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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un discurso - Cap. III

Observo, señores, en la mayor parte de los libros, oraciones académicas y artículos que he tenido que leer y examinar, para hablaros hoy de algo que no fuera pura imaginación mía, que la grave cuestión pedagógica de la actualidad está influida y podría decirse que prejuzgada por ese culto del utilitarismo, que parece dogma indiscutible de conducta para los mismos que tanto empeño muestran en negar autoridad a otros dogmas. El utilitarismo responde, en la esfera práctica de las aplicaciones, de lo que en lato sentido podría llamarse política, o sea, en cuanto materia de conducta social, a lo que se denomina en el terreno de lo teórico, de la pura investigación, positivismo, usando una palabra que hoy ha tomado una significación más extensa que la de apellido de una escuela filosófica determinada, la de Comte. No sería difícil demostrar, y pocos habrá que lo nieguen, que el positivismo, aun como filosofía, aunque se bautizó en Francia, es de origen inglés; en rigor el positivismo, aparte de lo que tiene de herencia de empirismos antiquísimos, nació en aquella comunión filosófica de unos pocos sabios ingleses que se juntaban a renovar el sensualismo de ilustres patriotas suyos; comunión intelectual que nos describe magistralmente Fouillée al historiar los antecedentes de la idea inglesa del derecho. No cabe duda: el positivismo, en lato sentido, como el utilitarismo en cuanto criterio para la vida, representan el espíritu práctico inglés, su prurito de finalidad inmediata, que tan bien nos pinta Taine cuando estudia, con motivo de Stuart Mill, los caracteres generales del genio inglés en su filosofía, en comparación del alemán y del latino.
Pues bien; el recuerdo de lo que dice ese Taine, al cual parece que también es moda para algunos olvidar o tener ya en poco, ese recuerdo debía bastar para advertir a muchos pedagogos teóricos más o menos improvisados, que no cabe proclamar como fin y tendencia natural y lógica de toda la civilización contemporánea lo que puede ser, a lo sumo, temperamento especial de una gran nacionalidad, carácter de una raza. Porque es de advertir que el argumento más serio, más importante, el que sirve de quicio a los más para pedir en la enseñanza la reforma antisentimental, que llaman algunos, la derrota del ingenio, de la retórica, de las humanidades y de la idealidad, la abolición del mandarinato europeo nacido de las aulas, el argumento Aquiles es el utilitarismo, o sea, la universalización de algunos caracteres del genio inglés, que si le dan positivas ventajas por muchos respectos, en otras relaciones lo limitan. Y sobre todo, que en el mundo hay más. Yo seré el primero a poner sobre mi cabeza las excelencias del espíritu inglés y de la cultura de este país, desde el momento en que no se me ofrezca como modelo único y no se convierta en ideal genérico, abstracto, lo que no es más, en suma, que un estado de progreso en que se expresa el genio particular de una raza, libre y sabiamente desenvuelto. Pero el utilitarismo inglés, que tiene su explicación histórica y sus ventajas parciales constantes, si debe legítimamente influir en la vida moral y aun material de otros pueblos civilizados, también debe dejarse influir por elementos sanos y racionales, que en otras partes nacen naturalmente y progresan y crean instituciones y tendencias que son ornato y gloria de la vida moderna. Así, por ejemplo, en esta materia pedagógica, mejor que alabar sin medida todo lo inglés, será distinguir y reconocer que, en cuanto a la instrucción de la juventud se refiere, los alemanes les sacan ventaja, mientras en el propósito educativo el país británico lleva la palma, aunque a mi juicio con ciertas reservas.
A esta preocupación y excesiva estima del espíritu inglés y de su utilitarismo hay que añadir, como corolario en cierto modo de tales tendencias, otro punto de vista parcial, y también exclusivo, en que muchos tratadistas de educación y enseñanza se colocan hoy al proponer reformas y novedades en este orden. Me refiero a lo que puede llamarse preocupación patriótica, al exclusivismo nacional. Nada más legítimo que el amor a la patria, ni nada más racional que estudiar cualquier problema del orden sociológico con atención a las condiciones y circunstancias del pueblo de que directamente se trata. Hay en la ciencia y en el sentimiento cierto cosmopolitismo que se pierde en vaguedades, no cabe duda; hay una cierta filantropía que no es más que una confusión sentimental, ineficaz y hueca; hay un cierto derecho natural que es sólo una abstracción insulsa que, como algunas aves, necesita que al calor de nido ajeno brote la vida de lo que ella engendra: no trato yo de defender nada de esto. Sin llegar al extremo de pensar, con Savigny, que el derecho no es más que un producto consuetudinario que nace de las entrañas de cada pueblo, veo la legitimidad con que la escuela histórica atenuada, pudiera decirse, de algunos ilustres filósofos jurisconsultos de nuestros días, da todo el valor que le corresponde a la variedad jurídica determinada por toda variedad histórica: ¿cómo no, si a mi juicio, en entender así el derecho consiste el entender el derecho, que no es más que una forma universal de vida? Tampoco negaré que en el momento presente de la civilización todavía el predominio de la vida nacional sobre todo otro modo social jurídico es el oportuno y propio por razón del tiempo; y en nombre de esta idea, lo mismo que combatiría la descentralización mal entendida, un regionalismo desmedido, combato un cosmopolitismo imprudente, divina música del porvenir, que ahora sólo puede ser eficaz y armónica en vagos preludios estéticos y poéticos, no como realidad política inmediata, que es como lo entienden ciertos utopistas, soñadores de bajo vuelo, como lo son todos aquellos que no saben soñar sino cual sonámbulos, porque quieren hacer dormidos lo que sueñan. El utilitarismo de los soñadores es todavía menos recomendable que el otro. Se puede tolerar, en todo caso, al que sólo ve la utilidad parcial inmediata de algo que efectivamente pueda realizarse; pero son intolerables los groseros soñadores que nos proponen la utilidad inmediata de perfecciones futuras que sólo por traerlas al presente quedan contrahechas y debilitadas. Por todo lo cual, me guardaré muy bien de proponer ni en política, ni en derecho civil, ni en pedagogía, ni en nada, una especie de modelo académico universal, abstracto; un ideal, como suele decirse. La idealidad bien entendida, aquella que me refería al decir que nos la recuerda la muerte, es quien más huye de ideales mecánicos, estáticos, que fácilmente se convierten en ídolos. Creo que no cabe hacer más concesiones al espíritu del patriotismo nacional; pero repito que éste, como todo, puede tener sus excesos, y los tiene, cuando se convierte en aspiración exclusiva y pone en olvido derechos sagrados del individuo y derechos sagrados de la humanidad.
Concretándome a lo que a mi asunto importa, diré que he notado que muchos modernísimos tratadistas, particularmente franceses, escriben de estas materias pedagógicas con absoluto abandono de todo respecto que no sea el nacional; para ellos parece que no hay más criterio que aquel expresado por Napoleón I, cuando se quejaba en Santa Elena de que M. de Fontanes no hubiese sabido apreciar su concepto de la instrucción pública. Al crear la Universidad, decía, se había propuesto que la ciencia quedase relegada a un lugar secundario y que se atendiera ante todo aux principes et à la doctrine nationale. También algunos escritores modernos quieren que ante todo la enseñanza pública les sirva para preparar desquites políticos y hacerse respetar, como potencia, en el extranjero. No es extraño que coincidan con Napoleón estos partidarios del utilitarismo nacional exclusivo; Bonaparte, que despreciaba la ciencia y la miraba, no ya como ancilla Theologiae siquiera, sino como servidora de los intereses nacionales, era el mismo que, en un momento de mal humor, expresaba el deseo de arrojar al agua a todos los metafísicos. Algo así viene a hacer, en lo que de él depende, M. Frary, el discreto pero temerario autor del famoso libro titulado La cuestión del latín que hace seis años se publicó, produciendo un gran estrépito, que algunos calificaron de escándalo. Raul Frary opina que Fichte, Schelling y Hegel con sus lucubraciones dialécticas no hicieron, en rigor, más que perder el tiempo. Esto viene a ser como echar al agua a los metafísicos, en la medida en que puede hacerlo un periodista de París sin mero ni mixto imperio. También es moda entre muchos franceses tener en poco, relativamente, a Napoleón; pero yo veo que algunos, sin pensarlo acaso, le imitan en cierta afectada rudeza y antipatía a lo ideal y delicado, en ciertas salidas o boutades, como dicen ellos, que no revelan al hombre de genio. Este señor Frary, que tanto desprecia a los metafísicos, es entusiasta, como ninguno, de los ingleses, y partidario de guiar la enseñanza pública por el criterio de una utilidad inmediata y terre à terre, material podía decirse; para él tampoco hay que atender más que a formar, por lo pronto, ciudadanos (estaba por escribir soldados) que sirvan para recuperar la Alsacia y cosas por el estilo. Santa es, sin duda, toda patria, aunque no sea la nuestra, y respetables todos los sentimientos que a ella se refieren; pero yo estimo que ni a la patria misma se sirve del mejor modo supeditando al interés de una próxima campaña, o por lo menos de una emulación internacional, cosa tan alta y tan constante, y pudiera decirse perdurable, como es la educación y cultura intelectual de los pueblos. Mucho más patriótico que el famoso libro de Frary es, a mi juicio, el de M. Breal, por lo mismo que es más prudente, más sereno, más técnico, menos revolucionario en la apariencia y más en el fondo; y por cierto que para dar sanas lecciones a sus compatriotas, no necesita el sabio profesor del Colegio de Francia recomendar ante todo la geografía y la lengua inglesa, el desprecio de la idealidad, el amor de las riquezas y otros platos fuertes de epicurismo moderno; antes prefiere ganar camino respetando lo respetable... y tomando lecciones de esos mismos alemanes a quien él también supongo que desearía vencer en toda clase de contiendas.
Frary recomienda las reformas en la enseñanza como puede recomendarse la pólvora sin humo o un método para movilizar un ejército. Así, no es de extrañar que cuando llega a la famosísima cuestión del latín, o sea del estudio de las lenguas clásicas, casi nos convenza, perentoriamente, de que sobran tales quebraderos de cabeza, como en efecto sobrarían y estorbarían, si lo único que tuviera que hacer una nación fuera prepararse para una guerra incierta con los alemanes o con quien queramos suponer. Nadie pretenderá, en efecto, que por saber, o no saber (que esta es otra cuestión) traducir los Comentarios de César o los libros de Xenofonte, van los franceses, ni nadie, a conquistar la Germanía, ni siquiera a retirarse con orden en caso de nuevas desgracias. Pero no es bajo esta preocupación guerrera, ni tampoco atendiendo principalmente al comercio ultramarino y a la emigración colonial, como pueden tratarse científicamente cuestiones tan graves y tan poco materiales como las que se refieren a los estudios propios de la juventud en un país muy civilizado.
     No habéis de extrañar que tantas palabras dedique a la obra de Raul Frary; aún he de hablar de ella más adelante varias veces, al tratar una y otra cuestión concreta: y he de confesar que mucho antes de nombrar este libro, a él estaba aludiendo, casi desde el principio, si bien no a él solo. De las tendencias que representa, y que yo combato, es la obra de más relieve publicada en estos últimos años, la que más ha llamado la atención seguramente, y una de las que merecen más detenido examen, porque no cabe duda que el autor tiene talento y sabe no poco, aunque no sea, en mi concepto, un verdadero escritor de pedagogía teórica como el citado Breal, ni como Gabelli, también nombrado. Por cierto que este último, en la obra a que ya me he referido, procura también principalmente un fin patriótico; pero ¡por cuán distintos senderos! Arístides Gabelli, que es, en concepto del insigne Pascual Villari, el más notable pedagogo que ha existido en Italia, es todo un pensador y un hombre práctico, sin necesidad de desdeñosos positivismos: es un ilustre iniciador y reformador a quien Italia debe, merced a sus escritos, a su administración y a sus consejos, oídos por ministros y secretarios generales, grandísima parte de los adelantos en la instrucción pública. Pues bien: este hombre ilustre, que ha demostrado su amor a Italia consagrándole su vida, llena de sacrificios, también aspira en sus estudios pedagógicos a mejorar la patria; pero no en son de guerra contra nadie, no en lucha sangrienta, no preparando ante todo generaciones que venzan a otros pueblos o por las armas o en la no menos terrible lucha por la existencia, material, egoísta. No reniega del ideal, como no reniega ningún buen pedagogo moderno; más bien se burla discretamente, y hasta cierto punto, de un gran cañón que en el concurso internacional de Viena figuraba en la galería italiana entre los objetos pertenecientes al ramo de instrucción pública. Este cañón, tan mal colocado, paréceme un símbolo de libros como el de M. Frary y de muchos discursos y artículos escritos modernamente con ese mismo criterio. Gabelli quiera la enseñanza reformada, progresiva, no para comparar a Italia con otras naciones, sino porque siendo un pueblo que ha conquistado política y formalmente su soberanía, no podrá decir que es libre de veras hasta que se libre de su propia ignorancia, hasta que se libre de la rutina. La teoría general de Gabelli, y la del mismo Breal, y la de Lavisse y otros notables tratadistas de educación y método de enseñanza, es ésta: que los pueblos modernos no son modernos de veras si insisten en tener Colegios y Universidades que se rijan por el sistema inventado sabiamente por los jesuitas para fines muy diferentes de los que pueden perseguir las naciones que tienen o piden el sufragio universal y todos los derechos revolucionarios. Esta pretensión es, en general, muy legítima, porque no cabe duda que la vida del siglo XIX ha determinado nuevas necesidades en todos los órdenes, y que la enseñanza antigua, en lo que tiene de rutinaria, de mecánica, y aun en lo que tiene de excesivamente retórica, estética, como se ha dicho con cierta impropiedad gráfica, no puede servir a nuestro tiempo ni para hacer progresar la ciencia, ni para hacer progresar la actividad industrial, política, etc., etcétera. Mas no hace falta, a mi entender, para que se emprendan con valor y constancia las reformas indispensables, que hagamos tabla rasa de la tradición, que nos figuremos abstractamente colocados en un mundo nuevo, como si acabáramos de descubrir el suelo que pisamos, o como si saliéramos del Arca de Noé y toda la tierra no fuera más que el cementerio de toda la historia condenada a universal catástrofe. Estas palingenesias absolutas que decretan escritores y filósofos un poco ligeros, no son más que ilusiones; no hemos de estar creando el mundo todos los días; no hemos de figurarnos como generaciones que estrenan la civilización y pueden olvidar el pasado. No somos más que un eslabón de una cadena, que no sabemos ni dónde empieza ni dónde acaba. La idea del progreso es salvadora, la idea de la evolución es muy probable y sugestiva; pero, mal entendidos, evolución y progreso engendran un falso concepto de las leyes biológicas, que es preciso rechazar, porque en pedagogía como en todo, dan de sí teorías absurdas de desdén y hasta menosprecio de lo ya vivido, de la historia santa, que es, después del ideal anhelado, lo más poético; y antes de todo, lo más sagrado. Tal vez a los hijos se les quiera más que a los padres; pero la veneración mayor es para éstos, y de éstos vienen las más saludables enseñanzas. La gran experiencia de los siglos nos mira callando, desde los sepulcros. ¿Qué es lo que podemos inventar y preparar para mañana nosotros, generación efímera, comparado con todo lo que nos han hecho saber las penas, los trabajos y también las glorias y las alegrías de los siglos muertos? Y entre estos siglos y entre estas razas de cuya experiencia humana es heredera nuestra precaria sabiduría, hay razas y hay siglos a quien debemos lo más y lo mejor de lo que somos; y contra esos tiempos y contra esos pueblos, sin embargo, se revuelve principalmente el furor de los que quieren acabar con todo lo que no sea preparación urgente para la carrera de comercio y otras especiales, todas ellas de próximo lucro; porque, M. Frary lo repito, lo primero es hacerse rico.
No creáis que exagero, ni que tergiverso el sentido de las tendencias que combato: si se me pide un resumen rápido de la idea de M. Frary en su célebre apología del utilitarismo en la enseñanza, puedo decir, seguro en mi conciencia de que digo lo que he comprendido: para el discreto cronista político de la revista de madame Adam, la patriota exaltada, para M. Frary, lo que hace falta, si se ha de salvar Francia, y quien dice Francia dirá el mundo, es suprimir la enseñanza del griego y del latín y llenar el hueco principalmente con geografía, no como la estudiaban en aquel colegio que Dickens nos describe al comienzo de su novela Los tiempos duros, sino una geografía que viene a ser una especie de enciclopedia fisio-sociológica, en la que entran piedras, plantas y animales, y hasta hombres, pero con exclusión de los pueblos clásicos, ya que éstos no se dejan estudiar con la prisa e inexactitud con que se puede hablar de los esquimales, sin grave perjuicio para los estudiantes. Con toda seriedad, señores, con toda la seriedad que es necesaria en este sitio: yo no veo en el ataque a la idealidad y al humanismo que caracteriza el libro de Frary, argumento más sólido, ni propósito más fecundo en bienes para la humanidad. No quiere nada con griegos y romanos; admite todos los demás asuntos ordinarios de la enseñanza, aunque con gran cuidado de ir negando importancia a todo lo que pueda recordarnos que no somos meras máquinas de hacer utilidad... no para nosotros, sino para la nación, para la patria; y así, por ejemplo, se ensaña en el desprecio de la ética y se burla con un humor poco ameno de la psicología... vulgar, esa pobre psicología que en poniéndole un apodo cualquiera se cree autorizado para tenerla en poco; a pesar de que Wundt nada menos, en su gran Psicología fisiológica, se queda muy lejos de abordar la parte de su ciencia que trata directamente las cuestiones en que cabría demostrar, si cabía, que la psicología tradicional, la de la introspección, nada puede decirnos acertado acerca de lo que somos en la conciencia. Muchas atenciones merecen a M. Frary las lenguas modernas, la inglesa, es claro, principalmente, más por un fin de utilidad material, ante todo; así, al recomendar, en cuarto o quinto término, el español, lo hace, más que por nada, porque los escritores y otros industriales de París tengan en nuestra América española un gran mercado para sus novedades, ya sean pedagógicas, ya mercantiles, ya del orden que se quiera. Y sin desdeñar la historia, M. Frary llega a la geografía, y allí se encanta, porque para él, que no sabe qué puede importarles a los bolsistas, ni a los cosecheros, ni a los comisionistas lo que pensó Aristóteles, lo que cantó Virgilio, qué fueron Grecia y Roma, estas dos madres de nuestro pobre espíritu... vulgar, eso sí, de nuestro espíritu moderno; para él, hasta los bolsistas, los cosecheros y los comisionistas necesitan hacerse cargo de cómo va un mundo formándose y pereciendo, sin sacudidas ni cataclismos, por la labor acumulada del insecto y de la gota de agua. En lo que dice al alma la formación de las dunas, encuentra el escritor francés más enseñanzas y más poesía que en todo lo que pueden decir los clásicos y la vida de romanos y de griegos. M. Frary llega hasta aconsejar a algunos el estudio del annamita, del chino y del japonés; todo antes que latín y griego. ¿Son éstas puras extravagancias? No, todo responde a un sistema; el utilitarismo nacional: es decir, la colocación rápida y segura de todos los franceses que no tengan concluida la carrera y asegurado el pan. En suma, monsieur Frary extremando su tesis llega a incurrir en el mismo lamentable error, que dio ocasión en esa Inglaterra tan admirada, a una protesta que publicó la revista The Nineteenth Century, y que fueron los primeros a firmar hombres como el citado Freeman, Federico Hárrison y el ilustre Max Müller; protesta en la cual se levanta un grito de indignación contra el mal, tan generalizado en estos últimos años, de mirar la ciencia como un medio de conseguir puestos, de hacer carrera, de lograr con los exámenes adquirir, no sabiduría, sino títulos oficiales para dedicarse a la ganancia. Esto, que no es más, en el vulgo inglés, que una manera natural y lógica de entender el utilitarismo la plebe intelectual y los necesitados, es en resumen, y aunque sea triste decirlo, lo mismo que viene a predicar M. Frary, acaso sin proponerse llegar a tal extremo. Y quien dice el joven escritor francés ¡dice tantos otros!
¡Cuántos en España piensan así, aunque no sean capaces de decirlo en un libro tan hábil como el que combato!
Con tan falso concepto de lo que es la enseñanza y de lo que es la utilidad, no hay más remedio que llegar a tales consecuencias. Mas dejo ahora el tono polémico y aténgome a seguir con mejor orden el hilo de mis propias ideas.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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