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viernes, 21 de junio de 2013

La mica

Había una vez un rey que tenía tres hijos. Y el rey estaba desconsolado con sus hijos, porque los encontraba algo mamitas y él deseaba que fueran atrevidos y valientes. Se puso a idear cómo haría para sacarlos de entre las enaguas de la reina, quien los tenía consentidos como a criaturas recién nacidas y no deseaba ni que les diera el viento.
Un día los llamó y les dijo -Muchachos, ¿por qué no se van a rodar tierras? Le ofrezco el trono a aquel que venga casado con la princesa más hábil y bonita. Y lo mejor será que no digan nada a su mama, porque ¿quién la quiere ver, si ustedes chistan algo de lo que les he propuesto?
Y dicho y hecho: a escondidas de la reina los príncipes alistaron su viaje. Para no dar malicia, no salieron todos el mismo día: primero salió el mayor, un lunes; después el de en medio, el miércoles; y el menor, el sábado.
El mayor cogió la carretera y anda y anda, llegó al anochecer a pedir posada a una casita aislada entre un potrero. Cuando se acercó, oyó unos gritos dolorosos, se asomó por una hendija y vió a una vieja que estaba dando de latigazos a una pobre miquita que lloraba y se quejaba como un cristiano, encaramada en un palo suspendido por mecates de la solera. El príncipe llamó: ¡Upe! ña María...
La vieja se asomó alumbrando con la candela.
Era una vieja más fea que un susto en ayunas: tuerta, con un solo diente abajo, que se le movía al hablar, hecha la cara un arruguero y con un lunar de pelos en la barba.
El joven pidió posada y la vieja le contestó de mal modo que su casa no era hotel, que si quería se quedara en el corredor y se acostara en la banca.
El príncipe aceptó, porque estaba muy rendido. Desensilló la bestia, la amarró de un horcón y él se echó en la banca y se privó.
Allá muy a deshoras de la noche, se levantó asustado porque alguien le tiraba de una manga. Sobre él, colgando del rabo, estaba la mica, que se había salido quién sabe por dónde.
Iba a gritar el príncipe, pero ella le puso su manecita peluda en la boca y le dijo: No grités, porque entonces va y me pillan aquí y me dan otra cuereada. Mirá, vengo a proponerte matrimonio y me sacás de esta casa.
Al muchacho le cogieron grandes ganas de reir, y no fue cuento, sino que reventó en una carcajada.
-Vos sos tonta- le contestó-. ¿Cómo me voy yo a casar con una mica? Si querés te llevo conmigo, pero para divertirme.
La pobre animalita se echó a llorar. 
-Así no, entonces no; yo sólo casada puedo salir de aquí. Y se puso a contar los malos tratos que le daba la vieja y a querer que le tocara su cuerpo y viera como lo tenía de llagado de los golpes. Pero el príncipe no la veía, porque se había vuelto a dejar caer y estaba dormido. Otro día muy de mañana se levantó y oyó otra vez a la vieja dando de escobazoz a la mica. No tuvo lástima y siguió su camino.
Eso mismo le pasó al hijo segundo, quien siguió por la misma carretera. Este tampoco quiso cargar con la mica.
El tercero tomó también la carretera y al anochecer llegó a la casita del potrero. Y la misma cosa: la vieja dando de palos a la mica. Pero éste tenía el corazón derretido y no podía con la crueldad. Abrío la puerta, le quitó el palo a la vieja y la amenazó con darle con él si no dejaba a aquel pobre animal.
La vieja se puso como un toro guaco de brava y no quería dar posada al príncipe, pero él dijo que se quedaría en la banca del corredor y que allí pasaría la noche, aunque se enojara el Padre Eterno.
Y de veras, allí pasó la noche.
Allá en la madrugada lo despertaron unos jalonazos que le daban. Despertó azorado, restregándose los ojos. Una manita peluda le tapó la boca. Como ya comenzaban las claras del día, distinguió a la mica que se mecía sobre él, agarrada del techo por el rabo. Y la miquita se puso a llorar y a contarle su martirio. Luego le propuso matrimonio. Al principio el joven le llevó el corriente y quiso tomarlo a broma: le ofreció llevarla consigo y tratarla con mucho cariño, pero la mica comenzó a sollozar con una gran tristeza y por su carita peluda corrían las lágrimas.
-Así no- contestó- es imposible. Esta mujer es bruja y sólo si hallo quien se case conmigo, podré salir de entre sus manos.
Este príncipe, que siempre había sido de ímpetus, se decidió de repente a casarse con la mica. Donde dijo que sí, retumbó la casa y entre un humarasco apareció la bruja que gritaba: 
-¡Y ahora cargá con tu mica para toda tu vida!
El sintió de veras como si una cadena atara a su vida la de aquel animal. El príncipe montó a caballo y se puso la mica en el hombro. Conforme caminaban reflexionaba en su acción, y comprendía que había hecho una gran tontería.
A cada rato inclinaba más su cabeza. ¿Qué iba a decir su padre cuando le fuera a salir con que se había casado con una mona? ¡Y su madre, que no encontraba buena para sus hijos ni a la Virgen María! ¡Cómo se iban a burlar sus hermanos y toda la gente! La mica, que parecía que le iba leyendo el pensamiento, le dijo: 
-Mire, esposo mío. No vayamos a ninguna ciudad... metámonos entre esa montaña que se ve a su derecha y en ella encontraremos una casita que será nuestra vivienda.
El otro obedeció y a poco de internarse, dieron con una casa de madera que no tenía más que sala y cocina, con muebles pobres, pero todo que daba gusto de limpio. Al frente estaba una huerta y atrás un maizal y un frijolar, chayotera y matas de ayote que ya no tenían por donde echar ayotes.
La mica pidió al príncipe que fuera a buscar leña; ella cogió la tinaja y salió a juntar agua a un ojo de agua que asomaba allí no más. Un rato después, por el techo salía una columnita de humo y por la puerta, el olor de la comida que preparaba la mica y que abría el apetito.
Y así fue pasando el tiempo.
Los tres prícipes habían quedado en encontrarse al cabo de un año en cierto lugar.
El marido de la mica siempre estaba muy triste y pensaba no acudir a la cita. Pero ella, cuando se iba acercando el día señalado, le dijo: -Esposo mío, mañana váyase para que el sábado esté en el lugar en que encontrará sus hermanos.
El le preguntó: -¿Cómo sabés vos?
Pero ella guardó silencio.
De veras, otro día partió. La mica tenía los ojos llenos de agua al decirle adiós y a él le dió mucha lástima.
Cuando llegó al lugar, ya estaban allí sus hermanos, muy alegres. Le contaron que se habían casado con unas princesas lindísimas, que tenían unas manos que sabían hacer milagros.
El pobre no masticaba palabra y al oirlos, sentía ganas de que se lo tragara la tierra.
-Y vos, hombre, contanos cómo es tu mujer- le preguntaron.
No se atrevió a confesar la verdad y les metió una mentira: 
-Es una niña tan bella que se para el sol a verla, y sabe convertir los copos de algodón en oro que hila en un hilo más fino que el de una telaraña.
Y sus hermanos al escucharlo, sintieron envidia. Cuando llegaron donde sus padres, fueron recibidos con gran alegría. Cada uno se puso a poner a su esposa por las nubes.
-Bueno -les dijo el rey- quiero antes que nada ver los prodigios que saben hacer. Cada una va a hilar y a tejer una camisa para mí y otra para la reina, tan finamente, que un muchachito de pocos meses las pueda guardar en su mano. A ver cuál queda mejor. Les doy un mes de plazo.
Volvieron los príncipes donde sus mujeres y les explicaron el deseo del rey.
Inmediatamente las princesas encargaron seda finísima y se pusieron a hilar. La mica no hizo nada, ni volvió a mentar la camisa. El marido la llamaba al orden, pero se hacía como si no fuera con ella y el príncipe se ponía cada vez más triste. El día de ir al palacio, lo despertó la mica muy de mañana; ya le tenía el caballo ensillado.
-¿Para qué me has ensillado mi bestia? No pienso ir adonde mis padres, porque no puedo llevarles lo que me pidieron.
Entonces ella le entregó dos semillas de tacaco.
-Aquí están las camisas -le dijo.
El muchacho no quería creer, pro la mica le dijo que si al abrirlas ante su padre no tenía lo que deseaba, él quedaría libre de ella.
Partió el príncipe y en el camino encontró a sus hermanos, que en cajas de oro, llevaban las camisas de un tejido de seda muy fino. Las costuras apenas si se veían y los botones eran de oro. Cuando el menor enseño sus semillas de tacaco, los mayores le hicieron burla. Al llegar ante el rey, se regocijó éste del trabajo de las dos nueras y se puso furioso cuando el otro le dió las semillas de tacaco. Como las cogió con cólera, las destripó y entonces de cada una salió una camisa de tela tan fina que una hoja de rosa se veía ordinaria a la par, y de una blancura tal, que parecía tejida con hebras hiladas del copo de la luna. Los botones eran piedras preciosas y las costuras no se podían ver ni buscándolas con lente. El rey y la reina casi se van de bruces y los hermanos salieron avergonzados y envidiosos.
Bueno-dijo el rey-. Estoy muy satisfecho del trabajo de vuestras esposas. Ahora que cada una me envíae un plato. Quiero ver cuál cocina mejor. Les doy una quincena de plazo.
El menor volvió muy contento donde su mica y le contó el nuevo capricho de su padre. La mica no volvió a mencionar el asunto, pero el príncipe esta vez esparó pacientemente. Eso sí, se sintió algo intranquilo cuando llegado el día, la vió coger para el cerco y volver con un gran ayote que echó a cocinar en la olla.
-Me le va a llevar esto a su tata -le dijo sacándolo y echándolo en un canasto.
El no hallaba como ir llegando con aquello. Pero los ojillos de la mica estaban nadando en malicia. Entonces se decidió, cogió su canasta y echó a andar. En el camino encontró a sus hermanos que venían seguidos de criados cargados de bandejas de oro y plata, con manjares exquisitos preparados por sus esposas.
Cuando lo vieron a él con su ayote entre un canasto, se burlaron y le hicieron chacota.
Se sentaron a la mesa y comenzaron a servir los platos y el rey y la reina hasta que se chupaban los dedos. Pero cuando fueron entrando con el ayote entre el canasto, el rey se enfureció como un patán y lo cogió y lo reventó contra una pared. Y al reventarse, salió volando de él una bandada de palomitas blancas, unas con canastillas de oro en el pico, llenas de manjares tan deliciosos como los que se deben de comer en el cielo en la mesa de Nuestro Señor; otras con flores que dejaban caer sobre todos los presentes. ¡Ave María! ¡Aquello si que fue algazara y media!
El rey les dijo: 
-Bueno, ahora quiero que me traigan una vaquita que ojalá se pueda ordeñar en la mesa, a la hora de las comidas. Les dió ocho días de plazo.
Los príncipes se fueron renegando de su padre tan antojado. Llegaron de chicha a contar cada uno a su esposa el antojo del rey. Sólo el menor no dijo nada, porque la cosa le parecía imposible.
A los ocho días fue entrando la mica con un cañuto de caña de bambú y lo entregó a su esposo: 
-Tome, hijo, y vaya al palacio. Tenga confianza y verá que le va bien. No lo abra hasta que llegue.
El muchacho cogió el cañuto y partió. En el patio encontró a sus hermanos con una vaquitas enanas del tamaño de un ternero recién nacido y llenas de cintas. Al verlo entrar sin nada, se pusieron a codearse y a reír.
A la hora del almuerzo fueron entrando con sus vacas y se empeñaron en que se subieran a la mesa, pero allí los animales dejaron una quebrazón de loza y una hasta una gracia hizo en el mantel. El rey y la reina se enojaron mucho y se levantaron de la mesa sin atravesar bocado.
A la comida, el rey preguntó a su hijo menor por su vaquita. El sacó el cañuto de caña de bambú, lo abrió y va saliendo una vaquita alazana con una campanita de plata en el pescuezo y los cachitos y los casquitos de oro. Las teticas parecían botoncitos de rosa miniatura. Se fue a colocar muy mancita frente al rey sobre su taza, como para que la ordeñara. El rey lo hizo y llenó la taza de una leche amarillita y espesa. Después se colocó ante la reina e hizo lo mismo, y así fue haciendo en cada uno de los que estaban sentados. Todos tenían un bigote de espuma sobre la boca.
Por supuesto que ustedes imaginarán cómo estaban los reyes con su hijo menor. ¡Ni para qué decir nada de esto!
Los otros, que se veían perdidos, salieron con el rabo entre las piernas.
-Ahora -dijo el rey- quiero que me traigan a sus esposas el domingo entrante.
-¡Aquí sí que me llevó la trampa! -pensó el hijo menor. Por un si acaso, se fue a las tiendas y compró un corte de seda, un sombrero, guantes, zapatillas, ropa interior, polvos, perfume y qué sé yo.
Y llegó con sus regalos adonde su esposa y le contó lo que deseaba su padre. La mica se hizo la sorda y en toda la semana trabajó nada más que en sus labores de costumbre: barrer, limpiar, hacer la comida y lavar.
Cada rato el marido le decía: 
-Hija, ¿por qué no saca el corte que le traje y hace un vestido?
Pero ella lo que hacía era encaramarse en su trapecio que estaba suspendido de la solera y hacer maroma colgada del rabo.
Cuando la veía en estas piruetas al príncipe se le fruncía la boca del estómago de la verguenza... ¡Si su esposa no era sino una pobre mica!
El sábado pidió a su marido que fuera a conseguir una carreta y que la pidiera con manteado para ir así a conocer a sus suegros. El quiso persuadirla de que era muy feo ir en carreta, menos adonde el rey; que se iban a reir de ellos; que la gente de la ciudad era rematada y que por aquí y por allá. Pero la mica metió cabeza y dijo que si no iba en carreta, no iría.
El príncipe pensaba que eso sería lo mejor, y a ratos intentó no volver a poner los pies en el palacio, pero el caso es que fue a buscar y contratar la carreta.
El domingo quiso que su esposa se arreglara y adornara, que se envolviera siquiera en la seda que él había traído, porque deseaba que no le vieran el rabo. La mica, que era cabezona como ella sola, no quiso hacer caso y le contestó:
-Mire, hijo, para el santo que es con un repique basta. Y se pasó la lenguilla rosada por el pelo.
Lo mandó que se fuera adelante y ella se metió entre la carreta.
El príncipe encontró de camino a sus hermanos que iban en sendas carrozas de cuatro caballos, cada uno con su esposa llena de encajes y plumas que pegan al techo del coche. Eran hermosotas, no se podía negar, y el joven volvió la cabeza y pegó un gran suspiro cuando allá vió venir la carreta pesada y despaciosa.
-¿Y tu mujer? -preguntaron los hermanos.
- Allá viene en aquella carreta.
Las señoras se asomaron y se taparon la boca con el pañuelo para que su cuñado no las viera reir. Los príncipes se pusieron como chiles, al pensar lo que podrían imaginar sus mujeres al ver que su cuñada venía entre una carreta cubierta con un manteado como una campiruza cualquiera.
Llegaron a la puerta del palacio. El rey y la reina salieron a recibir a sus hijos. Las dos nueras al inclinarse les metieron los plumajes por la nariz. En esto la carreta quiso entrar en el patio, pero los guardias lo impidieron.
-¿Y tu esposa? -preguntó el rey al menor de sus hijos, que andaba para adentro y para afuera haciendo pinino.
-Allí viene entre esta carreta- contestó chillado.
-¡Entre esa carreta! Pero hijo, vos estás loco!
Y el gentío que estaba a la entrada del palacio se puso a silbar y a burlarse, al ver la carreta con su manteado detrás de aquellas carrozas que brillaban como espejos.
El rey gritó que dejaran pasar la carreta.
Y la carreta fue entrando, cararán cararán... Se detuvo frente a la puerta...
¡Al príncipe un sudor se le iba y otro se le venía! Deseaba que la tierra se lo tragara.
Tuvo que sentarse en una grada, porque no se podía sostener. ¡Ya le parecía oir los chiflidos de la gente donde vieran salir de la carreta una mica!
¡Pero fue saliendo una princesa tan bella que se paraba el sol a verla, vestida de oro y brillantes, con una estrella en la frente, riendo y enseñando unos dientes, que parecían pedacitos de cuajada!
Lo primero que hizo fue buscar al menor de los príncipes. Le cogió una mano con mucha gracia y le dijo: -Esposo mío, presénteme a sus padres-. Cuando se los hubo presentado, los reyes se sintieron encantados porque hacía una reverencias y decía unas cosas con tal gracia, como jamás se había visto.
El rey en persona la llevó de bracete al comedor y la sentó a su derecha. Durante la comida, sus concuñas, que no le perdían ojo, vieron que la princesa se echaba entre el seno, con mucho disimulo, cucharadas de arroz, picadillo, pedacitos de pescado y empanadas. Por imitar hicieron lo mismo. Después hubo un gran baile. Cuando empezaron a bailar, la princesa se sacudió el vestido y salieron rodando perlas, rubíes y flores de oro. Las otras creyeron que a ellas les iba a pasar lo mismo y sacudieron sus vestidos, pero lo que salió fueron granos de arroz, el picadillo, los pedazos de carne y las empanadas. Los reyes y sus maridos sintieron que se les asaba la cara de verguenza.
Luego el rey cogió a su hijo menor y a su esposa de la mano y los llevó al trono. -Ustedes serán nuestros sucesores- les dijo. Pero ella con mucha gracia le contestó: Le damos gracias, pero yo soy la única hija del rey de Francia, que está muy viejito y quiere que mi esposo se haga cargo de la corona.
Al oir que era la hija del rey de Francia, el rey casi se va para atrás, porque el rey de Francia era el más rico de todos los reyes, el rey de los reyes, como quien dice. La princesa habló algunas palabras al oído de su marido, quien dijo a su padre:
-Padre mío, ¿por qué no reparte su reino entre mis dos hermanos? Así estará mejor atendido.
Al rey le pareció muy bien y allí mismo hizo la repartición. Los hermanos quedaron muy agradecidos. Luego se despidieron y se fueron para Francia en una carroza de oro con ocho caballos blancos que tenían la cola y las crines como cataratas espumosas. Esta carroza llegó cuando la carreta que trajo a la princesa iba saliendo del patio del palacio, y cuando estuvieron solos, la niña le contó que una bruja enemiga de su padre, porque éste no había querido casarse con ella, se vengó convirtiéndole a su hija en una mica la que volvería a ser como los cristianos cuando un príncipe quisiera casarse con esa mica.

Y después vivieron muy felices.
Y yo fui
Y todo lo ví
Y todo lo curiosee
Y nada saqué.


1.040. Lyra (Carmen)

La flor del olivar

En un país muy lejos de aquí, había una vez un rey ciego que tenía tres hijos. Lo habían visto los médicos de todo el mundo, pero ninguno pudo devoverle la vista.
Un día pidió que lo sentaran a la puerta de su palacio a que le diera el sol. El sintió que pasaba un hombre apoyado en un bordón, quien se detuvo y le dijo:
-Señor rey, si Ud. quiere curarse, lávese los ojos con el agua en donde se haya puesto la Flor del Olivar.
El rey quiso pedirle explicaciones, pero el hombre se alejó, y cuando acudieron los criados a las voces de su amo y buscaron, no había nadie en la calle ni en las vecindades.
El rey repitió a sus hijos la receta, y ofreció que su corona sería de aquel que le trajera la Flor del Olivar. El mayor dijo que a él le correspondía partir primero. Buscó el mejor caballo del palacio, hizo que le prepararan bastimento para un mes y partió con los bolsillos llenos de dinero.
Anda y anda y anda hasta que llegó a un río. A la orilla había una mujer lavando, que parecía una pordiosera y cerca de ella, un chiquito, flaquito como un pijije y que lloraba que daba conpasión oirlo. La mujer dijo al principe: -Señor, por amor de Dios deme algo de lo que lleva en sus alforjas; mi hijo está llorando de necesidad.
-¡Que coma rayos, que coma centellas ese lloretas! Todo lo que va en las alforjas es para mí-. Y continuó su camino. Pero nadie le dió razón de la Flor del Olivar. Se devolvió y en una villa que había antes de llegar a la ciudad de su padre, se metió a una casa de juego y allí jugó hasta los calzones.
Al ver que pasaban los días y no regresaba el príncipe, partió el segundo hijo, bien provisto de todo. Le ocurrió lo que al hermano: vió la mujer lavando, con un niño esmorecido a su lado; le pidió de comer, y éste que era tan mal corazón como el otro, le respondió:
-¡Que coma rayos, que coma centellas! Yo no ando alimentando hambrientos. Tuvo que devolverse porque en ninguna parte le daban noticias de la Flor del Olivar. Se encontró con su hermano que lo entotorotó a que se quedara jugando su dinero.
Por fin, el último hijo del rey, que era casi un niño, salió a buscar la Flor del Olivar.
Tomó el mismo camino que sus hermanos y al llegar al río encontró a la mujer que lavaba y al niño que lloraba.
Preguntó por qué lloraba el muchachito y la mujer le contestó que de hambre. Entonces el principe bajo de su caballo y busco de lo mejor que había en sus alforjas y se lo dió a la pordiosera. En su tacita de plata vació la leche que traía en una botella, con sus propias manos demigó uno de los panes que su madre la reina había amasado, puso al niño en su regazo y le dió con mucho cariño las sopas preparadas; luego lo durmió, lo envolvió en su capa y lo acosto bajo un árbol.
La mujer, que no era otra que la Virgen, le preguntó en que andanes andaba, y él le contó el motivo de su viaje.
- Si no es más que eso, no tiene Ud. Que dar otro paso -le dijo la Virgen. Levante esa piedra que está al lado de mi hijito, y ahí hallará la Flor del Olivar.
Así lo hizo el principe y en una cuevita que había bajo la piedra, estaba la Flor, que parecía una estrella. La cortó, beso al niño, se despidió de la mujer, montó a caballo y partió.
Al pasar por donde estaban sus hermanos, les enseño la Flor. Ellos le llamaron y le recibieron con mucha labia. Lo convidaron a comer y mientras fue a desensillar su caballo, ellos se aconsejaron. En la comida le hicieron beber tanto vino que se embriagó.
Cuando estubo dormido, se lo llevaron al campo, lo mataron, le quitaron la Flor y lo enterraron. Sin querer le dejaron los deditos de la mano derecha fuera de la tierra.
Los principes volvieron donde su padre con la Flor, que fue puesta en agua en la que se lavo el rey sus ojos, que al punto vieron. Entonces dijo sus hijos que al morir su inmenso reino se dividiría en dos y así ambos serían reyes.
Entre tanto, los deditos del cadáver retoñaron y nació allí un macizo de cañas. Un día paso un pastor y corto una caña e hizo una flauta. Al soplar en ella se quedó sorprendido al oir cantar así:
  
No me toques pastorcito,ni me dejes de tocar;que mis hermanos me mataronpor la Flor del Olivar.
     No me toques padre mío
     ni me dejes de tocar,
     que mis hermanos me mataron
     por la Flor del Olivar.
     No me toques madre mía
     ni me dejes de tocar,
     que mis hermanos me mataron
     por la Flor del Olivar.
     No me toques hermano mío         
     ni me dejes de tocar,
     que aunque tu no me matastes
     me ayudaste a enterrar.
     No me toques, perro ingrato
     ni me dejes de tocar,
     que tu fuiste el que me mataste
     por la Flor del Olivar.


El pastor fue a enseñar la flauta maravillosa y los que la oyeron le aconsejaron que se fuera a la ciudad y que allí todo el mundo pagaría por oirla. Así lo hizo y a los pocos días no se quedaba en la ciudad quíen no andubiera en busca del pastor dueño de aquel instrumento maravilloso.
Llego la noticia a oidos del rey, y éste hizo llevar al palacio al pastorcito. Al oir la flauta, recordo la voz de su hijo menor a quien tanto amaba y del que nunca había vuelto a saber nada.
Pidio al pastor la flauta y se puso a tocarla y con gran admiración de todos la flauta canto así:
El rey se puso a llorar. Acudieron la reina y los principes.
El rey pidió a la reina que tocara la flauta, que entonces dijo:
El rey quiso que su hijo segundo tocara. Todos vieron que los dos principes estaban palidos y con las piernas en un temblor. El principe trató de negarse, pero el rey lo amenazó. La flauta canto:
El principe mayor, por orden de su padre tuvo que tocar la flauta:
El pobre rey mandó a meter a sus hijos en un calabozo y él y la reina se quedaron inconsolables por toda la vida.

1.040. Lyra (Carmen)



La cucarachita mandiga

Había una vez una Cucarachita Mandinga qu estaba barriendo las gradas de la puerta de su casita, y se encontró un cinco. 
     -Cucarachita Mandinga
     ¿por qué estás tan triste?     -Porque Ratón Pérez     se cayó entre la olla,     y la Cucarachita Mandinga     lo gime y lo llora.     -Pues yo por ser palomita     me cortaré una alita.     -Porque Ratón Pérez     se cayó entre la olla,     y la Cucarachita Mandinga     lo gime y lo llora ...     Y yo por ser palomita     me corté una alita.     -Pues yo por ser palomar     me quitaré el alar.     -Porque Ratón Pérez     se cayó entre la olla,     Y la Cucarachita Mandinga     lo gime y lo llora ...     Y la palomita se cortó una alita ...     Y yo por ser palomar     me quité mi alar.     -Pues yo por ser reina,     Me cortaré una pierna.     -Porque Ratón Pérez     se cayó entre la olla,     y la Cucarachita Mandinga     lo gime y lo llora ...     Y la palomita     se cortó una alita,     el palomar     se quitó su alar,     y yo por ser reina,     me corté una pierna.El rey dijo:
     -Pues yo por ser rey,     me quitaré mi corona.     -Porque Ratón Pérez     se cayó entre la olla,
     y la Cucarachita Mandinga      lo gime y lo llora ...     Y la palomita     se cortó una alita,     el palomar
     se quitó su alar,
     la reina     se cortó una pierna,     y yo por ser rey,
     me quité la corona.El río dijo:
     -Pues yo por ser río,     me tiraré a secar.     -Porque Ratón Pérez     se cayó en la olla,
     y la Cucarachita Mandinga     lo gime y lo llora...     Y la palomita     se cortó una alita,     el palomar
     se quitó su alar,     la reina     se cortó una pierna,     el rey     se quitó su corona     y yo por ser río,           
     me tiré a secar...     -Porque Ratón Pérez     se cayó entre la olla,     y la Cucarachita Mandinga     lo gime y lo llora...     Y la palomita     se cortó una alita,     el palomar
     se quitó su alar,     la reina
     se cortó una pierna,
     el rey
     se quitó la corona,
     el río     se tiró a secar     y nosotras por ser negras,     quebramos los cántaros.     -Pues yo por ser viejito,     me degollaré.      -¡Por jartón, por jartón,     por jartón     se cayó entre la olla!



Se puso a pensar en qué emplearía el cinco.
-¿Si compro un cinco de colorete? -No, porque no me luche.(luce)
¿Si compro un sombrero? -No, porque no me luche. ¿Si compro unos aretes? -No, porque no me luche. ¿Si compro un cinco de cintas? -Sí, porque sí me luchen.
Y se fue para las tiendas y compró un cinco de cintas; vino y se bañó, se empolvó, se peinó de pelo suelto, se puso un lazo en la cabeza y se fue a pasear a la Calle de la Estación. Allí buscó asiento.
Pasó un toro y viéndola tan compuesta, le dijo: -Cucarachita Mandinga, ¿te querés casar conmigo?
La Cucarachita le contestó: - ¿Y cómo hacés de noche?
-¡Mu....mu........!
La Cucarachita se tapó los oídos:
-No, porque me chutás.(asustás)
Pasó un perro e hizo la misma proposición.
-Y cómo hacés de noche? -le preguntó la Cucarachita.
-¡Guau....guau....!
-No, porque me chutás.
Pasó un gallo: -Cucarachita Mandinga, ¿te querés casar conmigo?
-¿Y cómo hacés de noche?
-¡Qui qui ri quí!....
-No, porque me chutás.
Por fin pasó el Ratón Pérez.
A la Cucarachita se le fueron los ojos al verlo:
Parecía un figurín, porque andaba de leva, tirolé y bastón.
Se acercó a la Cucarachita y le dijo con mil monadas:
-Cucarachita Mandinga, ¿te querés casar conmigo?
-¿Y cómo hacés de noche?
-¡I, i, iii...!
A la Cucarachita le agradó aquel ruidito, se levantó de su asiento y se fueron de bracete.
Se casaron y hubo una gran parranda.
Al día siguiente la Cucarachita, que era muy mujer de su casa, estaba arriba desde que comenzaron las claras del día poniéndolo todo en su lugar.
Después de almuerzo puso al fuego una gran olla de arroz con leche, cogió dos tinajas que colocó una sobre la cabeza y otra en el cuadril, y se fue por agua.
Antes de salir dijo a su marido: -Véame el fuego y cuidadito con golosear en esa olla de arroz con leche.
Pero apenas hubo salido su esposa, el Ratón Pérez le pasó el picaporte a la puerta y se fue a curiosear en la olla. Metió una manita y le sacó al punto: -¡Carachas! ¡Que me quemo!
-Metió la otra: ¡Carachas! ¡Que me quemo! -Metió una pata: -¡Carachas! ¡Que me quemo! -Metió la otra pata y salió bailando de dolor: -¡Demontres de arroz con leche, para estar pelando! -Pero como eran muchas las ganas de golosear, acercó un banco al fuego y se subió a él para mirar dentro de la olla...!
El arroz estaba hierve que hierve, y como la Cucarachita le había puesto queso en polvo y unas astillitas de canela, salía un olor que convidaba.
Ratón pérez no pudo resistir y se inclinó para meter las narices entre aquel vaho que olía a gloria. Pero el pobre se resbaló.... y cayó dentro de la olla.
Volvió la Cucarachita y se encontró con la puerta atrancada. Tuvo que ir a hablarle a un carpintero para que viniera a abrirla. Cuando entró, el corazón le avisaba que había pasado una desgracia. Se puso a buscar a su marido por todos los rincones. Le dieron ganas de asomarse a la olla de arroz con leche.... y ¡Va viendo! ... a su esposo bailando en aquel caldo.
La pobre se puso como loca y daba unos gritos que se oían en toda la cuadra. Los vecinos la consideraban, sobre todo al pensar que estaba tan recién casada. Mandó a traer un buen ataúd, metió dentro de él al difunto y lo colocó en media sala. Ella se sentó a llorar en el quicio de la puerta.
Pasó una palomita que le preguntó:
La Cucarachita le respondió:
La palomita le dijo:
Llegó la palomita al palomar que al verla sin una alita , le preguntó: -Palomita, ¿por qué te cortaste una alita?
Entonces el palomar dijo:
Pasó la reina y le preguntó:
-Palomar, ¿por qué te quitaste el alar?
La reina dijo:
Llegó la reina renqueando donde el rey, que le preguntó:
-Reina, ¿por qué te cortaste una pierna?
Pasó el rey sin corona por donde el río, que le preguntó:
-Rey, ¿por qué vas sin corona?
Llegaron unas negras al río a llenar sus cántaros y al verlo seco, le preguntaron:
-Río, ¿por qué estás seco?
-Pues nosotras por ser negras, quebramos los cántaros.
Pasaba un viejito, quien al ver a las negras quebrar sus cántaros, les preguntó:
-¿Por qué quebráis los cántaros?
El viejito dijo:
Y se degolló.
Entre tanto llegó la hora del entierro.
La Cucarachita quiso que fuera bien rumboso e hizo venir músicos que iban detrás del ataúd tocando. Los violines y los violones decían:
Y me meto por un huequito y me salgo por otro para que ustedes me cuenten otro.

1.040. Lyra (Carmen)


La casita de las torrejas

Había una vez unos chacalincitos que quedaron huérfanos de padre y madre y sin nadie quien les dijera ni ¿qué hacen allí?
Era la pareja: la mujercita, la mayor y la que había quedado de cabeza de casa. Eran muy pobres y un día no les amaneció ni una burusca con qué encender el fuego. Entonces decidieron irse a rodar tierras. Atrancaron la puerta y agarraron montaña adentro. Allá al mucho andar, se sintieron cansados; entonces se subieron a un palo para pasar la noche y se acomodaron en una horqueta. Así que anocheció, vieron allá muy largo una lucecita. No se atrevieron a bajar por miedo que se los fuera a comer algún animal, pero se fijaron bien en la dirección en donde quedaba.
Apenas comenzó a amanecer, bajaron y anduvieron en dirección de la lucecita. Anda y anda, anda y anda, salieron al medio día a un potrero. A la orilla de la montaña había una casita; por el techo salía un mechoncito de humo y por la puerta y la ventana un olor como a miel hirviendo.
Poquito a poco se fueron acercando y vieron en la ventana una cazuela con torrejas. Como estaban hilando de hambre, y el olor convidaba, no pudieron contenerse y se arrimaron a la ventana. La muchachita estiró la mano y se cachó una torreja. Del interior una voz ronca gritó: "¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!"
Los chiquitos se escondieron entre el monte y allí se repartieron su torreja, que lo que hizo fue alborotarles la gana de comer.
Otra vez se fueron acercando y pescaron otra torreja. Y otra vez la voz que gritaba: "¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!"
Los muchachos se escondieron, se comieron las torrejas y quisieron volver por más, pero da la desgracia que por querer salir a la carrera, lo hicieron muy ateperetadamente y la cazuela se volcó. A la bulla, se asomó la vieja, la dueña de la casa, que era una bruja más mala que el mismo Patas. Vió por donde cogieron las criaturas, se les puso atrás y al poco rato las agarró por las orejas y las trajo arrastrando hasta la casa.
Como estaban tan flacos que parecían fideos, la bruja les dijo que no se los comería,pero que los iba a engordar como a unos chanchitos, para darse cuatro gustos con ellos.
Los encerró entre una jaba y cada día les echaba los desperdicios, y como los pobres no tenían otra cosa, no les quedaba más que convenir y tragárselos.
Bueno, allá a los ocho días llegó la vieja y les dijo: -Saquen por esta rendija el dedito chiquito.
A la niña se le ocurrió que era para ver como andaban de gordura y entonces sacó dos veces un rabito de ratón que se había hallado en un rincón de la jaba. Como la vieja era algo pipiriciega, no echó de ver el engaño, y se fue más brava que un Solimán, al sentir aquellos deditos tan requeteflacos.
Y así fue por espacio de casi tres meses. Lo cierto del caso es que los chiquillos, quieras que no, no habían engordado con los desperdicios.
Pero dió el tuerce que un día, la niña no agarró bien el rabito de ratón al ponérselo a la bruja para que tocara, y se le quedó a ésta en la mano. Se fue a la luz a mirar bien y al convencerse que los chiquillos la habían estado cogiendo de mona, se puso muy caliente: abrió la jaba y los sacó. Al verlos tan cachetoncitos, se le bajó la cólera.
-Bueno- les dijo- ahora voy a ver si hago una buena fritanga con ustedes. Vayan a traerme agua a aquella quebrada para ponerlos a sancochar-. Por supuesto, que al oírla a los infelices se les atrevesó en la garganta un gran torozón. A cada uno le dió una tinaja para que la hinchera y ella se puso a cuidarlos desde la puerta.
Cuando llegaron a la quebrada, les salió de detrás de un palo, un viejito que era tatica Dios, y les dijo: -No se aflijan, mis muchachitos, que para todo hay remedio. Miren, van a hacer una cosa: ahora van a llegar con el agua y se van a mostrar muy sumisos con la vieja. Y hasta procuren quedar bien: aticen el fuego, bárranle la cocina, friéguenle los trastos. Ella ha de poner una gran olla sobre los tinamastes y una tabla enjabonada que llegue a la orilla de la olla y apoyada en la pared. Les ha de decir que echen una bailadita sobre la tabla, pero es, que sin que ustedes se den cuenta, va a inclinar la tabla y ustedes se van a resbalar y van a ir a dar entre la olla; así la bruja no tendrá que molestarse oyéndolos gritar y hacer esfuerzos por escaparse.
Y así que les aconsejó lo que debían hacer, el viejicito se metió en la montaña.
Volvieron los chiquitos e hicieron lo que tatica Dios les aconsejara: barrieron, atizaron el fuego, y echaron muchos viajes a la quebrada con las tinajas, para llenar la gran olla en que los iba a sancochar.
La vieja se puso muy complaciente con ellos, al verlos tan obedientes y tan afanosos. Por fin puso la tabla enajabonada y les dijo: -vengan mis muchitos y echen una bailadita en esta tabla.
La niña se hizo la inocente, y dijo para sus adentros:
-Callate pájara, que ya conozco tus cábulas.
Hicieron que se ponían a ensayar en el suelo y que no podían.
Si es que no sabemos. ¿Por qué no sube usted y nos dice cómo quiere?
Y la vieja les creyó, y va subiéndose a la tabla. Y apenas volvió la cara para hacer la primera pirueta, los chiquillos inclinaron la tabla y la vieja fue a dar, ¡chupulún! a la olla de agua hirviendo.
Después la sacaron y la enterraron. Registraron la casa y encontraron un gran cuarto lleno de barriles hasta el copete de monedas de oro.
Por supuesto que todo le tocó a ellos.

1.040. Lyra (Carmen)

Juan, el de la carguita de leña

Había una vez una viejita que tenía tres hijos: dos vivos y uno tonto. Los dos vivos eran muy ruines con la madre y nunca le hacían caso, pero el tonto era muy bueno con ella y era el palito de sus enredos. Los dos vivos se pasaban en la ciudad haciendo que hacían, porque eran unos grandes vagabundos. Lo cierto es que el tonto no era nada tonto, pero como era tan bueno lo creían tonto, porque así es la vida.
Pues señor; un día lo mandó la anciana a la montaña a traer una carguita de leña. El fue e hizo una buena carga, y cuando estaba rejuntando las burusquitas para que su madre no le costara encender el fuego por la mañana, se le apareció una viejita que traía una varillita en la mano.
Ella le dijo:- Mirá, Juan, aquí te traigo esta varillita de regalo. Es como un premio por lo sumiso que sos con tu mama.
Juan preguntó: -¿Y para qué me sirve?
-Para todo lo que se antoje: ¿que querés plata? Pues a pedírsela a la varillita. Y si no, mirá: cuando estés muy cansado, vas a tocar con ella la carga de leña y al mismo tiempo le decís: Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que mi carguita de leña me sirva de coche y me lleve a casa.
Así lo hizo Juan; se sentó en la carga de leña y en un abrir y cerrar de ojos estuvo en su casa.
Juan no dijo a nadie una palabra de lo que le pasara. Pero desde ese día no volvió a caminar por sus propios pies, sino que andaba para arriba y para abajo encajado en la carga de leña. Y cuando su madre o sus hermanos le preguntaban, se hacía el sordo.
Sucedió que las hijas del rey venían de cuando en cuando a bañarse en una poza que había cerca de la casa de ellos. Un día de tantos, salió la menor en un vivo llanto del baño porque se le había caído en el agua su sortija. A cada una de las niñas le había regalado el rey un anillo nunca visto, y que se encomendara a Dios la que lo perdiera.
A la noche llegaron los dos vivos con el cuento de que el rey estaba que se lo llevaba la trampa, porque la menor de las princesas había perdido su sortija en la poza, y que Su Majestad había ofrecido que aquel que la encontrara, sería el marido de su hija.
Apenas amanaeció, corrieron los dos vivos a buscar en la poza, pero nada. Así que se fueron ellos, llegó el tonto con su varillita, tocó el agua y dijo: -Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, reparame la sortija. -Y deveras, la sortija salió y se ensartó en la varillita. La guardó, tocó con su varillita la carga de leña, y pidió que ésta lo llevara al palacio del rey.
Cuando estuvo ante la puerta, los soldados que estaban de centinelas, lo cogieron de mingo, y por supuesto, no querían dejarlo entrar.
Pero el tonto armó un alboroto. El rey oyó y mandó a ver qué era aquella samotana y al saberlo ordenó que lo dejaran pasar.
Y fue subiendo escaleras arriba, arrodajado en su carga de leña y así entró en el salón, en donde estaba el rey con toda su corte. Bajó de su vehículo alguillo chillado, sacó la sortija de su bolsa y dijo: -Señor rey, aquí traigo la sortija de la niña, y a ver en qué quedamos de casamiento.
Todos al verlo entrar, reían a carcajadas y al oír sus pretensiones, quisieron echarlo a broma y a decir que la miel no se había hecho para los zopilotes. Pero cuando oyeron al rey decir que estaba dispuesto a cumplir lo prometido, se quedaron en el otro mundo.
La pobre princesa comenzó a hacer cucharas y por último soltó al llanto.
Las tres niñas se tiraron de rodillas ante su padre y se pusieron a rogarle, pero él les dijo: -Yo di mi palabra de rey y tengo que cumplirla.
Luego cogió a su hija menor por su cuenta y se puso a aconsejarla con muy buenas razones, porque este rey no era nada engreído: -Vea, hijita a nadie hay que hacerle ¡che! en esta vida. No hay que dejarse ir de bruces por las apariencias. ¡Quién quita que le salga un marido nonis! Y en esta vida, uno se hace ilusiones de que porque a veces se sienta en un trono es más que los que se sientan en un banco. Pues nada de eso, criatura, que sólo Cristo es español y Mariquita señora...
Y por ese camino siguió calmando a su hija, pero ella como si tal cosa, no dejaba su llanto y sus sollozos, porque no hallaba cómo casarse con aquel hombre tan infeliz. Y cuando recordaba que había entrado en el salón sobre una carga de leña y que todos se esmorecieron de la risa, sentía que se le asaba la cara de verguenza.
Pero no hubo remedio y llegó el día del casorio.
La madre y los hermanos del tonto estaban en ayunas de la que pasaba.
Bueno, pues llegó el día del casorio, que sería a las doce del día en la Catedral.
El tonto salió como si tal cosa, montado en su carga de leña, pero al ir a entrar en la ciudad, tocó la carga con su varita y dijo: - Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que la carga de leña se vuelva un coche de plata, con unos caballos blancos que nunca se hayan visto, y yo un gran señor muy hermoso y muy inteligente-. Y la carga de leña se transformó en una carroza de plata y él, en un gran señor.
Cuando la gente vió detenerse aquella carroza frente al palacio y bajar aquel príncipe tan hermoso se quedó con la boca abierta.
La princesa estaba en un rincón y no tenía consuelo. Hasta fea estaba, ella que era tan preciosa, de tanto llorar: con los ojos como chiles y la nariz como un tomate.
¡Ay, Dios mío, ¡Qué fue aquello! De pronto entra un príncipe muy hermoso, la coge de una mano, se la lleva y la mete en una carroza de plata. Sale la carroza que se quiebra para la Catedral y allí los casa el señor Obispo. Vuelven al palacio y ¡qué bailes y qué fiestas!
La pricesa no sabía si estaba dormida o despierta. Cuando comenzó el baile, ella bailó con su marido y todo el mundo les hizo rueda, y no tanto por admirarla a ella como a él. Las otras dos princesas que se habían burlado antes del triste novio y de su carga de leña, estaban ahora con su poquito de envidia y no hallaban en donde ponerlo. Y todo el mundo: ¡ Juan arriba y Juan abajo!
Juan se fue a un rincón, sobó su varillita y le dijo: -Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que la casilla de nosotros se vuelva un palacio de cristal y mi madre una gran señora.
Y así fue: la viejita estaba en la cocina en pleitos con el fuego y echando de menos a Juan, que de unos días para acá se le había vuelto muy pata caliente, cuando oyó un ruidal y como que se mareaba: al volver en sí, se vió en una gran sala de cristal con muebles dorados y ella sentada en un sillón, vestida de terciopelo y abanicándose con un abanico de plumas; a su alrededor una partida de sirvientes que se querían deshacer por sonarle la nariz, por abanicarle y hasta por llevarla en silla de manos allá fuera. Por todas partes salían y entraban criados muy atareados. De pronto oyó ruidos de coches, y en la sala vecina comenzó a tocar una música que era lo mismo que estar en el Cielo. Por último ve entrar una pareja, como quien dice un rey y una reina ... ambos le echaron los brazos y la voz de Juan que dice: - Mamita, aquí tiene a mi esposa. Y más atrás venían el rey, la reina, las princesas y cuanto marqués y conde había en el país.
Allá al anochecer, estaba la fiesta en lo mejor, llegaron los hermanos que andaban de parranda. Juan los encerró en un cuarto, y otro día cuando estuvieron frescos, les contó lo que pasaba y que si se formalizaban, los casaba con las otras princesas. De veras, ellos se formalizaron y se casaron. Juan y su esposa fueron reyes y todos vivieron muy felices.

1.040. Lyra (Carmen)