Núñez
de Arco. -Maruja.
No
hay en Madrid literato que tome el arte más en serio que Núñez de
Arce. A pesar de haber sido el único poeta lírico que llegó a
ministro desde hace mucho tiempo, se ve claramente que la política
es para él lo secundario. Preside reuniones del partido por
compromiso, pero en cuanto puede escapar de estas ocupaciones en
prosa, sin pensar ni siquiera en un distrito cuanto más en una
embajada, pasa el día y gran parte de la noche entre literatos.
La
cuestión del naturalismo le ha preocupado mucho, y hasta ha llegado
al extremo de leer algunas obras de Zola; caso extraño entre los
enemigos españoles del pontífice
de
Meudan. Cánovas no ha hecho otro tanto.
La
sinceridad con que Núñez de Arce discute es seductora, y su
espíritu de concordia y su latitudinarismo encantan a cualquier
espíritu bueno.
El
autor de La
Visión de Fray Martín piensa
mucho en las cosas celestiales; y así, a poco que a ello se preste
el carácter de su interlocutor le veréis tratando las más altas
materias metafísicas, siempre desde un punto de vista sentimental,
que acaso es el más propio de estos asuntos suprasensibles.
En
medio de tanto materialismo más o menos inconsciente, entre la
batalla de los positivistas ordinarios, que encuentran muy natural y
hasta muy divertido que no haya más mundo que el de aquí, como dice
Don Juan Tenorio, y que no vivamos sino para comer, dormir, darnos
tono, hacer
el
amor y salir diputados; entre tanta pequeñez satisfecha de sí
misma, olvidada de la historia y del porvenir, consuela ver acá y
allá hombres como Núñez de Arce que anhelan una vida real para el
espíritu, que dudan como el primero, que temen que la vida sea una
broma negra, pero que desean otra cosa, que piden al mundo grandeza
de alma, valor para la lucha, una idealidad que fortifique.
Núñez
de Arce sería pesimista si la vida no fuese una batalla y el hombre
de ingenio un capitán que tiene que animar a los soldados. El
movimiento de la literatura francesa que claramente se inclina a un
pesimismo cada vez más franco, asusta a Núñez de Arce, que no
quiere que España se contamine. Yo admiro la generosa intención y
los esfuerzos del poeta castellano, y aunque opino que las barreras
artificiales sirven de poco y ni siquiera son provechosas, porque
sólo consiguen retrasar el progreso de las ideas, comprendo que a
espíritus de cierta índole les seduzca el pensamiento de salvar una
generación o dos del sacrificio a que están llamadas, por medio de
piadosas y hermosas ficciones... De todas suertes, y sea lo que
quiera del pesimismo y de la metafísica, es lo cierto que el poeta
del Idilio es un alma grande, un artista que practica,
un soñador, si se quiere, que sueña donde otros cazan distritos.
No
faltará quien se asombre de ver esta pintura de Núñez de Arce, y
algún demagogo o envidioso (palabras sinónimas muchas veces) me
dirá que ese soñador se ha asegurado una renta de treinta mil
reales, y hasta ha tenido pleitos. Lo que ha hecho Núñez de Arce es
asegurar el pan del cuerpo (nada más que el pan) para poder
consagrarse completamente a ganar el pan del alma. Si fuera tan
prosaico como algunos suponen, no se apresuraría a contentarse con
el pan nuestro, sino que procuraría untarlo con manteca, como dice
Campoamor.
Y
ahora entremos en casa del autor de Maruja.
Estamos en un segundo piso de la calle del Prado.
El
despacho de Núñez de Arce es un despacho con todas las generales de
la ley. La mesa es grande, fuerte, de madera oscura y bien labrada;
todo es orden y elegancia austera en esta respetable estancia donde
las musas invisibles tienen un templo. Una estatua que representa a
Lutero y su tentación y otros varios objetos de arte, algunos
libros, no muchos, entonan el cuadro y hacen del despacho una especie
de museo no muy repleto. No hay aquí esa invasión del bibelot
hoy
ya vulgar de puro generalizada; ni tampoco la falta absoluta de
adornos que caracterizaba la vivienda de Flaubert, cuyo odio a los
cachivaches confieso que me es muy simpático.
En
una silla larga, forrada con gusto, se sienta el poeta y yo a su
lado. Lutero y la aparición nos miran y atienden; el orden de los
muebles, la suavidad y armonía de los colores, hasta los ruidos
apagados de la calle parecen un silencio respetuoso de un auditorio,
inteligente...
Se
trata del diablo con el nombre más poético de los muchos que tiene:
«Luzbel».
Pero
de Luzbel no puede hablarse todavía; es obra que esta en el taller,
una estatua cubierta; la crítica no tiene derecho a juzgarla.
Sólo
hablaré de un fragmento: El poeta se revuelve contra la
desesperación, que está pintada en un cuadro de románticos
colores, de dibujo a lo Doré, donde hay sepulturas de monjes, ceniza
humana y efectos de luna, y como personaje principal el mismo
demonio; éste se alegra de la vanidad de todo, del fin de muerte que
aguarda a cuanto vive... y el poeta se revela, y con una fuerza
descriptiva con que tal vez ningún artista trató hasta la
cosmogonía moderna, se atreve a defender la esperanza del cielo
contra todas las teorías deterministas y evolutivas que se empeñan
en reducir al hombre a su mezquina existencia terrena. La grandeza de
lo humano, venga de donde venga, del barro o del animal, la canta
Núñez de Arce en ese fragmento con tan concisa y enérgica
expresión, con arranque tan poético y nuevo en la forma, que desde
luego me atrevo a decir que hay pocos versos de poeta alguno
castellano que puedan igualarse con éstos, por la elocuencia y la
corrección a lo menos.
A
juzgar por lo que yo conozco del Luzbel,
este
poema va a ser uno de los mejores, si no el mejor de Núñez de Arce.
Verdad es que en este asunto está él en el terreno que mejor
domina.
Maruja
es
otra cosa: aquí la sencillez del asunto y la vulgaridad inexcusable
del diálogo y de cierta parte de la narración, en vez de facilitar
el trabajo se oponen al género de composición del poeta. Vence casi
siempre, pero vence con esfuerzo, que si no se ve casi nunca en los
versos, se adivina entre líneas.
Sin
ser Maruja
de
lo mejor de Núñez de Arce no deja de ser excelente, y los que en
público o entre amigos lo han negado son caballeros, dígase pronto,
que no ven lo delicado, que no entienden de ternura y que
acostumbrados a perfumes fuertes, picantes, les niegan el olor a las
violetas.
Lo
mejor de Maruja
es
la sorpresa que nos da la caridad interrumpiendo un drama de celos, o
de recelos mejor dicho. El que no coja esta nota delicadísima, muy
artísticamente colocada, tiene derecho, desde el punto de vista de
su sordera sentimental, a negar el interés y la novedad de este
poema. El efecto de esta composición sencilla no puede sentirlo bien
el que no tenga un gusto fino, educado, y al mismo tiempo sano,
bastante fuerte para no haberse dejado corromper por las
quintaesencias
de
la literatura decadentista
que
se cultiva fuera de España y aquí leemos.
El
vulgo dice de Maruja
que
el asunto es vulgar. Digámoslo en pedante: exotéricamente tiene
razón el vulgo. Mirando las cosas con ojos de miope, se puede decir
más: que es una composición de circunstancias, un poema escrito
para las víctimas de los terremotos...
Cuando
leí por primera vez gran parte de Maruja,
a pedazos, en los periódicos, me gustaron más los pormenores que el
conjunto: cuando después leí todo el poema con recogimiento,
preparado con ese ayuno de trivialidades y pensamientos vulgares que
para casos tales conviene, sentí con fuerza la emoción dulce,
edificante, de una poesía noble y profunda, emoción con que el
autor contó sin duda, a juzgar por el modo de componer su idilio
de caridad.
Y
entonces lo que más me agradó fue el conjunto, la composición y la
idea. Eso que el vulgo llama vulgaridad, es aquí sencillez muy
poética. Pero en esto no conviene insistir mucho:
qui potest capere capiat.
Después
de esto, lo mejor son las descripciones y la narración de Maruja.
El diálogo me parece tirante; poco natural a pesar de los esfuerzos
de naturalidad del poeta. La grandilocuencia de Núñez de Arce, su
metro de acero, no se avienen con la conversación vulgar que es
preciso que use quien es vulgo. La misma majestad del endecasílabo,
las trasposiciones, la nobleza (como se dice) de las palabras, la
familiaridad poco familiar
de
giros y conceptos dan un no sé qué de falsedad, de inoportunidad
por lo menos al diálogo, que quita efecto y realidad a parte del
poema.
Tal
vez el autor me dijera «Pero, hombre, si justamente he procurado
poner en boca de cada cual palabras propias de su educación, de su
situación...»
-Bien,
sí, señor; respondería yo, con ese gesto que se hace cuando está
uno seguro de tener razón y de no poder explicarse si no se le
entiende a medias palabras; sí, señor, se ve que V. procura la
naturalidad... pero el estilo, el lenguaje, hasta la rima y el ritmo,
según V. los maneja, se oponen a que esa familiaridad y naturalidad
resulten en el diálogo tratándose de un jardinero, de una niña del
campo... En fin, D. Gaspar, algo ha de ser lo peor; y para mí es
eso.
En
la Pesca
venció
mejor estas dificultades Núñez de Arce, aunque no siempre. El
asunto era semejante, para este efecto; pero el diálogo no está
tomado tan de frente, y además, las situaciones y hasta los
personajes podían avenirse mejor al lenguaje que se les atribuye.
Si
yo me atreviese a dar consejos al ilustre poeta, le diría que
escribiendo él como escribe, debe huir de acercarse a la forma
novelesca, sobre todo cuando se trata de personajes ordinarios. No
debe copiar textualmente sus palabras en diálogo directo, ni
indirecto, ni menos añadir el comentario de lo dicho y la
descripción del gesto, movimientos, etcétera, etc., del personaje,
como hacen los novelistas. Ningún poeta debe volver a la novela en
verso, y Núñez de Arce menos que nadie.
Un
ejemplo: no está bien por varias razones, nada de esto:
-¿Sientes
placer en asustarme? -Exclama
de
su infundado miedo aún no repuesta,
y
con fingida cólera la dama.
-¡Vaya
un gusto!- Perdona si indiscreto
he
querido -su esposo le contesta-
sorprender
tu secreto. -¡Mi secreto!
¿Lo
tengo acaso para ti? –Responde
la
joven más calmada. –Mentiría
si
dijese que no -replica el Conde-
y
llevo siempre la verdad por guía.
Esta
forma de diálogo en verso fatiga al cabo al lector, y debe de
fatigar antes al poeta.
Cuando
el poeta habla por su propia cuenta, cuando narra, describe o
reflexiona, o compadece, este lenguaje más noble que familiar, más
correcto que gracioso y flexible sienta perfectamente a la materia y
es natural; pues no es otra cosa que el estilo propio de Núñez de
Arce.
La
descripción de la huerta
de
los Condes de Viloria, que da principio al poema, es magistral y
modelo en su género, aunque no tenga todo el color
local que
algunos desearían. Es la descripción de una quinta elegante en país
hermoso, no precisamente de una huerta
como
las que se verán, por ejemplo, en la sierra de Córdoba; pero a
pesar de esto, puede decirse que es admirable. Se pinta el pormenor
casi a lo naturalista
con
pocas palabras, pero con fuerza tal, que los objetos saltan a los
ojos. Y a pesar de esta realidad y relieve, el lenguaje siempre es
correcto, la frase fluida y poética, el ritmo intachable. Bien se
puede decir aquí: ¡magnífico, D. Gaspar! Otras muchas partes de la
composición son también muy notables: la narración y descripción
que se refieren a la desgracia de Maruja, a la catástrofe que la
dejó huérfana, recuerdan al poeta dantesco de la selva oscura, por
un lado, y por otro al sentimental y tierno del idilio. Y aquí tiene
el poeta el buen acierto de no poner directamente en boca de una niña
palabras que serían en ella inverosímiles.
Pero
de todas maneras, lo repito, lo mejor de este poema es el perfume
delicado de su sencillez y ternura, su poesía íntima que para
muchos ha pasado como si no existiera, y el arte con que está
colocada aquella que me atreveré a llamar cesura
de
la idea, donde las querellas de los esposos se interrumpen para que
el egoísmo
pase
a ser altruismo,
para que el amor que anhela nuevo objeto, lo encuentre en la santa
caridad, inspiración eterna.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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