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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un viaje a madrid - Cap. V

Núñez de Arco. -Maruja.
No hay en Madrid literato que tome el arte más en serio que Núñez de Arce. A pesar de haber sido el único poeta lírico que llegó a ministro desde hace mucho tiempo, se ve claramente que la política es para él lo secundario. Preside reuniones del partido por compromiso, pero en cuanto puede escapar de estas ocupaciones en prosa, sin pensar ni siquiera en un distrito cuanto más en una embajada, pasa el día y gran parte de la noche entre literatos.
La cuestión del naturalismo le ha preocupado mucho, y hasta ha llegado al extremo de leer algunas obras de Zola; caso extraño entre los enemigos españoles del pontífice de Meudan. Cánovas no ha hecho otro tanto.
La sinceridad con que Núñez de Arce discute es seductora, y su espíritu de concordia y su latitudinarismo encantan a cualquier espíritu bueno.
El autor de La Visión de Fray Martín piensa mucho en las cosas celestiales; y así, a poco que a ello se preste el carácter de su interlocutor le veréis tratando las más altas materias metafísicas, siempre desde un punto de vista sentimental, que acaso es el más propio de estos asuntos suprasensibles.
En medio de tanto materialismo más o menos inconsciente, entre la batalla de los positivistas ordinarios, que encuentran muy natural y hasta muy divertido que no haya más mundo que el de aquí, como dice Don Juan Tenorio, y que no vivamos sino para comer, dormir, darnos tono, hacer el amor y salir diputados; entre tanta pequeñez satisfecha de sí misma, olvidada de la historia y del porvenir, consuela ver acá y allá hombres como Núñez de Arce que anhelan una vida real para el espíritu, que dudan como el primero, que temen que la vida sea una broma negra, pero que desean otra cosa, que piden al mundo grandeza de alma, valor para la lucha, una idealidad que fortifique.
Núñez de Arce sería pesimista si la vida no fuese una batalla y el hombre de ingenio un capitán que tiene que animar a los soldados. El movimiento de la literatura francesa que claramente se inclina a un pesimismo cada vez más franco, asusta a Núñez de Arce, que no quiere que España se contamine. Yo admiro la generosa intención y los esfuerzos del poeta castellano, y aunque opino que las barreras artificiales sirven de poco y ni siquiera son provechosas, porque sólo consiguen retrasar el progreso de las ideas, comprendo que a espíritus de cierta índole les seduzca el pensamiento de salvar una generación o dos del sacrificio a que están llamadas, por medio de piadosas y hermosas ficciones... De todas suertes, y sea lo que quiera del pesimismo y de la metafísica, es lo cierto que el poeta del Idilio es un alma grande, un artista que practica, un soñador, si se quiere, que sueña donde otros cazan distritos.
No faltará quien se asombre de ver esta pintura de Núñez de Arce, y algún demagogo o envidioso (palabras sinónimas muchas veces) me dirá que ese soñador se ha asegurado una renta de treinta mil reales, y hasta ha tenido pleitos. Lo que ha hecho Núñez de Arce es asegurar el pan del cuerpo (nada más que el pan) para poder consagrarse completamente a ganar el pan del alma. Si fuera tan prosaico como algunos suponen, no se apresuraría a contentarse con el pan nuestro, sino que procuraría untarlo con manteca, como dice Campoamor.
Y ahora entremos en casa del autor de Maruja. Estamos en un segundo piso de la calle del Prado.
El despacho de Núñez de Arce es un despacho con todas las generales de la ley. La mesa es grande, fuerte, de madera oscura y bien labrada; todo es orden y elegancia austera en esta respetable estancia donde las musas invisibles tienen un templo. Una estatua que representa a Lutero y su tentación y otros varios objetos de arte, algunos libros, no muchos, entonan el cuadro y hacen del despacho una especie de museo no muy repleto. No hay aquí esa invasión del bibelot hoy ya vulgar de puro generalizada; ni tampoco la falta absoluta de adornos que caracterizaba la vivienda de Flaubert, cuyo odio a los cachivaches confieso que me es muy simpático.
En una silla larga, forrada con gusto, se sienta el poeta y yo a su lado. Lutero y la aparición nos miran y atienden; el orden de los muebles, la suavidad y armonía de los colores, hasta los ruidos apagados de la calle parecen un silencio respetuoso de un auditorio, inteligente...
Se trata del diablo con el nombre más poético de los muchos que tiene: «Luzbel».
Pero de Luzbel no puede hablarse todavía; es obra que esta en el taller, una estatua cubierta; la crítica no tiene derecho a juzgarla.
Sólo hablaré de un fragmento: El poeta se revuelve contra la desesperación, que está pintada en un cuadro de románticos colores, de dibujo a lo Doré, donde hay sepulturas de monjes, ceniza humana y efectos de luna, y como personaje principal el mismo demonio; éste se alegra de la vanidad de todo, del fin de muerte que aguarda a cuanto vive... y el poeta se revela, y con una fuerza descriptiva con que tal vez ningún artista trató hasta la cosmogonía moderna, se atreve a defender la esperanza del cielo contra todas las teorías deterministas y evolutivas que se empeñan en reducir al hombre a su mezquina existencia terrena. La grandeza de lo humano, venga de donde venga, del barro o del animal, la canta Núñez de Arce en ese fragmento con tan concisa y enérgica expresión, con arranque tan poético y nuevo en la forma, que desde luego me atrevo a decir que hay pocos versos de poeta alguno castellano que puedan igualarse con éstos, por la elocuencia y la corrección a lo menos.
A juzgar por lo que yo conozco del Luzbel, este poema va a ser uno de los mejores, si no el mejor de Núñez de Arce. Verdad es que en este asunto está él en el terreno que mejor domina.
Maruja es otra cosa: aquí la sencillez del asunto y la vulgaridad inexcusable del diálogo y de cierta parte de la narración, en vez de facilitar el trabajo se oponen al género de composición del poeta. Vence casi siempre, pero vence con esfuerzo, que si no se ve casi nunca en los versos, se adivina entre líneas.
Sin ser Maruja de lo mejor de Núñez de Arce no deja de ser excelente, y los que en público o entre amigos lo han negado son caballeros, dígase pronto, que no ven lo delicado, que no entienden de ternura y que acostumbrados a perfumes fuertes, picantes, les niegan el olor a las violetas.
Lo mejor de Maruja es la sorpresa que nos da la caridad interrumpiendo un drama de celos, o de recelos mejor dicho. El que no coja esta nota delicadísima, muy artísticamente colocada, tiene derecho, desde el punto de vista de su sordera sentimental, a negar el interés y la novedad de este poema. El efecto de esta composición sencilla no puede sentirlo bien el que no tenga un gusto fino, educado, y al mismo tiempo sano, bastante fuerte para no haberse dejado corromper por las quintaesencias de la literatura decadentista que se cultiva fuera de España y aquí leemos.
El vulgo dice de Maruja que el asunto es vulgar. Digámoslo en pedante: exotéricamente tiene razón el vulgo. Mirando las cosas con ojos de miope, se puede decir más: que es una composición de circunstancias, un poema escrito para las víctimas de los terremotos...
Cuando leí por primera vez gran parte de Maruja, a pedazos, en los periódicos, me gustaron más los pormenores que el conjunto: cuando después leí todo el poema con recogimiento, preparado con ese ayuno de trivialidades y pensamientos vulgares que para casos tales conviene, sentí con fuerza la emoción dulce, edificante, de una poesía noble y profunda, emoción con que el autor contó sin duda, a juzgar por el modo de componer su idilio de caridad.
Y entonces lo que más me agradó fue el conjunto, la composición y la idea. Eso que el vulgo llama vulgaridad, es aquí sencillez muy poética. Pero en esto no conviene insistir mucho: qui potest capere capiat.
Después de esto, lo mejor son las descripciones y la narración de Maruja. El diálogo me parece tirante; poco natural a pesar de los esfuerzos de naturalidad del poeta. La grandilocuencia de Núñez de Arce, su metro de acero, no se avienen con la conversación vulgar que es preciso que use quien es vulgo. La misma majestad del endecasílabo, las trasposiciones, la nobleza (como se dice) de las palabras, la familiaridad poco familiar de giros y conceptos dan un no sé qué de falsedad, de inoportunidad por lo menos al diálogo, que quita efecto y realidad a parte del poema.
Tal vez el autor me dijera «Pero, hombre, si justamente he procurado poner en boca de cada cual palabras propias de su educación, de su situación...»
-Bien, sí, señor; respondería yo, con ese gesto que se hace cuando está uno seguro de tener razón y de no poder explicarse si no se le entiende a medias palabras; sí, señor, se ve que V. procura la naturalidad... pero el estilo, el lenguaje, hasta la rima y el ritmo, según V. los maneja, se oponen a que esa familiaridad y naturalidad resulten en el diálogo tratándose de un jardinero, de una niña del campo... En fin, D. Gaspar, algo ha de ser lo peor; y para mí es eso.
En la Pesca venció mejor estas dificultades Núñez de Arce, aunque no siempre. El asunto era semejante, para este efecto; pero el diálogo no está tomado tan de frente, y además, las situaciones y hasta los personajes podían avenirse mejor al lenguaje que se les atribuye.
Si yo me atreviese a dar consejos al ilustre poeta, le diría que escribiendo él como escribe, debe huir de acercarse a la forma novelesca, sobre todo cuando se trata de personajes ordinarios. No debe copiar textualmente sus palabras en diálogo directo, ni indirecto, ni menos añadir el comentario de lo dicho y la descripción del gesto, movimientos, etcétera, etc., del personaje, como hacen los novelistas. Ningún poeta debe volver a la novela en verso, y Núñez de Arce menos que nadie.

Un ejemplo: no está bien por varias razones, nada de esto:

-¿Sientes placer en asustarme? -Exclama
de su infundado miedo aún no repuesta,
y con fingida cólera la dama.

-¡Vaya un gusto!- Perdona si indiscreto
he querido -su esposo le contesta-
sorprender tu secreto. -¡Mi secreto!

¿Lo tengo acaso para ti? –Responde
la joven más calmada. –Mentiría
si dijese que no -replica el Conde-
y llevo siempre la verdad por guía.


Esta forma de diálogo en verso fatiga al cabo al lector, y debe de fatigar antes al poeta.
Cuando el poeta habla por su propia cuenta, cuando narra, describe o reflexiona, o compadece, este lenguaje más noble que familiar, más correcto que gracioso y flexible sienta perfectamente a la materia y es natural; pues no es otra cosa que el estilo propio de Núñez de Arce.
La descripción de la huerta de los Condes de Viloria, que da principio al poema, es magistral y modelo en su género, aunque no tenga todo el color local que algunos desearían. Es la descripción de una quinta elegante en país hermoso, no precisamente de una huerta como las que se verán, por ejemplo, en la sierra de Córdoba; pero a pesar de esto, puede decirse que es admirable. Se pinta el pormenor casi a lo naturalista con pocas palabras, pero con fuerza tal, que los objetos saltan a los ojos. Y a pesar de esta realidad y relieve, el lenguaje siempre es correcto, la frase fluida y poética, el ritmo intachable. Bien se puede decir aquí: ¡magnífico, D. Gaspar! Otras muchas partes de la composición son también muy notables: la narración y descripción que se refieren a la desgracia de Maruja, a la catástrofe que la dejó huérfana, recuerdan al poeta dantesco de la selva oscura, por un lado, y por otro al sentimental y tierno del idilio. Y aquí tiene el poeta el buen acierto de no poner directamente en boca de una niña palabras que serían en ella inverosímiles.
Pero de todas maneras, lo repito, lo mejor de este poema es el perfume delicado de su sencillez y ternura, su poesía íntima que para muchos ha pasado como si no existiera, y el arte con que está colocada aquella que me atreveré a llamar cesura de la idea, donde las querellas de los esposos se interrumpen para que el egoísmo pase a ser altruismo, para que el amor que anhela nuevo objeto, lo encuentre en la santa caridad, inspiración eterna.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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