de mi carne puede rebelarse contra todo mi ser, y esto es lo que acontece a veces; pero entonces perece y mi organismo la elimina. Ha sido libre, ha sufrido las consecuencias de su acto. Yo también soy libre y puedo rebelarme contra las leyes de Dios.
Puedo abusar de mi poder sobre los seres que rne componen y por ello mismo acarrear mi disolución. Las moléculas recobran su independencia y mi alma pierde su poder. ¿No basta con probar que sufrimos por nuestras faltas, para reconocer que somos responsables de ellas y, por consiguiente, libres?
Nada tenía que responder a esto. Permanecimos mirándonos uno a otro hasta el fondo del alma.
-Todo esto, mi querido Selsam -le dije al fin, me parece muy lógico. Son teorías magníficas. Pero no comprendo la relacién que puedan tener con tu globo lleno de agua, con la enfermedad de mi tía y con el aria musical que me has hecho tocar.
-Nada más sencillo -dijo sonriente. No puedes ignorar que la vibración de los sonidos imprime a un montón de arena colocado sobre un tambor movirnientos rápidos, impeliéndole a trazar figuras geométricas de una regularidad maravillosa.
-Sin duda, pero...
-Pero... -exclamó con impaciencia -déjame terminar. Así los sonidos actúan sobre las moléculas de un líquido, produciendo combinaciones asombrosas; con esta diferencia, sin embargo: que esas moléculas, siendo móviles, dan lugar a figuras que son seres animados; es lo que los físicos llaman creación equívoca. Ahora bien; los sonidos, actuando sobre el sistema nervioso, producen un flúido eléctrico, el cual abra a su vez sobre los líquidos encerrados en nuestro cuerpo, de donde nacen millares y millares de insectos que atacan al organismo y producen una multitud de enfermedades como el zumbido de oídos, la sordera, las alucinaciones, la epilepsia, la catalepsia, el idiotismo, las pesadillas, las convulsiones, el baile de San Vito, los espasmos del esófago, el cólico nervioso, la tos ferina; las palpitaciones y, en general, las infinitas enfermedades a que están expuestas particularmente las mujeres que se dedican a la música, enfermedades cuya naturaleza ha permanecido hasta hoy desconocida. En efecto, los insectos en cuestión, que son: los miriápodos, que tienen seis pies sin alas; los thysanuros, que tienen en el abdomen, a un lado, falsas patas; los parásitos, cuyos ojos son lisos y la boca tiene forma de chupón; los coleópteros, que poseen mandíbulas fortísimas; los lepidópteros, que tienen dos redecillas enrolladas en forma de espiral, que constituyen como una lengua; los neurópteros, los himenópteros, los ripiforios..., todos esos millares de roedores se distribuyen en el interior de nuestro cuerpo, en el cual hunden sus tenazas, sus uñas, sus picos, sus rayadores, sus lanzas y lo dislocan de arriba abajo. Es la historia del pueblo romano enervado por el lujo asiático: los bárbaros lo devoran sin resistencia.
Esta descripción de Selsam me había puesto los pelos de punta.
-¿Y crees tú -exclamé- que la música es la causa de todos esos desastres?
-Sin duda alguna; basta con contemplar a las viejas aficionadas al piano o al arpa para convencerse de ello. Tu desgraciada tía está en gravísimo peligro. Sólo conozco un medio de prevenir su caída próxima.
-¿Qué medio es ése, Selsam? Aunque sea su heredero presunto sería un crimen no intentar salvarla.
-Sí -dijo, en esto reconozco tu habitual delicadeza. El afecto y no el interés es el que te impulsa. Pero es tarde, Teodoro. Acabo de oír sonar las doce de la noche. Vuelve mañana a las diez de la noche, que tendré preparado el único remedio que puede salvar a la señora doña Ana. Quiero que a mi intervención deba su restablecimiento. La curación será radical, te doy mi palabra de honor académico.
-Sin duda, sin duda; pero ¿no podrías decirme?...
-¿Para qué? Mañana lo sabrás todo. Me caigo de sueño.
Atravesamos el patio. Selsam me abrió la puerta cochera que daba a la calle de Berg. Nos estrechamos las manos, nos dimos las buenas noches y yo regresé a mi habitación, perdido en las más tristes reflexiones.

Cuento orillas del rhin


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Mi ilustre amigo salsapan - Cap. II

Me fué imposible dormir aquella noche. No cesaba de pensar en el modo y manera cómo Selsam expulsaría los ascáridos de mi respetable tía la señora Wunderlich.
Al día siguiente, la misma idea no cesó de perseguirme hasta por la noche. Iba, venía, hablaba conmigo mismo en alta voz y las gentes se volvían para mirarme en la calle, de grande que era mi agitación.
Al pasar delante de la farmacia de Koniam estuve más de una hora parado leyendo los marbetes innumerables de sus tarros y de sus frascos: assa foetida, arsénico, cloro, potasio, bálsamo de Quiron, remedio del capuchino, remedio de la señorita Stefen, remedio de Fioravanti, etc., etc.
-¡Dios de mi alma! -exclamé, cuán feliz y afortunada necesita ser la mano del hombre para tomar entre tanto bote precisamente el que pueda curarnos sin expulsar la molécula central. ¡Qué valor hace falta tener para ingerir assa foetida o remedio del capuchino o de Fioravanti, siendo así que un simple pedazo de pan o de carne nos causa a veces una indigestión!
Por la noche, cenando frente a mi buena tía, la observaba con ojos llenos de compasión.
"¡Ay! -pensaba en mí mismo. ¿Qué dirías tú, pobre Ana Wunderlich, si supieras que millares de fieras microscópicas se emplean en tu ruina mientras tú bebes tranquilamente una taza de té?"
-¿Por qué me miras de esa manera, Teodoro? -me preguntó llena de inquietud.
-Oh, no es nada..., no es nada.
-Sí, sí. Veo que me encuentras mal hoy. Te parezco enferma, ¿no es verdad?
-Es verdad. Está usted muy pálida. Apuesto a que ha vuelto usted a recibir música.
-Pues claro está. He recibido ayer la ópera del gran Darío, una obra sublime, una...
-Estaba seguro. Habrá usted pasado la noche golpeando el piano, tomando posturas, haciendo éxtasis, lanzando a cada momento exclamaciones de «ah» y «oh» y «perfecto, maravilloso, sublime, divino».
Mi tía se puso roja.
-¿Qué significa esto, caballero? -dijo. Es que ya no tengo derecho a...
-No digo lo contrario. Pero es ridículo. Está usted estropeándose el sistema nervioso.
-¡El sistema nervioso! ¿Qué dices? Te has vuelto loco, no sabes lo que estás diciendo.
-En nombre del cielo, cálmese usted, tía. La ira desprende electricidad, la cual a su vez produce millares de insectos.
-¡Insectos! -exclamó levantándose como un resorte, insectos. ¿Acaso has visto alguna vez insectos sobre mi persona? Desgraciado. ¿Cómo te atreves? Es infame, infame. Decirme que tengo insectos... Luisa... Katel... Caballero, salga usted de mi casa.
-Pero tía...
-Salga usted ahora mismo. Queda usted desheredado.
Y gritaba, balbucía; su toca se cayó sobre sus orejas. El espectáculo era espantoso.
-Vamos, vamos -exclamé levantándome, no se enfade usted. Qué diablo, tía, no me refiero a esos insectos que usted se figura..., sino a los miriápodos, a los thysanuros, a los coleópteros, a los lepidóp-teros, a los parásitos, en suma, a esa multitud innumerable de pequeños monstruos que se han alojado en su cuerpo de usted y lo carcomen.
Al oír estas palabras, mi tía Ana cayó desvanecida en un sillón, con los brazos colgando, la cabeza inclinada sobre el pecho y la cara tan pálida, que el colorete rojo que se había puesto en los pómulos destacaba como mancha de sangre.
De un salto me planté en casa del doctor Selsam.
Al entrar, estaba yo -lo he sabido después- pálido como la muerte.
-Amigo mío..., una crisis..., tiene una crisis.
Pero me detuve presa de un estupor indescriptible. En casa de Selsam se encontraba reunida una sociedad numerosa y extrañísima. Primeramente estaba el señor conservador del Museo Arqueológico, Daniel Bremer, con su gran peluca empolvada, su frac marrón, su faz ancha y rubicunda con los ojos a flor de piel como las ranas; tenía en la boca el tubo de una especie de gaita gigantesca, cuya maniobra parecía explicar a los demás. Después venía el maestro de capilla Cristián Hoffer, con su sombrero de clac, acurrucado en un sillón y con sus largas piernas que se alargaban por debajo de la mesa hasta perderse de vista. Con sus largos dedos huesudos manejaba las claves de otro instrumento extraño en forma de tubo, cuyo examen le tenía tan absorto, que ni siquiera levantó la cabeza para mirarme cuando entré en la habitación. Venían después los señores Kasper Marvasch, prosector en el Hospital de Santa Catalina, y Rebstok, decano de la Facultad de Letras, vestidos ambos de frac negro y corbata blanca, y armado el uno de un inmenso platillo de bronce y ciñendo el otro una especie de tambor hecho de madera de las islas y de pellejo de cabra.
Todas estas respetables personalidades, sentadas alrededor del candelabro, con las mejillas hinchadas, la fisonomía meditativa, me produjeron un efecto tan grotesco que permanecí clavado en el suelo con el cuello estirado y la boca abierta como en presencia de un sueño.
Selsam, sin conmoverse lo más mínimo, me ofreció gravemente una silla. El señor conservador del Museo prosiguió sus explicaciones:
-Esto, señores -dijo, es el famoso buscatibia de los suizos. Produce sonidos terribles, que se prolongan a través de los ecos y dominan el tumulto de los torrentes. Si el señor consejero Teodoro quiere tomarlo, no dudo de que extraiga de él efectos grandiosos.
Y diciendo esto, me entregó con ademán solemne una especie de cuerno de buey. Después, dirigiéndose al prosector Kasper Marvasch, dijo:
-Vuestro tambor, caballero, es el instrumento más admirable que poseemos. Es el carabo de los egipcios y de los abisinios. Los jugla-res lo utilizan para hacer danzar a las serpientes y a las bayaderas.
-¿Es así? -dijo el prosector golpeando el instrumento alternativa-mente con la mano derecha y la mano izquierda.
-Muy bien, muy bien; usted logrará grandes éxitos. Y en cuanto al señor decano, no tiene más que dar un golpe cada segundo en el platillo, que no es otra cosa que el famoso tam-tam cuyos sonidos lúgubres se parecen al doblar de la campana gorda de nuestra cate-dral. Será de un efecto colosal, sobre todo en el silencio de la noche. ¿Han comprendido ustedes bien, señores?
-Muy bien.
-Entonces podemos partir.
-Un instante -dijo el doctor, es necesario dar a conocer a Tedoro nuestra determinación.
Y dirigiéndose a mí, añadió:
-Querido amigo, la posición de tu respetable tía exige un remedio heroico. Después de haber reflexionado largo tiempo, una idea luminosa ha venido a adoctrinarme. ¿Cuál es su enfermedad? Es una decadencia del sistema nervioso, es la debilidad que resulta del abuso de la música. Pues bien, ¿qué hacer en semejantes circuns-tancias? Lo más racional es fundir en un mismo tratamiento el principio de Hipócrates: Contraria contrariis curantur y el principio de nuestro inmortal Hahnemann: Similia similibus curantur. ¿Qué hay más contrario a la música dulzona y sentimental de nuestras óperas que la música salvaje de los hebreos, de los caribes y de los abisinios? Nada. Así, pues, tomo los instrumentos de estos pueblos, ejecuto un aria de los hotentotes en presencia de tu respetable tía y el principio contraria contrariis queda satisfecho. Por otra parte, ¿hay algo más semejante a la música que la música misma? Evidentemente, no. Así, pues, el principio de simula similibus queda también satisfecho.
Esta idea me pareció sublime.
-Selsam -exclamé, eres un hombre genial; Hipócrates ha resumido la tesis y Hahnemann la antítesis de la medicina. Pero tú, tú acabas de crear la síntesis. Has hecho un descubrimiento grandioso.
-Sí, ya lo sé -exclamó; pero déjame terminar.
Por consiguiente, me he dirigido al señor conservador del Museo de los viajes, que no solamente consiente en prestarnos el tam-tam, el buscatibia y el carabo de su colección, sino que además ha tenido la bondad de ofrecernos su concurso para tocar el pífano, lo cual completará de muy feliz masiera nuestra improvisación armónica.
Me incliné profundamente ante el señor conservador del Museo, expresándole toda mi gratitud. Pareció conmovido y me dijo:
-Señor consejero, me siento muy feliz de poderos hacer este servicio, así como también a la respetable señora doña Ana Wunderlich, cuyas numerosas virtudes han quedado obscurecidas por esa desgraciada exageración de los deleites musicales. Ojalá consigamos volverla a interesar en los gustos sencillos de nuestros padres.
-Sí, ojalá lo consigamos -añadí.
-Vamos, señores -dijo Selsam, vamos.
Todo el mundo bajó por la escalera principal. Acababan de dar las once en el reloj de la catedral. La noche estaba sombría y ni una estrella brillaba en el cielo. Un viento de tormenta hacía chirriar las veletas y oscilar los faroles. Nos deslizamos junto a los muros de las casas, llevando cada uno su instrumento oculto bajo sus ropas.
Cuando hubimos llegado a la puerta de la casa de mi tía, introduje delicadamente la llave en la cerradura, y alumbrados por una vela que encendió Selsam penetramos silenciosamente en el vestíbulo. Allí cada uno ocupó su sitio frente al dormitorio de mi tía, y tomando en las manos el instrumento que le fuera designado, esperó la señal del doctor.
Todas estas maniobras habían sido realizadas con tal prudencia que en la casa no se había movido ni una paja. Selsam entreabrió suavemente la puerta y alzando la voz exclamó:
-Venga ya.
Y yo empecé a soplar en mi cuerno de buey. Los demás instru-mentos, el tam-tam, el pífano, el carabo, bramaron de pronto todos a una.
Imposible describir el efecto de esa música salvaje. Dijérase que la bóveda del vestíbulo iba a derrumbarse.
Oímos un grito; pero lejos de interrumpir nuestro concierto, una especie de ira se apoderó de nosotros, y el tambor y el tam-tam duplicaron sus estruendos, hasta el punto de que yo mismo no oía ya los sonidos de mi trompa, cuyo ruido domina, sin embargo, el del trueno. Pero el tam-tam era todavía más fuerte; sus vibraciones lentas y lúgubres despertaban en nosotros un sentimiento de terror inexpresable, como en la proximidad de un festín de caníbales, en donde uno va a figurar en calidad de asado. Nuestros cabellos se erizaban sobre nuestras cabezas. La trompeta del juicio final, al dar la señal para que los muertos salgan de sus tumbas, no podrá producir, sin duda, un efecto más terrible.
Veinte veces Selsam nos había gritado que nos detuviésemos. Estábamos sordos y una especie de frenesí diabólico se había apoderado de nosotros.
Por último, agotados, jadeantes y no pudiendo ya casi sostener-nos sobre nuestras piernas, de puro cansados que estábamos, hubimos de poner fin al espantoso estruendo.
Entonces Selsam, alzando un dedo, dijo:
-Silencio... escuchemos...
Pero nuestros oídos nos zumbaban y nos fué imposible percibir el menor ruido.
Al cabo de algunos minutos, el doctor, inquieto, penetró en el cuarto para ver el efecto que había producido su remedio.
Lo esperábamos con impaciencia, y como no volviera, disponíame yo a entrar a mi vez, cuando salió extraordinariamente pálido y nos miró con extraña gravedad.
-Señores -dijo, salgamos.
-¿Pero cuál ha sido el resultado de la experiencia, Selsam?
Se volvió y me dijo:
-Pues... está muerta.
-¡Muerta! -exclamé yo retrocediendo espantado.
-Sí; la conmoción eléctrica ha sido demasiado violenta. Ha destruído, sin duda, los ascáridos; pero, desgraciadamente, ha hecho polvo también la molécula central. Por lo demás, esto nada prueba en contra de mi descubrimiento; al contrario, tu tía ha muerto curada..
Y salió.
Caminamos detrás de él, pálidos de terror.
Cuando estuvimos en la calle nos dispersamos, tirando unos por la derecha y otros por la izquierda, sin cambiar una palabra. El desenlace de la aventura nos había aterrorizado.
Al día siguiente, toda la ciudad supo que la señora doña Ana Wunderlich había muerto súbitamente. Los vecinos aseguraron haber oído ruidos extraños, terribles, desusados; pero como durante la noche hubo una gran tormenta, la policía o hizo la menor indagación. Además, el médico llamado a certificar la muerte declaró que la señora doña Ana había muerto de un ataque de apoplejía fulminante, al tiempo que ejecutaba el dúo final del gran Darío. Fué hallada sentada delante de su piano.
Todo pasó felizmente y a nadie se le ocurrió inquietarnos en lo más minímo.
Unos seis meses después de estos acontecimientos publicó el doctor Selsam una obra sobre el tratamiento de las enfermedades nerviosas por medio de la música. El libro obtuvo un éxito increíble. El príncipe Otto de Schlittenhof le envió la gran placa del Buitre Negro y su alteza la duquesa reinante se dignó concederle audiencia privada y felicitarle en persona. Se habla incluso de nombrarle presidente de la Sociedad Científica, en lugar del viejo Matías Kobus. En suma, que es un hombre feliz.
Por mi parte, no me perdonaré durante toda mi vida el haber contribuido a la muerte de mi querida tía Ana, soplando durante un cuarto de hora en ese abominable buscatibia que el cielo confunda. Bien es verdad que no tenía intención de hacerle daño. Por el contrario, esperaba librarla de sus ascáridos y asegurarle una vida tranquila durante muchos años. Mas el hecho es que ha muerto, cosa que tiene contristado mi corazón.

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«La pesca milagrosa»

Una mañana del mes de septiembre de 1850, el vie­jo pintor de marinas Andrés Cappelmans, mi digno maestro, y yo, fumábamos tranquilamente nuestra pi­pa sentados junto a la ventana de su estudio, en el último, piso de la vieja casa que hace el rincón a la derecha de la calle de los Bramantinos, sobre el puen­te de Leidem, y bebíamos un vaso de cerveza a nues­tra salud.
Yo tenía entonces dieciocho años, la cabeza rubia y sonrosada. Cappelmans se acercaba a los cincuenta; su gruesa nariz roja iba tomando matices azulados, sus sienes plateaban, sus ojillos grises se arrugaban y gruesas arrugas surcaban, sus mejillas morenas. En vez de la pluma de gallo, que antaño era su orgullo y su gloria, acababa de adornar su fieltro gris con una simple pluma de cuervo.
El tiempo era soberbio. Enfrente de nosotros el vie­jo Rin desen-rollaba su cinta azul; algunas nubes blancas nadaban por el cielo. El puerto, con sus gran­des barcos negros y las velas colgando, dormía por de­bajo. El sol se reflejaba sobre las ondas azuladas y centenares de golondrinas surcaban el aire.
Estábamos sentados, soñando, y el alma sumergida en sentimi-entos. Las grandes hojas de vid que hacían marco a la ventana temblaban al impulso de la brisa; una mariposa se elevaba y un vuelo de gorriones rui­dosos se lanzaba en su persecución. Más abajo, sobre el tejado de la tienda, un gato rojizo, muy gordo, se había parado y balanceaba la cola con aire meditativo.
Nada más tranquilo que este espectáculo; y, sin em­bargo, Cappelmans estaba triste y preocupado.
-Señor Cappelmans -le dije de pronto, parece que se aburre usted.
-Es verdad -dijo, estoy melancólico como un burro apaleado.
-¿Y por qué? El trabajo va bien. Tiene usted más pedidos de los que puede cumplir y dentro de quince días son las ferias.
-He tenido un sueño malo.
-¿Cree usted en los sueños, maestro?
-Yo no estoy seguro de que sea un sueño, Cristián, puesto que tenía los ojos abiertos.
Y luego, vaciando su pipa en el reborde de la ven­tana, añadió:
-Sin duda, habrás oído hablar de mi viejo cama­rada Van Marius, el famoso pintor de marinas, que sentía el mar como Ruysdael sentía el campo; Van Ostade, la aldea; Rembrandt, los interiores sombríos; Rubens, los templos y los palacios. Era un gran pintor. Enfrente de sus cuadros nadie decía: es hermoso, sino, el mar es hermoso, es grande y terrible. No se veía el pincel de Van Marius, sino que la sombra misma de Dios se extendía sobre el lienzo. Oh, el genio..., el genio es un don sublime, Cristián.
Cappelmans se calló, los labios apretados, el ceño fruncido, las lágrimas en los ojos.
Era la primera vez que le veía conmovido de esa manera, y me extrañaba.
Al cabo de un instante siguió diciendo:
-Van Marius y yo habíamos trabajado juntos en Utrecht, en casa del viejo Ryssen; estábamos enamo­rados de las dos hermanas, pasábamos juntos las ve­ladas en la taberna de las Ranas como dos hermanos. Más tarde entramos juntos en Leiden cogidos del bra­zo. Van Marius no tenía más que un defecto. Le gus­taba la ginebra y el skidan y, además, el ale y el porter. Si eres justo conmigo, Cristián, habrás de con­fesar que nunca me he emborrachado más que de cer­veza. Por eso estoy tan bien de salud. Desgraciada­mente, Van Marius se emborrachaba con ginebra. Todavía, si no la hubiese bebido más que en la taber­na, menos mal; pero se mandaba llevar ginebra al estudio y no trabajaba con entusiasmo hasta que no tenía una buena dosis en el estómago y que se le sal­taban los ojos. Había que verle entonces, había que oírle gruñir, cantar y silbar. Mientras rugía como el mar, cepillaba el lienzo a golpes; de una pincelada le­vantaba una ola; a cada silbido que salía de sus labios veíanse las nubes acercarse, agrandarse, amontonarse. De repente agarraba el pincel del bermellón y el rayo surgía del cielo negro y caía sobre las aguas verdosas como un chorro de plomo fundido... y en la lejanía, por debajo de la bóveda obscura, muy lejos, muy le­jos, se descubría una barquilla, un velero u otro barco cualquiera, aplastado entre las tinieblas y la espuma... Era espantoso... Cuando Van Marius pintaba escenas más tranquilas, mandaba venir al estudio al viejo Cop­pelius y le hacía tocar el clarinete, pagándole dos flo­rines por día. Mezclaba la ginebra con ale y comía salchicha para representar escenas campesinas. Ya comprenderás, Cristián, que con semejante régimen tenía que echar a perder su salud. Yo le decía muchas veces: «Ten cuidado, Juan, que la ginebra puede dar­te un disgusto.»
Pero, lejos de escucharme, entonaba una canción báquica con voz atronadora y acababa siempre por imitar el canto del gallo. Su placer favorito era imitar el canto del gallo. Así, por ejemplo, en la taberna, cuando había vaciado su vaso, en lugar de golpear en la mesa como todo el mundo para llamar a la criada, él agitaba los brazos y lanzaba al aire sus kikirikí, hasta que le hubiesen vuelto a llenar el vaso.
Hacía mucho tiempo que Marius me hablaba de su obra maestra, La pesca milagrosa. Me había enseñado los primeros bosquejos, que me habían maravillado, cuando un buen día desapareció súbitamente de Le¡­den y desde entonces nadie ha tenido noticias suyas.
Cappelmans interrumpió su narración y permaneció unos instantes sumido en el ensueño. Luego volvió a encender su pipa y prosiguió:
-Ayer noche estaba yo en la taberna del Jarro de Oro, acompañado del doctor Roemer, de Eisenloeffel y de cinco o seis viejos camaradas. Hacia las diez, no sé con qué ocasión, Roemer empezó a hablar contra las patatas, declarando que constituían el azote del gé­nero humano; dijo que desde el descubrimiento de las patatas, los aborígenes de América, los irlandeses, los suecos, los holandeses y, en general, todos los pueblos que beben muchos licores, habían dejado de represen­tar como antes un papel principal en el mundo y se encontraban reducidos al estado de ceros a la izquier­da. Atribuía esta decadencia al aguardiente de pata­ta; y al escucharle, no sé por qué singular evolución de mi espíritu, el recuerdo de Van Marius acudió a mi memoria: «Pobre viejo -pensé, ¿qué estará ha­ciendo ahora? ¿Habrá terminado su obra maestra? ¿Por qué diablo no da noticias suyas?»
Mientras reflexionaba en estas cosas, entró en la taberna el sereno Zaelig para avisarnos de que era tiempo de volver a casa, pues estaban dando las once de la noche. Volví, pues, a casa, con la cabeza un poco pesada. Me acosté y me quedé dormido.
No había transcurrido ni una hora, cuando Brígida, la bordadora de enfrente, prendió fuego a sus corti­najes y empezó a gritar: «¡fuego! ¡fuego!» Oí gente que corría por la calle, me incorporé, abrí los ojos y ¿qué es lo que vi? Un gran gallo negro, subido en un caballete, en medio de mi estudio.
En un instante las cortinas de la vieja loca habían ardido y se habían apagado por sí solas. Todo el mun­do se iba, riéndose. Pero el gallo negro seguía siem­pre en su sitio, y como la luna brillaba entre las torres del Ayuntamiento, pude contemplar con toda claridad el singular animalejo. Tenía grandes ojos amarillos envueltos en un círculo rojo y se rascaba la cabeza con una pata.
Estaba observándole desde hacía diez minutos al menos, preguntándome por dónde había podido aquel extraño animal colarse en mi estudio, cuando, alzan­do la cabeza, empezó a hablar y me dijo:
-¿Cómo, Cappelmans, no me conoces? Pues yo soy el alma de tu amigo Van Marius.
-¿El alma de Van Marius? -exclamé. ¿Van Marius está, pues, muerto?
-Sí -respondió el gallo con aire melancólico; se acabó, viejo amigo. He querido jugar el partido de­cisivo contra Herodes Van Gambrinus. Hemos estado bebiendo dos días y dos noches sin parar. Por la ma­ñana del tercer día, cuando la vieja Judit apagaba las velas, caí debajo de la mesa. Ahora mi cuerpo des­cansa sobre la colina de Osterhaffen, frente al mar, y ando en busca de un nuevo organismo en quien encarnar. Pero no es de esto de lo que se trata. Vengo a pedirte un favor, querido Cappelmans.
-¡Un favor! Habla..., todo lo que un hombre pue­da hacer lo haré yo por ti.
-Bien, bien -replicó, bien; estaba seguro de que no me negarías lo que te pido. Pues bien, he aquí la cosa. Has de saber, querido Cappelmans, que había ido a la ensenada de los arenques expresamente para terminar La pesca milagrosa. Por desgracia, la muerte me ha sorprendido antes de poder dar la última ma­no a esta obra... Gambrinus la ha colgado como un trofeo en el fondo de su taberna y esto me llena de amargura. No quedaré contento hasta que el cuadro esté terminado y vengo a rogarte que tú lo termines. ¿Me prometes hacerlo, verdad, Cappelmans?
-Te lo prometo, Juan; puedes estar tranquilo.
-Entonces, buenas noches.
Y diciendo esto, el gallo empezó a aletear y atra­vesó uno de los cristales de la ventana, haciendo un ruido seco, pero sin romperlo.
Después de haber hecho esta narración tan extraña, Cappelmans dejó su pipa sobre el reborde de la ven­tana y vació su vaso de un solo trago.
Permanecimos mucho tiempo silenciosos mirándo­nos uno a otro.
-¿Y usted cree que ese gallo negro era realmente el alma de Van Marius? -dije, por fin, al buen hom­bre.
-¿Que si lo creo? -replicó; es decir, que estoy seguro de ello.
-Pero entonces, ¿qué piensa usted hacer, maestro?
-Es muy sencillo; voy a partir para Osterhaffen. Un hombre honrado no tiene más que una palabra; he prometido a Van Marius terminar La pesca mila­grosa y la terminaré cueste lo que cueste. Dentro de una hora Van Eyck el tuerto debe venir con su carre­tilla en busca mía.
Dicho esto, calló, y mirándome con los ojos muy abiertos, me dijo:
-Y ahora que caigo, debieras acompañarme, Cris­tián; es una ocasión magnífica para ver la ensenada de los arenques. Además, nadie sabe lo qué puede su­ceder y me gustaría que estuvieses a mi lado.
-A mí también me gustaría, maestro; pero ya sabe usted cómo es mi tía Catalina. No me dejará ir.
-Tu tía Catalina... voy a decirle ahora mismo que es indispensable para tu instrucción ver algo de costa. ¿Qué pintor de marina es ese que no sale jamás de los alrededores de Leiden y que no conoce más que el puertecito de Kalwyk? Vamos, es absurdo. Desde luego, vienes conmigo, Cristián.
Mientras hablaba de esta manera aquel hombre ex­celente vestía su casaca roja, y cogiéndome por el bra­zo, me llevó gravemente a casa de mi tía.
No os contaré las discusiones, las objeciones, las réplicas de mi maestro Cappelmans para decidir a mi tía Catalina a que me dejara marchar con él. Pero el hecho es que acabó por vencer todos los obstáculos y que dos horas más tarde nuestro coche corría hacia Osterhaffen.
Nuestra carretela, tirada por un caballito de Zuy­derzée, de cabeza gorda, piernas cortas y peludas y el lomo cubierto por una vieja piel de perro, corría des­de hacía tres horas a la ensenada de los arenques, aunque no parecía adelantar una pulgada.
El sol poniente proyectaba sobre la llanura húme­da inmensos reflejos purpúreos; las charcas brillaban y alrededor de ellas se dibujaban en negro los juncos, las cañas y las asperillas que crecen junto al agua.
Pronto desapareció la luz y Cappelmans, saliendo de su ensueño, exclamó:
-Cristián: envuélvete bien en tu casacón, baja las alas de tu sombrero y hunde los pies en la paja. Arre, Barrabás, que andamos a paso de carreta.
Y al mismo tiempo le daba un tiento a su jarra de skidam. Luego, limpiándose los labios con el reverso de la mano, ofrecíamela diciendo:
-Bebe un trago, para que la niebla no se te meta en el estómago. Es una niebla salada, la peor de to­das en el mundo.
Pensé que debía practicar el consejo de Cappel­mans, y el licor me puso de pronto de buen humor.
-Querido Cristián -dijo el viejo maestro reanu­dando la conversación después de un momento de si­lencio, puesto que tenemos para cinco o seis horas de niebla, sin más distracción que fumar pipas y es­cuchar el chirrido de la carreta, hablemos de Oster­haffen.
Entonces el buen hombre empezó a hacerme la des­cripción de la taberna llamada la Olla de Tabaco, la mejor surtida de cervezas fuertes y de licores espiri­tuosos de toda Holanda.
-Está situada -me dijo- en la callejuela de los Tres Zuecos. Se la reconoce desde lejos por su ancho tejado plano. Sus ventanucas cuadradas, a flor de tie­rra, dan sobre el puerto. Enfrente se alza un gran cas­taño de Indias. A la derecha, el juego de bolos está adosado a un viejo muro cubierto de musgo, y detrás, en el corral, viven mezclados centenares de aves, ocas, gallinas, pavos y patos, cuyos gritos forman un con­cierto sumamente regocijado.
En cuanto a la sala grande de la taberna, no tiene nada de extraordinario. Pero allí, bajo las vigas par­das del techo, en medio de una nube de humo azul, tiene su trono en un mostrador de forma de tonel el terrible Herodes Van Gambrinus, apodado el Baco del Norte.
Este hombre se bebe él solo dos barriles de porter; el ale triple y el lambic pasan a su estómago ,como si cayesen en un embudo de hojalata. Solamente la gi­nebra puede con este hombre.
Desgraciado el pintor que pone los pies en aquel in­fierno. Te juro, querido Cristián, que más le valiera no haber nacido. Las jóvenes sirvientas de largas trenzas rubias se apresuran a servirle y Gambrinus le alarga sus manos velludas, pero es para robarle el alma; el desgraciado sale de allí como los compañe­ros de Ulises salieron de la, caverna de Circe.
Cuando hubo dicho estas cosas con aire grave, Cap­pelmans encendió su pipa y se puso a fumar silencio­samente.
En cuanto a mí, quedé sumido en la melancolía y una tristeza insuperable penetraba en mi alma. Me parecía aproximarme a un abismo peligrosísimo, y si me fuera posible saltar de la carreta -Dios me per­done- hubiera abandonado al viejo maestro a su arriesgada empresa.
Pero lo que me contuvo también fué la imposibili­dad de regresar por entre las charcas desconocidas en la noche sombría. Tuve, pues, que abandonarme a la corriente del destino y sufrir la funesta suerte que ya preveía.
Hacia las diez el maestro se durmió. Su cabeza em­pezó a vacilar y a golpear sobre mi hombro. Yo me mantuve firme más de una hora. Pero, al fin, el can­sancio me venció y me quedé también dormido.
No sé cuánto tiempo llevaríamos descansando, cuan­de la carreta se detuvo bruscamente y el cochero gritó:
-Hemos llegado.
Cappelmans lanzó una exclamación de sorpresa, mientras un temblor recorría mi cuerpo desde la ca­beza hasta los pies.
Mil años que viviera, quedaría presente sin cesar en mi memoria la taberna de la Olla de Tabaco, con sus ventanillas refulgentes y el gran tejado que baja hasta pocos pies del suelo.
La noche era obscurísima. Rugía el mar a unos cien pasos detrás de nosotros y, por encima de sus clamo­res inmensos, oíase el quejido gangoso de una gaita.
Por las tinieblas veíanse danzar siluetas grotescas en los cristales de la barraca. Dijérase un juguete de niño, una linterna mágica, un pastelón construído allí durante la noche para burlarse de la formidable es­cena.
El callejón fangoso, alumbrado por una linterna de cuerno, dejaba entrever figuras extrañas que avan­zaban y retrocedían en la sombra, como ratas en una alcantarilla. El ritornello seguía sin cesar murmuran­do, así como el rumor gangoso, y el caballejo de Van Eyck, con la cabeza baja y los pies en el barro. Cappel­mans abrochaba su gran saco sobre sus hombros, ti­ritando de frío. La luna, envuelta en nubarrones, mi­raba al través de algunos huecos luminosos. Todo aquello confirmaba mis aprensiones e infundía en mi; alma una tris-teza invencible.
Íbamos a bajarnos del coche, cuando de entre las sombras surgió bruscamente un hombre de elevada estatura, tocado de un gran chambergo, barbilla re­cortada en punta, el cuello caído sobre el jubón de terciopelo negro y el pecho adornado con una triple cadena de oro a la manera de los antiguos artistas flamencos.
-¿Es usted, Cappelmans? -dijo aquel hombre cu­yo perfil severo se dibujaba sobre los cristales de la taberna.
-Sí, maestro -respondió Cappelmans estupefacto.
-Tenga usted mucho cuidado -respondió el des­conocido levantando un dedo; tenga usted mucho cuidado, el matador de almas le espera.
-Esté usted tranquilo. Andrés Cappelmans cum­plirá con su deber.
-Está bien, es usted un hombre; el espíritu de los viejos maestros está con usted.
Dicho esto, aquel hombre extraño desapareció en las tinieblas, y Cappel-mans, muy pálido, pero con ademán firme y resuelto, descendió del carrillo.
Yo le seguí con más turbación de la que me fuera posible describir.
Unos rumores vagos se elevaban entonces de la ta­berna. Ya no se oía el canto de la gaita.
Entramos en la pequeña avenida obscura y al cabo de pocos instantes, mi maestro, que iba delante, se volvió y me dijo al oído:
-Atención, Cristián.
Y diciendo esto empujó la puerta. Debajo de los ja­mones, de los arenques y de los embutidos que col­gaban de las vigas negras, vi un centenar de hombres tentados alrededor de largas mesas colocadas en fila. Los unos estaban acurrucados como ídolos chinos, con los hombros encorvados. Los otros, con las piernas abiertas, el sombrero ladeado y apoyados contra la pa­red, lanzaban al techo bocanadas de humo en torbe­llino.
Todos parecían reírse. Todos tenían los ojos medio cerrados, las mejillas surcadas por grandes arrugas, y parecían sumergidos en una especie de beatitud pro­funda.
A la derecha, una enorme chimenea de leña lla­meante lanzaba sus regueros de luz de un extremo al otro de la sala. Por ese lado la vieja Judit, larga y seca como un mango de escoba y con el rostro de co­lor rojo púrpura, agitaba en medio de las llamas una gran sartén en la cual chirriaba una fritura.
Pero lo que sobre todo me llamó la atención fué la persona misma de Herodes Van Gambrinus, sentado en su mostrador un poco hacia la izquierda y tal co­mo me lo había pintado mi maestro, con las mangas de la camisa remangadas hasta por encima del codo, mostrando al aire sus brazos peludos, moviéndose por entre las jarras relucientes, las mejillas enormes apo­yadas sobre los puños formidables, con la espesa pe­lambrera roja enmarañada y la larga barba amari­llenta derramándose sobre su pecho. Contemplaba con ojos soñolientos el cuadro de La pesca milagrosa, col­gado en el fondo de la taberna, puesto encima del pe­queño reloj de madera.
Estaba mirándole desde hacía algunos segundos, cuando por fuera, no lejos de la calleja de los Tres Zuecos, se oyó la trompa del sereno, y en el mismo instante la vieja Judit, agitando la sartén, empezó a decir con voz irónica:
-Las doce de la noche. Hace doce días que el gran pintor Van Marius descansa en la colina de Osterhaf­fen y el vengador no llega.
-Aquí está -exclamó Cappelmans adelantándose hacia el centro de la sala.
Todos los ojos se dirigieron hacia él, y Gambrinus, habiendo vuelto la cara, empezó a sonreír, acaricián­,tose la barba.
-¿Eres tu, Cappelmans? -dijo en tono de guasa. Te esperaba. ¿Vienes en busca de La pesca milagrosa, verdad?
-Sí -respondió mi maestro. He prometido a Van Marius que terminaría su obra. La quiero y la tendré.
-La quieres y la tendrás, dices -replicó Gambri­nus; me parece que hablas demasiado, camarada. ¿Sabes tú que yo la he ganado con la jarra en la mano?
-Lo sé, y con la jarra en lamano quiero recobrarla.
-Entonces estás bien decidido, por lo visto, a ju­gar el gran partido.
-Sí, estoy decidido, ruego a Dios que me auxilie y con su ayuda mantendré mi palabra o rodaré debajo de la mesa.
Los ojos de Gambrinus se iluminaron.
-Ya lo habéis oído -exclamó dirigiéndose a los bebedores, es él quien me desafía. Hágase su vo­luntad.
Después, volviéndose hacia mi maestro Cappelmans, añadió:
-¿Quién es tu juez?
-Mi juez es Cristián Rebstock -dijo Cappelmans, haciéndome señas de adelantarme.
Estaba conmovido y tenía miedo.
Al punto, uno de los que estaban allí presentes, Ig­nacio Van den Srock, burgomaestre de Osterhaffen, tocado de una gran peluca de estopa, sacó de su bol­sillo un papel y, con tono de pedagogo, leyó:
-El curador de los biberones tiene derecho a ropa blanca, vaso blanco y vela blanca. Que se le sirva.
Una criada alta y roja acudió y colocó todas esas cosas a mi derecha.
-¿Quién es tu juez? -interrogó entonces mi maestro.
-Es Adán Van Rasimus.
El citado Adán Van Rasimus tenía la nariz roja y florida, la espalda encorvada y los ojos torcidos. Se adelantó y se sentó a mi lacio. La criada le sirvió lo mismo que a mí.
Hecho esto, Herodes, alargando su ancha mano po encima del mostrador y ofreciéndosela a su adversa río, exclamó:
-¿No emplearás ni sortilegio ni maleficio?
-Ni sortilegio ni maleficio -dijo Cappelmans.
-¿No tienes odio contra mí?
-Cuando haya vengado a Fritz Coppelius, a Tobía Vcfel, el paisajista, a Roemer, a Nicolás Branes, a Di­terico Winkelmann, a Van Marius, a todos los pinto­res de mérito que has anegado en ale y en porter, y despojado de sus obras, entonces dejaré de sentir odio hacia ti.
Herodes lanzó una inmensa carcajada. Y alargando los brazos y aplastando sus espaldas hacia atrás con­tra la pared, exclamó:
-Los he vencido con la jarra en la mano, honora­blemente, lealmente, como voy a vencerte a ti mismo. Sus obras se han convertido en mi propiedad legíti­ma. En cuanto a tu odio, has de saber que nada me importa. Bebamos.
Entonces, amigos míos, comenzó una lucha formi­dable, como no se citan dos, de memoria humana, en toda Holanda. De ella se hablará en los siglos de los siglos, si Dios quiere. El blanco y el negro se hallaban frente a frente. Los destinos iban a cumplirse.
Un barril de ale fué colocado sobre la mesa y dos jarras de una pinta fueron llenadas hasta los bordes. Herodes y mi maestro se las bebieron de un trago. A cada media hora, con la regularidad de un reloj, vaciaron sus jarras, hasta que el barril estuvo vacío.
Después del ale pasaron al porter, y del porter lambic.
Deciros el número de barriles de cerveza fuerte que fueron vaciados en aquella batalla memorable sería tácil; el burgomaestre Van Den Brock ha consignado la cifra exacta en el libro registro del Ayuntamiento de Osterhaffen, para enseñanza de generaciones fu­turas. Pero si os lo dijera no querríais creerlo y os parecería fabuloso.
Básteos saber que la lucha duró tres días y dos no­ches. Nunca se había visto cosa semejante.
Por primera vez encontrábase Herodes en presen­cia, de un adversario capaz de mantenérselas tiesas. Así es que la noticia se difundió por todo el país y to­do el mundo venía a presenciar el duelo, unos a pie, otros a caballo, otros en coche. Era una verdadera procesión. Y como muchos no querían volver sin ha­ber presenciado el final de la partida, sucedió que a partir del segundo día la taberna no dejó ni un solo instante de estar atestada de gente. No se podía nadie mover, hasta el punto de que el burgomaestre tenía caue golpear de vez en cuando la mesa con su bastón, gritando: «abrid paso», para que dejasen hueco por donde los mozos de la bodega pasasen cargados de barriles.
Durante todo este tiempo mi maestro Andrés Cap­pelmans y Herodes Van Gambrinus seguían bebiendo sus jarras con maravillosa regularidad.
A veces, recapitulando en mi espíritu el número de jarras que habían bebido, creía soñar y miraba a Cap­pelmans con el corazón agarrotado de inquietud. Pe­ro él, guiñando el ojo, exclamaba al punto riendo:
-Bien, Cristián; esto va bien. ¿Por qué no bebes un trago para refrescarte?
Y yo al oírlo quedaba confuso.
-El alma de Van Marius está en él -pensaba yo; ella es la que le sostiene.
En cuanto a Gambrinus, con su pequeña pipa de viejo boj en los labios, el codo sobre el mostrador y la mejilla apoyada en la mano, fumaba tranquilamente como un honrado burgués que vacía su jarra de no che, pensando en los asuntos del día.
Era inconcebible. Los más fuertes bebedores del país estaban sumidos en profunda admiración.
Por la mañana del tercer día, antes de apagar las luces, y en vista de que la lucha amenazaba prolon­garse indefinidamente, el burgo-maestre dijo a Judit que trajera la aguja y el hilo para hacer la primera prueba.
En seguida se produjo un gran tumulto. Todo e mundo se aproximaba para ver mejor.
Según las reglas del gran partido, aquel de los dos combatientes que saliera victorioso de esta prueba ten­dría derecho a elegir la bebida que más le gustase e imponerla a su adversario.
Herodes había dejado su pipa en el mostrador. Co­gió la aguja y el hilo que le presentaba Van Den Brock y alzando la pesada maza de su cuerpo, con los ojos muy abiertos, los brazos en alto, apuntó con el hilo para enhebrar la aguja. Pero, bien porque su mano estuviese realmente más pesada que de costum­bre, o porque la vacilación de las luces turbase su vista, se vió precisado a repetir el movimiento, cosa que pareció producir una gran impresión sobre los allí reunidos, quienes se miraron unos a otros con gesto de estupefacción.
-Ahora le toca a usted, Cappelmans -dijo el burgomaestre.
Entonces mi maestro se levantó, cogió la aguja y e hilo y lo enhebró al primer intento.
Frenéticos aplausos estallaron en la sala. Dijéráse que el edificio se venía abajo.
Miré a Garnbrinus. Su ancha cara carnosa estaba inyectada en sangre. Sus mejillas temblaban.
Al cabo de un minuto, habiéndose restablecido el silencio, Van Den Brock dió tres golpes sobre la mesa y exclamó con voz solemne:
-Señor Cappelmans, glorioso sois en Baco. ¿Cuál es vuestra bebida?
-Mi bebida es el skidam -respondió mi maes­tro, y me gusta que sea viejo. Venga el más viejo y el más fuerte que haya.
Estas palabras produjeron sobre el tabernero un efecto sorprendente.
-No, no -exclamó, venga cerveza, siempre cer­veza. Skidam, no.
Se había levantado y estaba palidísimo.
-Lo siento mucho -dijo el burgomaestre con voz breve, pero los reglamentos están muy claros. Que traigan lo que pide Cappelmans.
Entonces Gambrinus se volvió a sentar como un desgraciado que acaba de oír pronunciar su sentencia de muerte. Trajeron skidam del año 22, que probamos Van Rasimus y yo, a fin de prevenir todo fraude o mezcla.
Llenáronse los vasos y prosiguió la lucha.
Toda la población de Osterhaffen se apretujaba en las ventanas.
Habíanse apagado las luces. Era de día.
A medida que la lucha se aproximaba al desenlace fatal, el silencio se hacía cada vez más profundo. Los bebedores, de pie sobre las mesas, sobre los bancos, sobre las sillas y sobre los toneles vacíos, miraban la escena con intensa atención.
Cappelmans había mandado traer una ración de chorizo y comía con excelente apetito. Pero Gambri­nus había decaído enormemente; ya no se parecía a sí mismo. El skidam le había producido el efecto de un estupefaciente. Su amplia cara carmesí estaba cu­bierta de sudor; sus orejas tenían matices de color violeta; sus párpados se cerraban. A veces un temblor nervioso le obligaba a levantar la cabeza. Entonces, con los ojos muy abiertos, el labio inferior colgando, miraba con expresión estúpida aquellas caras silen­ciosas que, muy juntas unas de otras, le miraban. Lue­go cogía su jarra con las dos manos y bebía lanzando un estertor.
Nunca en mi vida he presenciado espectáculo más horrible.
Todo el mundo comprendía que la derrota del ta­bernero era ya inevitable.
-Está perdido -decían los espectadores; el que se creía invencible ha encontrado un campeón que le gana. Dos o tres jarras más y todo estará terminado.
Sin embargo, había algunos que sustentaban la opi­nión contraria. Afirmaban que Herodes podía resistir todavía tres o cuatro horas y Van Rasimus ofrecía in­cluso la apuesta de un tonel de ale a que no caería debajo de la mesa hasta la hora de ponerse el sol. Pe­ro una circunstancia al parecer insignificante vino a precipitar el desenlace.
Eran cerca de las doce. El mozo de la bodega, Ni­colás Spitz, llenaba las jarras por la cuarta vez. La criada Judit, después de haber intentado echar agua en el skidam, acababa de salir deshecha en llanto. Se la oía lanzar lúgubres gemidos en la habitación de al lado.
Herodes dormitaba.
De prónto el viejo reloj empezó a chirriar con ex­traños gemidos y las doce campanadas sonaron mis­teriosas en medio del silencio general. Luego el gallito de madera que adornaba la cornisa del reloj empezó a batir alas y lanzó al aire un prolongado kikirikí.
Entonces, queridos amigos, todos los que estábamos en la sala fuimos testigos de una escena espantosa.
Al oír el canto del gallo, el tabernero, como empu­jado por un resorte invisible, se había erguido de­iando ver toda su estatura.
Nunca olvidaré aquella boca entreabierta y torcida, aquellos ojos desorbitados, aquella cabeza lívida de terror.
Todavía le veo alargar las manos como para repe­ler la horrible imagen. Todavía le oigo exclamar con voz estrangulada:
-¡El gallo! ¡Ah! ¡El gallo!
Quiso escapar..., pero sus piernas flaquearon y el terrible Herodes Van Gambrinus cayó como un buey, que recibe el mazazo del matarife y se hundió a los pies de mi maestro, Andrés Cappelmans.
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Al día siguiente, hacia las seis de la mañana, Cap­pelmans y yo abando-nábamos Osterhaffen y nos lle­vábamos el cuadro de La pesca milagrosa.
Nuestro regreso a Leiden fué un verdadero triunfo. Toda la ciudad, sabedora de la victoria que había ob­tenido el maestro Andrés Cappelmans, nos esperaba en las calles y en las plazas. Aquello parecía un do­mingo de feria. Pero creo que aquel recibimiento no produjo gran impresión en el ánimo de Cappelmans. No había abierto la boca durante todo el camino y parecía preocupado.
Apenas hubo llegado a su casa, su primer cuidado fué ordenar que no se admitiese a nadie en el estudio.
-Cristián -me dijo aquel hombre excelente en el momento en que se despojaba de su gran sobretodo, necesito estar solo. Vete a casa de tu tía y procura trabajar. Cuando el cuadro esté terminado te manda­ré llamar.
Me dió un abrazo cordial y suavemente me empujó hacia la puerta de la calle.
Fué para mí un hermoso día el que llegó unas seis semanas después, el día en que mi maestro vino en persona a buscarme a casa de mi tía para conducirme a su estudio.
La pesca milagrosa estaba colgada sobre la pared frente a las dos altas ventanas.
¡Qué obra más sublime! ¿Cómo es posible que pue­da el hombre crear semejantes cosas?... Cappelmans había puesto allí todo su corazón y todo su genio. El alma de Van Marius debía de estar satisfecha.
Me hubiera quedado sin duda alguna hasta la no­che pasmado de admiración delante de aquel lienzo incomparable, si el viejo maestro, dándome un gol­pecito sobre el hombro, no me hubiese dicho con voz grave:
-Te parece hermoso, ¿verdad, Cristián?; pues bien, Van Marius tenía en la cabeza una docena de obras, maestras semejantes y aun quizá más. Desgraciada­mente, le gustaban demasiado el ale triple y el ski­dam viejo. Su estómago ha sido su ruina. Nuestrc de­fecto, el defecto de los holandeses, es la bebida. Tú eres joven. Sírvate esto de lección. El sensualismo es el enemigo de tcdas las grandes cosas.

Cuento orillas del rhin


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