Mientras
iban Serrano, Antoñito, su primo y algunos amigos y colegas de éste
desde la fonda (adonde había vuelto Nicolás a mudar de ropa) a casa
del señor Mijares, el filósofo pensaba:
«¡Qué
pariente tan lejano es este pariente mío!»
Quería
decirse: «¡Cuán lejos está su carácter del mío, su pensamiento
del mío!»
En
efecto; Antonio Alcázar había tomado el mundo en una síntesis de
alegría. No lo pensaba él en estos términos, pero así era. No por
ser propio de la edad, sino porque él era, había sido y sería
siempre así; consideraba la vida como una cosa que se chupa, se
chupa, hasta que ya no tiene más jugo. Cuando por un lado ya no
había más que chupar, a otra cosa. Lo que se llamaba románticamente
la ingratitud, no era más que el quedarse una cosa seca, sin pizca
de jugo, y el ir a aplicar los labios a otra, sin pensar más en la
agotada. ¡Era esto tan natural! Sobre todo, él lo hacía sin
malicia. Su madre, a quien pensaba querer ciegamente, adorar, era la
víctima constante y principal del egoísmo de Antonio. ¡Quién se
lo hubiera dicho a él! Engañar a su madre para sacarle dinero o
lograr el cumplimiento de cualquier capricho le parecía una obra de
caridad, porque era ahorrarle el disgusto de hacerla consentir en una
cosa mala, a sabiendas de que era malo.
Antoñito
había sido ya artillero, dos años nada más, y pensaba ser marino
otros dos, y, por fin, abogado en su tierra, y después paseante en
Madrid.
Todo
esto había que ir dándoselo a su madre en píldoras.
Si
su madre servía para aquello, el resto de los mortales, no se diga.
Antonio Alcázar tenía fama de cariñoso. simpático. Se metía por
los corazones, sobaba a los amigos y a las amigas cuando podía,
repartía abrazos y hasta besos en las grandes circunstancias, y los
seres humanos eran para él juguetes de movimiento, formas vivientes
del placer suyo, el de Antonio. Pensaba y sentía y obraba con tan
feroz egoísmo, sin ningún género de hipocresía; y, sin embargo,
no había en el mundo muchacho más corriente, tan bienquisto en
cualquier parte. El misterio estaba, aparte de su figura, voz y
gestos llenos de atractivo, de alegría comunicativa, en la misma
inocencia de su instinto; era un parásito de toda la vida, caro, a
quien tenía que alimentar alguno de sus placeres. Casi siempre
fumaba, montaba a caballo y amaba de balde.
Además,
nadie podía asociar al recuerdo de Alcázar ninguna idea triste,
ningún suceso desagradable. Él lo decía: fuese casualidad o lo que
fuese, nunca había visto un enfermo, lo que se llama enfermo de
verdad, ni había asistido a ningún entierro. Nunca había dado el
pésame de nada a nadie, ni había transmitido una mala noticia, ni
filosofado con la gente acerca de la brevedad de la vida, los
desengaños del mundo, etc. Lejos de los negocios complicados que
despiertan los odios de la lucha por la existencia, pues su egoísmo
de parásito universal le permitía tomar los intereses materiales a
lo artista, como cosa de juego, y decir cuando iban mal dadas: «Allá
mi madre», o en su caso: «Allá mi inglés», a nadie estorbaba,
nadie ambicionaba nada de lo suyo.
Olvidaba
los agravios (lo que él llamaba así, sin que lo fueran), lo mismo
que los favores, no por nada, sino por el gran desprecio que le
inspiraba lo pasado. Lo pasado era el símbolo de las cosas chupadas
ya y arrojadas naturalmente. Despreciaba la Historia, pero no tanto
como la Filosofía. Si aquélla era lo que ya no valía nada, la otra
era la que no había valido ni podía valer nunca. Porque había algo
más inútil que lo que ya no era: el porqué del ser. El placer no
tiene porqué. La causa de lo que es no le importa más que al que
tiene ganas de calentarse la cabeza, de averiguar vidas ajenas. Por
todo lo cual, su primo Nicolás Serrano y Alcázar era, en opinión
de Antonio, un chiflado muy simpático, que, a pesar de sus viajes y
sus libros, gastaba poco y tenía siempre el bolsillo abierto para
los apuros de los primos.
Todavía
despreciaba otra cosa Antonio más que la Historia y la Filosofía:
era la verdad misma, el asunto de ambas.
¿Qué
importaba que las cosas hubieran sucedido o no? ¡Tenía gracia!
¿Servía para divertirse la mentira? Pues ¡viva la mentira! Él
nunca refería suceso alguno tal como había pasado, sino tal como se
le iba ocurriendo que a él gustaría más que hubiera sido. Como no
la necesitaba, había perdido casi por completo la memoria.
Por
este concepto de la verdad con gracia, admitía una clase de
filosofía: la maravillosa, la que ofrecía el atractivo de lo
extra-ordinario y de lo nuevo. Era gran defensor de todas las
paradojas y de todos los imposibles. Por eso era tan buen amigo del
alcalde. El señor Mijares, que era un payaso de la política
municipal, y otro payaso de la Medicina, y el gran payaso de las
ciencias misteriosas, del magnetismo animal, tenía en Alcázar un
admirador, un apóstol; y es claro que Antoñito se disponía a
divertirse mucho con la gran guasa de Caterina Porena y marido. Lo
menos que se figuraba era que entre él y el alcalde iban a regalarle
al doctor Foligno unas astas magnéticas que llegarían al techo.
Poco
antes de llegar a casa del señor Mijares, se le ocurrió a Serrano
decir:
-Tiene
un niño muy hermoso y muy inteligente. Ha comido conmigo en la
fonda.
-¿Un
niño la Porena? -preguntó Antoñito. ¡Bah! Esa gente no tiene
niños. No será de ellos; lo habrán robado como los roban los
titiriteros. Le estarán dislocando el cuerpo y el alma para
enseñarle la catalepsia.
«¡Demonio
con el pariente!», pensó Nicolás con cierto asco. Y en voz alta
dijo:
-¿Conoces
tú a Caterina?
-Sí,
la he visto esta tarde; me presentó a ella el alcalde. Chico, le fui
muy simpático, me apretó la mano y se rió mucho con mis cosas. Es
guapa y no es guapa. No, lo que se llama guapa... Pero tiene un no sé
qué..., y una elegancia... Y debe de estar muy..., vamos, muy...
cuando esté dormida. ¡La gran guasa! Ya veréis al alcalde haciendo
fluido en mangas de camisa, como un horchatero trabajando con la
garapiñera. Él me dijo que se sudaba mucho. Nosotros vamos a sudar
de risa.
Llegaron.
El salón del alcalde estaba lleno de lo mejor de Guadalajara. Ya
había empezado la función. Las damas, sentadas en cuadro, cerca de
las paredes, dejaban libre grande espacio en el medio. Los hombres se
amon-tonaban en las puertas y en los huecos de los balcones; otros
procuraban ver y oír desde los gabinetes contiguos. Había silencio
como en un templo. En medio de la estancia vio Serrano una mujer
vestida de blanco, muy pálida, rubia -tendida, más que sentada, en
una silla, larga, rígida, con los ojos cerrados. Parecía muerta y
vestida para la caja, como aquel Tomasuccio que quedaba en la fonda.
Las mismas telas, las mismas cintas de seda ajadas, de los mismos
colores. Nicolás vio a Tomasillo muerto al fin y hecho mujer; pero
lo que sintió al verlo así fue algo de novedad más inesperada, más
interesante que lo que había experimentado en la fonda observando al
hijo de la Porena. ¡Oh, sí! La madre era cosa más nueva todavía.
Aquella mujer de cara pequeña, casi redonda, de cabello de color de
oro cubierto de ceniza, de frente ancha, pura y llena de dolor; que
fingía dormir, por lo visto, y afectaba, de seguro, un padecimiento
nervioso; sintiendo, de fijo, la pena de la vergüenza de su papel
grotesco en aquella sociedad de pobres necios; aquella mujer era...,
tenía que confesárselo a sí propio, una emoción fuerte, llena de
angustia deliciosa, algo serio, algo que le arrancaba a sus
cavilaciones de alma desocupada y de pasiones apagadas. Era el
amor... sin ojos. ¿Cómo los tendría? Tal vez como los de su hijo;
pero ¿con qué más?
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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