Observo,
señores, en la mayor parte de los libros, oraciones académicas y
artículos que he tenido que leer y examinar, para hablaros hoy de
algo que no fuera pura imaginación mía, que la grave cuestión
pedagógica de la actualidad está influida y podría decirse que
prejuzgada por ese culto del utilitarismo, que parece dogma
indiscutible de conducta para los mismos que tanto empeño muestran
en negar autoridad a otros dogmas. El utilitarismo responde, en la
esfera práctica de las aplicaciones, de lo que en lato sentido
podría llamarse política, o sea, en cuanto materia de conducta
social, a lo que se denomina en el terreno de lo teórico, de la pura
investigación, positivismo, usando una palabra que hoy ha tomado una
significación más extensa que la de apellido de una escuela
filosófica determinada, la de Comte. No sería difícil demostrar, y
pocos habrá que lo nieguen, que el positivismo, aun como filosofía,
aunque se bautizó en Francia, es de origen inglés; en rigor el
positivismo, aparte de lo que tiene de herencia de empirismos
antiquísimos, nació en aquella comunión filosófica de unos pocos
sabios ingleses que se juntaban a renovar el sensualismo de ilustres
patriotas suyos; comunión intelectual que nos describe
magistralmente Fouillée al historiar los antecedentes de la idea
inglesa del derecho. No cabe duda: el positivismo, en lato sentido,
como el utilitarismo en cuanto criterio para la vida, representan el
espíritu práctico inglés, su prurito de finalidad inmediata, que
tan bien nos pinta Taine cuando estudia, con motivo de Stuart Mill,
los caracteres generales del genio inglés en su filosofía, en
comparación del alemán y del latino.
Pues
bien; el recuerdo de lo que dice ese Taine, al cual parece que
también es moda para algunos olvidar o tener ya en poco, ese
recuerdo debía bastar para advertir a muchos pedagogos teóricos más
o menos improvisados, que no cabe proclamar como fin y tendencia
natural y lógica de toda la civilización contemporánea lo que
puede ser, a lo sumo, temperamento especial de una gran nacionalidad,
carácter de una raza. Porque es de advertir que el argumento más
serio, más importante, el que sirve de quicio a los más para pedir
en la enseñanza la reforma antisentimental, que llaman algunos, la
derrota del ingenio, de la retórica, de las humanidades y de la
idealidad, la abolición del mandarinato
europeo
nacido de las aulas, el argumento Aquiles es el utilitarismo, o sea,
la universalización de algunos caracteres del genio inglés, que si
le dan positivas ventajas por muchos respectos, en otras relaciones
lo limitan. Y sobre todo, que en el mundo hay más. Yo seré el
primero a poner sobre mi cabeza las excelencias del espíritu inglés
y de la cultura de este país, desde el momento en que no se me
ofrezca como modelo único y no se convierta en ideal genérico,
abstracto, lo que no es más, en suma, que un estado de progreso en
que se expresa el genio particular de una raza, libre y sabiamente
desenvuelto. Pero el utilitarismo inglés, que tiene su explicación
histórica y sus ventajas parciales constantes, si debe legítimamente
influir en la vida moral y aun material de otros pueblos civilizados,
también debe dejarse influir por elementos sanos y racionales, que
en otras partes nacen naturalmente y progresan y crean instituciones
y tendencias que son ornato y gloria de la vida moderna. Así, por
ejemplo, en esta materia pedagógica, mejor que alabar sin medida
todo lo inglés, será distinguir y reconocer que, en cuanto a la
instrucción de la juventud se refiere, los alemanes les sacan
ventaja, mientras en el propósito educativo el país británico
lleva la palma, aunque a mi juicio con ciertas reservas.
A
esta preocupación y excesiva estima del espíritu inglés y de su
utilitarismo hay que añadir, como corolario en cierto modo de tales
tendencias, otro punto de vista parcial, y también exclusivo, en que
muchos tratadistas de educación y enseñanza se colocan hoy al
proponer reformas y novedades en este orden. Me refiero a lo que
puede llamarse preocupación patriótica, al exclusivismo nacional.
Nada más legítimo que el amor a la patria, ni nada más racional
que estudiar cualquier problema del orden sociológico con atención
a las condiciones y circunstancias del pueblo de que directamente se
trata. Hay en la ciencia y en el sentimiento cierto cosmopolitismo
que se pierde en vaguedades, no cabe duda; hay una cierta filantropía
que no es más que una confusión sentimental, ineficaz y hueca; hay
un cierto derecho natural que es sólo una abstracción insulsa que,
como algunas aves, necesita que al calor de nido ajeno brote la vida
de lo que ella engendra: no trato yo de defender nada de esto. Sin
llegar al extremo de pensar, con Savigny, que el derecho no es más
que un producto consuetudinario que nace de las entrañas de cada
pueblo, veo la legitimidad con que la escuela histórica atenuada,
pudiera decirse, de algunos ilustres filósofos jurisconsultos de
nuestros días, da todo el valor que le corresponde a la variedad
jurídica determinada por toda variedad histórica: ¿cómo no, si a
mi juicio, en entender así el derecho consiste el entender el
derecho, que no es más que una forma universal de vida? Tampoco
negaré que en el momento presente de la civilización todavía el
predominio de la vida nacional sobre todo otro modo social jurídico
es el oportuno y propio por razón del tiempo; y en nombre de esta
idea, lo mismo que combatiría la descentralización mal entendida,
un regionalismo desmedido, combato un cosmopolitismo imprudente,
divina música del porvenir, que ahora sólo puede ser eficaz y
armónica en vagos preludios estéticos
y poéticos, no como realidad política inmediata, que es como lo
entienden ciertos utopistas, soñadores de bajo vuelo, como lo son
todos aquellos que no saben soñar sino cual sonámbulos, porque
quieren hacer dormidos lo que sueñan. El utilitarismo de los
soñadores es todavía menos recomendable que el otro. Se puede
tolerar, en todo caso, al que sólo ve la utilidad parcial inmediata
de algo que efectivamente pueda realizarse; pero son intolerables los
groseros soñadores que nos proponen la utilidad inmediata de
perfecciones futuras que sólo por traerlas al presente quedan
contrahechas y debilitadas. Por todo lo cual, me guardaré muy bien
de proponer ni en política, ni en derecho civil, ni en pedagogía,
ni en nada, una especie de modelo académico universal, abstracto; un
ideal,
como
suele decirse. La idealidad bien entendida, aquella que me refería
al decir que nos la recuerda la muerte, es quien más huye de ideales
mecánicos,
estáticos, que fácilmente se convierten en ídolos.
Creo que no cabe hacer más concesiones al espíritu del patriotismo
nacional; pero repito que éste, como todo, puede tener sus excesos,
y los tiene, cuando se convierte en aspiración exclusiva y pone en
olvido derechos sagrados del individuo y derechos sagrados de la
humanidad.
Concretándome
a lo que a mi asunto importa, diré que he notado que muchos
modernísimos tratadistas, particularmente franceses, escriben de
estas materias pedagógicas con absoluto abandono de todo respecto
que no sea el nacional; para ellos parece que no hay más criterio
que aquel expresado por Napoleón I, cuando se quejaba en Santa Elena
de que M. de Fontanes no hubiese sabido apreciar su concepto de la
instrucción pública. Al crear la Universidad, decía, se había
propuesto que la ciencia quedase relegada a un lugar secundario y que
se atendiera ante todo aux
principes et à la doctrine nationale.
También algunos escritores modernos quieren que ante todo la
enseñanza pública les sirva para preparar desquites políticos y
hacerse respetar, como potencia, en el extranjero. No es extraño que
coincidan con Napoleón estos partidarios del utilitarismo nacional
exclusivo; Bonaparte, que despreciaba la ciencia y la miraba, no ya
como ancilla
Theologiae siquiera,
sino como servidora de los intereses nacionales, era el mismo que, en
un momento de mal humor, expresaba el deseo de arrojar al agua a
todos los metafísicos. Algo así viene a hacer, en lo que de él
depende, M. Frary, el discreto pero temerario autor del famoso libro
titulado La
cuestión del latín
que hace seis años se publicó, produciendo un gran estrépito, que
algunos calificaron de escándalo. Raul Frary opina que Fichte,
Schelling y Hegel con sus lucubraciones dialécticas no hicieron, en
rigor, más que perder el tiempo. Esto viene a ser como echar al agua
a los metafísicos, en la medida en que puede hacerlo un periodista
de París sin mero ni mixto imperio. También es moda entre muchos
franceses tener en poco, relativamente, a Napoleón; pero yo veo que
algunos, sin pensarlo acaso, le imitan en cierta afectada rudeza y
antipatía a lo ideal y delicado, en ciertas salidas
o boutades, como
dicen ellos, que no revelan al hombre de genio. Este señor Frary,
que tanto desprecia a los metafísicos, es entusiasta, como ninguno,
de los ingleses, y partidario de guiar la enseñanza pública por el
criterio de una utilidad inmediata y
terre à terre, material
podía decirse; para él tampoco hay que atender más que a formar,
por lo pronto, ciudadanos (estaba por escribir soldados) que sirvan
para recuperar la Alsacia y cosas por el estilo. Santa es, sin duda,
toda patria, aunque no sea la nuestra, y respetables todos los
sentimientos que a ella se refieren; pero yo estimo que ni a la
patria misma se sirve del mejor modo supeditando al interés de una
próxima campaña, o por lo menos de una emulación internacional,
cosa tan alta y tan constante, y pudiera decirse perdurable, como es
la educación y cultura intelectual de los pueblos. Mucho más
patriótico que el famoso libro de Frary es, a mi juicio, el de M.
Breal, por lo mismo que es más prudente, más sereno, más técnico,
menos revolucionario en la apariencia y más en el fondo; y por
cierto que para dar sanas lecciones a sus compatriotas, no necesita
el sabio profesor del Colegio de Francia recomendar ante todo la
geografía y la lengua inglesa, el desprecio de la idealidad, el amor
de las riquezas y otros platos fuertes de epicurismo moderno; antes
prefiere ganar camino respetando lo respetable... y tomando lecciones
de esos mismos alemanes a quien él también supongo que desearía
vencer en toda clase de contiendas.
Frary
recomienda las reformas en la enseñanza como puede recomendarse la
pólvora sin humo o un método para movilizar un ejército. Así, no
es de extrañar que cuando llega a la famosísima cuestión del
latín, o sea del estudio de las lenguas clásicas, casi nos
convenza, perentoriamente, de que sobran tales quebraderos de cabeza,
como en efecto sobrarían y estorbarían, si lo único que tuviera
que hacer una nación fuera prepararse para una guerra incierta con
los alemanes o con quien queramos suponer. Nadie pretenderá, en
efecto, que por saber, o no saber (que esta es otra cuestión)
traducir los Comentarios
de César
o los libros de Xenofonte, van los franceses, ni nadie, a conquistar
la Germanía, ni siquiera a retirarse con orden en caso de nuevas
desgracias. Pero no es bajo esta preocupación guerrera, ni tampoco
atendiendo principalmente al comercio ultramarino y a la emigración
colonial, como pueden tratarse científicamente cuestiones tan graves
y tan poco materiales como las que se refieren a los estudios propios
de la juventud en un país muy civilizado.
No
habéis de extrañar que tantas palabras dedique a la obra de Raul
Frary; aún he de hablar de ella más adelante varias veces, al
tratar una y otra cuestión concreta: y he de confesar que mucho
antes de nombrar este libro, a él estaba aludiendo, casi desde el
principio, si bien no a él solo. De las tendencias que representa, y
que yo combato, es la obra de más relieve publicada en estos últimos
años, la que más ha llamado la atención seguramente, y una de las
que merecen más detenido examen, porque no cabe duda que el autor
tiene talento y sabe no poco, aunque no sea, en mi concepto, un
verdadero escritor de pedagogía teórica como el citado Breal, ni
como Gabelli, también nombrado. Por cierto que este último, en la
obra a que ya me he referido, procura también principalmente un fin
patriótico; pero ¡por cuán distintos senderos! Arístides Gabelli,
que es, en concepto del insigne Pascual Villari, el más notable
pedagogo que ha existido en Italia, es todo un pensador y un hombre
práctico, sin necesidad de desdeñosos positivismos: es un ilustre
iniciador y reformador a quien Italia debe, merced a sus escritos, a
su administración y a sus consejos, oídos por ministros y
secretarios generales, grandísima parte de los adelantos en la
instrucción pública. Pues bien: este hombre ilustre, que ha
demostrado su amor a Italia consagrándole su vida, llena de
sacrificios, también aspira en sus estudios pedagógicos a mejorar
la patria; pero no en son de guerra contra nadie, no en lucha
sangrienta, no preparando ante todo generaciones que venzan a otros
pueblos o por las armas o en la no menos terrible lucha por la
existencia, material, egoísta. No reniega del ideal, como no reniega
ningún buen pedagogo moderno; más bien se burla discretamente, y
hasta cierto punto, de un gran cañón que en el concurso
internacional de Viena figuraba en la galería italiana entre los
objetos pertenecientes al ramo de instrucción pública. Este cañón,
tan mal colocado, paréceme un símbolo de libros como el de M. Frary
y de muchos discursos y artículos escritos modernamente con ese
mismo criterio. Gabelli quiera la enseñanza reformada, progresiva,
no para comparar a Italia con otras naciones, sino porque siendo un
pueblo que ha conquistado política y formalmente su soberanía, no
podrá decir que es libre de veras hasta que se libre
de su propia ignorancia, hasta que se
libre de
la rutina. La teoría general de Gabelli, y la del mismo Breal, y la
de Lavisse y otros notables tratadistas de educación y método de
enseñanza, es ésta: que los pueblos modernos no son modernos
de
veras si insisten en tener Colegios y Universidades que se rijan por
el sistema inventado sabiamente por los jesuitas para fines muy
diferentes de los que pueden perseguir las naciones que tienen o
piden el sufragio universal y todos los derechos revolucionarios.
Esta pretensión es, en general, muy legítima, porque no cabe duda
que la vida del siglo XIX ha determinado nuevas necesidades en todos
los órdenes, y que la enseñanza antigua, en lo que tiene de
rutinaria, de mecánica, y aun en lo que tiene de excesivamente
retórica, estética, como se ha dicho con cierta impropiedad
gráfica, no puede servir a nuestro tiempo ni para hacer progresar la
ciencia, ni para hacer progresar la actividad industrial, política,
etc., etcétera. Mas no hace falta, a mi entender, para que se
emprendan con valor y constancia las reformas indispensables, que
hagamos tabla rasa de la tradición, que nos figuremos abstractamente
colocados en un mundo nuevo, como si acabáramos de descubrir el
suelo que pisamos, o como si saliéramos del Arca de Noé y toda la
tierra no fuera más que el cementerio de toda la historia condenada
a universal catástrofe. Estas palingenesias absolutas que decretan
escritores y filósofos un poco ligeros, no son más que ilusiones;
no hemos de estar creando el mundo todos los días; no hemos de
figurarnos como generaciones que estrenan la civilización y pueden
olvidar el pasado. No somos más que un eslabón de una cadena, que
no sabemos ni dónde empieza ni dónde acaba. La idea del progreso es
salvadora, la idea de la evolución es muy probable y sugestiva;
pero, mal entendidos, evolución y progreso engendran un falso
concepto de las leyes biológicas, que es preciso rechazar, porque en
pedagogía como en todo, dan de sí teorías absurdas de desdén y
hasta menosprecio de lo ya vivido, de la historia santa, que es,
después del ideal anhelado, lo más poético; y antes de todo, lo
más sagrado. Tal vez a los hijos se les quiera más que a los
padres; pero la veneración mayor es para éstos, y de éstos vienen
las más saludables enseñanzas. La gran experiencia de los siglos
nos mira callando, desde los sepulcros. ¿Qué es lo que podemos
inventar y preparar para mañana nosotros, generación efímera,
comparado con todo lo que nos han hecho saber las penas, los trabajos
y también las glorias y las alegrías de los siglos muertos? Y entre
estos siglos y entre estas razas de cuya experiencia humana es
heredera nuestra precaria sabiduría, hay razas y hay siglos a quien
debemos lo más y lo mejor de lo que somos; y contra esos tiempos y
contra esos pueblos, sin embargo, se revuelve principalmente el furor
de los que quieren acabar con todo lo que no sea preparación urgente
para la carrera de comercio y otras especiales, todas ellas de
próximo lucro; porque, M. Frary lo repito, lo primero es hacerse
rico.
No
creáis que exagero, ni que tergiverso el sentido de las tendencias
que combato: si se me pide un resumen rápido de la idea de M. Frary
en su célebre apología del utilitarismo en la enseñanza, puedo
decir, seguro en mi conciencia de que digo lo que he comprendido:
para el discreto cronista político de la revista de madame Adam, la
patriota exaltada, para M. Frary, lo que hace falta, si se ha de
salvar Francia, y quien dice Francia dirá el mundo, es suprimir la
enseñanza del griego y del latín y llenar el hueco principalmente
con geografía, no como la estudiaban en aquel colegio que Dickens
nos describe al comienzo de su novela Los
tiempos
duros, sino
una
geografía que viene a ser una especie de enciclopedia
fisio-sociológica, en la que entran piedras, plantas y animales, y
hasta hombres, pero con exclusión de los pueblos clásicos, ya que
éstos no se dejan estudiar con la prisa e inexactitud con que se
puede hablar de los esquimales, sin grave perjuicio para los
estudiantes. Con toda seriedad, señores, con toda la seriedad que es
necesaria en este sitio: yo no veo en el ataque a la idealidad
y
al
humanismo que
caracteriza el libro de Frary, argumento más sólido, ni propósito
más fecundo en bienes para la humanidad. No quiere nada con griegos
y romanos; admite todos los demás asuntos ordinarios de la
enseñanza, aunque con gran cuidado de ir negando importancia a todo
lo que pueda recordarnos que no somos meras máquinas de hacer
utilidad...
no para nosotros, sino para la nación, para la patria; y así, por
ejemplo, se ensaña en el desprecio de la ética y se burla con un
humor poco ameno de la psicología... vulgar, esa pobre psicología
que en poniéndole un apodo cualquiera se cree autorizado para
tenerla en poco; a pesar de que Wundt nada menos, en su gran
Psicología fisiológica, se queda muy lejos de abordar la parte de
su ciencia que trata directamente las cuestiones en que cabría
demostrar, si cabía, que la psicología tradicional, la de la
introspección, nada puede decirnos acertado acerca de lo que somos
en la conciencia. Muchas atenciones merecen a M. Frary las lenguas
modernas, la inglesa, es claro, principalmente, más por un fin de
utilidad material, ante todo; así, al recomendar, en cuarto o quinto
término, el español, lo hace, más que por nada, porque los
escritores y otros industriales de París tengan en nuestra América
española un gran mercado para sus novedades, ya sean pedagógicas,
ya mercantiles, ya del orden que se quiera. Y sin desdeñar la
historia, M. Frary llega a la geografía, y allí se encanta, porque
para él, que no sabe qué puede importarles a los bolsistas, ni a
los cosecheros, ni a los comisionistas lo que pensó Aristóteles, lo
que cantó Virgilio, qué fueron Grecia y Roma, estas dos madres
de
nuestro pobre espíritu... vulgar, eso sí, de nuestro espíritu
moderno; para él, hasta los bolsistas, los cosecheros y los
comisionistas necesitan hacerse cargo de cómo va un mundo formándose
y pereciendo, sin sacudidas ni cataclismos, por la labor acumulada
del insecto y de la gota de agua. En lo que dice al alma la formación
de las dunas, encuentra el escritor francés más enseñanzas y más
poesía que en todo lo que pueden decir los clásicos y la vida de
romanos y de griegos. M. Frary llega hasta aconsejar a algunos el
estudio del annamita, del chino y del japonés; todo antes que latín
y griego. ¿Son éstas puras extravagancias? No, todo responde a un
sistema; el utilitarismo nacional: es decir, la colocación
rápida y segura de todos los franceses que no tengan concluida la
carrera y asegurado el pan. En suma, monsieur Frary extremando su
tesis llega a incurrir en el mismo lamentable error, que dio ocasión
en esa Inglaterra tan admirada, a una protesta que publicó la
revista The
Nineteenth Century,
y que fueron los primeros a firmar hombres como el citado Freeman,
Federico Hárrison y el ilustre Max Müller; protesta en la cual se
levanta un grito de indignación contra el mal, tan generalizado en
estos últimos años, de mirar la ciencia como un medio de conseguir
puestos, de hacer carrera, de lograr con los exámenes adquirir, no
sabiduría, sino títulos oficiales para dedicarse a la ganancia.
Esto, que no es más, en el vulgo inglés, que una manera natural y
lógica de entender el utilitarismo la plebe intelectual y los
necesitados, es en resumen, y aunque sea triste decirlo, lo mismo que
viene a predicar M. Frary, acaso sin proponerse llegar a tal extremo.
Y quien dice el joven escritor francés ¡dice tantos otros!
¡Cuántos
en España piensan así, aunque no sean capaces de decirlo en un
libro tan hábil como el que combato!
Con
tan falso concepto de lo que es la enseñanza y de lo que es la
utilidad, no hay más remedio que llegar a tales consecuencias. Mas
dejo ahora el tono polémico y aténgome a seguir con mejor orden el
hilo de mis propias ideas.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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