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jueves, 22 de agosto de 2013

Un terror sagrado

I

El último en llegar a Hurdy-Gurdy no produjo el menor interés. Ni siquiera fue bautizado con ese apodo pintorescamente descriptivo que con tanta frecuencia es la palabra de bienvenida al recién llegado a un campamento minero. En casi cualquier otro campa­mento de por allí esa circunstancia le habría asegurado algún apelativo como «El Enigma de la Cabeza Blan­ca» o «No Sarvey», una expresión que ingenuamente se suponía sugería a las inteligencias rápidas la frase española quién sabe. Llegó sin provocar la menor ondulación de interés sobre la superficie social de Hurdy-Gurdy: un lugar que al desprecio general cali­forniano por la historia personal de cada hombre añadía la indiferencia local por el suyo propio. Hacía ya muchísimo tiempo que nadie de la menor impor­tancia había llegado allí, si es que había llegado al­guien. Porque en Hurdy-Gurdy no vivía nadie.
Sólo dos años antes el campamento había incluido una bulliciosa población de dos mil o tres mil hombres y no menos de una docena de mujeres. La gran mayo­ría de los primeros había trabajado duramente varias semanas para demostrar, ante el desagrado de las últi­mas, el carácter singularmente mentiroso de la persona que les había atraído hasta allí con ingeniosos relatos acerca de ricos depósitos de oro. Ese acto, pues todo hay que decirlo, no le produjo ni satisfacción mental ni beneficio económico, pues la bala de una pistola de un ciudadano de espíritu cívico había colocado a ese caballero tan imaginativo más allá del alcance de las calumnias al tercer día de crearse el campamento. No obstante, su ficción resultó tener de hecho ciertos fundamentos, por lo que muchos se habían quedado un tiempo considerable en los alrededores de Hurdy­-Gurdy, aunque ya hacía tiempo que se habían ido todos.
Dejaron, no obstante, amplias muestras de su es­tancia. Desde el punto en el que Injun Creek se une al Río San Juan Smith, ascendiendo por las dos orillas del primero hasta el cañón en el que emerge, se exten­día una doble fila de chozas desvencijadas que para lamentar su desolación parecía que fueran a caerse unas encima de las otras; y un número igual de cabañas se había esparcido pendiente arriba a ambos lados encaramándose sobre las prominencias, desde donde se inclinaban hacia adelante para tener una buena vista de la desoladora escena. La mayoría de esos habitácu­los se habían ido demacrando, como por hambre, hasta alcanzar la condición de simples esqueletos de los que pendían desagradables jirones de lo que podría haber sido piel, pero en realidad era lienzo. El pequeño valle que habían abierto con pico y pala se veía afeado por las largas y curvadas líneas de los canalillos podri­dos que daban aquí y allá arriba de las crestas afiladas, y se apoyaban dificultosamente a intervalos sobre pa­los mal cortados. Todo el lugar presentaba ese aspecto tosco y lúgubre del desarrollo detenido que en un país nuevo sustituye a la gracia solemne de las ruinas forjadas por el tiempo. Allí donde había quedado algún resto del suelo original se habían extendido hierbas y zarzas, y en los lugares húmedos y malsanos el visitante curioso podría haber obtenido innumera­bles recuerdos de la antigua gloria del campamento: una bota sin pareja recubierta de moho verde y repleta de hojas podridas; un ocasional sombrero viejo de fieltro; restos de una camisa de franela; latas de sardinas inhumanamente mutiladas y una sorpren­dente abundancia de botellas negras distribuidas por todas partes con una imparcialidad verdadera-mente universal.

II

El hombre que acababa de redescubrir Hurdy-Gurdy no sentía curiosidad por su arqueología. Y cuando vio a su alrededor las lúgubres muestras del trabajo perdi­do y las esperanzas rotas, cuyo significado desalentador se veía acentuado por la pompa irónica del dorado barato que provocaba el sol naciente, su suspiro de fatiga no reveló ninguna sensibilidad. Simplemente quitó de lomos de su fatigado burro un equipo de minero algo más largo que el propio animal, ató éste a una estaca, eligió de entre su equipo un hacha pequeña y cruzó enseguida el lecho seco de Injun Creek para dirigirse a la parte superior de una colina baja que había al otro lado.
Al pisar una valla caída que había estado formada por matas y tablas, eligió una de éstas y la cortó en cinco partes que afiló por uno de los extremos. Des­pués inició una especie de búsqueda, agachándose de vez en cuando para examinar algo con gran atención. Finalmente su paciente examen debió verse recom­pensado por el éxito, pues de pronto se levantó cuan largo era, hizo un gesto de satisfacción, pronunció la palabra «Scarry»[1] y se alejó enseguida con pasos largos e iguales que fue contando. Se detuvo y clavó en el suelo una de las estacas. Después miró cuidadosamen­te a su alrededor, midió un número de pasos sobre un terreno singularmente desigual y clavó otra estaca. Recorriendo dos veces esa distancia en ángulo recto con la dirección anterior clavó una tercera, y repitien­do el proceso metió la cuarta y finalmente la quinta. Hizo después una hendidura en la parte superior, en la que insertó un viejo sobre de cartas cubierto con un intrincado sistema de trazos hechos a lápiz. En resu­men, había presentado una reclamación de terrenos de estricto acuerdo con las leyes de la minería local de Hurdy-Gurdy y había colocado la nota habitual.
Es necesario explicar que uno de los terrenos adjun­tos a Hurdy-Gurdy -que con el tiempo acabó estando adjunto a la metrópolis- era un cementerio. En la primera semana de la existencia del campamento ha­bía sido trazado cuidadosa-mente por un comité de ciudadanos. Al siguiente día se había producido un debate entre dos miembros del comité acerca de un lugar mejor, y al tercer día la necrópolis fue inaugurada con un funeral doble. Conforme el campamento había ido menguando, el cementerio fue creciendo; y mucho antes de que el último habitante, victorioso tanto contra la insidiosa malaria como contra el rápido revólver, hubiera apuntado la cola de su burro hacia Injun Creek, el asentamiento periférico se había con­vertido en un barrio populoso, ya que no popular. Y ahora, cuando había caído sobre la ciudad la hoja seca y amarilla de una desagradable senilidad, el camposan­to -aunque algo desfigurado por el tiempo y las cir­cunstancias, y no totalmente exento de innovaciones en la gramática y experimentos en la ortografía, por no hablar de los estragos del devastador coyote- respon­día a las necesidades humildes de sus ciudadanos con razonable satisfacción. Formaba un generoso campo de dos acres -que había sido elegido con encomiable sentido de la economía, pero innecesariamente, por­que no tenía valor como campo de mineral-, e incluía dos o tres árboles esqueléticos (de una robusta rama lateral de uno de ellos colgaba todavía significativa­mente una cuerda estropeada por el tiempo), medio centenar de montículos, una veintena de toscos tablo­nes cuyas inscripciones mostraban las peculiaridades literarias ya mencionadas y una esforzada colonia de chumberas. En conjunto, el Lugar de Dios, como había sido bautizado con característica reverencia, po­día jactarse justamente de una desolación de calidad indudablemente superior. El señor Jefferson Doman había hecho su reivindicación territorial en la parte más poblada de aquella interesante heredad. Si en la realización de sus designios consideraba adecuado ex­traer a alguno de los muertos, éstos tendrían el derecho a ser vueltos a enterrar convenientemente.

III

El señor Jefferson Doman procedía de Elizabethtown, New Jersey, donde seis años antes había dejado su corazón al tomar a una joven de cabellos dorados y actitud recatada, llamada Mary Matthews, como se­guridad colateral de que regresaría para pedir su mano.
-Simplemente que nunca regresarás vivo: nunca lograrás nada -fue la observación que ejemplificaba la idea que tenía la señorita Matthews de lo que consti­tuía el éxito, y de paso su opinión acerca de lo que consideraba estimulante. Luego añadió-: si no vuel­ves, también yo iré a California. Puedo ir poniendo las monedas en bolsitas conforme las vayas sacando.
Esta característica teoría femenina acerca de los depósitos auríferos no resultaba aceptable para la inte­ligencia masculina, pues el señor Doman creía que el oro se encontraba en estado líquido. Él desaprobó la intención de ella con considerable entusiasmo, repri­mió sus sollozos poniendo ligeramente una mano en su boca, se rió mientras le besaba las lágrimas y con un alegre «nos veremos» se fue a California a trabajar por ella durante largos años sin amor, con un corazón poderoso, una esperanza alerta y una fidelidad firme que ni por un momento se olvidó de lo que estaba haciendo. Entretanto, la señorita Matthews había con­cedido el monopolio de su humilde talento para meter monedas en sacos al señor Jo. Seeman, de Nueva York, jugador, muy apreciado como tal aunque no tanto como el genio de ella para sacarlas luego del saco y dárselas a sus rivales locales. Por lo que respecta a esta última actitud, él manifestó su desaprobación con un acto que le valió el puesto de encargado de la lavande­ría de la prisión estatal, y a ella el sobrenombre de «Moll Caracortada». Aproximadamente en aquella época es­cribió al señor Doman una conmovedora carta de renuncia, incluyendo su fotografía como muestra de que ya no tenía el derecho a permitirse soñar con que se convertiría en la señora Doman, al tiempo que le contaba tan gráficamente cómo se había hecho esa herida al caerse de un caballo, que el señor Doman se vengó de aquel animal abusando de las espuelas con el pobre e inocente potro que le había llevado hasta Red Dog, para recoger la carta, y con el que regresaba al campamento. Pero la carta no consiguió cumplir su objetivo; la fidelidad que hasta entonces había sido para el señor Doman un asunto de amor y deber se convirtió desde entonces también en un tema de honor; y la fotografía, que mostraba el rostro en otro tiempo hermoso tristemente desfigurado, como por el corte de un cuchillo, se instaló en su afecto, mientras su predecesora, más hermosa, era tratada con despre­cio contumaz. Es justo decir que al ser informada de aquello, la señorita Matthews no pareció sorprenderse de lo poco que había estimado la generosidad del señor Doman, que por el tono de su última carta habría cabido esperar. Sin embargo, poco después las cartas de ella empezaron a ser cada vez menos frecuentes, hasta que por fin cesaron totalmente.
Pero el señor Doman tenía otro corresponsal, el señor Barney Bree, de Hurdy-Gurdy, quien anterior­mente había estado en Red Dog. Este caballero no era minero, aunque entre éstos resultaba una figura nota­ble. Su conocimiento de la minería consistía princi­palmente en un dominio maravilloso de su jerga, a la que había hecho abundantes contribuciones, enrique­ciendo su vocabulario con una abundancia de frases inusuales más notables por su aptitud que por su refinamiento, y que impresionaban a los «novatos» sin instrucción por la sensación de profundidad del cono­cimiento del inventor. Cuando no mantenía un círcu­lo de admirativos oyentes procedentes de San Francis­co o del este, se le podía encontrar entregado al trabajo, comparativamente más oscuro, de barrer las diversas casas de baile y purificar las escupideras.
Barney no parecía tener más que dos pasiones en la vida: el amor a Jefferson Doman, que en otro tiempo le había prestado algún servicio, y el amor al whisky, que desde luego no se lo había prestado. Había estado entre los primeros que se abalanzaron sobre Hurdy­Gurdy, pero no había prosperado y gradualmente se fue degradando hasta la posición de sepulturero. No era una vocación, pero Barney dedicaba a ella su mano temblorosa de forma irregular siempre que se producía algún mal entendimiento en la mesa de juego, coinci­diendo en el tiempo este trabajo con su recuperación parcial de una prolongada época de vicio. Un día, el señor Doman recibió en Red Dog una carta con un matasellos que simplemente decía «Hurdy, Cal.», y como se hallaba ocupado por otra cosa, la dejó descui­dadamente en un agujero de su cabaña para leerla más tarde. Unos dos años más tarde la encontró acciden­talmente y la leyó. Decía lo siguiente:

HURDY, 6 de junio:
AMIGO JEFF: la encontré buena en el campo de huesos. Está ciega y piojosa. Estoy montado: es mío y mi parte es tuya también. Tuyo,
BARNEY
Posdata: la marqué con Scarry.

Como tenía un conocimiento del argot general de los campamentos mineros y también del sistema pri­vado del señor Bree para la comunicación de las ideas, el señor Doman no tuvo dificultad para entender en aquella epístola poco común que Barney estaba cum­pliendo su deber como sepulturero cuando descubrió una cama rocosa de cuarzo sin afloramientos; que evidentemente abundaba en ella el oro; que movido por consideración de su amistad aceptaba al señor Doman como socio y esperaba que la declaración de su voluntad de caballero en el asunto mantuviera discretamente el des-cubrimiento en el secreto. Por la posdata podía deducirse claramente que para ocultar el tesoro había enterrado sobre él la parte mortal de una persona llamada Scarry.
Parece ser que según los acontecimientos posterio­res, tal como se los contaron al señor Doman en Red Dog, antes de tomar esta precaución el señor Bree tuvo que eliminar una modesta competencia por el oro; en cualquier caso fue aproximadamente en esa época cuando se inició en la memorable serie de libaciones y festines que siguen siendo una de las tradiciones más amadas en la zona de San Juan Smith, de la que se habla con respeto incluso en lugares tan alejados como Ghost Rock y Lone Hand. Cuando concluyeron las celebraciones, algunos antiguos ciudadanos de Hurdy-Gurdy, para quienes había realizado amable­mente sus oficios en el cementerio, le dejaron sitio entre ellos y allí se quedó para su descanso.

IV

Cuando terminó de clavar las estacas como su reivin­dicación minera, el señor Doman regresó andando al centro de ésta y se quedó inmóvil en el mismo punto en el que su búsqueda ante las tumbas había terminado al exclamar «Scarry». Volvió a inclinarse sobre el table­ro que llevaba ese nombre y como para reforzar los sentidos de la vista y del oído, pasó el dedo índice a lo largo de las letras toscamente talladas. Al levantarse de nuevo, añadió oralmente a esa inscripción simple este sorprendente epitafio:
-¡Fue un terror sagrado!
Si le hubieran pedido al señor Doman que aportara pruebas de esas palabras -y considerando que tenían un carácter algo censurable sin duda se lo habrían pedido, de haber alguien, se habría visto en una difícil situación por la ausencia de testigos fiables y a lo más que habría podido apelar habría sido a la evidencia de los rumores. En aquel tiempo, cuando Scarry había tenido fama en los campamentos mineros de la zona -cuando tal como lo habría dicho el editor del Hurdy Herald se encontraba ella «en la plenitud de su po­der»- la fortuna del señor Doman se encontraba en una marea baja, y llevaba la vida errantemente labo­riosa de un prospector. Había pasado la mayor parte del tiempo en las montañas, unas veces con un com­pañero y otras con otro. Su juicio acerca de Scarry se había formado a partir de los recitales admirativos de esos compañeros casuales procedentes de diversos campamentos; personalmente no había tenido nunca la dudosa ventaja de conocerla ni la precaria distinción de sus favores. Y cuando finalmente, al terminar ella su perversa profesión en Hurdy-Gurdy, él leyó por azar en un ejemplar del Herald una nota necrológica de una columna entera (escrita por el humorista local en el más elevado estilo de su arte), Doman había concedido a la memoria de ella y al genio de su historiógrafo el tributo de una sonrisa, olvidándola después caballerosamente. Pero de pie ahora al lado de la tumba de aquella Mesalina de las montañas, recordó los aconte-cimientos principales de la turbulenta carre­ra de aquella mujer, tal como los había oído celebrar en diversos fuegos de campamento, y quizás por un intento inconsciente de autojustificarse repitió que ella fue un terror sagrado, y después metió el pico en la tumba hasta el mango. En ese momento, un cuervo que había estado silenciosamente posado sobre una rama del árbol maldito que tenía sobre su cabeza, chasqueó solemnemente el pico y emitió su opinión sobre el asunto con un graznido de aprobación.
Dedicándose con gran celo a su descubrimiento del oro abundante, que probablemente achacaba a la con­ciencia con la que ejercitaba su trabajo de sepulturero, el señor Barney Bree había cavado un sepulcro inu­sualmente profundo, por lo que casi estaba anoche­ciendo cuando el señor Doman, trabajando con la deliberación lenta del que tiene «una cosa segura» y ningún miedo a que nadie reclamara un derecho anterior, llegó al ataúd y lo dejó al descubierto. Al hacerlo se vio enfrentado a una dificultad para la que no se había preparado; el ataúd -una simple cáscara plana de tablones rojizos por lo visto no muy bien conservados- no tenía asas y ocupaba todo el fondo de la excavación. Lo único que podía hacer sin violar la santidad y decencia de la situación era realizar una excavación lo bastante larga como para poder ponerse de pie a la cabeza del ataúd y, colocando debajo sus manos poderosas, levantarlo sobre su extremo más estrecho; y eso fue lo que decidió hacer. La proximidad de la noche aceleró sus esfuerzos. Ni se le pasó por la cabeza abandonar en aquella fase la tarea para reanu­darla por la mañana en condiciones más ventajosas. El estímulo febril de la codicia y la fascinación del terror le hicieron proseguir el trabajo con una voluntad de hierro. Ya no se mostraba ocioso, sino que trabajaba con un interés terrible. Se destocó la cabeza, se quitó las prendas exteriores, se abrió la camisa por el cuello descubriendo el pecho, por el que corrían sinuosos riachuelos de sudor, mientras este duro e impenitente buscador de oro y ladrón de tumbas trabajaba con una energía gigantesca que casi dignificaba el carácter de su horrible propósito; y cuando los bordes del sol desaparecieron por la línea serrada de las colinas del oeste, y la luna llena había surgido de las sombras que cubrían la llanura purpúrea, había puesto en pie el ataúd y lo dejó allí apoyado contra el borde de la tumba abierta. Después, levantando el cuello por encima de la tierra en el extremo opuesto de la excavación, mien­tras contemplaba el ataúd sobre el que caía ahora la luz de la luna produciendo una luminosidad total, se estremeció con un terror repentino al observar sobre el ataúd la sorprendente aparición de una oscura cabe­za humana: la sombra de la suya. Por un instante, aquella circunstancia simple y natural le acobardó. El ruido de su respiración fatigada le asustó, y trató de mitigarla, pero sus pulmones ardientes no se lo permi­tieron. Después, echándose a reír y habiendo perdido totalmente el espíritu, empezó a mover su cabeza de un lado a otro para obligar a la aparición a repetir los movimientos. Le tranquilizó y consoló comprobar que dominaba a su propia sombra. Estaba contem-porizan­do con la situación, realizando con una prudencia inconsciente una maniobra que retrasara la catástrofe inminente. Sentía que las fuerzas invisibles del mal se estaban cerrando sobre él y por el momento parlamen­taba con lo inevitable.
Observó entonces una sucesión de varias circuns­tancias inusuales. La superficie del ataúd que mantenía fija su mirada no era plana; presentaba dos bordes claros, uno longitudinal y otro transversal. Donde se cruzaban, por la parte más ancha, había una placa metálica corroída que reflejaba la luz de la luna con un brillo tenebroso. A lo largo de los bordes exteriores del ataúd, a largos intervalos, había unas cabezas de clavos comidas por el óxido. ¡Este frágil producto del arte de carpintero se había introducido en la tumba por el lado contrario!
Quizás fuera una de las bromas del campamento: una manifestación práctica del espíritu chistoso que encontraba su expresión literaria en la noticia necro­lógica, desordenada y patas arriba, salida de la pluma del gran humorista de Hurdy-Gurdy. Quizás tuviera algún significado personal y oculto en el que no pu­dieran penetrar las mentalidades no instruidas de la tradición local. Una hipótesis más caritativa era que, debido a un infortunio del señor Barney Bree, al realizar sin ayuda el enterramiento (bien por decisión propia, para preservar en secreto su oro, o por la apatía pública), había cometido un error que después no pudo o no quiso rectificar. Pero cometido el error, la pobre Scarry fue bajada a tierra boca abajo.
Cuando el terror y la estupidez se alían, el efecto es terrible. Aquel hombre osado y de fuerte corazón, aquel duro trabajador nocturno entre los muertos, el enemigo que desafiaba la oscuridad y la desolación, sucumbió a una sorpresa ridícula. Le sobrecogió un escalofrío: se estremeció y sacudió sus hombros enor­mes como si tratara de quitarse de encima una mano helada. Ya no respiraba y la sangre de sus venas, incapaz de reducir su ímpetu, brotaba ardiente bajo su piel fría. Carente del oxígeno necesario, le subió a la cabeza y congestionó su cerebro. Sus funciones físicas se habían pasado al enemigo; incluso su corazón se había dispuesto en su contra. No se movió; ni siquiera podía gritar. Sólo necesitaba un ataúd para estar muerto: tan muerto como la muerta que tenía frente a él con la altura de una tumba abierta y el grosor de un tablón podrido en medio.
Después recuperó los sentidos de uno en uno; la marea del terror que había superado sus facultades empezó a remitir. Pero con el retorno de los sentidos perdió singularmente la conciencia del objeto de su miedo. Veía la luz de la luna dorando el ataúd, pero ya no veía el ataúd que la luna doraba. Al levantar la mirada y girar la cabeza, observó, curioso y sorprendi­do, las ramas negras del árbol muerto, y trató de calcular la longitud de la cuerda, deshilachada por el tiempo que colgaba de su mano fantasmal. El ladrido monótono de los lejanos coyotes le afectó como algo que ya hubiera oído años antes en un sueño. Un búho cruzó por encima de él sobre unas alas que no hacían ruido, y trató de predecir la dirección que tomaría su vuelo cuando llegara al risco que elevaba su parte frontal iluminada a unos dos kilómetros de distancia. Su oído captó el caminar sigiloso de una ardilla a la sombra de un cacto. Lo observaba todo intensamente; sus sentidos estaban alerta, pero no veía el ataúd. Lo mismo que uno puede quedarse mirando al sol hasta que éste parece negro y después desaparece, su mente, habiendo agotado su capacidad para el terror, ya no era consciente de la existencia de nada que fuera terrorífico. El asesino estaba ocultando la espada.
Durante esta tregua en la batalla se dio cuenta de que había un olor débil pero vomitivo. Al principio pensó que se trataba de una serpiente de cascabel, e involuntariamente trató de mirar a sus pies. Eran casi invisibles en la oscuridad de la tumba. Un sonido áspero y gutural, como el estertor de la muerte en una garganta humana, parecía brotar del cielo, y un momento después una sombra grande, negra y angu­losa, como si ese sonido se hubiera vuelto visible, cayó en un vuelo curvo desde la rama más alta del árbol espectral, aleteó un instante delante de su rostro y se alejó en la niebla a lo largo del torrente. Era el cuervo. El incidente le permitió recuperar el sentido de la situación y volvió a buscar con la mirada el ataúd erguido, que ahora la luna iluminaba en la mitad de su longitud. Vio el brillo de la placa metálica y, sin moverse, intentó descifrar la inscripción. Después se puso a especular con respecto a lo que había detrás. Su imaginación creativa representó una imagen vívida. Los tablones no parecían ya un obstáculo y vio el cadáver lívido de la mujer muerta, de pie y vestida con el sudario, contemplándole con la mirada vacía con unos ojos sin párpados y hundidos. La mandíbula inferior estaba caída, el labio superior, apartado, des­cubriendo los dientes. Pudo ver una mancha, como un dibujo, en las mejillas huecas: la consecuencia de la decadencia. Por algún proceso misterioso, su mente volvió por primera vez al día en que vio la fotografía de Mary Matthews. Contrastó su belleza rubia con el aspecto fúnebre de aquel rostro muerto: el objeto que más amaba con el más horrible que era capaz de concebir.
El Asesino avanzó ahora y mostrando la hoja la acercó a la garganta de la víctima. Es decir, aquel hombre fue consciente, al principio de una manera oscura, pero luego con gran definición, de una enorme coincidencia, una relación, un paralelismo entre el rostro de la fotografía y el nombre del tablón. Uno estaba desfigurado, el otro describía una desfiguración. El pensamiento se adueñó de él y le sacudió. Trans­formó el rostro que su imaginación había creado tras la tapa del ataúd; el contraste se convirtió en parecido; el parecido en identidad. Recordando las numerosas descripciones de la apariencia personal de Scarry, que había oído en las murmuraciones de los fuegos de campamento, intentó recordar, sin demasiado éxito, la naturaleza exacta de la desfiguración por la que la mujer había recibido ese feo apodo; y lo que faltaba en su memoria lo proporcionaba la imaginación, llenán­dolo con la validez de la convicción. En el intento enloquecedor de recordar algunas partes de la historia de esa mujer, que había oído, los músculos de los brazos y las manos se contrajeron con una tensión dolorosa, como si se estuviera esforzando para levantar un gran peso. El esfuerzo hacía temblar y retorcerse su cuerpo. Los tendones de su cuello estaban tan tensos como una tralla, y empezó a respirar a boqueadas breves y potentes. La catástrofe no podía retrasarse ya demasiado si no quería que la agonía de la anticipación no dejara nada por hacer al golpe de gracia de la verificación. El rostro cicatrizado que había tras la tapa le mataría a través de la madera.
Un movimiento del ataúd alteró sus pensamientos. Se adelantó hasta encontrarse a treinta centímetros de su rostro, haciéndose visiblemente más grande confor­me se aproximaba. La placa metálica oxidada, con una inscrip-ción que no podía leerse con la luz de la luna, le miraba fijamente a los ojos. Decidido a no acobar­darse, intentó apoyar los hombros más firmemente contra el extremo de la excavación, y casi llegó a caerse hacia atrás en el intento. No había nada que le sujetara; inconscientemente había avanzado hacia su enemigo, aferrando el gran cuchillo grande que había extraído del cinto. El ataúd no había avanzado y sonrió al pensar que no podría retirarse. Levantando el cuchillo, golpeó la pesada empuñadura con toda su fuerza contra la placa metálica. Se oyó un ruido agudo y sonoro, y con un resquebrajamiento apagado la tapa podrida del ataúd se despedazó y cayó a sus pies. El vivo y la muerta estaban cara a cara: el hombre, frenético y gritando, la mujer en pie, tranquila en su silencio. ¡Era un terror sagrado!

V

Unos meses más tarde, un grupo de mujeres y hombres pertenecientes a los más elevados círculos sociales de San Francisco pasó por Hurdy-Gurdy inaugurando el viaje a Yosemite Valley por un nuevo camino. Se detuvieron para la cena y mientras la preparaban ex­ploraron el desolado campamento. Un miembro del grupo había estado en Hurdy-Gurdy en sus tiempos de gloria. Había sido uno de sus ciudadanos promi­nentes; y solía decirse que en una sola noche pasaba por su mesa de faro más dinero que en las de sus competidores en toda una semana; pero siendo ahora millonario, se dedicaba a empresas más importantes y no consideraba que aquellos primeros éxitos tuvieran una importancia suficiente como para merecer la dis­tinción de un comentario. Su esposa inválida, una dama famosa en San Francisco por la costosa natura­leza de sus entretenimientos y el rigor que ponía en relación con la posición social y los «antecedentes» de quienes la acompañaban, iba con la expedición. Du­rante un paseo por entre las chozas del campamento abandonado, el señor Porfer dirigió la atención de su esposa y amigos hacia el árbol seco que había en una colina baja, al otro lado del Injun Creek.
-Tal como les dije -afirmó-, pasé por este campa­mento en 1852 y me contaron que no menos de cinco hombres fueron ahorcados allí por los vigilantes en diferentes momentos, y todos en aquel árbol. Si no me equivoco, todavía cuelga de él una cuerda. Vayamos a ver ese lugar.
Lo que no añadió el señor Porfer fue que esa cuerda quizás fuera la misma de cuyo fatal abrazo había escapado su cuello por tan poco que si hubiera tardado una hora más en salir de esa región habría muerto.
Andando despacio junto al torrente hasta un punto conveniente para cruzarlo, el grupo encontró el esque­leto de un animal atado a una estaca, que el señor Porfer, tras examinarlo debidamente, afirmó era el de un asno. Las orejas que lo distinguían habían desapa­recido, pero una gran parte de la cabeza no comestible había sido perdonada por alimañas y pájaros, además la resistente brida de pelo de caballo estaba intacta, lo mismo que la cuerda de un material similar que lo ataba a una estaca firmemente hundida todavía en la tierra. A su lado estaban los elementos metálicos y de madera de un equipo de minero. Hicieron los comen­tarios habituales, cínicos por parte de los hombres y sentimentales y refinados por la de las damas. Un momento más tarde se encontraron junto al árbol del cementerio y el señor Porfer se deshizo de su dignidad lo suficiente como para colocarse bajo la cuerda podri­da y enlazarla confiadamente alrededor de su cuello, lo que por lo visto pareció satisfacerle mucho a él, pero causó un gran horror a su esposa, que sufrió un pequeño ataque con la representación.
La exclamación de un miembro del grupo los reu­nió a todos junto a una tumba abierta, en cuyo fondo vieron una confusa masa de huesos humanos y los restos rotos de un ataúd. Los coyotes y las águilas ratoneras habían ejecutado los últimos y tristes ritos por lo que se refería a todo lo demás. Vieron dos cráneos, y para investigar esta repetición bastante inu­sual, uno de los hombres jóvenes tuvo la audacia de introducirse de un salto en la tumba y pasárselos a uno de los que estaba arriba antes de que la señora Porfer pudiera dar a conocer su desaprobación a ese acto tan sorprendente, aunque lo hiciera con considerable sen­timiento y con palabras muy selectas. Al proseguir su búsqueda de los restos en el fondo de la tumba, el joven entregó una placa de ataúd oxidada con una inscrip­ción toscamente hecha que, con dificultad, el señor Porfer descifró y leyó en voz alta con un serio intento, no totalmente desprovisto de éxito, de obtener el efecto dramático que consideraba adecuado a la oca­sión y a su capacidad retórica:

MANUELITA MURPHY

NACIDA EN LA MISIÓN SAN PEDRO; MUERTA EN HURDY-GURDY
A LOS CUARENTA Y SIETE AÑOS
EL INFIERNO ESTÁ LLENO DE GENTE ASÍ

Como deferencia a la piedad del lector y a los nervios del fastidioso grupo de ambos sexos que comparten los nervios de la señora Porfer, no nos referiremos a la dolorosa impresión producida por esa inusual inscrip­ción, salvo para decir que la capacidad de elocuencia del señor Porfer no había encontrado nunca antes un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.
El siguiente objeto que recompensó al necrófago de la tumba fue una maraña larga de cabellos negros manchados de barro: pero recibió poca atención por­que rompió el ambiente anterior. De pronto, con una breve exclamación y un gesto de excitación, el joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, tras ins­peccionarlo presurosamente, se lo entregó al señor Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre él lanzó unos destellos amarillos: estaba recubierto de puntos bri­llantes. El señor Porfer lo cogió, inclinó la cabeza sobre él un momento y lo arrojó descuidadamente con un solo comentario:
-Piritas de hierro: el oro del loco.
El joven del descubrimiento quedó por lo visto un poco desconcertado.
Entretanto la señora Porfer, incapaz de soportar ya aquel desagradable asunto, había vuelto junto al árbol y se había sentado sobre sus raíces. Mientras se arre­glaba de nuevo una trenza de dorados cabellos que se había salido de su lugar, atrajo su atención lo que parecía ser, y era realmente, un fragmento de un abrigo viejo. Mirando a su alrededor para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera observado, metió la enjoyada mano en el bolsillo delantero que estaba a la vista y sacó una cajita mohosa. Sus conte­nidos eran los siguientes:
Un puñado de cartas en cuyo matasellos figuraba «Elizabethtown, New jersey».
Un rizo de cabello rubio atado con una cinta. Una fotografía de una hermosa joven.
Otra de la misma, pero singularmente desfigurada. Un nombre en el dorso de la fotografía: «Jefferson Doman».
Unos momentos después, un grupo de ansiosos caballeros rodeaba a la señora Porfer mientras seguía sentada e inmóvil al pie del árbol, con la cabeza caída hacia adelante, aferrando con los dedos una fotografía aplastada. Su marido le levantó la cabeza, descubriendo un rostro fantasmal-mente blanco salvo la larga cicatriz, conocida por todos sus amigos, que ningún arte podía ocultar, y que atravesaba ahora la palidez de su sem­blante como una maldición visible.
Mary Matthews Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.

1.007. Briece (Ambrose)



[1] El apodo Scarry se podría traducir como «la de la cicatriz». (N. del T.)

Un suceso en el puente sobre el rio owl

I 

Un hombre estaba sobre un puente ferroviario en Alabama del Norte viendo el agua que corría rápida­mente unos veinte pies más abajo. Tenía las manos atadas con una cuerda por detrás de la espalda. Una soga, sujeta a un macizo travesaño que había sobre su cabeza, le rodeaba el cuello y caía libremente hasta la altura de sus rodillas. Algunos tablones sueltos sobre las traviesas de los raíles servían de base a él y a sus verdugos: dos soldados rasos del ejército federal, al mando de un sargento que en la vida civil podría muy bien haber sido un ayudante de sheriff. A corta distan­cia y sobre la misma plataforma provisional había un oficial armado que vestía el uniforme de su rango. Era un capitán. A cada extremo del puente se encontraba un centinela con su rifle en posición vertical delante del hombro izquierdo y el cerrojo descansando sobre el antebrazo que cruzaba por delante del pecho: una postura formal y nada natural que obliga a mantener el cuerpo rígido. No parecía misión de estos dos hombres saber lo que estaba ocurriendo en medio del puente; sencillamente bloqueaban los extremos de la pasarela que lo atravesaba.
Más allá de los centinelas no se veía a nadie; la vía corría durante unas cien yardas hasta un puesto de avanzada que había más adelante. La otra orilla del río era campo abierto y una suave colina se elevaba hasta una empalizada de troncos verticales, con troneras para los rifles y una abertura por la que asomaba la boca de un cañón de bronce que cubría el puente. A medio camino entre éste y el fuerte se encontraban los espectadores -una compañía de infantería formada, en posición de descanso, con las culatas de los rifles en el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás, sobre el hombro derecho, y las manos cruzadas sobre la caña. Junto a la columna había un teniente, con la punta de su sable en el suelo y la mano izquierda descan-sando sobre la derecha. Salvo los cuatro hom­bres en el centro del puente, nadie se movía. La compañía permanecía inmóvil mirando en dirección al puente. Los centinelas, de cara a las orillas, parecían estatuas que adornaban el viaducto. El capitán, en silencio y con los brazos cruzados, observaba el trabajo de sus subordinados sin hacer un solo gesto. La muerte es un dignatario que cuando se anuncia ha de ser recibido con formales manifes-taciones de respeto, in­cluso por parte de los que están más familiarizados con ella. En el código de etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son formas de deferencia.
El hombre que iban a ahorcar tenía unos treinta y cinco años. A juzgar por su ropa, propia de un colono, era civil. Sus rasgos eran nobles: nariz recta, boca firme, frente amplia y cabello largo y oscuro, peinado hacia atrás, que le caía por encima de las orejas hasta el cuello de una levita de buena hechura. Llevaba bigote y perilla, sin patillas; sus ojos eran grandes, de un gris oscuro, y mostraban una expresión afable que nadie habría esperado en una persona a punto de morir. Evidentemente no era un vulgar asesino. Pero el código militar prevé la horca para muchas clases de personas, y los caballeros no están excluidos.
Una vez terminados los preparativos, los dos solda­dos se hicieron a un lado y retiraron la plancha sobre la que habían permanecido. El sargento se volvió hacia su superior, saludó y se situó inmediatamente detrás de él, que a su vez dio un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento sobre los dos bordes de la plancha que cubría tres de las traviesas del puente. El extremo sobre el que se encontraba el civil llegaba casi hasta la cuarta traviesa, pero sin alcanzarla. La plancha se había mantenido horizontal gracias al peso del capitán; ahora era el del sargento el que cumplía esa misión. A una señal de su superior, el sargento daría un paso, la tabla bascularía y el conde­nado quedaría colgado entre dos travesaños. El sistema resultaba, a juicio de éste, simple y efectivo. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Por un momento consideró su inestable posición; luego dejó que su vista vagara hacia las arremolinadas aguas de la corriente, que fluían enloquecidas bajo sus pies. Un trozo de madera a la deriva llamó su atención y sus ojos la siguieron río abajo. ¡Con qué lentitud parecía mo­verse! ¡Qué aguas tan perezosas!
Cerró los ojos para dedicar sus últimos pensamien­tos a su mujer y a sus hijos. El agua dorada por el sol del amanecer, las melancólicas brumas de las orillas río abajo, el puente, los soldados, el pedazo de madera a la deriva: todo le había distraído. Y ahora era conscien­te de una nueva distracción. A través del recuerdo de sus seres queridos llegaba un sonido que no podía ignorar ni comprender, un golpeteo seco, nítido como el martilleo de un herrero sobre un yunque; tenía esa misma resonancia. Se preguntó qué era, y no sabía si estaba muy distante o muy cercano, pues parecía ambas cosas. Se repetía regular-mente, pero con tanta lentitud como el tañido de un toque de difuntos. Esperaba cada golpe con impaciencia y -no sabía por qué- con aprensión. Los intervalos de silencio se hicieron cada vez más largos; la espera, enloquecedora. A medida que su frecuencia disminuía, los sonidos aumentaban en fuerza y nitidez. Punzaban sus oídos como una cuchillada; temió gritar. Lo que oía era el tic-tac de su reloj.
Abrió los ojos y vio una vez más el agua. «Si me pudiera desatar las manos -pensó- podría quitarme la ropa y lanzarme al río. Al zambullirme evitaría las balas y, nadando con energía, alcanzaría la orilla, me metería en el bosque y llegaría a casa. Gracias a Dios, está todavía fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos están aún a salvo del invasor.»
Mientras estos pensamientos, que aquí tienen que ser puestos en palabras, más que producirse, relampa­gueaban en la mente del condenado, el capitán hizo una seña al sargento. Éste dio un paso.

II

Peyton Farquhar era un colono acomodado, miembro de una familia conocida y respetada en Alabama. Propietario de esclavos y, como todos ellos, político, era un secesionista ardientemente entregado a la causa sudista. Circuns-tancias imperiosas, que no viene al caso relatar aquí, le habían impedido unirse a las filas del valeroso ejército que combatió en las desastrosas campañas que culminaron con la caída de Corinth; irritado por aquella limitación ignominiosa, anhelaba dar rienda suelta a sus energías y soñaba con la vida de soldado y la oportunidad de destacarse. Dicha opor­tunidad, pensaba, llegaría, como les llega a todos en época de guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Nin­gún servicio era demasiado humilde si con él ayudaba al Sur; ninguna aventura demasiado peligrosa si se adaptaba al carácter de un civil con alma de soldado que, de buena fe y sin muchas reservas, aceptaba al menos una parte del dicho, francamente infame, de que en la guerra y en el amor todo vale.
Una tarde, mientras Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco a la entrada de su propiedad, un soldado a caballo, con uniforme gris, llegó hasta el portón y pidió un trago de agua. La señora Farquhar se alegró de poder servírsela con sus propias y delicadas manos. Mientras iba a buscar el agua, su marido se acercó al polvoriento jinete y le pidió con impaciencia noticias del frente.
-Los yanquis están reparando las vías -dijo el hom­bre- y se preparan para seguir avanzando. Han llegado al puente sobre el río Owl, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. El co­mandante ha ordenado difundir un bando, que se ve por todas partes, declarando que todo civil que sea descubierto entorpeciendo la vía, sus puentes, túneles o trenes, será ahorcado sin más. Yo vi la orden.
-¿A qué distancia está el puente sobre el río Owl? -preguntó Farquhar.
-A unas treinta millas.
-Hay fuerzas en esta orilla del río?
-Sólo un puesto de vigilancia como a media milla, sobre las vías, y un único centinela a este lado del puente.
-Supongamos que un hombre, un civil aspirante a la horca, consiguiera eludir el puesto y, tal vez, elimi­nar al centinela -dijo Farquhar sonriendo-, ¿qué po­dría conseguir?
El soldado reflexionó.
-Estuve allí hace un mes -contestó. Observé que la inundación del invierno pasado había acumulado mucha madera contra el pilar que sostiene el puente por este lado. Ahora está seca y ardería como la yesca.
La señora trajo el agua y el soldado bebió. Le dio las gracias ceremoniosa-mente, se inclinó ante su marido y se marchó. Una hora más tarde, caída ya la noche, atravesaba la plantación hacia el norte, en la misma dirección en la que había venido. Era un explorador del ejército federal.

III

Cuando Peyton Farquhar cayó desde el puente perdió el conocimiento, como si ya estuviera muerto. De este estado le despertó -le pareció que siglos después- el dolor de una fuerte presión en la garganta, acompaña­da por una sensación de ahogo. Sentía punzadas agu­das y penetrantes que salían disparadas desde su cuello hacia abajo, a través de cada fibra de su cuerpo. Era como si los dolores relampaguearan a lo largo de líneas de ramificación bien definidas y dieran sacudidas con una frecuencia increíblemente vertiginosa. Parecían lenguas de fuego que le calentaban hasta una tempe­ratura intolerable. En cuanto a su cabeza, no era consciente más que de una sensación de presión, debida a la congestión. Pero estas sensaciones no iban acompañadas de raciocinio. La parte intelectual de su naturaleza había desaparecido; sólo podía sentir, y sentir era un tormento. Era consciente del movimien­to. Sumergido en una nube luminosa de la que él era el núcleo ardiente, se mecía en increíbles arcos de oscilación, como un enorme péndulo. En un segundo, con rapidez inaudita, la luz a su alrededor se disparó hacia arriba acompañada de una potente zambullida; sintió un espantoso rugido en los oídos y todo fue frío y oscuro. Recuperó entonces la capacidad de racioci­nio; supo que la cuerda se había roto y él había caído al agua. Ya no se sentía estrangulado; ahora el lazo que rodeaba su cuello le asfixiaba e impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! La idea le resultaba ridícula. Abrió los ojos en la oscuridad y vislumbró un rayo de luz sobre él; pero ¡qué distante!, ¡qué inalcanzable! Notó que seguía hundiéndose porque la luz disminuía cada vez más hasta ser sólo un resplandor. Entonces empezó a crecer y a brillar progresivamente, y supo que estaba acercán­dose a la superficie; lo aceptó de mala gana porque ahora estaba muy cómodo. «Ser ahorcado y ahogarme -pensó-, pase; pero no me gustaría que me dispararan. No, no me matarán a tiros; no es justo.»
No fue consciente del esfuerzo, pero un dolor agudo en una muñeca le informó de que estaba intentando liberarse las manos. Concentró su atención en este esfuerzo como un observador ocioso podría contem­plar las proezas de un malabarista, sin mostrar ningún interés por el resultado. ¡Qué esfuerzo más espléndido! ¡Qué fortaleza tan grandiosa y sobrehumana! ¡Qué hermosa empresa! ¡Bravo! La cuerda cedió; sus brazos se separaron y flotaron hacia arriba, pero las manos apenas se distinguían a la luz creciente. Con renovado interés vio cómo, primero una y luego la otra, se dirigían hacia la soga que rodeaba su cuello. La afloja­ron y la lanzaron tan furiosamente que se perdió de vista con un serpenteo como el de una anguila. «¡Áten­la otra vez! ¡Átenla otra vez!» creyó ordenar a sus manos, pues al deshacer el nudo había sufrido el tormento más horrible de su vida. El cuello le dolía terriblemente; el cerebro le ardía y el corazón, que había estado latiendo débilmente, dio un gran salto, como si se le fuera a salir por la boca. ¡Todo su cuerpo se estremecía y retorcía con una angustia insoportable! Pero sus manos desobedecieron la orden. Golpeaban el agua vigorosamente, con rápidos manotazos que lo impulsaban hacia la superficie. Notó que su cabeza emergía y que el sol cegaba sus ojos; su pecho se dilató con espasmos y, tras un esfuerzo supremo, sus pulmo­nes se llenaron de un aire que instantáneamente fue expulsado en un alarido.
Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos, sobrenatural-mente agudizados y alerta. Algo en el gigantesco trastorno de su organismo los había exalta­do y refinado de tal modo que registraban cosas nunca antes percibidas. Sentía los remolinos del agua sobre su cara y los oía aislados mientras le golpeaban. Miró al bosque sobre la orilla del río y vio los árboles uno a uno, con sus hojas y nervios perfectamente definidos. Reconoció los insectos, las langostas, las moscas de cuerpos brillantes, las arañas grises tejiendo sus telas de rama en rama. Advirtió los colores del prisma en las gotas de rocío sobre millones de briznas de hierba. El zumbido de los mosquitos que bailaban sobre los remolinos de la corriente, el golpeteo de las alas de las libélulas, los chasquidos de las patas de las arañas acuáticas como remos que hubieran levantado un bote: todo se había convertido en música inteligible. Un pez se deslizó ante sus ojos y oyó el roce de su cuerpo partiendo el agua.
Había salido a la superficie con la corriente a su espalda; en un momento el mundo visible pareció girar lentamente con él como eje y distinguió el fuerte, el puente, a los soldados sobre él, al capitán, al sargento y a los dos soldados rasos: sus verdugos. Eran siluetas contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban señalán­dole. El capitán desenfundó su pistola, pero no dispa­ró; los demás iban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles; sus formas gigantescas.
De pronto oyó un estallido seco y algo golpeó el agua a pocas pulgadas de su cabeza, salpicándole la cara. Oyó una segunda detonación y vio a uno de los centinelas con el rifle contra el hombro mientras una nube ligera de color azul salía del cañón. El hombre en el agua vio el ojo del soldado en el puente a través de la mira del rifle. Advirtió que era gris y recordó haber leído que los ojos grises eran los más agudos y que todos los grandes tiradores los tenían. Sin embar­go, éste había fallado.
Un remolino le atrapó y le hizo virar; de nuevo veía el bosque en la orilla opuesta al fuerte. Oyó a sus espaldas una voz clara y enérgica que, con un soniquete monótono, atravesaba el río y desplazaba el resto de los sonidos, incluso el de las ondas sobre sus oídos. Y, aunque no era soldado, había frecuentado suficientes campamentos como para reconocer el tremendo sig­nificado de aquel cántico deliberado, lento, aspirado; el teniente que estaba en la orilla se incorporaba a la tarea matutina. ¡Qué fría y despiadadamente, con qué irregular e impasible entonación caían, a intervalos exactos, aquellas crueles palabras, que presagiaban e infundían tranquilidad en aquellos hombres!
Atención compañía!... ¡Levanten armas!... ¡Car­guen!... ¡Apunten!... ¡Fuego!
Farquhar se zambulló tan profundamente como pudo. El agua rugió en sus oídos como la voz del Niágara y pudo oír el sordo trueno de la descarga. Cuando regresaba a la superficie, se encontró con brillantes trozos de metal, extrañamente aplastados, que descendían oscilando con lentitud. Algunos le rozaron la cara y las manos y continuaron su caída. Uno de ellos se alojó entre su cuello y el de su levita; estaba tan caliente que se lo quitó de encima de una sacudida.
A medida que ascendía en busca de aliento, se dio cuenta del tiempo que había estado bajo el agua; la corriente le había alejado y le acercaba a su salvación. Los soldados habían cargado de nuevo; las baquetas de metal brillaron al ser retiradas de los cañones, giraron en el aire y se alojaron en las vainas. Los dos centinelas volvieron a disparar, sin éxito.
Farquhar, acosado, vio todo esto por encima de su hombro y nadó vigorosa-mente a favor de la corriente. Su cerebro tenía tanta energía como sus brazos y piernas: pensaba con la rapidez del rayo.
«El oficial -pensó- no erraría otra vez por exceso de disciplina. Es tan fácil esquivar una descarga cerrada como un único disparo. Probablemente ya ha dado la orden de disparar a discreción. ¡Que Dios me ampare, no puedo esquivarles a todos!»
Un estallido impresionante a dos yardas de distan­cia fue seguido por una potente ráfaga que, diminuen­do, parecía desplazarse por el aire en dirección al fuerte, y acabó con una explosión que sacudió el río hasta sus profundidades. Una cortina de agua se levantó ante sus ojos, cayó, le cegó y le estranguló. El cañón había entrado en juego. Mientras sacudía la cabeza para librarse de la conmoción, oyó el disparo desviado silbando por el aire, y en un instante vio cómo arran­caba y aplastaba las ramas en el bosque.
«No harán eso de nuevo -pensó-. La próxima vez emplearán una carga de metralla. Debo vigilar el ca­ñón; el humo me avisará: el ruido de la detonación llega demasiado tarde; va detrás del proyectil. Como en todo buen cañón.»
De repente se vio dando vueltas y vueltas, girando como una peonza. El agua, las orillas, los bosques, el puente, ahora lejano, el fuerte y los hombres: todo se entremezclaba y confundía. Los objetos sólo eran re­presentados por sus colores; todo lo que percibía eran bandas circulares y horizontales de color. Había sido atrapado en un remolino y giraba a una velocidad que le mareaba y descomponía. Poco después era lanzado sobre los guijarros de la ribera izquierda del río -la orilla sur, detrás de un saliente que le ocultaba de sus enemigos. La quietud inesperada y el arañazo de una de sus manos contra las piedras le hicieron volver en sí y lloró de alegría. Clavó sus dedos entre los cantos, los lanzó sobre sí a manos llenas y los bendijo en voz alta. Parecían diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada bello a lo que no se parecieran. Los árboles de la orilla le parecían enormes plantas de jardín; encontró un orden definido en su disposición, aspiró la fragancia de sus flores. Una extraña luz rosada brillaba a través de los espacios entre los troncos y el viento tañía en sus ramas la música de las arpas eólicas. No tenía ganas de culminar su huida; se encontraba satisfecho de poder quedarse en aquel lugar hasta que lo volvieran a capturar.
Un zumbido y el tableteo de las ráfagas sobre su cabeza le despertaron de su ensueño. El frustrado artillero le había disparado un adiós, al azar. Se incor­poró de un salto, subió con rapidez la pendiente y se perdió en el bosque.
Caminó durante todo el día guiándose por el sol. El bosque parecía interminable: no pudo descubrir ni un claro, ni siquiera un sendero de leñadores. No sabía que vivía en una región tan frondosa. La revelación resultaba algo enternecedora.
Al caer la noche estaba agotado, tenía los pies doloridos y un hambre atroz. El recuerdo de su mujer y de sus hijos le alentaba a seguir adelante. Por fin encontró un camino que iba en la dirección que él sabía correcta. Era tan ancho y recto como una calle y sin embargo nadie parecía haber pasado por él. Nin­gún campo lo bordeaba y no veía ninguna casa por los alrededores. Sólo el ladrido de algún perro sugería una posible presencia humana. Los negros cuerpos de los árboles formaban una pared cerrada a ambos lados que terminaba en un punto del horizonte, como en un diagrama de una lección de perspectiva. Sobre su cabeza, a través de la abertura del bosque, brillaban grandes estrellas doradas que le resultaban desconoci­das y se agrupaban en extrañas constelaciones. Estaba seguro de que se encontraban dispuestas en un orden cuyo significado era secreto y maligno. El bosque estaba lleno de ruidos singulares, entre los cuales -una y otra vez- pudo oír, claramente, susurros en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello, y al acercar la mano lo notó terriblemente hinchado. Se dio cuenta de que tenía un hematoma donde la soga le había apretado. Sus ojos estaban congestionados y no podía cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; alivió su fiebre sacándola por entre los dientes, al aire fresco. ¡Con qué suavidad la hierba había alfombrado la desierta avenida! ¡Ya no sentía el camino bajo sus pies!
A pesar de su sufrimiento, se debió quedar dormido mientras caminaba, porque ahora ve otra escena: quizá sólo se ha recuperado de un delirio. En este momento está frente al portón de su propia casa. Las cosas están tal y como las dejó y todo es brillante y hermoso a la luz de la mañana. Debe de haber caminado durante toda la noche. Cuando empuja el portón y entra en el camino ancho y blanco ve un revoloteo de prendas femeninas; su mujer, fresca y dulce, baja de la terraza para recibirle. Le espera al pie de los escalones con una deliciosa sonrisa de alegría y una actitud de incompa­rable gracia y dignidad. ¡Qué bella es! Se lanza hacia ella con los brazos extendidos. Cuando está a punto de estrecharla siente un golpe seco en la nuca; una luz cegadora lo inflama todo a su alrededor con el estruen­do de un cañón. Después, todo es oscuridad y silencio.
Peyton Farquhar estaba muerto; su cuerpo, con el cuello roto, se mecía suavemente de un lado a otro bajo las traviesas del puente sobre el río Owl.

1.007. Briece (Ambrose)

Un naufragio psicologico

En el verano de 1874 me encontraba en Liverpool, donde había ido en viaje de negocios representando a la sociedad mercantil Bronson & Jarret de Nueva York. Mi nombre es William Jarret, y el de mi socio era Zenas Bronson. La compañía quebró el año pasado y Bronson, incapaz de soportar el salto de la opulencia a la pobreza, murió.
Una vez concluidos mis asuntos financieros y vien­do cercana una crisis de agotamiento y desaliento, decidí que una larga travesía marítima podría resultar al mismo tiempo agradable y beneficiosa para mí; por ello, en vez de embarcarme a la vuelta en uno de aquellos excelentes buques de pasajeros, hice una re­serva para Nueva York en el velero Morrow, donde había hecho cargar una abundante y valiosa remesa de los artículos que había comprado. El Morrow era un barco inglés dotado con pocos camarotes para pasaje­ros, entre los que sólo nos contábamos yo y una joven con su doncella, una mujer negra de mediana edad. Me pareció extraño que una joven inglesa viajara tan bien atendida, pero ella me explicó más tarde que la doncella había estado al servicio de un matrimonio de Carolina del Sur, y que fue recogida por su familia al morir ambos cónyuges el mismo día en casa de su padre, en Devonshire. Dicha circunstancia, por su rareza, permanecería en mi memoria con bastante claridad, incluso aunque no hubiera salido a relucir en una posterior conversación con la joven dama que el marido se llamaba William Jarret, igual que yo. Sabía que una rama de mi familia se había establecido en Carolina del Sur, pero desconocía completamente su historia y lo que había sido de ellos.
El Morrow partió del estuario del río Mersey el 15 de junio y durante varias semanas tuvimos brisas ligeras y cielos cubiertos. El patrón del barco, un marinero admirable (pero nada más), no nos ofreció, salvo a la hora de comer, demasiada hospitalidad, por lo que la joven Miss Janette Harford y yo hicimos amistad enseguida. A decir verdad, estábamos casi siempre juntos y, con una disposición de ánimo in­trospectiva, procuré varias veces analizar y definir el sentimiento novelesco que me inspiraba: una atrac­ción secreta y sutil, pero poderosa, que me impulsaba constantemente a buscarla. Mis intentos fueron va­nos. Sólo pude asegurarme de que, al menos, no se trataba de amor. Una vez convencido de esto y con­fiando en que ella me era bastante incondicional, una tarde (recuerdo que era el 3 de julio), mientras está­bamos sentados en cubierta, me aventuré a pregun­tarle entre risas si podría ayudarme a resolver una duda psicológica.
Al principio se quedó callada, mirando hacia otro lado. Empecé a temer que había sido extremadamente descortés e inoportuno. Pero entonces clavó su mirada solemne sobre la mía. En un instante mi mente se vio dominada por una ilusión extraña y nunca registrada en la consciencia humana. Daba la impresión de que me miraba, desde una lejanía inconmensurable, no con sino a través de sus ojos, y que otras personas, hombres, mujeres y niños, en cuyos rostros creí ver efímeras expresiones extrañamente familiares, se arremolina­ban a su alrededor, pugnando todos, con una ligera impaciencia, por mirarme a través de las mismas órbi­tas. El barco, el océano, el cielo: todo había desapare­cido. No era consciente más que de las figuras de esa extra-ordinaria y fantástica escena. Entonces, de repen­te, una profunda oscuridad se abatió sobre mí, y desde ella y poco a poco, como quien se va acostum-brando despacio a una luz más débil, el entorno anterior de la cubierta, el mástil y las jarcias, fue reapareciendo len­tamente ante mi vista. Miss Harford, que había cerra­do los ojos y parecía estar dormida, seguía sentada en su silla con el libro que había estado leyendo abierto sobre su regazo. Impulsado por no sé qué motivo, me fijé en la parte superior de la página; era un ejemplar de una obra rara y curiosa, Las Meditaciones de Denne­ker, y el dedo índice de la dama descansaba sobre este pasaje:
«A todos y a cada uno se les concede alejarse y separarse del cuerpo una temporada; porque, igual que en los riachuelos que confluyen uno en otro, el más débil es arrastrado por el más fuerte, existen ciertos parientes cuyos caminos se entrecruzan y sus almas guardan relación mientras sus cuerpos siguen caminos anteriormente fijados, sin que lo sepan.»
Miss Harford se despertó temblando; el sol se había ocultado tras el horizonte, pero no hacía frío. Tampo­co hacía nada de viento ni había nubes en el cielo; sin embargo, no se veía una estrella. Unos pasos precipi­tados resonaron fuertemente sobre la cubierta; el capi­tán, al que habían hecho subir, se reunió junto al barómetro con el primer oficial. «¡Dios mío!», le oí exclamar.
Una hora más tarde, la figura de Janette Harford, invisible en medio de la oscuridad y la espuma, me fue arrebatada de las manos por el vórtice cruel del barco al hundirse, mientras yo perdía el conocimiento entre las jarcias del mástil flotante al que me había amarrado.
Me despertó la luz de una lámpara. Yacía en una litera rodeado por el característico ambiente del cama­rote de un buque. Frente a mí, un hombre sentado en un canapé y medio desnudo para irse a dormir, leía un libro. Reconocí el rostro de mi amigo Gordon Doyle. Me había encontrado con él el día que me embarqué en Liverpool, cuando estaba a punto de subir al buque Ciudad de Praga, y me había pedido encarecidamente que le acompañara en él.
Pasados unos instantes, pronuncié su nombre. Él se limitó a decir «Bien», y pasó la hoja del libro sin apartar la vista de la página.
-Doyle -repetí, ¿la salvaron a ella?
Entonces se dignó mirarme y sonrió divertido. Evidentemente creyó que estaba medio dormido.
-¿A ella? ¿A quién te refieres?
-A Janette Harford.
Su diversión se convirtió en asombro; me miró fijamente, sin decir nada.
-Me lo dirás dentro de un rato -proseguí; supon­go que me lo dirás dentro de un rato.
Un momento después pregunté:
-¿Qué barco es éste?
Doyle volvió a mirarme fijamente.
-El Ciudad de Praga, que partió de Liverpool con rumbo a Nueva York y lleva tres semanas de travesía con el eje de una hélice roto. Principal pasajero: Mr. Gordon Doyle; ídem lunático: Mr. William Jarret. Estos dos distinguidos viajeros embarcaron juntos, pero están a punto de separarse, siendo la decisión irrevocable del primero tirar por la borda al segundo.
Me incorporé de repente.
-¿Quieres decir que llevo tres semanas como pasa­jero de este barco?
-Sí, casi tres. Hoy es 3 de julio.
-¿Es que he estado enfermo?
-Sano como una manzana y siempre puntual en las comidas.
-¡Dios santo! Doyle, aquí hay algún misterio. Por favor, te ruego que seas serio. ¿No fui rescatado del naufragio del velero Morrow?
A Doyle le cambió el color, se acercó a mí y me cogió por la muñeca. Al rato preguntó con calma:
-¿Qué sabes de Janette Harford?
-Primero dime qué sabes tú.
Mr. Doyle me observó durante unos instantes co­mo si estuviera pensando qué hacer. Después se volvió a sentar en el canapé y dijo:
-¿Por qué no? Estoy comprometido con Janette Harford, a la que conocí hace un año en Londres. Su familia, una de las más ricas de Devonshire, se ofendió por ello y nos fugamos, o mejor dicho, estamos fugán­donos, porque el día que tú y yo nos dirigíamos al embarcadero para subir a este barco, ella y su fiel doncella, una mujer negra, nos adelantaron y se diri­gieron al velero Morrow. No consintió que fuéramos en el mismo barco y creyó más oportuno embarcar en un velero para evitar que nos vieran y reducir el riesgo de ser descubiertos. Ahora estoy muy preocupado porque esa maldita rotura de nuestra maquinaria pue­de que nos retrase tanto que el Morrow llegue a Nueva York antes que nosotros y, en ese caso, la pobre chica no sabrá dónde ir.
Me quedé quieto en la litera, tan quieto que apenas respiraba. Pero el asunto no parecía desagradar a Doyle pues, tras una breve pausa, continuó:
-A propósito, ella es sólo hija adoptiva de los Har­ford. Su madre murió en su tierra al caer de un caballo durante una cacería, y su padre, loco de tristeza, se suicidó el mismo día. Nadie reclamó a la niña y los Harford la adoptaron después de un tiempo razonable. Aunque ella ha crecido en la creencia de que es su hija.
-Doyle ¿qué libro estás leyendo?
-Oh, se llama Las Meditaciones de Denneker. Es muy raro; Janette me lo dio. Por casualidad tenía dos ejemplares. ¿Quieres verlo?
Me arrojó el volumen, que se abrió al caer. En una de las páginas había un pasaje subrayado:
«A todos y a cada uno se les concede alejarse y separarse del cuerpo una temporada; porque, igual que en los riachuelos que confluyen uno en otro, el más débil es arrastrado por el más fuerte, existen ciertos parientes cuyos caminos se entrecruzan y sus almas guardan relación mientras sus cuerpos siguen caminos anteriormente fijados, sin que lo sepan.»
-Tenía, es decir, tiene, un gusto muy singular a la hora de leer -conseguí decir, dominando mi nervio­sismo.
-Sí. Tal vez ahora tengas la amabilidad de explicar­me cómo llegaste a conocer su nombre y el del velero en que se embarcó.
-Te oí hablar de ellos en sueños -señalé.
Una semana después atracamos en el puerto de Nueva York. Pero del Morrow nunca se volvió a saber nada.

1.007. Briece (Ambrose)