No
ha llegado a notar el discreto lector que en las letras
contemporáneas de los países que mejores y más espirituales las
tienen, brillan por algún tiempo jóvenes de gran talento, de alma
exquisita, promesas de genio, que poco a loco se cansan, se detienen,
se obscurecen, vacilan, dejan de luchar por el primer puesto y
consienten que otros vengan a ocupar la atención y a gozar iguales
ilusiones, y a su vez experimentar el mismo desencanto? Un crítico
perspicaz, fijándose en tal fenómeno, ha creído explicarlo
atribuyén-dolo a la poca fuerza de esas almas, genios abortados,
superiores en cierto sentido (si no se atiende al resultado, a la
obra acabada), a los mismos genios que tienen la virtud... y el
límite
de la idea fija, del propósito exclusivo y constante, pero
inferiores en voluntad, en vigor, en facultades generales, en suma.
Leyendo
al autor que eso dice, Víctor Cano cerró el volumen en que lo dice
y se puso a pensar por su cuenta:
«Algo
habrá de esto; pero yo, mejor que genios abortados, llamaría a esos
hombres, como cierto novelista ruso, genios
sin cartera. Como
otros espíritus escogidos renuncian al placer, al mundo y sus
vanidades, y renuncian a la acción, al buen éxito, a los triunfos
del orgullo y del egoísmo, en nuestras letras contemporáneas hay
quien no conserva, en la gran bancarrota espiritual moderna, en el
naufragio de ideas y esperanzas, más que un vago pero acendrado amor
a la tenue poesía del bien moral profundo, sin principios, sin
sanciones, por dulce instinto, por abnegación melancólica y
lánguidamente musical pudiera decirse. Al ver o presentir la nada de
todo, menos la nobleza del corazón, ¿qué alma sincera insiste en
luchar por cosas particulares, por empresas que, ante todo, son
egoístas, por triunfos que, por de pronto, son de la vanidad?- No se
renuncia a la gloria por aquello del genio
no comprendido, ni se
insiste, como en los tiempos de los Heine y los Flaubert, en señalar
con sarcasmos el abismo que separa al artista
del philistin
o del burgués,
sino que, como Carlos V junto a la tumba de Carlomagno se grita:
Perdono à tutti;
y se declara a todos hermanos en la ceniza, en el polvo, en el
viento, y se mata en el alma la ilusión literaria, la contumacia
artística, y se renuncia a ser genio, porque ser genio cuesta mucho
trabajo, y no es lo mismo ser genio que ser bueno, que ser humilde,
que es lo que hay que ser; porque hay dos clases de humildes: los que
hace Dios, que son los primeros, mejores y más seguros, y los que se
hacen a sí mismos, a fuerza de pensar, de sentir, de observar, de
amar y renunciar y prescindir.
Sí, hoy existen hombres, especie de trapenses disfrazados, que se
tonsuran la aureola del genio como se rasura el monje, y que no dan
más aprecio al bien efímero de que se despojan, la gloria, que el
humilde religioso al cabello que ve caer a sus pies. No importa que
estos modernos sectarios de la prescindencia
sigan figurando en el mundo, escribiendo poemas, novelas, ensayos;
todo eso es apariencia, tal vez un modo de ganar el pan y las
distracciones; pero en el fondo ya no hay nada; no hay deseo, no hay
plan, no hay orden bello de vida que aspira a un fin determinado; no
hay nada de lo que había, por ejemplo, en el sistemático Goethe,
que metió el mundo en su cabeza para poder ser egoísta pensando en
lo que no era él; por eso se ve que tales hombres siguen figurando
entre los artistas, entre los escritores; parece que siguen aspirando
al primer puesto... sin facultades suficientes. Acaso no las tengan,
pero no les importa; ni aunque las tuvieran las emplearían con la
constancia, la fe, el entusiasmo, el orden que ellas exigen; por
despreciar la fama hasta consienten que se crea que aún aspiran a
ella. Insisten en escribir, por ejemplo, porque no saben hacer otra
cosa; por inercia, porque es el pretexto mejor para pensar y
sentir... y sufrir».
«Y
si no, aquí estoy yo -seguía pensando Víctor, pero esto más piano
para no oírse
a sí mismo, si era posible-; aquí estoy yo, que no seré genio,
pero soy algo, y renuncio también a la cartera,
a la gloria que empezaba a sonreírme, aunque buenos sudores y
berrinches me costaba».
Y
no creía decirse esto a humo y pajas y por vanagloria, sino que
tenía la vanidad de fundarlo en hechos. Cierto era que en aquel mes
de Mayo que acababa de pasar había entregado a un editor un libro;
pero ¿cómo lo había entregado? Como quien mete un hijo en el
hospicio. El editor era novel, pobre, no tenía amigos en la prensa
ni apenas corresponsales; Cano había dado la obra por cuatro cuartos
a condición de que no se le molestara exigiéndole propaganda; no
quería faire
l'article; nada de
reclamos, nada de regalos a los críticos, nada de sueltecitos
autobiográficos; allá iba el libro, que viviera si podía. No
podría; ¿cómo había de poder?- El autor era conocido; cuatro o
cinco novelas suyas habían llamado la atención; no pocos periódicos
las habían puesto en los cuernos de la luna; el público se había
interesado por aquel estilo, por aquella manera; había sido un poco
de fiebre momentánea de novedad. Al publicarse el último volumen ya
habían insinuado algunos malévolos la idea de decadencia; se había
hablado de extravío, de atrofia, de estancamiento, de esperanzas
fallidas, y, lo que era peor, se había mostrado claro, matemático,
el cansancio, el hastío, ante lo conocido y repetido. Víctor, en
vez de buscar un desquite, una reparación en su obra reciente, con
una especie de coquetería refinada, con el placer del
eautontimorumenos,
se había esmerado en escribir de suerte que su libro tuviera que
parecerle al vulgo vulgar, anodino. Era un libro moral, sencillo,
desprovisto de la pimienta psicológica que en los anteriores había
sabido emplear con tanto arte como cualquier jeane
matre francés. En
rigor, aquella ausencia de tiquis miquis decadentistas, de
misticismos diabólicos, era un refinamiento de voluptuosidad
espiritual; la pretensión de Víctor era sacarle nuevo y
delicadísimo jugo al oprimido limón de la moral corriente, como se
llama con estúpido menosprecio a la moral producida siglo tras siglo
por lo más selecto del pensamiento y del corazón humanos.
Como
él esperaba, su libro, sincero, noble, leal a la tradición de la
sana piedad humana, no llamó la atención, porque nadie se tomó el
trabajo de ayudar al buen éxito; dijeron de él cuatro necedades los
críticos semigalos que creían seguir la moda con su desfachatado
materialismo, con su procaz edonismo de burdel y su estilo de falso
neurosismo;
pero ni la crítica digna, la que no hace alarde de ser cínica y de
no pagar al sastre ni a la patrona, ni el público imparcial y
desapasionado dieron cuenta de sí.
Aunque
Víctor esperaba este resultado; aunque, en rigor, lo había
provocado él mismo, sometiéndose a una especie de experimento en
que quería probar el temple de su alma y la grosera estofa del
sentido estético general en su patria, tuvo que confesarse que en
algunos momentos de abandono sintió indignación ante la frialdad
con que era acogida una obra que comenzaba por ser edificante, un
rasgo de reflexión sana, continente.
Se
consolaba de este desfallecimiento del ánimo, de esta contradicción
entre sus ideas y anhelos de abnegación, de prescindencia
efectiva, y la realidad de sus preocupaciones, de su vanidad herida
de artista quisquilloso, pensando que la tal flaqueza era cosa de la
parte baja de su ser, de centros viles del organismo que no había
podido dominar todavía de modo suficiente la hegemonía del alma
cerebral, del yo
que reinaba desde la cabeza. Como gritan el hambre, el miedo, la
lascivia en el cuerpo del asceta, del héroe, del casto, gritaba en
él, a su juicio, la vanidad artística; pero el remedio estaba en
despreciarla, en ahogar sus protestas.
*
* *
Y
lo mejor era ausentarse; salir de Madrid, de aquellas cuatro calles y
de los cuatro rincones de murmuración seudoliteraria; huir, olvidar
las letras de molde, vivir, en fin, de veras. Empezaba el verano, la
emigración general. Se metió en el tren. ¿A dónde iba? a
cualquier parte; al Norte, al mar. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía.
Dejaba a la casualidad que le prendiese el alma por donde quisiera.
En una fonda de una estación, a la luz del petróleo, al amanecer,
ante una mesa fría cubierta de hule, entre el ruido y el movimiento
incómodos, antipáticos, de las prisas de los viajeros, vio de
repente lo que iba a hacer aquel verano, si el azar lo permitía: iba
a amar. Era lo mejor; la ilusión más ilusoria, pero, por lo mismo,
más llena del encanto de la hermosa apariencia de la buena realidad.
El amor era lo que mejor imitaba el mundo que debía haber. Enfrente
de él, ante una gran taza de café con leche, una mujer meditaba a
la orilla
de aquel mar ceniciento, con los ojos pardos muy abiertos, las cejas
muy pobladas, de arco de Cupido, en tirantez nerviosa, como
conteniendo el peso de pensamientos que caían de la frente. No
pensaba en el café, ni en el lugar donde estaba
(2),
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ni en nada de cuanto tenía alrededor. Sonó fuera una campana, y la
dama levantó los ojos y miró a Víctor, que se dio por enamorado,
en lo que cabía, de aquella mujer, que de fijo no pensaba como un
cualquiera. El marido de aquella señora la dio un suave codazo, que
fue como despertarla; se levantaron, salieron, y Víctor se fue
detrás. Estaba resuelto a seguir a la dama meditabunda, metiéndose
en el mismo coche que ella, si era posible, por lo menos en el mismo
tren, aunque no fuera el suyo y tuviera que dejar en otra línea el
equipaje y los enseres de primera necesidad que llevaba más cerca.
Por fortuna, la dama viajaba en el mismo tren en que Víctor venía,
en un coche contiguo al suyo. Cano tomó sus bártulos, cambió de
departamento, y entró, con gran serenidad, donde el matrimonio
desconocido. Nadie notó el cambio ni la persecución iniciada. A
pesar del naciente amor, Víctor se durmió un poco, porque la
madrugada le sumía siempre en un sopor de muerte. Mil veces se lo
había dicho a sí mismo: «Yo moriré al salir el sol». Cuando
despertó, la mañana ya había entrado en calor; la luz alegraba el
mundo, el tren volaba, el marido dormía, y la señora de las cejas
de arco de amor leía con avidez en un rincón, olvidada del mundo
entero: leía un libro en rústica, en octavo menor, forrado
prosaicamente con medio periódico. Para ella no había esposo al
lado, un desconocido de buen ver enfrente, una inmensa llanura en que
apuntaban los verdores del trigo hasta tocar el horizonte, por
derecha e izquierda; no había más que lo negro de las páginas que
bebía. A veces debía de leer entre líneas, porque tardaba en dar
vuelta a la hoja; pensaba, pero por sugestión de la lectura; para
colmo de humillación, Víctor vio a la dama levantar algunas veces
la cabeza, mirar al campo, a la red que tenía enfrente, como si
pasara revista a los bultos que llevaba en ella; hasta mirarle a él,
sin verle, lo que se llama verle en conciencia.
Con
esto se encendía más lo que Víctor quería llamar su naciente
amor: una mujer que no le hacía caso, ya tenía mucho adelantado
para que él la idealizara y la pusiera en el altar de lo Imposible,
su dios falso.
¿Qué
demonio de libro sería aquel? Probablemente alguna novela de Daudet,
o, a todo tirar, de Guy de Maupassant... No quería pensar en la
posibilidad de que fuese de algún autor español contemporáneo, de
un amigo suyo sobre todo. ¡No lo permitiera Dios!
«Pero
yo soy un texto vivo; yo valgo más que un folleto, que una
lucubración pasajera; ese volumen dentro de un año será una hoja
seca, olvidada; dentro de dos, un montón sucio de papel, y,
moralmente, polvo; en el recuerdo de los lectores que tenga, nada...
y yo seré yo todavía; un joven, viejo para la metafísica, pero
rozagante, nuevo, siempre nuevo para el amor, que es un dulce engaño
compatible con todos los nirvanas del mundo y con todas las obras
pías.
«La
literatura era una cosa estúpida;
porque si era mala, era estúpida por sí, y si era buena, era necio,
inútil, entregarla al vulgo que no puede comprenderla. Aquella
señora, guapa y todo, con los ojos pensadores y sus cejas cargadas
de ideas nobles y de poesía, sería, es claro, como las demás
mujeres en el fondo; inteligente sólo en el rostro, no de veras, no
por dentro. Si el libro era bueno, caso poco probable, no lo
entendería, y si era malo, ¿por qué leerlo?».
Ello
era que pasaban el tiempo y la campiña, y el marido no despertaba ni
la mujer dejaba la lectura que tan absorta la tenía.
Víctor
no pudo más, y fue a la montaña, ya que la montaña no venía a él.
Buscó un pretexto para entablar conversación, o por lo menos
hacerse oír, y dijo:
-Señora,
¿le molestará a usted el humo... si...?
La
dama levantó la cabeza, vio,
en rigor por primera vez, a Cano; y reparándole bien, eso sí,
contestó, sonriendo con una sonrisa inteligente, que, dijera él lo
que quisiera, parecía hablar de inteligencia de dentro:
-En
este departamento está prohibido fumar...
-¡Ah!
¡No había visto...!
-Sí;
pero fume usted lo que quiera, porque mi marido en cuanto despierte
no hará, otra cosa en todo el día.
¡Ah,
no importa, yo no debo...!
La
dama, dulcemente seria, con una mirada tan sincera por lo menos como
la literatura de última hora de Víctor, replicó:
-Le
aseguro a usted que el tabaco no me molesta absolutamente nada; fume
usted lo que quiera.
Y
volvió a la lectura.
Víctor
se vio más humillado que antes y sin saber qué haría de aquella
licencia que se le había otorgado, y que probablemente sería la
última contravención al orden social a que le autorizaría aquella
dama de la novela, o lo que fuese.
Cuando
despertó el señor Carrasco, el digno esposo de la desconocida, la
conversación prendió fuego más fácilmente; fumaron los dos
españoles, y la señora de cuando en cuando dejaba la lectura y
terciaba en el diálogo.
En
cuanto supo Víctor que el distinguido académico de la Historia,
señor Carrasco, y su esposa iban a baños a un puerto muy animado y
pintoresco del Norte, dio una palmada de satisfacción, aplaudiendo
la feliz casualidad
de ir todos con igual destino; él también iba a veranear aquel año
en Z... En efecto, en cuanto tuvo ocasión arregló en una de las
estaciones del tránsito el cambio de itinerario y se aseguró de que
su equipaje le acompañaría en el nuevo camino que seguía. Todo se
arregla con dinero y buenas palabras.
Los
de Carrasco no sospecharon la mentira, ni pensaron en tal cosa. Ello
fue que en Z... siguieron tratándose, como era natural; pero es de
advertir que Víctor, por suspicacia de autor, de artista, cuyo amor
propio vive irritado, aun mucho después de que se le dé por muerto,
no quiso decir a sus nuevos amigos su verdadero nombre; tomó el de
un pariente muerto, y vivió en Z... como un malhechor o un
conspirador que oculta su estado civil. Tuvo miedo de que al decir a
la señora de Carrasco, Cristina: «Yo soy Víctor Cano», a ella no
le sonaran a nada o le sonaran a poco estas dos palabras juntas.
Muchas veces le había sucedido encontrarse con personas a quien se
debía suponer regular ilustración y conocimiento mediano de las
letras contemporáneas, que no sabían quién era Cano, o sabían muy
poco de él y sus obras. Si Cristina recibía el nombre con
indiferencia, ignorante de su fama, o teniendo de ella escasas
noticias, Víctor comprendía que su amor propio padecería mucho, y
para desagravio de sus fueros lastimados le obligaría a él, al
enamorado Víctor, a tener en poco las luces naturales y adquiridas
de una señora que no sabía quién era el autor de Los
Humildes, su obra de
más resonancia. Amó, pues, de incógnito, y de incógnito empezó a
poner en planta un plan de seducción espiritual, al que se prestaba,
como pronto pudo conocer con sorpresa y alegría, el carácter
sobador y caviloso de la señora de Carrasco.
La
parte material, el teatro, por decirlo así, de la aventura iniciada,
puede figurárselo el lector que haya vivido en una playa en verano y
haya tenido amoríos, o pretensiones a lo menos, en ocasión tan
propicia; los que no, pueden recurrir al recuerdo de cien y cien
novelas, y cuentos y comedias en que el mar, la arena, los marineros
y demás partes de por medio y decoraciones adecuadas hacen el gasto.
El
señor Carrasco, el eximio académico de la Historia, era tan
aficionado como a sondar los arcanos de lo pasado, a sondar el fondo
de las aguas donde podía sospecharse que había pesca; pescaba desde
que Dios mandaba la luz al mando, y cuando no podía, revolvía la
arena en busca de conchas pintadas, restos de esos humildes
animalitos que otros más fuertes persiguen y que por amor a la paz,
a la tranquilidad, se resignan a vivir enterrados, bajo la arena,
donde no estorban ni excitan la voracidad del fuerte. Mientras el
académico penetraba con el tentáculo de la caña y el anzuelo en lo
recóndito del agua, o revolvía con su bastón la blanda y
deleznable arena, su mujer, paseando al borde de las espumas, sondaba
los misterios del alma guiada por el inteligente buzo de oficio
Víctor Cano. Durante los primeros días de la estancia en Z...
Víctor había visto algunas veces a Cristina leyendo, ora en la
playa, ora en un pinar cercano, ya en la galería del balneario, ya
en el comedor de la fonda, un libro forrado con un periódico, el
mismo probablemente que él había aborrecido en el tren. Pero notaba
con satisfacción el galán audaz que la de Carrasco leía poco, y en
llegando él pronto dejaba el volumen. Hasta la oyó quejarse,
riéndose, de lo atrasada que llevaba la lectura dichosa. «Si sigo
así, tengo con un libro para todo el verano». Ni Víctor le
preguntó jamás de qué obra se trataba (tanto era su desprecio y su
horror a las letras por entonces), ni ella dejó nunca de ocultar el
volumen en cuanto veía acercarse al nuevo amigo.
Por
unos quince días la victoria indudablemente fue del texto vivo;
Cristina olvidó por completo las letras de molde y oyó con atención
seria, como meditaba aquella madrugada ante una taza de café, oyó
las disquisiciones de moral extraordinaria y de psicología delicada
y escogida con que Víctor iba preparándola para escuchar sin
escándalo la declaración sui
generis y de quinta
esencia en que tenía que parar todo aquello.
Cano,
con la mejor fe del mundo, persuadido, a fuerza de imaginación, de
que estaba poética y místicamente enamorado, en la playa, en el
pinar, en los maizales, en el prado oloroso, en todas partes, le
recitaba a Cristina con fogosa elocuencia las teorías
metafísico-amorosas de su penúltima manera,
las que había vertido, como quien envenena un puñal, en la prosa de
acero de su penúltimo libro. Según estas ideas, había moral, claro
que sí; el positivismo y sus consecuencias éticas eran groserías
horrorosas; el cristianismo tenía razón a la larga y en conjunto...
pero la moral era relativa, a saber: no había preceptos generales,
abstractos, sino en corto número; lo más de la moral tenía que ser
casuístico (y aquí una defensa del jesuitismo, aunque condicional,
un panegírico de Ignacio de Loyola y del Talmud). Los espíritus
grandes, escogidos, no necesitaban los mismos preceptos que el vulgo
materialista y grosero; demasiado aborrecía la carne el alma enferma
de idealidad; lejos de hacérsela odiosa, como un peligro, se la
debía inclinar a transigir con ella, con la carne, mediante los
cosméticos del arte, mediante el dogma de la santa alegría. En el
mundo estaba el amor, la redención perpetua; el amor verdadero, que
era cosa para muy pocos; cuando dos almas capaces de comprenderlo y
sentirlo se encontraban, la ley era armarse, por encima de obstáculos
del orden civil, buenos, en general, para contener las pasiones de la
muchedumbre, pero inútiles, perniciosos, ridículos, tratándose de
quien no había de llevar tan santa cosa como es la pasión túnica,
animadora, por el camino de la torpeza y la lascivia... Por ahí
adelante, y además por aquellos trigos de Dios (y si no trigos,
maizales y bosques de pinos), llevaba Víctor a Cristina, que oía y
meditaba, y no sospechaba, o fingía no sospechar, lo que venía
detrás de tales lecciones.
Llegó
él a creerla persuadida de que el matrimonio era un accidente
insignificante, tratándose de almas místicas a la moderna. «Era
absurdo proclamar el divorcio para facilitar la descomposición de la
familia vulgar, para dar pábulo a la licencia plebeya; todo estaba
bien como estaba en la ley religiosa y en la civil; sólo que había
excepciones que la grosera expresión legal, vulgar, no podía tener
en cuenta, ni mucho menos puntualizar. ¿Cuando llegaba el caso de la
excepción? Los dignos de ella eran los encargados de revelarlo a su
propia conciencia, mediante inspiración sentimental infalible».
Todo
esto lo iba diciendo Víctor, no así de golpe y con términos duros
y abstractos, como lo digo yo que tengo prisa, sino entre párrafos
de filosofía poética y ante las decoraciones de bosque y marina
propias
del caso.
*
* *
Cuando
la fruta le iba pareciendo ya muy madura y creía llegado el tiempo
de la recolección, notó Cano que la de Carrasco empezaba a
distraerse mientras él hablaba, y parecía meditar, no lo que él
decía, sino otras cosas. Una tarde que él creía la oportuna para
la declaración mística, encontró a Cristina dentro de una caseta,
junto al agua, leyendo hacia el final del libro forrado con un
periódico.
Desde
entonces pudo ver que la conversión de la buena burguesa
iba perdiendo
terreno; oía ella con frialdad, a ratos con señalado disgusto.
Comprendió Víctor que a la dama se le ocurrían objeciones que no
exponía, pero que tenía presentes para su conducta. Estupefacto y
airado vio el seductor una mañana a su discípula sentada junto al
académico que pescaba panchos,
mientras su esposa leía el libro de siempre, y lo leía hacia la
mitad. Es decir, que había vuelto a empezar la lectura, que repasaba
lo leído. ¡Y con qué avidez leía! Los ojos le echaban chispas;
las mejillas las tenía encendidas. Al llegar Víctor cerró el
volumen de repente, lo escondió bajo el chal, y mirando a Carrasco
con dulzura y simpatía, se le cogió del brazo que sujetaba la caña.
-Suelta,
mujer, que me quitas el tiento -dijo el sabio.
Y
ella soltó, sonriendo, pero no obedecía las señas de Víctor, que,
como otras veces, pedían paseo filosófico, un poco de excursión
peripatético-erótica.
Tanto
terreno iba perdiendo el escritor abstinente, que llegó a la
situación desairada del que tiene que apagar la caldera de la pasión
elocuente por no caer en ridículo ante la frialdad que le rodea.
Llegó
el día en que no pudo emplear siquiera el lenguaje fervoroso,
transportado de su misticismo vidente; y entonces fue cuando con un
realismo brutal, impropio de los antecedentes, declaró su amor
desesperado, batiéndose en vergonzosa fuga...
Cristina
tuvo lástima; y, clavándole los ojos pensativos y cargados de
lectura con que le miraba hacía tantos días, le dijo:
-Mire
usted, Flórez; le perdono, porque he tenido yo la culpa de que usted
pudiera llegar a tal extremo. No ha sido coquetería; ha sido... que
todos somos débiles; que usted ha sido elocuente, y yo iba
haciéndome intrincada y excepcional...
porque sus palabras parecían un filtro de melodrama... Pero,
francamente, llega usted tarde. Otro ha corrido más. No se asuste
usted... Su rival... es un libro. Ni siquiera recuerdo el nombre del
autor, porque yo, poco literata, hago como muchas mujeres que no
suelen enterarse del nombre de quien las deleita con sus invenciones.
Pensaba este verano llenarme la cabeza de novelas; comencé en el
tren una, la primera que cogí, y empezó a interesarme mucho;
después... llegó usted... con sus novelas de viva voz, y, se lo
confieso, por muchos días me hizo abandonar el libro; pero en la
lucha, que era natural que dentro de mí mantuviera mi vulgaridad
materialista y grosera de burguesa
honrada, con la
hembra excepcional que ibamos descubriendo, me acordé de lo que
había visto en los primeros capítulos de aquel libro extraño...
Volví a él... y poco a poco me llenó el alma; ahora lo entendía
mejor, ahora le penetraba todo el sentido... Eran ustedes rivales...
y venció él. Porque él da por sabido todo eso que usted me
cuenta... lo entiende, lo siente... y no lo aprueba; va más allá,
está de vuelta y me restituye a mi prosa de la vida vulgar honrada,
me enseña el idealismo del deber cumplido, me hace odiar los
ensueños que dan en el pecado, me revela la poesía de la moral
corriente, que
demuestra que el colmo del misticismo estético, de la quinta esencia
psicológica, está cifrado en ser una persona decente, y que no lo
es la mujer que falta a la fidelidad jurada a su marido. Todo esto,
que yo digo tan mal, lo dice, con tanta o más poesía que usted sus
cosas, este libro.
Cristina
mostró el volumen de mi cuento, y añadió:
-Si
de alguien pudiera yo enamorarme sería del autor de este libro; pero
la mejor manera de rendirle el tributo de admiración que merece...
es obedecer su doctrina... y, por consiguiente, enamorarse sólo del
humilde y santo deber.
Víctor
no pudo contenerse más, y tendiendo las manos hacia el regazo de
Cristina, donde estaba el volumen que antes odiaba, gritó:
-¡Por
Dios, señora, pronto; el nombre de ese libro... el autor!...
Cristina
se puso en pie, y rechazando a Víctor, como si temiera que el
contacto de aquel hombre manchara el texto que veneraba, dio un paso
atrás, y abriendo el libro por la primera hoja, leyó: «El
Concilio de Trento,
por Víctor Cano».
Tembló
el literato de pies a cabeza; se sintió partido en dos; pero pudo en
él más la vanidad que la vergüenza, y sin tratar de reprimirse,
exclamó:
-Señora,
Víctor Cano soy yo; no soy Flórez; yo he escrito esa novela.
En
el rostro, que palideció de repente, de Cristina, se pintó un gesto
de dolor y repugnancia, de desengaño insoportable; y la dama seria,
noble, de alma sincera, dando algunos pasos para alejarse, dijo con
voz muy triste:
-Lo
siento.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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