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lunes, 15 de septiembre de 2014

Speraindeo - Cap III. Tigribus agnis

La pajarera de Rosario no era en rigor una pajarera, sino una galería de cristales que tenía algo de invernadero, algo de palomar, algo de taller de pintor, algo de cuarto de costura, algo de casa de fieras, y algo de pajarera por último. Era la habitación un cuadrado perfecto; entraban el sol, las mariposas y los aromas del jardín de la casa por los intersticios de la dorada alambrera que señalaba el non plus ultra de su vuelo a los inquilinos volátiles de aquel falansterio de aves, unas libres de todo encierro y cadena, y otras reducidas al grillete o a los mezquinos límites de una jaula; porque allí cada cual gozaba el bien de la libertad en los grados de sus méritos.
Los bastidores de las vidrieras durante el día, y aún en las noches de primavera, verano y otoño, desaparecían para dejar libre la entrada al aire, escondiéndose los unos como telones, por arriba, y dejándose separar de sus goznes los demás, que eran de quita y pon. Y entonces semejaba el arca de Noé, que era el nombre familiar de la galería, una gran jaula de aves y flores, pareciendo las flores pajarillos prisioneros y los pájaros flores con alas. Las palomas habitaban el piso alto de aquella especie de estantería o casa de vecindad, que llenaba los lienzos laterales; era aquello como un museo de ornitología, en el cual las aves en vez de estar disecadas estaban vivas, para mayor propiedad. En los ángulos de estos lienzos con el de entrada, frontero de la gran alambrera, tenían sus nidos las tórtolas que habitaban en grandes cajones triangulares de tres departamentos sobrepuestos, uno para cada pareja, cuando eran seis las parejas, pues en la actualidad, en uno de aquellos rincones lloraba su triste soledad una tórtola viuda, víctima de una tragedia de que se hablará luego.
El resto de aquel lienzo hasta la puerta de entrada, y por encima de esta, llenábase con pájaros y flores... pintados; era la iconoteca de aquella deslenguada familia de canarios, jilgueros, ruiseñores, urracas, tórtolas, palomas y ¡milanos!, y de la pacífica y silenciosa de rosas y claveles que en gran variedad y abundancia vivían agarrados, con cadena de amor, a la tierra de sus tiestos y cajones, allá en el opuesto extremo, lo más cerca posible del sol y de las auras libres, asomando sus hojas entre la red de alambre, como procurando ver a sus compañeras de jardín. En rigor de verdad, las flores pintadas por Rosario, no eran imagen fiel de las flores de aquel año, sino retratos de familia, de los antepasados de aquellas flores, pero eran estas tan parecidas a sus abuelos, que por suyos podían pasar los retratos. Entre los de las aves había de todo; de vivos y muertos: allí estaba la melancólica tórtola macho que fue en vida tierno esposo de la viuda de que dejo hecha mención, y a su lado se ostentaba la apostura bizarra, pero siniestra del milano asesino. Aún vivía este malhechor, si bien en tan estrecha cárcel, que las puntas de las alas teníalas rotas y sangrientas de tanto herir en vano los hierros, o mejor alambres, de la prisión, en donde soñaba volar por el espacio persiguiendo a todas aquellas palomas cuyos amorosos arrullos oía en sueños; sueños de sangre, voluptuosos; con esa voluptuosidad de la gula, tan parecida a la lascivia. No había pagado más caro su crimen el milano, porque en aquella monarquía de pájaros la reina Rosario había abolido la pena de muerte.
Debajo de las palomas, estaban las pajareras propiamente dichas de los canarios y de los jilgueros, que eran allí la mayoría; cuando llegaba la plenitud de los tiempos, esto es, la ocasión de cantar, no era prudente entrar en la pajarera sin algodón en los oídos; la ambición, esa envidia disfrazada de virtud, obligaba a los dos bandos -jilgueros y canarios-, a tales excesos de armonía, que las demás aves de la vecindad enmudecían, y hasta el milano criminal se amilanaba y abría y cerraba los ojos con espanto y se ponía en belicosa actitud, como si fuese formidable enemigo aquel ejército de gorjeos y trinos que pinchaban como puntas de alfileres los tímpanos más recios de los circunstantes. Las urracas, que libres de toda traba a todas horas, de noche y de día, se paseaban a su arbitrio por el pavimento con paso de alabardero en procesión, o mejor, como se paseaba D. Juan Soldevilla, que algo tenía de urraca, las maricas digo, trataban a veces de intervenir en el concierto con su escandalosa vocinglería; como la ronda de familiares y alguaciles -urracas de la justicia- querían cortar las guerras de calleja en los tiempos románticos de capa y espada. Pero los alguaciles, las maricas, eran derrotadas en un punto, y continuaba la lucha de Capuletos y Montescos, de jilgueros y canarios, cada vez más viva, más estridente; si los jilgueros subían a las nubes con sus redobles de lengüetería, llegaban al sol los trinos que estallaban en las armadas golas de la gente de librea amarilla. Y Rosario, que en tales ocasiones sabía coser o pintar en medio de sus flores y sus aves, dejaba hacer, dejaba pasar, y nerviosa, agitada, con las manos en los oídos, sonreía placentera ante aquella revolución de las ondas sonoras, gozando con tamaño garbullo de sonidos un placer intenso, picante, que ella casi tenía por pecado, por ser de índole tan distinta de los que su padre llamaba honestos y eran tan desabridos.
Muchas veces le dio el antojo de reflejar en el lienzo con sus dóciles pinceles algo que semejara aquel estrépito de canarios y jilgueros; pero al desmayar ante su impotencia se decía: ¡Oh!, pues el gran pintor, el mejor pintor, sería el que supiese representar con líneas y colores estos motines de gorjeos.
Y pensaba Rosario que el mejor pintor, el gran pintor, sería el que supiese retratarla a ella con su sonrisa cariñosa, con su nariz hinchada por el placer, con sus ojos entornados y brillantes en el momento de saborear a sus solas el motín de los gorjeos.
¡Cuán ajeno estaba D. Juan Soldevilla de que el espíritu revolucionario se iba entrando en el alma de su hija por tan extraviada manera! 

(continuará)

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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