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miércoles, 27 de febrero de 2013

Antiguamente

Lo que se suele decir de la honradez de otros tiempos y de la lealtad de otros tiempos, y del buen servicio de otros tiempos -opinó Ramiro Villar, cuando salimos de la quinta donde habíamos pasado la tarde merendando y jugando al bridge, como si fuésemos algunos elegantes de ultra Mancha y no señoritos españoles, que deben preferir el chocolate y el tresillo-, tiene sus más y sus menos... Entonces, lo mismo que hoy, existía una cosecha brillante de bribones redomados.
-Sin embargo, era otra cosa -insistió don Braulio Malvido. Algo había entonces en el ambiente que reprimía un poco la desvergüenza de la bribonada. No existía tanta desfachatez.
-Mala es la desfachatez -declaró el muchacho; pero ¿le gusta a usted la hipocresía? No sé cuál será más repugnante. Acaso a mí la hipocresía me parezca peor, porque tuve en la historia de mi familia un caso de hipócrita que nos perjudicó no poco en nuestros intereses. Mi padre me lo refirió, porque la cosa ocurrió en tiempo de nuestros abuelos. Parece que mi abuelo paterno era un señor muy bueno... Diré a ustedes que yo detesto cordial-mente a los buenos señores, mucho más funestos que los malos. Los buenos señores son aquéllos que se dejan engañar por todo el mundo. Sin embargo, conviene añadir que para engañar a mi abuelo se desplegó una habilidad que no debía de ser necesaria, siendo él, como consta, materia tan dispuesta. Es el caso que en mi casa, quiero decir en la solariega, que es un magnífico palaciote, allá en la comarca más vinícola de estas provincias, existía una leyenda a la cual unos daban crédito y otros no: se refería a un tesoro que se suponía enterrado en no se sabe cuál rincón de la casona. Claro es que cuanto más ignorantes eran las personas más creían la conseja; pero mi abuelo se reía de ella a mandíbula batiente, y había prohibido, con la mayor severidad y del modo más categórico, que se hiciesen excavaciones, registros ni nada relacionado con la búsqueda de tal riqueza, cuyo origen decían ser la venida de un antepasado virrey del Perú, cargado de onzas y barriles de polvo de oro, y a cuya muerte, acaecida muy poco después, no se encontró sino un escasísimo haber. El virrey había anunciado que pensaba transformar la casona en un magnífico palacio que fuese asombro de la comarca, y los planos del palacio sí que se hallaron, completos y ostento-sísimos, y aún se conservan hoy en el archivo nuestro.
En fin, lo repito, mi abuelo dio por paparrucha lo del tesoro, aun cuando la gente seguía empeñada en que el tesoro había y tres más. Ya por entonces estaba a su servicio Froilán Mochuelo.
¿Les hace gracia el nombre? Los nombres, amigos, son una cosa muy significativa. Yo encuentro algunos que retratan a las personas. ¡Froilán Mochuelo! ¿No encuentran ustedes algo de especial, de significativo en esta manera de llamarse? Puede que ahora no; pero esperen el fin de la historia.
Froilán era sobrino de un cura. Había estado en Portugal varias veces, y hablaba medio portugués, dulzarrón y nasal. No se sabía qué oficios ejerció hasta entrar en el servicio de mi abuelo; pero era, por lo visto, mañoso para todo, y entendía de descubrir manantiales, de cuidar viñas, de enfermedades del ganado y de herrero y carpintero. Tantas habilidades sedujeron a mi abuelo; pero lo que más le conquistó fue le devoción y piedad del sirviente. Daba gozo verle ayudar a misa, y la capilla, desde que él entró a servir, parecía un espejo de limpia y de primorosa. Él dirigía el rosario con toda especie de requilorios, y él enseñaba a las muchachas a cantar gozos, trisagios y letanías. Como si fuese poco, a veces se iba a rezar solito, y, desde la tribuna, mi abuelo le veía prosternarse y besar el suelo, o pasarse las horas muertas de rodillas y con los brazos en cruz. En la aldea le llamaron el santiño. Jamás se encolerizaba; jamás incurría en falta, ni más leve, ni de respeto, ni de probidad. Y, poco a poco, mi abuelo fue tomándole un cariño desmedido. No hablaba más que de Froilán. Froilán era sus pies, sus manos, su brazo derecho.
Pasaron así doce años, sin que se desmintiese la perfección del sirviente y sin que dejase de crecer el entusiasmo del señor. Parece que mi abuela no participaba de los entusiasmos de su marido por Froilán, y el asunto hasta llegó a ser causa de polémicas y disensiones en el por otra parte muy bien avenido matrimonio.
-Pero, mujer, ¿qué tacha puedes ponerle?
-Tacha, ninguna; pero no me gusta, Ramiro (el abuelo se llamaba como yo, o, mejor dicho, yo me llamo como el abuelo). Mira, no le fiaría yo a ese santiño el valor de cinco duros.
-Las mujeres tenéis el espíritu de contradicción -respondía mi abuelo.
Pero fue él quien lo tuvo, y no su esposa, pues tal vez por darle en la cabeza, como suele decirse, resolvió demostrar a Froilán la mayor confianza.
Llamándole un día a su despacho, diz que le dijo:
-Atiende, Froilán; tengo que contarte un secreto... ¿Has oído tú hablar del tesoro que suponen que hay enterrado en esta casa? Yo he prohibido que se busque, y he corrido la voz de que todo eso eran cuentos y patrañas.
-Y serán, señor -parece que respondió, en el tono más indiferente, el Mochuelo.
-No, no; a ti te digo la verdad; estoy persuadido de que no son sino realidades. No se sabe qué fue del contenido de los cofres del virrey. Trajo una impedimenta enorme, y al morir aparecieron los cofres y arcas vacíos, y nunca se pudo rastrear dónde estaba su fortuna. El aire no se la llevaría. No puede estar sino aquí. ¿Dónde? Eso es lo que tú puedes tratar de averiguar, porque si yo me pongo a escarbar aquí y allí, llamaré la atención, y me expongo hasta a un robo a mano armada. Tú, a la sordina, puedes registrar la casa: como en requisa de construcción, a pretexto de reparos, lo miras todo, despacio y a gusto, y mucho me sorprenderá que no hallemos nada... ¡Ah! -añadió-. Y como lo encuentres, no necesito decirte que aseguraré tu suerte para toda la vida.
Autorizado así, tan en regla, Froilán empezó a desempeñar el encargo. Quejándose de la vetustez de la casa, que tanto remiendo le obligaba a echar, desorientó a los aldeanos, y no extrañaron verle manejar la sierra y la azuela, la pala del albañil y la del revocador. Dos años anduvo como un ratonzuelo, revolviendo aquí y allí. Hasta cavó en el huerto, porque tenía, según dijo, que poner árboles. ¿En qué rincón halló el tesoro? Eso no lo cuenta la crónica; o, mejor dicho, lo cuenta de tantas maneras diferentes, que no hay modo de poner en claro si fue en la tierra, si en las vigas, o dentro de las paredes donde lo había ocultado el señor virrey. Lo positivo es que, después de muchas gestiones que declaraba inútiles, un día Froilán cargó dos mulas con sacos que, según él, contenían grano, que iba a llevar al molino de Rioriba, en que la harina salía más fina para el pan de los señores. No consintió que le ayudase nadie a cargar los sacos. Esta particularidad se recordó después. Los sacos parecían pesar mucho; Froilán sudaba al izarlos. Él siguió a pie a las mulas. Dijeron que se le había visto subir, en efecto, hacia Rioriba, donde está el puente viejo, que del Miño lleva a tierra portuguesa. Después, sus huellas se perdieron, y nadie dio razón de haberle visto en parte alguna. Llegaron rumores de que estaba en Lisboa, viviendo como un gran señor; también se susurró que había pasado al Brasil. Lo positivo, en casa de mis abuelos, fue que el matrimonio, hasta entonces bien avenido, se desunió, por las constantes reconven-ciones de mi abuela, que no cesaba de tratar de cándido y de bolonio a mi abuelo, por haberse fiado en aquel cazurro, en cuyos ojos, cuando podían vérsele, había un resplandor de todas las maldades. Y mi abuelo, que en vez de dar por perdido alegremente un tesoro que al fin no había descubierto, ni acaso tuviese la paciencia de descubrir jamás, cayó en una negra melancolía, acusándose también de haber dejado escapársele de entre las manos el porvenir de su casa, el oro del virrey, llevado en sacos por el infiel sirviente Dios sabe a qué tierras remotas. Mi padre creía también que no era sólo la codicia defraudada lo que así abatió el espíritu del abuelo, sino también el desengaño, el haber sido burlado de una manera tan audaz, el haber pasado por un necio a los ojos de todos, no sólo a los de su esposa. Porque después de la fuga de Froilán, se había hecho público todo el caso, y en la aldea, y en muchas leguas a la redonda, y hasta en la ciudad, se hablaba del tesoro, de la burla, de la inmensa riqueza perdida por mi casa, por causa de la infelicidad de aquel señor tan bueno y tan confiado que había conseguido perderlo todo. Y la tristeza dio al traste con mi abuelo, que tardó poco en morir, a los treinta y seis años.
Como unos quince después de estar bajo tierra el bendito señor, grande fue la sorpresa de mi abuela al recibir a un sacerdote portugués, que le traía una fuerte suma, restitución -dijo- hecha por un moribundo. El sacerdote se negaba a dar el nombre, pero mi abuela le dijo categóricamente:
-Quien envía este dinero no envía ni la décima parte de lo que nos ha robado... Es el pillastre de Froilán.
-El que manda esto, señora, ya no existe, y me consta que manda cuanto le quedó de una fortuna muy considerable. Me ha encargado que pida a ustedes el perdón, que cristianamente no le podrán negar.
-¿Pero era cristiano ese tuno? -preguntó mi implacable abuela.
-No sé si se condujo como tal; pero los sufrimientos y el remordimiento le cambiaron mucho. Murió, señora, de una enfermedad horrible, que sólo pueden padecerlas los negros.
-Y yo -añadió Ramiro- detesto desde entonces a los hipócritas.

Cuento de la tierra

«La Ilustración Española y Americana», núm. 27, 1913.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Apostasía

Cuando Diego Fortaleza visitó la ciudad de Villantigua, sus amigos y admiradores le tributaron una ovación que dejó memoria. Es de notar que a la ovación se asociaron todas las clases sociales, distinguiéndose especialmente las señoras y el clero. Y nada tiene de extraño que despertase entusiasmo y cosechase fervientes simpatías mozo tan elocuente, de tanto saber, de corazón tan intrépido y fe tan inquebrantable: el de la frase briosa y acerada, que defendía en el Parlamento y en el periódico, en los círculos y en los ateneos, los puros ideales del buen tiempo viejo, la santa intransigencia, las creencias robustas de nuestros mayores y todo lo que constituyó nuestra gloria y nuestra grandeza nacional. A la voz de Diego Fortaleza, derrumbábase el hueco aparato de la ruin civilización presente: resurgía la visión heroica del poderío y del vigor moral que demostramos antaño, y dijérase que nuestro eclipsado sol volvía a fulgurar en los cielos. Paladín y poeta ala vez, Diego arrullaba las esperanzas muertas, y los que le escuchaban creían firmemente que del caos de nuestra actual organización no podía tardar en salir reconstituida sobre sus venerados cimientos la España de ayer, la sana, la honrada, la amada, la llorada, la eterna.
Echaron, pues, la casa por la ventana en Villantigua para obsequiar al que llamaban Niño de Plata del partido. Hubo solemne velada en el Círculo tradicionalista, con mucho piano, himnos, discursos y lectura de com-posiciones poéticas alusivas; al final, cuando Diego se levantó a pronunciar «dos palabras», estallaron inmediatamente aplausos frenéticos, y a la salida fue llevado a su residencia casi en triunfo. No faltó la serenata, ni el banquete monstruo de ciento ochenta cubiertos, ni se omitió la jira a las pintorescas orillas del Narrio, ni la visita a la Virgen de la Ortigosa. Las gentes de fuste de Villantigua sobra decir que se rifaban a Diego, el cual todos los días se veía precisado a rehusar, en galante forma, varios convites, pues si fuese a comer dondequiera que le invitaban, no tendría bastante con una docena de estómagos.
Últimamente, cansado ya de enseñarle iglesias y paisajes, museos provinciales y fábricas, los gabinetes de física e historia natural del Instituto, y hasta la colección de monedas medallas que el respetable numismático señor Mohoso, C. de la Historia, ocultaba a todo el mundo como un crimen y por especial favor dejó admirar a Diego, los admiradores del joven diputado resolvieron llevarle a la casa de Orates, o dígase al manicomio.
Con gran acompañamiento de médicos y sacerdotes entró Diego en la morada triste. El director, avisado de antemano, había puesto orden en las dependencias, procurando que resaltase y luciese la inteligencia de su gestión. Sonriendo picarescamente, llevó a Diego al departamento de las locas, por donde pasaron aprisa, pues a algunas infelices las exaltaba la presencia del varón, y quitado de su espíritu el freno de la vergüenza, que la razón no quebranta jamás, declaraban con palabras y aun con acciones su penoso extravío. Llegados al departamento de los hombres, el director fue mostrando a Diego varios casos curiosos y dignos de ser observados: un loco místico, cuya manía era haberse encerrado en una cueva y practicar allí la pobreza, la austeridad y la oración; un inventor que enseñaba los planos de un globo dirigible a voluntad y una mecánica de palitroques con la cual declaraba resuelto el problema del movi-miento continuo; un enamorado que escribía el nombre de su amada hasta en las suelas de las botas, y un economista que proponía planes de hacienda dignos del famoso arbitrista de Quevedo. Entre tanto tipo original, vio Diego uno que pareció despertar en sumo grado su interés.
Era un vejezuelo calvo, pálido, de ojos sumidos y párpados amarillentos. Su rostro tenía algo de sepulcral; diríase que ya no estaba en el mundo de los vivientes: la ausencia de color, la inmóvil solemnidad de su fisonomía, eran propias de cadáver. Su voz resonaba hueca y sorda, sin inflexiones. Hablaba con escogida frase, con palabras dignas y majestuosas, y tomó por asunto del discurso, que dirigió a Diego, la injusticia que se cometía al retener cautivo, y en el manicomio, a un hombre cuyo único delito consistía en haber realizado, a fuerza de cavilaciones, cierto descubrimiento soberano.
Como Diego le preguntase qué descubrimiento era ése, el loco explicó que se trataba nada menos que de parar el mundo, el pícaro mundo en que habitamos y que hasta que el día no ha cesado de rodar con perenne y vertiginoso volteo. Ese giro incesante -añadió el loco- es la causa de todos nuestros males y luchas. ¿Se concibe que existan paz, estabilidad, institu-ciones duraderas y próvidas, en un planeta desquiciado, precipitado en carrera insensata a través del espacio y sometido a una trepidación profunda que todo lo desmorona y lo hace polvo? ¿Es mucho que pasen y se desvanezcan los imperios, las civilizaciones, las grandezas y poderíos, si el mundo, epiléptico, agitado por perpetua convulsión, no puede evitar cubrirse de ruinas, destrozarse a sí propio, en el estéril y vano temblor que le consume?
El verdadero redentor de la Humanidad sería el que lograse fijar con clavos de diamante la esfera andariega y corretona, dándole la hermosa quietud, la serenidad del reposo, la grandeza de lo inmutable que ya por sí solo tiene algo de divino. Y ese redentor estaba allí: era él, indignamente sujeto entre cuatro paredes por los que no le comprendían, ni se daban cuenta de los beneficios del invento.
Y el loco desarrollaba su vasto plan, el sistema de poleas, pesos, compensaciones, tornillos y barras que habían de fijar, mal de su grado, al rebelde planeta, quitándole las ganas de hacer cabriolas...
-¡Con qué atención oía nuestro don Diego a ese demente! -observó el director, siempre bromista, cuando salieron del patio-. Hasta parece que se ha quedado meditabundo. ¿A que sí?
-En efecto -contestó Diego, alzando la cabeza-, le aseguro a usted que me ha dado qué pensar el hombre.
-¡Extraña manía! -advirtió uno de los que acompañaban a Diego, rico propietario muy rígido y neto en sus ideas. Es el primer caso que veo.
Diego calló, y al día siguiente salió de Villantigua, despedido por entusiasta multitud que quiso vitorearle una vez más.
Honda y amarga fue la decepción que padecieron los villantigüenses o villantigüeños aquel invierno mismo, cuando se reunieron las Cortes. ¡Diego Fortaleza, el propio Diego, el Niño de Plata, el adalid del pasado, apostató, reconociendo lo presente, deponiendo su actitud quijotesca y noble, envainando su fulgurante espada de arcángel exterminador, y dedicándose exclusivamente a una campaña de moralidad administrativa, raquítico fin de tan brillantes esperanzas! La Voz del Empíreo le excomulgó, y La Santa Maldición fue más lejos, pues le supuso vendido al Gobierno por un plato de lentejas viles. En Villantigua se organizó un comité numeroso, sin más programa que el de silbar a Diego Fortaleza cuando aporte otra vez por allí, ¡que no aportará el muy Judas!
La única persona que aún habla bien de Diego es el director del manicomio, porque el joven diputado le envió varias cajas de soberbios Londres, con encargo de ofrecer una al loco que ha descubierto la manera de parar el mundo.

«El Imparcial», 25 de septiembre de 1893.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Al anochecer

En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.
Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:
-¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.
-Lo que hay -respondió el ebanista- no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.
-Que por cierto era mía -declaró Sabas-. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.
-¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? -dudó, pensativo, Daniel.
-No puedo contestarte -declaró Sabas, apoyándose en su cayada, fruncidas las cejas-. Soy un labrador, y no un doctor de la Ley. Cuando recojo mis racimos y los prenso en el lagar, y hago el vino rojo, y lo vendo, y lo cato, he cumplido la tarea que el Señor me impuso. Que el Rabí sea o no el rey de lo judíos, y hasta el que ha de sentarse a la diestra del Padre, como diz que anunció su primo Yokaanam, el que degollaron por malas artes de la Tetrarquesa, es cosa que no me incumbe resolver. Pero Yesúa me parecía inocente, y fue abuso y demasía enviarle al patíbulo.
-Pienso lo mismo que tú. Sabas -confirmó el ebanista. No hallo en él culpa, si no es culpa apiadarse de los hombres. Y el Pretor era de nuestro parecer. Hay gente que no está contenta si no persigue... Los fariseos...
-Mira si alguien escucha, y no nombres...
Daniel lanzó una ojeada en derredor, y como a nadie viese en los agros vecinos, iluminados por la luz violeta de un Poniente desleído en lívidas tintas, continuó:
-Los fariseos son aficionados a suplicios. Desde que Sión se halla sometida a los extranjeros, he aquí que se ha vuelto más cruel el Sanedrín.
El viñador escuchaba preocupado. En su espíritu nacía una inquietud. ¿Cómo había sido lo del Rabí? ¿Tardó mucho en morir? ¿Qué dijo?
-Yo -explicó el ebanista- me hallaba en mi taller, labrando, por encargo del Pretor, un triclinio, y nada supe hasta que un tumulto de gente pasó por delante y oí el patear de los caballos y un ruido sobre las losas de la calle, como si arrastrasen un leño. Era el Rabí, que porteaba su propia cruz y no tenía fuerzas para soportarla, hasta que le ayudó Simón de Cirene. Salí a la puerta. Si no me dijesen algunos del gentío que era Yesúa, no le conociera. ¡Tan demacrado, tan ensangrentada y amoratada la faz! Ya sabes que la tenía muy bella, y unos rizos, como la flor del jacinto, apretados y obscuros. Ahora, su melena era un pegote polvoriento, bajo la corona de ramas de espino entretejidas, que le laceraba la frente.
-¿Corona? -inquirió Sabas-. ¿Por qué corona?
-Bien se ve que te pasas el año en tus heredades y tus viñedos... A Yesúa le pusieron por mofa insignias regias. Corona, manto de púrpura, un cetro hecho de cañas. Y sobre su cruz había un letrero que decía, en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos.» Por cierto que los Pontífices...
-¿No hay nadie? -receló Sabas, inquieto.
-Nadie... No temas... Los Pontífices no querían la inscripción así. Fue el Pretor... Y dijo cuando querían quitarla: «Lo escrito, escrito...»
-¡Oh Daniel! -susurró el viñador. Ahora temo yo... Mi aliento se acorta. ¿No será el hijo de David? ¿No será el que esperamos? Labrador, ignorante soy; pero he oído decir que, en otro tiempo, el Profeta Isaías anunció que nuestro Salvador sería llevado como un cordero a la muerte, y sufriendo y muriendo sin resistir, nos redimiría. Sí; esto se lo he oído repetir a mi padre, que era un varón entendido y leía las Escrituras.
-Como un cordero le llevaron, efectivamente -afirmó Daniel. Arrastrado, con una cuerda al cuello. Las mujeres lloraban a gritos en mi calle. Y entonces yo me uní a la comitiva. Cayó varias veces; la cruz debía de pesar mucho; era de madera verde y recia. Eso lo entendemos los del oficio... No sé cómo llegó vivo al Gólgota. Hubo alguien que, conociéndome, me propuso que manejase el martillo cuando le clavaron manos y pies. Me resistí. Antes me dejo clavar yo. ¡Clavarle! Eso, allá los sayones.
-¿Gritó mucho?
-Él, no. Sólo un gemido a cada martillazo. Los otros sentenciados aullaban. ¿No sabes? Eran dos salteadores, Dimas y Gestas.
-¿Que si sé? Ese Dimas me quitó cabras y las asó en el monte.
-Perdona a su alma -imploró el ebanista. Yesúa le perdonó y le prometió el Paraíso, porque Dimas, agonizante, lloró sus pecados y creyó en el Rabí.
Por segunda vez Sabas quedó meditabundo. El velo de la noche que caía le oprimía como un sudario estrecho. Debían de ocurrir cosas solemnes a tal hora. ¿Cuál era la verdad? Y en su interior se alzaba la figura del Rabí cuando entró en la santa ciudad, caballero en el asna pacífica. Toda su actitud y su semblante destellaban amor. Su mano, muy blanca, trazaba bendiciones en el aire y las sembraba sobre la muchedumbre. Y ahora el Rabí colgaba de la cruz, cerrados los ojos. Sabas ya olvidaba su terruño recién labrado, los retoños tan frescos y verdes de las vides, que le prometían cosecha pingüe en el otoño. ¿Qué significaban los sucesos? No entendía bien. ¿Y si era el hijo de David? Dudoso, meneó la cabeza y pronunció lentamente:
-Daniel, ha llegado la hora de compadecerse de Sión. Se ha vertido la sangre de un justo. Esta noche, el sueño tardará en cerrar mis ojos, aunque estoy muy cansado del trabajo de todo el día. Yo no he cometido, a sabiendas, iniquidad; y con todo eso, mi espíritu se ha conturbado.
A su vez, Daniel notaba que el corazón le pesaba en el pecho como una piedra. Había anochecido del todo, y un soplo estremecedor se alzaba de las tierras que el rocío, lentamente, como lluvia de ligeras lágrimas, iba empapando. Un temblor repentino sacudió todo el cuerpo de Sabas, y, ya sin miedo de que les oyese nadie, exclamó:
-¡Era el hijo de David, Daniel! ¡Era el esperado, el enviado! ¡Y le han dado muerte! ¡Ay de nosotros!
Alzando la voz a su turno, Daniel gritó:
-Él ha dicho a las mujeres que le lloraban que llorasen por sí mismas y por sus hijos. Y él ha dicho también: «¡Felices las estériles, cuyos pechos no amamantaron!»
A un tiempo, los dos hombres del pueblo, el viñador y el artesano, sollozaron angustiosamente:
-¡Ay de nosotros! ¡Ay de la ciudad! ¡Han matado al Rabí!
Mientras los dedos convulsos de Daniel rasgaban su túnica, las manos forzudas de Sabas herían su rostro y arrancaban puñados de cabellos. Y ambos se postraron, la faz contra el caminillo pedregoso.
Cuando alzaron la frente, sin levantarse, entre el cielo y la tierra, como suspensas, vieron dos nubes blancas, prolongadas, de imprecisas líneas. En lo alto, un resplandor tan tenue que apenas se distinguía, dibujaba doble círculo luminoso, dos discos de oro pálido, casi invisibles. Alrededor de las nubes misteriosas flotaba una claridad como de plateada nieve, esparcida en trazos trémulos.
-¡Son los mensajeros del Señor! -dijo en voz ahogada Sabas.
-¡Los ángeles! -balbució Daniel.
-¿No ves cómo se agitan sus anchas alas?
-¿No ves cómo alumbra su cabeza?
Postrándose otra vez, imploraron:
-¡Misericordia! ¡Nosotros no somos quienes le colgamos de la cruz!
-¡Nosotros le amábamos, esperábamos en él, aunque no lo sabíamos!
-¡No nos sea imputada su sangre!
-¡No se nos cobre la cuenta de la iniquidad!
Como un soplo, una voz que parecía son de cítaras y arpas, les acarició el oído:
-No temáis. Resucitará el Rabí.
-No lloréis. Saldrá del sepulcro.
Cuando se incorporaron, el blancor difuso había desaparecido. No se notaba sino el negror de la noche, cerrada, profunda. A tientas, envueltos en tinieblas, buscándose para abrazarse, los dos hombres del pueblo repetían:
-¡El Rabí resucitará! ¡El Rabí resucitará!

«Blanco y Negro» núm. 383, 1898

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Apólogo


Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La natural hermosura de la cantante parecía mayor realzada por atavío caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaban en la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en estos primeros años felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, llega a ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos caldeados por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por qué entre el enjambre de adoradores que zumbaban a su alrededor Laura distinguió a Vicente, escogió a Vicente, oficial que no poseía más que su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido hispanoárabe de Alcántara Zegrí?
Lo cierto es que la elección de Laura fue muy perjudicial a su tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por atavismo y tradiciones de raza, llevaba en la sangre el virus corrosivo de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos dondequiera que aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama a mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene derecho el público a usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el divino premio de los halagos de la amada sin que se lo amargasen con amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día o, para no faltar a la verdad, una noche en que a la salida del teatro había acompañado a Laura -ya no acertó a reprimirse, y abrió su corazón, mostrando lo profundo de la llaga.
-Mi sufrimiento es tal -declaró, estrujando las manos de su amiga, en aquel momento heladas de terror, que necesito echar por la calle de en medio, realizar una acción decisiva; a seguir así me volvería loco, haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia de mis actos. Cuando te aplauden, siento impulsos de prender fuego al teatro- cuando se te llena de necios y de osados el camerino, se me ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos a diestro y siniestro. La tentación es tan fuerte, que por no ceder a ella, suelo marcharme a mi casa; pero como me conozco y sé que tarde o temprano cedería, prefiero consultarte, confesarme contigo, a ver si entre los dos discurrimos modo de salvarnos.
Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus labios, cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos, la alteración de su voz y con dulce sonrisa y acento que chorreaba ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:
-¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.
-¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa! -declaró Zegrí.
-¿Y que yo... renuncie al arte?
-¡Pues si no renunciases, bonito negocio! -exclamó el enamorado con exaltada vehemencia-. Te habrás figurado otra cosa, ¿eh? Desde el momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, a tu marido pertenecerás, y él solo él podrá contemplar tus hechizos, oír tu canto y ver desatada esta cabellera -al hablar así agarró la profusa mata de pelo, sacudiéndola con furor apasionado.
Púsose Laura más blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios ni un punto cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose a Vicente con reposo y dulzura, le interrogó:
-¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, donde tienen muchas ganas de que vuelva una temporadita.
Pasándose la mano por la frente, como para espantar una pesadilla, Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto a oír.
-Parece -empezó Laura- que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un rey muy malo y feroz, a quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el sobrenombre de Iván el Terrible. Aunque con Dios no debía de estar muy a bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica, dedicada a un santo, que allí la llaman Vassili Blagennoi, lo cual significa el Bienaventurado Basilio.
-¿Y qué tiene que ver...? -murmuró Vicente, no sin impaciencia.
-¡Aguarda, aguarda! El rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que dejó al rey encantado. Elevóse el templo, y fue pasmo y admiración de todos; y el rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y distinciones al arquitecto. Un día, terminadas las obras, le llamó a palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan magnífico y sorprendente como aquel. El arquitecto, lisonjeado, respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase al primero en belleza y esplendor. Entonces, el bárbaro rey, sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre a la cintura, le vació al pobre arquitecto los dos ojos, uno tras otro, a fin de jamás pudiese construir para nadie un templo.
Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del apólogo, la miró con una especie de extravío. Ligera espuma asomó al canto de su boca y por su venas serpeó el frío sutil del aura epiléptica, que incita al crimen, dominándose con esfuerzo supremo, se incorporó, dispuesto a marcharse y articuló pausadamente mientras recogía su airosa capa española:
-Ese rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.
Diciendo así, con súbito impulso, se acercó Vicente a Laura, la rodeó con los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo, incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de esos que solo dicta el instinto de conservación, el horror a la nada y al sepulcro. Al oír el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y salió tropezando con las paredes.
Pasose lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un estado tan horrible, que dos o tres veces se recostó en una puerta para llorar. El día que siguió a aquella noche no fue menos cruel. Escribió a Laura cien cartas que desgarraba después con furia; adoptó y desechó mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse, en abrasar el barrio, en secuestrar a su amada a viva fuerza y, por último, la idea de la muerte fue la que se esculpió en su espíritu con relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia, destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico, que tantas veces acompaña al amor, se alzaba, rugiente y desatado, como racha de huracán. Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el aplomo; las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo a sí los ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun creía amar a Laura; la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por momentos que la odiaba con toda la voluntad iracunda, y este odio clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.
Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al bolsillo el revólver.
Si sufría demasiado..., allí tenía el remedio. Ya habían alzado el telón, pero no aparecía Laura, y Vicente, abstraído en su frenesí, hubo de notar, por fin, que la gente profería exclamaciones de descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento, corrió a informarse entre bastidores... Aquella mañana misma, la cantante había rescindido su contrato, perdiendo lo que quiso el empresario, y partido en dirección a San Petersburgo.

 Cuento de amor

«Blanco y Negro», núm. 358, 1898.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Al buen callar…


No tenían más hijo que aquél los duques de Toledo; pero era un niño como unas flores: sano, apuesto, intrépido, y en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos; las vejezuelas reían, guiñando el ojo; para significar: «¡Quién te verá a los veinte!»; y los graves beneficiados, y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.
Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquiera persona. Cortesano, viejo ya, el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo si no corregía tan funesta propensión.
-Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma -advertía a su hijo el duque. Por la boca solemos morir, como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe -solía añadir.
Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:
-Hijo, Sancho, mira que lo que haces... La verdad es un veneno de los más activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcido en aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenenarás.
Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la catedral hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.
-Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho... Tu funesto achaque de veracidad ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.
-Antes pienso, padre -replicó el precoz don Sancho-, que al lado de los reyes, por ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser ocultada o reservada.
Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escara-bajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento:
-No, hijo -exclamó por fin; no es así como tú supones... Cuando seas mayor y tu razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora sólo te diré que si vas a la corte resuelto a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.
Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.
-Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.
Pareció bien el arbitrio al duque, y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella, con la fina mano cargada de sortijas, le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate y le vió penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indignó y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente ano haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaba delante del mudo pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.
Sucedía, entre tanto, que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué decir si le favorecían las damas, viéndose tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaidías, fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas del beso empapado de lágrimas con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua con los dientes y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado a no decir oxte ni moxte) «A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos dientes o con mi puñal, te corto y te echo a los canes.»
Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar, sin otra explicación plausible: «Al buen callar llaman Sancho.»

Cuento antiguo

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Aire

-Tenemos otra loca; pero ésa, inte­resante -díjome el director del manico­mio, después de la descorazonadora vi­sita al departamento de mujeres. Otra loca que forma el más perfecto contraste con las infelices que acaba­mos de ver, y que se agarran al gabán de los visitantes, con risa cínica... Y figúrese usted que esta loca está ena­morada...; pero enamorada hasta el de­lirio. No habla más que de su novio, el cual, por señas, desde que la pobrecilla ha sido recluida aquí, no vino a verla ni ulla sola vez... Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor, estaría completamente cuerda. Verdad que, lo mismo les pasa a muchos mortales. La pasión es quizá una forma transitoria .de la alienación mental, desde que nos hemos civilizado...
-No -contesté. En la antigüedad precisamente es donde se encuentran los casos caracterizados de pasión: Fe­dra, Mirra, Hero y Leandro...
-¡Ah! Es que ya entonces estaba civilizada la especie. Yo me refiero a épocas primitivas.
-Sabe Dios -objeté- lo que pasaba en esas épocas, de las cuales no nos han quedado testimonios ni documen­tos. Lo indudable es que el sufrir tan­to por cuestión de amor es uno de los tristes privilegios de la Humanidad, signo de nobleza y castigo a la vez... ¿Se puede ver a esa muchacha?
-Vamos; pero antes pondré a usted en algunos antecedentes... Esta es una joven bien educada, hija de un emplea­do, que se quedó huérfana de padre y madre y tuvo que trabajar para comer. Se llama, deje usted que me acuerde, Cecilia, Cecilia Bohorques. Quiso dar lecciones de piano, pero no era lo que se dice una profesora, y por ese camino no consiguió nada. Pretendió acompa­ñar señoritas, y le contestaron en to­das partes que preferían francesas o inglesas, con las cuales se aprende... ¡sabe Dios qué! Entonces, la chica se decidió a coser por las casas, y en esta forma ya encontró medio de vivir: di­cen que tiene habilidad y gracia para la cuestión de trapos... Se la disputa­ban y la traían en palmas sus clientes. De su conducta todo el mundo se des­hacía en alabanzas. Entonces la salió un novio, el hijo del médico Gandea, muchacho guapo, algo perdido. Amo­ríos vehementes, una novela en acción. Según parece, el muchacho quería lle­var la novela a su último capítulo, y ella se defendía, defensa que tiene mu­cho mérito, porque, repito, y los hechos lo han demostrado, que se encontraba absolutamente bajo el imperio de la más férvida ilusión amorosa. Una de las señales que caracterizan el poderío de esta ilusión es el efecto extraordina­rio, absolutamente fuera de toda rela­ción con su causa, que produce una pa­labra o una frase del ser querido. Dijé­rase que es como palabra de Evangelio, que se graba indeleblemente en los se­nos mentales, y de la cual se deriva, a veces, todo el contenido de una existen­cia humana. ¡Extraño dominio psíqui­co el que otorga la pasión!
El novio de Cecilia, al final de las escenas en que él solicitaba lo que ella negaba dominando todo el torrente de su voluntad rendida, solía exclamar en tono despreciativo:
-¡Tú no eres; nadie; eres más fría que el aire[1] !
Con su asonantamiento y todo, la frasecilla acusadora se clavó como bala bien dirigida dentro del espíritu de la muchacha, y allí quedó, engendrando un convencimiento profundo. Ella era, seguramente, aire no más... Lo repetía a todas horas, y ésta fué la primera señal que dió de su trastorno. Como que no hizo otra cosa de raro, ni me­nos de inconveniente. Con él mismo as­pecto de pudor y de reserva que va usted a Verla ahora, siguió presentán­dose en las casas de las señoras para quienes trabajaba, y de estas señoras ha partido la idea de traerla aquí, a fin de que yo intente su curación. Se interesan por ella muchísimo.
-¿Y usted espera que cure?...
-No -respondió el médico en tono decisivo y melancólico. La experien­cia me ha demostrado que estas locuras de agua mansa, sin arrebatos, sonrien­tes, dulces, apacibles en apariencia, son las que se agarran y no se van. No te­mo a las brutales locuras de la sangre, sino a las poéticas, las refinadas, las de­licadas, las finas... Yo les he puesto, allá en mi nomenclatura interna este nombre: «locuras del aire»...
-¡Como la de Ofelia!... respondí.
-Como la de Ofelia, justamente... Aquel gran médico alienista que se lla­mó -o no se llamó- Guillermo Sha­kespeare, conocía maravillosa-mente el diagnóstico y el pronóstico...
Después de estas palabras de mal agüero, el médico me guió a la celda de la «loca del aire». Estaba muy lim­pio el cuartito, y Cecilia, sentada en una silleta baja, miraba al través de la reja, con ansia infinita, el espacio azul del cielo y el espacio verde del jardín. Apenas volvió la cabeza al saludarla nosotros. Era la demente una mucha­cha delgadita y pálida; sus facciones aniñadas, menudas, serían bonitas si las animasen la alegría y la salud; pero es lo cierto que hay muy pocas locas hermosas, y Cecilia no lo era sino por la expresión realmente divina de sus grandes ojos negros cercados de livor azul y enrojecidos por el llanto cuando respondió a nuestras pregun­tas:
-¡Va a venir, va a venir a verme de un momento a otro! ¡Me quiere a per­der: y yo.., vamos, no sé decir lo que le quiero! Lo malo es que, acaso, al tiempo de venir, ya no me encontra­rá... Porque yo, aquí donde ustedes me ven, no soy nada, no soy nadie... ¡Soy más fría que el aire! Como que soy eso, aire... No tengo cuerpo, seño-res...; Y como no tengo cuerpo, no, he podido obedecerle con el cuerpo! ¿Se puede obedecer con lo que uno no tiene? ¿Verdad que no? Yo soy aire tan sola­mente. ¿No me creen? Si no fuese esa reja, verían cómo es verdad que soy aire... Y el día que quiera, a pesar de la reja, se convencerán de que aire soy. ¡Y nada más que aire! El me lo dijo..., y él dice siempre verdad. ¿Saben uste­des cuándo me lo dijo la primera vez? Una tarde que fuimos de paseo a orillas del río, a las Delicias... ¡Qué bien olía el campo! El me quería estrechar, y como soy aire, no pudo. ¡Y claro! ¡Se convenció!... ¡Soy aire, aire sola-mente!
Comentó estas declaraciones una car­cajada súbita, infantil. Salimos de la celda previo ofrecimiento de avisar al novio, si le encontrábamos, de que su amiga le esperaba con impaciencia. Y fué una semana después, a lo sumo, cuando leí la noticia en los periódicos. Llevaba este epígrafe: «Suceso nove­lesco...» ¡Novelesco! Vital, querrían de­cir: porque la vida es la grande y eter-na novela-dora.
Aprovechando quizá un descuido de los encargados de su custodia, presa de un vértigo y aferrada a la idea de que era «aire», Cecilia trepó hasta la azotea de uno de los pabellones, se puso en pie en el alero y, exhalando un grito de placer (realizaba al fin su dicha), se arrojó al espacio.
Cayó sobre un montón de arena, des­de de una altura de veinte metros. Quedó inmóvil, amodorrada por la conmoción cerebral. Aún alentó y vivió angustio­samente dos días. El conocimiento no lo recobró.
Su última sensación fué la de beber el aire, de confundirse con él y de ab­sorber en él el filtro de la muerte, que cura él amor.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)




[1] De un sucedido real

Agravante

Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo -a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni- aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.
Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspon-diente -sin abanico no hay chino- y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.
A los pocos días se esparció la voz de que la ciencia sinense había sufrido cruel e irreparable pérdida con el fallecimiento del doctísimo Li-Kuan -que así se llamaba nuestro filósofo- y de que su esposa Pan-Siao se hallaba inconsolable, a punto de sucumbir a la aflicción. En efecto, cuantos indicios exteriores pueden revelar la más honda pena, advertíanse en Pan-Siao el día de las exequias: torrentes de lágrimas abrasadoras, ojos fijos en el cielo como pidiéndole fuerzas para soportar el suplicio, manos cruzadas sobre el pecho, ataques de nervios y frecuentes síncopes, en que la pobrecilla se quedaba sin movimiento ni conciencia, y sólo a fuerza de auxilios volvía en sí para derramar nuevo llanto y desmayarse con mayor denuedo.
Entre los amigos que la acompañaban en su tribulación se contaba el joven Ta-Hio, discípulo predilecto del difunto, y mancebo en quien lo estudioso no quitaba lo galán. Así que se disolvió el duelo y se quedó sola la viudita, toda suspirona y gemebunda, Ta-Hio se le acercó y comenzó a decirle, en muy discretas y compuestas razones, que no era cuerdo afligirse de aquel modo tan rabioso y nocivo a la salud; que sin ofensa de las altas prendas y singulares méritos del fallecido maestro, la noble Pan-Siao debía hacerse cargo de que su propia vida también tenía un valor infinito y que todo cuanto llorase y se desesperase no serviría para devolver el soplo de la existencia al ilustre y luminoso Li-Kuan.
Respondió la viuda con sollozos, declarando que para ella no había en el mundo consuelo, además de que su inútil vida nada importaba desde que faltaba lo único en que la tenía puesta; y entonces el discípulo, con amorosa turbación y palabras algo trabadas -en tales casos son mejores que muy hilados discursos, dijo que, puesto que ningún hombre del mundo valiese lo que Li-Kuan, alguno podría haber que no le cediese la palma en adorar a la bella Pan-Siao; que si en vida del maestro guardaba silencio por respetos altísimos, ahora quería, por lo menos, desahogar su corazón, aunque le costase ser arrojado del paraíso, que era donde Pan-Siao respiraba, y que si al cabo había de morir de amante silencioso, prefería morir de rigores, acabando su declaración con echarse a los diminutos pies de la viuda, la cual, lánguida y algo llorosa aún, tratándole de loquillo, le alzó gentilmente del suelo, asegurando benignamente que merecía, en efecto, ser echado a la calle, y que si ella no lo hacía, era sólo en memoria de la mucha estimación en que tenía a su discípulo el luminoso difunto. Y, sin duda, la misma estimación y el mismo recuerdo fueron los que, de allí a poco -cuando todavía por mucho que la abanicase, no estaría seca la tierra de la fosa de Li-Kuan- impulsaron a su viuda a contraer vínculos eternos con el gallardo Ta-Hio.
Vino la noche de bodas, y al entrar los novios en la cámara nupcial, notó la esposa que el nuevo esposo estaba no alegre y radiante, sino en extremo abatido y melancólico, y que lejos de festejarla, callaba y se desviaba cuanto podía; y habiéndole afanosamente preguntado la causa, respondió Ta-Hio con modestia que, le asustaba el exceso de su dicha, y le parecía imposible que él, el último de los mortales, hubiese podido borrar la imagen de aquel faro de ciencia, el ilustre Li-Kuan. Tranquilizóle Pan-Siao con extremosas protestas, jurando que Li-Kuan era, sin duda, un faro y un sapientísimo comentador de la profunda doctrina del Libro de la razón suprema, pero que una cosa es el Libro de la razón suprema y otra embelesar a las mujeres, y que a ella Li-Kuan no la había embelesado ni miaja. Entonces Ta-Hio replicó que también le angustiaba mucho estar advirtiendo los primeros síntomas de cierto mal que solía padecer, mal gravísimo, que no sólo le privaba del sentido, sino que amenazaba su vida. Y Pan-Siao, viéndole pálido, desencajado, con los ojos en blanco, agitado ya de un convulsivo temblor...
-Mi sándalo perfumado -le dijo, ¿con qué se te quita ese mal? Sépalo yo para buscar en los confines del mundo el remedio.
Suspiró Ta-Hio y murmuró:
-¡Ay mísero de mí! ¡Que no se me quita el ataque sino aplicándome al corazón sesos de difunto! -y apenas hubo acabado de proferir estas palabras cayó redondo con el accidente.
Al pronto quedó Pan-Siao tan confusa como el lector puede inferir; pero en seguida se le vino a las mientes que, en los primeros instantes de inconsolable viudez, había mandado que al luminoso Li-Kuan le enterrasen en el jardín, para tenerle cerca de sí y poderle visitar todos los días. A la verdad, no había ido nunca: de todos modos, ahora se felicitaba de su previsión. Tomó una linterna para alumbrarse, una azada para cavar y un hacha que sirviese para destrozar las tablas del ataúd y el cráneo del muerto; y resuelta y animosa se dirigió al jardín, donde un sauce enano y recortadito sombreaba la fosa.
Dejó en el suelo la linterna y el hacha, dio un azadonazo..., y en seguida exhaló un chillido agudo, porque detrás del sauce surgió una figura que se movía, y que era la del mismísimo Li-Kuan, ¡la del esposo a quien creía cubierto por dos palmos de tierra!
-Sierpe escamosa -pronunció el filósofo con voz grave-, arrodíllate. Voy a hacer contigo lo que venías a hacer conmigo; voy a sacarte los sesos, si es que los tienes. Entre mi discípulo Ta-Hio y yo hemos convenido que sondaríamos el fondo de tu malicia, y, sobre todo, de tu mentira. No castigo tu inconstancia que sólo a mí ofende, sino tu fingimiento, tu hipocresía, que ofenden a toda la Humanidad. ¿Te acuerdas de la dama del abanico?
Y el esposo cogió el hacha, sujetó a Pan-Siao por el complicado moño, y contra el tronco del sauce le partió la sien.

«El Liberal», 30 de agosto de 1892.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Afra

La primera vez que asistí al teatro de Marineda -cuando me destinaron con mi regimiento a la guarnición de esta bonita capital de provincia recuerdo que asesté los gemelos a la triple hilera de palcos para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar un muchacho de veinticinco años no cabales.
Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpaba. Observé también que su belleza consiste, principalmente, en el color. Blancas (por obra de Naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo oscuro. De pronto, en el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la dirección que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en hermosura a los demás, sino que se diferenciaba de todos por la expresión y el carácter.
En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto vi un rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular; de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de absorber los jugos vitales y causar daño a su poseedora... Aquella fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen a las claras desde el primer momento a quien las contempla: «Soy una voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante maniquí femenino escondo el acerado resorte de un alma.»
He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimien-tos que hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía doblarse al peso del voluminoso rodete; su oreja menuda y apretada, como para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato, llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar a aquella mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía mi compañero de armas, Alberto Castro:
-¡Cuidadito!
-Cuidadito, ¿por qué? -respondí, bajando los anteojos.
-Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda, debemos a los forasteros.
-Pero ¿tiene historia? -murmuré, haciendo un movimiento de repug-nancia; porque aun sin amar a una mujer, me gusta su pureza, como agrada el aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.
-En el sentido que se suele dar a la palabra historia, Afra no la tiene... Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva una miradita, o le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz la prueba: dedícate a ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la cabeza. Te aseguro que he visto a muchos que anduvieron locos y no pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.
-Pues entonces... ¿que? ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que manche su honra?
-Su honra o, si se quiere, su pureza..., repito que ni tiene ni tuvo. Afra en cuanto a eso..., como el cristal. Lo que hay te lo diré.... pero no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el Espolón, donde nadie se entere... Porque se trata de cosas graves.... de mayor cuantía.
Esperé con la menor impaciencia posible a que terminasen de cantar La bruja, y así que cayó el telón. Alberto y yo nos dirigimos de bracero hacia los muelles. La soledad era completa, a pesar de que la noche tibia convidaba a pasear y la luna plateaba las aguas de la bahía, tranquila a la sazón como una balsa de aceite y misteriosa-mente blanca a lo lejos.
-No creas -dijo Alberto- que te he traído aquí solo para que no me oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor blando y sedoso contra la pared del malecón? ¡Pues solo este mar... y Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera respecto a la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los demás la juzgamos por meras conjeturas.... ¡y tal vez calumniamos al conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias, hay apariencias tan acusadoras en el mundo.... que no podría disiparla sino la voz del mismo Dios, que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado.
Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo en un colegio inglés; pero su padre tuvo quiebras y por disminuir gastos recogió a la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de independencia y mucha afición a los ejercicios corporales. Cuando llegó la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y vigor para nadar: una cosa sorprendente.
Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí; Flora Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que les escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa presencia, primo de Flora, y empezó a decirse que el marino hacía la corte a Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo velado de la voz. Cuando a los pocos meses se supo que el consabido marino realmente venía a casarse con Flora, se armó un caramillo de murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para siempre. No fue así: aunque desmejorada y triste, Afra parecía resignada, y acompañaba a Flora de tienda en tienda a escoger ropas y galas para la boda. Esto sucedía en agosto.
En septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos amigas fueron, como de costumbre, a bañarse juntas allí.... ¿no ves?, en la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las acompañaba el novio, pero aquél día sin duda tenía que hacer, pues no las acompañó.
Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba a vestirse a las señoritas refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora, sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje marinero, de sarga azul oscura, animó con chanzas a su amiga. Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vio nadar, agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje.
Poco más de un cuarto de hora después salió a la playa Afra sola, desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que a Flora la había arrastrado el mar...
Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo reapareció al otro día un cadáver desfigurado, herido en la frente... El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos fue que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas gritó: «¡Me ahogo!»; que ella, Afra, al oírlo, se lanzó a sostenerla y salvarla; que Flora, al forcejear para no irse a fondo se llevaba a Afra al abismo; pero que, aun así, hubiesen logrado quizá salir a tierra si la fatalidad no las empuja hacia un transatlántico fondeado en la bahía desde por la mañana. Al chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible y Afra recibió también los arañazos y magulladuras que se notaban en sus manos y rostro...
¿Que si creo en Afra...?
Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió a vérsele por aquí; y Afra desde entonces, no ha sonreído nunca...
Por lo demás, acuerdate de lo que dice la Sabiduría: «El corazón del hombre.... selva oscura. ¡Figúrate el de la mujer!»

Cuento de amor

«El Imparcial», 5 marzo 1894.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)