Camino
del pozo, cuando apenas amanecía, Ramón Luis mascaba hieles. ¡Su
mujer, su Rosario, engañare, afrentarle así! Y no quedaba el
consuelo de la incertidumbre. Bien había visto al condenado de
Camilo Solines salir por la puerta de la corraliza, escondiéndose...
La sorpresa le quitó la acción, y no le echó al maldito las uñas
al pescuezo para ahogarle, como era su deber. Sí; Ramón sentía, en
forma de ley que le obligaba imperiosamente, que era forzoso matar al
amante de Rosario. Porque ella..., a ella le quedaban ya en la piel,
para escarmiento, buenas señales: pero ¿qué más va a hacer el
hombre que tiene cuatro chiquillos, que caben todos debajo de un
cesto? No, no; la justicia en él, en el ladrón. Ya le atraparía en
el fondo de la mina, por revueltas oscuras, y allí, sin más arma,
sin agarrar un cacho de pizarra siquiera, con los puños... A la
primera vaga luz del alba, Ramón se miraba las manos, negras,
recias, sin vello, porque se lo había raído el polvillo del carbón,
y se le crispaban los dedos rudos al pensar en la garganta delgada de
su enemigo. ¡Un chicuelo así, un hijo de perra...; y por él pierde
una mujer la vergüenza, se olvida de las criaturas! ¿Y si lo sabían
los compañeros?... Meior, que lo supiesen; ya verían que no se
juega con Ramón Luis...
El
minero iba retrasado. Cuando penetró en el vasto cobertizo para
recoger su lámpara, una piña de hombres obstruía el paso. Brotaban
del grupo exclamaciones confusas, la angustia de una catástrofe.
Preguntó...
-Hundimiento...
No se sabe cuántos cogidos... Esperamos al ingeniero...
Llegaban
mineros corriendo, atropellándose, que subían de galerías y pozos,
al aire de galope del terror, ansiando convencerse de que no eran
ellos los que se habían quedado abajo. Tremendo era el desplome; sin
duda estaban cegadas todas las galerías del costado sur de la mina,
o la mayor parte al menos. El ingeniero llegaba ya, subido el cuello
de la anguarina sobre las mejillas pálidas de sueño y de frío. Era
joven, activo y nervioso, y dió órdenes terminantes.
-No
perder minuto... Empezar por la galería de la izquierda...
-Allí
es fácil que se hayan refugiado-murmuró un capataz viejo-. Pero
estarán hechos papilla.. despachurrados por los materiales...
El
trabajo de salvamento comenzó, algo desordenado alprincipio;
después, silencioso, regularizado, metódico. No esperaban; la
fatalidad del hecho los aplastaba a ellos también. Ramón Luis,
distraído, hacía muy poco. El capataz llamó la atención a- los de
la brigada.
-¡Eh!
¡Alma, alma ahí! ¡Acordarse que hay gente dentro!
A
mediodía empezaron a acudir mujeres y chicos mal trajeados, sucios;
la patulea que come del carbón. Antes de saber si un trozo de su
carne estaba encerrado en los hondones de la tierra, las hembras
lloraban ya a gritos.
-¡A
pasar lista! -mandó el ingeniero-. ¡A averiguar de una vez cuántos
faltan!...
Al
escuchar la orden, dió un brinco repentino el corazón de Ramón
Luis. ¿Apostamos que el maldito, el que le había puesto la marca de
vergüenza, era de los enterrados? Como que ahí venía,
chancleteando y sollozando la perra de su madre, la
Juaneca,
la que todos habían zarandeado cuando moza, y repetía ahogándose:
-¡El
mi hijo! ¡Hijo! ¡Hijo de la vida mía!
¡Ah!
Estaba, estaba de seguro en el fondo de la desplomada galería el
bribón, con la cabeza machacada, las piernas rotas, las costillas
hechas cisco...
¡Dios
castiga sin palo ni piedra! Y una alegría frenética estremeció al
esposo agraviado, que se rió solo, como a pesar suyo. El recuento
confirmó su satisfacción: faltaban diecisiete, y entre ellos Camilo
Solines, el minerito, así le llamaban las muchachas.
La
madre, arrojándose al suelo, lo arañó, cual si quisiese rasgarlo y
libertar a su hijo. Incorporándose luego se encaró con los
trabajadores:
-¡Sacádmelo
de ahí! Holgazanes, ¿qué hacéis que no caváis más aprisa? ¿No
veis que está ahí sin tener qué comer? ¿Sin gota de agua, mi
hijo? ¡Sacadlo, malos cristianos!
Ramón
Luis, involuntariamente, como si las invectivas fuesen sólo' con él,
empuñó la pala y apretó en el trabajo. De cuando en cuando
pensaba: «Ahí dentro se pudre; duro, que se pudra... Ya estará en
los infiernos...» Y detrás del minero, la voz de la madre se
alzaba, ardiente y furiosa:
-Sacádmelo
de ahí...
Un
impulso hizo volverse a Ramón Luis; quería gritar él también: «Si
no vive, si aparecerá estrujado; y si por caso vive, le mato yo,
¿entiendes?» Pero al ver la cara de la madre, sublime de cólera y
de amor, el ofendido bajó los ojos... La pala resonó de nuevo
hiriendo la tierra, preguntándole:
-¿Dónde
están?
Corrieron
horas, días. La fiebre de la madre, de aquella loba defensora de su,
cachorro, que ni comía ni dormía, sustentada con un buche de
aguardiente, se comunicaba a los salvadores. Ramón Luis era el único
desanimado.
-Están
difuntos-decía por lo bajo-. No es necesario romperse los brazos;
están difuntos como mi padre.
Un
rumor acogía sus palabras ; un cansancio maquinal se apoderaba de
los mineros.
Al
quinto día, a la hora de anochecer, de las profundidades de la
tierra se oyó salir un soplo lejano, débil, lúgubre... La labor se
interrumpió; !a emoción cortaba el aliento. La madre oía, atónita,
hasta que al convencerse de que la mina contestaba, una carcajada de
triunfo delirante salió de sus labios:
-¡Ahí
está! ¡Me llama! Dice ¡ay madre! ¡Mi corazón, mi alma! ¡No te
mueras, gloria! ¡Va tu madre a sacarte, rey mío! ¡Aguarda, niño;
mi niño! ¡Ahora vas a salir, ahora!
Y,
de rodillas, quiso besar las manos de los trabajadores; el más
cercano era Ramón Luis; una boca de fuego, unas lágrimas de llama
le tocaron. El minero saltó hacia atrás, «¿Vivo el condenado? ¿No
había justicia?» Y, sin embargo, agarró la pala...
-¡Cavar,
cavar! -repetía la
Juaneca
danzando de júbilo aterrador-. ¡Cavar, mis amigos!
Y
cavaron, cavaron, excitados, redobladas sus fuerzas por- la
esperanza, por el quejido a cada hora un poco más perceptible. Ramón
Luis braceaba con arranque soberbio de mocetón fornido, y avanzaba
él solo más que otros tres. Creía llevar el odio dentro de su
alma, y en realidad llevaba un deseo infinito, ya victorioso, de
horadar la pared y libertar a los enterrados. «Así que salga le
deshago con la pala la cabeza.» Y cavaba, cavaba infatigable,
rabioso. El ingeniero le alabó y le puso por ejemplo a los demás,
apremiándolos.
-¿No
oyen gritar dentro socorro? Yo lo oigo perfectamente. ¡Animo!
Y
los azadones, las palas, los picos, tenían vértigo... Ya se
escuchaba - el llamamiento angustioso, como si lo pronünciasen al
lado de los trabajadores. Todos querían ser los primeros que
abriesen el agujero y viesen la cara de los emparedados. Fué Ramón
Luis el que lo consiguió... Al boquete practicado por su valiente
herramienta se asomó la faz de un espectro, un rostro de moribundo
en la agonía; la madre saltó, apartó a Ramón Luis y pegó la boca
a la cara escuálida de su hijo, balbuciendo delirios gozosos.
Media
hora después se había terminado el salvamento; los cuerpos, casi
exánimes, eran conducidos en camillas al improvisado hospital, donde
se les prodigaban cuidados. Ramón Luis veía alejarse la procesión
de las camillas, y buscaba en sí mismo el furor, la rabia, el deseo
de muerte, asombrado de no encontrarlo.
¿Dónde
estaban? ¿Por qué se habían ido? Su «deber», su «deber» era no
parar hasta que los encontrase... Y alzando los hombros emprendió el
camino de su casa. Era preciso lavarse, comer, dormir... El cuerpo no
es de hierro, ¡qué demonio!
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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