Lo primerito que
José San Juan -conocido por el Carpintero- hizo al salir de la
penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del director.
Era José un
mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis años de
encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando los aleros de
los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo, habituado al chaquetón
del presidio; andaba torpemente, y la gorra flamante, que torturaba con las manos,
parecía causarle extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete.
-Bien, hombre;
se agradece la atención -contestó el funcionario-. Ahora, a ser bueno, a ser
honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has visto aquí por un
arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes estos seis años,
procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo de mí?
Y escribió una
orden para que dejasen entrar a Pepe el Carpintero, en el locutorio del
presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que significaban aquellas
relaciones entre penados, los galanteos a distancia y sin verse de «chuchos» y
«chuchas»; el amor, rey del mundo, que se filtra por todas partes como el sol,
y llega donde éste no llegó nunca, perforando muros, atravesando rejas.
Tenían casi
todos los penados en la penitenciaría de mujeres una «galeriana» que por cariño
remendaba y lavaba su ropa; una compañera de infortunio, a la cual no habían
visto nunca, y cuyas atenciones pagaban con cargo rebosando sentimentalismo
ridículo..., pero sincero. Era el sacro amor, introduciéndose en aquel infierno
para burlarse de la seriedad de las leyes humanas; la vida y sus efectos
floreciendo allí donde el castigo social quiere convertir a los réprobos en
cadáveres con apariencia de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal
de mujeres, soberbio y flamante, contemplá-banse desde cerca, mudos,
inmutables; pero un soplo de pasión contenida y ardiente, de primavera amorosa,
germinando entre la mugre de la «casa muerta», iba de uno a otro edificio como
la caricia fecundadora que por el aire se envían las palmeras de distinto sexo.
Tan grande
emoción embargaba a Pepe al dirigirse al locutorio de mujeres, que sus piernas,
temblorosas, acortaban el paso..., ¿Cómo sería su «chucha»? ¡Por fin iba a
verla! Y pensando en las formas de que la había revestido su imaginación en las
noches de insomnio o en los solitarios paseos patio abajo y arriba, todo el
pasado revivía de golpe en su memoria. Para comenzar, su entrada en presidio,
resultado de tener mal vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda
excitación, de huraño aislamiento, viendo deslizarse los días como pesadas
ondulaciones de un río gris y triste. Después, cuando hizo amigos, extrañáronse
de que un muchacho cual él, guapo y terne, que si estaba en trabajo era por ser
muy pobre, no tuviera su «chucha», su «chucha» como los demás. Ellos se
encargaban del arreglo; escribirían a sus amigas, y no faltaría en la casa de
enfrente quien atendiese a tan buen mozo. Un día le dijeron que su «chucha» se
llamaba Lucía, más conocida por el apodo de la Pelusa , y Pepe le
escribió, encontrando dulce satisfacción en saber que más allá de aquellos
muros había alguien que pensaba en él y se interesaba por su vida. Pronto a
este goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo: alababan la
limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos manjares, obra todo
de la Pelusa
de la enamorada «chucha», que, invisible como un duende, tenía para él cuidados
maternales.
-Pero, camarada,
¡y qué suerte la tuya! -le decían los compañeros de pelotón con mal encubierta
envidia.
-Esa Pelusa
es de oro -añadía un veterano del presidio, oráculo de la gente joven.
Consérvala, chaval, que mujeres así entras pocas en libra.
-Algo mayor que
tú debe de ser, pues creo que no es ésta la primera vez que visita la casa...,
pero ¿qué te importa que sea joven o vieja? Tú déjate querer, que esa es la
obligación de los buenos mozos, y cuando salgas en libertad, búscate otra que
te atienda lo mismo.
Pepe protestaba.
Sentía duplicarse el agradecimiento hacia aquella mujer; las relaciones, que al
principio le parecían cosa de risa -buena únicamente para distraer el tedio
encierro, le llegaban muy adentro ya, y la gratitud se volvía atracción,
viendo que no pasaba día sin que en el rastrillo le entregasen para él paquetes
de tabaco, prendas de ropa o algo de comer que le sostenía fuerte, robusto y
sano, librándole del rancho insípido del penal, la peor engañifa para el
hambre.
Pocos días
dejaban de escribirse. Las primeras cartas respiraban este énfasis amoroso
aprendido en los epistolarios populares; pero fueron haciéndose más sinceras,
según los dos amantes, por aquel reiterado contacto de alma: iban conociéndose.
Hablaban de su situación, de la desgracia en que se veían, en términos vagos,
como si les causara rubor decir por qué y de qué modo, y contaban fecha tras
fecha el tiempo que les faltaba para cumplir. Él saldría libre un año antes que
ella... ¡Con qué tristeza lo repetía la pobre «chucha»! Y José protestaba con
entereza de muchacho enérgico, caballeresco a su manera, incapaz de faltar a la
palabra. Él esperaría a que saliera ella; se casarían y serían felices; lo
decía de corazón, sintiéndose ligado para toda su vida por el reconocimiento a
sacrificios que habían endulzado sus amargas horas.
No sabía si
aquello era amor; realmente, nunca se había sentido dominado por mujer alguna;
no recordaba más que lances fáciles, los encuentros causales de su época
obrera; pero a su «chucha»... la quería sin conocerla y juraba no abandonarla
jamás. No porque estuviese en presidio era un canalla capaz de olvidar a
aquella mujer que pensaba en él a cada momento y trabajaba porque nada le
faltase. Consistía su única preocupación en saber algo de la historia o del
aspecto de su «chucha». Por desgracia, los mandaderos no la conocían; en la Galera , regida por monjas,
no entraba otro hombre sino el director; y con escrupulosa delicadeza, ni él ni
ella se atrevían en sus cartas a hablar del pasado ni de sus personas, como
temiendo que al entrar luz se rasgara el ambiente del misterio amoroso y se
disipase el hechizo. Los últimos días, ¡qué turbación tan intensa!... Pepe hablaba
entusiasmado de la próxima salida, y ella contestaba lacónicamente; sus
palabras respiraban tristeza, casi se lamentaba de que el hombre amado
recobrase la libertad, recelando despertar del ensueño de seis años. Y la misma
impaciencia de sus últimos días de escribir dominaba a Pepe cuando entró en el
locutorio de las penadas. Después de entregar la orden del director, quedóse
solo, hasta que por fin, a través de la tupida reja, oyó suaves pisadas
femeniles. Dos monjas se apostaron inmóviles en el fondo de la galería, donde
no podían oír las palabras, pero sí seguir con la vista todos los movimientos
de la que ocupaba el locutorio; y una galeriana fue aproximándose con paso
torpe, cual si le asustase llegar a la reja.
No hizo
movimiento alguno. ¡Las monjas no le habían entendido! Aquella mujer no era la
que él buscaba; y miró con extrañeza a la reclusa, especie de payaso de la
miseria, disfrazado con faldas grises; criatura exigua, demacrada, encogida,
los ojos saltones veteados de sangre, de pelo canoso, cerril y escaso,
alborotado sobre la frente y asomando entre los labios lívidos una dentadura
enorme, amarillenta, de caballo viejo. La mujer aparecía, además, mal
pergeñada, sucia, como si enfaenada en la furia del trabajo se hubiese olvidado
de sí misma. Se miraron algunos instantes con extrañeza, y acabaron sonriendo,
convencidos de la equivocación.
-No; no es usted
-dijo Pepe. Yo busco a la
Pelusa. Me acaban de poner en libertad y vengo a
conocerla.
La galeriana se
hizo atrás con rápido movimiento de mujer cuyo sistema nervioso está en
perpetua tensión por el género de vida.
Permanecieron
silenciosos breves instantes. Ella, pasada la primera impresión, mostró
profundo desaliento; sus ojos se llenaban de lágrimas, tributo pagado a la
decepción horrible. Él absorbía con la mirada la degradación de aquella ruina,
que parecía haber recogido en su persona la vejez y la inmundicia de todo presidio...
¡Dios, cuán fea era! Tragándose el llanto, sofocando su tristeza, la Pelusa fue la
primera en romper el silencio, como si deseara terminar cuanto antes aquella
escena penosa y difícil.
Y bajó la cabeza
para no mirarle; dijérase que su presencia le causaba daño, revolviendo el
rescoldo de su cariño de la entraña..., condenado a extinguirse.
-No, Lucía;
vengo no más a verte. Ni me despido ni me voy... Vengo a decirte... que soy el
mismo... y a cumplirte la palabra.
Pepe profirió
esto con fuerza, con acometividad, ofendiéndole la sospecha de que aquella
entrevista pudiese ser la última. Entonces la «chucha» se atrevió a
contemplarle; pero con expresión de tierna lástima, a estilo de madre que
agradece dulces mentiras del hijo.
-No quieres
darme mal rato... Bien, hombre... Dios te lo pague; pero ya ves como soy:
vieja, un susto, y, además, poca salud... ¡Si supieras qué guerra les doy a las
pobres hermanas con este corazón que siempre me está doliendo!...
Se detuvo al
llegar aquí, cual si se avergonzase. Su cara, de una palidez blanduzca, tono de
cera amasada con arcilla, se coloreó, animándose. Hizo un esfuerzo y continuó:
-Estoy aquí por
ladrona; no he hecho otra cosa en mi vida sino robar... Y a ti, ¡basta verte!,
tienes cara de bueno; habrás venido por alguna desgracia..., vamos, por bronca
o cosa parecida. No me engañes, ¿para qué?... No vas a salir con que me
quieres, hijo... Mirame bien... ¡Si puedo ser tu madre!
Impresionado por
las palabras de la reclusa, Pepe quería discutirlas, y las acogía con furiosos
movimientos de cabeza; pero Lucía prosiguió, sin darle tiempo a que protestase:
-Estoy más
enferma de lo que parece; después de este trago, ya sé que no salgo de aquí con
vida, ¡ay, cómo me duele el perro corazón!... Es que me han engañado; yo creí
que eras uno de tantos, un verdadero «chucho», uno del presidio... Y por eso te
quise; ¡nada, cosas que se le ponen a una en la cabeza; humo que se le mete allí!...
¡Y estaba yo más atontecida! ¡Ea, hombre!, márchate y no te acuerdes del santo
de mi nombre, Dios te dé suerte, cuanta mereces, y que encuentres una mujer
según necesitas... Porque tú vales un imperio... ¡Eres mucho mozo, caramba!
Lo murmuraba con
el alma entera, pegando su pobre cabeza de caricatura a los hierros, apretando
contra ellos sus manos descarnadas, ansiosas de tocar al deseado de sus
ensueños, que se presentaba en la realidad, joven, arrogante y con aquel aire
de bondad y simpatía...
-No, Pelusa
-contestó el mocetón con entereza-. Yo soy muy hombre, y los hombres sólo
tenemos una palabra. Prometí casarme contigo y esperaré a que salgas. No vengo
a despedidas, sino a que me conozcas..., y a decirte hasta luego. ¿Si te
creerás que se olvidan seis años de sacrificios, de vestirme y matarme el
hambre, mientras tú sabe Dios lo que comerías y como vivirías?... Pues ni que
fuera yo un señorito de esos que viven estrujando a las mujeres...
Seguía la Pelusa agarrada a
los hierros, y vacilaba lo mismo que si aquellas palabras cayesen con tremenda
pesadumbre sobre su cuerpo endeble.
-Pero ¿va de
veras? -murmuró, con voz ronca. ¿Serás capaz de quererme así como soy?... ¿Vas
a esperarme todo un año?
-Mira, Pelusa
-continuó el muchacho- yo no sé si te quiero como a las otras mujeres. Lo que
te digo es que no pienso irme y no me iré... ¿Que no eres guapa, guapa?
Conformes. ¿Pero es que en el mundo sólo las guapas han de encontrar quien las
quiera? No me importa lo que fuiste ni por qué entraste aquí: a mi lado serás
otra cosa. Esperaré trabajo, el director, que es bueno, me empleará en las
obras de la casa, si es preciso pasaré necesidad, pediré limosna... Lo que te
aseguro es que no me largo, y que ahora soy yo, ¡yo!, quien traerá a su
«chucha» ropa y comida.
Lucía cerraba
los ojos. Parecía que le deslumbraban las fogosas palabras de aquel hombre, y
echaba atrás el rostro contraído por grotesca mueca que expresaba asombro y
felicidad.
-Tengo aquí
clavado el agradecimiento -prosiguió Pepe- y ganas de llorar cuando pienso en
lo que has hecho por mí. ¿Dices que podrías ser mi madre? Lo serás si quieres;
yo no he conocido a la mía. Sales y viviremos juntos; trabajaré para ti sin
pensar más en copas ni en amigos; a mi lado engordarás y te remozarás, ¡y a no
acordarse de este sitio! Tu aquí encontraste un hombre de bien, y yo la primera
mujer de mi vida.
Era la Pelusa , que se
desplomaba lentamente, mientras sus manos se cubrían de arañazos al desasirse y
deslizarse por el enrejado duro y pinchador.
Cayó como un
fardo de harapos, estremeciéndose, balbuciendo entre convulsiones, con
vocecilla infantil:
Las dos monjas,
mudos testigos de la entrevista, vieron caer a la Pelusa y corrieron
para recoger del suelo aquel montón de infelicidad.
Otras monjas,
atraídas por los gritos, comenzaron por expulsar a Pepe del locutorio; a pesar
de sus ruegos y exclamaciones, las hermanas no se daban cuenta de lo ocurrido.
Si gustaba podía volver otro día, con permiso del director...
Pero ni lo pidió
ni tuvo que buscar trabajo. ¿Para qué? Al día siguiente la Pelusa era borrada
del registro del penal. El soplo de ventura y de vida que el «chucho» había
llevado consigo al locutorio rompió el corazón de la miserable y la hizo libre.
«El Liberal», 1 febrero 1900.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)