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domingo, 5 de enero de 2014

La chucha

Lo primerito que José San Juan -conocido por el Carpintero- hizo al salir de la penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del director.
Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando los aleros de los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo, habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete.
-Venía a despedirme del señor director -dijo humildemente al entrar.
-Bien, hombre; se agradece la atención -contestó el funcionario-. Ahora, a ser bueno, a ser honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo de mí?
-¡Si usted fuera tan amable, señor director...; si usted quisiera...
Animado por la benévola sonrisa del jefe, soltó su pretensión.
-Deseo ver a una reclusa.
-Es tu «chucha», ¿verdad?... Bueno; la verás.
Y escribió una orden para que dejasen entrar a Pepe el Carpintero, en el locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que significaban aquellas relaciones entre penados, los galanteos a distancia y sin verse de «chuchos» y «chuchas»; el amor, rey del mundo, que se filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste no llegó nunca, perforando muros, atravesando rejas.
Tenían casi todos los penados en la penitenciaría de mujeres una «galeriana» que por cariño remendaba y lavaba su ropa; una compañera de infortunio, a la cual no habían visto nunca, y cuyas atenciones pagaban con cargo rebosando sentimentalismo ridículo..., pero sincero. Era el sacro amor, introduciéndose en aquel infierno para burlarse de la seriedad de las leyes humanas; la vida y sus efectos floreciendo allí donde el castigo social quiere convertir a los réprobos en cadáveres con apariencia de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal de mujeres, soberbio y flamante, contemplá-banse desde cerca, mudos, inmutables; pero un soplo de pasión contenida y ardiente, de primavera amorosa, germinando entre la mugre de la «casa muerta», iba de uno a otro edificio como la caricia fecundadora que por el aire se envían las palmeras de distinto sexo.
Tan grande emoción embargaba a Pepe al dirigirse al locutorio de mujeres, que sus piernas, temblorosas, acortaban el paso..., ¿Cómo sería su «chucha»? ¡Por fin iba a verla! Y pensando en las formas de que la había revestido su imaginación en las noches de insomnio o en los solitarios paseos patio abajo y arriba, todo el pasado revivía de golpe en su memoria. Para comenzar, su entrada en presidio, resultado de tener mal vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda excitación, de huraño aislamiento, viendo deslizarse los días como pesadas ondulaciones de un río gris y triste. Después, cuando hizo amigos, extrañáronse de que un muchacho cual él, guapo y terne, que si estaba en trabajo era por ser muy pobre, no tuviera su «chucha», su «chucha» como los demás. Ellos se encargaban del arreglo; escribirían a sus amigas, y no faltaría en la casa de enfrente quien atendiese a tan buen mozo. Un día le dijeron que su «chucha» se llamaba Lucía, más conocida por el apodo de la Pelusa, y Pepe le escribió, encontrando dulce satisfacción en saber que más allá de aquellos muros había alguien que pensaba en él y se interesaba por su vida. Pronto a este goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo: alababan la limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos manjares, obra todo de la Pelusa de la enamorada «chucha», que, invisible como un duende, tenía para él cuidados maternales.
-Pero, camarada, ¡y qué suerte la tuya! -le decían los compañeros de pelotón con mal encubierta envidia.
-Esa Pelusa es de oro -añadía un veterano del presidio, oráculo de la gente joven. Consérvala, chaval, que mujeres así entras pocas en libra.
-Pero ¿cómo es? -preguntaba Pepe con creciente curiosidad. ¿Es joven?¿Por qué está presa?
-Algo mayor que tú debe de ser, pues creo que no es ésta la primera vez que visita la casa..., pero ¿qué te importa que sea joven o vieja? Tú déjate querer, que esa es la obligación de los buenos mozos, y cuando salgas en libertad, búscate otra que te atienda lo mismo.
Pepe protestaba. Sentía duplicarse el agradecimiento hacia aquella mujer; las relaciones, que al principio le parecían cosa de risa -buena únicamente para distraer el tedio encierro, le llegaban muy adentro ya, y la gratitud se volvía atracción, viendo que no pasaba día sin que en el rastrillo le entregasen para él paquetes de tabaco, prendas de ropa o algo de comer que le sostenía fuerte, robusto y sano, librándole del rancho insípido del penal, la peor engañifa para el hambre.
Pocos días dejaban de escribirse. Las primeras cartas respiraban este énfasis amoroso aprendido en los epistolarios populares; pero fueron haciéndose más sinceras, según los dos amantes, por aquel reiterado contacto de alma: iban conociéndose. Hablaban de su situación, de la desgracia en que se veían, en términos vagos, como si les causara rubor decir por qué y de qué modo, y contaban fecha tras fecha el tiempo que les faltaba para cumplir. Él saldría libre un año antes que ella... ¡Con qué tristeza lo repetía la pobre «chucha»! Y José protestaba con entereza de muchacho enérgico, caballeresco a su manera, incapaz de faltar a la palabra. Él esperaría a que saliera ella; se casarían y serían felices; lo decía de corazón, sintiéndose ligado para toda su vida por el reconocimiento a sacrificios que habían endulzado sus amargas horas.
No sabía si aquello era amor; realmente, nunca se había sentido dominado por mujer alguna; no recordaba más que lances fáciles, los encuentros causales de su época obrera; pero a su «chucha»... la quería sin conocerla y juraba no abandonarla jamás. No porque estuviese en presidio era un canalla capaz de olvidar a aquella mujer que pensaba en él a cada momento y trabajaba porque nada le faltase. Consistía su única preocupación en saber algo de la historia o del aspecto de su «chucha». Por desgracia, los mandaderos no la conocían; en la Galera, regida por monjas, no entraba otro hombre sino el director; y con escrupulosa delicadeza, ni él ni ella se atrevían en sus cartas a hablar del pasado ni de sus personas, como temiendo que al entrar luz se rasgara el ambiente del misterio amoroso y se disipase el hechizo. Los últimos días, ¡qué turbación tan intensa!... Pepe hablaba entusiasmado de la próxima salida, y ella contestaba lacónicamente; sus palabras respiraban tristeza, casi se lamentaba de que el hombre amado recobrase la libertad, recelando despertar del ensueño de seis años. Y la misma impaciencia de sus últimos días de escribir dominaba a Pepe cuando entró en el locutorio de las penadas. Después de entregar la orden del director, quedóse solo, hasta que por fin, a través de la tupida reja, oyó suaves pisadas femeniles. Dos monjas se apostaron inmóviles en el fondo de la galería, donde no podían oír las palabras, pero sí seguir con la vista todos los movimientos de la que ocupaba el locutorio; y una galeriana fue aproximándose con paso torpe, cual si le asustase llegar a la reja.
No hizo movimiento alguno. ¡Las monjas no le habían entendido! Aquella mujer no era la que él buscaba; y miró con extrañeza a la reclusa, especie de payaso de la miseria, disfrazado con faldas grises; criatura exigua, demacrada, encogida, los ojos saltones veteados de sangre, de pelo canoso, cerril y escaso, alborotado sobre la frente y asomando entre los labios lívidos una dentadura enorme, amarillenta, de caballo viejo. La mujer aparecía, además, mal pergeñada, sucia, como si enfaenada en la furia del trabajo se hubiese olvidado de sí misma. Se miraron algunos instantes con extrañeza, y acabaron sonriendo, convencidos de la equivocación.
-No; no es usted -dijo Pepe. Yo busco a la Pelusa. Me acaban de poner en libertad y vengo a conocerla.
La galeriana se hizo atrás con rápido movimiento de mujer cuyo sistema nervioso está en perpetua tensión por el género de vida.
-¿Eres tú..., tú...? ¡Pepe!
Y se lanzó contra los hierros, como si buscase verle mejor, devorarle con los ojos.
Permanecieron silenciosos breves instantes. Ella, pasada la primera impresión, mostró profundo desaliento; sus ojos se llenaban de lágrimas, tributo pagado a la decepción horrible. Él absorbía con la mirada la degradación de aquella ruina, que parecía haber recogido en su persona la vejez y la inmundicia de todo presidio... ¡Dios, cuán fea era! Tragándose el llanto, sofocando su tristeza, la Pelusa fue la primera en romper el silencio, como si deseara terminar cuanto antes aquella escena penosa y difícil.
-¿Vienes a despedirte?... Bien hecho; se estima. Mira: yo, mientras viva, no te olvidaré.
Y bajó la cabeza para no mirarle; dijérase que su presencia le causaba daño, revolviendo el rescoldo de su cariño de la entraña..., condenado a extinguirse.
-No, Lucía; vengo no más a verte. Ni me despido ni me voy... Vengo a decirte... que soy el mismo... y a cumplirte la palabra.
Pepe profirió esto con fuerza, con acometividad, ofendiéndole la sospecha de que aquella entrevista pudiese ser la última. Entonces la «chucha» se atrevió a contemplarle; pero con expresión de tierna lástima, a estilo de madre que agradece dulces mentiras del hijo.
-No quieres darme mal rato... Bien, hombre... Dios te lo pague; pero ya ves como soy: vieja, un susto, y, además, poca salud... ¡Si supieras qué guerra les doy a las pobres hermanas con este corazón que siempre me está doliendo!...
Se detuvo al llegar aquí, cual si se avergonzase. Su cara, de una palidez blanduzca, tono de cera amasada con arcilla, se coloreó, animándose. Hizo un esfuerzo y continuó:
-Estoy aquí por ladrona; no he hecho otra cosa en mi vida sino robar... Y a ti, ¡basta verte!, tienes cara de bueno; habrás venido por alguna desgracia..., vamos, por bronca o cosa parecida. No me engañes, ¿para qué?... No vas a salir con que me quieres, hijo... Mirame bien... ¡Si puedo ser tu madre!
Impresionado por las palabras de la reclusa, Pepe quería discutirlas, y las acogía con furiosos movimientos de cabeza; pero Lucía prosiguió, sin darle tiempo a que protestase:
-Estoy más enferma de lo que parece; después de este trago, ya sé que no salgo de aquí con vida, ¡ay, cómo me duele el perro corazón!... Es que me han engañado; yo creí que eras uno de tantos, un verdadero «chucho», uno del presidio... Y por eso te quise; ¡nada, cosas que se le ponen a una en la cabeza; humo que se le mete allí!... ¡Y estaba yo más atontecida! ¡Ea, hombre!, márchate y no te acuerdes del santo de mi nombre, Dios te dé suerte, cuanta mereces, y que encuentres una mujer según necesitas... Porque tú vales un imperio... ¡Eres mucho mozo, caramba!
Lo murmuraba con el alma entera, pegando su pobre cabeza de caricatura a los hierros, apretando contra ellos sus manos descarnadas, ansiosas de tocar al deseado de sus ensueños, que se presentaba en la realidad, joven, arrogante y con aquel aire de bondad y simpatía...
-No, Pelusa -contestó el mocetón con entereza-. Yo soy muy hombre, y los hombres sólo tenemos una palabra. Prometí casarme contigo y esperaré a que salgas. No vengo a despedidas, sino a que me conozcas..., y a decirte hasta luego. ¿Si te creerás que se olvidan seis años de sacrificios, de vestirme y matarme el hambre, mientras tú sabe Dios lo que comerías y como vivirías?... Pues ni que fuera yo un señorito de esos que viven estrujando a las mujeres...
Seguía la Pelusa agarrada a los hierros, y vacilaba lo mismo que si aquellas palabras cayesen con tremenda pesadumbre sobre su cuerpo endeble.
-Pero ¿va de veras? -murmuró, con voz ronca. ¿Serás capaz de quererme así como soy?... ¿Vas a esperarme todo un año?
-Mira, Pelusa -continuó el muchacho- yo no sé si te quiero como a las otras mujeres. Lo que te digo es que no pienso irme y no me iré... ¿Que no eres guapa, guapa? Conformes. ¿Pero es que en el mundo sólo las guapas han de encontrar quien las quiera? No me importa lo que fuiste ni por qué entraste aquí: a mi lado serás otra cosa. Esperaré trabajo, el director, que es bueno, me empleará en las obras de la casa, si es preciso pasaré necesidad, pediré limosna... Lo que te aseguro es que no me largo, y que ahora soy yo, ¡yo!, quien traerá a su «chucha» ropa y comida.
Lucía cerraba los ojos. Parecía que le deslumbraban las fogosas palabras de aquel hombre, y echaba atrás el rostro contraído por grotesca mueca que expresaba asombro y felicidad.
-Tengo aquí clavado el agradecimiento -prosiguió Pepe- y ganas de llorar cuando pienso en lo que has hecho por mí. ¿Dices que podrías ser mi madre? Lo serás si quieres; yo no he conocido a la mía. Sales y viviremos juntos; trabajaré para ti sin pensar más en copas ni en amigos; a mi lado engordarás y te remozarás, ¡y a no acordarse de este sitio! Tu aquí encontraste un hombre de bien, y yo la primera mujer de mi vida.
-¡Dios mío!... ¡Virgen Santísima! ¡Virgen!...
Era la Pelusa, que se desplomaba lentamente, mientras sus manos se cubrían de arañazos al desasirse y deslizarse por el enrejado duro y pinchador.
Cayó como un fardo de harapos, estremeciéndose, balbuciendo entre convulsiones, con vocecilla infantil:
-¡Pepe, Pepe mío!
Las dos monjas, mudos testigos de la entrevista, vieron caer a la Pelusa y corrieron para recoger del suelo aquel montón de infelicidad.
Otras monjas, atraídas por los gritos, comenzaron por expulsar a Pepe del locutorio; a pesar de sus ruegos y exclamaciones, las hermanas no se daban cuenta de lo ocurrido. Si gustaba podía volver otro día, con permiso del director...
Pero ni lo pidió ni tuvo que buscar trabajo. ¿Para qué? Al día siguiente la Pelusa era borrada del registro del penal. El soplo de ventura y de vida que el «chucho» había llevado consigo al locutorio rompió el corazón de la miserable y la hizo libre.

«El Liberal», 1 febrero 1900.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La culpable

Elisa fue una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y murió joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas de tren... Después sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la depositaron en un convento, y a los quince días se casó, sin que sus padres asistiesen a la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.
Ellos no se habían opuesto de frente a las relaciones de Elisa con Adolfo; mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlos por espacio de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables coloquios junto a la chimenea, en el diario tortoleo, el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.
La familia de Elisa tomó muy a pecho el escándalo, por lo mismo que eran gente conocida, bien relacionada, preciada y correcta, intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los criados andan mohínos; períodos que a las personas entradas en edad les cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron a salir a la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fue preciso sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra a los que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse a la banda y no nombró a Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía, contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía, crispando los labios.
Unida ya Elisa con el que había elegido se propuso ser intachable y perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y a veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía a otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir a bailes y fiestas y sonreír al espejo, y ella se quedaba recluida y en bata casera, decía para sí: «Bueno pero esas no se escaparon con su marido antes de la boda.» Y aunque supiese que se escapaban después..., o cosa análoga..., con otros, siempre persistía en tenerlas por de mejor condición.
Hasta tal punto se consideró obligada a prestar fianza de su conducta, que nunca salió sola ni consintió recibir una visita estando ausente su marido. A los hombres, fuesen jóvenes o viejos, les hablaba fría y desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era oscuro, subido hasta las orejas, y su peinado, estudiadamente sencillo y sin coquetería. Aficionada a las esencias y aguas de tocador, las suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha de oler mal ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de bien fue su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca por aquello de la escapatoria...
Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó a distraerse, y so color de política, se acostumbró a retirarse tarde, a pasarse los días fuera, sin venir ni a comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él y por él, a quien todo lo había sacrificado.
Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar o arreglar la ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja: ¿con qué derecho? ¡Le podían tapar la boca a las primeras palabras! ¡Y si salía a relucir lo de la fuga!
Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa autoridad de la madre digna y altiva que lleva la maternidad como una corona. Sus hijos se habituaron a que «no mandaba mamá».
En cuanto a la hacienda, ya se infiere que la regía única y exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado a gastar cincuenta pesetas en nada extraordinario sin la venia necesaria. Muerto el padre de Elisa recogida la legítima, todavía pingue, aunque mermada por el enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte a sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado o punto menos.
La salud de Elisa se resistió: los médicos hablaron de lesiones al corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase, pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito: la escapatoria fatal. El confesor le mandó que se acusase de pecados de la vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y absueltos. Mas la absolución del Cielo no bastaba a Elisa: ya se sabe que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está, sobre la frente, hasta la última hora del vivir.
Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y así que le vio a su cabecera, echándose los brazos al cuello murmuró a su oído: «Alma mía, mi bien: ya sé que no tengo derecho ninguno a pedirte que... que no te vuelvas a casar..., ¡pero al menos.... mira, en esta hora solemne..., perdó-name de veras aquello.... y no me olvides así..., tan pronto.... tan pronto.
Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y besarla... Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, expiro contenta.

«El Liberal», 25 septiembre 1893

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La cruz roja

En pintoresco caminito de aldea, no lejos de la costa, hay un sitio que siempre tuvo el privilegio de fijar mi atención y de sugerirme ideas románticas. Aquel nogal secular, inmenso, de tronco fulminado por el rayo; aquel crucero de piedra, revestido de musgo, de gradas rotas, casi cubiertas por ortigas y zarzas; y, por último, en especial, aquel caserón vetusto de ventanas desquiciadas y sin vidrios, que el viento zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya revestida de telarañas, fatídica señal: una cruz trazada en rojo color, parecida a una marca sangrienta...
¿Quién habría plantado el nogal, erigido el crucero y habitado la casa? ¿Quién estamparía en su fachada la huella de sangre? ¿Qué drama oscuro y misterioso se desarrolló entre aquellas cuatro paredes, o a la sombra de aquel nogal maldito, o al pie del signo de nuestra redención? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestro edificio, y cómo su actual dueño la dejaba pudrirse y desmoronarse, si no era que el recuerdo de la desconocida tragedia le erizaba el cabello, impulsándole a huir de tan funestos lugares?
Solíamos pasar ante la casa muy de prisa, a caballo, de vuelta de alguna excursión, y nunca se veía por allí alma viviente a quien preguntar. En las aldeas vecinas tampoco dí con persona que supiese nada positivo de la roja cruz. Solo conseguí respuestas reticentes, movimientos de cabeza significa-tivos, indicaciones vagas: la casa llevaba su estigma; a la casa no convenía acercarse. ¿Por qué? Sobre esto, chitón. Estaba deshabitada desde hacía veinticinco años lo menos; nadie supo decirme el nombre ni la condición de sus últimos moradores. Ni siquiera averigüé quién la poseía en la actualidad. Llegué a creer que todo lo concerniente a la ruinosa casa estaba envuelto en densas tinieblas.
Esto mismo me determinó a indagar por distintos medios. Cierto día, provistos de una escalera de mano, a la casa nos dirigimos. El cielo, cómplice de nuestra imaginación, aparecía cargado de nubarrones densos y plomizos, amagando borrasca.
Al llegar al pie del crucero, sulfúrea exhalación alumbró con luz azulada el horizonte, y un trueno lejano hizo empinar a los caballos las orejas. Echamos pie a tierra, dispuestos a realizar nuestro propósito, que no ofrecía dificultad alguna; tratábase de entrar en el caserío, no por la puerta, sino por la ventana de arrancados goznes.
Saltamos dentro de una sala grande, que comunicaba con una alcoba, donde aún se veía esparcida la hoja de maíz del jergón. De un clavo colgaban hábitos eclesiásticos: una sotana raída y unos apolillados manteos. Nos estremecimos: sus fúnebres pliegues remedaban sobre la pared la silueta de un cura ahorcado. No sin cierta aprensión recorrimos la casa, y también con algún peligro, pues las tablas carcomidas del piso temblaban, y recelábamos que alguna viga o algún pedazo de roto techo, al desprenderse, nos aplastase. Era, sin embargo, el edificio de recia construcción, y aún podía resistir años. No estaba la vivienda desmantelada del todo: quedaban muebles en muchas habitaciones; en la cocina aún se veían las cenizas del último fuego. Registramos intrépidamente, sin que nos arredrase ni el mal estado del edificio ni los avechuchos que salían de los rincones, despavoridos y asquerosos. Esperábamos a cada momento hallar en el piso inveteradas manchas de sangre, o descubrir un esqueleto en las arcas que abríamos. Curioseamos hasta la artesa del pan. Ni rastro de crimen; mas no por eso apagó sus fuegos nuestra imaginación. ¿Acaso todos los crímenes dejan rastro?
Íbamos de un aposento a otro, ceñudos, sombríos, preocupados y con caras de jueces. No nos comunicábamos impresiones: cada cual quería ser el primero a olfatear el drama. Salimos de allí cuando no nos quedó nada por ver, y emprendimos la vuelta al pazo, reconcentrados y silenciosos, rumiando la historia que se había forjado cada uno. Las cuatro novelas partían de un mismo dato evidente, auténtico: quien vivía en la casa maldita era un cura.
A la hora de la cena, cuando las patatas cocidas con su piel humeaban en los platos de peltre, y el fresco mosto del país teñía de líquido granate el vaso de antigua talla, las lenguas se desataron, y por turno formulamos nuestras hipótesis.
-El cura -afirmó sentenciosamente el cazador viejo- estaba podrido de dinero. ¿No han visto tanta arca y tantísimo cofre? Todo para encerrar los ochavos. Prestaba a rédito y chupaba la sangre a los infelices. Una noche se metieron seis enmascarados en la casa: eran los deudores más com-prometidos, que ya los iba a ejecutar la justicia y a dejarlos sin cama ni techo. El cura tenía una criada vieja y sorda... ¿Que cómo lo sé? Porque la maldita ni sintió ladrar al perro ni entrar a los ladrones, y ellos tuvieron que forzar la puerta del cuarto en que dormía... ¿No han visto la cerradura violentada? Bueno; pues los ladrones, así que se hallaron dentro, después de atar a la sorda, van, ¿y qué hacen? Me agarran al cura y me lo llevan a la cocina, y me lo descalzan, y me lo aplican los pies a la lumbre... El hombre canta y suelta los cuartos. Los ladrones le acercan más a la brasa. «Dinos dónde tienes las obligas, o te asamos como a San Lorenzo.» Y así que aciertan con las obligas, las traen a brazados, y sin cuidarse de escoger las suyas, las echan al fuego y arden las deudas de toda la comarca... ¿No se acuerdan que en el hogar había ceniza muy negra, así como de papeles quemados?... Antes de la madrugada se larga la gavilla, dejando al cura moribundo, y al salir pintan en la puerta la cruz roja, como el que dice: «No vinimos a robar, sino a castigar a un usurero infame.»
-¡Ah! -exclamó el cazador joven-. Todo eso no lleva traza. Lo que ahí pasó fue que el cura tenía una sobrina muy bonita y moza, que vivía con él. ¿No repararon, en el cuarto de la cerradura rota, en unas sayas de mujer y unos zapatos bien hechos, pequeños, llenos de polvo, en un rincón? Pues el cura se chifló por la sobrina, y empezó a darle vueltas a la idea..., y andaba como loco: ni dormía ni comía. Sucedió que la rapaza se echó novio, y trataba de casarse, y el tío, cuando lo supo, daba con la cabeza por las paredes. Vino una noche en que el demonio le tentó más fuerte que otras..., y en puntillas se fue al cuarto de la rapaza; pero como estaba cerrado con llave, tuvo que forzar la cerradura... ¡Y mientras tanto, ella saltó por la ventana y escapó para casa del novio, y el novio, para avergonzar al cura y amenazarle, pintó en la puerta la cruz colorada!
Había oído las dos versiones el coronel retirado, y la sonrisa medio burlona y medio desdeñosa no se apartaba de sus labios, fija entre el erizado y canoso bigote.
-Señores, yo lo veo de otro modo..., y mi explicación es tan clara y tan sencilla, y se justifica tan bien con ciertos detalles existentes en la casa, que no sé cómo no se les ha ocurrido a ustedes. El cura, cuando andaban mal las cosas políticas, se señaló por su ideas carlistas, como uno de tantos, y eso le valió persecuciones y molestias de todo género. Él era hombre de armas tomar; habrán ustedes observado que en varios muebles se conservan tacos, restos de cajas donde hubo pólvora, perdigones y balines. Un día le salieron al camino para apalearle, pero él les zorregó un tiro y dejó malherido al que cogió más cerca. Comprendió entonces que le iban a echar a presidio; llegó a casa, tomó dinero, colgó los hábitos de aquel clavo y pasó a Portugal, y por Badajoz se unió en Extremadura a las facciones. Al salir, él mismo pintó la cruz roja, como quien dice: «Guerra en nombre de Dios.»
Era llegado mi turno de arriesgar la hipótesis propia, o de aceptar alguna de las ajenas. No me correspondía quedarme atrás en imaginación, y he aquí lo que me inspiró este numen:
-Ustedes han visto en la casa mil detalles que, en su opinión, revelan al usurero, al enamorado energúmeno y al trabucaire... Yo me he fijado, especialmente, en otros que descubren al sacerdote estudioso, al místico solitario y enfrascado en meditaciones que acaban por trastornarle el seso. Tanto libro apolillado, en montones que devoran las ratas; tanta estampa devota colgada de las paredes, delatan las preocupaciones favoritas del infeliz que allí vivió. No le creo un sabio: para mí, su cerebro era pobre, y la lectura, en vez de iluminarlo, lo poblaba de fantasmas, que bien pronto adquirieron cuerpo y se convirtieron en horribles dudas y en extravagancias heréticas. Tal vez en su perturbado meollo renacieran las viejísimas doctrinas antitrinitarias de Sabelio; tal vez negó la consustancialidad del Verbo, como Arrio, o la humanidad de Cristo, como Nestorio; o la absorbió en la divina, como Eutiquio; o soñó, cual los maniqueos, que el diablo comparte con Dios el dominio del Universo; o desconoció las virtudes de la gracia, como Pelagio; o cayó en los éxtasis y las flagelaciones de los montanistas... Imprudente y fanatizado, no supo callar, y entre los demás clérigos cundió la noticia de que sostenía proposiciones condenables, anticanónicas, dignas de tremendo castigo. Y corrió la voz, y fue aislado en su guarida, y los aldeanos le huyeron persignándose. Cada vez se secó más su cerebro; en vano su leal criada le escondió los libros fatales con propósito de quemarlos; él forzó la puerta del cuarto y los sacó y se engolfó en ellos y en sus cavilaciones y austeridades, hasta que, acabado de perder el juicio, negóse a comer por penitencia, y expiró diciendo que veía los cielos de par en par y los ángeles sobre nubecillas de oro, con palmas, coronas y muchos violines... El rayo hirió el árbol que daba sombra a la casa; y el pueblo, no conociendo que el hereje era un pobre mentecato, trazó en su puerta, en señal de reprobación y sentencia de infierno, la sangrienta cruz.
No necesito decir que todos cuatro sostuvimos nuestra respectiva versión con lujo de argumentos y pruebas. Cuando más nos habíamos enzarzado en la disputa, ladraron los perros, bajó el gañán a abrir la portalada, y entró el notario de Cebre, dispuesto a terciar en la partida de tresillo con que engañábamos las noches. Enterado del asunto que discutíamos, soltó una carcajada zafiota, se pegó un cachete en el testuz y exclamó, sin cesar de reír:
-¡Alabada la Virgen, lo que discurren! Pero ¡santos de Dios, si nunca en tal casa hubo ni sombra de cura!
-Pues ¿y los hábitos? ¿Y los libros? ¿Y...?
-Miren, esa casa... ¿Por qué no me preguntaron? ¡Se ahorraban el viaje y la visita a las ratas y a los ciempiés! Esa casa fue de una buena familia, un matrimonio y una cuñada o hermana que vivía con ellos. Cuando el cólera..., ¿no saben?, ¡que lo hubo terrible!, les murió en el pueblo un tío cura, dejándolos por herederos. Al marido le tentó la codicia, y fue a recoger la herencia. La trajo en ocho o nueve arcas y baúles; pero también trajo el cólera. La gente ya lo olfateaba; nadie se acercó a la casa, y le pusieron esa señal de almazarrón, como quien dice: «Escapar de aquí.» Y en la casa y sin auxilio perecieron los tres con diferencia de horas. La cuñada se encerró en su cuarto para morir en paz y no oír los lamentos de la hermana... Hubo que romper la cerradura para sacar el cuerpo y enterrarlo. Esos manteos y esa sotana que ustedes vieron, a la cuenta eran de la herencia también, y los colgarían en el primer momento para que no se apolillasen... De bastante les sirvió.
Quedamos callados y confusos los novelistas. Yo pensaba en las tres víctimas, expirando solas en una casa abandonada que aisló el miedo, y deducía que, bien mirado, lo real es tan patético como la ficción. Al mismo tiempo compadecía a los jueces que, registrando el teatro de un crimen, buscan la huella del reo, y a los historiadores que interpretan documentos caducos.

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La cruz negra

Acabo de verla, tan borrosa, tan chiquita, en la encrucijada, y por uno de esos fenómenos reflejos de la sensibilidad que difícilmente podrían explicarse, y que son una de las miserias de nuestro ser, su vista me apretó el corazón. Y, sin embargo, la persona cuya muerte conmemora esa cruz de palo pintado érame tan indiferente como la hojarasca que el último otoño arrancó del castañar, y que hoy se descompone en la superficie de la tierra labradía.
Era una mendiga, la mendiga de la encrucijada, que formaba parte del paisaje, por decirlo así. Sentada a la orilla del camino, con los pies descansando en la cuneta, el cuerpo recostado en el cómaro mullido de madraselva y zarzarrosa, allí estaba en todas las estaciones y con todas las temperaturas. Que el sol tostase, que bufase el vendaval, que la lluvia encharcase los baches de la carretera, la mendiga inmóvil, sin más protección contra la intemperie que uno de esos enormes paraguas escarlata, de algodón, con puño de latón dorado, que en el país suelen llamarse de familia.
Raro es el mendigo que no tiene instintos de vagabundo. Moverse, trasladarse, es género de libertad, y los pobres estiman mucho el sumo bien de ser libres. Hasta los semihombres que carecen de piernas lagartean velozmente sobre las manos; hasta los paralíticos, en un carro, se hacen zarandear. Una inquietud, un gigantesco espíritu aventurero suele hurgar y escarabajear a los mendigos. La de la encrucijada, por el contrario, pertenecía al número de los que se pegan, como el liquen, a las piedras, o como el insecto al rincón sombrío donde no le persigue nadie. Dos razones podrían explicar su carácter estadizo: tenía más de ochenta años y no tenía ojos.
Digo que no tenía ojos y no a secas que era ciega, porque en el sitio donde los ojos se abrirían allá en las olvidadas juventudes, sólo se veían dos encarnizados huecos. ¿Qué tragedia o qué horrible padecimiento recordaban aquellas cuencas vacías, que el cristalino globo anima aún apagado? Jamás se lo preguntamos, ni probablemente nadie lo quiso saber. No agradaba mirar de cerca los agujeros rojos que el pañuelo de algodón cubría, disimulando también en lo posible el resto de la cara; plegada por mil arrugas y bajo cuyo pergamino, endurecido, recurtido por las influencias del aire libre, se adivinaba exactamente la forma de la calavera. Las manos, siempre extendidas, eran un haz de sarmientos, y negruzcas, temblonas, ya no aferraban el paraguas; éste se sostenía por medio de uno de estos puerilmente ingeniosos aparatos que sólo la pobreza discurre, y que hacen sonreír como las invenciones de los salvajes... El cuerpo carecía de forma; ¿quién adivina lo que envolvían tres o cuatro refajones de bayeta, una compacta trapería de colores muertos, secos, que, en agosto, igual que en enero, cubrían a la mendiga de la encrucijada?
Pasábase las horas silenciosas, aguzando el oído, que a larga distancia percibía los cascabeles de los coches y el trote de los caballos. Se necesitaba gran destreza para arrojarle una moneda que recibiese, y lo más acertado era tomar la resolución de apearse y colocársela en la mano. Si la moneda caía entre el polvo o en las zarzas, perdida para la mendiga infaliblemente. La aprovecharían los golfitos de aldea, que siempre están traveseando en la carretera, a fin de agarrarse a la zaga de los carruajes y disfrutar del inefable placer de ir quince minutos en la posición más violenta, para que los cocheros los apeen de un trallazo. Estos gorriones solían comerse el grano de trigo ofrecido a la mendiga, a no ser que, viéndolos sus madres, les gritasen indignadas, prontas al estregón de orejas:
-¡Teney vergüenza! ¡Soltay los cuartos! ¡Eso es de la mal pecada!
La mal pecada, por su parte, no reclamaba nunca. Al percibir que le echaban limosna, que la recogiese o no en el hueco de su regazo, daba las gracias lo mismo, con interminable retahíla de bendiciones y plegarias en que salían a relucir Nuestra Señora, los angelitos del cielo, el bienaventurado Santiago Apóstol, el Santísimo Sacramento del altar, las nobles almas que se compadecen de los desdichados, los caballeros generosos, toda la retórica de la pordiosería aldeana. Yo no sé por qué esta retórica, en la desdentada boca oscura, sonaba con sinceridad humilde, y la indiferencia ante la moneda, olvidada muchas veces entre el polvo del camino, daba mayor fuerza a la presunción de que la mendiga era verdaderamente una pobre de Cristo..., un ser que cree con toda su alma que el que pasa y le arroja una mísera suma es alguien que realiza nada menos que una obra de caridad...
La hubiésemos sorprendido mucho; hubiésemos escandalizado su espíritu, su manso espíritu de vejezuela desvalida, si le dijésemos: «¡No somos caritativos; somos egoístas feroces! ¡Porque tú pides y porque te damos una mezquindad, ya creemos sancionado el hecho, que debiera ser inaudito, de que una mujer ciega, de más de ochenta años, esté como tú estás abandonada, desechada en la cuneta del camino, sin lazarillo, sin un perro siquiera! ¡Ya creemos legítimos pasar con tilinteo de cascabeles, con golpeteo de cascos de caballos, entre remolinos de polvo, y dejarte ahí, lo mismo que si fueses un enmohecido pedrusco, sin saber adónde te recogerás cuando salga la luna, qué reparo aguarda tu débil estómago aterido de frío, qué manta cubrirá tus áridos huesos! ¡Y todavía nos lanzas bendiciones y te deshaces en manifestaciones de gratitud! ¡Todavía tu acento, que parece balido de oveja, nos sigue y nos acompaña y resuena hasta que transponemos los vetustos castaños, los que acaso te vieron bailar, mocita, a su sombra!».
Por eso la desaparición de la malpocada, a quien sustituye la tosca negra cruz, tuvo para mí no sé qué de trágico, algo que removió cenizas y ascuas de sentimiento... confuso, dormido, pero capaz de despertarse y de convertirse en la infinita piedad suscitada por el espectáculo del infinito dolor. Acabábamos de dejar atrás los corpulentos castaños; el sol declinaba, encendiendo al soslayo, con toques y vislumbres de cobre limpio, el pelaje de las vacas y los recentales juguetones que aguijoneaba un aldeano, de retorno sin duda de la feria. El aroma penetrante y ambiguo de la flor del saúco se confundía con el olor insulso del polvo removido por las pezuñas del ganado. Un automóvil amarillo cruzó como alma que el diablo lleva, soltando vahos de gasolina. ¡Un automóvil! ¡Si viviese aún la mal pecada! ¡Cómo pedir limosna a quien vuela en automóvil!
Y la cruz negra, de repente, la cruz que me había comprimido el pecho, me pareció consoladora, buena. Era otra súplica de la ciega... «Por amor de Dios..., acordaos todavía de mí, rezad». Y, entre el silencio campestre, alto y religioso, que había sucedido al paso de la máquina endemoniada y el correteo de los becerrillos desmandados de susto, se me representó otra vez la mendiga, en pie, al lado de la cruz negra. Las cuencas de sus ojos ya no estaban vacías: en ellas brillaban unas pupilas azules, espléndidas, con limpidez de zafiro. Su vestimenta era blanca; y alrededor de su cuerpo derecho, casi gallardo, clareaba un halo de luz, los oros en fusión del poniente y la plata que vierte la luna nueva...
Y si no existiese esa región misteriosa donde te han engastado otra vez los ojos en las órbitas y donde tus andrajos son blancuras, ¿qué excusa, qué explicación tendría para ti este mundo, vejezuela, cuyo monumento es esa negra cruz desbastada a hachazos por un carpintero de aldea, y que el próximo invierno pudrirán las lluvias?

«Blanco y Negro», núm. 603, 1902.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La corpana

Infaliblemente pasaba por debajo de mi balcón todas las noches, y aunque no la veía, como ella iba cantando barbaridades, su voz enroquecida, resquebrajada y aguardentosa me infundía cada vez el mismo sentimiento de repugnancia, una repulsión física. La alegre gente moza, que me rodeaba y que no sabía entretener el tiempo, solía dedicarse a tirar de la lengua a la perdida, a quien conocían por la Corpana; y celebraban los traviesos, con carcajadas estrepitosas, los insultos tabernarios que le hipaba a la faz.
Cuando me encontraba en la calle a la beoda, volvía el rostro por no mirar a aquel ser degradado. No solamente degradado en lo moral, sino en lo físico también. Daban horror su cara bulbosa, amorotada; sus greñas estropajosas, de un negro mate y polvoriento; su seno protuberante e informe; los andrajos tiesos de puro sucios que mal cubrían unas carnes color de ocre; y sobre todo la alcohólica tufarada que esparcía la sentina de la boca. Y, sin embargo, en medio de su evidente miseria, no pedía limosna la Corpana... Aquella mano negruzca no se tendía para implorar.
Los que tenían el valor de ponerse al habla con ella, de eso precisamente la oían jactarse: de que «se valía sola»; de que vivía y se embriagaba a cuenta de su trabajo... ¡Su trabajo!... Parecía increíble: la arpía encontraba labor..., ya que de algún modo hemos de decirlo... Trajineros y arrieros que incesantemente cruzaban el pueblecillo llevando sus recuas cargadas de pellejos de mosto, cueros o alfarería vidriada; mendigos, transeúntes que corrían tierras espigando la caridad; jornaleros que acababan de gastarse en la taberna parte del sudor de la semana; mozallones desvergonzados que salían de tuna y se recogían antes del amanecer, temerosos de una tolena de sus padres..., he aquí los que ofrecían a la Corpana, entre bisuntas monedas de cobre, fieras zurribandas con las cinchas de los mulos, puñadas entre los ojos, puntillones de zueco y bofetones de los que inflan el carrillo... Porque ha de saberse que los más se acercaban a la Corpana con objeto de tener el gusto de majar en ella, y la diversión consistía en la lucha, de la cual la mujer, con sus bríos de hembra terne, salía rendida y vencida en todos los terrenos, excepto en el verbal, no agotándose el chorro de sus injurias y sus pintorescos dicterios, ni cuando yacía en el suelo, medio muerta a fuerza de golpes y de ultrajes. Alguien llamaría sadismo a la peculiar atracción, salvaje y cruel, que ejercía la Corpana en su clientela especial; y si hubiese sadismo en este caso, preciso será conocer que no es la literatura quien propaga tales iniquidades, pues la mayoría de los atormentadores de la muyerona no creo que hubiesen deletreado, no digo yo al consabido divino marqués, pero ni aún el abecé en la escuela.
Vagaba la Corpana siempre sola; ni las regateras, fruteras ni panaderas del mercado, ni las aldeanas que venían a vender gallinas y leña, ni las golfas de la calle, en pernetas y sin peinar, se hubiesen juntado con semejante barredura. Equivocado estará el que crea que la noción de la desigualdad social la cultivan las altas clases. Es en las bajas, y aún en las ínfimas, donde se acata mejor esa ley de la clasificación y la desigualdad ante los seres humanos. El mohín de desprecio que hacía a la Corpana, por ejemplo, la Gorgoja, panadera de las más humildes, que compraba la harina averiada y se sustentaba de revenderla, y que no era ninguna Lucrecia, si hemos de atender a las murmuraciones, no puede compararse sino al que hace la gran señora a la burguesa entremetida, que aspira a forzar las puertas de su trato. A bien que la Corpana, altanera a su modo, digna a su estilo, no se acercaba a ninguna de aquellas desdeñosas: se contentaba con soltarles, a distancia, una ristra de insultos: «¡Lamelonas! ¡Porcallonas! ¡No tenedes faldra en la camisa!».
Y cuál sería el grado de desprecio que inspiraba la Corpana, que ni aún se dignaban cruzarse con ella. Reían entre sí, escupían de lado, se limpiaban con el delantal y después aparentaban, diplomáticamente, no haberla visto ni oído.
Indescriptible fue el asombro de la gente cuando un día apareció la Corpana llevando de la mano a una niña.
Y no a una niña del arroyo; no a una de esas criaturas enlodadas y famélicas, hoscas y escrofulosas, que representan, para tantas pobres mujeres el fruto ansiado de las entrañas, sino una especie de señorita gentil y escantadora, rubia y blanca, vestida con esmerada pulcritud... Una chiquilla como un sol, de unos nueve a diez años, altiva, trajeada de cretona gris, con su cuello blanco, su lazo azul en el pelo y la mata de reflejos dulcemente trigueños tendida por la espalda. La extrañeza, elevada a pasmo, se reflejaba en los cándidos ojos, de violeta de la flor de lino, que la pequeña alzaba hacia su madre... Porque todo el pueblo lo sabía a la media hora: la chiquilla era hija de la Corpana, recogida, criada y educada en casa de una hermana mayor de la perdida, que tenía tienda allá en Puentemillo, y que acababa de morir súbitamente. Los herederos, los sobrinos legítimos, devolvían a la loba la inocencia lobezna, y allí andaban las dos, madre e hija, todo el día de la mano; la borracha, sin borrachera; la criatura, atónita y encogida de miedo a algo, no sabía ella decir a qué... Sus mejillas palidecían, su boca se contraía, sus manos se ponían color de sebo, su vestidito planchado se ajaba y a la semana siguiente había adquirido el aspecto sórdido de las pobretonas...
Un domingo, al cruzar la plaza para ir a misa, vi que la propia Corpana me salía al encuentro y me cortaba el paso. No temí la racha de injurias que hasta involuntariamente expelía aquella boca: la Corpana venía de paz, venía con los ojos en el suelo... y, en aquel mismo instante, sentí dentro de mí dos cosas: la primera, que aquella mujer no profería una palabra que no fuese dolor y vergüenza de sí misma; la segunda, que yo ya no sentía ni repulsión ni desdén. Había entre nosotras algo humano que tácitamente nos ponía de acuerdo.
-Por caridad de Dios -balbucía la que nunca había pedido limosna y lo tenía a menos. Saquen de mi poder a esta criatura, señores... Sáquenmela pronto, llévenmela... ¡Ya ven que no puede ser!
-No puede ser -repetimos todos, comprendiendo inmediatamente; y tomando a la niña con nosotros, la rodeamos como de un círculo defensivo, la aislamos, por un movimiento al cual el instinto dio la precisión de una maniobra militar.
Y lo terrible fue que la niña, sonrosada de gozo y emoción, se nos entregaba, presurosa de libertarse de su tremenda madre; se nos pegaba, huyendo horripilada de la que le había dado el ser... Y yo, fijando el mirar con involuntaria atracción en la Corpana, vi que de los ojos inyectados de la alcohólica saltaba una lágrima pequeña, que debía de ser muy acre, amargosa como el zumo de las retamas en el monte bravío...
Cuando hubimos colocado a la chiquilla en un convento de enseñanza, a fin de que pasase allí los años que le faltaban para tener edad de ganarse el pan honradamente, me dijo un día Tropiezo, el médico de Vilamorta:
-¿Llorar la Corpana? Sería aguardiente de orujo.
¡No! Era sangre y agua, era dolor líquido... En todo corazón está oculta una lágrima. Y los moribundos la vierten en la agonía, si en vida no pudieron...

«El Imparcial», 16 septiembre 1907.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La cordonera

Todos la recuerdan, porque vivió muchos, muchos años, y tres generaciones la han visto envejecer lentamente, en su tienda angosta, entre rollos de estambre, piezas de pasamanería, rechamantes galones de oro y plata para casullas, y sartas de almas de bellotas, de madera torneada, que, colgadas de clavos, producían, al entrechocarse, un castañetear de huesecillos de muertos.
Se le conocía perfectamente que debía de haber sido muy hermosa... ¿Cuándo? Aquí empezaban las vaguedades y hasta las contradicciones de una historia que nadie sabía bien, porque nunca se cuidó nadie de averiguarla con puntualidad.
¿Contaría setenta, setenta y seis, ochenta, la mujer que, invariablemente, a la misma hora de la mañana, abría su establecimiento, se sentaba, muy alisado ya el pelo gris, detrás del mostrador, y esgrimiendo unas agujas relucientes por el uso, poníase a hacer media, interrumpiendo su labor si entraba un cliente, con resignación monótona y forzada?
No se podía fijar edad estrictamente a un rostro que había conservado su regularidad escultural, y a un cuerpo todavía derecho, todavía con curvas ricas y nobles. La ancianidad no es cosa que se oculte; pero, sin duda, hay personas que la disimulan, no con afeites ni retoques, sino por benignidad especial de la naturaleza, hasta muy tarde.
Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción -el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo- semejaba, de golpe, rejuvenecida.
La cordonera tenía su leyenda, casi puesta en olvido. Rara vez, con movimiento espontáneo de curiosidad, alguien, generalmente un forastero -porque en provincias las leyendas se conservan para contárselas a los forasteros y asombrarlos, se acercaba a la tiendecilla y contemplaba un momento aquel rostro marchito, de líneas aún bellas. Era que le habían contado cómo, en otro tiempo, por la cordonera, un hombre se mató...
La mayor parte de los que entraban en el establecimiento ni pensaban en tal cosa; era un cuento del pasado, también marchito, sin importancia alguna. Sería curioso calcular qué suma de fuerza psicológica representaron las pasiones desvanecidas, las penas disipadas, las esperanzas fallidas y los dolores que fueron... Así como los cuerpos de los humanos desaparecen sin dejar acaso huella, disueltos en la materia, incorporados al todo, sus anhelos y sufrimientos pasan y se desvanecen, borrados a cada instante por el indiferente destino. Caen como gotas en el mar de la vida universal, y si para un individuo fueron lo infinito, lo inmenso, para el conjunto ni aun llegaron a existir...
Así sucedía, sin duda, con el olvidado drama de la cordonera. Algunos, al recordarlo, lo echaban a broma. Nunca comprenden los que ven a una mujer anciana, calzada con zapatos de paño por el reuma, peinada sin asomo de pretensiones, vestida con humilde blusa, que pudo un día un hombre darse por ella la muerte. El caso es reidero. ¡Suicidarse por amor, y por amor a la vieja, a la que hace calceta, a la del pelo recogido en moño escaso! Cuando se mira a las viejas se propende a creer que nunca hayan sido jóvenes, aunque conserven, como la cordonera, vestigios de su antiguo esplendor.
La cordonera vivía sola, con una criadita casi niña, y se ignoraba también si tuvo en otro tiempo familia, hogar. Nadie, por otra parte, ponía el menor empeño en indagarlo.
Los que la conocieron moza, ya dormían en el cementerio, al borde del mar. Permanecía aislada, como árbol solitario en triste llanura, llevando la existencia pálida y yerta de los ancianitos que no alternan. Su modesto comercio era también un arcaísmo; sus flecos, bellotitas y madroños, estaban mandados retirar. En todo el día, apenas entraba algún cura de aldea a encargar un manípulo o una borla de estandarte. La pasamanería la vendían ahora los tapiceros y mueblistas; los ornatos de iglesia venían hechos de Barcelona, a módicos precios. Y, por efecto de estas circunstancias, acaso la cordonera no tuviese ya qué llevarse a la boca, porque un día suprimió la doméstica, y se lo hizo todo: desde poner el puchero, hasta el barrido de la tienda.
Entonces fue cuando pudo notarse que decaía físicamente y aprisa. Las primeras señales de la decrepitud se presentaron. El andar era dificultoso; en el rostro se habían cavado hoyos de sombra, surcos severos. Los ojos, amortecidos, se encuadraron en el marco de párpados llorosos. La voz se cascó. Las manos se agitaron con temblequeteo senil, al devanar sus ovillos de estambre.
Los que entonces visitaron la tienda pudieron notar algo penoso. Eran, en los rincones, las telarañas, cubriendo con su tul, al principio sedoso, luego denso y sombrío como las alas del murciélago, la seda y el algodón y las bellotitas de oro y los galones y agremanes, que nadie compraba. La cordonera, cuyas pupilas habían nublado los años, no veía lo bastante para limpiar bien su pequeño dominio.
Una vecina, tendera de zarazas, bayetas y lienzos padroneses, le propuso, para agrandar su establecimiento, la cesión de la cordonería. Con el dinero del trato, la cordonera podría vivir, reuniéndose a otras dos o tres viejecillas y comiendo juntas de una misma olla; arreglo frecuente en las ciudades de provincia, donde todo el mundo se conoce. La cordonera rehusó enérgica-mente. En aquella tienda había vivido y quería morir. Las razones, no las explicaba. Acaso no se las explicase a sí propia. En las confusas percepciones de la vejez hay mucho de instintivo. Ella misma, ella, había olvidado bastante, eran ya borrosos los contornos de los tiempos en que, por una ventanita baja, hablaba con aquél, y apenas rememoraba los juramentos, las palabras grabadas con fuego en la memoria, las luchas con la familia, que se oponía a los amores, la proposición de la fuga, su negativa, la amenaza del suicidio, y, a poco, su atroz realidad. Sobre los hechos, la esponja había pasado, desvaneciendo las tintas más vivas, borrando y confundiendo la serie de las reminiscencias, llevándose lo vivaz, lo ardoroso..., pero dejando lo que está más adentro de la superficie, lo que ya se ha incorporado al alma, a su substancia inmortal. Y la anciana, sin asomos de romanticismo, por instinto, como el perro que no quiere apartarse de un cadáver, se negaba a salir de su tienda, donde había sido amada hasta la muerte...
Todos estaban allá. Allá, el piloto, atezado por los viajes, el héroe de su novela; allá, los padres, causantes de la desventura; allá, la hermana, confidente de los amores, su amparadora... Allá, en ese lejano país, donde todos se van quedando, y donde, al encontrarse las sombras de los que se amaron o aborrecieron aquí, deben sonreírse de lo vano de las cosas. El que en una hora de amorosa furia barrenó su sien con la bala de una pistola; los que le empujaron a tal desatino -iguales. Y pronto, igual también la anciana, casi moribunda, que aún tenía valor para abrir su escaparate, y para tejer torpemente un flequillo que no le había encargado nadie, «por si acaso» ocurría que se lo pidiesen, con destino a la vestimenta de algún santo...
Igual por fin, pues una mañana no abrió la cordonera. La encontraron caída al pie de la cama, rígida ya. Sin duda, la desgracia ocurrió a la hora de acostarse.
Entonces, por dos días, algunas comadres del barrio hablaron un poco de la pasada belleza y del antiguo amor. Después sí que vino el olvido absoluto. ¡Bah! Historias de antaño. ¡Hay tantas de hogaño! 

«La Ilustración Española y Americana», núm. 42, 1914 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La confianza

Lo que más encargaba Berándiz el joyero a sus dependientes era que no se fiasen de las señoras guapas y muy bien vestidas, que además vienen en coche y hablan con desdén olímpico de las sumas que puede costar una alhaja.
-El que regatea es que piensa pagar... Cuando no conozcan ustedes a la gente, mucho cuidado... Las apariencias engañan.
Pero estas sabias advertencias (como todas las que se dirigen a subalternos) eran machacar en hierro frío. Especialmente perdía el tiempo el señor Berándiz (hombre de suma experiencia y que, bajo la capa de una afabilidad grave con las clientes, ocultaba la astucia del judío más cebado en la ganancia) al dirigirlas a Avelino Cordero, el guapín a quien, atraídas por su sonrisa halagadora, se dirigían por instinto las damas.
El caso es que el sistema de Cordero -Berándiz lo reconocía en sus adentros- no carecía de habilidad comercial. Aquel demontre de chico, con su labia melosa y su derretimiento extático ante todas las mujeres que pisaban la joyería, las embaucaba, especialmente si pertenecían a la clase equívoca, que se adorna con brillantes y perlas, más que las madres de familia honradas. Avelino sabía matizar su adoración: con las grandes señoras era religiosa, apasionada con las semimundanas, y, en cambio, se mostraba familiar y casi insolente con las que no ocultaban su profesión y sus hábitos. No había manera de rebajarle nada del precio a aquel chico tan insinuante, que tenía cara fina, de grabado inglés; pelo rubio bien atusado, talle elegante, manos largas y pulidas, que con tal amorosa delicadeza abrochaban los brazaletes y enganchaban los pendientes, acariciando, como el ala de una mariposa, el lóbulo de la oreja femenil, encendido de placer.
Y por eso, y sólo por eso, conservaba en su establecimiento Berándiz al peligroso dependiente, con el cual no ganaba para sustos, dada su facilidad en enviar a las casas estuches con joyas a granel y dejarlos allí media semana sin reclamar.
-¡Qué un día tenemos un disgusto, Cordero! -advertía incesantemente, con el entrecejo fruncido y el rostro preocupado, el patrón. ¡Que la gente anda muy lista!
-También andamos listos por acá... -respondía Avelino con su alegre ligereza. Las conozco, señor Berándiz, y a mí no me engañan. ¡Quia! Me toman el género lo mismo que pan bendito... Y como todo lo que las digo es de dientes afuera, aunque ellas crean otra cosa, me quedo yo muy sereno para olfatear los malos propósitos... ¿Ha pasado algo desagradable nunca? Ni pasará. Estoy al quite.
Sólo a medias se tranquilizaba el judío, inquieto ante la galantería del dependiente. «¡Jum, jum! -murmuraba, rascándose suavemente el ala de la nariz-. ¡Tantas veces va el cántaro!... Y éste no repara: lo mismo envía en descubierto una rivière de chatones que un broche de perlillas de cien pesetas...».
Sólo por el olor pronunciado a esencias extravagantes que exhalaba, ya alarmó a Berándiz una cliente desconocida, que se presentó una tarde pidiendo de lo más caro y de lo mejor. Naturalmente, la monopolizó Avelino. La extranjera -lo era de fijo, por el acento y la exageración de la espléndida indumentaria- tenía un rostro picante, sin belleza, pero lleno de bellaquería; el pelo casi rojo, y las mejillas como esmaltadas a fuerza de pintura. Avelino, envolviéndola en fulgores y en humedades de miradas, fascinándola con la sonrisa, consiguió que adquiriese de golpe una lanzadera de mil pesetas, un broche de setecientas y un lapicillo de oro cincelado de trescientas. Garbosamente, la extranjera sacó de la elegante bolsa dos billetes blanquiazules de a mil francos, y Berándiz, cuya pose (todos lo sabemos) es la corrección, advirtió deferentemente a Avelino:
-Que vayan enfrente, a la casa de cambio, a saber la cotización, para devolver a esta señora la diferencia.
Así se hizo. La extranjera, mientras se cambiaban los billetes, continuaba revolviendo, como caprichosa mal saciada.
-Un hilito de perlas... ¡Hace tanto tiempo que tengo este antojo! ¿Hay alguno regular?
Salieron tres muy ricos. El pago inmediato de las otras joyas había amansado al mismo Berándiz, y Avelino, presintiendo el gran día, de venta gorda, se liquidaba, se deshacía, probando las sartas a la cliente con gestos de fervor. Eran una ganga: baratísimas; ya no se encontraban así; las tenían de antiguo en la casa. La señora haría bien en aprovechar la ocasión. ¡Oh, qué tono el de las perlas al lado de la piel! ¡Qué dos blancuras encantadoras!
Sonreía, halagada, la extranjera; pero al mismo tiempo..., esto de los hilos..., vamos..., no se atrevía..., sin que monsieur... Se trataba, al fin, de algo importante: monsieur vendría a verlos mañana; hoy estaba atareado con tantos negocios, y sólo regresaría al hotel a la hora de comer...
Avelino sabía que no conviene dejar enfriar los caprichos femeniles. Precipitó el desenlace.
-Yo los llevaré, señora, a que monsieur los vea, a la hora que usted señale.
Al pronto no se avino la pájara. ¡Oh! ¡Era tan poco probable saber cuándo regresaría monsieur, con los negosios! Avelino insistió: Berándiz acababa de hacerle, a espaldas de la cliente, un guiño casi imperceptible para animarle y autorizarle. Ella se conformó por fin.
-A las seis. Hotel de XXX, cuarto número...
Y a la hora indicada, exacto como un reloj de los que son exactos, allí estaba Avelino con los estuches. La extranjera, alzándose del sofá, hizo gestos de contrariedad:
-¡Cuánto siento la molestia!... ¡Oh, es un fastidio! Monsieur..., figúrese..., me dice por teléfono que se retrasó hablando de ese asunto de ferrocarriles, y que le retienen a comer en casa de los señores...
Y el apellido de los opulentos banqueros madrileños acabó de afirmar a Avelino en la resolución. Dijese el patrón lo que quisiera..., al hacerle el guiño, le había lanzado... Le reprenderían, pero se haría la venta excepcional...
-Monsieur, al fin, volverá... La señora quédese con esto, y cuando el señor venga... Mañana, a la hora que guste, yo pasaré a saber la contestación...
-¡Oh, oh!
Y la francesa resistió, hizo melindres, una mímica de gratitud por la confianza que se le otorgaba, a que Avelino correspondió con otra de éxtasis y rendimiento baboso. Y al cabo se fue, saliendo la francesa, con notorio mal tono, a despedirle al pasillo, repitiendo:
-Yo permanezco aquí. No abandono un minuto los estuches...
A las once de la mañana del día siguiente, Avelino, con la mosca en la oreja, por una terrible fraterna de Berándiz, que le había permitido llevar las joyas, pero no dejarlas, se presentaba en el hotel, y el portero, a su interrogación, respondía:
-¿Los señores del cuarto número...? No eran señores; era una señora, y anoche se ha marchado.
Y al ver la cara lívida, los ojos alocados del dependiente, exclamó:
-¿Se siente usted mal, caballero?...
No contestó. No podía. Se declaraba el ataque nervioso, de esos que llama histéricos la ciencia, aunque tal palabra parezca impropia tratándose de varones. 

La ilustración española y americana, núm. 7, 1911 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La compaña

Invierno. Después de un día corto, lluvioso y triste, la noche es clara, de luna; la helada prende en sus cristales, resbaladizos y brillantes como espejos, el agua de la charcas y ciénagas, y en la ladera más abrupta de la montaña se oye el oubear del lobo hambriento. Dentro de la casucha del rueiro humilde, la llama de la ramalla de pino derrama la dulce tibieza de sus efluvios resinosos, y el glu-glu del pote conforta el estómago engañando la necesidad, pues el pobre caldo de berzas sólo mantiene porque abriga.
Desviada de la aldea por el soto de altos castaños, próxima a la iglesia y al cementerio, la ruin casuca de la vieja señora Claudia -alias Cometerra, porque en sus juventudes mascaba a puñados la arcilla del monte Couto-también siente el bienestar del cariñoso fuego. Todo el día, calándose hasta las médulas, ha trabajado su nieto Caridad, y el brazado de ramalla y la leña todavía húmeda y la hierba que rumia la becerrita roja él se las ha agenciado... No preguntéis dónde. Quien no tiene bosque ni pradería suya, ha de merodear por tierras de otro. ¿Qué señor le arrienda un lugar a un mocoso de quince años, hijo de un presidiario muerto en Ceuta? El colono ha de ser libre de quintas, casado y de buena casta. ¡Valiente adquisición la de aquella bruja que pedía por las puertas una espiga de maíz o una corteza mohosa, y la de aquel galopín, que no dejaba en los términos de la parroquia cosa a vida! También hay clases en la aldea... Y los hijos de dos o tres labradores de los más acomodados, de pan y puerco, se la tenían jurada a Caridad. Porque puede pasar el esquilmo de la rama y del tojo, y hasta el apañar hierba en linderos que no tienen dueño; pero arrancar la patata ya en sazón o desvalijar un panel del hórreo... eso son palabras mayores, y como le pillasen..., ¡guarda el escarmiento!
Caridad, entre tanto, traía a casa bien repleto su «paje» de mimbres. Aquel día formaban el botín golpe de castañas maduras, bellotas y, ¡presa extra-ordinaria!, tres o cuatro hermosos huevos frescales... Cuando tenía suerte en su caza de víveres, ¡la abuela le pagaba tan bien! Inagotable repertorio de consejas, tradiciones y patrañas, Cometerra, acurrucada en el rincón del lar, mientras con mano temblona pelaba las patatas o desgranaba las espigas, rubias, hablaba, narraba, ensartaba sus cuentos de mil mentiras... Y Caridad no conocía otro goce. Las historias de la abuela eran a la vez su única escuela y su único teatro, el pasto de su imaginación virgen, fresca, insaciable, de chiquillo que no sabe leer, y que presiente la novela y la poesía, identificándolas, en su ignorancia, con la vida y la realidad.
Tal vez en aquel precoz enfermizo desarrollo de la fantasía influyese el mismo aislamiento a que le condenaban sus menudos latrocinios y la azarosa suerte y las fechorías de su padre. Es lo cierto que Caridad creía a puño cerrado..., ¿qué es creer?, «veía». El mundo triste y agorero de la vieja mitología galaica le rodeaba a todas horas. El miedo a lo desconocido encogía su alma y derramaba hielo de mortal pavor en sus venas, atrayéndole, sin embargo, con misterioso atractivo, llamándole. Temía y deseaba la aparición sobrenatural, y mientras sus manos, mecánicamente, cogían lo ajeno, su espíritu inculto sentía el escalofrío del mundo invisible que nos rodea, y cuyo hálito quejoso se percibe en los murmullos del bosque y en el fluyente llanto de agua...
Esta noche de invierno, cercana ya la vigilia de los difuntos, Cometerra explica a su nieto lo que es la «Compaña» o «Hueste». Es una legión de muertos que, dejando sus sepulturas, llevando cada cual en la descarnada mano un cirio, cruzan la montaña, allá a lo lejos, visibles sólo por la vaga blancura de los sudarios y por el pálido reflejo del cirio desfalleciente. ¡Ay del que ve la «Compaña»! ¡Ay del que pisa la tierra en que se proyecta su sombra! Si no se muere en el acto la vida se le secará para siempre a modo de hierba que cortó la fouce. Quebrantando, sin fuerzas, tocado de extraño, mal contra el cual no existen remedios, irá encaminándose poco a poco a la cueva, porque la «Hueste» recluta así a los que encuentra en el camino, los alista en sus filas, refuerza su ejército de espectros... ¡Infeliz del que ve la «Compaña»!...
En su pobre y frío lecho de hojas de maíz, Caridad se revuelve pensando en la fúnebre procesión. El fuego del lar se ha extinguido; la abuela ronca acurrucada a pocos pasos; se escucha fuera el gañir del lobo y la queja casi humana del mochuelo... La tentación es demasiado fuerte. De seguro que a estas horas desfila por el monte, en doble hilera de luces, la gente del otro mundo. ¡Verla! Caridad no se acuerda que verla es morir. Quizá no le importa. El apego a la vida no nace temprano; el arbolillo sin raíces no se agarra a la corteza terrestre. El miedo, en Caridad, es como un espasmo: su alma estremecida teme y desea a la vez. Y deslizándose de la dura cama, a tientas va hacia la puerta, abre el cancel, se asoma y mira.
Velada la luna, antes esplendente, por nubarrones de trágica forma, negrísimos, los objetos aparecen confusos, las manchas de la arboleda se pierden entre la turbieza gris de la lejanía. Caridad, tiritando, echa a andar en dirección a la iglesia. Sin darse cuenta del porqué, supone que la «Hueste» ronda las tapias del cementerio. Lo singular es que, al ir en busca de la procesión de las almas, el chiquillo tiembla, sus dientes castañean, sus pupilas se dilatan, su sangre se cuaja, su corazón por momentos cesa de latir. Y, sin embargo, anda, anda, fascinado; ansioso, pisando la escarcha con descalzos pies, amoratados y rígidos. Allá donde se alza el muro del camposanto, una claridad difusa, unos campos de luz verdosa le llaman con palpitaciones de mortaja flotante y, con humaradas de cirio que se extingue. Allí está de seguro la «Hueste»... Ya cree verla, verla distintamente, y hasta escucha reprimidos sollozos, ahogados gritos que pueden confundirse con la ironía de la carcajada brutal... Sin transición, sin espacio a decir Jesús, a llamar a su madre como la llaman los heridos de muerte. Caridad se desploma. A un mismo tiempo le ha partido la cabeza un garrotazo y le ha abierto la garganta el corvo filo de una céltica bisarma, que a la vez que desagüella sujeta a la víctima. La sangre, caliente, se coagula sobre la helada superficie del terruño. Los mozos se retiran, dejando tieso allí al ladronzuelo, y murmurando, serios ya, porque no habían pensado ir tan lejos, ni hubiesen ido a no mediar el mosto nuevo y la vieja «caña»:
-Quedas escarmentado.

«Blanco y Negro», núm. 505, 1901.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)