La
pajarera de Rosario no era en rigor una pajarera, sino una galería
de cristales que tenía algo de invernadero, algo de palomar, algo de
taller de pintor, algo de cuarto de costura, algo de casa de fieras,
y algo de pajarera por último. Era la habitación un cuadrado
perfecto; entraban el sol, las mariposas y los aromas del jardín de
la casa por los intersticios de la dorada alambrera que señalaba el
non
plus ultra
de su vuelo a los inquilinos volátiles de aquel falansterio de aves,
unas libres de todo encierro y cadena, y otras reducidas al grillete
o a los mezquinos límites de una jaula; porque allí cada cual
gozaba el bien de la libertad en los grados de sus méritos.
Los
bastidores de las vidrieras durante el día, y aún en las noches de
primavera, verano y otoño, desaparecían para dejar libre la entrada
al aire, escondiéndose los unos como telones, por arriba, y
dejándose separar de sus goznes los demás, que eran de quita y pon.
Y entonces semejaba el arca de Noé, que era el nombre familiar de la
galería, una gran jaula de aves y flores, pareciendo las flores
pajarillos prisioneros y los pájaros flores con alas. Las palomas
habitaban el piso alto de aquella especie de estantería o casa de
vecindad, que llenaba los lienzos laterales; era aquello como un
museo de ornitología, en el cual las aves en vez de estar disecadas
estaban vivas, para mayor propiedad. En los ángulos de estos lienzos
con el de entrada, frontero de la gran alambrera, tenían sus nidos
las tórtolas que habitaban en grandes cajones triangulares de tres
departamentos sobrepuestos, uno para cada pareja, cuando eran seis
las parejas, pues en la actualidad, en uno de aquellos rincones
lloraba su triste soledad una tórtola viuda, víctima de una
tragedia de que se hablará luego.
El
resto de aquel lienzo hasta la puerta de entrada, y por encima de
esta, llenábase con pájaros y flores... pintados; era la iconoteca
de aquella deslenguada familia de canarios, jilgueros, ruiseñores,
urracas, tórtolas, palomas y ¡milanos!, y de la pacífica y
silenciosa de rosas y claveles que en gran variedad y abundancia
vivían agarrados, con cadena de amor, a la tierra de sus tiestos y
cajones, allá en el opuesto extremo, lo más cerca posible del sol y
de las auras libres, asomando sus hojas entre la red de alambre, como
procurando ver a sus compañeras de jardín. En rigor de verdad, las
flores pintadas por Rosario, no eran imagen fiel de las flores de
aquel año, sino retratos de familia, de los antepasados de aquellas
flores, pero eran estas tan parecidas a sus abuelos, que por suyos
podían pasar los retratos. Entre los de las aves había de todo; de
vivos y muertos: allí estaba la melancólica tórtola macho que fue
en vida tierno esposo de la viuda de que dejo hecha mención, y a su
lado se ostentaba la apostura bizarra, pero siniestra del milano
asesino. Aún vivía este malhechor, si bien en tan estrecha cárcel,
que las puntas de las alas teníalas rotas y sangrientas de tanto
herir en vano los hierros, o mejor alambres, de la prisión, en donde
soñaba volar por el espacio persiguiendo a todas aquellas palomas
cuyos amorosos arrullos oía en sueños; sueños de sangre,
voluptuosos; con esa voluptuosidad de la gula, tan parecida a la
lascivia. No había pagado más caro su crimen el milano, porque en
aquella monarquía de pájaros la reina Rosario había abolido la
pena de muerte.
Debajo
de las palomas, estaban las pajareras propiamente dichas de los
canarios y de los jilgueros, que eran allí la mayoría; cuando
llegaba la plenitud de los tiempos, esto es, la ocasión de cantar,
no era prudente entrar en la pajarera sin algodón en los oídos; la
ambición, esa envidia disfrazada de virtud, obligaba a los dos
bandos -jilgueros y canarios-, a tales excesos de armonía, que las
demás aves de la vecindad enmudecían, y hasta el milano criminal se
amilanaba y abría y cerraba los ojos con espanto y se ponía en
belicosa actitud, como si fuese formidable enemigo aquel ejército de
gorjeos y trinos que pinchaban como puntas de alfileres los tímpanos
más recios de los circunstantes. Las urracas, que libres de toda
traba a todas horas, de noche y de día, se paseaban a su arbitrio
por el pavimento con paso de alabardero en procesión, o mejor, como
se paseaba D. Juan Soldevilla, que algo tenía de urraca, las maricas
digo, trataban a veces de intervenir en el concierto con su
escandalosa vocinglería; como la ronda de familiares y alguaciles
-urracas de la justicia- querían cortar las guerras de calleja en
los tiempos románticos de capa y espada. Pero los alguaciles, las
maricas, eran derrotadas en un punto, y continuaba la lucha de
Capuletos y Montescos, de jilgueros y canarios, cada vez más viva,
más estridente; si los jilgueros subían a las nubes con sus
redobles de lengüetería, llegaban al sol los trinos que estallaban
en las armadas golas de la gente de librea amarilla. Y Rosario, que
en tales ocasiones sabía coser o pintar en medio de sus flores y sus
aves, dejaba
hacer,
dejaba pasar,
y nerviosa, agitada, con las manos en los oídos, sonreía placentera
ante aquella revolución de las ondas sonoras, gozando con tamaño
garbullo de sonidos un placer intenso, picante, que ella casi tenía
por pecado, por ser de índole tan distinta de los que su padre
llamaba honestos y eran tan desabridos.
Muchas
veces le dio el antojo de reflejar en el lienzo con sus dóciles
pinceles algo que semejara aquel estrépito de canarios y jilgueros;
pero al desmayar ante su impotencia se decía: ¡Oh!, pues el gran
pintor, el mejor pintor, sería el que supiese representar con líneas
y colores estos motines de gorjeos.
Y
pensaba Rosario que el mejor pintor, el gran pintor, sería el que
supiese retratarla a ella con su sonrisa cariñosa, con su nariz
hinchada por el placer, con sus ojos entornados y brillantes en el
momento de saborear a sus solas el motín de los gorjeos.
¡Cuán
ajeno estaba D. Juan Soldevilla de que el espíritu revolucionario
se iba entrando en el alma de su hija por tan extraviada manera!
(continuará)
(continuará)
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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