Discurso
de un loco
Una
noche me descuidé más de lo que manda la razón jugando al ajedrez
con mi amigo Roque Tuyo en el café de San Benito. Cuando volví a
casa estaban apagados los faroles, menos los guías. Era en
primavera, cerca ya de Junio. Hacía calor, y refrescaba más el
espíritu que el cuerpo el grato murmullo del agua, que corría libre
por las bocas de riego, formando ríos en las aceras. Llegué a casa
encharcado. Llevaba la cabeza hecha un horno y aquella humedad en los
pies podía hacerme mucho daño; podía volverme loco, por ejemplo.
Entre el ajedrez y la humedad hacíanme padecer no poco. Por lo
pronto, los polizontes que, cruzados de brazos, dormían en las
esquinas, apoyados en la puerta cochera de alguna casa grande, ya me
parecían las torres
negras.
Tanto es así, que al pasar junto a San Ginés uno de los guardias me
dejó la acera, y yo en vez de decir -gracias-, exclamé -enroco, y
seguí adelante. Al llegar a mi casa vi que el balcón de mi cuarto
estaba abierto y por él salía un resplandor como de hachas de cera.
Di en la puerta los tres golpes de ordenanza. Una voz ronca, de
persona medio dormida, preguntó:
-¿Quién?
-¡Rey negro! -contesté, y no me abrieron. ¡Jaque! -grité tres
veces en un minuto, y nada, no me abrieron. Llamé al sereno, que
venía abriendo puertas de acera en acera, saliéndose de sus
casillas a cada paso.
-Chico
-le dije cuando le tuve a salto de peón. ¡Ni que fueras un caballo;
vaya modo de comer que tienes! -El pollín
será usted y el comedor, y el sin vergüenza... Y poco ruido, que
hay un difunto en el tercero, de cuerpo presente.
-¡Alguna
víctima de la humedad! -dije lleno de compasión, y con los pies
como sopa en vino.
-Sí,
señor, de la humedad es; dicen si ha muerto de una borrachera; él
era muy vicioso, pero pagaba buenas propinas; en fin, la señora se
consolará, que es guapetona y fresca todavía, y así podrá ponerse
en claro y conforme a la ley lo que ahora anda a oscuras y contra lo
que manda la justicia.
-¿Y
tú qué sabes, mala lengua?
-Que
no ponga motes, señorito; yo soy el sereno, y hasta aquí callé
como un santo, pero muerto el perro... ¡Allá voy! -gritó aquel oso
del Pirineo, y con su paso de andadura se fue a abrir otra puerta. Un
criado bajó a abrirme. Era Perico, mi fiel Perico.
-¡Cómo
has tardado tanto, animal! -¡Chist! No grite V., que se ha muerto el
amo.
-¿El
amo de quién? -Mi amo.
-¿De
qué? -De un ataque cerebral, creo. Se humedeció los pies después
de una partida de ajedrez con el Sr. Roque... y claro, lo que decía
don Clemente a la señora: «No te apures, que el bruto de tu marido
se quita de enmedio el mejor día reventando de bestia y por mojarse
los pies después de calentarse los cuernos...».
-Los
cascos diría, que es como se dice.
-No,
señor, cuernos decía.
-Sería
por chiste; pero en fin, al grano. Vamos a ver, y si tu amo se ha
muerto, ¿quién soy yo?
-Toma,
V. es el que viene a amortajarle, que dijo don Clemente que le
mandaría a estas horas por no dar que decir... Suba V., suba V.
Llegué a mi cuarto. En medio de la alcoba había una cama rodeada de
blandones, como en Lucrecia
Borgia
están los ataúdes de los convidados. El balcón estaba abierto.
Sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré. En efecto, era
yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines. Me puse
a vestirme; a amortajarme, quiero decir. Saqué la levita negra, la
que estrené en la reunión del Circo de Price, cuando Martos dijo
aquello de «traidores como Sagasta» y el difunto Mata habló del
cubo de las Danaides. ¡No supe nunca qué cubo era ese! Pero en fin,
quise empezar a mudarme los calcetines, porque la humedad me
molestaba mucho, y además quería ir limpio al cementerio.
¡Imposible! Estaban pegados al pellejo. Aquellos calcetines eran
como la túnica de no sé quién, sólo que en vez de quemar mojaban.
Aquella sensación de la humedad unas veces daba frío y otras calor.
A veces se me figuraba sentir los pies en la misma nuca, y las orejas
me echaban fuego... En fin, me vestí de duelo, como conviene a un
difunto que va al entierro de su mejor amigo. Una de las hachas de
cera se torció y empezaron a caer gotas de ardiente líquido en mis
narices. Perico, que estaba allí solo, porque el hombre que me había
amortajado había desaparecido, Perico dormía a poca distancia sobre
una silla. Despertó y vio el estrago que la cera iba haciendo en mi
rostro; probó a enderezar el gran cirio sin levantarse, pero no
llegaba su brazo al candelero... y bostezando, volvió a dormir
pacíficamente. Entró el gato, saltó a mi lecho y enroscándose se
acostó sobre mis piernas. Así pasamos la noche.
Al
amanecer, el frío de los pies se hizo más intenso. Soñé que uno
de ellos era el Mississippí y el otro un río muy grande que hay en
el Norte de Asia y que yo no recordaba cómo se llamaba. ¡Qué
tormento padecí por no recordar el nombre de aquel pie mío! Cuando
la luz del día vino a mezclarse, entrando por las rendijas, con la
luz amarillenta de las hachas, despertó Perico; abrió la boca,
bostezó en gallego y sacando una bolsa verde de posadero se puso a
contar dinero sobre el lecho mortuorio. Un moscón negro se plantó
sobre mis narices cubiertas de cera. Perico miraba distraído al
moscón mientras hacía cuentas con los dedos, pero no se movió para
librarme de aquella molestia. Entró mi mujer en la sala a eso de las
siete. Vestía ya de negro, como los cómicos que cuando tiene que
pasar algo triste en el tercer acto se ponen antes de luto. Mi mujer
traía el rostro pálido, compungido, pero la expresión del dolor
parecía en él gesto de mal humor más que otra cosa. Aquellas
arrugas y contorsiones de la pena parecían atadas con un cordel
invisible. ¡Y así era en efecto! La voluntad, imponiéndose a los
músculos, teníalos en tensión forzosa... En presencia de mi mujer
sentí una facultad extraordinaria de mi conciencia de difunto; mi
pensamiento se comunicaba directamente con el pensamiento ajeno; veía
a través del cuerpo lo más recóndito del alma. No había echado de
ver esa facultad milagrosa antes porque Perico era mi única
compañía, y Perico no tenía pensamiento en que yo pudiera leer
cosa alguna. -Sal -dijo mi esposa al criado; y arrodillándose a mis
pies quedó sola conmigo. Su rostro se serenó de repente; quedaron
en él las señales de la vigilia, pero no las de la pena. Y rezó
mentalmente en esta forma:
«Padre
nuestro (¡cómo tarda el otro!) que estás en los cielos (¿habrá
otra vida y me verá este desde allá arriba?), santificado (haré
los lutos baratos, porque no quiero gastar mucho en ropa negra) sea
el tu nombre; venga a nos el tu reino (el entierro me va a costar un
sentido si los del partido de mi difunto no lo toman como cosa suya),
y hágase tu voluntad (lo que es si me caso con el otro, mi voluntad
ha de ser la primera y no admito ancas de nadie -ancas, pensó mi
mujer, ancas, así como suena) así en la tierra como en el cielo
(¿estará ya en el purgatorio este animal?)».
A
las ocho llegó otro personaje, Clemente Cerrojos, del comité del
partido, del distrito de la Latina, vocal. Cerrojos había sido amigo
mío político y privado, aunque no le creía yo tan metido en mis
cosas como estaba efectivamente. Antes jugaba al ajedrez, pero
conociendo yo que hacía trampas, que mudaba las piezas
subrep-ticiamente, rompí con él, en cuanto jugador, y me fui a
buscar adversario más noble al café. Clemente se quedaba en mi casa
todas las noches haciendo compañía a mi mujer. Estaba vestido con
esa etiqueta de los tenderos, que consiste en levita larga y holgada
de paño negro liso, reluciente, y pantalón, chaleco y corbata del
mismo color. Clemente Cerrojos era bizco del derecho; la niña de
aquel ojo brillaba inmóvil casi siempre, sin expresión, como si
tuviese allí clavada una manzanilla de esas que cubren los baúles y
las puertas. Mi mujer no levantó la cabeza. Cerrojos se sentó sobre
el lecho mortuorio, haciéndole crujir de arriba abajo. Cinco minutos
estuvieron sin hablar palabra. Pero ¡ay!, que yo veía el
pensamiento de los infames. Mi mujer pensó de pronto en lo horroroso
y criminal que sería abrazar a aquel hombre o dejarse abrazar allí,
delante de mi presunto cadáver. Cerrojos pensó lo mismo. Y los dos
lo desearon ardientemente. No era el amor lo que los atraía, sino el
placer de gozar impunemente un gran crimen, delicioso por lo
horrendo. «Si él se atreviera, yo no resistiría», pensó ella
temblando. «Si ella se insinuara, no quedaría por mí», dijo él
para sus adentros. Ella tosió, arregló la falda negra y dejó ver
su pie hasta el tobillo. Él la tocó con la rodilla en el hombro. Yo
sentí que el fuego del adulterio sacrílego pasaba de uno a otro, a
través de la ropa... Clemente inclinábase ya hacia mi viuda...
Ella, sin verle, le sentía venir... Yo no podía moverme; pero él
creyó que yo me había movido. Me miró a los ojos, abiertos como
ventanas sin madera y retrocedió tres pasos. Después vino a mí y
me cerró las ventanas con que le estaba amenazando mi pobre cadáver.
Llegó gente.
Bajaron
la caja mortuoria hasta el portal y allí me dejaron junto a la
puerta, uno de cuyos batientes estaba cerrado. Parte del ataúd, la
de los pies, la mojaba fina lluvia que caía; ¡siempre la humedad!
Vi bajar, es decir, sentí por los medios sobrenaturales de que
disponía, bajar a los señores del duelo. Llenaron el portal, que
era grande. Todos vestían de negro; había levitas del tiempo del
retraimiento. Estaban allí todo el comité del distrito y muchos
soldados rasos del partido, de esos que sólo figuran cuando se echa
un guante para cualquier calamidad de algún correligionario y se
publican las listas de la suscrición. Allí estaba mi tabernero que
bien quisiera consagrar una lágrima y un pensamiento melancólico a
la memoria del difunto; pero la levita le traía a mal traer, se le
enredaba entre las piernas, y en cuanto a la corbata le hacía
cosquillas y le sofocaba; por lo cual no pensó en mí ni un solo
instante. El duelo se puso en orden; me metieron en el carro fúnebre
y la gente fue entrando en los coches. Había dos presidencias, una
era la de la familia, que como yo no tenía parientes, la
representaban mis amigos, los íntimos de la casa; Clemente Cerrojos
presidía, a la derecha llevaba a Roque Tuyo, a la izquierda a mi
casero, que solía entrar en casa a ver si le maltratábamos la
finca. La otra presidencia era política. Iban en medio don Mateo
Gómez, hombre íntegro, consecuente, que profesaba este dogma: mis
amigos, los de mi partido. Y juraba que Madoz le había robado
aquella frase célebre: «yo seguiré a mi partido hasta en sus
errores». Uno de los títulos de gloria de don Mateo era que no se
había muerto ningún correligionario suyo sin que él le acompañase
al cementerio. Don Mateo me estimaba, pero valga la verdad, según
caminábamos a la que él pensaba llamar en el discurso que le había
tocado en suerte, última morada, un color se le iba y otro se le
venía; se le atravesaba no sabía qué en la garganta, y maldecía,
para sus adentros, la hora en que yo había nacido y mucho más la en
que había muerto. Yo iba penetrando en el pensamiento de don Mateo
desde mi carro fúnebre, merced a la doble vista de que ya he
hablado. El buen patricio, no vale mentir, se había aprendido su
discurso de memoria: era sobre poco más o menos y tal como la habían
publicado los periódicos, la oración fúnebre de cierto
correligionario, mucho más ilustre que yo, pronunciada por un orador
célebre de nuestro partido. Pero al buen Gómez se le había
olvidado más de la mitad, mucho más, de la arenga prendida con
alfileres, y allí eran los apuros. Mientras sus compañeros de
presidencia discurrían con gran tranquilidad de ánimo acerca de las
vicisitudes del mercado de granos, a que ambos se consagraban, don
Mateo procuraba en vano reedificar la desmoronada construcción del
discurso premeditado. Por fin se convenció de que le sería
necesario improvisar, porque de la memoria ya no había que esperar
nada. «Lo mejor para que se me ocurriera algo, pensó, sería sentir
de veras, con todo el corazón, la muerte de Ronzuelos (mi
apellido)». Y probaba a enternecerse, pero en vano; a pesar de su
cara compungida, le importaba tres pepinos la muerte de Ronzuelos
(don Agapito) es decir, mi muerte.
-Es
una pérdida, una verdadera pérdida -dijo alto para que los otros le
ayudaran a lamentar mi desaparición del gran libro de los vivos,
como dice Pérez Escrich. ¡Una gran pérdida! -repitió.
-Sí,
pero el grano estaba averiado, y gracias que así y todo se pudo
vender -contestó otro de los que presidían.
-¿Cómo
vender? Ronzuelos era incapaz... era integérrimo... eso es,
integérrimo.
-Pero
¿quién habla de Ronzuelos, hombre? Hablamos del grano que vendió
Pérez Pinto...
-Pues
yo hablo del difunto.
-Ah,
sí. Era un carácter.
-Justo,
un carácter, que es lo que necesitamos en este país sin...
-Sin
carácteres
-añadió el interlocutor acabando la frase con el esdrújulo
apuntado.
Don
Mateo dudaba si caracteres era esdrújulo o no, pero ya supo desde
entonces a qué atenerse.
*
* *
Llegamos
al cementerio. Entonces los del duelo, por la primera vez, se
acordaron de mí. En torno del ataúd se colocó el partido a quien
don Mateo seguía hasta en sus extravíos. Hubo un silencio que no
llamaré solemne porque no lo era. Todos los circunstantes esperaban
con maliciosa curiosidad el discurso de Gómez.
-Es
un inepto, ahora lo vamos a ver -decían unos.
-No
sabe hablar, pero es un hombre enérgico.
-Que
es lo que necesitamos -interrumpía alguno.
-Menos
palabras y más hechos es lo que necesita el país.
-¡Eso!...
Eso... Eso... -dijeron muchos. -¡Esooo!... -repitió el eco a lo
lejos.
-Señores
-exclamó don Mateo, después de toser dos veces y desabrocharse y
abrocharse un guante-. Señores, otro campeón ha caído herido como
por el rayo (no sabía que me había matado la humedad) en la lucha
del progreso con el oscurantismo. Modelo de ciudadanos, de esposos y
de liberales, brilló entre sus virtudes como astro mayor la gran
virtud cívica de la consecuencia. Íntegro como pocos, su corazón
era un libro abierto. Modelo de ciudadanos, de esposos y de
liberales... -don Mateo se acordó de repente de que esto ya lo había
dicho; tembló como un azogado, sintió que la memoria y todo
pensamiento se hundían en un agujero más oscuro que la tumba que
iba a tragarme, y en aquel instante me tuvo envidia; se hubiera
cambiado por el difunto. El cementerio empezó a dar vueltas, los
mausoleos bailaban y la tierra se hundía. Yo, que estaba de cuerpo
presente, a la vista de todos, tuve que hacer un gran esfuerzo
para no reírme y conservar la gravedad propia del cadáver en tan
fúnebre ceremonia. Volvió a reinar el silencio de las tumbas. Don
Mateo buscaba la palabra rebelde, el público callaba, con un
silencio que valía por una tormenta de silbidos; sólo se oía el
chisporroteo de los cirios y el ruido del aire entre las ramas de los
cipreses. Don Mateo, mientras buscaba el hilo, maldecía su suerte,
maldecía al muerto, el partido y la manía fea de hablar, que no
conduce a nada, porque lo que hace falta son hechos. «¿De qué me
ha servido una vida de sacrificios en aras o en alas (nunca había
sabido don Mateo si se dice alas o aras hablando de esto) en alas de
la libertad, pensaba, si porque no soy un Cicerón estoy ahora en
ridículo a los ojos de muchos menos consecuentes y menos patriotas
que yo?». Por fin pudo coger lo que él llamaba el hilo del discurso
y prosiguió:
-¡Ah,
señores, Ronzuelos, Agapito Ronzuelos fue un mártir de la idea (de
la humedad, señor mío, de la humedad), de la idea santa, de la idea
pura, de la idea del progreso, el progreso indefinido! No era un
hombre de palabra, quiero decir, no era un orador, porque en este
desgraciado país lo que sobran son oradores, lo que hace falta es
carácter, hechos y mucha consecuencia-. Hubo un murmullo de
aprobación y don Mateo lo aprovechó para terminar su discurso. Se
disolvió el cortejo. Entonces se habló un poco de mí, para
criticar la oración fúnebre del presidente efectivo del comité.
-La
verdad es -dijo uno encendiendo un fósforo en la tapa de mi ataúd,
lo cierto es que don Mateo no ha dicho más que cuatro lugares
comunes.
-Claro,
hombre -dijo otro, lo de cajón; por lo demás, este pobre Ronzuelos
era buena persona y nada más. ¡Qué había de tener carácter!
-Ni
consecuencia.
-Lo
que era un gran jugador de ajedrez.
-De
eso habría mucho que hablar -replicó un tercero. Ganaba porque
hacía trampas. Guardaba las piezas en el bolsillo.
¡El
que hablaba así era Roque Tuyo, mi rival, el infame que enrocaba
después de haber movido el rey!
No
pude contenerme. -¡Mientes! -grité saltando de la caja. Pero no vi
a nadie; todos habían desaparecido. Empezaba la noche; la luna
asomaba tras las tapias del cementerio. Los cipreses inclinaban sus
copas agudas con melancólico vaivén, gemía el aire entre las
ramas, como poco antes, cuando se cortó
don Mateo. Llegó un enterrador. -¿Qué hace V. ahí? -me dijo, un
poco asustado. -Soy el difunto -respondí. Sí, el difunto, no te
espantes. Oye: alquilo ese nicho; te pagaré por vivir en él mejor
que si lo ocupara un muerto. No quiero volver a la ciudad de los
vivos... Mi mujer, Perico, Clemente, el partido, don Mateo... y sobre
todo Roque Tuyo, me dan asco. El enterrador dijo a todo amén.
Quedamos en que el cementerio sería mi posada, aquel nicho mi
alcoba. Pero ¡ay!, el enterrador era hombre también. Me vendió. Al
día siguiente vinieron a buscarme Clemente, Perico, mi mujer y una
comisión del seno de mi partido, con don Mateo a la cabeza o a los
pies. Resistí cuanto pude, defendiéndome con un fémur; pero venció
el número; me cogieron, me vistieron con un traje de peón blanco,
me pusieron en una casilla negra, y aquí estoy, sin que nadie
me mueva, amenazado por un caballo que no acaba de comerme y no hace
más que darme coces en la cabeza. Y los pies encharcados, como si yo
fuera arroz.
Zaragoza,
1882.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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