La
flor del clasicismo es, sin duda, el helenismo, pues la obra y el
espíritu de los romanos, por lo que a humanidades
se
refiere, no es sino un remedo más o menos fiel de la obra y del
espíritu griegos. Hasta en el derecho, cuando éste va siendo menos
original y más humano,
influye,
en lo esencial, el espíritu griego; y si para el arqueólogo
jurídico importa hoy más el derecho de piedra, el derecho estricto
de las XII
Tablas, que
el derecho que preparó la última trasformación, la justiniana;
para la vida social, para la universalización del derecho romano,
importa más la última etapa de aquella gran vocación jurídica, la
reflexiva, la influida en parte por el pensamiento griego. Sí; en
todo lo que toca a humanidades
el
helenismo es la flor del clasicismo. ¿Y qué es el helenismo? Mejor
se siente que se dice. Si yo fuera pintor, pretendería figurarlo en
un cuadro que reprodujera un diálogo de Platón en que Sócrates
discurre apaciblemente, rodeado de sus amigos, a orillas de un río
famoso, no por su cauce, sino por las ideas y la poesía del país
por donde corre. Mientras las aguas risueñas se deslizan murmurando,
Sócrates deja correr la vida, meditando desinteresadamente acerca de
la naturaleza divina de las ideas: asunto de valor universal que a
todos los hombres importa y que no interesa particularmente a
ninguno.
«Nosotros,
los helenos, dice Esquines en el discurso de la Corona, hemos vivido
una vida más que humana y hemos nacido para ser eterno objeto de la
admiración de los hombres.» Hipócrates atribuye esta superioridad
a la influencia benéfica del clima; Aristóteles apoya esta opinión,
y Herodoto se cree en el caso de asegurar, bajo testimonios
poderosos, que los discursos que atribuye a varios señores persas
acerca de la mejor forma de gobierno son auténticos, porque teme que
no se crea verosímil que aquellos hijos del Oriente se porten como
si fueran helenos; porque para Herodoto son cualidades
características de su raza la política, la filosofía y los
delicados goces del gusto. Para M. Egger, a quien sigo en todo esto,
en el discurso que Tucídides pone en boca de Pericles, en el segundo
libro, está la expresión más elocuente de lo que los mismos
griegos entendían, en los tiempos mejores, por helenismo. Si durante
los días de la decadencia el helenismo se opuso al aticismo,
refiriendo esto a la pureza del lenguaje; y si durante la Edad Media
fue para los doctores cristianos helenismo sinónimo de paganismo, en
tiempos modernos, y fuera de lamentables excepciones, la concordia
del cristianismo y del noble espíritu helénico fue definitiva y
sincera. En 1872, el ministro de Grecia en Londres, Braïlas Armeni,
pronunciaba en griego dos conferencias para expresar, dice M. Egger,
con gran elevación de pensamiento y elocuencia, estas dos
condiciones del progreso moderno, esta concordia necesaria entre el
principio cristiano y las doctrinas liberales de la filosofía
antigua; concordia en que se da a Grecia todo su valor en cuanto
maestra del espíritu moderno en los dominios de las artes y del
ideal. «Preguntar, concluye M. Egger, si el helenismo sigue siendo y
será siempre un objeto útil de estudio, si debe conservar su papel
en nuestra educación clásica, es preguntar si queremos algún día
renegar de nuestra historia y de las tradiciones comunes a todos los
europeos civilizados, borrar el recuerdo de todo lo que Grecia ha
hecho por nosotros, directamente o por conducto de Roma. Semejante
cuestión, no está resuelta en cuanto está planteada?»
No,
contesta el utilitarismo por todas partes, mientras que los más
sesudos y expertos pedagogos de todos los países cultos contestan:
sí, en una y otra nación europea. Votos como el de Renan, como el
de Egger, como el de Boissier, como el de tantos y tantos sabios
criados en el estudio serio y profundo del clasicismo, no deben
contarse, según M. Frary. ¿Qué han de decir los que viven del jugo
de la historia clásica? Dejemos, pues, a los literatos y a los
filólogos. Vamos a los hombres de Estado, a los sociólogos, a los
pedagogos.
Pero
antes permítaseme una observación. Si atendemos, en general, a los
dos campos en que se divide la opinión, veremos que, por lo común,
los que piden la abolición del griego y del latín no saben ni latín
ni griego; no han sido educados clásicamente, a lo menos con fruto,
y juzgan la cuestión sin conocer uno de sus términos; saben lo que
no
es la
enseñanza clásica, pero no saben lo que es.
A
estas gentes es inútil hablarles de las ventajas que el espíritu de
cada cual, y por consiguiente el espíritu social, reporta del
conocimiento concienzudo de los clásicos, del hábito de comunicar
con aquella civilización antigua. No han experimentado esa
influencia, no han sentido la transformación del alma al influjo de
estos estudios y contemplaciones de lo clásico. Ellos niegan ese
poder, niegan ese influjo, porque no han sentido su acción; en rigor
no hay argumento que valga para quien juzga desde tal punto de vista.
Los del campo contrario, los sabios profesores, los arqueólogos de
la literatura, los filólogos, en el lato sentido de la palabra,
hablan de lo que saben, reconocen la benéfica influencia del
clasicismo porque han pasado por ella, porque le deben lo mejor de su
cultura. Cuando Goethe vuelve de Italia, él, que tanto había
perfeccionado ya antes su espíritu, todavía trae nuevos veneros de
idealidad grande, tesoros de belleza para su alma, toda una vida
nueva que le transforma y mejora: es que ha penetrado hasta la medula
del genio del clasicismo. ¿Qué hará si un romancista
ignorante o un romántico
sin
cultura clásica lo niegan las grandezas, el mérito sublime de la
nueva vida que trae consigo? Encogerse de hombros. Por lo común no
cabe discutir, por esto, porque no hay con quién; no cabe más que
hacer lo que se debe, salvar la idealidad histórica salvando la
tradición clásica. Verdad es que hay excepciones de lo dicho, y
así, por ejemplo, lo es el tantas veces nombrado M. Frary, que,
según se ha reconocido por muchos, es un buen humanista. Sí lo
será, aunque puede muy bien saber griego, latín, literatura y
filosofía griegas y latinas... y no comprender, sin embargo, por qué
Goethe cambió tanto en Italia, ni por qué Renan se lamenta de no
haber nacido en tiempo de Minerva, ni por qué Otfried Müller se
apasiona por la Helade hasta morir víctima de aquel Apolo que
lanzaba a lo lejos sus saetas. Mas fuera de esas excepciones, poco
numerosas, quien vota en contra del latín y del griego, suelen ser
los ayunos de estudios clásicos. ¿Para qué sirve eso? preguntan
muchos, los más, todo el vulgo irrespetuoso, que ahora es casi todo
el vulgo. ¿Cómo queréis saber para qué, si no sabéis lo que es?
En cambio, escuchad a Rollin, escuchad a Michelet, por ejemplo, y
veréis cómo persuade su entusiasmo por las letras antiguas y por
las lenguas que las expresan. Rollin, el venerable autor del Traité
des Études, obra
que hoy, después de tantos años, cita uno y otro escritor de
pedagogía, Rollin demuestra con viva elocuencia el influjo moral de
los clásicos en la educación y en la enseñanza; y, hablando para
su siglo, parece que habla para el nuestro cuando dice: «El gusto de
la verdadera gloria y de la verdadera grandeza se pierde de día en
día, y más cada vez. Hombres nuevos, embriagados con su propia
fortuna, nos acostumbran a no admirar ni estimar nada más que sus
enormes riquezas, a mirar la pobreza y hasta la mediana posición
como una vergüenza insoportable...» Rollin aplica el contraveneno
de la sencillez y sobriedad de que dan ejemplos los grandes hombres
del clasicismo, a esa corrupción que, hoy más que en su tiempo, es
la principal laceria de las sociedades adelantadas.
Michelet,
el ilustre historiador artista, recordando sus estudios de la
Universidad, nobles
estudios, exclama:
«¡Griego, latín! ¡palabras, palabras! ¿Para qué sirve esto?
¡Para qué! Ya lo veis. El talento (l'esprit)
sostiene
el carácter. Estas lenguas son mucho más que lenguas; son los
monumentos en que aquellas sociedades han puesto su alma, en lo que
tiene de más noble, de más moralizador. El que vive de eso queda
ennoblecido. ¡Palabras, sonidos, el vacío! No, realidades. Estas
lenguas son almas; cada una es la personalidad de un pueblo. El
griego es el Ágora, y todo el movimiento de aquellas ciudades se
aprende en su lenguaje. El latín es el atrium
patricio,
donde el jurisconsulto da sus responsa
a los clientes.»
Mas
¿á qué seguir con este género de testimonios? Es necesario,
aunque sólo sea por abreviar, huir de las citas vulgares, de los
lugares comunes que tantas veces han salido a luz con motivo de esta
cuestión de los estudios clásicos. No hay para qué citar la
autoridad de hombres de Estado, como Gladstone y tantos otros, que
comprendieron la necesidad de defender el clasicismo, las
humanidades; no hay para qué entonar himnos a las excelencias del
genio griego y del genio latino. Vengamos a lo más reciente, y como
preliminar e ilustración
para
examinar después, en general, y por propia reflexión, la materia,
comenzaré por decir algo de lo que caracteriza en cierto modo la
discusión de los estudios clásicos y su situación actual en
algunas de las naciones más importantes desde este punto de vista.
Mas es claro que en el corto espacio de que dispongo, ni he de
recorrer todos los pueblos de civilización adelantada, ni he de
referirme a la multitud de fuentes que existen para estudiar el
asunto, pues a estas horas forma toda una biblioteca lo que se ha
escrito en pro y en contra del griego y del latín, y aun para
procurar soluciones medias que concilien las pretensiones radicales.
Para mi objeto me bastará escoger, con respecto a cada nación de
las que voy a traer a examen, algunos datos importantes, que se
distingan por uno u otro motivo.
Nada
quiero deciros, por ejemplo, de los Estados Unidos; aquella
nacionalidad, relativamente nueva, tiene un género de vida, un
espíritu completo que a los europeos no nos es tan fácil
comprender, y sobre todo sentir, como se figuran los que se contentan
con leer libros como los de Tocqueville, Bryce y hasta Laboulaye; tal
vez para las cuestiones de política formal, de costumbres sociales
someramente examinadas, basta ese género de investigación; mas no
ciertamente para penetrar más adentro en el alma de un pueblo.
Además, para mi objeto no importa detenerse en lo que sea la
enseñanza clásica en aquella gran nación que, aunque llevara
diferente rumbo del que a nosotros puede convenirnos, pudiera tener
motivos especiales, como tiene especial carácter y diferente
destino. Y sin embargo, sabido es que en el trabajo de reflexiva y
laboriosa asimilación de la cultura europea clásica, la instrucción
pública de la poderosa República, tan floreciente y rica en todo lo
que depende de las atenciones que la nación pueda prestarla, no deja
de cuidar los estudios estéticos,
retóricos, de
humanidades,
con
particular esmero, como prueban los programas de la enseñanza, los
cuadros de asignaturas, los catálogos de libros de texto, etc., etc.
Los norteamericanos parece que representan el espíritu positivo, el
medro económico, la prosa moderna, el laconismo del negocio;
mientras que el pueblo francés parece ser el verbo del tradicional
espíritu latino, pueblo retórico por excelencia. Pues bien: vistas
las cosas de cerca, y por lo que depende de la instrucción popular,
elemental, autores muy respetables nos ofrecen, comparados, un
extraño fenómeno que contradice tales apariencias. Miguel Breal, en
el excelente libro antes citado, examinando con gran sagacidad los
defectos de la enseñanza del idioma nacional en las escuelas,
declara que el pueblo francés, el que no llega a la educación de
gimnasios y liceos, el que no pasa de la rudimentaria primera
enseñanza... no sabe hablar apenas; y lo prueba con el ejemplo de lo
que sucede en las reuniones públicas populares, de los socialistas,
v. gr., en que son muy pocos los que saben hablar, en que la mayoría
lucha con la imposibilidad de comunicar sus ideas y sentimientos. Ese
lenguaje popular, desmañado, incongruente, que ha copiado la
literatura festiva y hasta se ve en las leyendas de las caricaturas
francesas; lenguaje en que junto a las incorrecciones de la jerga
vulgar resaltan los graciosos disparates de palabras retumbantes y
escogidas de un modo absurdo para significar ideas a que no
corresponden, ese lenguaje tiene en parte su causa, para M. Breal, en
la descuidada y rutinaria manera de la enseñanza gramatical en las
escuelas francesas. En cambio, en esos Estados Unidos, donde no se
puede decir que se deba la prosperidad pública al esteticismo
de la enseñanza, se observa todo lo contrario de lo que lamenta M.
Breal en el pueblo que, no en vano, se cree heredero de griegos y
romanos. En un libro interesante y útil que acaba de publicarse, con
el título de La enseñanza en los tres Continentes, su autor, Catton
Grasby, dice, hablando de la importancia que en los Estados Unidos se
da al estudio del lenguaje en las escuelas, que tales lecciones «son
el suplemento de todas las demás, y probablemente el fundamento de
la facultad de fácil expresión y corrección en el discurso que se
nota entre las masas del pueblo americano.»
¿Nada
dice esto en pro de la enseñanza no utilitaria? Sí; primero porque
esa atención esmerada a la producción correcta, bella,
del
lenguaje, aun en el pueblo, es una manifestación del perseguido
esteticismo;
y,
sin embargo, se ve que es el pueblo rico y positivo por excelencia
quien se toma ese trabajo por la retórica.
Pero
hay más; para que la enseñanza popular pueda tener los caracteres y
cualidades capaces de producir tales resultados, es necesario que el
profesorado popular esté influido por el clasicismo; y así como M.
Breal pide con razón que los profesores de las escuelas normales
sean miembros de la Facultad de Letras, tengan estudios superiores,
se puede decir, en general, que para que llegue a la enseñanza
primaria ese benéfico reflejo de las buenas disciplinas, de las
humanidades, necesario es que se conserve en los grados superiores de
la instrucción el espíritu clásico, la tradición que hace
posibles esos buenos frutos.
Mas,
volviendo a Europa, antes de deciros algo de las más grandes e
importantes naciones, quiero recordar palabras llenas de autoridad
con que un griego moderno contesta indirectamente a los que, como
Frary, opinan que el estudio de las lenguas clásicas es respetado
por los liberales en virtud de una inconsecuencia, tal vez por ley
del misoneismo
o aborrecimiento de lo nuevo, que ha estudiado recientemente un
fisiólogo ilustre italiano. Si la cuestión
del latín
y del griego estuviera estrechamente ligada al método
de los jesuitas y a sus propósitos, en gran parte tendría razón
Frary; el amor a los clásicos y a sus idiomas significaría una
tendencia, por lo menos, estacionaria. Pero nada tiene que ver que se
siga estudiando el clasicismo, y cada vez con más esmero, con que se
estudie como quieren los jesuitas, y para lo que ellos quieren. Por
eso, decía, contestan a semejantes argumentos las palabras que
monsieur Guerin copia de una sátira que el griego moderno Alejandro
Soutzo dirige al gobierno de Othón y de sus Bávaros: «Tomáos el
trabajo de pensar que cerca de vosotros existe una clase de hombres
pequeños por la edad, pero que cada año crecen un dedo, mientras
vosotros os vais encorvando hacia la tierra. Esa clase de hombres
estudia, medita, reflexiona en los Colegios en las escuelas, en las
academias, y no está satisfecha del todo... Todos
leen las vidas de Plutarco, las
Filípicas
de Demóstenes, La República de Platón. Añadid
a esto que la lengua griega está dotada de un singular privilegio:
está penetrada por el soplo de la libertad; cada una de las letras
que la componen es una bala que silba contra la tiranía.»
Estas
palabras, que nos revelan cuál es el espíritu de la Grecia moderna
respecto del estudio de las sagradas antigüedades de sus orígenes,
no sólo sirven para rechazar la idea de que el clasicismo signifique
reacción, aristocracia, Estados sin libertad, etc., etc., sino
también para deshacer el argumento de este género que pudiera
salirme al paso al tratar ahora del gran defensor de la enseñanza
clásica allá en Rusia.
En
efecto: el célebre redactor de la Gaceta
de Moscou,
el ilustre Katkof, cuya opinión tanto pesaba en el Gobierno de
Rusia, era, como todos saben, el amante por excelencia del espíritu
eslavo, el defensor de la Rusia tradicional y de sus grandes
destinos; y entre los medios, no todos liberales, con que contaba
para sostener el poder de los Zares, unido, según él y según la
mayor parte de los rusos, a la prosperidad del Imperio; entre las
armas morales que esperaba que le diesen la grandeza futura de su
pueblo, estaba el mantenimiento y auge de la enseñanza clásica.
Ayudábale en esta campaña, sostenida en la Gaceta
de Moscou, Leontief;
pero muerto Katkof, sus contrarios, que eran en esta cuestión casi
toda la prensa y casi toda la Universidad, renovaron los ataques al
clasicismo, y en el Consejo del Emperador, a pesar de los esfuerzos
del ministro actual de Instrucción pública, Delianof, defensor
ardiente del antiguo sistema, la mayoría de los votos fue para la
causa utilitaria, grito de guerra contra el clasicismo. Pero así
como Guillermo II, el emperador de Alemania, en recientes y famosas
alocuciones condenaba el clasicismo y el predominio de su estudio,
con frases y formas que yo no he de juzgar en una solemnidad oficial
como ésta, Alejandro III, el Zar de todas las Rusias, siguiendo
opuesto camino, acaba de decidir, contra la mayoría de su propio
Consejo, el famoso pleito de la instrucción clásica, dando la razón
al difunto Katkof y decretando el mantenimiento del sistema actual de
enseñanza. Durante la discusión de tal litigio, algunos amigos del
célebre publicista reunieron sus escritos acerca de la cuestión, y
no ha mucho los publicaron con el título de Nuestra
reforma de la enseñanza.
De un examen que de parte de esta obra publica la Nouvelle
Revue del
15 de Julio último, haré un ligero extracto, a mi manera, para
aprovechar de tal enseñanza lo que me parezca oportuno.
Dice
el publicista ruso, que un corresponsal le pide que le convenza de
las ventajas del clasicismo con argumento más poderoso, más íntimo
que el ejemplo de los países más civilizados. Y con gran
profundidad y discreción, Katkof contesta que, ni un artículo de
periódico, ni siquiera un libro, bastan para crear una convicción
interior plenamente razonada; para convencerse de esas ventajas de la
enseñanza clásica, hace falta la experiencia
viva, o
por lo menos el estudio serio y atento de todos los datos del
problema pedagógico. La mayor parte de los que afirman, y están
dispuestos a jurar, que la tierra gira alrededor del sol, no serían
capaces de demostrar la verdad de lo que afirman y jurarían.»
Recuérdese que más atrás, por mi propia cuenta, he dicho algo
semejante al comenzar esta parte de mi discurso. En efecto, estas
ventajas no se demuestran por a
más b,
ni en pocas palabras, y más hay que sentirlas y experimentarlas que
otra cosa.
Las
cuestiones pedagógicas, continúa Katkof, se derivan de las
especulaciones más trascendentales. Sí, ciertamente; y por eso,
aunque sin la profundidad que el caso requería, he procurado
consagrar lo más de este discurso a la cuestión fundamental,
general, según yo la entiendo.
Para
Katkof es un argumento poderoso el ejemplo de las naciones europeas
más adelantadas; si nosotros, viene a decir, humildemente las
imitamos en todo lo que se refiere a la cultura; si reconocemos la
superioridad de estos maestros: que libremente escogemos, ¿por qué
no hemos de creer que si la educación clásica llevó a esos pueblos
al estado envidiable que nos proponemos por modelo, la educación
clásica nos llevará a nosotros a la perfección que buscamos?
Este
raciocinio del ilustre escritor ruso tiene mucha fuerza en cualquier
parte. Los pueblos más adelantados, los que figuran a la cabeza de
la civilización, no son otros que aquellos donde las disciplinas del
clasicismo se cultivan con más atención y esmero. Alemania,
Inglaterra, Francia, cada una en un respecto, han sido hasta ahora
las naciones más fieles a las humanidades: mientras en nuestra
España, por ejemplo, olvidando una gloriosa tradición, los estudios
de este orden, como todos, andan por el suelo; porque no cabe negar
que la decadencia española donde más se nota, donde más dolorosa
aparece, es en cuanto se refiere a la actividad individual, sobre
todo en la instrucción pública; digo que mientras esto se observa
en España, donde hay literatos distinguidos que tienen a gala no
saber griego ni latín, en Francia, en Inglaterra, aun en Italia, en
Alemania sobre todo, el siglo XIX ofrece el hermoso espectáculo de
una especie de segundo renacimiento de las materias de filología
clásica, aunque en estas últimas décadas vuelve a sentirse cierta
decadencia, y sobre todo lucha general contra esa inclinación. ¿No
tendrá ninguna relación este cultivo esmerado de las letras
clásicas con la prosperidad de la vida intelectual, de las letras y
las artes en esas naciones privilegiadas? Sin duda alguna. Casi todos
los grandes hombres de esas naciones, aquellos, quiero decir, que lo
son en las esferas de uno y otro género de artes liberales, casi
todos han tenido por incentivo de su vocación y por auxilio en sus
adelantos una sólida instrucción, basada en las humanidades. De
otro modo cabe presentar nuestro argumento. Por lo menos, el
clasicismo puede ofrecer como fruto suyo todas las grandezas de
nuestra civilización moderna en la esfera intelectual. Que el
clasicismo puede dar buenos resultados, nos lo dice la historia, pues
la flor de la cultura europea de él nació. ¿Qué pléyades de
ilustres escritores, de estadistas, de filósofos, de artistas, puede
ofrecernos el sistema utilitario, romancista, enemigo de la tradición
griega y latina? ¿Dónde están los grandes filósofos que no pueden
ni quieren entender a Platón y Aristóteles? ¿Dónde los grandes
jurisconsultos educados a lo Frary, es decir, que hayan podido
prescindir, por ignorancia voluntaria, del Derecho romano y de su
insustituible lenguaje? ¿Dónde están los grandes artistas de la
palabra, poetas, oradores, críticos, historiadores, etc., que hayan
prescindido de Homero, de Virgilio, de Tucídides, de Demóstenes, de
Cicerón, etc., etc.? La prueba está por hacer, y por lo menos ha
lugar a la desconfianza.
Pero
el argumento más poderoso de Hatkof para defender su causa es lo que
entiendo él que constituye el carácter distintivo de la enseñanza
europea, y que se llama en lenguaje pedagógico la concentración.
Cierto
es que la segunda enseñanza no aspira a formar sabios, a cultivar
especialidades; pero la concentración no es la especialización; en
la segunda enseñanza, que atiende a la cultura general, que es una
especie de cultivo extensivo del espíritu, hay que considerar
también el elemento educativo de la inteligencia misma. Desde el
punto de vista instructivo, no cabe duda que la enseñanza de este
grado debe tender en lo posible, y en cuanto no conduzca al exceso
que llaman los franceses le
surmenage,
a la universalidad de los conocimientos; pero como la educación
intelectual es también objeto principal en esta segunda enseñanza,
hay que atender también a esa concentración
que
consiste en el estudio particular, predilecto, constante, de un orden
de disciplinas que sean las más útiles para el desenvolvimiento de
las facultades intelectuales de los alumnos. Esto es lo que olvida
Frary, y lo que olvidan tantos otros que sólo se fijan en la clase y
cantidad de conocimientos que se deben adquirir por el estudiante de
gimnasios, liceos, institutos, etc. Se ensalza, por ejemplo, la
utilidad de la geografía entendida a la moderna, como la entienden
los que se inspiran en libros tan notables como el Cosmos,
de Alejandro Humboldt, en libros como La
Terre, de
Alfredo Maury, y la gran Geografía, la monumental Geografía, de
Reclus; pero aun así entendida, ¿sirve la geografía para este fin
esencial de la concentración?
La
geografía, cuanto más pintoresca, cuanto más cosmológica, y
aunque sea antropológica (y no falta quien diga que en esta última
tendencia ya no es geografía), será más admirable, más
instructiva...; pero es evidente que el papel del alumno es ante ella
muy pasivo; no tiene más que contemplar, admirar y recordar; las
reflexiones que esta contemplación ideal del mundo puede sugerir, ni
son propias de la edad de tales estudiantes, ni serían sistemáticas
y concretas, en tal ocasión suscitadas. La lectura de los pedagogos
modernos que han tratado este delicado punto de las materias más
propias para el fin educativo intelectual de la segunda enseñanza,
nos hace ver, y no cito ejemplos, por abreviar, que nadie encuentra
con qué sustituir el estudio serio, prolongado, sistemático, de las
lenguas clásicas en este fin de acostumbrar la inteligencia al
trabajo ordenado, de iniciativa y de discernimiento. Los pedagogos
amigos de la enseñanza clásica, buscan ese sucedáneo
del
latín y del griego, y no lo encuentran, aunque buscan con la mayor
sinceridad. Los enemigos del clasicismo también indagan... y no
encuentran tampoco nada de provecho. Lo que suelen hacer es no
cuidarse de este propósito pedagógico de la concentración. No cabe
duda, Katkof acierta; sin esa preocupación, sin ese cuidado de
ejercitar la inteligencia de los jóvenes en un estudio asiduo,
homogéneo y que sugiere y excita ideas y facultades, la segunda
enseñanza sólo sirve para empollar eruditos a la violeta... menos
que eso, bachilleres,
en
el sentido menos halagüeño de la palabra.
El
escritor ruso va pasando revista a varios sucedáneos
de
las humanidades para el fin indicado, y demuestra las deficiencias de
todos. Y como Katkof, la mayor parte de los tratadistas han visto lo
mismo; y hasta los enemigos
en
este punto suelen confesar su debilidad, o la dejan ver sin
confesarla.
Las
ciencias llamadas exactas (con inexactitud, pues se emplea el epíteto
con sentido antonomástico, y hasta mejor pudiera decirse exclusivo,
y no hay ciencia, verdadera ciencia, que sea menos exacta que otra,
porque en lo que no es exacta no es ciencia), se han tenido, por
mucho tiempo, por más fecundas de lo que son para el cultivo del
espíritu. Educan, es cierto, algunas funciones intelectuales; pero
su carácter formal las condena a una especialidad infecunda desde el
punto de vista educativo; y aun prescindiendo del ilusorio orgullo
que suelen engendrar en los que exclusivamente las cultivan, vienen a
ser como una gimnástica parcial, desproporcionada, que perjudica al
conjunto del organismo. Las matemáticas son tan necesarias en una
buena educación intelectual como insuficientes para lograr el fin de
la concentración,
el
desenvolvimiento armónico de todas las facultades intelectuales y la
reunión paulatina de un caudal de observación y conocimientos
sustanciales, de carácter no abstracto, sino orgánico, humano. Lo
que reconoce Katkof en este punto, lo reconocen Breal, Gabelli,
Lavisse, Guerin, todos; y, lo que importa más, lo demuestra la
experiencia.
En
efecto: en todas partes se ha notado que allí donde se ha dividido
la enseñanza y se ha dejado a unos alumnos abandonar los estudios
clásicos y a otros seguirlos con seriedad y constancia, se ha
repetido el fenómeno de la superioridad demostrada por los
humanistas, no sólo en general, sino hasta para los estudios
superiores especiales, ajenos ya al clasicismo, que unos y otros
cursaban juntos. El mismo Frary confiesa, y lo dice hablando contra
el expediente de la bifurcación,
que
cuando los estudiantes se separan, y unos continúan los estudios
clásicos y los otros los que preparan a una especialidad, los
puestos primeros, los de los más adelantados, son, naturalmente,
para los
humanistas, y
la enseñanza utilitaria,
especial,
queda como humillada y con la seguridad de poseer los elementos de
menos aptitudes. Confirma esto, respecto de Inglaterra, M. Texte,
citando a M. Flitch, quien, en su obra muy notable titulada Lecturas
sobre la enseñanza,
nos enseña que los que siguen los estudios clásicos consideran a
los modernos
como
inferiores, desde el punto de vista intelectual, y aun socialmente, y
miran la escuela de los que prescinden de las humanidades, estudiadas
detenidamente, como un locus
poenitentiae. Así
como nosotros tenemos una frase gráfica para distinguir al clérigo
que no estudia teología, y le llamamos cura de misa
y olla, los ingleses
designan con las palabras coaching,
craming, la
plaga de la preparación urgente, precipitada, incompleta, en que se
atiende, no al estudio en sí, sino al resultado, a los exámenes; y
el encargado de facilitar el buen éxito en estas pruebas materiales,
propiamente anticientíficas, se llama headmaster,
oficio
de
miras puramente lucrativas. Hay más; se ha notado también en
Inglaterra que los estudiantes que se libran de los clásicos y
estudian francés con mayor detenimiento, consagrándole mucho más
tiempo que los humanistas... acaban sabiendo menos francés que los
buenos latinistas. El fenómeno, repito, es general. Respecto de
Francia nos da testimonio de él Boissier, quien asegura, con datos,
que en la Escuela Politécnica de París los estudiantes que han
cursado las humanidades acaban por vencer a los demás, por
superarlos en el estudio de las especialidades ajenas al clasicismo.
Gabelli, en el libro varias veces citado, para concluir con igual
observación respecto de Italia, cita el testimonio de dos sabios que
dirigen los estudios de ciertas escuelas de aplicación, análogas a
la Politécnica; en efecto, Cremona y Brioschi declaran que los
alumnos que vienen de los liceos (donde estudian humanidades), si al
principio permanecen inferiores a los de los institutos técnicos,
los aventajan después en los años sucesivos. Y es por esto; porque
como decía Villari (citado por Franchetti), hablando al Parlamento,
el estudio de los clásicos, cuando es como debe ser, no forma sólo
literatos, sino el hombre entero.
No,
señores; ni las ciencias exactas, ni las naturales, como sería
fácil demostrar, si hubiera espacio, ni la historia, con importar
mucho, sirven para el efecto que se busca en la concentración; y si
no sigo a Katkof en los argumentos con que va haciendo ver esto que
afirmo, es en obsequio a la brevedad, no porque dejen de ser dignas
de estudio sus luminosas consideraciones.
Pero
al ilustre escritor ruso, entusiasta de la enseñanza clásica
europea,
podrían
contestarle sus adversarios que en estas mismas grandes naciones que
él quiere imitar, las humanidades decaen a la hora presente; que hay
corrientes de oposición; que a esas letras clásicas las han
amenazado, no sólo escritores como Frary, sino sabios como Huxley, y
ministros como Lockroy, y emperadores como Guillermo II.
Efectivamente:
si es verdad que Inglaterra, el país utilitario por excelencia,
siempre supo consagrar a griegos y romanos todo el estudio, que
merecen; si es verdad que era, y es en rigor, un fuerte argumento en
pro del clasicismo el decir: «ved esos grandes hombres ingleses,
prácticos, positivos,
representantes los más genuinos de la moderna civilización, cómo,
a pesar de todo esto, suelen ser buenos latinistas, serios
conocedores de las antigüedades, como, lo es el mismo Gladstone,
como lo era el autor de Endimion
y
de Sibila»,
no
es menos cierto que en los últimos tiempos el modo vulgar, pero
lógico, de entender el utilitarismo se extiende y gana adeptos en el
reino británico, y no son hombres sin talento ni cultura los que se
han puesto a la cabeza de tal protesta utilitaria. Aparte de las
opiniones de Spencer, tan conocidas y repetidas hasta la saciedad,
debemos considerarla iniciativa tomada por Huxley, el sabio célebre,
el escritor notable, hace más de veinte años, en un estudio famoso
acerca de la educación liberal. Según Huxley, que se apoyaba en la
autoridad de Mark Patisson, rector de Lincoln College, una pobre
Universidad alemana producía en un año más trabajo científico que
las grandes instituciones inglesas en diez. Para Huxley la única
impresión que dejaba en el ánimo de los estudiantes la enseñanza
del latín y del griego era que el pueblo que creía aquellas fábulas
de la mitología estaba compuesto de los mayores idiotas del mundo.
Aunque, en rigor, la fuerza del ataque de Huxley más va contra el
método y las tendencias de la enseñanza clásica, según era y es
en Inglaterra, que contra el espíritu mismo del clasicismo, sin
embargo, causaron escándalo sus declaraciones al publicarse; mas hoy
es la opinión de muchos la de este sabio; y otro no menos ilustre,
sir John Lubbock, dio hace pocos años una conferencia, apoyando la
campaña de la prensa en favor de una enseñanza que preparase
comerciantes ingleses capaces de hacer inútil el concurso de los
extranjeros. Esta es la tendencia hoy predominante en aquel país; y
advierte M. Texte que la excelencia de los estudios clásicos de los
ingleses hay que limitarla a una verdadera aristocracia, que es la
que concurre a centros como Eton, Harrow, Rugby. Por confesión del
mismo Wiese, citado más arriba, para los ingleses no significa la
cultura estética
más
que una idea demasiado vaga. Se estudia para tener cantidad
determinada de datos, y, generalmente, para salir del examen; de esta
preocupación antiliteraria y anticientífica no se libran las mismas
humanidades...
En
cuanto a Italia, Gabelli, partidario de mantener, o, mejor, de
restaurar los estudios clásicos, declara que: «A
un vigoroso risorgimento dell'istruzione classica mancano per ora in
Italia pur troppo tutte le condizioni».
«Falta, dice, el dinero, que se gasta en procurarse antes de tiempo,
y en vano, los vistosos efectos últimos de la civilización; falta
un Gobierno que sepa oponerse con energía a los innobles intereses
contrarios a la verdadera cultura. Una inmensa ola de utilidad
material, añade Gabelli, amenaza arrastrar consigo todas las cosas;
mas, por lo mismo, los pocos que tienen el derecho de ser creídos
deben juntarse alrededor de una institución (la enseñanza clásica)
que por fatalidad hoy aparece en pugna con las necesidades del
tiempo. A esos pocos toca ser sus custodios, porque ella es de todos
los tiempos y conserva las
tradiciones de la idealidad humana.»
Y
concluye así el hermoso capítulo consagrado a este asunto: «La
antigüedad clásica, con la poesía, con la elocuencia, con el arte,
con la filosofía, con la legislación, con la política, es el
patrimonio más precioso de todos los pueblos cultos; pero, más que
de ninguno, de aquel que tiene la honra de ser el más próximo y
fiel heredero, y en nombre de esta herencia llevó respetado el
centro de su vida a Roma. Ante aquellas sagradas memorias y aquella
gloria inmortal se postran alemanes, ingleses, daneses y rusos...;
nosotros debemos impedir que los italianos sean los nuevos bárbaros.»
Como
en absoluto me falta espacio para desenvolver esta exposición con
las proporciones debidas, aprovecharé la circunstancia de ser todo
lo que a Francia se refiero más generalmente conocido, para
abstenerme de tratar del estado de la cuestión
del latín en
la República vecina, con la extensión que fuera conveniente. A bien
que mucho de lo dicho más arriba, a los franceses directamente se
refiera. He de fijarme en un aspecto de la cuestión que me sirve
para tratar la última materia de este capítulo, de paso que digo
algo, poco, de lo que atañe a Francia en tal debate. Si leéis con
atención el notable libro de Miguel Breal, a quien varias veces me
he referido, notaréis que, si bien es verdad que ningún país como
el francés puede ostentar resultados satisfactorios del sistema
tradicional en la enseñanza de los clásicos, pues en este punto los
ingleses mismos reconocen la mayor habilidad de sus vecinos, también
se puede asegurar que en definitiva no valen tales ventajas los
sacrificios que cuestan. En efecto; a mi juicio, la manera como se
entiende en la segunda enseñanza francesa el propósito que debe
perseguirse en el estudio de las lenguas clásicas, particularmente
del latín, y los medios que al efecto se emplean, dan casi casi la
razón a los que protestan contra la tradición escolástica que
convierte, como con motivo se ha dicho, en un prolijo, fatigoso
trabajo de marquetería,
lo
que debiera ser, en nuestro tiempo, racional ejercicio de las más
nobles facultades intelectuales de la juventud, y camino para llegar
a comprender los monumentos literarios que nos ha legado la
antigüedad clásica.
Hay
que distinguir, por consiguiente, entre la necesidad de conservar
estos estudios y la obstinación de conservarlos sin reformas ni en
el fin ni en los medios. Esto último es absurdo; y si se continúa
pretendiendo hacer de toda la juventud máquinas de saber escribir
correctamente y con elegancia el latín más clásico en prosa y en
verso, lo que se conseguirá será apresurar la decadencia, dar armas
a los enemigos del clasicismo y hacer que se vayan pasando a su campo
los mismos que reconocen la necesidad de mantener los estudios
clásicos.
Sí:
el clasicismo es, y será no se sabe hasta cuándo, un factor
importantísimo de nuestra cultura; pero según las épocas, así
varía el modo de influir este elemento. Para la Edad Media, por
ejemplo, el latín continúa siendo un medio útil, y, como observa
Breal en el artículo poco ha citado, lo que importaba entonces a la
cultura era un instrumento general, universal de comunicación, y
además fuentes para el estudio de toda disciplina; el latín era un
modo de entenderse, y los clásicos griegos y latinos fuentes de
información,
de
conocimientos positivos. Los antiguos escritores, dice el célebre
profesor francés, no eran para la Edad Media meros modelos de
estilo; lo que les interesaba a ellos era el contenido: así que no
se leía sólo a los autores clásicos de pura latinidad, sino a los
más recientes; no se estudiaba sólo a Cicerón, Tito Livio, Séneca,
Virgilio, Lucano; se estudiaba con más afán a Orosio, Valerio
Máximo, San Isidoro, Boecio, los Padres de la Iglesia, y
particularmente las traducciones de Aristóteles. A más de esto, el
latín que se empleaba era incorrecto, bárbaro; pero era cosa viva y
se hablaba así para entenderse. En cierta ocasión, los vecinos de
Orleans piden socorros a los de Tolosa; el lenguaje Oficial tiene que
ser el latín; los notables de Tolosa se reúnen, deliberan, y por
fin acuerdan que no pueden dar nada; y se explican así: Non
detur aliquid, quia villa non habet de quibus. Mas,
a poco, el Consejo, enterado de los milagros de Juana de Arco, cambia
de acuerdo, y dice: Attentis
dictis miraculis suceurretur de IIII vel VI cargiis pulveris.»
De
este latín, que tenía su razón de ser, se burla el Renacimiento,
que llega, por ley natural, al extremo contrario. En esta época el
latín y el griego son un general dilettantismo.
Ya
recordaréis que se atribuye al cardenal Bombo cierto menosprecio de
las epístolas de San Pablo, por culpa del latín en que había de
leerlas: Melanchton llegó a decir que la manera de estudiar la
antigüedad de los siglos medios es una peste. Hoy no podemos ya
proseguir, con los jesuitas, en el culto entusiástico del
Renacimiento, empeñarnos en remedar el latín clásico, en ser
mosaicos semovientes de Cicerón, Virgilio, etc., etc. M. Frary tiene
razón, en cierto modo, cuando advierte que la relación de los
estudios clásicos a la total cultura hay que representarla por un
número quebrado; el clasicismo es el numerador, y no varía, siempre
es el mismo, pues es cosa que murió; el denominador es todo lo que
hemos aprendido y sentido después de haber pasado griegos y romanos,
y este denominador va siendo mayor cada día; por lo cual el valor
del numerador necesariamente disminuye. Cabe objetar que el numerador
también aumenta, por aumentar la utilidad de lo clásico según
nuestra sociedad se perfecciona, y a medida que descubrimos elementos
de la cultura antigua y penetramos mejor su sentido; pero, al fin, es
evidente que a la larga el clasicismo tendrá que ir dejando, y más
cada vez, que con él compartan otros objetos de estudio la atención
del hombre civilizado. Por esto hace falta una sabia economía en el
modo de entender el objeto de las humanidades, y, por consecuencia,
en el modo de estudiarlas; en este punto yo creo que M. Guerin
acierta cuando propone que se cultiven las lenguas clásicas, no con
el propósito de hablarlas y escribirlas, sino con el de comprender
bien a los autores griegos y latinos.
M.
Breal se inclina a esta opinión, y, por lo menos, declara absurdo el
sistema de los temas y de la composición mecánica y de los versos
latinos obligados. En este punto yo me separo del parecer de Guyau,
que recomienda la confección
(así
puede llamarse) de piezas métricas en las clases de segunda
enseñanza. Yo creo que la cantidad indispensable de idealidad
poética, que todos necesitamos, se puede conseguir sin alimentar el
feo vicio de hacer versos no siendo poeta. Es claro que no se trata
aquí de una medida de carácter absoluto; mas, por lo general, no
puede convenir que se acostumbren los estudiantes que han de vivir en
presa toda su vida, como M. Jourdain, a considerarse capaces de ser
poetas en una lengua muerta. De estos versos latinos hechos sin
inspiración, con frases elegantes aprendidas de memoria, con lugares
comunes, con giros tomados del Diccionario o de la lectura directa de
los clásicos, como D. Quijote hubiese hecho jaulas y palillos de
dientes, de haber tenido tiempo; de estos versos que hacen creer a
los míseros pedantes que ellos son capaces de ser poetas de post
liminium,
es decir, en lengua extraña; de estos versos latinos, digo, se puede
afirmar lo que hace mucho decía el filólogo Cobet de otros versos,
pero éstos griegos, y también de marquetería, de paciencia y
vanidad: carmina
graeca, quae neque graeca sunt, neque carmina.
Por
lo común, ni en verso ni en prosa se debe pretender que sepa
escribir y hablar la juventud entera de un país una lengua muerta.
Un gran filólogo, un gran conocedor de un idioma clásico y de su
literatura, no necesita en nuestros tiempos aspirar a escribir en
lengua que no sea la propia. Autores insignes hay que declaran no
haber escrito nunca en griego ni en latín, y son, sin embargo,
maestros en esas lenguas y literaturas. En otros tiempos, siendo el
latín lenguaje universal literario, era otra cosa. Hoy debemos, en
este respecto de escribir en lenguas extrañas que no son la de la
cuna, seguir el ejemplo del ruso Turguenef, que no quiso jamás
emplear el francés en sus novelas, a pesar de haber llegado a ser un
parisién como otro cualquiera. El latín y el griego deben
estudiarse racionalmente, no por máquina, y para traducir a los
clásicos y penetrar la vida de Grecia y Roma: por lo tanto, deben
estudiarse, dice Breal, filosófica e históricamente. Sí: más vale
conocer, por ejemplo, las vicisitudes por que pasó la lengua del
Lacio, que zurcir en verso y prosa retazos que no se recuerda que son
de Cicerón o de Horacio, pero que lo son efectivamente. Yo sé que
entre nosotros hay un profesor de latín, que acaso me escucha, el
cual ha escrito un notable libro de gramática latina histórica. Yo
le doy la enhorabuena; esa es la tendencia que recomiendan muy
ilustres y expertos maestros. ¡Ojalá le consintieran las tristes
condiciones de nuestra enseñanza, sacar de su obra, en la cátedra,
todo el provecho apetecido! ¡Nuestra enseñanza! ¡Nuestra cuestión
del latín! Los españoles hemos resuelto esa cuestión de un modo
tan práctico, en verdad, como lamentable. Pero no hablemos de esto.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario