La ilustre duquesa del Triunfo ha
dado a sus criados la orden terminante de no recibir a nadie. No está en casa.
En efecto, su espíritu vuela muy lejos de la estrecha cárcel dorada de aquel
tocador azul y blanco, que tantas veces llamaron santuario de la hermosura los
revisteros de la casa. Porque es de notar que la duquesa tiene tan completo el
servicio de sus múltiples necesidades, que hay entre su servidumbre muchos que
ejercen funciones que el mundo clasifica entre las artes liberales; y así como
dispone de amantes de semana, también tiene revisteros de salones, que
dedican a los de tan ilustre dama todos
los galicismos de su elegante pluma. Amantes
de semana he dicho; ¡ah! Cristina, el nombre de la duquesa, hace mucho tiempo
que ha despedido a todos sus adoradores.
A los treinta y seis años se ha
declarado fuera de combate la que un día antes coqueteaba con toda la gracia de
la más lozana juventud. Uno de sus apasionados ha tenido la ocurrencia de
regalarle una edición diamante de los más poéticos libros de la mística
española; otro adorador, este platónico, le ha recomendado las obras de
Schleiermacher (la duquesa ha sido embajadora en Berlín, y ha vivido en Viena
con un célebre poeta ruso). Entre el dorador platónico, natural de Weimar, los
místicos españoles y Schleiermacher han conseguido que la duquesa introduzca en
su tocador reformas radicales; y ahora se lava nada más que con agua de la
fuente, y gasta apenas una hora en su tocado, pero tan bien aprovechada, que
este sol que se declara en decadencia es más hermoso en el ocaso que cuando
brillaba en el cenit. Ya no mira la duquesa como quien prende fuego al mundo,
sino con ojos lánguidos, que fingen, sin querer fingir, una sencillez y una
modestia encantadoras; los más bizarros caballeros de la brillante juventud, a
que fue siempre aficionada la duquesa, ya no le merecen más que miradas
maternales: parece que les dice con los ojos: «Ya no sois para mí; os admiro,
os comprendo y adoro como obras maravillosas de la Naturaleza ; pero esta
adoración es desinteresada; nada espero, nada esperéis tampoco; veo en vosotros
los hijos que no tengo y que echo de menos ahora; si aún os agrado, gozad en
silencio del espectáculo interesante de una hermosura que se desmorona; pero
callad, no me habléis de amor, seríais indiscretos. Hay algo más que el amor;
yo nazco a nueva vida, y el galanteo sería en mí una flaqueza que probaría la
ruindad de mi espíritu. Adorad si queréis; pero yo sólo puedo pagaros con un
cariño de madre.»
Todo este discurso, que yo
atribuyo a los ojos de Cristina, lo había leído en ellos el joven escritor,
periodista y novelista, Fernando Flores, muy aficionado, como la duquesa, a los
ejercicios de destreza corporal, y abonado al paseo del Circo de Price, en Recoletos.
La duquesa asistía a las funciones de moda los viernes de todas las semanas. Rodeábanla
amigos que tenían la obligación de no requerirla de amores. Esta nueva fase de
la sensibilidad exquisita y ya estragada de Cristina no la conocía el público,
que había hecho, como suele, una leyenda escandalosa de la vida de aquella
mujer. En esta leyenda la calumnia y la malicia habían puesto lo que les
inspirara la pasión política, pues el duque era un personaje político de
importancia, de esos que los demagogos piensan colgar de los faroles, o no hay
justicia en la tierra. La
admiración, este homenaje que siempre tendrá la belleza, había prestado las
tintas suaves del fantástico cuadro en que
Cristina aparecía como
un don Juan del sexo débil.
La inmoralidad de su vida y la odiosidad que
acompañaba al nombre de su reaccionario y un tanto cruel esposo, la rodeaban de
una especie de aureola diabólica: el pueblo, sobre todo las honradas envidiosas
de la clase media, hablaban de la duquesa con un afectado desprecio, como de la
personificación del escándalo; pero cuando ella pasaba, donde quiera se abría
calle, a veces se hacía corro, y ojos y bocas abiertos daban testimonio de la
general admiración; el pasmo que causaba el prestigio de la distinción y la
hermosura, suspendía en las bocas abiertas las necedades de la hipocresía y de
la maliciosa envidia. Muchos con los labios entreabiertos para decir «¡qué
escándalo!», acababan por suspirar diciendo «¡qué hermosura!». Los ojos de las
damas, que desde la oscuridad de una belleza vulgar y de una corrupción
adocenada miraban con las ascuas del rencor a Cristina, pecaban más con sólo
aquella mirada, que la ilustre señora había pecado en toda su vida, devorando
con las llamaradas de sus pupilas cuanto el amor les diera en alimento y en
holocausto a su hermosura. Cristina, en público, conociendo cuanto de ella se
pensaba y se decía, presentábase como los reyes, que atraviesan una multitud en
que hay amigos y enemigos, odio y admiración; o como los grandes artistas del
teatro, que saludan a un público que aplaude y silba; estos personajes aprenden
un movimiento singular de los ojos; sus miradas son de una discreción que sólo
se adquiere con la experiencia de estas batallas del favor y de la enemistad de
la muchedumbre. Cristina fijaba pocas veces los ojos en los individuos de la
multitud, cuyos favores, sin embargo, eran los que más agradecía. El público es
siempre el rival más temible; la mujer más fiel se distrae y deja de oír al
amante por mirarse en los mil ojos del Argos enamorado, de la multitud que
contempla. Cristina amaba como ninguna otra mujer al adorador anónimo; a este
amante no había renunciado, ni aun después de leer a San J uan
y a Schleiermacher; pero temía mirarle cara a cara en los ojos de una de sus
personalidades, porque el descaro estúpido, la envidia grosera y cruel y otras
cien malas pasiones, le habían devuelto más de una vez miradas de cínica
audacia, de repugnante malicia o de irritante desprecio. Esta misma prudencia
en el mirar, en el observar el efecto producido, daba más gracia y atractivo a
la duquesa. A lo menos, a Fernando Flores, que había conocido todo esto, le
encantaba aquella extraña y misteriosa relación entre la duquesa y la multitud.
Él también era multitud. Apoyado en el
antepecho que separa el paseo de los palcos, contemplaba todos los viernes a su
sabor aquella hermosura célebre, como los verdaderos amantes de la pintura
acuden uno y otro día al museo a contemplar horas y horas, en silencio, una
maravilla del pincel de Velázquez o quien sea el pintor favorito.
Fernando llegaba a los treinta, y mirando atrás, no veía en sus recuerdos aventuras en que figurasen duquesas. Dábase por desengañado antes de conocer el mundo,del
cual sólo sabía por lo que dicen las novelas y por lo poco que le enseñara una
observación constante, sobrado perspicaz y hecha a demasiada distancia. Parecíale tan ridícula la idea de enamorarse
de Cristina, que sin miedo la miraba y admiraba. No era presumido en cuanto a
galanteos, y despreciaba con noble orgullo a los aventureros del
amor, que aspiran a subir adonde jamás llegarían por su propio valor, merced a los favores de
las damas.
Fernando llegaba a los treinta, y mirando atrás, no veía en sus recuerdos aventuras en que figurasen duquesas. Dábase por desengañado antes de conocer el mundo,
Cierto viernes del mes de mayo llegó a su
palco Cristina con su hija única, Enriqueta, de quince años, y dos bizarros
generales, que habían sido amantes de la duquesa, a lo menos en la opinión del
vulgo. Vestía de negro, como su hija, y su pelo, como la endrina y abundante,
recogido en gracioso moño sobre la cabeza, dejaba ver el blanco, fuerte y
voluptuoso cuello, tentación irresistible, donde la imaginación del enamorado
público daba besos a miles.
La duquesa, al pasar cerca de Flores, tocóle
en el rostro con los encajes de una manga, y dejóle envuelto en una atmósfera
de olores tan delicados, intensos y dulcísimos, tan impregnada de lo que se
puede llamar esencia de gran dama, que Fernando expresó así,
allá para sus adentros, lo que sintió al aspirar aquella ráfaga de perfumes soñados: «¡Parece que estoy mascando amor!»
allá para sus adentros, lo que sintió al aspirar aquella ráfaga de perfumes soñados: «¡Parece que estoy mascando amor!»
Lo cierto es que el pobre muchacho, con gran
vergüenza suya, se sintió conmovido hasta los huesos por una nueva clase de
emociones, que le indignaba desconocer a sus años, y siendo un novelista
acreditado, y acreditado de escribir conforme al arte nuevo, esto es, tomando
de la realidad sus obras.
En cuanto Cristina estuvo sentada en su
palco, enfrente de Fernando, pero no tan enfrente que no tuviese que volver un
poco la cabeza en el caso inverosímil, absurdo, de querer mirarle, el novelista
consagró todo su espíritu a la contemplación ordinaria, y
¡oh casualidad incomprensible e inexplicable por las leyes naturales y corrientes de la vida!, Cristina, no bien hubo sacado de la caja los gemelos, dirigiólos al humilde escritor, que tembló como si le mirase con dos cañones cargados de abrasadora metralla.
¡oh casualidad incomprensible e inexplicable por las leyes naturales y corrientes de la vida!, Cristina, no bien hubo sacado de la caja los gemelos, dirigiólos al humilde escritor, que tembló como si le mirase con dos cañones cargados de abrasadora metralla.
Figúrese el lector al amante del arte, que antes suponíamos, enamorado de una virgen
de Murillo, y que la contempla embelesado días y días, y uno cualquiera ve que
la divina figura te sonríe como
sonreiría una virgen de Murillo si, en efecto, pudiera. Pues la
impresión de este hombre sintió Fernando al ver que los gemelos de la duquesa se clavaban en él, positivamente en él. El joven contemplaba siempre a la ilustre dama sin más esperanza de correspondencia que la que pudiera tener el que fuera a hacer el oso
a una de aquellas hermosas y nobles damas que retrató Pantoja, que miran en su limpia sala del museo, con miradas de lujuria inacabable, al espectador de todos los siglos. No era, por lo común, descarado nuestro héroe para mirar a las mujeres; pero a Cristina sí
la miraba tenazmente, sin miedo, creyéndose seguro en la oscuridad de la multitud. «Hay tantos ojos que devoran su hermosura! -pensaba-: ¿qué importan dos más» Y miraba, y miraba, sin que en el placer que mirando recibía entrase para nada la vanidad, que suele ser, en tales ocasiones, el principal atractivo. Aunque sabía todos los casos que refieren las novelas, y hasta las historias, de grandes abismos sociales que salta el amor de un brinco, no creía que esto aconteciese en la vida real casi nunca, y la posibilidad lógica de que a él le sucediese encontrarse en una aventura de esta índole parecíale semejante a la de ganar el premio grande de la lotería: jugaba y era posible ganar ese premio; pero ni se acordaba de él. Por más que en Flores protestasen una porción de nobles sentimientos, y hasta el orgullo ofendido con el placer que sentía, antes de que la reflexión pudiera deshacer el encanto, el corazón le latió con fuerza; un sudorcillo tibio, que parecía que le regaba por dentro, le inundó de una voluptuosidad también nueva, y, lo que es peor que eso, sintió en el alma, en el alma espiritual, no en el alma del cuerpo, que dicen que hay algunos filósofos; digo que sintió en lo más íntimo de sí, una ternura caliente, calentísima, que parecía acariciarle las entrañas y aflojar no sé qué cuerdas tirantes que hay en el espíritu de los que se han acostumbrado a sofocar ilusiones, a matar sueños y aspiraciones locas y románticas, decididos a ser unos muy sosos hombres de juicio. De estos era Flores, y esa flojedad que digo sintió, y con ella una alegría que le parecía soplada dentro por los ángeles; y a más de este encanto, en que él era pasivo, notó que, por cuenta propia, se había puesto el corazón a agradecer la mirada de la duquesa, y agradecerla de suerte que todas las entrañas se derretían, y era el agradecimiento aquel nueva fuente de placeres, que diputó celestiales sin ninguna duda. El pobrecito quiso apartar los ojos de aquellos que le miraban
detrás de dos oscuros agujeros, en que él veía llamaradas; pero la voluntad ya era esclava, y fuese tras los ojos a abismarse en la boca de los cañones que tenía enfrente. ...................
impresión de este hombre sintió Fernando al ver que los gemelos de la duquesa se clavaban en él, positivamente en él. El joven contemplaba siempre a la ilustre dama sin más esperanza de correspondencia que la que pudiera tener el que fuera a hacer el oso
a una de aquellas hermosas y nobles damas que retrató Pantoja, que miran en su limpia sala del museo, con miradas de lujuria inacabable, al espectador de todos los siglos. No era, por lo común, descarado nuestro héroe para mirar a las mujeres; pero a Cristina sí
la miraba tenazmente, sin miedo, creyéndose seguro en la oscuridad de la multitud. «Hay tantos ojos que devoran su hermosura! -pensaba-: ¿qué importan dos más» Y miraba, y miraba, sin que en el placer que mirando recibía entrase para nada la vanidad, que suele ser, en tales ocasiones, el principal atractivo. Aunque sabía todos los casos que refieren las novelas, y hasta las historias, de grandes abismos sociales que salta el amor de un brinco, no creía que esto aconteciese en la vida real casi nunca, y la posibilidad lógica de que a él le sucediese encontrarse en una aventura de esta índole parecíale semejante a la de ganar el premio grande de la lotería: jugaba y era posible ganar ese premio; pero ni se acordaba de él. Por más que en Flores protestasen una porción de nobles sentimientos, y hasta el orgullo ofendido con el placer que sentía, antes de que la reflexión pudiera deshacer el encanto, el corazón le latió con fuerza; un sudorcillo tibio, que parecía que le regaba por dentro, le inundó de una voluptuosidad también nueva, y, lo que es peor que eso, sintió en el alma, en el alma espiritual, no en el alma del cuerpo, que dicen que hay algunos filósofos; digo que sintió en lo más íntimo de sí, una ternura caliente, calentísima, que parecía acariciarle las entrañas y aflojar no sé qué cuerdas tirantes que hay en el espíritu de los que se han acostumbrado a sofocar ilusiones, a matar sueños y aspiraciones locas y románticas, decididos a ser unos muy sosos hombres de juicio. De estos era Flores, y esa flojedad que digo sintió, y con ella una alegría que le parecía soplada dentro por los ángeles; y a más de este encanto, en que él era pasivo, notó que, por cuenta propia, se había puesto el corazón a agradecer la mirada de la duquesa, y agradecerla de suerte que todas las entrañas se derretían, y era el agradecimiento aquel nueva fuente de placeres, que diputó celestiales sin ninguna duda. El pobrecito quiso apartar los ojos de aquellos que le miraban
detrás de dos oscuros agujeros, en que él veía llamaradas; pero la voluntad ya era esclava, y fuese tras los ojos a abismarse en la boca de los cañones que tenía enfrente. ...................
Bueno será que se sepa cómo recibieron allá
dentro la mirada del
joven del Circo, que era como le llamaba la duquesa hacía algunas semanas; por
supuesto, que se lo llamaba para sus adentros, pues con nadie había hablado de
tal personaje. Cristina, que un mes antes estaba enamorada de San J uan de la
Cruz , y hubiera dado cualquier cosa por ser ella la iglesia
de Cristo, la esposa mística a quien el santo requiebra tan finamente, había
cambiado de ídolo y se había dicho: «Lo que yo necesito es un amor humano; pero
verdadero, espiritual, desinteresado, en que no entre para nada el deseo de
poseerme como carne, que incita, ni la vanidad de hacerse célebre siendo mi
amante.» Los adoradores jurados le causaban hastío. Todos le parecían el mismo.
Cerraba los ojos y veía un hombre en habit noir, como decían ellos, con gran
pechera almidonada (plastrón), que daba la mano como un clown, que era
uniformemente escéptico, sistemáticamente glacial, y que decía en francés todas
las vulgaridades que corren por el mundo traducidas a todos los idiomas. La
duquesa esperaba a los treinta y seis años algo nuevo, que no fuese un
adulterio más, sino un amor puro, como ella no
lo había conocido, como
lo deseaba para su Enriqueta.
¡Cuántas veces, mirando con su rápida y
prudentísima mirada a la multitud que la rodeaba, se había dicho: «¿Estará
ahí?»! Una noche, en Price, al decir bon soir a un joven aristócrata, a quien
llamaban Pinchagatos (Dios sabe por qué), flaco, menudo, casi ciego pero
atrevidísimo con las mujeres, Cristina, que le daba la mano con repugnancia,
observó que los ojos de un espectador del paseo se fijaban, se clavaban en el
sietemesino insolente. Salió del palco Pinchagatos, que se fue saludando a
todas las damas que encontraba al paso, y la
mirada tenaz le seguía. Cuando el joven aristócrata y
mal formado se perdió de vista, los ojos del
paseo volviéronse a Cristina, y suaves, melancólicos, tranquilos ya, fijáronse
en ella como
para saborear un deleite habitual interrumpido. Desde aquel momento, aunque Flores no pudo comprenderlo, ni lo soñó siquiera, su
contemplación constante fue espiada. Y ¡qué hubiera dicho el infeliz si hubiese
sabido que existía en Madrid una gran dama para quien eran todos los placeres
de la corte, y que todos los despreciaba, mientras aguardaba ansiosa la noche
del viernes, el día de moda de Price! Y ¿por qué? Porque esa noche la
consagraba ella, hacía algunas semanas, a un espionaje que le causaba una clase
de delicias que tenían la frescura y el encanto fortísimo de las emociones
nuevas. Cristina no miraba a Fernando cuando sabía que él la miraba; pero
gozaba del
placer de sentir, sin verle, que sus ojos estaban cebándose en ella. Veíale y
no le veía, mirábale y no le miraba; esto ya saben todas las mujeres cómo se
hace.
Algunas veces, aunque temerosa de romper el
encanto haciendo dar un paso a la sutil aventura, había arriesgado la duquesa
miradas que podían llamar la atención de Flores. De repente, cuando sabía que
la miraba, volvía ella los ojos hacia los suyos, como un disparo certero, y las pupilas
chocaban, desde lejos, con las pupilas. Pero en vano; los ojos de Flores no
revelaban ninguna emoción; parecían los de un ciego que están en una mirada
eterna fijos, mirando la oscuridad, cual esas ventanas pintadas, por simetría,
en las paredes, por donde no pasa la luz. Cristina, perspicaz, llegó a
explicarse esta impasibilidad, y al dar con la verdadera causa, sintió más
placer que nunca. El joven, que no ponía ni pizca de vanidad en cuanto hacía,
que no iba a hacer el oso a una duquesa, era bastante modesto
para figurarse que su adoración era conocida; creía que Cristina le miraba sin
verle, como a
tantos otros, por casualidad. Pero, entre tanto, ella comenzaba a
impacientarse; todo aquello era delicioso, pero no debía ser eterno; y
siguiendo, sin darse cuenta, tácticas antiguas, quiso adelantar algo, ya que de
él no había que esperar nada. No creía ella que adelantando perdería la
aventura su carácter ideal, fantástico, su naturaleza etérea, incomprensible
para el vulgo de las grandes señoras. Y entonces fue cuando se resolvió a
clavarle los gemelos al joven del
paseo.
La mirada que Fernando dejó caer, sin
quererlo, dentro de aquellos que se le antojaban dos cañones, debía de ir llena
de la expresión de aquellas nuevas, profundas, tiernas y dulces emociones que
procuré describir a su tiempo; porque Cristina, al recogerla
dentro de sus gemelos, y sentirla pasar por la retina al alma, quedóse como espantada de gozar placer tan intenso en regiones de su ser en que jamás había sentido más que unas ligeras cosquillas.
dentro de sus gemelos, y sentirla pasar por la retina al alma, quedóse como espantada de gozar placer tan intenso en regiones de su ser en que jamás había sentido más que unas ligeras cosquillas.
Separó del rostro los gemelos; viéronse y
miráronse cara a cara la gran dama y el humilde escritor... Todavía Fernando,
aferrado a su modestia, miró hacia atrás, dudando que fuese para él mirada en
que había ya hasta palabras... Pero no cabía dudar más; a su espalda estaba un
segoviano con la boca abierta, y detrás de este las gradas vacías. ¡Le miraba a
él! ¡La duquesa del Triunfo miraba a Fernando Flores, autor de dos novelas
naturalistas vendidas por seis mil reales cada una!
La duquesa solía salir del circo antes de terminar la función.
Aquella noche vio hasta el comienzo del
último ejercicio; entonces se levantó, se dejó poner el chal, salió del palco,
se acercó a Fernando, que no movía pie ni mano, nada; al llegar a tocar con el
hombro en los bigotes del muchacho, que estaba inclinado sobre el
antepecho del paseo, se detuvo para esperar a Enriqueta, que estaba en el palco todavía. Fueron pocos segundos; el hombro de la duquesa tocó en el bigote y en la narizdel
novelista; él se incorporó un tanto, los ojos estuvieron frente a los ojos, a
un decímetro escaso de distancia; la mariposa cayó en la llama; ¡rayos y truenos!
La duquesa dejó que en su rostro se dibujara como la aurora de una sonrisa;
Fernando, sin querer, sonrió con el encanto; la sonrisa de la duquesa se
definió entonces; se besaron los ojos... y mientras la orquesta tocaba la Marcha Real , porque el
rey salía de su palco, Cristina se perdía a lo lejos entre las otras damas que
dejaban el circo. Fernando, inmóvil, olvidado del mundo de fuera, se dividía en dos por
dentro: uno, el que era más que él, gozaba el placer más
intenso de su vida, y el otro, avergonzado, sentía la derrota de la orgullosa modestia. «¡Al fin, soy un necio! -decía este censor de la conciencia- ¡Creo que le he gustado a una duquesa; estoy enamorado de la duquesa del Triunfo; me ha sonreído y he sonreído, soy su adorador y ella lo sabe! ¡Ridículo! ¡Eternamente ridículo!... » Y huyó del teatro; y creía huyendo, que el sonar del bombo y los platillos era una gran silba que le daba el público, una silba solemne, con los acordes dela
Marcha Real , que es, en ocasiones, una gran ironía, un sarcasmo...
antepecho del paseo, se detuvo para esperar a Enriqueta, que estaba en el palco todavía. Fueron pocos segundos; el hombro de la duquesa tocó en el bigote y en la nariz
intenso de su vida, y el otro, avergonzado, sentía la derrota de la orgullosa modestia. «¡Al fin, soy un necio! -decía este censor de la conciencia- ¡Creo que le he gustado a una duquesa; estoy enamorado de la duquesa del Triunfo; me ha sonreído y he sonreído, soy su adorador y ella lo sabe! ¡Ridículo! ¡Eternamente ridículo!... » Y huyó del teatro; y creía huyendo, que el sonar del bombo y los platillos era una gran silba que le daba el público, una silba solemne, con los acordes de
***
Fernando llegó a su modesta habitación de la
fonda, como escritor silbado que huye del público cruel. Sobre
el velador de su gabinete estaban esparcidas infinidad de cuartillas, en blanco
unas, y otras ennegrecidas por apretados renglones; un Musset, poesías,
asomaba entre aquel cúmulo de papeles sueltos. En aquel desorden estaba su pensamiento de pocas horas antes, y parecíale que ya le separaban de él siglos: al ver todo aquello, recordó el estado de su espíritu según era antes de haber ido al circo. ¡Malhadada noche!
asomaba entre aquel cúmulo de papeles sueltos. En aquel desorden estaba su pensamiento de pocas horas antes, y parecíale que ya le separaban de él siglos: al ver todo aquello, recordó el estado de su espíritu según era antes de haber ido al circo. ¡Malhadada noche!
Adiós el artista, diosecillo egoísta que
vivía para sí y de sus propios pensamientos, viendo en el mundo nada más que
una serie de hermosas y curiosas apariencias, cuya única razón de ser era
servir al novelista de modelo para sus creaciones. Pensó en su libro, en el que
estaba esparcido sobre el velador; parecíale obra de otro, insulsa invención,
sofistería fría y descarnada sin vida real. Su voluntad le pedía otra cosa
ahora: acción, lucha; quería ser actor en la comedia del
mundo, y esto era lo que avergonzaba a Flores
al verse caer en un abismo, en el abismo de la vida activa, para la cual sabía
perfectamente que no tenía facultades. Esa mujer me arrastrará al mundo; seré
un necio más; al rozarme, al chocar con las pasiones vulgares, pero fuertes, de
que hoy me burlo, me contagiaré y seré un vanidoso más, un ambicioso más, un
farsante más! No temo tanto el desengaño infalible que me espera, no sé cómo ni
cuándo, pero que siempre viene, como temo el remordimiento, el amargo dejo que
traerá consigo, cuando vuelva a buscar en el arte, en la muda y pasiva
observación, un consuelo tardío... Y se acostó.
No leyó aquella noche para dormirse. Apagó
la luz y se quedó pensando: «Allá va don Quijote; esta es la segunda
salida....», y se despreciaba y se burlaba de sí propio de todo corazón. Ya se
figuraba como su amigo Gómez, eternamente en habit noir, mendigando
de palco en palco sonrisas de mujeres, apretones de manos de ilustres damas, y sufriendo desaires que había de disimular, como Gómez, con una plácida sonrisa de ángel hecho a todo... «¡Oh, sí!, ycomo
ella lo exija, llegaré a escribir crónicas de salones, y describiré trajes de
bailes y bibelots de chimenea... Después de todo, esa mujer no ha hecho más que
mirarme y sonreír. Sí, pero me ha mirado toda la noche y me ha sonreído de un
modo... y no atendía a los que la rodeaban; no pensaba más que en mí, esto es
seguro. ¿Y yo estoy enamorado? El interés que esa mujer singular, quizá no tan
singular como
yo imagino, ha despertado en mi, ¿es amor?, ¿merece este nombre? Pero ¿qué es
el amor? ¿No sé yo que hay mil maneras de parecer, de creerse enamorado, y
ninguna quizá de estarlo de veras?
de palco en palco sonrisas de mujeres, apretones de manos de ilustres damas, y sufriendo desaires que había de disimular, como Gómez, con una plácida sonrisa de ángel hecho a todo... «¡Oh, sí!, y
El caso es que yo no sabré resistir si ella
insiste... El ridículo es inevitable. A mis ojos ya estoy en plena novela
cursi. ¡Conque suceden estas cosas! Y ella se creerá una mujer aparte, y a mí
me querrá no por mis
escasos merecimientos, sino porque soy el amante
cero, el amante de la multitud.» Y, sin querer, empezó a recordar muchos casos parecidos de novelas idealistas. Pero también recordó algo parecido en Balzac; recordó a la princesa que se enamora de un pobre republicano que la contempla extático desde una butaca del teatro... y recordó tambiénLa Curée , de Zola, donde Renée,
la gran dama, cede a la insistencia de un amante de azar, de un transeúnte
desconocido, sin más títulos que su audacia... «Yo soy el capricho, quizá el
último capricho de esa mujer.» -Casi dormido, y como si en él funcionase de repente otra
conciencia, pensó con tranquilidad: «¿Si lo único ridículo que hay aquí será
que he visto visiones?»...
cero, el amante de la multitud.» Y, sin querer, empezó a recordar muchos casos parecidos de novelas idealistas. Pero también recordó algo parecido en Balzac; recordó a la princesa que se enamora de un pobre republicano que la contempla extático desde una butaca del teatro... y recordó también
***
A la misma hora, reposando en un lecho cuya
blandura, suavidad y olores voluptuosos Fernando Flores no podía imaginar
siquiera, Cristina pensaba en el joven del
circo, decidida a que fuera el último y el mejor amante: lo principal era que
aquel encanto, desconocido hasta entonces, no degenerase en aventura vulgar, como todas las de su
vida. Había que huir de la seducción de la materia; Schleiermacher y San J uan ,
de consuno, exigían que aquel amor fuera por lo divino. Ya se figuraba la
duquesa a Fernando acudiendo a misteriosa cita todas las noches; ella le
recibiría con un traje que no hablase a la materia; ya discurriría ella cómo
puede una bata estar cortada de modo que no hable más que al espíritu: tomaría
por figurín algún grabado en que estuviera bien retratada Beatriz, y aún mejor
sería recurrir a la indumentaria griega; algo como la túnica de Palas Atenea o
de Venus Urania. Y ¿de qué se hablaría en aquellas sesiones de amor místico? La
verdad es que a ella no se le ocurría ningún asunto propio de tan altas
relaciones amorosas. Pero, en fin, ello diría...¡ El amor espiritual es tan
fecundo en grandes ideas!... en último caso, hablarían los ojos. Este
espiritualismo, que hoy apenas se usa, se le representaba a la duquesa como el
manjar más escogido del alma, porque ella había vivido en plena realidad,
envuelta siempre en aventuras en que predominaba el sentido del tacto; y las
quintas esencias del amor ideal, los matices delicadísimos de las pasiones
excepcionales, con sus encrucijadas de sentimientos inefables, de adivinaciones
y medias palabras, eran lo más nuevo que se pudiera ofrecer al gusto de aquel
paladar acostumbrado a platos fuertes. Cristina se durmió pensando en el amor
de Flores. En sueños tuvo el disgusto de notar que el joven del circo se propasaba, procurando una
mezcla de deleites humanos y divinos, principio de una corrupción sensual que
era preciso evitar a toda costa.
A la mañana siguiente, el pensamiento de
Cristina y el de Fernando al despertar fue el mismo. Era necesario buscarse. Y
se buscaron y se encontraron. La aventura se pareció, mucho más que la duquesa
deseara, a todas las aventuras en que son parte una gran señora y un joven de
modesta posición. Tuvo ella que animarle, y luchó no poco entre el encanto que
le causaba la vaguedad, la indecisión de los poéticos comienzos, y el miedo de
asustar al amante con un fingido recato. Él, estaba visto, no había de
atreverse sin grandes garantías de buen éxito, y fue ella quien tuvo que
arriesgar más de lo justo. Al fin se hablaron. Fue en un coche de alquiler. No
hubo mejor medio, aunque lo buscó mejor la duquesa, que sentía, en su nueva
vida espiritual, una gran repugnancia ante semejantes vehículos. Hubiera sido
mucho más a propósito una gruta, con o sin cascada; pero fue preciso
contentarse con un simón. Flores pensó:
«¿Habrá leído Madame Bovary, esta mujer?. No, infeliz, no ha leído tal cosa;
Cristina lee a Schleiermacher y a fray Luis de Granada, no temas». El novelista
acudía a las citas de amor como
si fuera a fabricar moneda falsa. Estaba avergonzado hasta el fondo de la
conciencia. Era un cursi más definitivamente. Gómez, con su gran pechera. su
clac bajo el brazo ya lo parecía un héroe, no un ente ridículo. ¡También él era
Gómez! Pasaba el tiempo, y los amantes estaban como el Congreso de Americanistas y otros por
el estilo, siempre en las cuestiones preliminares. Se había convenido: 1º, que
aquel amor no era como los demás; 2º, que la duquesa no podía ofrecer a
Fernando la virginidad de la materia; pero que, en rigor, hasta la fecha no
había amado de veras, y, por consiguiente, podía ofrecerle la virginidad del
alma, y váyase la una por la otra; 3º, que aunque la modestia de Flores
protestase, estaba averiguado que él era un hombre superior, excepcional, que
tenía en su espíritu tesoros de belleza que no podría comprender ni apreciar
jamás una mujer vulgar.
Afortunadamente, la duquesa no era una mujer
vulgar, sino muy distinguida, singular, única, y leía en el alma de Fernando
todas las bellezas que había escrito Dios en ella; 4º, que no siendo puñalada
de pícaro el contacto de los cuerpos, se conservaría el statu quo en punto a
relaciones carnales, sin que esto fuese comprometerse a una castidad perfecta,
toda vez que nadie puede decir de esta agua no beberé. Fernando estuvo
alucinado algún tiempo. Llegó a creer en la verdad de los sentimientos de
Cristina y a sí propio se juzgó enamorado; así que, de buena fe, buscó y
rebuscó en su imaginación, hasta en su
memoria, alimento para aquellos amores en que tan gran papel desempeñaban la
retórica y la metafísica. Días enteros hubo en que no pensó, siquiera una vez,
que todo aquello era ridículo. Con toda el alma ,
sin reservas mentales, acudía a dar la conferencia de sus amores, y explicaba
un curso de amor platónico, como
si no pudiera emplearse la vida en cosa más útil. Cristina estaba en el
paraíso: se había creado para ella sola un mundo aparte: sus amigos nada sabían
de estos amores. Aquel romanticismo místico-erótico, que es ya en literatura
una antigualla, era un mundo nuevo de delicias para la pobre mujer que
desertaba de la vida grosera del
materialismo hipócrita, de buenas formas y bajos instintos y gustos perversos,del gran mundo de ahora.
Mientras él mismo participó del engaño, Flores no pudo ver que era interesante,
al cabo, aquella mujer tan experimentada en las aventuras corrientes de la vida
mundana, pero tan inexperta y cándida en aquellas honduras espirituales en que
se había metido. Una noche, Fernando oyó en el café a un amigo una historia de
amores que, aunque no lo era, se le antojó parecida a la suya. En ella había un
amante que jamás llegaba al natural objeto del amor, al fin apetecido (tomando lo de
fin no por lo último, sino por lo mejor). Flores se puso colorado ; casi creyó que hablaban de él, y
volvió al tormento de verse en ridículo. Si hasta allí había sido tímido y
había respetado la base 4.º del tratado
preliminar, porque él mismo creía un poco en la posibilidad de los amores en la
luna (aunque como
literato y hombre de escuela los negaba), desde aquel momento se decidió a ser
audaz, grosero si era necesario. La duquesa había agradecido a Fernando su
delicadeza, aquel respeto a la base 4ª; pero no dejaba de parecerle extraño,
quizá un poco humillante, acaso algo sospechoso ese firme cumplimiento de
convenciones que, al fin, no eran absolutas, según el mismo texto de la ley;
repito que ella agradecía esta conducta tan conforme con su ideal, pero no la
hubiera esperado.
materialismo hipócrita, de buenas formas y bajos instintos y gustos perversos,
Fernando fue todo lo brutal que se había
propuesto. Todo antes que el ridículo. Pero la duquesa resistió el primer
asedio con una fortaleza que sirvió para
encender de veras los sentidos del
amante. Mas ¡ay! al mismo tiempo que en Fernando brotaba el deseo que daba a sus
devaneos un carácter más humano, se le cayó la venda de los ojos, y vio que si
antes había sido ridículo, menos acaso de lo que él creía, ahora comenzaba a
ser un bellaco. ¿Amaba él de veras a aquella mujer? No, decididamente no; ya
estaba convencido de ello.
En tal caso, ¿tenía derecho a exigir el
último favor, a llevarla hasta el adulterio? ¡Bah, la duquesa! Una vez más,
¿qué importaba? -respondía el sofisma. Pero ¿aquella mujer no estaba
arrepentida? ¿No se había arrancado, por espontáneo esfuerzo, a las garras del adulterio material,
grosero? No estaba aquella mujer en camino de regeneración? ¡Bah! ¡era una Magdalena sin Cristo; su arrepentimiento no era moral,
era un refinamiento de la corrupción; su espiritualismo, su misticismo eran
falsos, eran ridículos! ¡Ridículos! ¿quién sabe? Lo parecían sin duda; pero ¿no
había alguna sinceridad en aquel arrepentimiento, aunque pareciese otra cosa?
¿No había, por lo menos, una buena intención? Si Cristina hubiese tenido un
verdadero director espiritual, ¿,no hubiera buscado salvación por mejor
camino?... Arrastrar otra vez a aquella mujer a la concupiscencia del cuerpo era un
crimen; no era un adulterio más; era el peor de todos, peor acaso que el
primero. «Sí, sí -acabó por pensar Fernando, que mantenía esta lucha con su
conciencia-; ¡ahora me vengo con escrúpulos! Lo que tengo yo, que soy un
cobarde, que no se me logra nunca nada de puro miedo; todos estos tiquismiquis
morales no son más que el miedo de dar el segundo ataque a esa fortaleza restaurada...» Y otra vez el pánico
del ridículo
le llevó a ser atrevido, brutal, grosero. Cristina sucumbió; el deleite
material despertó en ella todos sus instintos de montón de carne lasciva, que
dijo el poeta. Schleiermacher y los místicos se fueron a paseo, según expresión
brutal de ella misma. Quince días de embriaguez de los sentidos bastaron para
que Flores llegara al hastío. Empezaba a saber
la gente algo de aquello, y el novelista, apagada ya la sed del
placer, y satisfecho como hombre de aventuras,
quiso villanamente coger velas y huir del
abismo que iba a tragarle. La posición de amante oficial de la duquesa del
Triunfo obligaba a mucho. ¡Oh infamia! Flores
hizo, contando por los dedos, el presupuesto ordinario de los gastos a que
aquella vida le obligaba; no daban los libros para tanto. Además, los salones
le ocuparían demasiado tiempo, «y él era, ante todo, un artista». Una mañana,
que durmió hasta muy tarde, arrojó en un bostezo el resto de su falso amor.
«¡Ea! -se dijo, revolviendo las cuartillas desordenadas de la novela, que
esperaba en los primeros capítulos al distraído autor de sus páginas- ¡Ea! esto
se ha concluido; yo no soy un don J uan,
ni un sietemesino, ni un hombre de mundo siquiera; yo soy un artista. Es
necesario que lo sepa Cristina. No se ha perdido el tiempo al fin y al cabo.
Hágome cuenta que he trabajado en la preparación de un libro; he observado, he
recogido datos; creí un momento haber encontrado el amor: ¡no! es algo mejor;
he encontrado un libro... La mujer no es para mí, no podía ser; pero tengo...
el documento.
Cristina me servirá en adelante como documento humano.
Hagamos su novela; es un caso de gran enseñanza. Los necios dirán que es
inverosímil; pero yo le daré caracteres de verdad cambiando el original un
poco.» Y escribió cuatro renglones a la duquesa despidiéndose de ella. «La
inspiración le había visitado. Iba a encerrarse con la inspiración algunos
meses fuera de Madrid ,
y en todo ese tiempo no podrían verse. Acaso les convenía. ¿No se acordaba de
aquella Dalila de Feuillet. que tanto le gustaba antes de que él, Fernando, le
hubiese hecho despreciar a los escritores de la escuela idealista? Pues bien;
el ejemplo de Dalila era una lección. El verdadero amor exigía este sacrificio.
Ella sería la primera que leyese el libro que le mandaba escribir el deus in
nobis...»
Cristina leyó esta carta con pena; pero no
con tanta pena como hubiera tenido si el desengaño hubiera
precedido a la caída. Llamaba ella la caída al momento en que sus amores con
Fernando dejaron de ser metafísicos. «¡Al fin estas relaciones iban
pareciéndose a las otras! ¡Oh, no; ni estas ni otras... Basta... basta... El
amor es así!...» ¿Sintió despecho? Eso sí; siempre se siente en tales casos.
Pasó cerca de un año. Cristina no tuvo
amante; se dejaba adorar, pero no admitía confesores. Una noche recibió un
libro encuadernado en tafilete. Era la novela de Flores, con una dedicatoria del autor: «A mi eterna
amiga.» Cristina despidió a Clara, su doncella, y sin acostarse, pasó la noche,
de claro en claro, devorando el libro. Era la historia de su vida, según ella
la había dejado ver, en el abandono del
amor ideal, al redomado amante.
¡Qué infamia! Fernando no la había amado, la
había estudiado. Cuando sus ojos se clavaban en los de Cristina para anegarse
en ellos, el traidor no hacía más que echar la sonda en aquel abismo. Como obra de arte, el
libro le pareció admirable. ¡Cuánta verdad! Era ella misma; se figuró que se
veía en un espejo que retrataba también el
alma. En algunos rasgosdel
carácter no se reconoció al principio; pero reflexionando, vio que era exacta
la observación. El miserable no la había embellecido: cuestión de escuela. Al
amanecer se quedó dormida, después de leer dos veces la última página... A las
doce, despierta; arregla apenas su traje desaliñado con el desasosiego de aquel
sueño de pocas horas, y vuelve a leer.. Pero antes ha dado orden terminante de
no recibir a nadie. Quiere estar sola. «Es verdad, sola está; ¡qué sola! Aquel
hombre implacable, artista sin entrañas, observador frío como un escalpelo, le ha hecho la autopsia en
vida y le ha hecho asistir a ella. ¡Una vivisección de la mujer que se creyó
amada!» A las tres almuerza Cristina, y bebe para alegrarse, para animarse. A
los postres pide un frasco de benedictino, del cual solía probar Fernando. Se sirve una
copa; pide a Clara recado de escribir, y manda esta carta a Flores :
alma. En algunos rasgos
«Fernando: He recibido tu libro. Como novela, es una obra
maestra; pero, de todas maneras, tú eres un plebeyo miserable. La Duquesa del Triunfo.»
Ah, sí, un plebeyo! -se quedó pensando-. La
multitud, esa multitud que me admira y me espía! De ahí le saqué... ¡Por algo
la miraba yo con miedo!
***
El libro de Fernando gustó mucho a los
inteligentes; la crítica más ilustrada y profunda le consagró largos análisis
psicológicos.
Alguien dijo que el tipo de aquella mujer no
existía más que en la imaginación del
novelista. Fernando contestaba a esta censura con una sonrisa amarga. «¡Oh, sí,
existía la mujer; era la que se había vengado de muchas injurias llamándole
plebeyo!»
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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