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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un discurso - Cap. V

La flor del clasicismo es, sin duda, el helenismo, pues la obra y el espíritu de los romanos, por lo que a humanidades se refiere, no es sino un remedo más o menos fiel de la obra y del espíritu griegos. Hasta en el derecho, cuando éste va siendo menos original y más humano, influye, en lo esencial, el espíritu griego; y si para el arqueólogo jurídico importa hoy más el derecho de piedra, el derecho estricto de las XII Tablas, que el derecho que preparó la última trasformación, la justiniana; para la vida social, para la universalización del derecho romano, importa más la última etapa de aquella gran vocación jurídica, la reflexiva, la influida en parte por el pensamiento griego. Sí; en todo lo que toca a humanidades el helenismo es la flor del clasicismo. ¿Y qué es el helenismo? Mejor se siente que se dice. Si yo fuera pintor, pretendería figurarlo en un cuadro que reprodujera un diálogo de Platón en que Sócrates discurre apaciblemente, rodeado de sus amigos, a orillas de un río famoso, no por su cauce, sino por las ideas y la poesía del país por donde corre. Mientras las aguas risueñas se deslizan murmurando, Sócrates deja correr la vida, meditando desinteresadamente acerca de la naturaleza divina de las ideas: asunto de valor universal que a todos los hombres importa y que no interesa particularmente a ninguno.
«Nosotros, los helenos, dice Esquines en el discurso de la Corona, hemos vivido una vida más que humana y hemos nacido para ser eterno objeto de la admiración de los hombres.» Hipócrates atribuye esta superioridad a la influencia benéfica del clima; Aristóteles apoya esta opinión, y Herodoto se cree en el caso de asegurar, bajo testimonios poderosos, que los discursos que atribuye a varios señores persas acerca de la mejor forma de gobierno son auténticos, porque teme que no se crea verosímil que aquellos hijos del Oriente se porten como si fueran helenos; porque para Herodoto son cualidades características de su raza la política, la filosofía y los delicados goces del gusto. Para M. Egger, a quien sigo en todo esto, en el discurso que Tucídides pone en boca de Pericles, en el segundo libro, está la expresión más elocuente de lo que los mismos griegos entendían, en los tiempos mejores, por helenismo. Si durante los días de la decadencia el helenismo se opuso al aticismo, refiriendo esto a la pureza del lenguaje; y si durante la Edad Media fue para los doctores cristianos helenismo sinónimo de paganismo, en tiempos modernos, y fuera de lamentables excepciones, la concordia del cristianismo y del noble espíritu helénico fue definitiva y sincera. En 1872, el ministro de Grecia en Londres, Braïlas Armeni, pronunciaba en griego dos conferencias para expresar, dice M. Egger, con gran elevación de pensamiento y elocuencia, estas dos condiciones del progreso moderno, esta concordia necesaria entre el principio cristiano y las doctrinas liberales de la filosofía antigua; concordia en que se da a Grecia todo su valor en cuanto maestra del espíritu moderno en los dominios de las artes y del ideal. «Preguntar, concluye M. Egger, si el helenismo sigue siendo y será siempre un objeto útil de estudio, si debe conservar su papel en nuestra educación clásica, es preguntar si queremos algún día renegar de nuestra historia y de las tradiciones comunes a todos los europeos civilizados, borrar el recuerdo de todo lo que Grecia ha hecho por nosotros, directamente o por conducto de Roma. Semejante cuestión, no está resuelta en cuanto está planteada?»
No, contesta el utilitarismo por todas partes, mientras que los más sesudos y expertos pedagogos de todos los países cultos contestan: sí, en una y otra nación europea. Votos como el de Renan, como el de Egger, como el de Boissier, como el de tantos y tantos sabios criados en el estudio serio y profundo del clasicismo, no deben contarse, según M. Frary. ¿Qué han de decir los que viven del jugo de la historia clásica? Dejemos, pues, a los literatos y a los filólogos. Vamos a los hombres de Estado, a los sociólogos, a los pedagogos.
Pero antes permítaseme una observación. Si atendemos, en general, a los dos campos en que se divide la opinión, veremos que, por lo común, los que piden la abolición del griego y del latín no saben ni latín ni griego; no han sido educados clásicamente, a lo menos con fruto, y juzgan la cuestión sin conocer uno de sus términos; saben lo que no es la enseñanza clásica, pero no saben lo que es. A estas gentes es inútil hablarles de las ventajas que el espíritu de cada cual, y por consiguiente el espíritu social, reporta del conocimiento concienzudo de los clásicos, del hábito de comunicar con aquella civilización antigua. No han experimentado esa influencia, no han sentido la transformación del alma al influjo de estos estudios y contemplaciones de lo clásico. Ellos niegan ese poder, niegan ese influjo, porque no han sentido su acción; en rigor no hay argumento que valga para quien juzga desde tal punto de vista. Los del campo contrario, los sabios profesores, los arqueólogos de la literatura, los filólogos, en el lato sentido de la palabra, hablan de lo que saben, reconocen la benéfica influencia del clasicismo porque han pasado por ella, porque le deben lo mejor de su cultura. Cuando Goethe vuelve de Italia, él, que tanto había perfeccionado ya antes su espíritu, todavía trae nuevos veneros de idealidad grande, tesoros de belleza para su alma, toda una vida nueva que le transforma y mejora: es que ha penetrado hasta la medula del genio del clasicismo. ¿Qué hará si un romancista ignorante o un romántico sin cultura clásica lo niegan las grandezas, el mérito sublime de la nueva vida que trae consigo? Encogerse de hombros. Por lo común no cabe discutir, por esto, porque no hay con quién; no cabe más que hacer lo que se debe, salvar la idealidad histórica salvando la tradición clásica. Verdad es que hay excepciones de lo dicho, y así, por ejemplo, lo es el tantas veces nombrado M. Frary, que, según se ha reconocido por muchos, es un buen humanista. Sí lo será, aunque puede muy bien saber griego, latín, literatura y filosofía griegas y latinas... y no comprender, sin embargo, por qué Goethe cambió tanto en Italia, ni por qué Renan se lamenta de no haber nacido en tiempo de Minerva, ni por qué Otfried Müller se apasiona por la Helade hasta morir víctima de aquel Apolo que lanzaba a lo lejos sus saetas. Mas fuera de esas excepciones, poco numerosas, quien vota en contra del latín y del griego, suelen ser los ayunos de estudios clásicos. ¿Para qué sirve eso? preguntan muchos, los más, todo el vulgo irrespetuoso, que ahora es casi todo el vulgo. ¿Cómo queréis saber para qué, si no sabéis lo que es? En cambio, escuchad a Rollin, escuchad a Michelet, por ejemplo, y veréis cómo persuade su entusiasmo por las letras antiguas y por las lenguas que las expresan. Rollin, el venerable autor del Traité des Études, obra que hoy, después de tantos años, cita uno y otro escritor de pedagogía, Rollin demuestra con viva elocuencia el influjo moral de los clásicos en la educación y en la enseñanza; y, hablando para su siglo, parece que habla para el nuestro cuando dice: «El gusto de la verdadera gloria y de la verdadera grandeza se pierde de día en día, y más cada vez. Hombres nuevos, embriagados con su propia fortuna, nos acostumbran a no admirar ni estimar nada más que sus enormes riquezas, a mirar la pobreza y hasta la mediana posición como una vergüenza insoportable...» Rollin aplica el contraveneno de la sencillez y sobriedad de que dan ejemplos los grandes hombres del clasicismo, a esa corrupción que, hoy más que en su tiempo, es la principal laceria de las sociedades adelantadas.
Michelet, el ilustre historiador artista, recordando sus estudios de la Universidad, nobles estudios, exclama: «¡Griego, latín! ¡palabras, palabras! ¿Para qué sirve esto? ¡Para qué! Ya lo veis. El talento (l'esprit) sostiene el carácter. Estas lenguas son mucho más que lenguas; son los monumentos en que aquellas sociedades han puesto su alma, en lo que tiene de más noble, de más moralizador. El que vive de eso queda ennoblecido. ¡Palabras, sonidos, el vacío! No, realidades. Estas lenguas son almas; cada una es la personalidad de un pueblo. El griego es el Ágora, y todo el movimiento de aquellas ciudades se aprende en su lenguaje. El latín es el atrium patricio, donde el jurisconsulto da sus responsa a los clientes.»
Mas ¿á qué seguir con este género de testimonios? Es necesario, aunque sólo sea por abreviar, huir de las citas vulgares, de los lugares comunes que tantas veces han salido a luz con motivo de esta cuestión de los estudios clásicos. No hay para qué citar la autoridad de hombres de Estado, como Gladstone y tantos otros, que comprendieron la necesidad de defender el clasicismo, las humanidades; no hay para qué entonar himnos a las excelencias del genio griego y del genio latino. Vengamos a lo más reciente, y como preliminar e ilustración para examinar después, en general, y por propia reflexión, la materia, comenzaré por decir algo de lo que caracteriza en cierto modo la discusión de los estudios clásicos y su situación actual en algunas de las naciones más importantes desde este punto de vista. Mas es claro que en el corto espacio de que dispongo, ni he de recorrer todos los pueblos de civilización adelantada, ni he de referirme a la multitud de fuentes que existen para estudiar el asunto, pues a estas horas forma toda una biblioteca lo que se ha escrito en pro y en contra del griego y del latín, y aun para procurar soluciones medias que concilien las pretensiones radicales. Para mi objeto me bastará escoger, con respecto a cada nación de las que voy a traer a examen, algunos datos importantes, que se distingan por uno u otro motivo.
Nada quiero deciros, por ejemplo, de los Estados Unidos; aquella nacionalidad, relativamente nueva, tiene un género de vida, un espíritu completo que a los europeos no nos es tan fácil comprender, y sobre todo sentir, como se figuran los que se contentan con leer libros como los de Tocqueville, Bryce y hasta Laboulaye; tal vez para las cuestiones de política formal, de costumbres sociales someramente examinadas, basta ese género de investigación; mas no ciertamente para penetrar más adentro en el alma de un pueblo. Además, para mi objeto no importa detenerse en lo que sea la enseñanza clásica en aquella gran nación que, aunque llevara diferente rumbo del que a nosotros puede convenirnos, pudiera tener motivos especiales, como tiene especial carácter y diferente destino. Y sin embargo, sabido es que en el trabajo de reflexiva y laboriosa asimilación de la cultura europea clásica, la instrucción pública de la poderosa República, tan floreciente y rica en todo lo que depende de las atenciones que la nación pueda prestarla, no deja de cuidar los estudios estéticos, retóricos, de humanidades, con particular esmero, como prueban los programas de la enseñanza, los cuadros de asignaturas, los catálogos de libros de texto, etc., etc. Los norteamericanos parece que representan el espíritu positivo, el medro económico, la prosa moderna, el laconismo del negocio; mientras que el pueblo francés parece ser el verbo del tradicional espíritu latino, pueblo retórico por excelencia. Pues bien: vistas las cosas de cerca, y por lo que depende de la instrucción popular, elemental, autores muy respetables nos ofrecen, comparados, un extraño fenómeno que contradice tales apariencias. Miguel Breal, en el excelente libro antes citado, examinando con gran sagacidad los defectos de la enseñanza del idioma nacional en las escuelas, declara que el pueblo francés, el que no llega a la educación de gimnasios y liceos, el que no pasa de la rudimentaria primera enseñanza... no sabe hablar apenas; y lo prueba con el ejemplo de lo que sucede en las reuniones públicas populares, de los socialistas, v. gr., en que son muy pocos los que saben hablar, en que la mayoría lucha con la imposibilidad de comunicar sus ideas y sentimientos. Ese lenguaje popular, desmañado, incongruente, que ha copiado la literatura festiva y hasta se ve en las leyendas de las caricaturas francesas; lenguaje en que junto a las incorrecciones de la jerga vulgar resaltan los graciosos disparates de palabras retumbantes y escogidas de un modo absurdo para significar ideas a que no corresponden, ese lenguaje tiene en parte su causa, para M. Breal, en la descuidada y rutinaria manera de la enseñanza gramatical en las escuelas francesas. En cambio, en esos Estados Unidos, donde no se puede decir que se deba la prosperidad pública al esteticismo de la enseñanza, se observa todo lo contrario de lo que lamenta M. Breal en el pueblo que, no en vano, se cree heredero de griegos y romanos. En un libro interesante y útil que acaba de publicarse, con el título de La enseñanza en los tres Continentes, su autor, Catton Grasby, dice, hablando de la importancia que en los Estados Unidos se da al estudio del lenguaje en las escuelas, que tales lecciones «son el suplemento de todas las demás, y probablemente el fundamento de la facultad de fácil expresión y corrección en el discurso que se nota entre las masas del pueblo americano.»
¿Nada dice esto en pro de la enseñanza no utilitaria? Sí; primero porque esa atención esmerada a la producción correcta, bella, del lenguaje, aun en el pueblo, es una manifestación del perseguido esteticismo; y, sin embargo, se ve que es el pueblo rico y positivo por excelencia quien se toma ese trabajo por la retórica. Pero hay más; para que la enseñanza popular pueda tener los caracteres y cualidades capaces de producir tales resultados, es necesario que el profesorado popular esté influido por el clasicismo; y así como M. Breal pide con razón que los profesores de las escuelas normales sean miembros de la Facultad de Letras, tengan estudios superiores, se puede decir, en general, que para que llegue a la enseñanza primaria ese benéfico reflejo de las buenas disciplinas, de las humanidades, necesario es que se conserve en los grados superiores de la instrucción el espíritu clásico, la tradición que hace posibles esos buenos frutos.
Mas, volviendo a Europa, antes de deciros algo de las más grandes e importantes naciones, quiero recordar palabras llenas de autoridad con que un griego moderno contesta indirectamente a los que, como Frary, opinan que el estudio de las lenguas clásicas es respetado por los liberales en virtud de una inconsecuencia, tal vez por ley del misoneismo o aborrecimiento de lo nuevo, que ha estudiado recientemente un fisiólogo ilustre italiano. Si la cuestión del latín y del griego estuviera estrechamente ligada al método de los jesuitas y a sus propósitos, en gran parte tendría razón Frary; el amor a los clásicos y a sus idiomas significaría una tendencia, por lo menos, estacionaria. Pero nada tiene que ver que se siga estudiando el clasicismo, y cada vez con más esmero, con que se estudie como quieren los jesuitas, y para lo que ellos quieren. Por eso, decía, contestan a semejantes argumentos las palabras que monsieur Guerin copia de una sátira que el griego moderno Alejandro Soutzo dirige al gobierno de Othón y de sus Bávaros: «Tomáos el trabajo de pensar que cerca de vosotros existe una clase de hombres pequeños por la edad, pero que cada año crecen un dedo, mientras vosotros os vais encorvando hacia la tierra. Esa clase de hombres estudia, medita, reflexiona en los Colegios en las escuelas, en las academias, y no está satisfecha del todo... Todos leen las vidas de Plutarco, las Filípicas de Demóstenes, La República de Platón. Añadid a esto que la lengua griega está dotada de un singular privilegio: está penetrada por el soplo de la libertad; cada una de las letras que la componen es una bala que silba contra la tiranía.»
Estas palabras, que nos revelan cuál es el espíritu de la Grecia moderna respecto del estudio de las sagradas antigüedades de sus orígenes, no sólo sirven para rechazar la idea de que el clasicismo signifique reacción, aristocracia, Estados sin libertad, etc., etc., sino también para deshacer el argumento de este género que pudiera salirme al paso al tratar ahora del gran defensor de la enseñanza clásica allá en Rusia.
En efecto: el célebre redactor de la Gaceta de Moscou, el ilustre Katkof, cuya opinión tanto pesaba en el Gobierno de Rusia, era, como todos saben, el amante por excelencia del espíritu eslavo, el defensor de la Rusia tradicional y de sus grandes destinos; y entre los medios, no todos liberales, con que contaba para sostener el poder de los Zares, unido, según él y según la mayor parte de los rusos, a la prosperidad del Imperio; entre las armas morales que esperaba que le diesen la grandeza futura de su pueblo, estaba el mantenimiento y auge de la enseñanza clásica. Ayudábale en esta campaña, sostenida en la Gaceta de Moscou, Leontief; pero muerto Katkof, sus contrarios, que eran en esta cuestión casi toda la prensa y casi toda la Universidad, renovaron los ataques al clasicismo, y en el Consejo del Emperador, a pesar de los esfuerzos del ministro actual de Instrucción pública, Delianof, defensor ardiente del antiguo sistema, la mayoría de los votos fue para la causa utilitaria, grito de guerra contra el clasicismo. Pero así como Guillermo II, el emperador de Alemania, en recientes y famosas alocuciones condenaba el clasicismo y el predominio de su estudio, con frases y formas que yo no he de juzgar en una solemnidad oficial como ésta, Alejandro III, el Zar de todas las Rusias, siguiendo opuesto camino, acaba de decidir, contra la mayoría de su propio Consejo, el famoso pleito de la instrucción clásica, dando la razón al difunto Katkof y decretando el mantenimiento del sistema actual de enseñanza. Durante la discusión de tal litigio, algunos amigos del célebre publicista reunieron sus escritos acerca de la cuestión, y no ha mucho los publicaron con el título de Nuestra reforma de la enseñanza. De un examen que de parte de esta obra publica la Nouvelle Revue del 15 de Julio último, haré un ligero extracto, a mi manera, para aprovechar de tal enseñanza lo que me parezca oportuno.
Dice el publicista ruso, que un corresponsal le pide que le convenza de las ventajas del clasicismo con argumento más poderoso, más íntimo que el ejemplo de los países más civilizados. Y con gran profundidad y discreción, Katkof contesta que, ni un artículo de periódico, ni siquiera un libro, bastan para crear una convicción interior plenamente razonada; para convencerse de esas ventajas de la enseñanza clásica, hace falta la experiencia viva, o por lo menos el estudio serio y atento de todos los datos del problema pedagógico. La mayor parte de los que afirman, y están dispuestos a jurar, que la tierra gira alrededor del sol, no serían capaces de demostrar la verdad de lo que afirman y jurarían.» Recuérdese que más atrás, por mi propia cuenta, he dicho algo semejante al comenzar esta parte de mi discurso. En efecto, estas ventajas no se demuestran por a más b, ni en pocas palabras, y más hay que sentirlas y experimentarlas que otra cosa.
Las cuestiones pedagógicas, continúa Katkof, se derivan de las especulaciones más trascendentales. Sí, ciertamente; y por eso, aunque sin la profundidad que el caso requería, he procurado consagrar lo más de este discurso a la cuestión fundamental, general, según yo la entiendo.
Para Katkof es un argumento poderoso el ejemplo de las naciones europeas más adelantadas; si nosotros, viene a decir, humildemente las imitamos en todo lo que se refiere a la cultura; si reconocemos la superioridad de estos maestros: que libremente escogemos, ¿por qué no hemos de creer que si la educación clásica llevó a esos pueblos al estado envidiable que nos proponemos por modelo, la educación clásica nos llevará a nosotros a la perfección que buscamos?
Este raciocinio del ilustre escritor ruso tiene mucha fuerza en cualquier parte. Los pueblos más adelantados, los que figuran a la cabeza de la civilización, no son otros que aquellos donde las disciplinas del clasicismo se cultivan con más atención y esmero. Alemania, Inglaterra, Francia, cada una en un respecto, han sido hasta ahora las naciones más fieles a las humanidades: mientras en nuestra España, por ejemplo, olvidando una gloriosa tradición, los estudios de este orden, como todos, andan por el suelo; porque no cabe negar que la decadencia española donde más se nota, donde más dolorosa aparece, es en cuanto se refiere a la actividad individual, sobre todo en la instrucción pública; digo que mientras esto se observa en España, donde hay literatos distinguidos que tienen a gala no saber griego ni latín, en Francia, en Inglaterra, aun en Italia, en Alemania sobre todo, el siglo XIX ofrece el hermoso espectáculo de una especie de segundo renacimiento de las materias de filología clásica, aunque en estas últimas décadas vuelve a sentirse cierta decadencia, y sobre todo lucha general contra esa inclinación. ¿No tendrá ninguna relación este cultivo esmerado de las letras clásicas con la prosperidad de la vida intelectual, de las letras y las artes en esas naciones privilegiadas? Sin duda alguna. Casi todos los grandes hombres de esas naciones, aquellos, quiero decir, que lo son en las esferas de uno y otro género de artes liberales, casi todos han tenido por incentivo de su vocación y por auxilio en sus adelantos una sólida instrucción, basada en las humanidades. De otro modo cabe presentar nuestro argumento. Por lo menos, el clasicismo puede ofrecer como fruto suyo todas las grandezas de nuestra civilización moderna en la esfera intelectual. Que el clasicismo puede dar buenos resultados, nos lo dice la historia, pues la flor de la cultura europea de él nació. ¿Qué pléyades de ilustres escritores, de estadistas, de filósofos, de artistas, puede ofrecernos el sistema utilitario, romancista, enemigo de la tradición griega y latina? ¿Dónde están los grandes filósofos que no pueden ni quieren entender a Platón y Aristóteles? ¿Dónde los grandes jurisconsultos educados a lo Frary, es decir, que hayan podido prescindir, por ignorancia voluntaria, del Derecho romano y de su insustituible lenguaje? ¿Dónde están los grandes artistas de la palabra, poetas, oradores, críticos, historiadores, etc., que hayan prescindido de Homero, de Virgilio, de Tucídides, de Demóstenes, de Cicerón, etc., etc.? La prueba está por hacer, y por lo menos ha lugar a la desconfianza.
Pero el argumento más poderoso de Hatkof para defender su causa es lo que entiendo él que constituye el carácter distintivo de la enseñanza europea, y que se llama en lenguaje pedagógico la concentración. Cierto es que la segunda enseñanza no aspira a formar sabios, a cultivar especialidades; pero la concentración no es la especialización; en la segunda enseñanza, que atiende a la cultura general, que es una especie de cultivo extensivo del espíritu, hay que considerar también el elemento educativo de la inteligencia misma. Desde el punto de vista instructivo, no cabe duda que la enseñanza de este grado debe tender en lo posible, y en cuanto no conduzca al exceso que llaman los franceses le surmenage, a la universalidad de los conocimientos; pero como la educación intelectual es también objeto principal en esta segunda enseñanza, hay que atender también a esa concentración que consiste en el estudio particular, predilecto, constante, de un orden de disciplinas que sean las más útiles para el desenvolvimiento de las facultades intelectuales de los alumnos. Esto es lo que olvida Frary, y lo que olvidan tantos otros que sólo se fijan en la clase y cantidad de conocimientos que se deben adquirir por el estudiante de gimnasios, liceos, institutos, etc. Se ensalza, por ejemplo, la utilidad de la geografía entendida a la moderna, como la entienden los que se inspiran en libros tan notables como el Cosmos, de Alejandro Humboldt, en libros como La Terre, de Alfredo Maury, y la gran Geografía, la monumental Geografía, de Reclus; pero aun así entendida, ¿sirve la geografía para este fin esencial de la concentración? La geografía, cuanto más pintoresca, cuanto más cosmológica, y aunque sea antropológica (y no falta quien diga que en esta última tendencia ya no es geografía), será más admirable, más instructiva...; pero es evidente que el papel del alumno es ante ella muy pasivo; no tiene más que contemplar, admirar y recordar; las reflexiones que esta contemplación ideal del mundo puede sugerir, ni son propias de la edad de tales estudiantes, ni serían sistemáticas y concretas, en tal ocasión suscitadas. La lectura de los pedagogos modernos que han tratado este delicado punto de las materias más propias para el fin educativo intelectual de la segunda enseñanza, nos hace ver, y no cito ejemplos, por abreviar, que nadie encuentra con qué sustituir el estudio serio, prolongado, sistemático, de las lenguas clásicas en este fin de acostumbrar la inteligencia al trabajo ordenado, de iniciativa y de discernimiento. Los pedagogos amigos de la enseñanza clásica, buscan ese sucedáneo del latín y del griego, y no lo encuentran, aunque buscan con la mayor sinceridad. Los enemigos del clasicismo también indagan... y no encuentran tampoco nada de provecho. Lo que suelen hacer es no cuidarse de este propósito pedagógico de la concentración. No cabe duda, Katkof acierta; sin esa preocupación, sin ese cuidado de ejercitar la inteligencia de los jóvenes en un estudio asiduo, homogéneo y que sugiere y excita ideas y facultades, la segunda enseñanza sólo sirve para empollar eruditos a la violeta... menos que eso, bachilleres, en el sentido menos halagüeño de la palabra.
El escritor ruso va pasando revista a varios sucedáneos de las humanidades para el fin indicado, y demuestra las deficiencias de todos. Y como Katkof, la mayor parte de los tratadistas han visto lo mismo; y hasta los enemigos en este punto suelen confesar su debilidad, o la dejan ver sin confesarla.
Las ciencias llamadas exactas (con inexactitud, pues se emplea el epíteto con sentido antonomástico, y hasta mejor pudiera decirse exclusivo, y no hay ciencia, verdadera ciencia, que sea menos exacta que otra, porque en lo que no es exacta no es ciencia), se han tenido, por mucho tiempo, por más fecundas de lo que son para el cultivo del espíritu. Educan, es cierto, algunas funciones intelectuales; pero su carácter formal las condena a una especialidad infecunda desde el punto de vista educativo; y aun prescindiendo del ilusorio orgullo que suelen engendrar en los que exclusivamente las cultivan, vienen a ser como una gimnástica parcial, desproporcionada, que perjudica al conjunto del organismo. Las matemáticas son tan necesarias en una buena educación intelectual como insuficientes para lograr el fin de la concentración, el desenvolvimiento armónico de todas las facultades intelectuales y la reunión paulatina de un caudal de observación y conocimientos sustanciales, de carácter no abstracto, sino orgánico, humano. Lo que reconoce Katkof en este punto, lo reconocen Breal, Gabelli, Lavisse, Guerin, todos; y, lo que importa más, lo demuestra la experiencia.
En efecto: en todas partes se ha notado que allí donde se ha dividido la enseñanza y se ha dejado a unos alumnos abandonar los estudios clásicos y a otros seguirlos con seriedad y constancia, se ha repetido el fenómeno de la superioridad demostrada por los humanistas, no sólo en general, sino hasta para los estudios superiores especiales, ajenos ya al clasicismo, que unos y otros cursaban juntos. El mismo Frary confiesa, y lo dice hablando contra el expediente de la bifurcación, que cuando los estudiantes se separan, y unos continúan los estudios clásicos y los otros los que preparan a una especialidad, los puestos primeros, los de los más adelantados, son, naturalmente, para los humanistas, y la enseñanza utilitaria, especial, queda como humillada y con la seguridad de poseer los elementos de menos aptitudes. Confirma esto, respecto de Inglaterra, M. Texte, citando a M. Flitch, quien, en su obra muy notable titulada Lecturas sobre la enseñanza, nos enseña que los que siguen los estudios clásicos consideran a los modernos como inferiores, desde el punto de vista intelectual, y aun socialmente, y miran la escuela de los que prescinden de las humanidades, estudiadas detenidamente, como un locus poenitentiae. Así como nosotros tenemos una frase gráfica para distinguir al clérigo que no estudia teología, y le llamamos cura de misa y olla, los ingleses designan con las palabras coaching, craming, la plaga de la preparación urgente, precipitada, incompleta, en que se atiende, no al estudio en sí, sino al resultado, a los exámenes; y el encargado de facilitar el buen éxito en estas pruebas materiales, propiamente anticientíficas, se llama headmaster, oficio de miras puramente lucrativas. Hay más; se ha notado también en Inglaterra que los estudiantes que se libran de los clásicos y estudian francés con mayor detenimiento, consagrándole mucho más tiempo que los humanistas... acaban sabiendo menos francés que los buenos latinistas. El fenómeno, repito, es general. Respecto de Francia nos da testimonio de él Boissier, quien asegura, con datos, que en la Escuela Politécnica de París los estudiantes que han cursado las humanidades acaban por vencer a los demás, por superarlos en el estudio de las especialidades ajenas al clasicismo. Gabelli, en el libro varias veces citado, para concluir con igual observación respecto de Italia, cita el testimonio de dos sabios que dirigen los estudios de ciertas escuelas de aplicación, análogas a la Politécnica; en efecto, Cremona y Brioschi declaran que los alumnos que vienen de los liceos (donde estudian humanidades), si al principio permanecen inferiores a los de los institutos técnicos, los aventajan después en los años sucesivos. Y es por esto; porque como decía Villari (citado por Franchetti), hablando al Parlamento, el estudio de los clásicos, cuando es como debe ser, no forma sólo literatos, sino el hombre entero.
No, señores; ni las ciencias exactas, ni las naturales, como sería fácil demostrar, si hubiera espacio, ni la historia, con importar mucho, sirven para el efecto que se busca en la concentración; y si no sigo a Katkof en los argumentos con que va haciendo ver esto que afirmo, es en obsequio a la brevedad, no porque dejen de ser dignas de estudio sus luminosas consideraciones.
Pero al ilustre escritor ruso, entusiasta de la enseñanza clásica europea, podrían contestarle sus adversarios que en estas mismas grandes naciones que él quiere imitar, las humanidades decaen a la hora presente; que hay corrientes de oposición; que a esas letras clásicas las han amenazado, no sólo escritores como Frary, sino sabios como Huxley, y ministros como Lockroy, y emperadores como Guillermo II.
Efectivamente: si es verdad que Inglaterra, el país utilitario por excelencia, siempre supo consagrar a griegos y romanos todo el estudio, que merecen; si es verdad que era, y es en rigor, un fuerte argumento en pro del clasicismo el decir: «ved esos grandes hombres ingleses, prácticos, positivos, representantes los más genuinos de la moderna civilización, cómo, a pesar de todo esto, suelen ser buenos latinistas, serios conocedores de las antigüedades, como, lo es el mismo Gladstone, como lo era el autor de Endimion y de Sibila», no es menos cierto que en los últimos tiempos el modo vulgar, pero lógico, de entender el utilitarismo se extiende y gana adeptos en el reino británico, y no son hombres sin talento ni cultura los que se han puesto a la cabeza de tal protesta utilitaria. Aparte de las opiniones de Spencer, tan conocidas y repetidas hasta la saciedad, debemos considerarla iniciativa tomada por Huxley, el sabio célebre, el escritor notable, hace más de veinte años, en un estudio famoso acerca de la educación liberal. Según Huxley, que se apoyaba en la autoridad de Mark Patisson, rector de Lincoln College, una pobre Universidad alemana producía en un año más trabajo científico que las grandes instituciones inglesas en diez. Para Huxley la única impresión que dejaba en el ánimo de los estudiantes la enseñanza del latín y del griego era que el pueblo que creía aquellas fábulas de la mitología estaba compuesto de los mayores idiotas del mundo. Aunque, en rigor, la fuerza del ataque de Huxley más va contra el método y las tendencias de la enseñanza clásica, según era y es en Inglaterra, que contra el espíritu mismo del clasicismo, sin embargo, causaron escándalo sus declaraciones al publicarse; mas hoy es la opinión de muchos la de este sabio; y otro no menos ilustre, sir John Lubbock, dio hace pocos años una conferencia, apoyando la campaña de la prensa en favor de una enseñanza que preparase comerciantes ingleses capaces de hacer inútil el concurso de los extranjeros. Esta es la tendencia hoy predominante en aquel país; y advierte M. Texte que la excelencia de los estudios clásicos de los ingleses hay que limitarla a una verdadera aristocracia, que es la que concurre a centros como Eton, Harrow, Rugby. Por confesión del mismo Wiese, citado más arriba, para los ingleses no significa la cultura estética más que una idea demasiado vaga. Se estudia para tener cantidad determinada de datos, y, generalmente, para salir del examen; de esta preocupación antiliteraria y anticientífica no se libran las mismas humanidades...
En cuanto a Italia, Gabelli, partidario de mantener, o, mejor, de restaurar los estudios clásicos, declara que: «A un vigoroso risorgimento dell'istruzione classica mancano per ora in Italia pur troppo tutte le condizioni». «Falta, dice, el dinero, que se gasta en procurarse antes de tiempo, y en vano, los vistosos efectos últimos de la civilización; falta un Gobierno que sepa oponerse con energía a los innobles intereses contrarios a la verdadera cultura. Una inmensa ola de utilidad material, añade Gabelli, amenaza arrastrar consigo todas las cosas; mas, por lo mismo, los pocos que tienen el derecho de ser creídos deben juntarse alrededor de una institución (la enseñanza clásica) que por fatalidad hoy aparece en pugna con las necesidades del tiempo. A esos pocos toca ser sus custodios, porque ella es de todos los tiempos y conserva las tradiciones de la idealidad humana.» Y concluye así el hermoso capítulo consagrado a este asunto: «La antigüedad clásica, con la poesía, con la elocuencia, con el arte, con la filosofía, con la legislación, con la política, es el patrimonio más precioso de todos los pueblos cultos; pero, más que de ninguno, de aquel que tiene la honra de ser el más próximo y fiel heredero, y en nombre de esta herencia llevó respetado el centro de su vida a Roma. Ante aquellas sagradas memorias y aquella gloria inmortal se postran alemanes, ingleses, daneses y rusos...; nosotros debemos impedir que los italianos sean los nuevos bárbaros.»
Como en absoluto me falta espacio para desenvolver esta exposición con las proporciones debidas, aprovecharé la circunstancia de ser todo lo que a Francia se refiero más generalmente conocido, para abstenerme de tratar del estado de la cuestión del latín en la República vecina, con la extensión que fuera conveniente. A bien que mucho de lo dicho más arriba, a los franceses directamente se refiera. He de fijarme en un aspecto de la cuestión que me sirve para tratar la última materia de este capítulo, de paso que digo algo, poco, de lo que atañe a Francia en tal debate. Si leéis con atención el notable libro de Miguel Breal, a quien varias veces me he referido, notaréis que, si bien es verdad que ningún país como el francés puede ostentar resultados satisfactorios del sistema tradicional en la enseñanza de los clásicos, pues en este punto los ingleses mismos reconocen la mayor habilidad de sus vecinos, también se puede asegurar que en definitiva no valen tales ventajas los sacrificios que cuestan. En efecto; a mi juicio, la manera como se entiende en la segunda enseñanza francesa el propósito que debe perseguirse en el estudio de las lenguas clásicas, particularmente del latín, y los medios que al efecto se emplean, dan casi casi la razón a los que protestan contra la tradición escolástica que convierte, como con motivo se ha dicho, en un prolijo, fatigoso trabajo de marquetería, lo que debiera ser, en nuestro tiempo, racional ejercicio de las más nobles facultades intelectuales de la juventud, y camino para llegar a comprender los monumentos literarios que nos ha legado la antigüedad clásica.
Hay que distinguir, por consiguiente, entre la necesidad de conservar estos estudios y la obstinación de conservarlos sin reformas ni en el fin ni en los medios. Esto último es absurdo; y si se continúa pretendiendo hacer de toda la juventud máquinas de saber escribir correctamente y con elegancia el latín más clásico en prosa y en verso, lo que se conseguirá será apresurar la decadencia, dar armas a los enemigos del clasicismo y hacer que se vayan pasando a su campo los mismos que reconocen la necesidad de mantener los estudios clásicos.
Sí: el clasicismo es, y será no se sabe hasta cuándo, un factor importantísimo de nuestra cultura; pero según las épocas, así varía el modo de influir este elemento. Para la Edad Media, por ejemplo, el latín continúa siendo un medio útil, y, como observa Breal en el artículo poco ha citado, lo que importaba entonces a la cultura era un instrumento general, universal de comunicación, y además fuentes para el estudio de toda disciplina; el latín era un modo de entenderse, y los clásicos griegos y latinos fuentes de información, de conocimientos positivos. Los antiguos escritores, dice el célebre profesor francés, no eran para la Edad Media meros modelos de estilo; lo que les interesaba a ellos era el contenido: así que no se leía sólo a los autores clásicos de pura latinidad, sino a los más recientes; no se estudiaba sólo a Cicerón, Tito Livio, Séneca, Virgilio, Lucano; se estudiaba con más afán a Orosio, Valerio Máximo, San Isidoro, Boecio, los Padres de la Iglesia, y particularmente las traducciones de Aristóteles. A más de esto, el latín que se empleaba era incorrecto, bárbaro; pero era cosa viva y se hablaba así para entenderse. En cierta ocasión, los vecinos de Orleans piden socorros a los de Tolosa; el lenguaje Oficial tiene que ser el latín; los notables de Tolosa se reúnen, deliberan, y por fin acuerdan que no pueden dar nada; y se explican así: Non detur aliquid, quia villa non habet de quibus. Mas, a poco, el Consejo, enterado de los milagros de Juana de Arco, cambia de acuerdo, y dice: Attentis dictis miraculis suceurretur de IIII vel VI cargiis pulveris.» De este latín, que tenía su razón de ser, se burla el Renacimiento, que llega, por ley natural, al extremo contrario. En esta época el latín y el griego son un general dilettantismo. Ya recordaréis que se atribuye al cardenal Bombo cierto menosprecio de las epístolas de San Pablo, por culpa del latín en que había de leerlas: Melanchton llegó a decir que la manera de estudiar la antigüedad de los siglos medios es una peste. Hoy no podemos ya proseguir, con los jesuitas, en el culto entusiástico del Renacimiento, empeñarnos en remedar el latín clásico, en ser mosaicos semovientes de Cicerón, Virgilio, etc., etc. M. Frary tiene razón, en cierto modo, cuando advierte que la relación de los estudios clásicos a la total cultura hay que representarla por un número quebrado; el clasicismo es el numerador, y no varía, siempre es el mismo, pues es cosa que murió; el denominador es todo lo que hemos aprendido y sentido después de haber pasado griegos y romanos, y este denominador va siendo mayor cada día; por lo cual el valor del numerador necesariamente disminuye. Cabe objetar que el numerador también aumenta, por aumentar la utilidad de lo clásico según nuestra sociedad se perfecciona, y a medida que descubrimos elementos de la cultura antigua y penetramos mejor su sentido; pero, al fin, es evidente que a la larga el clasicismo tendrá que ir dejando, y más cada vez, que con él compartan otros objetos de estudio la atención del hombre civilizado. Por esto hace falta una sabia economía en el modo de entender el objeto de las humanidades, y, por consecuencia, en el modo de estudiarlas; en este punto yo creo que M. Guerin acierta cuando propone que se cultiven las lenguas clásicas, no con el propósito de hablarlas y escribirlas, sino con el de comprender bien a los autores griegos y latinos.
M. Breal se inclina a esta opinión, y, por lo menos, declara absurdo el sistema de los temas y de la composición mecánica y de los versos latinos obligados. En este punto yo me separo del parecer de Guyau, que recomienda la confección (así puede llamarse) de piezas métricas en las clases de segunda enseñanza. Yo creo que la cantidad indispensable de idealidad poética, que todos necesitamos, se puede conseguir sin alimentar el feo vicio de hacer versos no siendo poeta. Es claro que no se trata aquí de una medida de carácter absoluto; mas, por lo general, no puede convenir que se acostumbren los estudiantes que han de vivir en presa toda su vida, como M. Jourdain, a considerarse capaces de ser poetas en una lengua muerta. De estos versos latinos hechos sin inspiración, con frases elegantes aprendidas de memoria, con lugares comunes, con giros tomados del Diccionario o de la lectura directa de los clásicos, como D. Quijote hubiese hecho jaulas y palillos de dientes, de haber tenido tiempo; de estos versos que hacen creer a los míseros pedantes que ellos son capaces de ser poetas de post liminium, es decir, en lengua extraña; de estos versos latinos, digo, se puede afirmar lo que hace mucho decía el filólogo Cobet de otros versos, pero éstos griegos, y también de marquetería, de paciencia y vanidad: carmina graeca, quae neque graeca sunt, neque carmina.
Por lo común, ni en verso ni en prosa se debe pretender que sepa escribir y hablar la juventud entera de un país una lengua muerta. Un gran filólogo, un gran conocedor de un idioma clásico y de su literatura, no necesita en nuestros tiempos aspirar a escribir en lengua que no sea la propia. Autores insignes hay que declaran no haber escrito nunca en griego ni en latín, y son, sin embargo, maestros en esas lenguas y literaturas. En otros tiempos, siendo el latín lenguaje universal literario, era otra cosa. Hoy debemos, en este respecto de escribir en lenguas extrañas que no son la de la cuna, seguir el ejemplo del ruso Turguenef, que no quiso jamás emplear el francés en sus novelas, a pesar de haber llegado a ser un parisién como otro cualquiera. El latín y el griego deben estudiarse racionalmente, no por máquina, y para traducir a los clásicos y penetrar la vida de Grecia y Roma: por lo tanto, deben estudiarse, dice Breal, filosófica e históricamente. Sí: más vale conocer, por ejemplo, las vicisitudes por que pasó la lengua del Lacio, que zurcir en verso y prosa retazos que no se recuerda que son de Cicerón o de Horacio, pero que lo son efectivamente. Yo sé que entre nosotros hay un profesor de latín, que acaso me escucha, el cual ha escrito un notable libro de gramática latina histórica. Yo le doy la enhorabuena; esa es la tendencia que recomiendan muy ilustres y expertos maestros. ¡Ojalá le consintieran las tristes condiciones de nuestra enseñanza, sacar de su obra, en la cátedra, todo el provecho apetecido! ¡Nuestra enseñanza! ¡Nuestra cuestión del latín! Los españoles hemos resuelto esa cuestión de un modo tan práctico, en verdad, como lamentable. Pero no hablemos de esto.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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